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ArribaAbajo Los mosquitos de Santa Rosa

Cruel enemigo es el zancudo o mosquito de trompetilla, cuando le viene en antojo revolotear en torno de nuestra almohada, haciendo imposible el sueño con su incansable musiquería. ¿Qué reposo para leer ni para escribir tendrá un cristiano si en lo mejor de la lectura o cuando se halla absorbido por los conceptos que del cerebro traslada al papel, se siente interrumpido por el impertinente animalejo? No hay más que cerrar el libro o arrojar la pluma, y coger el plumerillo o abanico para ahuyentar al mal criado.

Creo que una nube de zancados es capaz de acabar con la paciencia de un santo, aunque sea más cachazudo que Job, y hacerlo renegar como un poseído.

Por eso mi paisana Santa Rosa, tan valiente para mortificarse y soportar dolores físicos, halló que tormento superior a sus fuerzas morales era el de sufrir, sin refunfuño, las picadas y la orquesta de los alados musiquines.

Y ahí va, a guisa de tradición, lo que sobre tema tal refiere uno de los biógrafos de la santa limeña.

Sabido es que en la casa en que nació y murió la Rosa de Lima hubo un espacioso huerto, en el cual edificó la santa una ermita u oratorio destinado al recogimiento y penitencia. Los pequeños pantanos que las aguas de regadío forman, son criaderos de miriadas de mosquitos, y como la santa no podía pedir a su Divino esposo que, en obsequio de ella, alterase las leyes de la naturaleza, optó por parlamentar con los mosquitos. Así decía:

-Cuando me vine a habitar esta ermita, hicimos pleito homenaje los mosquitos y yo: yo, de que no los molestaría, y ellos, de que no me picarían ni harían ruido.

Y el pacto se cumplió por ambas partes, como no se cumplen... ni los pactos politiqueros.

Aun cuando penetraban por la puerta y ventanilla de la ermita, los bullangueritos y lanceteros guardaban compostura hasta que con el alba, al levantarse la santa, les decía:

-¡Ea, amiguitos, id a alabar a Dios!

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Y empezaba un concierto de trompetillas, que sólo terminaba cuando Rosa les decía:

-Ya está bien, amiguitos: ahora vayan a buscar su alimento.

Y los obedientes sucsorios se esparcían por el huerto.

Ya al anochecer los convocaba, diciéndoles:

-Bueno será, amiguitos, alabar conmigo al Señor que los ha sustentado hoy.

Y repetíase el matinal concierto, hasta que la bienaventurada decía:

-A recogerse, amigos, formalitos y sin hacer bulla.

Eso se llama buena educación, y no la que da mi mujer a nuestros nenes, que se le insubordinan y forman algazara cuando los manda a la cama.

No obstante, parece que alguna vez se olvidó la santa de dar orden de buen comportamiento a sus súbditos; porque habiendo ido a visitarla en la ermita una beata llamada Catalina, los mosquitos se cebaron en ella. La Catalina, que no aguantaba pulgas, dio una manotada y aplastó un mosquito.

-¿Qué haces, hermana? -dijo la santa-. ¿Mis compañeros me matas de esa manera?

-Enemigos mortales que no compañeros, dijera yo -replicó la beata-. ¡Mira éste cómo se había cebado en mi sangre, y lo gordo que se había puesto!

-Déjalos vivir, hermana: no me mates ninguno de estos pobrecitos, que te ofrezco no volverán a picarte, sino que tendrán contigo la misma paz y amistad que conmigo tienen.

Y ello fue que, en lo sucesivo, no hubo zancudo que se le atreviera a Catalina.

También la santa en una ocasión supo valerse de sus amiguitos para castigar los remilgos de Frasquita Montoya, beata de la Orden Tercera, que se resistía a acortarse a la ermita, por miedo de que la picasen los jenjenes.

-Pues tres te han de picar ahora -le dijo Rosa-, uno en nombre del Padre, otro en nombre del Hijo y otro en nombre del Espíritu Santo.

Y simultáneamente sintió la Montoya en el rostro el aguijón de tres mosquitos.

Y comprobando el dominio que tenía Rosa sobre los bichos y animales domésticos, refiere el cronista Meléndez que la madre de nuestra santa criaba con mucho mimo un gallito que, por lo extraño y hermoso de la pluma, era la delicia de la casa. Enfermó el animal y postrose de manera que la dueña dijo:

-Si no mejora, habrá que matarlo para comerlo guisado.

