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Una cuartilla sobre Américo Castro

Alonso Zamora Vicente



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Es muy difícil condensar en muy pocas líneas y con premura lo que, a través de tantos años de oficio y de trato personal, pienso hoy de Américo Castro -con las inevitables fluctuaciones y cambios de ruta que tan larga trayectoria encierra. Veo en su quehacer dos grandes etapas. Una primera, de investigador e historiador de la lengua y la literatura españolas, que dio frutos excelentes (El pensamiento de Cervantes, por ejemplo), y una segunda, donde la voluntad de entendimiento le hace ahondar, apasionadamente, en el meollo de lo español y desembocar en La realidad histórica de España. Pero estas dos etapas no son, como ocurre siempre en los grandes creadores, separables rigurosamente, no suponen una vuelta de espaldas, decidida, de la segunda frente a la primera, sino que es muy fácil entrever, en su aparente discordancia, la urdimbre tenaz que las sostiene y empalma. Ya en aquellos trabajos de erudito y filólogo, Américo Castro dejaba asomar los perfiles a su honda preocupación por lo español, irrefrenable urgencia de poner en claro qué haya sido esta peculiar manera de vivir los españoles, azacaneado vaivén de cimas excelsas y de caídas estrepitosas. El destierro, lo he dicho ya en otra ocasión, ha sido el azar vital que empujó a Américo Castro, este nuevo Américo Castro tan discutido, hacia una búsqueda inédita de la historia y del vivir españoles. Con los resultados de su meditación habrá que contar en lo sucesivo. La mano de Américo Castro ha proyectado nítida luz sobre oscuros escondrijos del alma española, que, ya para siempre,   —142→   nos tendrán alerta cada vez que nos acerquemos a nuestra propia realidad.

Sí, mucho nos ha enseñado Américo Castro en su largo magisterio: preocupación por la erudición sana, primero; por la interpretación de esa erudición, después. Y siempre, un afán palpitante por la enseñanza, sus medios, su alcance, su eficacia. Vocación de maestro, ante todo. Cada vez que, en el forcejeo del oficio, nos encaramos con un viejo texto, unas cuantas cabezas jóvenes delante, el ejemplo, la lección viva de Américo Castro está presente todavía, desde aquellos lejanos días de la entonces flamante Ciudad Universitaria madrileña. Allí aprendimos a desentrañar un texto, reescribiéndolo, remontando paso a paso y estremecidamente el proceso que conduce a flor de historia artística las experiencias, el acervo cultural, las emociones, los olvidos. Gloria y ruina de profesor, aunadas. Pero hoy, debemos agradecerle, ante todo, que nos haya enseñado a no cultivar nostalgias (incomparable valor en la tarea de un desterrado), sino a continuar, por encima de todo y contra todo, en espinosa tarea indagatoria, poblada cumplidamente de fe y de aliento. Sus numerosos libros últimos son la mejor prueba de ello.

A. ZAMORA VICENTE





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