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ArribaAbajoContra pereza diligencia

Cuento


(A mi hijo Vital)

¿Conque tú también, gorgojo, quieres que papá te cuente un cuento? ¿No te basta ya con oírme canturrear:


Al niño que es bueno
   y da su lección,
la mamá lo lleva
   a la Exposición;
y al niño que es malo
   y desaplicado,
taita, Dios lo vuelve
   tuerto y jorobado?



No te aflijas, filigranita de oro, que para ti tengo todo un almacén de cuentos. Allá va uno, y que te aproveche como si fuera leche.

Esta era una viejecita que se llamaba doña Quirina, y que cuando yo era niño, en los tiempos de Gamarra y Santa Cruz, vivía pared por medio de mi casa. Habitaba la dicha un cuartito que por lo limpio parecía una tacita de porcelana. Allí no había perro ni michimorrongo que cometieran inconveniencias para la vista y el olfato.

Sobre una cómoda de cedro charolado y bajo urna de cristal veíase el pesebre de Belén con su San José, el de las azucenas, la Virgen y el Niño, el buey, la estrella y demás accesorios, artístico trabajo de afamado escultor quiteño.

¡Cosa mona el Misterio! Alumbrábalo noche y día una mariposilla de aceite, colocada en medio de dos vasos con flores, que doña Quirina cuidaba de renovar un día sí y otro también.

Pero lo que sobre todo atraía mis miradas infantiles, era una tosca herradura de fierro tachonada con lentejuelas de oro, que en el fondo de la urna se destacaba como sirviendo de nimbo a un angelito mofletudo.

Doña Quirina era supersticiosa. No creía, ciertamente, que llevar consigo un pedacito de cuerda de ahorcado trae felicidad; pero tenía por artículo   —217→   de fe que en casa donde se conserva con veneración una herradura mular o caballar no penetra la peste, ni falta pan, ni se aposenta la desventura.

¿En qué fundaba la viejecita las virtudes que atribuía a la herradura? Yo te lo voy a contar, Vital mío, tal como doña Quirina me lo contó.

Pues has de saber, hijito, que cuando Nuestro Señor Jesucristo vivía en este mundo pecador desfaciendo entuertos; redimiendo Magdalenas, que es buen redimir; desenmascarando a pícaros e hipócritas, que no es poco trajín; haciendo cada milagro como una torre Eiffel, y anda, anda y anda en compañía de San Pedro, tropezó en su camino con una herradura mohosa, y volviéndose al apóstol, que marchaba detrás de su divino Maestro, le dijo:

-Perico, recoge eso y échalo en el morral.

San Pedro se hizo el sueco, murmurando para su túnica: «¡Pues hombre, vaya una ocurrencia! Facilito es que yo me agache por un pedazo de fierro viejo».

El Señor, que leía en el pensamiento de los humanos como en libro abierto, leyó esto en el espíritu de su apóstol, y en vez de reiterarle la orden echándola de jefe y decirle al muy zamacuco y plebeyote pescador de anchovetas que por agacharse no se le había de caer ninguna venera, prefirió inclinarse él mismo, recoger la herradura y guardarla entre la manga.

En esto llegaron los dos viajeros a una aldea, y al pasar por la tienda de un albéitar o herrador dijo Cristo:

-Hermano, ¿quieres comprarme esta herradura?

El albéitar la miró y remiró, la golpeó con la uña, y convencido de que a poco majar en el yunque la pieza quedaría como nueva, contestó:

-Doy por ella dos centavos, ¿acomoda o no acomoda?

-Venga el cobre -repuso lacónicamente el Señor.

Pagó el albéitar, y los peregrinos prosiguieron su marcha.

Al extremo de la aldea salioles al encuentro un chiquillo con un cesto en la mano y que pregonaba:

-¡Cerezas! ¡A centavo la docena!

-Dame dos docenas -dijo Cristo.

Y los dos centavos producto de la herradura pasaron a manos del muchacho, y las veinticuatro cerezas, con más una de yapa, se las guardó el Señor entre la manga.

Hacía a la sazón un calor de infierno, que diz que es tierra caliente y de achicharrar un témpano, y San Pedro, que caminaba siempre tras el maestro, iba echando los bofes, y habría dado el oro y el moro por una poca de agua.

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El Señor, de rato en rato, metía la mano en la manga y llevaba a la boca una cereza; y como quien no quiere la cosa, al descuido y con cuidado dejaba caer otra, que San Pedro sin hacerse el remolón se agachaba a recoger, engulléndosela en el acto.

Después de aprovechadas por el apóstol hasta media docena de cerezas, sonriose el Señor y le dijo:

-Ya lo ves, Pedro; por no haberte agachado una vez, has tenido que hacerlo seis. Contra pereza diligencia.

Y cata el porqué desde entonces una herradura en la casa trae felicidad y...


   Chito, chito, chito,
que aquí el cuento finiquito.






ArribaAbajoUna partida de palitroques

Gran jugador de bolos fue Alonso de Palomares, soldado que vino al Perú en la expedición de don Pedro Alvarado, el del célebre salto en Méjico.

Es sabido que don Francisco Pizarro tuvo pasión por este juego, y que junto con la fundación de Lima estableció en la vecindad del Martinete un boliche o cancha de bochas, adonde iba todas las tardes a pasar dos horitas de solaz. Fuese adulación o que en realidad no hubiera quien lo aventajase, lo cierto es que su gloria como bochador no tenía eclipse.