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Entonces Rosa cogió el ave enferma, y acariciándola, dijo:

-Pollito mío, canta de prisa; pues si no cantas te guisa.

Y el pollito sacudió las alas, encrespó la pluma, y muy regocijado soltó un


       ¡Quiquiriquí!
   (¡Qué buen escape el que di!)
      ¡Quiquiricuando!
(Ya voy, que me están peinando).






ArribaAbajoEl capitán Zapata


I

-Quede, pues, vuesa merced mucho con Dios, que yo hasta verme en Potosí no descabalgo, y poco ha de acorrerme la fortuna, que ciega es y a los audaces ampara, si no fino millonario.

-Óigale Dios, señor capitán, y vaya mucho con él, y no olvide que palabra le tomo de sacarme de pobre con las migajas de su dicha -contestó, con sonrisa burlona, el alférez de arcabuceros reales don Rodrigo Peláez, dando una estrecha empuñada al capitán de picas y sobresalientes don Martín Zapata.

Tal fue el final de un diálogo que, a la puerta del Cabildo de Lima, tuvieron en cierta tarde del año de gracia 1557 dos bravos militares, que fama de esforzados conquistaron batiéndose contra la rebeldía de Francisco Hernández Girón.

Las guerras civiles de los conquistadores habían llegado a su término, y ni semilla de bochincheros quedaba en el extenso virreinato del Perú.

El capitán Zapata, convencido de que ya las armas no ofrecían porvenir a los hombres de guerra, había decidido irse a Potosí en pos de la madre gallega, y sin más alambicarlo, arregló la maleta, enfrenó el caballo, y pian piano emprendió viaje al Alto Perú.

Era por entonces el capitán un mancebo de veinticinco pascuas floridas, de marcial apostura, moreno de color y con bigotes a la turca. Había llegado al Perú seis años antes y cuando las rebeldías estaban candentes. Sentó plaza de soldado, y batiose con tanto denuedo, que grado a grado fue ganando ascensos. No se sabía a punto fijo de cuál de los reinos de España era oriundo: unos lo creían andaluz y otros castellano viejo, pues de ambas provincias hablaba con entero conocimiento.

A pesar de su mocedad no despuntaba por el juego, el vino y los amoríos,   —27→   que nunca se le conoció el menor chichisbeo con soltera, casada o viuda, sino por un excesivo celo religioso que picaba en fanatismo. Confesaba y comulgaba el primer domingo del mes; era seguro encontrarlo en misa de alba y en el rosario nocturno; no desperdiciaba fiesta ni sermón, y no hubo cofradía en la que no figurase como hermano. Tanto ascetismo en un soldado mozo, a fe que era como para hacerse cruces. A otros prójimos con menos los ha canonizado Roma.




II

Llegado Zapata a Potosí en 1558, dividió su tiempo entre las prácticas devotas y el cateo de minas, yéndole tan propiciamente en la última faena, que a poco, en 1562, descubrió una riquísima veta de plata, a la que bautizó con su apellido. Inmediatamente escribió a su amigo el alférez Peláez y lo destinó como administrador de la mina, asegurándole por sueldo el cuatro por ciento de los provechos.

La Zapata, en los diez años que la explotó su descubridor y dueño, fuera de los quintos pagados a la corona, produjo barras por valor de más de tres millones de pesos de a nueve reales.

El capitán no era un avaro insaciable, y en 1573 vendió la mina a una sociedad de vascongados, contrató en Arica un navío, lo lastró con barras de plata y..., ¡velas y buen viento!..., desembarcó con su ingente caudal en Cádiz. Allí repartió un cuarto de milloncejo entre iglesias y monasterios, y aun estableció no sé qué fundación piadosa para alivio de viudas y huérfanos.

Pero ¡cosa rara!, un día el opulentísimo perulero (como llamaban a los que volvían a España con procedencia de esta región de las Indias) anocheció y no amaneció en Cádiz. Persona y caudal se habían evaporado.

Ello es que la justicia se cansó de hacer indagaciones sin sacar nada en claro, y que el pueblo gaditano se echó a inventar leyendas, a cual más absurda y maravillosa. Por supuesto que en todas figuraba el diablo, cargando a la postre con el beato y sus tesoros.




