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Una en otra

Novela de costumbres

Fernán Caballero



A la Excma. señora doña Josefa Marín de Pérez Seoane, condesa de Velle, etc.

En testimonio de gratitud por haber acogido con tanta benevolencia mi primer ensayo, favoreciéndolo con sus elogios, y revelándome en su alma todas las simpatías que deseaba encontrar en las rectas y puras

FERNÁN CABALLERO




ArribaAbajoPrólogo

Lectora amable, benigno lector: Sírvanse ustedes prestarme atención por unos instantes. Aunque traigo con ustedes tres pretensiones, de las dos primeras pronto salimos.

¿Van ustedes a leer las dos novelitas de FERNÁN CABALLERO, comprendidas en este volumen? Pues háganme el obsequio de omitir por ahora la lectura del prólogo; después hablaremos.

Pongamos aquí unas cuantas líneas de puntos en primer lugar para gastar papel, y en segundo para indicar el tiempo que se ha de invertir en leer una y otra novela.

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Enterados ya de ambas, ¿quieren ustedes concederme la segunda súplica? Es ésta: Ya que no leyeron antes el prólogo, no lo lean después.

La lectora amable se conviene sin dificultad, confesando paladinamente que jamás había leído prólogo de novela ninguna.

-Porque, mire usted: las novelas me gustan; pero como los prólogos no forman parte de la novela...

Si fueran como unos cuentecillos breves, que sirviesen de introducción a la novela principal, entonces no digo que no pasaría la vista por ellos.

Y también me enteraría de un prólogo donde se me diesen noticias del autor, de las cuales apareciese que era joven, soltero, buen mozo, y héroe de varias aventuras, parecidas a las que iba a leer.

Pero ¿qué falta me hace un prólogo en que se me diga que la obra es buena, de sana doctrina, y que va dirigida a tal o cual fin? Déjeseme verlo, y decirlo si me parece, y si no, lo contrario.

Beso a usted la mano, señor prologuista.

-Señorita, a los pies de usted.

El lector benigno se me acerca entretanto, con la frente arrugada, contraídos los labios por un espíritu de benignidad que da miedo.

-Hombre, ¿sabe usted lo que se me ocurre? Que maldita la necesidad que hay de novelas.

-Algo más necesario es el pan, y puede no obstante suplirse con tortas.

-¿Para qué se escribe esta clase de libros?

-Para que se lean, supongo yo.

-Y ¿qué fruto puede sacarse de tal lectura?

-Y ¿qué perjuicios causa?

-Desde luego se pierde tiempo, que se pudiera emplear mejor.

-Y peor también. Cuando toma usted un sorbete, cuando merienda, cuando pasea, cuando va a ver una parada, ¿no podría emplear, más ventajosamente aquel dinero y aquellas horas?

-Amigo, esta carne pícara necesita ciertos placeres que la bondad del Señor le permite: el cuerpo necesita descanso.

-También lo necesita el espíritu.

-Y luego el hombre es por su naturaleza curioso, aficionado a ver, a oír, a comparar; a saber, en una palabra.

-Para dar pasto a esa curiosidad, se escriben novelas; para satisfacerla, se leen.

-Para eso se escribirá y se leerá la historia, que refiere o debe referir la verdad; pero ¡las novelas!... ¿Qué son en resumen? Una colección de mentiras.

-Una representación de la verdad, una colección de cuadros históricos.

-A ver, a ver: eso necesita comento.

-¿Tiene usted por suceso histórico la destrucción de Numancia?

-Como nadie lo ha puesto en duda...

-¿Culparía usted a un pintor que lo figurase en un cuadro?

-¿Por qué le había de culpar? ¿No es una acción lícita?

-Sin embargo, el pintor habría de mentir irremisiblemente, porque nadie le puede proporcionar los retratos de los numantinos que murieron allí. El general, el sacerdote, la madre, la doncella, los niños, cuantas figuras introdujera en su lienzo, serían otras tantas figuras de capricho, otras tantas mentiras. Y por eso ¿dejaría de ser verdad, como dice el buen P. Isla, que


Numancia, horror de Roma fementida,
más quiso ser quemada que vencida.



El novelista hace lo que el pintor.

-Pero ese pintor se fundaba en un hecho cierto, y el novelista finge el hecho, y además las figuras. ¿O querrá usted decirme que la acción de Una en otra es verdad?

-Cabalito: eso es. Las novelas de FERNÁN CABALLERO, y ésta particularmente, sólo son novelas (es decir relaciones fingidas) porque los acontecimientos descritos en ellas no se han verificado, todos en el mismo orden, ni con intervención de las mismas personas, ni en los propios lugares donde se dice; pero todos han sucedido: de las personas introducidas en Una en otra, unas viven, otras vivieron, muchas vivirán siempre. Usted mismo, señor lector, ¿no ha oído en alguna diligencia, una conversación como la que da principio a la obra? ¿No se ha encontrado usted en alguna partida de campo, exactamente igual, o parecida por lo menos, a la que se describe en la carta quinta?

-Sí, señor, eso sí: más diré. Conozco a dos sujetos, que son pintiparados la segunda edición de D. Judas Tadeo Barbo y D. Pedro de Torres.

-Pues yo pudiera enseñarle a usted desde ese balcón la casa donde vive una preciosa joven, que hubiera podido servir de modelo para dibujar la figura de Casta, si los lances de sus amores, terminados con un feliz casamiento, no hubiesen ocurrido después de escrita la novela de FERNÁN CABALLERO.

-Lo creo muy bien, porque las aventuras amorosas de Casta y Barea nada tienen de extraño: habrán sucedido, y se repetirán millares de veces. Pero ese Diego Mena, que conoce al matador de su padre, no habiéndole visto sino una vez, y veinte años antes, y cuando el tal Mena era todavía un niño...

-Pues eso es histórico, mi querido lector.

