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Un olvidado. El centenario de Marcos Zapata

Ricardo Gullón





El gran centenario de don Francisco de Quevedo ha oscurecido, en este 1945 que ahora acaba, el de otras figuras, menos memorables ciertamente, pero no por completo indignas de algún recuerdo. Tal, entre ellas, la del dramaturgo Marcos Zapata, epígono del romanticismo, cuya obra tiene no escaso interés documental para conocer y entender la actitud estética y vital de determinados escritores de la pasada centuria.

Nació Zapata cuando el hervor romántico descendía: Espronceda ha muerto poco antes, Gil y Carrasco, enfermo en Alemania, tras publicar El Señor de Bembibre, reducíase al silencio precursor de la muerte, también cercana, Bécquer es aún niño. Falta Larra; Zorrilla, García Tassara, Bermúdez de Castro, empezaron ha poco. Son el duque de Rivas y García Gutiérrez quienes con más fidelidad mantienen la actitud romántica, si bien el primero está ya lejos de los hervores que dos lustros antes le llevaron al estreno de su Don Álvaro o la fuerza del sino. Cuando el joven Marcos inicie su tarea otros serán en su mayoría- los nombres destacados.

Aragonés de origen, trasládase Zapata a la corte, buscando en ella palenque para sus hazañas; allí trabó amistad con los escritores más notorios de la segunda mitad del siglo; de los románticos hereda el estro turbulento y el desenfreno verbal; es un romántico retardado y un tanto chabacano, remedo de las grandes figuras del primer romanticismo español, pero remedo desvaído, barroco, insolidario de los delicados poetas del segundo romanticismo: Bécquer, Rosalía; pronto deja ver que es un ingenuo y poco sólido dramaturgo, si bien a su propósito ya se hablará de «carpintería teatral», aludiendo a sus innegables dotes para la hábil elaboración de engendros escénicos.

Mas estos que hoy calificamos de engendros (no sé si ligeramente), fueron, hace sesenta o setenta años, aplaudidos con entusiasmo por críticos y profesionales del teatro. Y es que a nuestros ojos hállanse irremediablemente muertos, vacíos, y no por lejanos, sino por frívolos; pues las distancias en el tiempo no cuentan cuando Shakespeare y Lope o Tirso no seducen con su eviterno encanto y, desde más lejos aún, el lenguaje de Edipo o de Antígona opera eficazmente sobre la sensibilidad contemporánea. Pero la frivolidad es pecado contra el espíritu y, como tal, de los que no admiten remisión.

Ahora bien (dirán los enterados), ¿no hay error en calificar de frívolas a obras como las de Zapata? Fúndase la duda en su carácter truculento y polémico, en su presencia tronitronante y furibunda. Pero, si reposadamente se considera la cuestión, advertirase enseguida que toda esa desenfrenada algarabía, toda la retórica que es propia a las obras de nuestro autor, resulta, en puridad, palabrería huera y gratuita que, para simular el contenido de que carece, se desborda en ruidosas cataratas de apóstrofes, ditirambos, gemidos y maldiciones. Es decir, la peor y más tórpida de las frivolidades.

 Retrato de Marcos Zapata

Marcos Zapata (Foto archivo).

La escena era entonces, como lo fue durante algún tiempo, campo propio para desahogos de toda laya, pero más señaladamente para los de tendencia política. Sin arredrarse por ripio más o menos, Zapata llevó al teatro, con absoluto desdén de la Historia y del sentido común, los episodios más conocidos de la epopeya hispánica: así, El solitario de Yuste, El castillo de Simancas (donde se tratan las desventuras de los comuneros de Castilla), La capilla Lanuza... Esta última, estrenada en plena juventud, fue probablemente su mayor éxito.

El drama está inspirado en la vida del famoso don Juan de Lanuza, justicia mayor de Aragón, y la noche del estreno los aplausos, llamadas a escena, ovaciones y aclamaciones se sucedieron durante la representación. Terminada ésta, desfilaron por el saloncillo, felicitando al autor, la plana mayor de las letras españolas y muchedumbre de amigos y admiradores. Abriéndose paso entre los circunstantes. Ricardo de la Vega (el sainetero, autor de La verbena de la Paloma), se aproximó y, como preludio del estrecho abrazo en que se unieron, le dijo:


-Eres un vate español
de los de primera nota;
tu ingenio que no se agota
brilla más claro que el sol.
No eres Zapata, eres bota
de charol.



Tal entusiasmo no garantiza la calidad de la obra, y no porque en ella se desfigure la Historia, que ese sería pecado venial en un poeta, sino porque tal deformación no es poética, sino polémica, tosca y profusa y ripiosamente poémica. Pero hay, a pesar de todo, en los dramas de Marcos Zapata, una notoria buena fe, un optimismo creador del que se deriva cierta capacidad para engendrar personajes atractivos y aún mejor, situaciones «de efecto», que, sin duda, causarían mucha impresión sobre los auditorios de entonces como seguramente podrían causarlo en los actuales, de paladar no menos basto y encallecido.

No se limitó Zapata al ámbito del drama, pues escribió también libretos de zarzuela, como El anillo de hierro y El reloj de Lucerna, que los de mi generación hemos visto representar alguna vez. Pero ni aún estas zonas ubérrimas de la lumpen-literatura bastaron para depararle situación económica próspera. La burocracia hubo de contarle entre los suyos y, gracias a la protección de Sagasta, el Estado-nodriza proveerá a las necesidades de su poco afortunada ancianidad.

Pues, Marcos Zapata que sobrevivió (tal es la palabra adecuada) hasta 1913, pudo apercibir lo efímero de sus éxitos: sentirse, en vida, «un olvidado». Triste destino el suyo, caminar a la muerte con la sensación de que cuanto hizo durante la vida -años que tan breves y vanos se le antojaron, cercano ya el fin- era labor perdida, y de que muy pronto su nombre no significaría nada, no evocaría nada y se habría desvanecido en la memoria de las gentes como el humo se funde entre las brumas grises, entre las nubes blancas.





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