III

Don Rodrigo Peláez continuó aún por tres o cuatro años en Potosí, rellenando la hucha como empleado en la mina; pero por ciertas quisquillas con sus nuevos patrones los vascongados, hizo dimisión del puesto y decidió regresar a España. Tenía ya el riñón bien cubierto, como que era dueño de más de cien mil duros, capitalito decente para vivir en su tierra a cuerpo de príncipe.

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Avistaba ya las costas españolas, cuando la nave que lo conducía fue abordada por unos piratas berberiscos, que condujeron al alférez y a sus compañeros de viaje cautivos a Argel, y allí los vendieron como esclavos al visir Sig-Al-Emir.

Don Rodrigo, con varios de sus compatriotas, fue destinado al cultivo de uno de los jardines que en los alrededores de la ciudad poseía el visir; y llevaba ya el infortunado español dos meses de cautiverio sin conocer a su amo y señor.

Al fin una tarde, con gran comitiva de musulmanes, fue Sig-Al-Emir a visitar su propiedad, y apenas si favoreció con una mirada desdeñosa a algunos de sus esclavos. Hizo la Providencia que una de esas miradas cayese sobre el cautivo Peláez.

Por la noche, libre ya de acompañantes, el emir mandó llamar a su cámara al esclavo español, y tan luego como se encontró a solas con él, le dijo:

-Abrázame, Rodrigo Peláez. ¿No me reconoces?

El capitán Zapata era el visir de Argel.




IV

La vida aventurera de Zapata la relataremos brevemente.

Muchacho de doce años se embarcó como grumete, y un naufragio lo llevó a las costas de España, donde vagando de pueblo en pueblo, vivió como a Dios plugo ayudarlo durante seis años. Vínose al Perú, alistose en la milicia, pasó a Potosí y enriqueció.

En los seis meses de su residencia en Cádiz diose maña para poco a poco trasladar a Argel su cuantiosa fortuna. Con ella y con lo despejado de su ingenio alcanzó a conquistarse el cariño del sultán, quien lo elevó al rango de visir.

Su fervor religioso en América y España fue la máscara tras la que se escondía el más fiel de los sectarios de Mahoma. Cuando en 1570 se estableció la Inquisición en el Perú, empezó el capitán Zapata a recelar que por ponerse camisa limpia en viernes, no comer gallina degollada por mano de mujer, lavarse los brazos de las manos a los codos, o cualquiera futesa del rito de Mahoma, llegara a descubrirse la superchería y a intimar relaciones con el Santo Oficio. Por eso se apuró a vender la mina y poner mar de por medio entre él y los hombres de la cruz verde.





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ArribaAbajoRefranero


I

Estar a tres dobles y un repique


Vitigudino en Castilla era allá en las mocedades del festivo poeta y señor de la Torre de Juan de Abad, un pueblo de mil vecinos con no pocos turrones de buen cultivo. Los vitigudinenses parecían de raza de inmortales: todos llegaban a viejos, y hacían la morisqueta del carnero lo más tarde que posible les era. Así es que el cura y el sacristán poco o nada pelechaban con misas de San Gregorio, responsos, entierros y cabos de año.

Luquillas, que así se llamaba el pazguato que servía a la vez los importantísimos cargos de sacristán y campanero con el pre de cuatro reales vellón a la semana, tan luego como vino nuevo párroco hizo ante él formal renuncia del destinillo, salvo que su merced se aviniera a aumentarle la pitanza, que con latín, rocín y florín se va del mundo hasta el fin, o como reza la copla:


    En el cielo manda Dios,
los diablos en el infierno,
y en este pícaro mundo
el que manda es el dinero.



El curita, que era un socarrón de encargo, empezó por endulzar al sacristán con un par de cañitas de manzanilla y unas copas del tinto de Rota, y luego lo hizo firmar un contrato con arreglo al cual el párroco le pagaría semanalmente seis reales vellón por cada repique, pero en cambio el campanero pagaría al cura dos reales vellón por cada doble.

Como los vitigudinenses no habían dado en la fea costumbre de morirse, el contrato no podía ser más ventajoso para Luquillas. Contaba con la renta segura del repique dominical, sin más merma que la de uno o dos dobles por mes. El pobrete no sabía que quien hizo la ley hizo la trampa.

