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ArribaAbajo Quizá quiero, quizá no quiero

(A don Manuel Concha)

Ilustración


I

Esto de casarse con viuda, proeza ea que requiere más hígados que para habérselas, en pampa abierta y cabalgado en rocín flaco, con un furioso berrendo, de esos que tienen más cerviguillo que un fraile y puntas como aguja de colchonero.

Porque amén de que lo sacan a uno de quicio con el eterno difuntear (páseme la Academia el verbo), son las viudas hembras que gastan más letra colorada que misal gregoriano, más recúchulas que juez instructor de sumario, y más puntos suspensivos que novela romántica garabateada por el diablo. Y en corroboración de estas mis palabras3, no tengo más que sacarle los trapillos a la colada a cierta doña Beatriz, viuda de Perico Bustinza, que no a humo de pajas escribió Quevedo aquello:


   «De las carnes el carnero,
de los pescados el mero,
de las aves la perdiz
y de las mujeres la Beatriz».



La boca se me hace agua al hablar de la Beatriz de mi cuento; porque si no miente Garcilaso (no el poeta, sino el cronista del Perú, que a   —212→   veces es más embustero que el telégrafo), fue la tal una real moza. «No hay sábado sin sol, ni muchacha sin arrebol», como dice el refranejo.

Pero a todo esto, como ustedes no saben qué casta de pájaro fue Perico Bustinza, ni quién fue su media naranja, no estará fuera de oportunidad que empiece por darlos a conocer.

Perico Bustinza era un mocetón andaluz que llegó al Cuzco hecho un pelaire, con una mano atrás y otra adelante, en busca de la madre gallega, allá por los años de 1535. Eso sí, en cuanto a audacia era capaz de meterle el dedo meñique en la boca al padre que lo engendró; y por lo que atañe a viveza de ingenio, sé de buena tinta que le sacaba consonante al floripondio.

A la sazón encontrábanse los conquistadores en atrenzos feroces. La sublevación de indios era general en el Perú. Españoles y peruanos estaban, como se dice, a mátame la yegua que matarte he el potro. El marqués Pizarro, en Lima, se hallaba sitiado por un ejército de ochenta mil hombres al mando de Titu-Yupanqui, que ocupaba el cerro llamado después de San Cristóbal, conmemoración acaso del milagro que hizo el santo obligando a los indios a emprender la fuga. Titu-Yupanqui murió en el combate.

Más aflictiva, si cabe, era la situación de los cuatrocientos españoles avecindados en el Cuzco. El inca Manco, a la cabeza de doscientos mil hombres, mantuvo durante muchos meses a la imperial ciudad en riguroso asedio. Los conquistadores, en los diarios combates que se vieron forzados a dar, ejecutaron hazañas heroicas, casi fabulosas. Cúpole en suerte a Bustinza distinguirse entre tanto valiente, y en grado tal que, como se dice, le cortó el ombligo a Hernando Pizarro, que era todo un tragavirotes. Nada hubo, pues, de maravilloso en que acostándose una noche Perico de simple soldado, se despertase por la mañana convertido en capitán de una compañía de piqueros y sobresalientes.

Por supuesto, que desde ese día se hizo llamar don Pedro de Bustinza, y tosió fuerte, y habló gordo, y se empinó un jeme, y no permitió que ni Cristo padre le apease el tratamiento.

Apaciguada al fin la sublevación, Hernando Pizarro recompensó con largueza a sus compañeros, llevando su predilección por Bustinza hasta casarlo con la ñusta o princesa doña Beatriz Huayllas, hija del inca Huayna-Capac, matrimonio que dio al marido, aparte de las muchas riquezas de que era poseedora la mujer, gran influencia entre los caciques e indios del país. Con razón dicen que más corre ventura que caballo ni mula.

Doña Beatriz, que era por entonces moza de veinticinco años, de exquisita belleza y de mucho señorío en la persona, amó a don Pedro de   —213→   Bustinza con entusiasta cariño. Verdad es también que él se lo merecía, porque fue (hagámosle justicia) todo lo que hay que ser de buen marido.