Cuando llegaba el marqués, toda partida se suspendía para que él y sus amigos entrasen en posesión del boliche.

Habláronle una tarde de la destreza de Alonso de Palomares, y Pizarro quiso conocerlo y jugar con él.

-Dícenme, señor soldado- le dijo,- que vuesa merced es mucho hombre como jugador de palitroques, y si le place probaremos fuerzas en una partida.

-Hónrame su señoría con la propuesta -contestó Palomares.- ¿Y a cómo ha de ser el mingo que interesemos?

-Fíjelo vuesa merced.

-Aunque pobre soldado -continuó el otro,- no me faltan trescientos ducados de oro en la escarcela; y si a vueseñoría conviene, interesaremos cinco ducados por partida, que quien honra recibe en ser adversario del señor gobernador, no puede hacer juego roñoso.

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-Sea -repuso lacónicamente el marqués, y comenzó la partida.

Jugaron aquella tarde mientras hubo luz. Partidas perdió el gobernador y partidas perdió el soldado; si bien éste, según el sentir de los inteligentes, hizo mañosamente algunas pifias, como para inspirar confianza a su contrario. Y sin embargo, Palomares le ganó quince ducados al marqués.

Y siguieron durante un mes jugando todas las tardes, hasta que se convenció Pizarro de que en Palomares había encontrado maestro de quien recibir lecciones. Érale deudor de cien ducados de oro.

El marqués, siempre que perdía, se desahogaba denostando a su vencedor, el cual sonreía con mucha flema y continuaba dando bochadas que no dejaban palitroque en pie. ¡Jugadorazo el Palomares!

Entretanto pasó una semana después de roto el compromiso de juego, sin que don Francisco se acordase de pagar los cien ducados, hasta que un día tuvo el soldado la llaneza de recordárselo.

-No le pago al muy fullero- contestó con cólera Pizarro.

-Corriente, señor marqués, no pague usía si no quiere, que habré perdido mi dinero y ganado sus injurias.

Dice Garcilaso que la respuesta le cayó en gracia al gobernador; porque volviéndose al tesorero Riquelme, le dijo riendo:

-Págale a este mozo lo que reclama, y en buena hora sea, que de mi mano no volverá a ver moneda en el boliche.

Y es fama que tanto se sintió humillado en su amor propio de jugador por haber encontrado maestro, que desde entonces nadie volvió a ver a don Francisco Pizarro bocha en mano.




ArribaAbajoEl caballo de Santiago apóstol

Soldado de puño recio, pero de menguados bríos, era Marcos Saravia entre los de caballería que por el rey y Vaca de Castro pelearon el 16 de septiembre de 1542 la muy resida y sangrienta batalla de Chupas contra las huestes de Almagro el Mozo.

El entusiasta cariño de los almagristas por su joven caudillo, así como la reputación de esforzados y mañeros que disfrutaban por hallarse entre ellos muchos hombres de gran experiencia en cosas de guerra y milicia, como que eran la flor y nata de los conquistadores que con Pizarro vinieron   —220→   al Perú, hacía que los realistas anduviesen la víspera de la batalla nada confiados en la victoria.

A Marcos Saravia no le cuajaba de miedo la saliva en la boca, y en la primera arremetida, que fue de hacer castañetear dientes y muelas, se vio en tan serio peligro que hizo formal promesa al apóstol Santiago de regalarle su caballo si con vida libraba de la batalla.

En aquellos tiempos el gobierno no proveía al soldado de caballo, montura ni arreos. Estos eran propiedad del jinete, y el tesoro le pagaba para manutención de la cabalgadura la mitad de la soldada.

Item los caballos eran escasos y carísimos. El mancarrón más humilde valía mil pesos, y ningún capitán o persona de fuste montaba caballo que no estuviese valorizado en tres o cuatro mil duros.

El santo atendió las preces del cuitado Marcos sacándolo de la zinguizarra sin golpe ni rasguño.

Llegó, pues, la de pagar; y cuando al día siguiente entraron los vencedores en Guamanga, fue nuestro hombre a visitar y dar gracias al apóstol Santiago, que de gorda lo librara. Pero hacíasele muy cuesta arriba eso de quedarse convertido en infante.

Descabalgó en la puerta de la iglesia, y arrodillándose ante la efigie del patrón de España, dijo:

-Santo mío, vos no habéis menester de caballo, sino de su precio.

Y sacó de la escarcela en doblillas de oro cuatrocientos pesos que puso sobre el altar, añadiendo:

-Estamos en paz, patrón, que soy buen pagador.

Pero Santiago apóstol no lo tuvo por tal, sino por tramposo y redomado. Lo menos que valía el jamelgo era doble suma, y era mucha bellaquería venirle con regateos a santo batallador y tan entendido en materia ecuestre, como que nadie lo ha visto pintado a pie, sino sobre arrogantísimo corcel y con mandoble o bandera en mano.

Salido de la iglesia, apoyose Marcos en el estribo y cabalgó; pero el demonche del animal, rebelde a freno, espuela y azote, se encaprichó en no dar paso. El caballo había sido siempre manso de genio, nada corbeteador ni empacón, y por primera vez en su vida revelaba insubordinación y terquedad. Aquello no podía ser sino obra de influencia beatífica.