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A mitad de semana díjole el cura:

-Luquillas, hijo, veme en el cuadernillo qué santo reza hoy la Iglesia.

-San Caralampio, mártir y confesor.

-¿Mártir dice?

-Sí, padre cura; mártir y confesor.

-Yo creo que a ti te estorba lo negro. ¿No te has equivocado, hombre? Vuelve a leer.

-Así como suena, padre cura; mártir y confesor.

-Pues hijo, si fue mártir hay que sacar ánima del purgatorio. Sube a la torre y dobla.

Y no hubo tu tía, sino doble en regla.

Y llegó el viernes, y el cura preguntó al sacristán:

-¿Qué día es hoy, Luquillas?

-Viernes, padre cura.

-¿Estás seguro, hombre?

-Sí, padre cura.

-Hombre, tú has bebido: no puede ser por menos. ¿Viernes hoy? Imposible.

-Sí, padre cura.

-Le juro por esta cruz de Dios, que hoy es viernes.

-Pues hijo, lo creo porque lo juras. Yo por nada de este mundo pecador dejo de sacar ánima en viernes. Conque está dicho, sabe a la torre y dobla.

Y sucedió que el sábado, la parca, alguacilada por los rigores del invierno, arrastró al hoyo a un nonagenario o microbio del pueblo, víctima de un reumatismo que el boticario, el barbero y el albéitar de Vitigudino, reunidos en junta, declararon ser obra maestra de reumatismos.

El doble era de obligación, sin que el cura tuviese para qué recordárselo al sacristán.

El domingo, después del repique de misa mayor, se puso Luquillas a arreglar sus finanzas (perdón por el galicismo), y encontrose con que si era acreedor a seis reales por el repique, también resultaba deudor de seis reales por los tres dobles de la semana. Fuese con su coima a la taberna, que, como dijo un sabio que debió ser gran bebedor, el hombre ha nacido para emborracharse y la mujer para acompañarlo, pidió un tatarrete de lo fino, y cuando llegó el trance de pagar en buenos maravedises del rey, le dijo al tabernero:

-Compadre, fíeme usted hasta que Dios mejore sus horas; porque esta semana estoy a tres dobles y un repique.



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II

Estar a la cuarta pregunta


En tiempos antiguos -digo, hasta que se desbautizó al pejerrey para llamarlo pejepatria-, había en los juzgados un formulario de preguntas al que, sin discrepar letra ni sílaba, se ajustaba el escribano cuando tomaba declaración a cualquier pelambre. Estas preguntas, después del obligado juramento, eran cuatro en el orden siguiente:

  • 1.ª Nombre y edad.
  • 2.ª Patria y profesión.
  • 3.ª Religión y estado.
  • 4.ª Renta.

Lo general era que los litigantes, respondiendo a la cuarta pregunta, declarasen ser pobres de hacha o de solemnidad, como hoy decimos: lo que les permitía emplear, para los alegatos y demás garambainas judiciales, papel del sello sexto, que era el más barato.

Sucedía que, entrando en el meollo de una declaración, hiciera el juez alguna pregunta que con el bolsillo del declarante se relacionara; y éste contestaba remitiéndose a lo ya dicho por él al responder a la cuarta pregunta. Así el escribano redactaba en estos o parecidos términos, por ejemplo: Preguntado si era cierto que en la nochebuena de Navidad gastó en esto y lo otro y lo de más allá, dijo no ser cierto, por estar a cuarta pregunta, y responde. Preguntado si se allanaba a satisfacer en el acto los veinte pesos, motivo de la demanda, dijo no serle posible por estar a la cuarta pregunta, y responde.

Estar a la cuarta pregunta era como decir estoy más pelado que una rata; soy más pobre que Carracuca; no tengo un ochavo moruno ni sobre qué caerme muerto, a no ser sobre el santo suelo.

Por lo demás es incuestionable que ahora, en punto a cumquibus, los hijos de esta patria estamos en la condición de los litigantes del tiempo del rey. Para la caja fiscal se ha hecho mal crónico el estar a la cuarta pregunta..., y responde... a las exigencias de empleados y pensionistas.




III

¡Fíate en el justo juez... y no corras!