-¿Y aquel Marcos Ruiz, que mata a su pobre mujer por unos celos tan infundados...?

-Histórico también.

-Entonces no extrañaré que sean igualmente personajes históricos el tío Antonio y la tía Juana, porque en efecto están presentados en el libro con todas las apariencias de la verdad.

-Como que no hay cosa más parecida a lo verdadero que la verdad propia. ¿Querrá usted creer que también es histórico el hecho que forma el rápido y oportuno desenlace de la novela?

-¿Lo de la mina? Demasiado sabido es. Tiempo ha que oí hablar en Madrid (y aún no sé si los periódicos publicaron el nombre) de un buen eclesiástico, a quien había enriquecido, lo mismo que a otros compañeros suyos, la fecundidad pasmosa de una mina, de la cual en un principio nadie hacía caso. Con todo, me parece que no convendría mucho divulgar semejantes acontecimientos, por no fomentar esa afición funesta a las minas que tantos caudales ha consumido.

-No hay peligro en ello, porque nuestro autor únicamente dice que en negocios de minas alguna vez se acierta. Esto, que es innegable, no autoriza las quiméricas esperanzas de millares de millares de personas, que creen firmemente en abriendo un pozo, que van a salir de allí ríos de metal preciosísimo. Quedamos pues en que las novelas que representan fielmente cuadros de la vida real, merecen los honores de la lectura, porque son como historias en mosaico, hechas de fragmentos de historia.

-Algo más que eso necesitan para que su lectura no ofrezca peligro.

-Ciertamente, que una colección de hechos muy verdaderos, pero muy repugnantes y escandalosos, constituirían un libro altamente perjudicial. Pero no están formados con materiales de esta especie los escritos de FERNÁN CABALLERO.

-Es verdad. Allí no se transige con el vicio de ninguna manera: las acciones buenas van revestidas de todo el brillo que debe circundar el trono de la virtud; el vicio y el crimen aparecen estigmatizados con los colores que más deformes pueden hacerlos. Pero hay otras cosas a que atender en una novela. ¿A qué viene por ejemplo, el mezclar los sucesos de actualidad correspondientes a Casta y Barea, D. Judas y D. Pedro de Torres, con, la historia anterior de Paz y de Luz, de sus amantes y de sus hijos?

-¿Son interesantes esos sucesos?

-Mucho: de lo más interesante del libro.

-Pues entonces, ¿qué daño le hacen? Interrumpida, parada de propósito a veces la acción de la novela con respecto a Javier y Casta, ¿no es natural, no es absolutamente preciso llenar con episodios entretenidos el vacío que resulta en la acción principal? En nuestro Quijote, en las novelas extranjeras mejores, en epopeyas como la Eneida y la Jerusalén, ¿no abultan, no valen los episodios tanto como la acción en que estriba la fábula? Si esta razón no satisface, considere usted la obra como si constara de dos novelas distintas; por eso el autor le ha dado el título de Una en otra. Una y otra son dos.

-La novela es una obra de arte, y por lo mismo debe cumplir con todas las condiciones de tal. FERNÁN CABALLERO prescinde a veces de estas condiciones; hace un libro o cuaderno según se le antoja, y sólo atiende a conseguir que le lean con gusto.

-Ése es el arte amigo mío; todo lo demás es conversación.

-Pero, hombre, no sea usted tan obstinadamente apasionado del autor de Una en otra, que no deje sin contestación un reparo siquiera. En esta novela, que me gusta, que es buena, y cuya lectura permitiré y aconsejaré a mi mujer, y a mis hijos, hay algunos cabos sueltos, hay ciertas superfluidades que se hubieran podido atar y omitir. Aquel general carlista y su hijo, que aparecen en la diligencia con los personajes más granados de la novela, ¿para qué sirven?, ¿qué papel desempeñan?, ¿qué falta hacen para la acción principal, ni para los episodios? Ni aun llegan a ser personajes de episodios si quiera.

-Usted se ha equivocado en la apreciación que ha hecho de esas dos figuras. Usted ha creído que eran actores de la novela, y no son sino viajeros de una diligencia, donde siempre que uno camina se reúne con algunas personas que jamás vuelve a ver. Describiendo Cervantes la familia de su Ingenioso Hidalgo en el primer capítulo de su obra inmortal, estampó estas palabras: «Tenía un ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.» ¿Quiere usted decirme en qué aventura de don Quijote vuelve a remanecer aquel pobre mozo?

-No ha faltado quien acuse a Cervantes de ese defecto.

-Tampoco ha faltado quien demuestre que no lo es. Cervantes describía la casa de don Quijote: naturalmente debió expresar las personas de que constaba. FERNÁN CABALLERO, describe una diligencia; debió dar una idea de las personas que en ella se suelen juntar. ¿Es tan raro en España que en la berlina de una diligencia se reúnan un diputado y los militares?

-No señor, no es raro; convengo con usted y retiro mi objeción, relativa a esos dos individuos; pero usted en cambio va a convenir conmigo en otras dos objeciones que no tienen respuesta. Yo estoy interesado en una empresa de diligencias, y soy gallego: figúrese usted ¡qué gracia me habrá hecho ver en la segunda página de Una en otra llamar a la diligencia de Sevilla castillo feísimo, y más adelante, en la segunda carta de Javier a Paul Valéry, calificar sin ton y sin son a un pobre sirviente de gallego ridículo! ¡Caramba!, ¿tan bonitos son los carros y galeras y demás trasportes, perezosos o acelerados? ¿Tan elegantes eran los coches de colleras antiguos, que tardaban quince días para caminar cien leguas, costando seis mil reales el viaje dichoso? Y, ¿por qué ha de ser ridículo un criado gallego? El gallego, amo o criado, no vale menos que el andaluz.

-¿Tiene más que decir usted, lector benignísimo?