Vinieron las guerras civiles entre los conquistadores, y el capitán Bustinza, que servía contra la causa realista bajo la bandera de Gonzalo Pizarro, cayó prisionero en una escaramuza habida cerca de Andahuaylas; y La Gasca que era un cleriguillo que no se andaba con escrúpulos de marigargajo para con los rebeldes, le hizo romper la nuez por manos del verdugo.

Así quedó viuda la princesa doña Beatriz. Vistió toca y cenojil, lloró la lágrima viva, y viniese o no a cuento, se le caía el difunto de la boca. ¡Vamos! ¡Si era cosa de dar dentera oírla todo el santo día referir maravillas del finado!

Ahora, con venia de ustedes, hago aquí punto para entrar de lleno en la tradición.




II

Referido he en otra ocasión que su majestad don Felipe II envió a estos sus reinos del Perú una real cédula, ordenando que las viudas ricas contrajesen nuevo lazo, sin excusa valedera en contra, con españoles escogidos entre los que más hubieran contribuido al restablecimiento del orden. Así creía el monarca no sólo premiar a sus súbditos, dándoles esposas acaudaladas, sino poner coto a nuevas rebeldías.

A haber nacido yo, el tradicionista, súbdito de don Felipe, habría puesto cara de hereje a su real prescripción. Tengo para mí que emparejar con viuda ha de ser como vestirse con ropa de muerto: aunque se la fumigue, siempre guarda cierto olorcillo al difunto.

Doña Beatriz, tanto por su fortuna cuanto por su prestigio como hija del padre de Atahualpa, no podía ser olvidada, y el general Diego Centeno pidió la mano de la princesa para su favorito Diego Hernández.

Era Diego Hernández lo que se llama un buen Diego. Cincuenta años y un chirlo que le tomaba frente, nariz y belfo, hacían de nuestro hombre un novio como un lucero... sin brillo.

Por lo feo podía Diego Hernández servir de remedio contra el hipo.

¡Bocado apetitoso, a fe mía!

Como para viuda y hambriento no hay pan duro, quizá doña Beatriz habría arrastrado de malilla con el chirlo y los cincuenta diciembres, si un quídam, envidioso de la ganga que se le iba a entrar por las puertas a Diego Hernández, no hubiera murmurado a los oídos de la dama que el novio era como mandado hacer de encargo y, aludiendo a que en sus   —214→   mocedades había sido Hernández aprendiz de zapatero en España, enviádola estos versos:


   «Plácemes te da mi pluma,
que un galán llevas, princesa,
que ansí maneja la espada
como maneja la lesna».



Los oficios de sastre y zapatero eran en el antiguo imperio de los incas considerados como degradantes; y doña Beatriz, que aunque cristiana nueva, tenía más penacho que la gorra del catalán Poncio Pilatos y no podía olvidar que era noble por la sábana de arriba y por la sábana de abajo, pues por sus venas corría la sangre de Huayna-Capac, dijo muy indignada a Diego Centeno:

-Hame agraviado vuesa merced proponiéndome por marido a un ciracamayo (sastre).

Centeno porfió hasta lentejuela y abogó hasta la pared de enfrente en favor de su ahijado Hernández, quien cantaba en todos los tonos del solfeo:


   «Dame el que te pido,
      ramo de flores,
si quieres que te absuelvan
      los confesores».



El obispo del Cuzco y otros personajes gastaron también saliva inútilmente, porque doña Beatriz no quiso atender a razones. Y a mujer que se obstina en no querer, no hay más que dejarla en paz e irse con la música a otra parte; que de hembras está empedrado el mundo, y el amor es juego de bazas4 en que cada carta encuentra su compañera. Entonces su hermano, el inca Paullu, se comprometió a hacerla cejar y la dijo:

-Beatriz, tu negativa será fatal para nuestro pueblo. Heridos los españoles en su orgullo, se vengarán en los pocos descendientes que aún quedamos del último inca; y pues le que codicia Diego Hernández es tu oro, dáselo con tu mano; que en cuanto a compartir con él tu lecho, hame ofrecido no hacerte violencia. Es punto de honrilla para él y sus amigos esta boda; y pues somos débiles, ceder nos toca, hermana.

Y por este tono siguió reforzando sus argumentos.

