Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Trayectoria de la novela actual

Mariano Baquero Goyanes





A sabiendas de que en todo lo que a fechación de revoluciones artísticas se refiere suele haber un amplio margen de inseguridad y de error, me atrevería, sin embargo, a proponer un año, el de 1920, como fecha aproximada de las transformaciones más decisivas que en la novela se han venido dando en nuestro siglo.

De 1915 es La metamorfosis, de Kafka. De 1919 su Muralla china. En 1920 apareció Main Street, de Sinclair Lewis. En 1926, The Sun Also Rises, de Hemingway. En 1927 se terminó la publicación del ciclo novelesco de Proust iniciado en 1913. En 1929 aparecen Sartoris, de Faulkner; El cuarto de Jacob, de Virginia Woolf, y Ulysses, de Joyce, quizás la novela más importante de nuestro siglo por su significación e influencia.

Entre 1915 y 1930 surgen, pues, una serie de novelas que por sus temas, su influencia y su técnica cabe considerar enormemente significativas con relación al sesgo que el género ha tomado después.

La aguda y siempre vigilante sensibilidad de Ortega y Gasset percibió el fenómeno

Ernest Hemingway

Ernest Hemingway

Virginia Woolf

Virginia Woolf

William Faulkner

William Faulkner

en todo su alcance e importancia. De 1925 son sus Ideas sobre la novela, ensayo vivo, vigente en lo sustancial, en el que siempre hay que apoyarse, de una manera u otra, para toda meditación española que hoy se haga sobre el más problemático de los géneros literarios.

¿Que había ocurrido en la novela hacia 1925? Ortega, en las páginas de su estudio, describió las características fundamentales de la transformación, resumibles en el paso del narrar a describir y del describir a presentar.

Puede que, para muchas de las expresiones novelescas de nuestro tiempo, siga conviniendo el marbete definidor de novela presentativa. Los llamados documentos del tiempo -del tipo de Los santos van al Infierno-, los relatos testimoniales y comprometidos de raíz existencialista, el neonaturalismo americano o italiano, etc., parecen evidenciar la validez de la denominación orteguiana.

Efectivamente, lo que más aleja el naturalismo del XIX del posible neonaturalismo actual es que aquél -el de Zola, su escuela y sus imitadores- tenía una pretensión científica, doctrinaria, tendenciosa; en tanto que el actual aspira a una total -o casi total- exclusión de la ganga cientifista o adoctrinaria, aun cuando tenga su raíz en preocupaciones extraliterarias, en problemas sociales, sexuales, políticos, etc.

El naturalismo decimonónico, fotográfico y documental en apariencia, era subjetivo y enfático en su más íntima contextura, por cuanto suponía la adhesión a un sistema ideológico tan cerrado a veces, tan concreto históricamente como el del ya citado Zola (determinismo a lo Taine, teorías de Claude Bernard, ley de la herencia, etcétera). Tal sistematización, tal pretensión científica entrañaba un enfoque unilateral y esquemático de la realidad, aun cuando el acarreo de detalles equivaliese, en lo más externo, a un intenso allegamiento a esa deformada y enfatizada realidad.

El naturalismo novelesco actual es más presentativo, en lo sustancial, que el del XIX, aunque su técnica parezca menos fotográfica. La objetividad naturalista era una seudo-objetividad. Sartre, en su conocido ensayo Qu'est-ce que la littérature?, ha señalado cómo en las novelas del XIX, incluso en las de Maupassant, hay siempre un narrador interno, en tanto que la novela de hoy -la existencial, la apoyada en el concepto de situación límite-, Malraux, el propio Sartre, Camus, etc.- se caracteriza por no tener ni narradores internos ni testigos omniconocientes. Sartre estima que la novela de hoy ha de estar poblada de conciencias semilúcidas y semioscuras, que quizás puedan merecer antipatía o simpatía al autor, pero a las que no ha de concederse privilegio alguno. Es preciso sembrarlo todo de dudas, de esperas, de tensiones, con falta de desenlace, para así obligar al lector a hacer conjeturas, inspirándole en la sensación de que sus puntos de vista sobre la intriga y los personajes son solamente una opinión más entre otras muchas, sin guiarle jamás el autor ni dejarle adivinar sus sentimientos.

A la vista de esta concepción sartreana de la novela actual -tan lejana en su objetivismo relativista del seudo-objetivismo novelesco del XIX- se comprende la atención y el interés que, en el autor de La náusea han despertado siempre las obras de William Faulkner. Lo que Sartre dice de la novela conviene perfectamente a los relatos de Faulkner, así como la técnica que ha de caracterizarla. Si el problema decisivo radica en encontrar, según Sartre, una orquestación de las conciencias que permita expresar la pluridimensionalidad del acontecimiento, ¿no estaremos ante tal pluridimensionalidad con una obra como Mientras yo agonizo, de Faulkner? El sucederse de monólogos interiores, de distintas voces, cada cual con su acento -como si se tratara de un concierto en el que los diferentes instrumentos van cantando rotatoriamente sus partes-, nos permite captar una misma peripecia vista -relativizada- desde diferentes ángulos, desde distintos puntos de vista.