-No señor, porque a la otra novelita de Con mal o con bien, a los tuyos te ten no le hallo pero. Es un cuento que encanta.

-Y Una en otra ¿carece de ese mérito?

-No diré tal; pero el encanto se interrumpe más de una vez. No puedo atravesar el epíteto de feísimo, que me parece hasta calumnioso para mi coche, y me ofende en el alma la ridiculez atribuida a mi pobre paisano. Porque no es éste el único libro de FERNÁN CABALLERO en que se nos ridiculiza.

-Pero, señor lector, ¿pierde una diligencia porque a un novelista le choque su aspecto? Sea ella diligente en primer lugar, para cumplir con su título; sea sólida y vaya bien servida, para que no vuelque por esos caminos: y désele a usted un ardite de lo demás: bonita o fea, no lo faltarán parroquianos. En cuanto al criado o criados gallegos que introduce FERNÁN en sus obras, vea usted cuántos son, y dígame en conciencia si no habrá producido Galicia (como cualquier otro país) un número bastante mayor de individuos extravagantes. Pues unos de esos pocos son los que pinta FERNÁN CABALLERO, respetando profundamente a todos los demás naturales de la provincia. Don Judas Tadeo Barbo, que no es de Galicia, se presenta harto más ridículo que ningún gallego de cuantos ha pintado FERNÁN. Si no tiene usted más reparos que hacerle...

-Sí, señor, sí tendría; pero como todos vendrían a ser de la misma especie...

-Ha hecho usted entonces el más completo elogio de la novela.

-¿Quiere usted ahora decirme cuál era la tercera pretensión que tenía con los lectores de Una en otra?

-Que uno de ustedes me declarase su opinión acerca de este libro, para prolongar con ella mi prólogo: la mía está reducida a estas pocas palabras. Una en otra y A los tuyos te ten, por el argumento son interesantes, por el fin útiles, por todo muy dignas de leerse. Para que las novelas reuniesen la enseñanza con el recreo, deberían ser como éstas; y de ahí arriba, como los autores, quisieran.

JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.




ArribaAbajoAdvertencia

La presente novelita, cuyo título es debido a estar en ella entretejidos dos distintos argumentos, ha sido traducida al francés, separando a éstas y presentando a cada una de por sí, lo que, a nuestro entender, les ha quitado el fin y objeto que al entretejerlas nos propusimos.

Cada libro, por insignificante que sea, tiene su historia; y por más que hayamos evitado en lo que hemos escrito cuanto nos fuese personal, lo referido nos obliga a manifestar el móvil que nos indujo a presentarla así, que no fue ni un capricho, ni el deseo (muy general y muy permitido) de dar alguna novedad al libro.

Reconvenidos por algunos amigos poco afectos a las cosas populares, porque empleábamos nuestra pluma en pintarlas con preferencia a las que ofrece la sociedad culta, les hicimos observar que ésta era bastante parecida por todas partes, y que en la época presente, sobre todo, habían los intereses materiales y las pasiones políticas sofocado la parte poética y de sentimiento que eran las que constituían los argumentos para novelas; que, por el contrario, en el pueblo se hallaba aun originalidad, pasiones de corazón, buenas y malas, y drama, dimanado de éstas; y para probar este aserto, pusimos al lado una de otra dos argumentos reales (si no en la hilación, en los hechos), procurando que la insipidez del uno fuese compensada por la energía del otro, que el ánimo, descansase de la aglomeración de escenas violentas, de éste en las escenas ligeras y vulgares de aquél, y haciendo ver a nuestros amigos el contraste de ambas sociedades, la culta y la popular.

Además nos propusimos otra cosa, que es harto difícil en España, y fue bosquejar la clase media, clase casi ilusoria en un país como el nuestro, en el que nadie quiere ser menos, y en el que la clase media, en lugar de constituir un núcleo digno y de darse una respetable personalidad, como sucede en otros países, se afana por colocarse deslucidamente en los últimos escalones de la jerarquía de la clase más elevada.

EL AUTOR.






ArribaAbajoUna en otra

Voyez la société pour la peintre: c'est une galerie où vous trouverez de quoi couvrir votre album.

Observad la sociedad para pintarla: es una galería en la que hallaréis con que llenar vuestro prontuario.


EMILE SOUVESTRE.                


A une époque où toutes les empreintes s'effacent sous le double marteau de la civilisation et de l'incrédulité, il est touchant et beau de voir une nation se conserver un caractère stable et des opinions immutables.

En una época en que toda huella de lo pasado desaparece bajo los golpes del doble martillo de la civilización y de la incredulidad, conmueve y admira el ver a una nación conservar un carácter estable y opiniones inmutables.


VICOMTE D'ARLINCOURT.                


La Religión y la guerra se mezclaron en los españoles más que en ninguna otra nación. Ellos fueron los que con incesantes combates echaron a los moros de su seno, y se les podría considerar como la vanguardia de la cristiandad europea. Conquistaron sus iglesias a los árabes; un acto de su culto era un trofeo para sus armas. Su fe triunfante se unía al sentimiento de honor, y daba a su carácter una impotente dignidad. Esta gravedad mezclada de imaginación, y aun sus chistes y humoradas, que no quitaban nada a lo profundo de sus afecciones, se notan en la literatura española, toda compuesta de ficciones y poesías, cuyos objetos son la religión, el amor y los hechos guerreros. Diríase que en aquel tiempo en que fue descubierto el Nuevo Mundo, los tesoros de otro hemisferio enriquecían las imaginaciones, así como el Estado; y que en el imperio de la poesía, así como en el de Carlos V, el sol no cesaba jamás de alumbrar el horizonte.


MAD. DE STAFF.                



¡Lo que va de ayer a hoy!


CALDERÓN.                


