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Un aspecto de «La Celestina»

Domingo Ynduráin


Universidad Autónoma. Madrid



En el prólogo a la Celestina1, Fernando de Rojas, refiriéndose a su creación, afirma que pelean «estos papeles contra todas las edades», porque -explana- «la primera lo borra y rompe; la segunda no los sabe bien leer; la tercera, que es la alegre mancebía2, discorda. Unos les roen los huesos que no tienen virtud, que es la historia toda junta, no aprovechándose de las particularidades, haciéndola cuento de camino; otros pican los donaires y refranes comunes, loándolos con toda atención, dejando pasar por alto lo que hace más al caso y utilidad suya. Pero aquellos para cuyo verdadero placer es todo desechan el cuento de la historia para contar, coligen la suma para su provecho, ríen lo donoso, las sentencias y dichos de filósofos guardan en su memoria para trasponer en lugares convenibles a sus actos y propósitos. Así que cuando diez personas se juntaren a oír esta comedia, en quien quepa esta diferencia de condiciones, como suele acaecer, ¿quién negará que haya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?» (p. 43).

La satisfacción de Rojas por la riqueza de su obra, que la acerca a la multiplicidad de sentidos y valores de las antiguas, no oculta la preocupación que ese mismo hecho le produce3. El tópico deja traslucir un problema verdadero que se manifiesta tanto en que el autor dedique todo el prólogo a defenderse de las críticas y malos entendidos como en la doble distinción: edades y opiniones.

Y, efectivamente, de muy diferentes maneras se ha entendido la obra según las edades o épocas de la Historia y según las condiciones de los críticos. Lo que en cualquier caso queda claro es la discordia de los comentadores, ya que, como observa María Rosa Lida, «todos los estudiosos del Libro de buen amor y de La Celestina estamos de acuerdo en que son éstas dos obras maestras, y estamos en desacuerdo prácticamente en todo lo demás»4; probablemente es la condición inevitable de todas las obras geniales.

No obstante, a pesar de la ambigüedad propia del discurso literario, sí me parece posible establecer una serie de observaciones que sirvan para precisar determinados aspectos de la obra en el momento histórico en que se produce. Desde el texto, y sobre el texto, teniendo en cuenta las bases culturales y literarias de las que surge La Celestina, me parece posible incluso arriesgar una interpretación de la obra como conjunto.

A mi manera de ver las cosas, La Celestina es, como señaló M. Bataillon, una obra moral; mi interés aquí se centra en matizar y, al mismo tiempo, reforzar esa afirmación. Pero, además, o al mismo tiempo que obra moral, La Celestina es una obra literaria, de tal manera que no resulta posible -en mi opinión- separar los dos enfoques o aspectos ni siquiera en el análisis, aunque en algunos momentos parezcan ofrecer resultados contradictorios, como veremos.

La obra de Rojas defiende y sostiene las posiciones de los moralistas empeñados en mantener las costumbres y normas tradicionales, estrictas, especialmente en lo que se refiere a la educación de jóvenes caballeros; se enfrenta, pues, a las nuevas corrientes o tendencias más abiertas y permisivas. Uno de los nudos de la polémica (no el único, pero quizá sí el más importante) es el ideal amoroso presentado en las novelas sentimentales y en otras «artes de amores» más o menos influidas ya por las actitudes renacentistas. Para los moralistas, el peligro específico de la juventud es el impulso amoroso y, como ellos, Rojas lo inserta en un doble plano, el personal y el social; pero, frente a estos escritos -artes de amores y tratados doctrinales-, Rojas no presenta lo que debe ser, esto es, casos o teorías ejemplares que deben ser imitados o seguidas, sino todo lo contrario. Pero, además, Rojas elimina de su obra cualquier reflexión teórica sobre los hechos que presenta, cualquier interpretación ideológica de los comportamientos y, lo que es más significativo, la conclusión o moraleja de su exemplum. De esta manera, La Celestina no se presenta al lector como obra explícitamente doctrinal, sino como reflejo directo y no manipulado de la realidad: será el lector quien deba interpretar los hechos y sacar las conclusiones.

Es esa libertad en la estricta presentación de los hechos, solamente conocidos a través de las palabras de los personajes, lo que explica las diferentes y aun contrapuestas interpretaciones de nuestra obra. Ahora bien, la lucha de Rojas se entabla, en el plano literario, frente a otras obras literarias que mediante sus historias defienden comportamientos inadmisibles moralmente; no hay que olvidar, por ejemplo, que el sistema de argumentación en los debates pro y antifeministas es (y seguirá siendo) la enumeración de «casos» significativos ejemplares. Así, pues, la obra de Rojas ataca en un doble frente; por una parte, presentando un caso en el que se cumplen todas las previsiones de los moralistas y, por otro, denunciando el irrealismo convencional en que se mueven las obras literarias enemigas. La Celestina arranca de los artes de amores (por supuesto, no como género literario, ya que, como tal, las artes de amores no existen, pero sí como actitud ideológica), aceptando sus planteamientos retóricos, sus modos de argumentar y, en parte, el ambiente cultural en que reside gran parte de su prestigio y, en consecuencia, de su efecto. A partir de ahí, Rojas hace contrastar sistemáticamente los presupuestos teóricos con la realidad de la vida, de manera que la falsedad de aquéllos quede de manifiesto.