Cuando yo estuve en presidio..., sí, señores, yo he sido presidiario, aquí donde ustedes me ven tan cejijunto y formalote.

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Allá en mis tiempos de periodista, esto es, ha más de un cuarto de siglo, alguna chilindrina mía, de esas chilindrinas bestialmente inofensivas, debió indigestársele al gobernante de mi tierra; pues sin más ni menos, me encontré de la noche a la mañana enjaulado en el presidio o Casamata del Callao, en amor y compaña con un cardumen de revolucionarios o pecadores políticos.

Si bien a los politiqueros nos pusieron en departamento distinto al de los rematados por delitos comunes, eso no impidió que fuese huésped del presidio, y que por curiosidad y novelería entablase relaciones con un famoso bandido, que respondía al apodo de Viborita, condenado a quince años de cadena por robos, estupros y asesinatos en despoblado. Era el niño una alhaja de las que el diablo empeñó y no sacó.

Una tarde le pregunté:

-¿Estás contento con la vida de presidio?

-¡Desabraca! -me contestó-. Ni alegre ni triste, caballero; porque de mi voluntad depende largarme con viento fresco el día en que se me antoje.

-¡Palangana! -murmuré, no tan bajo que no alcanzara él oírme.

-¡Ajonjolí! Pues para que usted vea, señor, que no es palanganada, le prometo escaparme esta misma noche y llevarme a los que quieran seguirme.

-¡Hombre, eso es gordo! -le contesté-. ¿Contarás con la protección de alguno de los guardianes?

-¡La leva! Me basta con la Oración del Justo Juez que tengo en este escapulario.

Y desprendiéndoselo del cuello, puso en mis manos uno de esos escapularios que trabajan las monjas del Carmen, y dentro del cual sentí como un papel enrollado. Después de examinarlo se lo devolví, y lo besó antes de volvérselo a poner.

-Ayer me lo trajeron, mi patrón, y como usted me ha metido punto, aunque no pensaba dejar tan pronto la casa, acabo de decidirme a fugar esta noche. Tómeme la palabra ¡carachitas!

-Hombre, a mí nada me importa que te vayas o te quedes. ¿Y cuántos de tus compañeros poseen esa oracioncita?

-Yo soy el único en todo el presidio, patroncito.

-Pues hijo -le repuse con tono de burla y descreimiento-; ¡fíate en tu Justo Juez... y no corras! -recordando el refrán popular que dice: fíate en la Magdalena... y no corras.

Y me separé del racimo de horca sin dar la menor importancia a sus palabras.

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Aquella noche, a poco más de las doce, me despertó gran alboroto en el presidio. Sentí carreras, gritos y detonaciones de rifles.

-Vamos -dije para mí-, ciertos han sido los toros.

Media hora más tarde todo quedó en silencio, y proseguí mi interrumpido sueño.

Al otro día supimos que trece bandidos, encabezados por Viborita, habían logrado sorprender al oficial y a los treinta soldados de la guardia, adueñándose de algunos rifles y escalando los muros del castillo.

Pasado el pánico de la sorpresa, rehiciéronse los soldados y se lanzaron en persecución de los fugitivos, consiguiendo matar a uno de ellos y capturar a nueve.

Precisamente el muerto era Viborita que, en vez de ponerse alas en tos talones, quiso darla de guapo, y perdió tiempo batiéndose con la tropa.

Cuando fui a ver el cadáver en el patio del presidio, me llamó la atención el escapulario en manos de un soldado. No tuvo inconveniente para cedérmelo por cuatro reales.

Ya en mi zaquizamí, deshice el escapulario; y en un pedazo de papel vitela, escrita con sangre, leí la Oración del Justo Juez, que a la letra copio para satisfacción de curiosos que han oído y oyen hablar de tal amuleto.