Tal vez no era muy fraternal el móvil que lo impulsaba a empeñarse; pues averiguado está que, muerto Manco, aspiraban Sairy-Tupac, Paullu y otros indios nobles a ceñirse la borla imperial.

Paullu sacrificaba su hermana a su ambición política, esperando propiciarse así el apoyo de los conquistadores.

Después de bregar largamente, terminó la dama por hacer esta pregunta:

-¿Te ha jurado Diego Hernández, por la cruz de su espada y por Santiago Apóstol, que no reclamará de mí sus derechos de marido?

  —215→  

-Sí, Beatriz -contestó el inca Paullu.

-Pues entonces, anúnciale que disponga de mi mano.




III

Aquella misma noche reuniose en casa de la princesa lo más granado del vecindario cuzqueño.

El obispo del Cuzco, que debía unir a los contrayentes, preguntó a doña Beatriz:

-¿Queréis por esposo y compañero al capitán Diego Hernández?

-Quizá quiero, quizá no quiero -contestó la princesa.

-¿A qué carta me quedo, doña Beatriz? -insistió el obispo-. ¿Queréis o no queréis?

-Ya lo he dicho, señor obispo. Quizá quiero, quizá no quiero.

-Pues concluyamos, que no por miedo de gorriones se deja de sembrar cañamones -murmuró un tanto picado su ilustrísima, y echando la bendición sobre dama y caballero, los casó en latín, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

Es decir, que quedó atado en el cielo lo que el obispo acababa de atar en la tierra.

¿El quizá quiero, quizá no quiero de la princesa encerraba un distingo casuístico? Así lo barrunto.

¿Su ilustrísima se hizo in pecto algún silogismo teológico que tranquilizara su conciencia, para dar por afirmativa una respuesta que no es la prevenida por los cánones? No sabré decirlo.

Lo que sí puedo afirmar con juramento es que no hay semana que no tenga su disanto y que, andando los tiempos, debió doña Beatriz humanizarse con su marido, porque... porque..., no sé cómo decirlo ¡qué domonche! Sancha, Sancha, si no bebes vino, ¿de qué es esa mancha?

Ella dejó prole..., conque..., chocolate que no tiñe...

Ilustración





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ArribaAbajoLos amantes de real orden

(A don Mariano A. Pelliza, en Buenos Aires)

El 21 de julio de 1552 falleció en Lima el virrey don Antonio de Mendoza, marqués de Mondéjar, dejando el gobierno a cargo de la Real Audiencia. Juzgando por apariencias, el país se hallaba como balsa de aceite y no se movía paja que augurase tremolina; pero, en realidad, había hormiguillo, revolucionario en todos los espíritus, y de ello dieron en breve testimonio claro los sangrientos sucesos de Potosí y la famosa rebeldía de Francisco Hernández Girón, quien, tras ganar batalla sobre batalla, al primer descalabro vino a ser moro al agua y pagó con el pescuezo lo atrevido de su caballeresca empresa. A los que anhelen hacer amplio conocimiento con tan valiente como simpático caudillo, les recomiendo la Crónica de las revoluciones del Perú, que escribió y dio a la estampa en Sevilla, por los años de 1571, Diego Fernández (el Palentino), libro cuya circulación en América estuvo prohibida por el rey durante dos siglos.

El marqués de Mondéjar tenía concertado con la Audiencia el nombramiento de don Pedro de Hinojosa para justicia mayor de los Charcas, y cuando éste había casi terminado sus aprestos de viaje, acaeció la muerte de su excelencia. Pasados los días de luto oficial, se reunieron los oidores y creyeron conveniente que subsistiese lo acordado. Llamaron a don Pedro, tuvieron con él una mano de conversación, se desvanecieron ciertas desconfianzas que de él abrigaban, y le intimaron que precipitase su marcha al lugar de su destino; pues motivos tenían sus señorías para barruntar que en la villa imperial iba a armarse un motín de órdago y noche turbia.

A tiempo que de prevenir males y bochinches se trataba, recibió la Audiencia una originalísima provisión de Felipe II. Su majestad pensaba, y para pensarlo no escaseaban razones, que a las turbulencias de estos reinos contribuía en mucho la condición de soltería en que se encontraba la mayor parte de los vecinos de Lima, que no se arriesgaban a recibir la bendición del cura por tener en memoria el refrán que reza: «melón y casamiento requieren acertamiento» o lo de


   «A veces las mujeres
      son como libros,
que por nuevos se compran
      y... están leídos».



