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Un nuevo libro polémico de Papini

Juan Ramón Masoliver

Siempre llevaron en Italia y aun fuera de ella fama de quisquillosos y cizañeros los florentinos. Decir polemista vale tanto como florentino, y no había de ser una excepción Giovanni Papini, de ojos claros, pero larguirucho y de manos como sarmientos, que en Florencia nació hace exactamente cincuenta y cuatro eneros. Como buen autodidacta, pasó Papini de las lecturas de historia a las de sociología, de la astronomía al arte; y del autodidacta conservó el espíritu de rebelión contra las cosas -fama y teorías- arraigadas. La rebeldía, sin embargo, lejos de degenerar en rencor y de desvirtuarse en decepciones y nostalgias, llevó al buen toscazo al campo literario y, en éste, al de la crítica violenta. Discusiones sobre cosas de arte, de sociología y de política, polémicas filosóficas y literarias, elucubraciones teológicas: su pluma bien tajada no ha respetado un ídolo de los muchos que, en lo que va de siglo, se han erigido en todos los campos en Italia. Fundador de las revistas que más hondo surco han dejado en las generaciones literarias, jefe de redacción del primer diario nacionalista italiano, el antiguo maestro elemental no escatimó censuras, ora contra los pensadores neohegelianos tipo Croce, o contra los spencerianos, ora contra los políticos internacionalistas, o contra los cinceladores de palabras a lo Gabriele d'Annunzio.

La guerra y la conversión al catolicismo acallaron un tanto la fuga verbal del toscazo, mas no había de tardar a su natural modo de expresión, a su pasión favorita. Con el sermón acabado vuelve otra vez contra Croce y a renglón seguido arremete contra su continuador, Gentile; vuelve aún -por última vez- contra Benedetto Croce (Il Croce a la croce), arrecia en sus ataques contra escritores hueros y aficionados; y está aún por concluir la lista de las víctimas de su pluma, pues el auténtico Papini, el escritor de más empuje, el agudo florentino, hay que buscarlo en las sobras polémicas, y no han de faltar éstas mientras el autor conserve su brío juvenil.

En Papini no caben semitonos ni contornos vagos: siente uno siempre los ángulos duros de una sinceridad a toda prueba cuando aspira a ser dulce, suena a Miserere, y cuando más modesto quisiera parecer, dijérase que se escarnece sin que logre mostrar más que su orgullo; y esta falta de mansedumbre se advierte en todo. Suya es la frase leer a mano armada (armada de un lápiz, por supuesto) para defenderse del enemigo, del invasor: el libro, que trata de infiltrarnos nuevas ideas; leer para dar guerra, para buscar, analizar y aniquilar los argumentos de los adversarios, valiéndose de una cultura poco común, de su congénita claridad expositiva y de su estilo ceñido.

Puede uno estar en desacuerdo con él, ser su enemigo, pero nadie que se precie de discreto pretenderá ignorar o despreciar la labor de Papini. Es inútil abominar del actual Papini moralista, echando melancólicamente de menos -como los más van repitiendo, por boca de ganso- el buen Papini de los años precedentes a su conversión. Desde sus años mozos, Papini ha sido un escritor cristiano y nacionalista, uno de los que más han insistido en proclamar que el arte debe ser espiritual y moral. Meditando durante la guerra el Sermón de la Montaña, comprendió Giovanni Papini la divinidad de Cristo: por ello escribió la obra que le dio fama mundial y volvió al seno de la Iglesia. Pero su anterior alejamiento de las prácticas religiosas no le tenían al margen de la moral cristina, como cumplidamente ha demostrado Piero Bargellini, el director de Il Frontespizio, la revista católica florentina.

Piero Bargellini ha reunido -prologándolos magistralmente- nueve largos ensayos polémicos, publicados e inéditos, espigados en la larga producción literaria de Papini, desde 1908 hasta el pasado 1934, bajo el título significativo de «La Piedra Infernal». A pesar del cuarto de siglo que media entre los mismos, adviértese en todos ellos el mismo celo, iguales intenciones morales, argumentos idénticos. Desde el primer capítulo, Papini aparece como un profundo polemista cristiano, y no en balde «La Piedra Infernal» ha podido iniciar una colección de polemistas en las ediciones de la católica Morcelliana de Brescia, que lo ha sacado a la luz pública estos días.

