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Un hito en la narrativa nicaragüense: Sergio Ramírez Mercado. «Castigo divino»

Nicasio Urbina





Una de las polémicas más interesantes que ventila la crítica literaria contemporánea, es la relación que se establece entre la historia y la ficción. El viejo postulado de la veracidad y exactitud de la historia frente a la invención que caracteriza a la ficción ha pasado a ocupar un segundo plano, ya que ha quedado claramente demostrado que el punto de vista autorial determina la perspectiva del recuento histórico, y que por lo tanto, la objetividad de la historia no pasa de ser una ficción. No encuentro para esto mejor ejemplo que los discursos de los Cronistas de Indias. En el otro lado del continuo encontramos novelas que tratan de presentarse como historia, que aspiran a cierta objetividad y se someten al simulacro de la exactitud histórica y el rigor académico; tal es el caso de la novela histórica desde Waverley de Walter Scott hasta las novelas de Terenci Moix por ejemplo. A medio camino entre historia y ficción se encuentra la última novela de Sergio Ramírez Mercado.

La trama se basa en el bien conocido escándalo que sacudió a la ciudad de León a lo largo de 1933. Oliverio Castañeda, de nacionalidad guatemalteca, estudiante de derecho en la Universidad de León, trae a la ciudad a su reciente esposa Marta, quien muere el 13 de febrero de 1933. Tras la tragedia de su esposa la familia de don Enrique Gurdián Castro lo invita a vivir con ellos. Ena Gurdián, la única hija del matrimonio muere el 3 de octubre, y el 9 del mismo muere don Enrique, todos en circunstancias similares. Mariano Fiallos Gil, recién graduado de abogado, es Juez del Distrito para lo Criminal y es el encargado de firmar el auto de prisión el 27 de noviembre. Sergio Ramírez toma los hechos principales de la historia y desarrolla su novela, cambiando algunos nombres y circunstancias (la familia se apellida Contreras y tienen tres hijos, dos mujeres y un varón), agregando muchos detalles a la acción e involucrando a una gran cantidad de personas y escritores, algunos coetáneos, otros contemporáneos nuestros que no pudieron participar de los hechos, todo esto presentado con una apariencia legal y un estilo realista, que lo separa de las tendencias novelísticas contemporáneas, acercándose más a un novelista decimonónico que a un narrador del siglo XX.

La construcción de un discurso narrativo basado en cartas, documentos legales, deposiciones jurídicas, testimonios, declaraciones y artículos periodísticos no es nada nuevo. La técnica podemos encontrarla ya en obras como Proceso de cartas de amores de Juan de Segura y El lazarillo de Tormes. La tradición inglesa por ejemplo, es rica en novelas epistolares como Clarissa Harlowe de Samuel Richardson o su más antiguo precedente A Poste With a Packet of Mad Letters de Nicholas Breton. El uso de artículos periodísticos para reconstruir un crimen, encuentra su precedente nada menos que en el padre del género, Edgard Allan Poe en The Mystery of Marie Roget. Más recientemente diferentes formas de intertextualidad se han popularizado, como puede verse en Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, El beso de la mujer araña de Manuel Puig, Rosaura a las diez de Marco Denevi, El libro de Manuel de Julio Cortázar o Abaddón el exterminador de Ernesto Sábato. La entrevista, el folletín y el documento han sido usados en abundancia en la construcción de novelas. The Executioner's Song de Norman Mailer por ejemplo, utiliza documentos y entrevistas con el acusado para reconstruir el famoso caso de Gary Gilmore.