A fines de febrero del año 1844, salía de Madrid con dirección a Sevilla, una enorme diligencia, rodando pesadamente al empuje de diez y ocho caballos de la bella raza andaluza, adecuada para llevar a la ligera y gallardamente su jinete, pero poco a propósito para arrastrar el feísimo castillo ambulante llamado diligencia, que es una de las preciosas creaciones modernas, una especie de falansterio móvil, ante el cual se extasía el vulgo.

La berlina estaba ocupada por un diputado y dos oficiales de graduación. En el testero del interior, se hallaba una señora anciana con su hija; y junto a ésta, estaba sentado un señor de edad, chico y gordo, de ojos pequeños y vivarachos, nariz de loro, cara rubicunda y satisfecha.

En la delantera iban un caballero pobremente vestido de negro, de aire grave y sencillo, que se conocía era sacerdote, y dos jóvenes, de los cuales el uno parecía ser extranjero. Para dar a conocer estos personajes, bastará dejarlos hablar.

En España el carácter social es natural y lleno de cordialidad. No se conoce esa reserva altiva que engendra la vanidad. Esto hace se viva, como quien dice, transparentemente. En todas partes cada cual habla a su vecino sin conocerle, y sin comprender que esto pueda ser contra la dignidad de nadie; no hacerlo, en lugar de inspirar consideración, tendría por resultado hacer del que adoptase ese sistema, un paria impertinente y ridículo.

En el momento de partir, la señora anciana se persignó: el individuo sentado frente de ella abrochó su levita negra, y dijo a media voz algunas palabras latinas, uno de los jóvenes encendió un cigarro, el otro se quitó el sombrero y se puso un gorro griego, y el señor viejo y gordo dijo a la joven:

-Apóyese Vd. sobre mí, señorita, no tema usted incomodarme: al contrario; soy viejo, pero los ojos siempre son niños. En mi juventud -prosiguió-, cuando se venía a Madrid, era en un coche de colleras; se echaban quince días: ahora se echan cuatro; pero se llega tan molido, que se necesitan ocho para descansar; de suerte que allá se va. Eso sin contar que, si se tuviese una vecina como Vd., se desearía que el viaje no tuviese fin. ¿No es así, señores? ¿Y adonde va Vd., señora?

-Nosotras vamos primero a Sevilla y luego a Cádiz, respondió la señora anciana. Los médicos han mandado a mi hija los baños de mar. Tengo en Cádiz una hermana, casada con el tesorero de la Aduana: por eso he elegido ese puerto de mar, aunque más distante de Madrid que otros.

-¿Y qué es lo que tiene su hija de Vd.?

-Ha crecido mucho, y en poco tiempo; lo cual le ha ocasionado una gran debilidad nerviosa, que, al decir de los médicos, podría terminar por una consunción.

-¡Qué disparate! -dijo el señor viejo-, ésas son tonteras de los médicos, que no saben ni dónde tienen las narices; ¡cásela Vd.! que eso es el sánalo todo de las muchachas, y la señorita... Vd. perdone, pero, ¿cómo es su gracia de Vd.?

-Casta, -respondió secamente la joven.

-¡Servidora de Vd.!, -añadió la madre.

-Pues, como iba diciendo, -prosiguió el viejo-, a Castita no le faltarán pretendientes; eso es seguro. Y Vd. señora, ¿cómo se llama?

-Mónica Mendieta para servir a Vd.

-A Dios por muchos años. ¿Es Vd. viuda?

-¡Ay! ¡Sí señor!, mi marido era contador de rentas en Canarias, en donde murió poco ha.

La señora sacó un pañuelo para enjugarse los ojos llenos de lágrimas.

-¡Dios tenga su alma!, señora: el muerto al hoyo, y el vivo al bollo.

-¡Ay señor!, eso es fácil de decir, pero...

-¿Qué, qué?, ¿va Vd. a llorar ahora por los difuntos?, ¡pues tendría que ver! Vaya, no piense Vd. más en eso. Yo no me acuerdo de mi mujer (que también soy viudo), sino para mandarle decir misas. ¿No es verdad, padre cura, -prosiguió dirigiéndose al caballero vestido de negro-, (porque supongo sois sacerdote), ¿no es verdad que eso es lo mejor que hay que hacer?

-Ciertamente, -respondió éste-; sobre todo si las misas se mandan decir con viva fe y tierno recuerdo.

-¡Hombre!, -dijo el señor gordo-, ¡me parece usted cura romántico! ¿Va Vd. a Sevilla?

-No señor, me quedo en Jaén, desde donde pasaré a **** en la provincia de Granada.

-¿Ha estado Vd. mucho tiempo en Madrid?

-Tres meses.

-Y ¿por qué vino Vd. a Madrid?

-Porque fui desterrado de mi curato, y me formaron causa como carlino, por haber dicho en uno de mis sermones que cualquiera que leyese libros prohibidos, estaba excomulgado y fuera del gremio de la Iglesia.

-¡En lo que hizo Vd. muy bien!, -observó doña Mónica.

-¡Muy mal!, -se apresuró en decir el señor gordo-; ¿a qué santo comprometerse e ir a chocar con las gentes que escriben, hato de chisgarabís, sin un real en la faltriquera, y que a fuerza de insolencia mangonean tanto hoy día? Ande Vd. y créame; diga su misa, y coma su olla en paz, y deje Vd. rodar al mundo.

-Pero señor, mi deber, mi conciencia...

-¡Qué conciencia, ni que calabazas!, ahora se parece Vd. con su conciencia a los otros con su filantropía. ¡Míreme Vd. a mí!, no me meto en nada. No tengo opiniones, ni principios; de ello me vanaglorío. Las opiniones y los principios, ¡malditos sean!, son los que han perdido a España. Así, véame Vd. libre, alegre, gordo y tranquilo. Caballerito, ¿me da Vd. el cigarro para encender el mío?, siempre que el humo no incomode a la señorita Casta. ¿Eh?