La obra, pues, tiene como esquema organizativo el contraste en todos los aspectos, desde el género elegido hasta la alternancia refranes comunes-sentencias de filósofos. Notemos, en cualquier caso, que no se trata de una opción enfrentada y excluyente, sino de un sistema integrador. Sólo en el conjunto de la obra resalta el sentido de La Celestina, como reacción contra las historias de amores en que los enamorados deifican a sus damas y al amor.

Rojas, consciente del valor y dificultad de su obra, apunta algunas claves: en primer lugar, dice, el lector no debe quedarse sólo con el argumento, ya que esto dejaría a la obra reducida a cuento de camino, a anécdota, y, en cuanto tal, fácilmente integrable en los «casos» de la serie contraria; no ha de extrañar, pues, su queja y protesta contra los argumentos que encabezan los actos: es cosa que no usaron los antiguos autores y que, además, supone una simplificación excesiva. Quizá Rojas añadió el argumento total de la obra para eliminar desde el principio la incertidumbre, dando a conocer desde el primer momento el desenlace de la historia, lo que libera al lector de la expectativa, de la preocupación por el qué pasará, y le permite atender al desarrollo, al cómo.

Por otra parte, Rojas distingue los lectores que gustan de refranes de los doctos, cuyo interés se centra en las sententiae, y dichos de filósofos, según la diferencia, generalmente aceptada, entre refranes populares y máximas o adagios. Pero el autor incluye unos y otros en su obra, de tal manera que el buen oyente apreciará el conjunto (y el contraste), sabrá distinguir y sacará la utilidad y provecho que encierra5.

A mi entender, como señaló Bataillon6, La Celestina va enderezada a poner sobre aviso -dados los tiempos que corren, la corrupción de las costumbres- a los jóvenes contra el loco amor y a servir de escarmiento y remedio a un joven en particular. Lo cual, con independencia de lo convencional de la dedicatoria, establece dos niveles bien diferenciados: por una parte, el que afecta a la sociedad en general, y, por otra, el que apunta a los enamorados como individuos; así puede escribir Rojas: «me venía a la memoria no sólo la necesidad que nuestra común patria tiene de la presente obra, por la muchedumbre de galanes y enamorados mancebos que posee, pero aun en particular vuestra misma persona, cuya juventud de amor ser presa se me representa haber visto, y de él cruelmente lastimada a causa de faltarle defensivas armas para resistir sus fuegos» (p. 36). Encontramos aquí el conocido lugar común de la obra escrita para una sola persona, como remedio de sus males, procedimiento corriente en la Edad Media y frecuentísimo en el Renacimiento, sobre todo en obras de temática amorosa, aunque no falte en las morales7. No es sino una variante del escrito redactado a petición o por orden de alguien.

En nuestro caso, y sin excluir otros aspectos, tenemos, ya desde el prólogo, un ejemplo más de libro escrito para la educación de príncipes o de nobles herederos, que viene a ser lo mismo: la tragicomedia debe servir de «castigo» a esos jóvenes «que a sus amigas llaman y dicen ser su dios», lo mismo que a los encargados de educarlos y dirigirlos por los caminos de la vida. De esta manera, Rojas, desde el principio, señala las dos vertientes -pública y privada8- de su obra, como señala también los dos peligros que amenazan a los jóvenes en el mundo, esto es, los «lisonjeros y malos sirvientes» y «falsas mujeres hechiceras», peligros que supongo fundamentales en la obra porque se vuelve a insistir dos veces más en ellos: una, Rojas, integrándolos en la situación general:


... ver ya la más gente
vuelta y mezclada en vicios de amor.
Estos amantes les pornán temor
a fiar de alcahueta ni falso sirviente.


(p. 39)                


La otra aparece en el «Síguese»: «Asimismo hecha en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes»9 (página 44).

La preocupación por los servidores lisonjeros, hipócritas y entremetidos, que buscan más su propio provecho que el bien de sus señores, constituye una verdadera obsesión para políticos y moralistas10 hasta fechas muy recientes, hasta que ha dejado de haber validos y sirvientes. Aquí, en nuestra obra, hay dos grupos de consejeros, de muy distinta índole y naturaleza, que pecan por carta de más o de menos: son los padres y los criados. Unos y otros fallan, incumplen su obligación: por negligencia egoísta y culpable, los padres; por interés o ingenua incapacidad, Sempronio, Pármeno y Lucrecia. La alcahueta se limita a ejercer su oficio, aprovechando las circunstancias; lo demás lo hace la naturaleza que impulsa a amar a los hombres y, sobre todo, a las mujeres, más flacas y sujetas a la materia, según la opinión recibida en la época.