Por su temática Castigo divino se engasta en la tradición de la novela policial y detectivesca, y no puede dejar de evocar las grandes novelas del género policial, desde Sir Arthur Conan Doyle y Emile Gaboriau, hasta Edward Wallace y Agatha Christie. La presencia de Atanasio Salmerón llena la actancia del detective o investigador, rodeado de sus ayudantes y prosélitos demasiado toscos para ver la verdad. El Capitán Anastacio Ortiz representa al oficial de policía, incómodo con las formalidades del proceso jurídico y dispuesto a hacer lo que sea necesario para cumplir el castigo que él considera meritorio. El Juez Fiallos por su parte es el jurisconsulto objetivo y recto que quiere hacer que la ley se cumpla y vela tanto por los derechos de las víctimas, como por los del acusado. Por la naturaleza truculenta de su temática, Castigo divino se emparenta con el folletín, y no deja de evocar por ejemplo las novelas de Manuel A. Bedoya, en particular La feria de los venenos.

Un factor interesante en la novela es el paralelismo que se establece entre el caso Castañeda y la película Castigo divino, interpretada por Charles Laughton y Maureen O'Sullivan. Al establecer este paralelismo el autor introduce otro elemento de gran interés para la crítica contemporánea. Por medio de la película, cuyo título alude a la novela que el lector tiene entre manos, se establece una relación entre la ficción del filme y la «realidad» del caso, que a su vez se materializa en una novela, esto es, una obra de ficción que se basa en un caso histórico. Esto viene a resultar en lo que Sábato llama una «ficción a la segunda potencia», una reiteración, que como en un juego de espejos, repite las pautas del modelo original. Un juego similar se da también entre el reportaje de Rosalío Usulutlán, publicado en El Cronista, el 25 de octubre de 1933 (capítulo 38), donde el periodista relata el escándalo con nombres cambiados, y la narración que compone la novela cuyos nombres han sido también cambiados debido a la «sensibilidad con que, más de medio siglo después, sus descendientes reaccionan frente al caso» (420). El punto de referencia del reportaje de Rosalío es el caso de la novela, el caso de los Contreras, que a su vez tiene como referente el caso original de los Gurdián. Otra dimensión de este fenómeno es la autoreferencialidad que se produce al final, cuando el poeta Alí Vanegas y el Juez Fiallos hablan sobre la novela «Que algún día van a querer hacer de todo esto» (455). Aquí tenemos a la novela que habla de sí misma, que replegándose en un desdoblamiento lingüístico, se presenta como posibilidad narrativa. Este juego de referencialidades es sumamente interesante y es a mi juicio, uno de los aciertos de la novela.

Es de singular importancia la función del narrador, que al final de la novela se nos revela ser el autor mismo, mencionado por su nombre de pila (415). A todo lo largo del discurso el narrador permanece al margen del material narrativo, manipulando sin embargo en forma deliberada, las fuentes y la información que presenta al lector. Esto lo hace por medio de repetidas interrupciones en que el narrador comenta sobre la información presentada o por venir, por medio de fórmulas tales como: Para cerrar este capítulo, adelantemos que... (46); El Dr. Atanasio Salmerón, de cuya tenacidad como investigador tendremos adelante suficientes noticias... (51); Luego se nos explicará, también... (218); He aquí parte de su despacho... (319); Lo copiamos enseguida de manera íntegra...(392), etc. Las numerosas referencias al expediente y otros documentos pertinentes al caso, también están precedidas de fórmulas al estilo de: Allí podemos leerla... (42); Según el registro de entrada de la cárcel... (219) El acta judicial describe el resultado de la primera autopsia en la siguiente forma... (318), etc. El uso de todas estas fórmulas le imprime un carácter de formalidad a la narración, que por un lado la emparenta con el tipo de documentos que informan la obra, creando así una similitud o al menos una simetría, entre el discurso narrativo y los textos primarios, tomando la forma, como dice Roberto González Echevarría, de los textos autoriales en los cuales se basa. Por el otro lado estas fórmulas narrativas motivan al lector a relacionar al narrador con la tradición novelística del realismo decimonónico, un narrador omnisciente que está en total control de la información y que va proporcionándola al lector en base a ciertos criterios preestablecidos.