«Hay leones que vienen contra mí. Deténganse en sí propias, como se detuvo mi Señor Jesucristo y le dijo al Justo Juez: ¡Ea, Señor! A mis enemigos veo venir, y tres veces repito: ojos tengan, no me vean; boca tengan, no me hablen; manos tengan, no me toquen; pies tengan, no me alcancen. La sangre les beba y el corazón les parta. Por aquella camisa en que tu Santísimo Hijo fue envuelto, me he de ver libre de malas lenguas, de prisiones, de hechicerías y maleficios, para lo cual me encomiendo a todo lo angélico y sacrosanto, y me han de amparar los Santos Evangelios, y llegaréis derribados a mí como el Señor derribó el día de Pascua a sus enemigos. Y por la Virgen María y Hostia consagrada que me he de ver libre de prisiones, ni seré herido, ni atropellado, ni mi sangre derramada, ni moriré de muerte repentina.- Dios conmigo, yo con Él, Dios delante, yo tras Él. ¡Jesús, María y José!».



Con el ejemplo de Viborita hay de sobra para perder la fe en la eficacia y virtudes de la oración o amuleto.

Él la llevaba sobre el pecho como coraza que lo premunia contra las balas traidoras, y otro gallo le habría cantado si hubiese liado la salvación a la ligereza de sus pinreles más que a la tan famosa oracioncita del Justo Juez.

Y ya que he dado a conocer la famosa oración del Justo Juez, no creo   —34→   fuera de lugar hacer lo mismo con la que, envuelta en un trozo de piedra imán, usan los rateros y ladrones de baja estofa. Dice así la Oración de la piedra imán:


   «Poderosa piedra imán
que entre mármoles naciste
y la arenilla comiste
en el río del Jordán,
donde te dejó San Juan,
acero debías vencer
y al mismo aire sustraer;
luego te cogió San Pedro,
que estaba bajo de un cedro,
para extender tu virtud,
y con muy crecida luz
dijo que excelente fueras.
Si un viviente te cogiera,
ha de quedar victorioso
y llamarse muy dichoso
con tu preciosa virtud,
siempre que te haga la cruz
o te tenga encajonada
y siempre reverenciada
en donde no te dé el sol;
pues Dios mismo te dotó
para que sola parieses
y que otra piedra no hubiese
al igual de tu nación.
Consígame tu oración
acertado entendimiento
para conseguir mi intento,
siguiendo con devoción,
piedra imán del corazón,
piedra imán de mi alegría
a Jesús, José y María»






IV

Salir con un domingo siete


Esto es, con un despapucho, sandez o adefesio.

(Y a propósito. La voz adefesio, que muchos escriben adefecio, trae su origen de la epístola del apóstol ad efesios. Y para paréntesis, va este largo, y cierro).

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En una colección de cuentecitos alemanes que anda en manos de los niños, refieren que hubo una aldea en la que todas las mujeres eran brujas; y por ende celebraban los sábados, congregadas en un bosque, la famosa misa negra, a que asistía el diablo disfrazado de macho cabrío.

Vecinos del pueblo eran dos jorobados, uno de los cuales extraviose una tarde en el campo, y sorprendido por la tormenta, refugiose en el bosque.

Media noche era por filo, cuando caballeras en cañas de escoba llegaron las madamas, y empezó el aquelarre, y vino la misa, y siguió el bailoteo con mucho de


   Republicana es la luna,
republicano es el sol,
republicano el demonio
y republicano yo.
      ¡Fuera la ropa!
   Carnero, carnerito,
      carnero topa.



Las brujas, tomadas de las manos, formaron rueda, en cuyo centro se plantó Cachirulo, y removieron los pies y el taleguillo de los pecados, canturreando:


    «Lunes martes,
miércoles tres».



El jorobado, que tenía sus pespuntes de poeta, pensó que la copla estaba inconclusa y que sería oportuno redondearla. Y sin más meditarlo, gritó desde su escondite:


    «Jueves y viernes,
sábado seis».



¡Gran conmoción en el aquelarre! Hasta el diablo palmoteó.

La aritmética de las brujas, que hasta entonces sólo les había permitido llegar en punto a cuentas al número tres, acababa de progresar. Agradecidas se echaron a buscar al intruso matemático por entre las ramas; dieron a la postre con él, que quien busca encuentra, y en premio de su travesura e ingenio le quitaron la carga que a nativitate llevaba sobre las espaldas.

Limpio de jiba, más gallardo que un don Gaiferos o don Miramamolín de Persia y más enhiesto que la vara de la justicia, presentose nuestro hombre en la aldea, lo que maravilló no poco al otro jorobado. Contole en puridad de amigos el ex jorobeta la aventura, y el otro dijo para sí: «¡Albricias! Aún le queda a la semana un día».