Por ende, ordenaba el monarca se notificase a todos los estantes y habitantes de su muy noble ciudad de los reyes del Perú que en término   —217→   de treinta días (¡ahí es nonada la prisa!) abandonasen el regalo de la vida célibe, bajo pena de perdimiento de hacienda. Ítem, prevenía don Felipe, con paternal solicitud, que los que no tuviesen un arreglillo o aparejada novia, recibiesen costilla de real orden y fuese ésta la chica que la Audiencia escogiese entre las indias nobles del país. Ansí -concluía el sacramental documento- desaparecerá todo olor a barraganía, habrá la moral ganancia y se amansaría los genios turbulentos; que con viento se limpia el trigo y los vicios con castigo.

Que Dios ha en gloria a su majestad don Felipe II, en jamás de los jamases se me pasó por las mientes dudarlo; y una picaruela, que yo me sé y que anda por esas calles pisando corazones y con la cual platicaba cierta noche de cosas de Iglesia, díjome que sólo por esta real cédula merecido se tiene el hijo de Carlos V que Roma lo canonice. Conque... alcaraván zancudo, abre el ojo, que asan carne.

Parece que hogaño no vendría mal un mandamiento de la laya, visto que, en materia de matrimonio, los hombres andamos retrecheros, abundando que es bendición de Dios las hembras de buen palmito, que si Su Divina Majestad y una ley del próximo Congreso no lo remedian, se quedarán para peinar a Santa Catalina o vestir virgencitas de Chinquiquira, angelitos de cera y San Antoñitos de piedra de Guamanga.

No es preciso que yo lo apunte, pues adivinar se deja, que los solterones pusieron cara de hereje a la real provisión; pero la Audiencia se mantuvo tiesa que tiesa, y quieras, que no quieras, muchos prójimos mordieron del ajo, y los curas cosecharon buenos cuartejos y estuvieron diariamente de arroz y gallo muerto. A la moda estuvo entonces el cantarcillo:


   «Si nadie quiere suegra
      yo sí la quiero,
para a falta de leña
      tirarla al fuego».



Y tiene razón que le sobra el cantarcillo. El padre Noé embarcó en el arca todo linaje de alimañas y sabandijas ponzoñosas; pero se cuidó mucho de no embarcar suegra.

¿Tienen ustedes la bondad de decirme de dónde diablos han salido después las suegras?

Hombres hay que dicen (¡habrá bellacos!) que siempre gallina amarga la cocina, o lo que es lo mismo, que es mucha plepa resignarse a no mudar de compañera. Si por algo ha hecho siempre furor el baile de cuadrillas es... porque el cambio de parejas hace imposible la monotonía.

De estos pícaros hubo más de veinte que se confabularon para escapar de Lima antes de ser notificados; y como el general Hinojosa debía salir   —218→   para Potosí, a él fueron y le rogaron que los llevase en su comitiva. El frío sabe a quien se arrima, y en puridad de verdad que el justicia mayor era el hombre a propósito para ampararlos en tribulación tamaña.

Don Pedro de Hinojosa rayaba a la sazón en los cuarenta y cinco años; y dejando a un lado su valor, gallardía, fortuna y merecimientos, había conquistado fama de muy gran galanteador. En cierta ocasión y creyendo halagarlo, propúsole el licenciado La Gasca casarlo con la hija del marqués Pizarro, tras la cual andaban bebiendo los vientos nuestro simpático capitán Hernández Girón y don Miguel de Velasco, deudo del mariscal Alonso de Alvarado. Pero don Pedro no era de los que se dejan engatusar con dedadas de miel, y le contestó al presidente:

-Sabroso bocado es doña Francisca, hermosa como una perla, rica como una reina y con mucho señorío en la persona; pero perdono el bollo por el coscorrón, que en Dios y en mi ánima tengo jurado no renunciar a las gollerías de mancebo ni por todo el imperio de las Indias, amén de que entre el y el no de una mujer no pondría yo ni la punta de un alfiler.