Teniendo en cuenta que nada hay en La Celestina que permita suponer la condición conversa de Melibea ni de Calixto, podemos aceptar el plan de la obra tal y como aparece en el argumento de Rojas:

Calixto fue de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposición, de linda crianza, dotado de muchas gracias, de estado mediano. Fue preso en el amor de Melibea, mujer moza, muy generosa, de alta y serenísima sangre, sublimada en próspero estado, una sola heredera a su padre Pleberio, y de su madre Alisa muy amada. Por solicitud del pungido Calixto, vencido el casto propósito de ella, entreviniendo Celestina...


(página 45)                


Nada hay tampoco en lo posterior que nos permita dudar de esta información. Pero, dejando esto, cabe advertir, de pasada, que la obra narra, entre otras cosas, el acabamiento y destrucción de dos casas nobles por culpa del amor desordenado, como proceso semejante y próximo al de tantos reyes que se perdieron, ellos y sus reinos, por igual motivo.

Vemos, ya desde el prólogo, que Calixto no tiene padres ni, al parecer, parientes próximos: está a merced del maduro Sempronio. Fray Martín de Córdoba, siguiendo en esto a Boecio, ya había advertido de este peligro en el Libro del regimiento de los señores, donde dice: «... e como dize Boecio, non ay pestilencia más enpesciente quel familiar enemigo; pero esto se entiende de los que lisongean, abetan o incitan a los señores a pecar alabándolos e diziéndoles que el mal que fazen es bien e que es señal de onbredad e semejantes palabras...» (cap. VI, «Cómo no deven tener siervos lisongeros»), por causa de los sirvientes lisongeros, los «omnes grandes más ocasión han de pecar, porque a las vezes non ay quien los castigue nin puna nin los reprehenda sus yerros»; el resultado de esta situación es, según nuestro fraile, previsible, pues «así lo dize Boecio en De Consolación fablando de los señores tenporales, que caen estando en alteza de señorío e de honra e consigo derruecan a muchos»11. Rojas no dice otra cosa.

La diferencia de estado entre Melibea y Calixto, proclamada también por éste en la obra, puede funcionar como un impedimento para la obtención honesta de la mano de su enamorada; sin embargo, yo me inclino a ver en Calixto un joven libre, un saltaparedes12 sin otra actividad que la búsqueda de entretenimiento y diversión: Calixto no quiere casarse con Melibea, situación tan absolutamente repetida en la literatura y fuera de ella que no sé cómo ha podido convertirse en un problema decisivo para la interpretación de la obra. Lo normal en las narraciones novelescas de la época, lo mismo que en la comedia (cfr. Pamphilus o Don Melón), y no digamos en fabliaux y novelle, es que el caballero no quiera casarse; es cierto que con frecuencia acaba haciéndolo, pero no estaba en sus planes. Lo excepcional es que el personaje masculino aspire desde el principio al matrimonio, sólo como último recurso acude al matrimonio (como quizá Calixto, cuando habla de la seleucal piedad de Pleberio), pero si puede conseguir a la dama de otra manera, lo hace. Melibea quizá hubiera aspirado al matrimonio, pero no ve otra posibilidad que tomar lo que le ofrecen o quedarse sin nada: sus tímidas protestas y resistencia van seguidas sistemáticamente del temor a que su dureza haya alejado a Calixto para siempre. Más tarde, después de la noche en el huerto, Melibea ya no puede casarse; no puede y no quiere, ya que, como indica también fray Martín de Córdoba, apoyándose ahora en Aristóteles, «la moça que no quiere casar, o lo haze por mucha buena intención, es assaber, por mejor servir a Dios o por más apartarse del mundo; o lo haze por no ser sujeta al marido e bivir como quiere e darse a quien quisiere sin demadárselo ninguno. Esta es mala intención e bestial»13.