Sin embargo la actitud del autor de la novela va más allá de la actitud tradicional del autor realista, ya que establece un juego deliberado entre la verosimilitud histórica del caso y la incorporación de hechos de imaginación. Uno de los puntos más evidentes es el involucrar en la ficción a personajes reales, la mayoría escritores contemporáneos, que pasan a formar parte en diferentes formas, del discurso narrativo. Carmen Naranjo por ejemplo, aparecer como la propietaria de la Pensión Barcelona, cerca de La Sabana, en San José de Costa Rica (118). Miguel Barnet aparece como amigo de Oliverio Castañeda, quien le encarga un libro sobre Nicaragua (140) y comparte una cena junto con la familia Contreras y Franco Cerutti, la víspera de la muerte de Matilde (176). Julio Valle Castillo, por ejemplo, fallece en enero de 1930 en la Estación del Ferrocarril de Managua (299), justo veintidós años antes de su nacimiento, y Fernando Silva dirige una carta al Juez Fiallos, el 30 de octubre de 1933 (Idem), cuando tenía seis años de edad. Algo similar le pasa a Juan Aburto, quien aparece envenenado por Castañeda (300) para desmentir él mismo la noticia en carta dirigida al director de La Prensa (Idem). Así también aparecen otros poetas y escritores como Lino de Luna (166), Azaharías H. Pallais (285) y Alfonso Cortés (21), cuyas presencias son plausibles. En todo esto veo yo un juego por parte del autor, una forma de subvertir la verosimilitud histórica e introducir un elemento lúdico en el texto, una especie de chiste privado similares a los que hace García Márquez en Cien años de soledad, dirigido a aquellos lectores familiarizados con el mundo literario nicaragüense y latinoamericano. Sólo así se explica por ejemplo que el Dr. Salmerón, en su refutación del artículo del Dr. Darbishire, cite a Bryce Echenique, Skármenta y Monsiváis como autoridades que demuestran «Que la estricnina se desintegra por la putrefacción del organismo humano» (385); o que el Bachiller Omar Cabezas Lacayo resulte ser el conserje del Cementerio de Guadalupe (316, 396).

Gracias a estos recursos la novela se hace más legible, en lo que es de otra manera una novela árida y demasiado larga. A pesar de ser Sergio Ramírez uno de los novelistas más hábiles de Nicaragua, como ha quedado demostrado con Tiempo de fulgor y ¿Te dio miedo la sangre?, es mi opinión que el autor ha demorado demasiado el desenlace, haciendo que el lector empiece a perder el interés, sometido a incontables minucias y circunstancias periféricas del caso, haciendo que se disipe la tensión narrativa con los largos despachos periodísticos, cartas, comentarios y deposiciones.

La actitud del narrador cambia hacia el final de la novela, cuando el compilador va entrando poco a poco en el plano diegético hasta convertirse en un personaje de la misma. Así lo vemos conversando con el Juez Fiallos (400) y con el Capitán Prío, cuya conversación graba en una cinta magnetofónica y transcribe parcialmente en la novela (414 y ss.). Hacia el final el texto va perdiendo también su exactitud documental y empieza a sufrir las vicisitudes de la memoria del autor/narrador (417), abriendo nuevas avenidas interpretativas con la inclusión de evidencias antes desconocidas.

La erupción del Cerro Negro en el último capítulo de la novela, introduce otra connotación al título del libro, donde el pueblo de León se ve castigado por la mano del Creador. Como dice el Juez Fiallos hablando de la posible novela que se podría escribir: «Que ponga el que la escriba que todo terminó con una erupción» (456). ¿Es este el verdadero sentido de la novela? ¿O es la muerte de Oliverio Castañeda a manos de la Guardia una forma de Castigo divino? ¿O es la familia Contreras la que ha sido castigada por su insolvencia moral? Queda al lector tomar esa determinación y establecer su propia lectura del texto. A pesar de sus fallas, Castigo divino es una novela interesante, un hito en la narrativa nicaragüense que propone arduos problemas de exegética y establece un campo fructífero a la crítica literaria.





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