Y doña Francisca tuvo que irse a España y apechugar con el vejestorio de su tío Hernando, que la triplicaba la edad, y a quien acompañó en su larga prisión hasta que Dios fue servido dejarla viuda.

Volviendo a don Pedro de Hinojosa, es típica y suya y muy suya esta frase que ha pasado a proverbio y que, mejor de lo que lo hiciéramos en grandes y numerosas páginas, revela su libertinaje:

-Con tres pares de muchachas no tengo yo para celebrar la pascua después del ayuno cuaresmal.

¡Digo, si el nene sería tagarote o fanfarrón!

A buen árbol se acogieron, pues, los que tenían ojeriza al casorio; y don Pedro, sin escoger a moco de candil, los enroló en la compañía destinada a resguardarlo en el viaje.

Pero no porque don Pedro fuese gran persona, pensó el oidor Bravo de Saravia, hombre bragado y tesonero y que era quien llevaba la voz en la Audiencia, que debía ser excusada la notificación, y un día presentose el escribano real Avendaño en casa del general.

Éste, que sospechó lo que entre manos traía el pájaro de pluma, le dijo.

-Mire vuesa merced que no puedo darme hoy por notificado, y ruégole me disimule hasta mañana, que con estas cosas de mi cargo ando con el seso perdido y sin calma para estampar mi garabato. Véngase, si es servido, mañana por ésta su casa, que el asunto no es cochite-hervite; y sin deservicio del rey puede dar largas, y dejarme por esta noche dormir sobre ello y tomar acuerdo con la almohada. Así notificará también vuesa merced la provisión a los soldados de mi compañía a quienes ella competa.

Aunque la excusa era, como se dice, achaques al viernes por no le ayunar,   —219→   contemporizó el escribano, echose al buche una copa de Priorato o Málaga y se despidió, convenido en dejar la notificación para oportunidad mejor. En el acto, y con toda cautela, hizo el general sus últimos aprestos; y aquella misma noche, sin ser visto ni sentido, salió de Lima con su compañía de lanzas, compartía compuesta de gallos de mucha estaca, es decir, de solterones.

Al siguiente día, Avendaño reveló al oidor Saravia que Hinojosa y los suyos eran los únicos a quienes no había podido notificar la voluntad real. Pero Bravo de Saravia, zorro muy camastrón, lo miró entre ceja y ceja y le dijo:

-¡A mí con esas, señor cartulario! Vuesa merced no juega limpio, y si me ha tomado por un bragazas, como el licenciado Altamirano, sepa que no paso por fullerías. Cohecho o favor, ello culpa es de vuesa merced, y a vuesa merced toca remediarla, que no a mí. Y pues el general va camino de los Charcas, vea vuesa merced cómo le da alcance y le notifica y a él y sus lanzas les intima la vuelta, que mozas casaderas hay en Lima y agradecerle han la diligencia.

Y aunque intentó oponérsele el oidor Altamirano, no hubo santo que valiese para hacerlo apear de lo dicho.

El escribano montó a caballo, y con los pergaminos del caso y buena escolta, echose a galopar tras los fugitivos.

Habíanse éstos, creyéndose ya seguros, detenido en el pueblo de Mala, errando al caer de una tarde y en momentos en que el general se sentaba a la mesa con Alonso de Castro, su alguacil mayor y otros tres oficiales, entró corriendo un soldado, y trabucándosele las palabras, que tanto efecto hace en la lengua el miedo de perder la libertad, dijo:

-Sepa su señoría que a pocas cuadras de camino viene a todo venir, con gente de armas y pendón, el señor secretario de la Audiencia.

Don Pedro brincó del asiento como aquel a quien pica víbora, y dejando intacta la colación, gritó:

-¡A cabalgar, caballeros!... ¡Que nos casan, que nos casan! ¿Suegra conmigo? ¡Nones! De azúcar hubo una, y hasta esa amargó.


   Que quiero estar tan lejos
      yo de una suegra,
como las golondrinas
      de las estrellas.



Y hubo toque de botasilla y confusión babilónica.