Y es que Melibea, desde el inicio del acto primero, está enamorada de Calixto: las duras palabras con que le replica después de haberle animado con sus preguntas no guardan proporción con la respuesta recibida: parece como si proyectara sobre las palabras de Calixto algo de lo que ella lleva dentro y debe reprimir más violentamente en cuanto ha tenido un momento de debilidad; y éste es su «casto propósito» del que habla el «Argumento», donde Rojas no dice, por ejemplo, «vencido el desamor o indiferencia de ella». Si esto fuera como creo, resultaría acertado el análisis de Sempronio cuando en el acto primero afirma: «Por rigor encomienzan el ofrecimiento que de sí quieren hacer. A los que meten por los agujeros denuestan en la calle; convidan, despiden, llaman, niegan, señalan amor, pronuncian enemiga, ensáñanse presto, apacíguanse luego; quieren que adivinen lo que quieren» (p. 53 y cfr. luego, Aréusa con Pármeno). Y no es el único que opina así; en la literatura cancioneril es frecuente, Hernán Mexía: «quando se niegan s'obecen [...] a quien más huyen s'están»; Torrellas: «quando despiden combidan», «con quien riñen en público/hazen la paz en secreto»; Tapia: «y a las que veys más esquivas/al galán que queda ciego/con sus bravas llamas vivas/no detienen mucho el ruego/porque se queman de fuego»; etc. Rojas retoma el planteamiento para hacer que Melibea, más tarde, se arrepienta inmediatamente después de haber rechazado la propuesta de Celestina y, luego, la de Calixto: en ambos casos teme haber perdido su oportunidad por demasiado rigor, teme que su enamorado haya puesto los ojos en otra. Y quizá este temor explique por qué Melibea recibe y escucha a Celestina.

En mi opinión hay en Melibea, desde el principio, un impulso que la lleva hacia Calixto, y está muy mal aparejada para resistirlo: hija única, rica heredera, muy amada de su madre, ha sido criada entre mimos y regalos, la consideran todavía una niña. María Rosa Lida interpreta las reacciones de Melibea, especialmente frente a Alisa, como rebeldía de adolescente14. Sin embargo, hace tiempo que Melibea dejó atrás la adolescencia: tiene veinte años. En su lamento, Pleberio exclama: «más dignos eran mis sesenta años de la sepultura que tus veinte» (p. 232).

De este hecho derivan algunos casos de ironía escénica que la señora Lida no tuvo en cuenta; me refiero, por ejemplo, a la respuesta de Alisa: «¿Qué dices? ¿En qué gastas tiempo? ¿Quién ha de irle con tan grande novedad a nuestra Melibea que no la espante? ¡Cómo! ¿Y piensas que sabe ella qué cosa sean hombres? ¿Si se casan o qué es casar? ¿O que del ayuntamiento de marido y mujer se procreen los hijos? ¿Piensas que sabe errar aun con el pensamiento? No lo creas, señor Pleberio, que si alto o bajo de sangre o feo o gentil de gesto le mandáremos tomar, aquello será su placer, aquello habrá por bueno. Que yo sé bien lo que tengo criado en mi guardada hija» (XVI, p. 207). Es inevitable que las guardas aviven el deseo y no sirvan para nada, en cualquier caso, si la mujer no se guarda ella misma. La Naturaleza acaba por imponerse, lo mismo en Buda que en Boccaccio, o en Melibea: la rebeldía que, efectivamente, existe, vendría entonces provocada por el empeño de los padres de prolongar artificialmente la niñez de su guardada hija.

Más significativo y más cruel, si cabe, es el caso de Pleberio, que poco antes había dicho sentenciosamente: «Demos nuestra hacienda a dulce sucesor, acompañemos nuestra única hija con marido cual nuestro estado requiere porque vamos descansados y sin dolor de este mundo. Lo cual, con mucha diligencia, debemos poner desde agora por obra, y lo que otras veces hemos principiado en este caso, agora haya ejecución. No quede por nuestra negligencia nuestra hija en manos de tutores, pues parecerá ya mejor en su propia casa que en la nuestra. Quitarla hemos de lenguas del vulgo, porque ninguna virtud hay tan perfecta que no tenga vituperadores y maldicientes. No hay cosa con que mejor se conserve la limpia fama en las vírgenes que con temprano casamiento» (XVI, p. 204). Pero veinte años no es ya edad de temprano casamiento. Los padres, especialmente la madre, que impone su criterio, han ido dilatando la ejecución del sabio propósito de Pleberio, para no perder a su única hija y la han perdido para siempre. Es la opinión generalmente admitida y aceptada: por la misma causa le pasa lo que le pasa a Mirabella, según explica el autor: «y el rey su padre por no tener hijos e por el grande merecimiento que ella tenía era del tanto amada que a ninguno de los ya dichos la quería dar, y assí mismo en su tierra no avía tan gran señor a quien se la diese, salvo a gran mengua suya. De manera que el grande amor suyo era a ella mucho enemigo, y como ya muchas vezes acaece quando ay dilación en el casamiento de las mugeres ser causa de caer en verguença e yerros assí a esta después acaesció»15.

Melibea puede sentir que pasa su juventud; su rebeldía puede responder a la frustración, a esas malas mañas que nacen con la edad, las ciencias y las lecturas, como señala Carvajal en un poema revelador para nuestro propósito:



La perfection de nosotras mugeres
es de los treze fasta quinze años:
con éstas se toman suaves plazeres
e todas las otras son llenas de engaños.
Por ende, señor, si passa los veinte
aquella por quien sois tanto penado,
sabed que seredes el más padesciente
e siempre os veréis ser menos amado.