Lo que más a pecho muestra haberse tomado el autor (por encima de personalismos contra tal o cual pensador o político o poeta), lo que constituye una preocupación constante a lo largo de este nuevo libro, es el tema de la profundidad de la literatura y del valor moral del escritor. El punto de partida de la crítica papiniana es la arremetida contra la supuesta amoralidad del arte. Que el arte -como pretende y ha vulgarizado Croce- nada tenga que ver con la moral o, dicho de otro modo, que las preocupaciones morales del autor dañen la libertad de la creación. ¿Y por qué -se pregunta nuestro autor- la inmoralidad no ha de ser tan nociva o más para la creación artística? ¿Por qué la idea del bien puede hacer mal, pero no la idea del mal? Lo cierto es que lo único que puede perjudicar a la obra de arte es la posición falsa de su autor, los sermones y propagandas insinceros. Pero cuando las ideas que sustente estén arraigadas en su ánimo, cuando sean carne de su carne y las sienta como elementos y pasiones, no del cerebro, sino de todo su ser, ¿qué daño puede hacer el arte? Porque la sinceridad es el elemento primordial de la creación artística y rebasaría el límite de lo absurdo intentar una distinción artística cualitativa entre las obras de esparcimiento de Francisco de Quevedo y sus mayores obras morales, entre el Góngora de la «Eucaristía» y el de la «Fábula a Polifemo». Y sólo un artista de pobres dotes sucumbirá bajo el peso de la intención moral que le mueva a escribir.

El divorcio entre arte y moral ha llevado hoy a dos extremos: los comprimidos de la llamada poesía pura, y los recios volúmenes de las novelas introspectivas; y como nexo de unión y mucho más difundido que los géneros anteriores, la novela policíaca. Para Papini, poesía pura y novela policíaca son distintos aspectos de la misma cosa; una y otra son, ante todo, herméticas; son solaz para aficionados a las charadas. Trátase de adivinar, en las novelas, quién es el asesino, y en los poemas, lo que habrá querido decir el autor; éstos ofrecen charadas a snobs, aquéllas, a la plebe; hay una diferencia cuantitativa, mas ambos son meros ejercicios cerebrales, nada dicen que se dirija al corazón. Y no es mayor la trascendencia de la novela psicológica, que no es más que la transcripción de los hechos insustanciales y de las pequeñas maldades y morbosidades del autor o de personajes imaginarios sin pizca de realidad. Sólo croniquilla, chismorrería: nada que hable de fe y esperanza, del que sufre, del que se enamora o se sacrifica por su tierra, de la humanidad, en una palabra.

Un artista, recuerda Papini, no puede limitarse a ser ojo que ve, oído que escucha, memoria que recuerda y pluma que ensarta palabras. Un grande artista es ante todo un hombre y debe plasmar su yo en la obra, como hicieron los grandes artistas de todos los tiempos. Por avergonzarse de manifestar públicamente sus convicciones, de mantener y propagar sus ideas, por eso aparece siempre inferior a los artistas del pasado.

Sucede que el ejercicio del arte lleva aparejado el engreimiento del artista, la confianza en sus propias fuerzas, pues de otro modo nadie daría por terminada una obra ni la confiaría al público; puede el artista conocer los fallos de su creación, pero es evidente que a pesar de su imperfección, la juzga superior a lo que en su género se ha hecho antes que él. Sucede que a esa vanidad -tan opuesta a la humildad cristiana- acompaña la creencia, aceptada inconscientemente aun por los más fervorosos, de que la perfección del instrumento valga por el fin, que para ser un poeta cristiano -pongo por caso- baste escribir un hermoso cantar a la Virgen o a la Pasión del Señor, sin acordarse de ello en su vida privada. Esta es la única causa de los sermones fríos, por no sentidos, que han dado pie a los estetas monistas para sostener la decantada amoralidad del arte, empezando así el círculo vicioso.

Mientras el mundo se halla sumido en grave crisis moral y económica, mientras «quien sabe ver más allá de cuarenta y ocho horas comprende que una gran porción del género humano corre peligro de morir de hambre y otra, tal vez mayor, el de morir en la guerra[...] ¿es concebible que un hombre de corazón pueda apasionarse escribiendo o leyendo los libracos de hoy?». Los cuentos hay que contarlos a los niños, que los grandes muy mucho tienen que pensar: los cuentos se pueden contar cuando el mundo es una balsa y nada falta, mas cuando todo se derrumba, ¿no habrá una pluma que señale la vía de salvación? ¿No habrá quien deje el lenguaje vacío y los escritos insustanciales para pronunciar palabras serenas y de esperanza? «Mientras el mundo huele ya a chamusquina, ¿vamos a entretenernos con los problemas intelectuales y sensuales de un señor X imaginario o de una señorita Y que quiera Dios que jamás existan».

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