Y don Pedro de Hinojosa, el valiente entre los valientes, el que jamás volviera cara al enemigo en los campos de batalla, se amilanó como un pelele ante el amago de matrimonio, más que si el verdugo se presentara a   —220→   descabezarlo, y le corrieron culebritas por el cuerpo, lo que no le aconteció pocos meses más tarde, el día en que a traición lo asesinaron en Potosí.

Y fue tal la prisa que él y los suyos se dieron para huir del peligro, que abandonaron equipajes y trebejos, y a tiempo que por un extremo del pueblo apareció Avendaño, escapaba por el opuesto y a revienta-caballos la comitiva del justicia mayor.

Avendaño, que aquel día había hecho larga jornada, vio que era imposible perseguirlo y decidió regresar a Lima, muy contento con llevar prisioneros a dos soldados de Hinojosa que, por estar en el tambo o ventorrillo remojando una aceitunita, no pudieron escapar a tiempo.

Llamábanse éstos Gracián de Sesé el Cojo y Diego de Tapia el Tuerto, cortados ambos por el mismo patrón de aquel Juan de Aracena de quien dice el refrán que no tenía ni palabra mala ni obra buena.

Cuando el escribano se presentó con ellos ante la Real Audiencia, el oidor Bravo de Saravia murmuró a la oreja de sus compañeros Hernando de Santillán y Mercado de Peñalosa:

-Este belitre de Avendaño no es para silla ni para albarda. ¡Dejar escapar a los buenos mozos y traerse un par de lisiados más feos que una excomunión! ¡Lindo regalo para las novias!

Pero cojo y tuerto, Gracián de Sesé y Diego de Tapia, pagaron por todos sus compañeros, y como no se les conocía tapujo ni contrabando alguno en la ciudad, la Audiencia los casó con hijas de un acaudalado cacique, muchachas que, si no mienten mis apuntes, no tenían malos bigotes.

Los dos soldados se resignaron por el momento, y al recibir la dote dijeron para sí: «¡Vaya en gracia! Los duelos con pan son menos: ¿Obediencia y torreznos? Que sea enhorabuena».

Y a propósito. He aquí el origen de este refrancito.

Cuentan que a Santa Teresa la obligó una vez la superiora a que suspendiese los ayunos, diciéndola: «Bajo santa obediencia, hermana, la mando que almuerce hoy una tortilla de torreznos». A lo que contestó Teresa: «¿Obediencia y torreznos? Sea muy enhorabuena».

Pero Felipe II se engañó como un papanatas, imaginándose que con el matrimonio entra el juicio en la cabeza de los hombres. Apenas llegó a Lima la noticia de que en Potosí se había armado la gorda, cuando nuestros casados de real orden abandonaron a las conjuntas, y se fueron a tomar cartas en la jarana. De ellos puede decirse con el refrán que tuvieron la ventura de la barca, «la mocedad trabajada y la vejez quemada».

A Diego de Tapia, el tuerto, lo ahorcó, no recuerdo si Vasco Godínez o el mariscal Alvarado.

En cuanto a Gracián de Sesé, el cojo, en la batalla de Chuquinga una bala le rompió la pata sana... y las lió el pobrete.

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Relataré aquí de paso, aunque ello no viene a cuento, que en esa batalla de Chuquinga hubo un mozo llamado Gonzalo de Mata, quien pensando que su solo nombre bastaba para asustar gente, se arrojó en lo más revuelto de la pelea gritando desaforadamente:

-¡Rendirse, rendirse, que aquí está Mata!

-¿Sí? -contestó uno de los enemigos-. Pues aquí está quien lo mata. Y aplicando la mecha al arcabuz, le plantó en medio del pecho un balazo soberano, enviándolo a hacer el coco a la tierra de los calvos.

Y con esto, lectores míos, hagamos por hoy punto, diciendo a guisa de oración jaculatorias:

-Bendito y alabado sea el Señor, que nos hizo nacer en tiempos en que ningún hijo de vecino corre riesgo de que lo casen de real orden.




ArribaAbajoLos refranes mentirosos


I

El gozo en el pozo



   «Va al hoyo el mozo
y el gozo al pozo».