Amad, amadores muger que non sabe,
a quien toda cosa paresca ser nueva;
que quanto más sabe muger, menos vale
segund, por exiemplo lo hemos de Eva,
que luego comiendo del fructo de vida,
rompiendo el velo de rica inocencia,
supo su mal e su gloria perdida.
Guardaos de muger que ha plática e sciencia.

Amad, amadores la tierna hedat
quando el tiempo requiere natura:
aquesta non tiene ninguna crueldat
ni ofende al amante con luenga tristura16.


El impulso reprimido, además de sus lecturas, podría explicar la vehemencia de Melibea, teniendo en cuenta, además, que «omnia feminea sunt ista libidine nota: /acrior est nostra, plusque furoris habet»17. Las mismas causas se pueden aducir para justificar la capacidad de Melibea para dirigir la acción, hecho que la sitúa en la línea de enamoradas activas y trágicas iniciada por la Lucrecia de la Historia de doubus amantibus18.

En otro orden de cosas, notemos también la razonable prevención de Pleberio respecto a los tutores; es en cierto modo la situación en que se encuentra Calixto. Ocurre que Pleberio tiene razón, su teoría es la justa, pero no lo es su práctica, cosa que sucede en toda la obra en todo tipo de argumentaciones, con independencia de la persona que las formule. Hay en la Celestina una muy marcada contradicción entre teoría y práctica; contradicción que se manifiesta de diversas maneras. Una de ellas consiste, como estudió Bataillon, en deformar y apropiarse de un texto para adaptarlo -falseándolo- a las necesidades del momento; la falsificación puede consistir no en manipular la cita, sino en modificar la circunstancia o la finalidad del original19: Celestina es maestra en este procedimiento, que transluce aquí, por parte de Rojas, una cierta desconfianza en la argumentación, en la validez general del razonamiento, fácil presa de la sofística; quizá sea la práctica jurídica lo que le ha llevado a esta conclusión.

Otra de las maneras en que se manifiesta la contradicción entre teoría y práctica es la que se puede ejemplificar con los parlamentos de Calixto y, en parte, por los de Melibea: se trata ahora del contraste entre las manifestaciones retóricas, derivadas de la convención cortesano-caballeresca y la actuación efectiva, absolutamente enfrentada a dichas convenciones: esta incongruencia resulta clara (además de los casos señalados habitualmente) en el mensajero de amor utilizado. Y no me refiero tanto a lo que nos revela sobre la actitud de Calixto el utilizar a Celestina como al hecho de que Melibea acepte la embajada: simplemente, al recibir a Celestina, Melibea queda perfectamente informada de las -ahora sí- deshonestas intenciones de Calixto, y demuestra, además, aceptar la vía amorosa correspondiente, que rompe con claridad la convención cortesana. He aquí cómo debería haberse desarrollado la escena, cómo se desarrolla en la Repetición de amores:

La cual carta, como rescibiese aquella madre mía, luego con mucha diligencia se fue a casa de la noble doncella a la cual, hallando sola, dixo: -Aquesta carta te envía un siervo tuyo, suplicándote que dél hayas piedad.

Y como esta mujer no fuese tenida ansí en muy buena estima, pesole mucho de verla. Y con gran turbación, movida contra ella, comenzole a decir: -¡Oh, mala mujer, qué locura te dio tanta audacia que osases con tal mensaje venir a mi casa! ¡Tú entrar en casas de nobles mujeres y tentar doncellas de tan alta sangre! ¡Y consentir que sean violadas no rescibes vergüenza! Apenas puedo sofrirme que no te arrastre por esos cabellos. ¿Tú me habias de dar tal carta ni hablarme? ¿Y mírasme? Si no mirase mas a mi honra que al castigo que tu merescias, yo te prometo que esta fuese la carta postrera que jamás a mujer dieses. Vete de aquí presto, maldita, y no seas causa de tu muerte, que si alguno aquí te halla no pensaría quedar satisfecho con ella [...].

Lo señora, a su siervo Lucena: -No tengas esperanza, Lucena, de conseguir lo que alcanzar no podrás. Y déxate de enviarme más mensajeros y cartas, que no pienses que soy de la condición de aquellas que con dulces palabras se engañan. No soy la que tú piensas, ni a quien debas enviar alcagüeta. Busca a otras a quien engañes, que de mí, sino el que hubiere de ser mi marido, no espere haber parte20.


Celestina, en mi opinión, no seduce a Melibea, le allana el camino; el resto es circunstancial, incluidos los hechizos21.

Calixto es un caballero alienado por la retórica de los libros de amores y la poesía cortesana22. Son las lecturas y el ambiente -sin el necesario freno de parientes, consejeros o amigos- lo que lleva a los jóvenes a la locura. Lo que en La Celestina hace Rojas es enfrentar (tercer contraste) fantasía literaria y realidad de la vida23. Recordemos que Rojas, en el prólogo, ve esta tendencia como una plaga24.