Aburrido Saravia, apeose, regresó al altar y le dijo al santo:

-¡Ah, picaronazo! No hay quien te la juegue- y puso sobre el altar cantidad de doblillas igual a la que antes dejara. Suma redonda, ochocientos duretes.

Cabalgó nuevamente, y el dócil animal siguió con su habitual paso llano camino de la posada.

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Marcos Saravia volvió el rostro hacia la iglesia, murmurando entre dientes y como quien reza:


   «Santiago, patrón de España,
no eres santo de cucaña
      ni de paja.
Accedes a hacer favores;
mas tus caballos peores
nos los vendes sin rebaja».






ArribaAbajoLos amores de San Antonio

(A la señora Amalia Puga)


   Gentil amiga, lo que hoy te cuento
se halla en un códice amarillento
por la polilla roído el fin,
escrito en Lima ya hace años ciento,
      y en buen latín,
por fray Fulgencio Perlimpimpín,
maestro de Súmulas, en el convento
de nuestro padre San Agustín.




I

¡Claro! ¿Qué van a saber ustedes dónde está Chaupi-Huaranga? No los haré penar en averiguarlo.

Chaupi-Huaranga es una aldehuela en la circunscripción del departamento de Junín; y ella fue, allá por los tiempos de las guerras civiles entre pizarristas y almagristas, teatro de la tradición popular que hoy echo a correr cortes.


    Mi abuela tiene un cabrito,
dice que lo matará,
del cuero haya, un tamborcito,
lo que suene... sonará.



Matrimonio feliz, si los hubo, era el de Antonio Catari y Magdalena Huanca, ambos descendientes de caciques.

Él, gallardo mozo de veinticinco años, de ánimo levantado, trabajador   —222→   más que una colmena y enamorado de su mujercita hasta la pared del frente.

El laboreo de una mina le proporcionaba lo preciso para vivir con relativa holgura.

Cuando iba de paseo por las calles de Jauja o Huancayo, no eran pocas las hijas de Eva que corriendo el peligro de firmar contrato para vestir a las ánimas benditas, le cantaban:


   «Un canario precioso
      va por mi barrio...
¡Quién fuera la canaria
      de ese canario!»



Ella, una linda muchacha de veinte primaveras muy lozanas, limpia como onza de oro luciente, hacendosa como una hormiga y hembra muy mucho de su casa y de su marido, a quien amaba con todas las entretelas y reconcomios de su alma.

La casa del matrimonio era, valgan verdades, en cuanto a tranquilidad y ventura, un rinconcito del Paraíso, sin la serpiente, se entiende.

Cristianos nuevos, habían abjurado la religión de sus mayores y practicaban con fervor los actos religiosos de culto externo que el cristianismo impone. Jamás faltaban a misa en los días de precepto, ni a sermón y procesiones, y mucho menos al confesonario por Cuaresma. ¿Qué se habría dicho de ellos? ¡O somos o no somos! Pues si lo somos, válanos la fe del carbonero.

El adorno principal de la casa era un lienzo al óleo, obra de uno de los grandes artistas que Carlos V ocupara en pintar cuadros para América, representando al santo patrono del marido. Allí estaba San Antonio en la florescencia de la juventud, hecho todo un buen mozo, con sus ojos de azul marino, su carita sonrosada, su sonrisa apacible y su cabellera rubia y riza.

Por supuesto que nunca le faltaba la mariposilla de aceite, y si carecía del obligado ramo de flores, era porque la frígida serranía de Paseo no las produce.

Magdalena vivía tan apasionada de su San Antonio, como del homónimo de carne y hueso.

Como sobre la tierra no hay felicidad completa, al matrimonio le faltaba algo que esparciese alegría en el hogar, y ese algo era fruta o fruto de bendición, que Dios no había tenido a bien concederles en tres años de conyugal existencia.

Magdalena en sus horas de soledad se arrodillaba ante la imagen del santo, pidiéndola que así como a las muchachas casaderas proporcionaba   —223→   novio, hiciese por ella el fácil milagro de empeñarse con Dios para que la concediese los goces de la maternidad.

Y San Antonio erre que erre en hacerse el sordo y el remolón.




II

Antonio tenía todas las supersticiones de su raza, aumentadas con las que el fanatismo de los conquistadores nos trajera.

Cuando un indio emprende viaje que lo obliga a pasar más de veinticuatro horas lejos de su hogar, forma a poca distancia de éste y en sitio apartado del tráfico un montoncito de piedras. Si a su regreso las encuentra esparcidas, es para él artículo de fe la creencia en una infidelidad de su esposa.

Antonio tuvo que ir por una semana a Huancayo. Una noche tempestuosa presentose en su casa un joven español pidiendo hospitalidad. Era un soldado almagrista, que derrotado en una escaramuza reciente, venía muerto de hambre y fatiga y con un raspetón de bala de arcabuz en el brazo. Demandaba sólo albergue contra la lluvia y el frío de esa noche y algo que restaurase un tanto sus abatidas fuerzas.

Mucho vaciló Magdalena para en ausencia de su esposo admitir en la casa a un desconocido. Si hubiera existido ese triturador de palabras y pensamientos que llamamos telégrafo, de fijo que habría hecho parte consultando.

Al fin el sentimiento de caridad cristiana se sobrepuso a sus escrúpulos. Además, ¿qué podría temer del extranjero, acompañada, como vivía, por otras tres mujeres y por cinco indios trabajadores de la mina?