-Me es indiferente que Vd. fume o deje de fumar, -contestó la joven sin mirar al viejo galán.

-¡Buenos cigarros por cierto! ¿Cuánto han costado?

-Me los regaló un pariente mío, -contestó el joven.

-Baratos son; ¿va Vd. a Cádiz?

-No señor, me quedo en Sevilla.

-¿Sevilla?, quien no vio a Sevilla no vio maravilla, dice el refrán. ¿Va Vd. a ella por gusto?

-No señor, voy de fiscal a uno de los juzgados.

-Muy joven es Vd. para ser fiscal; esto no es decir que no sea Vd. muy capaz de llenar bien sus deberes. ¿Tiene Vd. conocimientos en Sevilla?

-Soy de allí y conozco muchas gentes.

-Lo pregunto porque iba a decirle que si acaso necesita de aconsejarse con alguien, (como debe por fuerza suceder), que lo haga Vd. con mi abogado, un famoso Licurgo que sabe más que Merlín; hombre de bien, aunque abogado; rico, y viejo como Matusalén: D. Justo Barea.

-No dejaré de hacerlo, pues es mi tío abuelo.

-¿Qué? ¿Es Vd. aquel tunantillo de Javierillo, que tantas veces hice bailar sobre mis rodillas? ¡Caspitina, y cómo se va el tiempo! No; nosotros somos los que nos vamos; que es lo peor. ¿No enviaron a Vd. a la universidad de Santiago?

-Sí señor; y al salir de allí pedí a mi tío y tutor licencia para hacer viaje a Francia.

-¿Y se la dio a Vd.?

-Por supuesto.

-¡Buena tontería hizo mi amigo! Si no me engaño, tiene Vd. una hermana casada con un diputado, que está ahora en Madrid.

-Sí señor.

-¡Ah!, por eso ha logrado Vd. la fiscalía; ¡si es sabido!, me alegro. Su tío de Vd. ya no ejerce; y lo siento, porque aunque hacía valer sus puntadas, por cierto que era el mejor abogado de Sevilla.

Por largo tiempo siguió así la conversación. Varias veces el señor gordo se dirigió al joven sentado enfrente de él; pero éste miraba al campo por la portezuela, y parecía cuidarse poco de lo que se decía. Sólo algunas palabras en francés había dirigido a Javier Barea, con el que parecía estar en relaciones de amistad.

Al fin, no pudiendo sacarle una palabra el señor gordo, se encaró directamente con él y le dijo:

-Señor, yo me llamo Judas Tadeo Barbo; soy un rico hacendado y labrador de Jerez, para servir a Vd. ¿Y Vd. quién es?

El francés no respondió.

-¿Acaso no me ha oído? -dijo D. Judas a Javier Barea.

Éste tradujo la pregunta a su amigo.

-¿Es el señor de la policía? -respondió éste con aire altivo.

Barea tradujo la respuesta a D. Judas.

-¡Yo de la policía! -exclamó éste-. ¡De la policía! No, señor, -prosiguió dirigiéndose al francés y hablando recio, puesto que los españoles vulgares no pueden concebir que su idioma no se comprenda; y así instintivamente creen que no se les oye, y no que no se les entiende-. ¡Yo de la policía!, ¡cuando todos los ladrones del término saben que tienen un refugio seguro en mi cortijo! Dígale Vd. por Dios, fiscal, mi querido Javier, que no soy de la policía. ¿Qué dirían en Jerez, en el puerto, en Cádiz, donde todo el mundo me conoce, de semejante suposición? Que pregunte en la feria de Mairena, donde un potro con mi marca se paga en 10.000 reales. Que pregunte en la plaza de toros de Madrid, Sevilla y Cádiz, donde mis toros se pagan a 5.000 rs., ¿quién es D. Judas Tadeo Barbo? ¡De la policía! ¿Tengo yo facha de ser de la policía, ni de tomar paga de nadie, ni del Gobierno? Diga Vd., ¿acaso en Francia tienen los empleados de la policía cincuenta talegas en sus arcas; veinte mil fanegas de trigo en sus graneros; mil botas de vino de Jerez en sus bodegas; diez mil cabezas de ganado etc.?

Así prosiguió D. Judas la enumeración de su inmenso caudal, la que no produjo efecto alguno en los españoles; pero el extranjero mudó grandemente de maneras.

-Perdone Vd., señor, -le dijo-, era una chanza, y sentiría la creyese Vd. un epigrama. Yo no sabía con quién tenía la honra de hablar.

-Si es una chanza, ¡anda con Dios! -repuso don Judas apaciguado-; a nadie le gustan las chanzas mas que a mí. Pero dígame Vd. Castita, ¿por qué se está Vd. riendo sin cesar, hace un cuarto de hora?

-¿No se puede una reír en la diligencia, señor don Judas Tadeo Barbo? -respondió Casta sin cesar de reír.

-¿Pero por qué se ríe tanto la señorita? -preguntó el francés a Barea, que hacía los mayores esfuerzos para contener la risa que se le iba pegando.

-Yo se lo diré a Vd. -interrumpió D. Judas que comprendió la pregunta- : sabrá Vd. que hay un pescado que tiene una cabeza muy grande y una barriga muy gorda, y se llama, por desgracia mía, barbo, como yo. La señorita encuentra, pues, muy risible y muy gracioso que llevemos el mismo nombre. Pero, Castita, ¿no es Barbo un nombre como otro cualquiera? ¿Otra? ¡Dale! ¡Vamos andando! ¡Ría, ría Vd.!, que yo me alegro de tener un nombre que para Vd. equivale a un sainete. Vean Vds., -prosiguió levantando los hombros-, ¡las mujeres, las mujeres!, ríen y lloran con la misma facilidad. Así es, que cuando mi mujer (q. e. p. d.) me armaba una rifi-rafa sobre celos, y lloraba como un becerro, le hacía el mismo caso que a las golondrinas, y tocaba de suela. ¡Fiscal! ¡Fiscal!, ¡no se case Vd.!, acuérdese Vd. que el Señor todo lo quiso sufrir, menos el ser casado ni el ser viejo. ¡Dichoso Vd., padre cura, que se ve libre de las asechanzas de las hijas de Eva! Dicen que es un hermoso país el de Granada, rico y fértil.