En mi opinión, La Celestina debe interpretarse desde la perspectiva de las obras caballerescas o cortesanas; no tanto por establecer un género nuevo -el «arte de amores» de que habla E. J. Webber25- cuanto por establecer unas coordenadas ideológicas en contra de las cuales situar La Celestina, obra que se opone a las «artes de amores» de una manera semejante a como el Quijote se opone a los libros de caballerías.

Castro Guisasola, María R. Linda, Whinnom, etc., han señalado las conexiones entre la novela sentimental y otras obras vanas y La Celestina. Tomemos, por ejemplo, el planto de Pleberio y el de la madre de Laureano: las semejanzas formales sirven para hacer más visible la diferencia de tono y de situación que separa una obra de otra: la novela toma muy en serio el papel ejemplar de Leriano como modelo heroico de enamorado cortés; por contra, la Comedia insiste en lo absurdo y desastrado del desenlace, en los aspectos negativos. En el mundo convencional de San Pedro, unos mismos hechos reciben una valoración radicalmente diferente de la que tienen para Rojas, y de la que tienen en la realidad cotidiana, fuera de la literatura.

Hay algunas conexiones curiosas entre La Celestina y otras obras anteriores; en algunos casos, más que coincidencias, funcionan armónicos o resonancias. Señalemos unas pocas muestras; el suicidio de Melibea -y la forma en que se produce- está anunciado desde el momento que el antiguo autor le asigna su nombre, pues Servio, autor bien conocido en la época, relata: «Meliboea et Alexis amore se mutuo dilexerunt et iuramento se adstrinxerunt, ut cum tempus nuptiarum venisset sibimet iungereuntur: sed cum virginem parentes suis alii despondissent et hoc Alexis vidisset, spontaneum subiit exilium. Virgo autem ipso nuptiarum die semet de tecto praecipitavit: quae cum inlaesa decidisset, in fugam conversa pervenit ad litus ibique scapham ascendit, ex qua sponte funes soluti esse dicuntur, voluntate iteque deorum pervecta est ubi amator morabatur...»26. Quizá el autor del primer acto tenía presente la fábula; en cualquier caso, la Tragicomedia modifica el desenlace, dándole una significación radicalmente distinta: aquí, cuando Melibea se arroja de la torre, se mata. Por otra parte, el suicidio de Melibea se ha relacionado con los de Dido, Phenice, Tisbe27, con la historia de Hero y Leandro, etc.

Pero también cabe recordar otras conexiones: el padre de Oriana, como Pleberio, está dispuesto a que su hija decida con quién quiere casarse: el padre, cansado de esperar, designa un candidato, por lo cual Oriana, que ya es madre de Esplandián, piensa en el suicidio. La muerte de Calixto parece anunciada en el Arnalte: «¿Por qué tus ojos las escalas de tu fee en tan alto muro pusieron, que antes tu caimiento que tu sobida dél esperas?»28. Notemos también el tono retórico utilizado por Calixto en sus protestas amorosas, en sus actitudes, en la poesía de cancioneros que canta. No es extraño, pues, que los moralistas, cuando atacan La Celestina, la sitúen en esta serie de obras vanas; Guevara, por ejemplo, censura en el Relox a «Amadís, a Primaleón, a Duarte, a Lucenda, a Calixto»; Francisco de Osuna, por su parte, argumenta: «Aunque son cristianos nuestros casados, mejor leen a Celestina o a otros semejantes que no cosa que les aproveche [...]. Su merecimiento le verná al ombre que tales libros tuviere porque no hay quien tanto siga lo que lee como la muger: que si es adúltera o enamorada y devota de caballeros que se precian de tener amigas no es sino porque la tal muger lee y oye libros de amores y cavallerias»29, me parece significativo que Osuna haga esta advertencia en su Norte de los estados. Mejor la ha juzgado, creo, Vives, cuando atenúa la condena y con una cierta satisfacción señala: «nam progressui amorum et illis gaudiis voluptatis, exitum annexuit amarissimum». Creo que Rojas, como Petrarca en el Secretum, sostendría parecida opinión: condenar el amor cortesano. Este propósito explicaría por qué Rojas escribe en romance para alcanzar el fin didáctico que se propone: atacar a los lectores de obras vanas en el terreno que les es propio.