Hame dado hoy el naipe por probar, con el testimonio de sucesos tradicionales, que en el Perú tenemos refranes que expresan todo lo contrario de lo que sobre ellos reza el Diccionario de la Real Academia de la Lengua.

Siempre oí decir cuando se falsificaba una noticia, de aquellas que en el primer momento producen un alegrón. «Pues, señor, el gozo cae el pozo». Y dicho esto, se quedaba un prójimo turulato y aliquebrado.

Ahora lean ustedes la crónica que voy a desenterrar, y convendrán conmigo en que bien puede la Academia echarle un remiendo al refrancito.

El 2 de febrero de 1579, doña Lucrecia de Sanjoles y su hija doña Mencía de Vargas fundaron en el área que hoy ocupan la iglesia parroquial de San Marcelo y el conventillo o casa llamada de la Pregonería una congregación de religiosas bernardas de la orden del Cister, obteniendo en 1584 de Gregorio XIII la correspondiente bula aprobatoria. Mientras edificaban el monasterio y templo de la Trinidad, al cual se trasladaron en 18 de junio de 1606, vivieron en el antedicho local de San Marcelo, que, como es sabido, fue también el que primitivamente ocuparon los   —222→   agustinos, donde 1554 hasta veinte años después, en que una noche y con gran sigilo para no ser embarazados por dominicos y mercenarios, se mudaron con bártulos y petates a los espaciosos claustros que hogaño habitan.

Fue el año 1581 fenomenal para Lima. El Rímac, de suyo miserable de agua, estuvo en ese año tan remolón y cicatero, que apenas si traía la cantidad precisa para que los habitantes apagasen la sed. Hasta la fuente de la plaza (que no era la que hoy tenemos, sino un pilancón construido en tiempo del virrey Toledo) apenas pudo darse el lujo de dejar correr un chorrito como un hilo.

Los pozos se secaron, y claro está que el de la casa de la Pregonería no había de ser la excepción.

Las hermanas o monjas bernardas se vieron en apuros, y después de agotados los expedientes profanos, resolvieron acudir a San Nicolás de Tolentino para que las sirviese de abogado cerca de quien todo lo puede. Yo no sé cómo se las compondría el santo, ni si repartió panecillos benditos en la corte celestial para propiciarse influencias y salir airoso en el empeño; pero uniformemente dicen las crónicas que he consultado que, paseado el santo en procesión de rogativa por el claustro, lo condujeron las monjas al coro, donde, interrumpiendo el religioso cántico y con gran alharaca, penetró una hermana lega gritando:

-¡Madrecitas! ¡Madrecitas! ¡Milagro! ¡Milagro! ¡El agua rebosa! ¡Víctor San Nicolás!

Las monjas dejaron abandonado al santo, que así es de ingrato el corazón humano aun en los seres dados a la práctica de la virtud, y atropellándose unas a otras se precipitaron en el claustro.

La hermana lega no había mentido. El agua manaba en gran cantidad.

El pueblo acudió a las puertas de la Pregonería ganoso de dar fe del milagro, y tal fue el barullo, que el arzobispo se vio en el caso de otorgar permiso para que cualquier motilón pudiera penetrar en el santuario.

No hubo en Lima quien no se diera la satisfacción de llenar un cántaro con agua del pozo, en lo que, francamente, los perjudicados fueron los médicos y boticarios; porque a tal agua se la creyó con más virtudes que recientemente a las de Huacachina y Lourdes para sanar todas las enfermedades conocidas y por conocerse. Nunca tuvo mayor boga al sistema hidropático.

Eso tiene de bueno el pueblo. No se mete en filosofías y cree con la fe del carbonero. Y ya que por incidencia se me ha venido a la pluma este refrán, no estará fuera de lugar el que consigne aquí su origen.

Cuentan, que don Alonso el Tostado, obispo de Ávila (aquel que sobre materias teológicas escribió tan crecido número de infolios en latín, que hoy mismo, para ponderar la fecundidad de un autor, se dice: escribe   —223→   más que el Tostado) departiendo un día con un mozo del pueblo, que llevaba carbón para la cocina episcopal, le preguntó:

-¿Qué crees?

-En el credo -contestó el carbonero.

-¿Y qué más?

-Lo que cree la Santa Madre Iglesia.