-Rico, sobre todo en minas, -contestó el cura.

-¿Minas!..., -exclamó D. Judas-, ésas son engaña tontos.

-Perdone Vd., -observó el cura-, lo que Vd. dice es una vulgaridad, que se repite cual axioma, como muchas otras. Vd. no puede ignorar el resultado de la mayor parte de las minas de nuestra provincia. En mi pueblo nos hemos unido cuatro socios, y con nuestros pobres recursos hemos llegado a un resultado inesperado. Tenemos ya el más hermoso mineral; pero nuestros recursos se han agotado, y busco algunos accionistas, pues tengo evidencia de que con unos cuantos miles reales, es segura una enorme ganancia. Nuestra mina está bajo el amparo de Nuestra Señora de la Esperanza, y lleva su nombre.

-¿Esperanza?, -dijo D. Judas-, yo he perdido cinco mil reales en una que se llamaba la Positiva, y juré que no me cogerían en otra.

En esto llegaron al parador, y se sentaron a comer. El testero de la mesa lo ocupaban el diputado y los dos oficiales de graduación; D. Judas se sentó entre la madre y la hija; frente de ellos se pusieron los dos jóvenes, y el cura; a los pies estaban varias personas que venían en la rotonda. Entre éstos se veía un impasible inglés, todo vestido de géneros a cuadros a la escocesa, y un joven delgado, pequeño y pálido, que llevaba una larga barba y bigotes; su pelo largo y liso caía sobre sus orejas y sobre el cuello de su paletot. Este joven afectaba una gravedad imperturbable, que contrastaba con su juventud, y un aire decidido y altivo, que hacía que se extrañase verle en compañía de algunos hombres visiblemente ordinarios y soeces. -¡Ah!, -exclamó al ver a D. Judas, con gravedad y calma-. ¡Oh!, D. Judas (¡Tadeo, y no Iscariote!), querido paisano mío; yo no sabía que vinieseis en ese interior egoísta, que por espacio de horas me ha privado de tan buena vista.

-¿Vuelve Vd. a Jerez?, -respondió D. Judas-; ¡pues peor para Jerez!

-Siempre el mismo D. Judas Tadeo, y no Iscariote; ¡siempre amable y fino como un erizo! ¡Vamos!, ¡vamos!, ¡que todos somos hijos de Dios!

-Y de nuestras obras, D. Pedro de Torres.

-Eso constituye la nobleza, D. Judas Tadeo, y no Iscariote; por eso yo soy hijo de la conquista de Jerez, y Vd...

D. Judas se apresuró a interrumpirle.

-Lo sé, lo sé, -dijo-. Sé que sois de las primeras familias de Jerez; pero yo creía, según vuestras máximas, que no debíais ponerle precio.

-Cierto es, que no le pongo precio ninguno, y que sólo me acuerdo de quién soy, cuando veo a un D. Nadie echarla de orgulloso y de caballero. En 1255 Fortun de Torres, uno de mis abuelos, defendió las murallas de Jerez contra los reyes moros de Granada, Tarifa y Algeciras. Vencido por el gran número, jamás quiso soltar la bandera que llevaba; los moros le cortaron las manos; pero él se abrazó con sus brazos sangrientos a la bandera, la apretó con las rodillas y los dientes, y sólo después de muerto pudieron arrancársela1. En punto a nobleza esto es oro puro; lo demás es cobre sobre dorado. ¡Señor Barbo!

-¡Y es Vd..., Vd. el exaltado, el republicano rabioso, dijo picado D. Judas, el que viene en un parador, en público, a hacer ostentación de su árbol genealógico! ¡Curioso es esto por cierto!... No se puede, amigo mío, repicar y andar en la procesión; es preciso herrar, o quitar el banco. ¿O es acaso que os han dado en Madrid alguna cruz, o alguna dignidad en palacio para convertiros?

Pedro de Torres, sin salirse de su flema, no respondió sino por un gesto de alto desprecio y asco a esa pregunta.

-Sepa Vd., -dijo-, que, cada día más idólatra de la libertad y de la igualdad, vengo a fundar en Jerez un falansterio, según los ha instituido el inmortal Fourier.

-¿Un qué...?, -preguntó D. Judas

-Un falansterio..., -respondió Torres.

-¿Es acaso, -prosiguió D. Judas-, alguna nueva junta republicana, como la que ya otra vez habéis fundado con esa patulea de quien erais el jefe?

-No; ésta es una democracia pacífica, -respondió Torres con calma.

-¿Vd. fundar algo de pacífico? Si lo viera no lo creyera.

-Sí, sí, D. Judas Tadeo y no Iscariote; estoy ahora por la armonía.

-Siempre lo habéis estado; más cuando os veía en la ópera, creía que más os llevaban a ella las cantarinas que no la música.

-No digo que no; pero ahora no se trata de ésos sino del falansterio. En él todo es común y todo igualmente distribuido: casa, trabajo, mujeres, niños, dinero...

-¡Dinero!... -gritó D. Judas-; vaya al demonio vuestro falansterno.

-Ya veréis, -prosiguió Torres, sin dejarse interrumpir-, este admirable resultado de la filantropía os entusiasmará, y prestareisle mano.