El huésped fue atendido con solicitud, y Magdalena misma aplicó una hierba medicinal sobre la herida. Al practicar el vendaje levantó la joven los ojos: un temblor convulsivo agitó su cuerpo y cayó sin sentido.

El soldado español era San Antonio, el santo que en su corazón luchaba con el amor a su marido. Los mismos ojos, la misma sonrisa, la misma cabellera.

Con el alba, el soldado abandonó la casa y siguió su peregrinación.




III

Pocas horas más tarde, Antonio llegaba a su hogar.

Había encontrado deshecho el montoncito de piedras.

Desde ese día la felicidad desapareció para los esposos. Él disimulaba sus celos y espiaba todas las acciones de su mujer.

Magdalena, con el instinto maravilloso de que Dios dotara a los seres   —224→   de su sexo y sin sombra de remordimiento en el cielo azul de su conciencia limpia, adivinó la borrascosa agitación del espíritu de su marido. Desde los primeros momentos le había dado cuenta de todo lo ocurrido en la casa durante los días de su separación. Antonio sabía, pues, que en su hogar se había dado asilo a un almagrista herido.

Y en esta situación anormal y congojosa para el matrimonio, los síntomas de la maternidad se presentaron en Magdalena.

Y la mujer, sin mancilla en el cuerpo ni en el alma, pasaba horas tras horas arrodillada ante San Antonio, y fotografiando, por decirlo así, en sus entrañas la imagen del bienaventurado.

Sombrío y cejijunto esperaba Antonio el momento supremo.




IV

Magdalena dio a luz un niño.

Cuando la recibidora (matrona u obstetriz de aquellos tiempos) anunció a Antonio lo que allí estimaba como fausta nueva, el marido se precipitó en la alcoba de su mujer, tomó al infante y salió con él a la puerta para mirarlo al rayo solar.

El niño era blanco y rubio como San Antonio.

El indio, acometido de furioso delirio, echó a correr en dirección al riachuelo vecino y arrojó en él al recién nacido.




V

Es tradicional que se vio entonces a un hombre, de tipo español, lanzarse en la corriente, coger al niño y subir con él al cerro.

Desde entonces el viajero contempla en la cumbre fronteriza a Chaupi-Huaranga una gran piedra o monolito, que a la distancia semeja por completo un San Antonio con un niño en brazos, tal como en estampas y en los altares nos presenta la Iglesia al santo paduano.





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ArribaAbajoEl hijo de la dicha

Con ese mote fue bautizado en 1547 el capitán Lope Martín, y por mi fe que el mote nada tuvo de antojadizo.

Cuando llegaron a Trujillo los primeros rumores de haberse defeccionado en Panamá la escuadra de Gonzalo Pizarro, el capitán Diego de Mora, que era el gobernador de la ciudad, se puso en viaje para Lima a fin de comunicar la importante noticia a su caudillo. En la primera jornada saliósele la espada de la vaina, hiriendo al caballo que montaba. Túvolo el de Mora por malísimo agüero, y regresando a Trujillo alzó bandera por el rey.

Noticioso Pizarro de que el mal ejemplo de Mora había encontrado imitadores en otros de sus tenientes en el Norte, despachó contra ellos al capitán Juan de Acosta con cien arcabuceros y cien jinetes. Encomendó este el mando de la descubierta o fuerza de exploración al alférez Jerónimo de Soria, quien aprovechando de una ocasión propicia se pasó con su gente al enemigo.

Francisco de Carvajal, que a la sazón estaba en Lima, juró y rejuró que daría garrote a cuantos hubiesen aconsejado a Soria que desertase del banco de Gonzalo, y echose en consecuencia a hacer averiguaciones. De ellas resultó que el capitán Lope Martín había regalado a Soria su caballo, lo que para el criterio del Demonio de los Andes constituía prueba plena de criminalidad. Púsolo preso, y diole una horita de plazo para que ajustara cuentas con Dios.

Don Antonio de Ribera, deudo de los Pizarro y personaje de muchos respetos y campanillas, tuvo noticia del conflicto en que se hallaba Lope Martín, que era muy su amigo, y calculando que empeñarse con Carvajal era perder tiempo y gastar saliva, se fue directamente a Gonzalo, y tanto le rogó, que a la postre se avino a perdonar. Pero como la cosa urgía y no daba tiempo para escribir y firmar, obtuvo don Antonio que Gonzalo le diese sus guantes de gamuza, que ya en otra oportunidad habían servido le cédula de perdón para con el sanguinario don Francisco.

Entretanto habían transcurrido cincuenta minutos, y del palacio de Gonzalo a la cárcel había más de dos cuadras de camino. Don Antonio corrió, y echando casi los bofes llegó a la prisión y sin fuerzas para articular palabra presentó los guantes a Carvajal.

-Paréceme, y me alegro -dijo don Francisco,- que merced ha llegado   —226→   tarde con la bula. Ya ese bellaco de Lope Martín debe estar en el infierno, dando cuenta al diablo de sus perrerías en este mundo. Pero en fin, véngase vuesa merced conmigo y llévese el cuerpo del traidor, y tenga el consuelo de darle la sepultura que no merece.

Y entraron en el calabozo a tiempo que el verdugo, después de dar una vuelta de garrotillo, que no bastó para matar al preso, se preparaba a dar la segunda, que infaliblemente habría sido la de apaga y vámonos.

Lope Martín, medio estrangulado, cayó sin sentido en brazas de su amigo.