Claro es que el tal relativismo no siempre ha estado -o está- al servicio del propósito que Sartre expone. Personajes prismáticos y cambiantes como la Madala Grey, de Clémence Dane -un mismo ser desaparecido y evocado, a través de muy distintas versiones, por diferentes individuos- poco tienen que ver con el relativismo sartreano, sumidos como están en una atmósfera romántico-impresionista.

Lo que Sartre desea -y lo que, en cierto modo realiza Faulkner- no es tanto hacernos ver lo inseguro de los juicios del hombre sobre el hombre -es decir, lo que Clémence Dane hace respecto a Madala Grey, o antes aun, Clarín al ofrecer en La Regenta una visión múltiple y movediza de algún personaje, v. gr., Álvaro Mesía-, como crear una novela en la que el lector jamás ha de ser guiado por el novelista. Todo ha de hervir y fluir vivo en presente, en continuo fieri, naciéndose problema ante un lector elevado -o rebajado- a la categoría de un personaje más. El mundo hermético que es la novela, para Ortega, acendra su hermetismo en este otro tipo de relato que hace algo más que absorber al lector en un escenario de ficción. Esta trata ahora de ser tan intensa, caótica y viva como si el propio lector fuera haciéndola, configurándola, extrayéndola de un material que se diría sin elaborar, ofreciendo en bruto, tan incomprensible como la misma vida puede serlo, tan falto de sentido como puede parecerlo la propia existencia humana para el narrador existencialista, afincado en la Nada o el Absurdo.

El curioso constatar cómo la búsqueda, por Sartre, de un nuevo realismo novelesco, le lleva a resucitar problemas y prejuicios que casi podríamos llamar neoclásicos. Tal, el de la realidad temporal. Sartre, al considerar que hemos aprendido de Joyce el realismo en bruto de la subjetividad sin mediación ni distancia, llega a plantear el problema del realismo del tiempo. No es posible ni deseable -dice Sartre, con la vista puesta en Ulysses- limitar todas las novelas al relato de un solo día. Será preciso buscar nuevas fórmulas y, en definitiva, nuevos artificios o mentiras novelescas.

Pero más interés que este problema -sobre el que algún día me gustaría volver- ofrece ahora el de examinar las repercusiones que en la técnica novelesca de hoy puede tener todo lo que hemos ido examinando.

Sin que quepa asignar el recurso expresivo del deliberado desorden cronológico a la novela actual, sí parece evidente que en nuestros años -con obras como Ciego en Gaza, de Huxley, o antes, Las ciudades y los años, de Constantino Fedin- el tal recurso se ha dado con una frecuencia e insistencia muy significativas. En ciertas obras de Faulkner -como Luz de agosto, ¡Absalón, Absalón!- el desorden cronológico impera en el hilo del relato; los saltos en el tiempo aclaran unas veces y otras oscurecen el desarrollo de la acción, para mejor captar, haciendo titubear en su camino al lector, la tensión expectante de éste.

En conexión con tal técnica, está lo que podríamos llamar el ocultar narrativo de Faulkner, o, mejor aun, su presentar ocultando.

Cuando Ortega, en 1925, reveló con gran penetración el giro experimentado en el arte novelesco con el paso del describir al presentar, quiso esencialmente señalar cómo, si en la descripción interviene el novelista, aderezándola y disponiéndola, en la presentación todo parece ofrecerse crudamente y sin tal aderezo.

Última, extrema consecuencia de tal tendencia podría ser ese presentar ocultando de algunos novelistas, v. gr., Faulkner, que no se contentan ya con ofrecer al lector el material novelesco sin el subrayado subjetivo de la descripción organizadora y aclaradora de tal material, sino que, yendo más lejos, rompen o escamotean los nexos lógicos -y los temporales, según hemos dicho ya- y ofrecen, como resultado, la acción novelesca en toda su fluidez vital, caótica y oscura a veces, excitadora de la atención del lector. Este se encuentra inmerso entonces en mundos extraños, casi de pesadilla, donde nunca se sabe bien lo que ocurre ni tan siquiera si ocurre algo realmente y a quiénes ocurre. Esa técnica de ocultación permite a Faulkner crear obras tan intensas como Santuario, cuyo núcleo argumental -una horrible y sádica violación- sólo muy lentamente va siendo revelado, a través de muy escasas y fugaces alusiones, que el lector ha de captar, en lectura siempre vigilante. Hay que tener en cuenta, además, que Faulkner, inicialmente poeta, emplea, en ocasiones, una prosa descriptiva de gran calidad, caracterizada por lo que casi podríamos llamar un cierto barroquismo expresivo, capaz de oscurecer, de ocultar aún más, los hechos novelescos.

Con todo, ese oscurecimiento no me parece, en última instancia, ni afectado ni gratuito. Prueba de ello es que, a pesar de sus dificultades, Faulkner es hoy uno de los novelistas más leídos en el mundo. Su técnica -presentar ocultando-, su oscuridad, exigen bastante del lector; pero, en compensación, le convierten de pasivo espectador de unos hechos en sujeto casi implicado en ellos, puesto que no cabe la cómoda postura que la descripción tradicional permitía, sustituida ahora por una tensión en la lectura que hace de ésta una cosa viva y fluyente en contemporaneidad con el lector.

James Joyce

James Joyce

Aldous Huxley

Aldous Huxley

Franz Kafka

Franz Kafka





Indice