-No prestaré nada, -respondió D. Judas-; nada pondré en él; ni los pies. Pero doña Mónica, ¿Vd. no come? Vamos, vamos, coma Vd.; es preciso comer, aun para llorar a su marido. Estas berzas se quieren ir a la huerta. ¡Eh!, muchacho, ¿está el carbón muy caro aquí? Castita, beba Vd. una copita, por Dios: no bebe Vd. sino agua. No hay nada peor para el estómago. El agua acaba con los caminos reales; ¡mire Vd. qué no hará con los estómagos!

-¿A Vd. no le gusta el agua?, -dijo Mónica.

-Sí que le gusta, -respondió Pedro de Torres-; sería el primer labrador que no la quisiera. Un caminante halló junto de un río a un labrador ahogado: -éste es, -dijo-, el primer labrador que veo harto de agua.

-Es cierto, -dijo D. Judas-, que aquí cada rayo de sol es una sanguijuela, que chupa tanto la tierra, que se necesita mucha lluvia en invierno para estancarle la sed; no sé lo que sucederá en las demás penínsulas, pero en la nuestra un invierno seco nos pierde.

Pedro de Torres, a pesar de su gravedad, soltó la carcajada.

Era evidente que D. Judas, oyendo siempre nombrar a España por península, había tomado península por una palabra genérica, equivaliendo a país; y así le dijo Torres:

-Señor Barbo, en la península Francia llueve demasiado; en la península Alemania nieva demasiado; en la península Inglaterra, hay muchas nieblas y poco sol; así pues, cada península tiene su inconveniente.

-¿Conoces, -dijo en voz baja el joven francés a Javier Barea-, a esos dos militares?

-Sí, -respondió éste del mismo modo-; los conozco de vista. El de más edad es el general Peñafiel, que acaba de volver a España. Viene de París donde se hallaba desde el convenio de Vergara, en el que quiso tomar parte; el otro es su hijo, el coronel don Fernando Peñafiel, que no se ha separado de su padre.

-Jamás he visto, -repuso el francés-, dos hombres tan perfectamente bellos y tan exactamente parecidos. Es curioso el observar, al mirarlos, lo que el uno ha sido, y lo que el otro será.

-¿Y a qué santo ha venido Vd. a favorecer a Madrid con su amena presencia?, señor D. Judas Tadeo, y no Iscariote, -preguntó Pedro de Torres.

-¿A Vd. eso que le importa?, ciudadano del globo, como se firmaba Vd. en sus malditas proclamas, -respondió D. Judas encolerizado.

-¡Vamos, cachaza!, no se enfade Vd. paisano, apreciado. Comiendo del modo que Vd. come, y privado como Vd. lo está de la parte del cuerpo que separa la cabeza de los hombros, es peligroso.

-Dicen, -repuso D. Judas-, que las gracias son para una vez, y que repetidas pierden su chiste. Mire Vd. pues, D. Pedro de Torres, si desde diez años ha que Vd. repite su sempiterno Judas Tadeo, y no Iscariote, habrá perdido esa gracia su chiste, caso que jamás lo haya tenido. ¿A qué se cansa Vd. en hacer esa distinción? Cada cual sabe que mi patrono S. Judas Tadeo, que se celebra el 28 de octubre, es el apóstol hermano de Santiago, que predicó el cristianismo en la Potamia.

D. Judas hablaba de la Mesopotamia.

Todo el mundo se echó a reír, y D. Pedro de Torres dijo:

-¿En qué os ha ofendido Meso?

-¿Meso?, -repuso D. Judas-, en nada. ¿A qué viene esa pregunta?

-Entonces, ¿por qué le rayáis del número de los vivos?

-¿Yo?, vamos, está loco, -dijo D. Judas sacudiendo la cabeza.

-¿Por qué, -prosiguió Torres-, le desterráis cruelmente? ¿Acaso tiene la desgracia de ser un honrado republicano como yo?

-¿Me quiere Vd. dejar en paz?, -repuso D. Judas, con impaciencia-. Os digo que no le conozco ni de vista. Pero yo os pregunto, ¿qué derecho tenéis de darme dos nombres, uno afirmativo y otro negativo?

-El mismo que tenéis vos, y no os contesto, de llamarme Pedro de Torres, y no el Cruel; o Pedro de Torres, y no el Grande.

-¿El Grande?, -exclamó D. Judas-, ¡tendría que ver!, eso sería como si a mí me dijesen D. Judas el flaco, ¡ha, ha, ha, ha!

En un momento de silencio que siguió, el cura tomó tímidamente la palabra, habló de su mina, de la cual hizo con sinceridad y buena fe los mayores elogios, celebró igualmente el mineral, y ofreció con pocos auxilios ponerla en breve en productos.

-El furor de las minas va pasando, -dijo sentenciosamente el diputado, que se ponía espejuelos para aparentar tener más edad de la que tenía-. Fray Gerundio ha hecho de su D. Frutos el D. Quijote de las minas.

-Estimado paisano, -dijo Torres-, ¿queréis que tomemos una acción a medias?

-Las medias son para los pies, -contestó D. Judas-; aborrezco las compañías tanto como las minas. Cinco mil reales perdí en la Positiva maldita. ¡Una y no más, señor San Blas!

-Eso es, -repuso Torres-, porque es Vd. desconfiado como un ladrón, y está Vd. apegado a su dinero, como todo aquel para el cual el dinero es cosa nueva; ¿quiere Vd. prestarme la suma, y yo tomo una acción?

-No presto nunca, -dijo D. Judas-; ni a mi padre.

-¿Es ése el lema de vuestro blasón? -preguntó Pedro de Torres.

-No señor, -contestó colérico D. Judas-; es una máxima de vuestro difunto padre, que sería tan caballero como Vd. (aunque sin ser republicano lo pregonaba menos) y decía que quien prestaba a un amigo, perdía el dinero y el amigo.

-Omite Vd. decir, -repuso Torres-, generoso paisano, que si mi padre no prestaba, era porque daba. No obstante, el vuestro debía saberlo.