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Y fuese al bosque, en la noche del inmediato aquelarre; y a tiempo y sazón que las brujas cantaban:


   «Lunes y martes,
miércoles tres;
jueves y viernes,
sábado seis».



nuestro hombrecillo gritó con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Domingo siete!».

Esto sería verdad como un templo; pero no caía en verso, y las brujas se pagan mucho de la medida y de la rima; así es que se arremolinaron y pusieron como ají rocoto, echaron la zarpa al entrometido, y en castigo de su falta de chirumen y para escarmiento de poetas chirles, le acomodaron sobre el pecho la maleta de que, en el anterior sábado, habían despojado a su homólogo.

Por ampliación del cuento, cuando cae en siete el primer domingo de un mes, dice el pueblo: «¡Con qué domingo siete nos saldrá este mes!» que es como vivir prevenido a que no le coja a uno de nuevo un cataclismo o una crisis ministerial, de esas que entre nosotros concluyen con algún domingo siete, esto es, en la forma menos prevista.

Y siguiendo la ampliación, sucede lo de «víspera de mucho y día de nada», o bien aquello de «por la noche chichirimoche y en la madrugada chichirinada».

Así, por ejemplo, un quídam que ve los toros de lejos y arrellanado en galería, no equivoca estocada; un militar, con el plano sobre la mesa de su cuarto, dirige campañas y no pierde batallas; un político desde las columnas de un periódico hilvana a pedir de boca lecciones de buen gobierno y zurce planes de hacienda que, a realizarse, permitirían al más desdichado almorzar menudillos de gallina, comer faisán dorado y cenar pavo con trufas. Pero póngalos usted con las manos en la masa; plante al uno en el redondel, con un corniveleto a veinte pasos; entregue al otro soldados con el enemigo al frente; haga, por fin, ministro al íntimo, y... espere el domingo siete.

Y pongo punto, antes de que diga el lector que también yo he salido con un domingo siete o me aplique lo de


   Castilla no sabes,
vascuences olvida,
y en once de varas
te metes camisa.







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ArribaAbajo Motín de limeñas

Ilustración

Aquel día, que era el 10 de febrero de 1601, Lima estaba en ebullición. El siglo XVII, que apenas contaba cuarenta días de nacido, empezaba con berridos y retortijones de barriga. Tanta era la alarma y agitación de la capital del virreinato, que no parecía sino que se iba a armar la gorda y a proclamar la independencia, rompiendo el yugo de Castilla.

En las gradas de la por entonces catedral en fábrica y en el espacio en que más tarde se edificaron los portales, veíase un gentío compacto y que se arremolinaba, de rato en rato, como las olas de mar embravecido.

En el patio de palacio hallábanse la compañía de lanzas, escolta de su excelencia el virrey marqués de Salinas, con los caballos enjaezados; un tercio de infantería con mosquetes, y cuatro morteros servidos por soldados de artillería, con mecha azufrada o candelilla en mano. Decididamente, el gobierno no las tenía todas consigo.

Algunos frailes y cabildantes abríanse paso por entre los grupos dirigiendo palabras tranquilizadoras a la muchedumbre, en la que las mujeres eran las que mayor clamoreo levantaban. Y ¡cosa rara! azuzando a las hembras de medio pelo, veíanse varias damas de basquiña, con soplillo (abanico) de filigrana, chapín con virillas de perlas, y falda de gorgorán verde marino con ahuecados o faldellín de campana.

-¡Juicio, juicio, y no vayan a precipitarse en la boca del lobo! -gritaba   —38→   fray Antonio Pesquera, fraile que por lo rechoncho parecía un proyecto de apoplejía, comendador de la Merced; que en Lima, desde los tiempos de Pizarro, casi siempre anduvieron los mercenarios en esos trotes.

-Tengan un poquito de flema -decía en otro grupo don Damián Salazar, regidor de alcabalas-, que no todo ha de ser cata la gallina cruda, cátala cocida y menuda.

-No hay que afarolarse -peroraba más allá otro cabildante-, que todo se arreglará a pedir de boca, según acabo de oírselo decir al virrey. Esperemos, esperemos.

Oyendo lo cual una mozuela, con peineta de cornalina y aromas y jazmines en los cabellos rizos, murmuró:


    «Muchos con la esperanza
      viven alegres:
muchos son los borricos
      que comen verde».