Si esto fuera como digo, la auctoritas de La Celestina frente a los libros de amores y caballerías -o frente a la poesía cancioneril- podría residir en los perfiles inequívocamente humanistas que presenta: aquí habría que valorar el uso sistemático del como única forma de tratamiento30, la abundancia de recuerdos clásicos y humanistas... Y, sobre todo, el prestigio de la comedia (o de la tragicomedia) como género en las retóricas y poéticas, frente a la novela, especie desconocida por los teóricos de la antigüedad. La Celestina, indudablemente, es obra dramática, como quiere M. R. Lida31, pero probablemente lo es por no ser novela: Rojas busca un equilibrio entre elementos clásicos y vulgares de tal naturaleza que, bajo la lengua vulgar, se transparente el modelo clásico y la organización humanística de la materia. En cierto modo, es un aliciente más para los lectores doctos descubrir -ya desde el prólogo-, tras la aparente sencillez y transparencia del texto, las implicaciones y resonancias culturales librescas. Esto dota a la obra -y al autor- de una perspectiva privilegiada a la hora de juzgar el mundo de damas y caballeros, de alcahuetas y criados. Es lo que, también, valora la condena que de ellos hace.

El procedimiento de contraste -de síntesis, en definitiva- se utiliza para plantear la denuncia de esos amores culpables y de todo lo que les envuelve y rodea. Consiste ahora el procedimiento en sacar la historia -el argumento- del contexto irrealista en que suele aparecer, para desarrollarlo en una sociedad urbana32 contemporánea. La síntesis de los dos mundos literarios (clásico o humanista y romance) explica algunos aspectos de la obra: el mundo, la circunstancia de los enamorados, no se adecúa a su pasión (sea para que se logre o para que triunfe con una muerte ejemplar), sino que funciona de acuerdo con las leyes que le son propias, de manera independiente y autónoma respecto a las conveniencias de los protagonistas. Así, el conflicto resulta inevitable: los personajes principales viven la vida como si fuera ficción, pero la vida se encarga de mostrarles su realidad a cada paso.

Calixto vive alienado, tal y como describe esa afección el doctor Villalobos, precisamente en el comentario que acompaña a su traducción del Anfitrión; en el capítulo VI, «Cómo el amador es loco de atar», dice: «Esta imaginativa adolesce algunas veces de un género de locura que se llama alienación [...], y así la imaginativa, para pensar distintamente las cosas, es menester que no tenga imagen hecha ni habituada dentro de sí, porque, si la tiene, es mentirosa y enajenada la imaginación, y cuanto piensan, todo es del metal de aquella imagen que allí está, de aquello habla el alienado, y en ello está rebtado y transportado de tal manera que ni oye, ni ve, ni entiende cosa que le digan, ni responde a propósito. Ríe y llora sin concierto de las cosas que pasan, respondiendo solamente a los ímpetus y movimientos y pasiones y afecciones de su imagen; éstos se llaman alienados, en los cuales hay grados de más y de menos, como en todas las disposiciones suele acaescer. Los enamorados son desta materia: que la imagen de su amiga tienen siempre figurada y fija dentro de sus pensamientos, por donde no pueden ocupar jamás la imaginación en otra cosa; en esta imagen y en las cosas anejas y tocantes a ella están transportados y rebtados todas las horas; con ella hablan, della cantan y della lloran, con ella comen, y duermen, y despiertan; a ninguna cosa responden a propósito, ni piensan que puede hablar nadie en otra manera sino en aquélla. Así que todas las causas y señales tienen de la alienación como las otras especies della, sino que están éstos más presos y más ligados a su locura por cuanto enajenaron su voluntad y la captivaron en poder ajeno; de manera que los otros querrían sanar y buscan remedios para ello, si no es extremada su locura, y éstos no pueden sanar ni lo pueden querer; antes procuran con todas sus fuerzas de meterse más adentro en la pasión y confirmar su dolencia con mayores causas [...]. Mas de los fingidos otra cosa sentimos; que ya hemos visto algunos grandes señores que toman los amores por su pasatiempo y para disimular con ellos los grandes negocios que andan urdiendo, sábenlo tan bien hacer que quien los viere jurará que están dentro; mas yo lo aviso a sus amigas que se guarden dellos, porque vienen a ellas en vestiduras de corderos y ellos son lobos robadores; en lo que hacen por ellas lo verán, que al verdadero amador ningún servicio le es trabajoso ni hay cosa que le pidan dificultosa o imposible»33.

Que Calixto sea un alienado verdadero o sólo lo parezca es cosa que no influye para que se presente, en cualquier caso, como un mal amador cortesano: si la enfermedad de amor se cura consiguiendo a la dama que la ha causado (y se atenúa consiguiendo a otra), la pasión (verdadera) de un caballero se aquilata precisamente por la constancia y, en cualquier caso, por lo que hace por su dama. Calixto no hace nada por Melibea, y recordemos que, tras el fogoso encuentro inicial, ha acudido al huerto menos de ocho veces en un mes, al menos eso dice el ingenuo Sosia (XVII; pero cfr. Lucrecia, XV, y Melibea, XVI).