Mientras le hacían aspirar algunas sales, Carvajal le examinaba el amoratado cuello y murmuraba:

-¡Vaya un pescuezo para duro! Bien puede este pícaro desbautizarse desde hoy y llamarse el hijo de la dicha.

Y salió del calabozo canturreando una de sus coplas favoritas:


   «¡Ay, amor!, tirano amor,
más que tirano traidor;
pues traidor me fuiste, amor,
todo te sea traidor».






ArribaAbajoNiñería de niño

Cuando se cometía en Lima alguna atrocidad o crimen de esos que espeluznan, decían nuestros flemáticos abuelos: «¡Niñería de Niño» Ahora conozcan ustedes al niño y su niñería.

El licenciado Rodrigo Niño, hijo de un cabildante de Toledo, en España, fue hombre en política de conducta más variable que el viento. Entusiasta partidario en una época del virrey Blasco Núñez de Vela, por quien arrostró serios peligros, se lo vio a poco figurar entre los más fervorosos adeptos de Gonzalo Pizarro, para a la postre hacer gran papel al lado de Gasca. Fue el tal leguleyo más tejedor que las arañas. Siempre estuvo en las de ganar y nunca en las de perder; lo que prueba que el licenciado Rodrigo Niño tuvo olfato de perro husmeador.

Necesitando regresar a España para recibir un mayorazgo que le había cabido en herencia, fletó buque, y Gasca lo encomendó que condujese en él ochenta pizarristas condenados a galeras.

Rodrigo Niño aceptó el encargo, y como no se le dio fuerza para custodia de los presos, exigió a éstos palabra de que no se fugarían en el tránsito.   —227→   Era mucho candor fiar en promesa de gente en condición tan apurada, y pronto lo palpó el licenciado.

Entre Panamá, Cartagena y la Habana se escaparon todos menos diez y ocho, con los que llegó a Sanlúcar de Barrameda. Emprendió con ellos la marcha a Sevilla, donde debía entregarlos a la autoridad, y en esas pocas leguas de camino se amotinaron diez y siete, diciéndole con pifia:

-Señor Rodrigo Niño, hasta aquí duró la buena compañía. Quedo vuesa merced con Dios, y él sea con nosotros.

Y sin que don Rodrigo hiciera lo menor por contenerlos, remontaron el vuelo los pájaros, menos uno que se obstinó en no escaparse, sino en ir a galeras a cumplir su sentencia. Acaso fiaba en que su formalidad sería título para indulto; pero ahí verán ustedes que en la calavera de una pulga se ahoga un cristiano.

-Y tú, pícaro, ¿por qué no te largas también?- le preguntó el licenciado.

-Porque estoy cansado de andar de Ceca en Meca -contestó con sorna el galeote- y no me va mal en la compañía de vuesa merced.

Hubo tal acento de burla en las palabras del preso, que Rodrigo Niño se sulfuró y le dijo:

-Pues yo prefiero entrar en Sevilla solo y no tan mal acompañado. Quien, después de haber sido soldado en el Perú, no tiene a menos ir a remar en las galeras del rey, es hombre vil y bajo y no merece vivir.

Y desenvainando la daga se la clavó en el pecho.

Parece que aunque se le siguió juicio al homicida, salió absuelto. Y dígolo porque volvió al Perú Rodrigo Niño, y en 1556 fue nada menos que alcalde en el Cabildo de Lima. Es claro que la niñería del asesinato no perjudicó al Niño.




ArribaAbajoLos que están a la mira

Fue el licenciado Polo de Ondegardo, autor de una interesante crónica historial del Perú, que, según Prescott, se conserva aún inédita, hombre de agudo ingenio y muy arraigo de jugar con los vocablos. Pruébalo el que habiéndose querellado ante él dos individuos que se dieron de golpes, empleando el uno una vara de medir, y el otro una pesa de cobre, díjoles el juez: «En este litigio no cabe sentencia, porque el asunto se ha ventilado ya con peso y medida».

Cupo al Demonio de los Andes, Francisco de Carvajal, bautizar con el   —228→   nombre de tejedores a los que en política se manejan con doblez y que bailan al son que tocan. En ese siglo de revueltas hubo no pocos que huyendo de comprometerse en los bandos, esperaban a última hora para exhibirse como partidarios de la causa que, entre cien, contara con noventa y nueve probabilidades de éxito.

Polo de Ondegardo bautizó con el nombre de los que están a la mina a esos politiqueros de encrucijada que en nuestros días llamamos oportunistas o amigos de la víspera, y que de paso sea dicho, son los que se adueñan de las mejores tajadas, dando autoridad al refrán que dice: «Nadie sabe para quién trabaja».

Estos oportunistas son siempre el colmo en materia de adulación, y capaces de dejar tamañito al mismísimo poeta Antón de Montoro, que dedicó a la reina doña Isabel la Católica la más gorda lisonja que ingenio y bajeza humanos han producido, pues le dijo:


   «Alta reina soberana,
si fuérades antes Vos
que la fija de Santa Ana,
de Vos el fijo de Dios
recibiera carne humana».