-La Real Audiencia -continuaba el comendador- se está ahora mismo ocupando del asunto, y tengo para mí que cuando la resolución demora, salvos somos.

-Benedicamus domine et benedictus sit Regem -añadió en latín macarrónico el lego que acompañaba al padre Pesquera.

Las palabras del lego, por lo mismo que nadie las entendía, pesaron en la muchedumbre más que los discursos del comendador y cabildantes. Los ánimos principiaron, pues, a aquietarse.

Ya es tiempo de que pongamos al lector al corriente de lo que motivaba el popular tumulto.

Era el caso que la víspera había echado anclas en el Callao una escuadra procedente de la Coruña, y traído el cajón de España, como si dijéramos hoy las valijas de la mala real.

No porque la imprenta estuviera aún, relativamente con su desarrollo actual, en pañales, dejaban de llegarnos gacetas. A la sazón publicábase en Madrid un semanario titulado El Aviso, y que durante los reinados del tercero y cuarto Felipe fue periódico con pespuntes de oficial, pero en el fondo una completa crónica callejera de la coronada villa del oso y el madroño.

Los Avisos recibidos aquel día traían entre diversas reales cédulas una pragmática promulgada por bando en todas las principales ciudades de España en junio de 1600, pragmática que había bastado para alborotar aquí el gallinero. «Antes morir que obedecerla», dijeron a una las buenas mozas de mi tierra, recordando que ya se las habían tenido tiesas con   —39→   Santo Toribio y su Concilio, cuando ambos intentaron legislar contra la saya y el manto.

Decía así la alarmadora pragmática:

«Manda el rey nuestro señor que ninguna mujer de cualquier estado y calidad que fuere pueda traer ni traiga guardainfante, por ser traje costoso y superfluo, feo y desproporcionado, lascivo y ocasionado a pecar, así a las que los llevan como a los hombres por causa de ellas, excepto las mujeres que públicamente son malas de su persona y ganan por ello. Y también se prohíbe que ninguna mujer pueda traer jubones que llaman escotados, salvo las que de público ganen con su cuerpo. Y la que lo contrario hiciere incurrirá en perdimiento del guardainfante y jubón y veinte mil maravedís de multa».



Precisamente no había entonces limeña que no usara faldellín con aro, lo que era una especie de guarda infante más exagerado que el de las españolas; y en materia de escotes, por mucho que los frailes sermonearan contra ellos, mis paisanitas erre que erre.

Todavía prosigue la real pragmática:

«Y asimismo se prohíbe que ninguna mujer que anduviere en zapatos, pueda usar ni traer verdugados, virillas claveteadas de piedras finas como esmeraldas y diamantes, ni otra invención ni cosa que haga ruido en las basquiñas, y que solamente pueda traer los dichos verdugados con chapines que no bajen de cinco dedos. Ítem, a las justicias negligentes en celar el cumplimiento de esta pragmática se les impone, entre otras, la pena de privación de oficio».



Y al demonche de las limeñas, que tenían (y tienen) su diablo en calzar remononamente, por aquello de que por la patita bonita se calienta la marmita (refrán de mi abuela), ¡venirles el rey con pragmáticas contra el zapatito de raso y la botina!... ¡Vaya un rey de baraja sucia!

¡A ver si hay hogaño padre o marido que se atreva a legislar en su casa contra el taquito a la Luis XV! Desafío al más guapo.


    Con una rica media
      y un buen zapato,
siempre harán las limeñas
      pecar a un beato.



Afortunadamente, la Real Audiencia, después de discutirlo y alambicarlo mucho, acordó dejar la pragmática en la categoría de hostia sin consagrar. Es decir, que no se promulgó por bando en Lima, y que Felipe II encontró aceptables las observaciones que, respetuosamente, formularon los oidores, celosos de la tranquilidad de los hogares, quietud de la república y contentamiento de los vasallos y vasallas.

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El día, que había empezado amenazando tempestad, terminó placenteramente y con general repique de campanas.

Por la noche hubo saraos aristocráticos, se quemaron voladores y se encendieron barriles de alquitrán, que eran las luminarias o iluminaciones de aquel atrasado siglo, en que habría sido despapucho de febricitante soñar con la luz eléctrica.

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