Todos estos factores sitúan la obra en una cotidianeidad (por no decir realismo) que se impone al lector y a los personajes cada vez que se remonta el vuelo lírico o, simplemente, literario. Esta ley del contraste funciona en todo momento y circunstancia: lo mismo en la ruptura del ambiente creado por las canciones de Lucrecia y Melibea (deshecho por la desconsiderada urgencia de Calixto), que en las muertes de Celestina, Pármeno y Sempronio, contrastadas con el mundo civil mediante la intervención del juez y las reflexiones que sobre él hace Calixto. Algo semejante ocurre cuando se produce la muerte de Calixto, tan poco heroica; me refiero ahora a una frase de Tristán que sitúa el hecho (lo mismo que las relaciones entre los amantes) en su verdadero significado social: dice ese criado con nombre de caballero: «Llevamos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra detrimento, aunque sea muerto en este lugar» (XIX, p. 225). A propósito de esta frase se han hecho suposiciones de todo tipo, pero para mí el sentido queda claro si se entiende que su honra es su de ella, de Melibea, de quien está hablando Tristán con Lucrecia y con Sosia34.

Otro de los contrastes es el que se produce en la construcción de Celestina, del personaje. Por una parte encontramos sus prácticas brujeriles, lo que supone dotar a la vieja de un aura demoníaca, luciferina, en contacto con poderes sobrenaturales, fuera, pues, de lo normal y cotidiano en la vida urbana35: la escena del conjuro tiene claras conexiones con la literatura «seria» y quizá con la literatura fantástica romance (vid. Castro Guisasola, M. R. Lida, etc.); sin embargo, si repasamos la práctica habitual de la trotaconventos, según aparece en el texto, encontramos algo muy diferente, más instalado en las prácticas habituales de una de esas alcahuetas que admiten los moralistas y recomienda Villalobos y otros autores36. Salvo una fugaz referencia al dinero («allí se me ofrecían dineros», p. 151), Celestina cifra su gloria en las provisiones de boca; además, su clientela (salvo esos discutibles «viejos [y] mozos») está formada por gente de Iglesia cuya situación les lleva a ese recurso en estas lides. Encontramos, en definitiva, una madre de mancebía que, en sus mejores épocas, daba trabajo a nueve mozas, recibía clérigos, estudiantes... y seducía para ellos algunas criadas, bien o mal encerradas, y poco más. Ahora, caída de tal estado, sólo tiene una empleada y media, escasa clientela, pocas provisiones y la esperanza de atraer a Lucrecia. Por eso, cuando Celestina le dice a Calixto que ha cazado «más de treinta de su estado, si a Dios ha placido en este mundo y algunas mayores» (IV), fantasea; miente porque nunca se ha visto en situación semejante ni ha recibido jamás tanto dinero (cien monedas de oro ya en el primer acto; luego, la fatídica cadena).

La obra no se mueve en un mundo trágico: la tragedia, el desastrado final, acaece en un mundo civil y próximo para el lector, lo que quizá contribuye a crear esa intensidad que caracteriza a la obra. Por estar instalada en lo cotidiano, la advertencia de Rojas resulta más convincente. El mal que representa Celestina no muere con ella; no es necesario resucitarla ni buscarle una hija apócrifa: en el texto queda muy claro que la sucesora es Areusa37. Celestina, que en el acto V se refiere con desprecio a «estas nuevas maestras de mi oficio», queda engañada por una de ellas, por Areusa, que urde y trama tan bien como la vieja38. La sucesión de Celestina queda asegurada como un oficio más en ese medio urbano en el que ahora se mueven damas y caballeros.

La ruptura del mundo ideal se realiza desde los presupuestos teóricos de las artes de amores y contra ellas. En La Celestina, todo ha quedado al revés: Calixto depende de sus criados39; Melibea lleva la iniciativa y adopta actitudes de sumisión cortés respecto a su caballero40.

En toda la obra sólo hay una víctima con grandeza y carácter para serlo, Melibea41; Rojas eleva el tono cuando ella habla y cuando muere. Pero es que ella, como mujer, está sujeta a estas contingencias, es la más débil y sincera y, por lo tanto, la menos culpable. La enamorada activa ha resultado, a la postre, la única víctima consciente y voluntaria: ella es la que decide su propia muerte. Pero este rasgo, lo mismo que otros esparcidos a lo largo de la Tragicomedia, no es, como rasgo suelto, un hallazgo literario de Rojas, al menos no es sólo eso. Ya hemos visto otras historias donde aparecen enamoradas decididas y resueltas, pero, probablemente, unas y otras no hacen sino reflejar la realidad de la naturaleza femenina tal y como la entiende el pensamiento teórico de la época; un solo ejemplo: «todas sus cosas son en exceso, sin medio, que cuando son misericordiosas son muy misericordiosas, et cuando son crueles son muy crueles, et cuando son desvergonzadas son muy desvergonzadas»42. No falta sino que les den ocasión.





 
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