Enviado Ondegardo a Charcas con el carácter de gobernador por don Pedro de la Gasca, se vio en el caso de investigar el comportamiento de los principales vecinos durante la ya vencida revolución de Gonzalo Pizarro, para premiar en ellos su lealtad y servicios a la causa del rey, o bien para imponer castigo a los que resultasen contaminados con la lepra de la rebeldía. Si bien de estos últimos sólo encontró dos que enviar sin escrúpulo a la horca, en cambio tampoco halló a nadie digno de obtener mercedes; que era el licenciado juez muy exigente en esto de aquilatar el merecimiento ajeno. Para manga ancha las juntas calificadoras de nuestros tiempos, en que resultan hasta vencedores en un combate prójimos que se hallaron a cien leguas de distancia. Muy cómodo es hacer caridades a expensas del tesoro fiscal y no del propio.

Después de escuchar el alegato de méritos y servicios de cada vecino, Polo de Ondegardo, entre risueño y grave, formulaba objeciones; y como no le contestaban exhibiendo documentos que comprobasen no haber sido el sujeto tibio en la defensa de la bandera real, concluía el licenciado con estas frases:

-Está visto, mi amigo, que vuesa merced no ha arriesgado un cabello en favor del rey y que ha militado entre los que están a la mira. No ha sido bobo vuesa merced; pero para mí, más gracia merece el enemigo declarado que quien está a la de viva quien venza. Lo pagará su bolsa, y   —229→   así escarmentará para en otra no estarse a la mira, sino comprometerse con San Miguel o con el diablo.

Y a todos los de la mira les impuso una multa para el tesoro de Su Majestad, desde cien hasta mil ducados, según la posición y teneres de la persona.

Y fueron tantos los que resultaron pecadores de haber estado a la mira, que pasó de un millón de pesos la suma que Polo de Ondegardo remitió a España, con destino a la real persona de Su Majestad don Felipe II.




ArribaAbajoUn virrey casamentero

Su Excelencia don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey de estos reinos del Perú por Su Majestad don Felipe II, fue tesonero en el empeño de realizar lo que se llamó matrimonios de real orden. Decía don Andrés que hombre célibe es de suyo levantisco, y que nada enfrena tanto como el matrimonio la turbulencia de la sangre. Un soltero que vive con la capa al hombro y sin grillos para el corazón, está a toda hora dispuesto para aventuras y motines. Si Dios no quiso que el hombre estuviera solo sobre la tierra, menos debía quererlo ni tolerarlo el rey, que es su representante. A casar gente, se ha dicho.

Fue una tarde el virrey a visitar al oidor Santillán, y recibiolo en el salón de la casa su sobrina doña Beatriz, hembra de muy buen ver. Era doña Beatriz una viudita que se aproximaba a los treinta, recatada y hacendosa, sin hijos ni cojijos, codiciable de rostro y de cuerpo y con bienes que le aseguraban una renta de mil pesos al mes. No era, créanmelo ustedes, mal bocado para un goloso.

Al virrey le fue muy simpática la joven; pero como él no estaba ya para trotes ni trajines con Venus, se conformó con relamerse los labios y murmurar: «¡quién pudiera!»

De su conversación con doña Beatriz sacó su excelencia en limpio que el cenojil y las tocas de la viudez la traían fastidiada y que no haría ascos a nuevo casamiento. Propúsose, pues, el marqués casarla de su mano y apadrinar la boda, si bien faltaba todavía lo principal, que era el novio, y pasose aquella noche cavilando. Él no quería para su futura ahijada un hombre de poco más o menos, sino el mozo más gallardo que hubiera en Lima en disponibilidad para marido. Y después de pasar en mientes revista a los solteros, fijose en don Diego López de Zúñiga, joven que frisaba   —230→   en la edad de Cristo, que es la de lujo y empuje en el varón, y muy gentil de persona.

Pertenecía el don Diego a hidalga familia de Castilla y había comprobado lo inquieto de su carácter con la activa parte que tomara en las pasadas rebeldías. Sangre revolucionaria retozaba en su cuerpo, y siempre se le veía entre los descontentos que soñaban con armar de nuevo la gorda.

-Es lástima -se dijo el virrey- que tan gallardo mancebo vaya a rematar en la horca. Quiera que no quiera, a ojos cegarritas, lo caso y lo salvo.

Y mandó llamar a López de Zúñiga y le dijo:

-Vuesa merced, señor don Diego, mire lo que hace y déjese de locuras; que si lo que ha menester es posición y dinero, yo me ocupo de cambiar su suerte de mala en venturosa.

Don Diego, después de agradecer la prueba de personal afecto que el virrey le daba, manifestó que realmente había estado siempre quejoso del gobierno, porque éste no premiara sus servicios a la altura de sus merecimientos; pues apenas se le había dado un repartimiento que le producía mil duros al año, cuando otros, que valían menos que él, habían sido favorecidos con bocados suculentos.

El virrey oyó con benevolencia sus quejas, y le contestó: «No le falta del todo razón a vuesa merced; pero en mi mano no está hacerle servicio a costa del Estado, que ya lo de los repartimientos es reina agotada. Vuélvase vuesa merced mañana, que nos entenderemos, y no sólo será rico, sino envidiado».

Y esa noche volvió el virrey a visitar a doña Beatriz y la participó que había tomado a su cargo casarla con el hombre más buen mozo do Lima y que esperaba de ella obediencia al propósito. Animose la joven a preguntar quién era el galán del romance, y cuando supo que se trataba de don Diego López de Zúñiga, diole de júbilo un brinco el corazón y premió con un abrazo al viejo zurcidor de matrimonios. La viudita se diría para las entretelas de su alma, como la doctora de Ávila cuando bajo santa obediencia la impuso su superiora que no ayunase:


   ¿Obediencia y torreznos,
      madre abadesa?
¡Ay, qué gangas, qué gangas
      para Teresa!