-¿Y qué cree la Iglesia?

-Lo que yo creo.

-¿Y tú qué crees?

-Lo que cree la Iglesia.

Y por más que el prelado lo zarandeaba con preguntas, el buen carbonero no apeaba de lo dicho ni variaba sílaba o letra.

Llegole a don Alonso el trance del morir.

Presumo que su ortodoxia no sería de las muy probadas y que en sus obras se le habría escapado alguna proposicioncilla malsonante; porque la clerecía rodeó su lecho, y no hubo preste que no se empeñara en hurgarle la conciencia. El obispo, que por cierto no estaba para mucha conversación, cortó por lo sano diciendo:

-Hijos míos... ¡Como el carbonero! ¡Como el carbonero!

Y cerró el ojo y nació el refrán.

Y volviendo al milagro de San Nicolás de Tolentino, diré a ustedes que hubo en Lima luminarias y repique general de campanas.

El gozo salió del pozo, por más que se escriba que el gozo cayó en el pozo.




II

No hay cuidado, que no embiste



   «Del agua mansa me libre Dios,
que de la brava me libro yo».



Éste es otro refrancito que miente como un desvergonzado. Cansados estarán ustedes de prevenir caritativamente al prójimo que se ande con tiento y se precaucione de alguien que le tiene tirria, enemiga o mala voluntad, y archicansados estarán también de oír esta respuesta: «no hay cuidado, que no embiste».

Pues juzguen ustedes, por lo que voy a contarles, si merece pizca de fe el dicharacho.

Acostumbrábase en el Cuzco sacar a San Marcos en procesión el día de su fiesta desde la iglesia de Santo Domingo hasta una capilla distante seis cuadras.

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Si han visto ustedes estampas de San Marcos, sabrán que a su lado se pinta siempre un buey. ¡Barajuste! Ahora caigo en la cuenta del porqué es San Marcos patrón de los matrimonios.

La procesión del año 1556 fue espléndida. Mayor lujo no podía apetecerse. Ahorrémonos descripciones con decir que nuestros abuelos sabían hacer esas cosas en grande y sin tacañería. Todo lo mejorcito de la ciudad, damas y caballeros, estaba allí de veinticinco alfileres:

Delante de las andas iba el gonfaloniero o alférez con el estandarte, y tras él un buey cubierto de flores y con las astas forradas en oro.

El buey del año 1556 era el más bonachón de la familia. Para el caso no se encontraba otro tan manso en diez leguas a la redonda. Verdad es que en ese tiempo no había muchos de su especie para escoger como en peras, porque la introducción del ganado vacuno en el Perú era de muy reciente data.

Al regresar la procesión a Santo Domingo, los cabildantes y demás gente de viso formaron calle desde la puerta del templo hasta el altar mayor.

Hallábase entre ellos y prójimo a la puerta el capitán don Íñigo Pastoriza, mozo muy dado a andar siempre en busca de la flor del berro y que, olvidándose del respeto debido a la casa de Dios, se ocupaba por el momento en guiñar el ojo a una hija de Eva, abstraído en ideas e intenciones libidinosas.

Probablemente el buey se creyó autorizado para ejercer funciones de pertiguero; porque, enfureciéndose de improviso, cogió entre las astas al escandaloso capitán y, lanzándolo al aire, lo arrojó de espaldas fuera de la iglesia. Después de esta barrumbada se quedó el animalito como si tal cosa, y prosiguió muy pacíficamente su camino.

El cronista que relaciona este suceso lo califica de milagro y de patente castigo del cielo. Por supuesto, que yo también pienso lo mismo. ¡Pues no faltaba más sino que saliese yo ahora descantillándome con negar la autenticidad del milagrito!

¡Conque así, niños, ojo! Mucho ojo y mírense en este espejo los que vean a las iglesias, no a oír la palabra divina, sino a hacer carantoñas a las muchachas.

Cuando acudieron a socorrer a don Íñigo lo hallaron dando las últimas boqueadas. ¡Tan feroz había sido el porrazo!

Y todavía dirán: ¡No hay cuidado, que es buey manso!

Que otro coma confianza y se atenga a refranes, que por lo que atañe a este humilde sacristán... ¡un demonio!