Con eso quedó más obligado el marqués a realizar la boda, y cuando al día siguiente, puntual a la cita, se presentó el de Zúñiga, su excelencia   —231→   lo recibió diciéndole: «Venga acá, hombre feliz, que va a saltar de gozo cuando sepa la dicha que le aguarda. ¿Conoce vuesa merced a doña Beatriz de Santillán?»

-Hermosísima dama por mi fe -contestó el interpelado.

-Y rica, y sin hijos, y sin suegra -añadió el marqués.- ¿Le parece a vuesa merced saco de alacranes?

-No, señor; que tengo a doña Beatriz por un pino de oro.

-Pláceme oírselo. ¿Quiérela vuesa merced por esposa?

Pregunta tan a quemarropa hecha dejó por un instante en suspenso al mancebo.

-No, señor virrey -contestó al cabo con resolución.

Aquí fue su excelencia el asombrado, y creyendo haber oído mal, balbuceó:

-¡Cómo..., cómo... ¿Cómo es eso?

-Que no quiero casarme con doña Beatriz: está dicho.

-Pues se casará o se lo llevará el diablo conmigo, don bellaco -insistió irritado don Andrés.

-Pues si es preciso, señor virrey, iré a la horca...; pero no me casaré.

-Y a la horca irá... ¡Carámbanos! ¡Habrase visto burro de Lindaraja, que se iba al aserrín y no a la paja!

El virrey no volvía en sí de su asombro. Se levantó y dio a pasos precipitados un paseo por la habitación. Al fin, un poco más sereno, se detuvo delante del joven y le preguntó:

-¿Tiene vuesa merced algo que alegar contra la honestidad y virtud de doña Beatriz?

-Líbreme el cielo -se apresuró a contestar don Diego- de empañar en lo menor su honra, y créame vuecencia que si alguien osase tildarla, daga traigo para cortarle la lengua. No me caso porque soy pobre y ella es rica y no codicio mujer que me mantenga.

Y de este ultimátum, por más que argumentó el virrey, no consiguió que apease el de Zúñiga. Tenía la altivez y dignidad características del castellano antiguo. Esos hombres eran incotizables en la bolsa del mundo.

El virrey, que era todo un cascarrabias (y tanto que murió de una rabieta), puso término a la conferencia ordenando la prisión de don Diego. No se conformaba su excelencia con que habiéndose metido a casamentero le desdeñasen la novia.

¿Y ahorcó a don Diego como se lo había ofrecido? No, precisamente; pero con pretexto de que era hombre peligroso en el Perú, lo envió desterrado a España.

  —232→  

En cuanto a doña Beatriz, parece que las calabazas de don Diego la hicieron mella en el alma; porque desdeñando otros partidos que la propuso el virrey casamentero, emprendió, a la muerte de su tío el oidor, viaje al Cuzco, donde se metió monja en Santa Clara, que fue el primer monasterio que hubo en el Perú, como que su fundación se hizo en 1560, años antes del de la Encarnación en Lima.



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ArribaAbajoLas clarisas de Guamanga

«Feliz vientre de madre!» era a fines del siglo XVI exclamación general en el Perú, al hablarse de doña Luisa Díaz de Oré, esposa del acaudalado minero don Antonio Oré, español que en 1571 fue corregidor de Guamanga.

Don Hernando Arias de Ugarte

Don Hernando Arias de Ugarte quinto arzobispo de Lima

El siglo aquel tendía al monaquismo, y por consiguiente despertaba hasta envidia mujer que había tenido nueve hijos, cuatro varones (Antonio, Luis, Pedro, Dionisio) y cinco hembras (Ana, Leonor, María, Inés, Purificación), todos frailes y monjas.

Si España era un gran convento, pues la gente de iglesia pasaba de un milloncejo, ¿qué mucho que los americanas nos desviviésemos por imitarla? Ello era lógico y natural. Quizá punto de orgullo y moda, más que de devoción, era el que los ricos empleasen sus caudales en fundaciones monásticas. Tener muchos frailes y muchas monjas en la familia, era tener ya asegurado lugarcito en la gloria eterna. Y luego eso de morir en olor de santidad llegó a ser epidemia, sobre todo en Lima. Si Roma canonizara, que no lo ha hecho por falta de monedas, a todos los peruanos sobre cuyas virtudes y milagros hay expediente en sus archivos, regimiento numeroso formaríamos en el cielo. La canonización de Santo Toribio, según Mendiburu, nos costó cuarenta mil duretes, y poco menos la de Santa Rosa. Quien lo tiene lo gasta, y ¡viva el lujo!

Tratándose de los muchachos, don Antonio Oré no tuvo inconveniente en dejarlos seguir su vocación, en la que no les fue del todo mal; pues el segundo, Luis Jerónimo, de la orden franciscana como sus tres hermanos, alcanzó a la dignidad de obispo de Concepción y Chiloe. Entre otros   —234→   libros de que fue autor, conocemos el titulado Descripción del nuevo orbe y un catecismo en quechua y aymará. También entiendo que escribió y publicó una Vida de Santo Toribio.

Pero cuando las niñas declararon a señor padre su deseo de que las enviase a Lima para entrar en el monasterio de la Concepción, ya que en Guamanga no había conventos, don Antonio las hizo juiciosas reflexiones a fin de apartarlas del propósito; pero las muchachas no cejaron. Entonces les dijo que su oposición nacía de que mandándolas a la capital, acaso no volvería a verlas; pero que pues tenía gran fortuna, estaba resuelto a gastarla fabricando para ellas un convento en Guamanga y creando rentas para la subsistencia del monasterio.

Y se puso a la obra; y a la vez que se edificaban templo y claustros, obtuvo de Madrid y Roma las licencias precisas. Llegadas éstas, hizo venir del Cuzco a la monja Leonor de la Trinidad, investida con el carácter de presidenta, y el 16 de mayo de 1565 bendíjose la iglesia con mucha pompa y recibieron el hábito las niñas, entre las que a la muerte de la madre Leonor, que acaeció en 1592, fue turnándose por trienios el puesto de abadesa.

Durante los primeros quince días hubo en la ciudad fiebre de aspiración a monjío, pues tomaron el hábito veintiséis jóvenes más, descendientes de conquistadores, y el número de beatas y criadas que se encerraron en el claustro pasó de sesenta.

Tal fue el origen del monasterio de Santa Clara de Guamanga, y del que años más tarde salieron monjas para la fundación de clarisas en Trujillo.

Así don Antonio Oré como su esposa doña Luisa fueron sepultados bajo el altar mayor, y en sus funerales las cinco monjas cantaron desde el coro el miserere, oficiaron la misa tres de los hijos, y el que llegó a obispo pronunció la oración fúnebre.



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ArribaAbajoEl patronato de San Marcos

Iglesia de San Carlos y Universidad de San Marcos de Lima

Iglesia de San Carlos y Universidad de San Marcos en Lima

Gran tole tole había en la buena sociedad limeña por el mes de septiembre del año 1574. Y la cosa valía la pena, como que se trataba nada menos que de elegir santo patrono para la Real y Pontificia Universidad de Lima, recientemente creada por cédula del monarca y bula de Roma.

El nuevo rector don Juan de Herrera, que era abogado y que había reemplazado a los médicos Meneses y Sánchez Renedo, que fueron los dos primeros rectores, se inclinaba con los demás leguleyos a San Bernardo. El partido de los galenos exhibía a San Cipriano y los teólogos estaban decididos por Santo Tomás. El virrey, como para poner en paz a los tres bandos, propuso la candidatura de San Agustín.

Las limeñas, que en esos tiempos (y por no perder la costumbre hasta en los nuestros) se metían en todo, se propusieron hacer capítulo por los cuatro evangelistas; y húbolas partidarias de San Juan, San Lucas, San Alarcos y San Mateo. Así cada doctor de la Universidad, si era hombre en disponibilidad para marido, se encontraba con que su novia le pedía el voto para el águila de Patmos, y sus hermanas para San Lucas. Y si   —236→   era casado, la mujer aspiraba a conquistarlo para San Marcos, y la suegra para San Mateo.

Ni los teólogos estaban libres de que la confesada o hija de espíritu se insinuase en favor del evangelista de sus simpatías.

¡Qué desgracia la mía! Si yo hubiera comido pan en ese siglo, y además sido doctor, créanme ustedes que sacaba el vientre de mal afeo. Vendía mi voto baratito. Me parece que un celemín de besos no habría sido mucho pedir.

Convocose a claustro para el 6 de septiembre, y San Marcos sacó cinco votos, cuatro San Juan y San Lucas, y tres San Mateo que fue el candidato de las viejas. En cuanto a San Agustín, San Cipriano, Santo Tomás y San Bernardo, todos pasaron de la docena, como que eran sesenta y ocho los doctores del claustro.

No habiendo alcanzado mayoría ningún santo, quedó la votación para repetirse en la semana siguiente. A cubiletear, se ha dicho.

Las limeñas calcularon entonces, y calcularon muy juiciosamente, que anarquizadas como estaban, no había triunfo posible para evangelista alguno. Dicen los hombres de política que esto del voto acumulativo para dar representación a las minorías, es invento del siglo XIX. Mentira, y mentira gorda, digo yo. El voto acumulativo es cosa rancia, en el Perú por lo menos. Lo inventaron las limeñas ha tres siglos.

Ellas querían un evangelista, y resolvieron acumular en favor de San Marcos, que fue el que mejor parado salió en la votación primera.

En el segundo claustro, que se efectuó el 16 de septiembre, retiró el virrey la candidatura de San Agustín, y diz que en ello cedió a influencias de faldellín de raso. Los adeptos del Santo Obispo de Hipona fueron a reforzar las filas de los tomistas, bernardistas y ciprianistas.

Divide et impera, se habían dicho mis paisanas. También el bando de los evangelistas se reforzó con dos o tres agustinianos.

La votación fue reñida, muy reñida; pero nadie sacó la mayoría precisa. Resolviose convocar a claustro para el día 20, y que la suerte decidiera.

Llegado el día, echáronse en la ánfora cuatro papeletas con los nombres de Santo Tomás, San Bernardo, San Cipriano y San Marcos; y un niño de cinco años, de la familia del virrey, fue llevado para hacer la extracción. Así no habría ni sospecha de trampa.

¡Victoria por las limeñas! La suerte, que es femenina, las favoreció. En pleno claustro, el 22 de diciembre de 1574, fue solemnemente proclamado y jurado el evangelista del toro matrero como patrón de la Real y Pontificia Universidad de Lima.



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