-Bien está, bien está, -interrumpió D. Judas-; pero, el resultado es...

-El resultado es, -prosiguió Torres acabando la frase-, que hizo ingratos y empobreció; si eso es lo que Vd. quiere decir, yo le ahorro el trabajo, pues lo digo a boca llena.

-¡Éstos de sangre azul, -murmuró D. Judas-, hacen gala hasta de su pobreza!

-Como una estatua griega, de su desnudez, don Judas, -dijo Pedro de Torres con verdadera dignidad-. Usted sabe el refrán popular: «sirve a un rico empobrecido, y no sirvas a un pobre enriquecido.» El dinero de Vd. puede irse tan pronto como se vino, don Judas, en llegando a otras manos; pero la mitad de mi mayorazgo que no he podido vender, pasa a mi posteridad.

-Entonces, señor, -dijo D. Judas-, ¿a qué trabaja usted tanto para con los mayorazgos?

-Porque, -repuso Torres volviendo a su tono fanfarrón y sentencioso-, porque los principios deben mirarse antes que los intereses privados; porque el bien general debe buscarse antes que el individual: eso es lo que Vd. no entiende. Pero mirad a ese inglés; me está pareciendo entre todos con su imperturbable silencio y sus cuadros, una palabra borrada y rayada en todas sus direcciones.

En este entretanto Javier Barea, que estaba al lado del cura, le decía:

-Señor cura, del dinero que me fue enviado para mi viaje, me queda lo suficiente para tomar una acción en vuestra mina; yo la quiero.

-Mucho me complace, -respondió el cura-; dos me han tomado en Madrid unos amigos; otro creo poder afirmar que tomará una en Jaén; con la vuestra serán cuatro. Esto nos habilita para poder proseguir los trabajos.

Javier sacó su bolsillo y contó en oro los dos mil reales, precio de la acción.

-¡Javier, Javier, fiscal del demonio!, ¿en qué piensa Vd.?, -gritó D. Judas-, ¡dar así el dinero sin recibir en cambio títulos, ni garantías, ni siquiera un recibo!

-Hace muy bien, -dijo Casta.

-En efecto, -dijo el cura-, el Sr. D. Judas tiene razón; yo entiendo poco de negocios de dinero; recoged el vuestro, señor fiscal. Yo os enviaré los títulos a Sevilla, y cuando Vd. los tenga, me mandará el dinero.

-¡No!, -respondió Javier Barea-, suplico a Vd. se quede con él, y no hablemos mas de eso.

-El señor será un santo, -murmuraba D. Judas-, no digo que no; pero no es así como se hacen los negocios, Castita. Además las gentes se pueden morir...

-Si el señor cura necesita un fiador, yo soy su fiador, -dijo Pedro de Torres.

-Más vale pagar sus deudas, -observó D. Judas-, que hacerse fiador de nadie.

-¿Os debo algo por ventura, señor Gran Tacaño Segundo, -dijo Torres.

-¿A mí? ¡No, gracias a Dios! -respondió D. Judas-. Todos los despilfarrados pródigos y gastadores llamaron siempre tacaños a la gente de orden y método; eso es sabido. Y mire Vd., ahora que hablamos de eso, ¿piensa Vd. vender su cortijo del Burro grande, que está pegado al mío de Pan y pasas?

-No.

-Cuando Vd. piense en deshacerse de él, como de los otros, acuérdese Vd. de mí

-Siempre me acuerdo de Vd. cuando se trata del Burro grande.

-Me alegro; desde ahora ofrezco a Vd. la mitad de su aprecio, es mucho para bienes amayorazgados.

-¡Gracias, generoso!

Torres sacó de su faltriquera su petaca, y ofreció cigarros a las personas sentadas en lo alto de la mesa, las que saludaron dando gracias. Dio a sus vecinos y presentó la petaca al inglés, que abrió los ojos tamaños haciendo un gesto negativo, y dijo dirigiéndose a su paisano:

-¡Un cigarro!, D. Judas Tadeo, y no Iscariote.

-Gracias.

-¡Vamos!, suplico a Vd. tome un cigarro habano, de la Vuelta de Abajo.

-No fumo sino papel.

-Tome Vd. mi cigarro y píquelo.

-He dicho a Vd. gracias.

-¿Va Vd. a hacerme un desaire, paisano muy amado?

-¿Me quiere Vd. forzar a fumar?, paisano cansado.

-Pido a Vd. que tome mi cigarro, que no es republicano, noble, ni gastador, como su amo.

-¡Tan!, ¡tan!, ¡tan!, ¡tan!, -dijo D. Judas impaciente.

-Mire Vd. que soy terco: sea Vd. complaciente; tome Vd. el cigarro.

-¡Dale!, ¡dale!, ¡y qué chicharra!

Pedro de Torres puso el cigarro sobre mi plato, y lo hizo pasar de mano en mano, hasta que hubo llegado a Casta, la que puso el plato delante de D. Judas.

-Este joven, -dijo el francés a media voz a su amigo Barea-, es un raro conjunto de anomalías, con su cara juvenil y su gran barba de gastador viejo; su afectada gravedad y su natural humor chancero; sus bravatas y sus travesuras; su democracia y su aristocracia.

-Le conozco, -respondió Javier Barea-, es un buen muchacho, con pretensiones a ser un Robespierre; un cordero con pretensiones de tigre; un aturdido adocenado, que quiere copiar a D. Juan: todo esto es el resultado de malas compañías, de ideas mal dirigidas y peor digeridas.

-Paisano amable y galante, -decía Pedro de Torres-, dejad de dar tormento a la oreja izquierda de esa señorita, y bebed conmigo a la prosperidad de mi falansterio.

-No bebo a tales tonteras, -respondió D. Judas-, bebo a la de Jerez, mi patria; pues han de saber Vds., señores, que un amigo mío que ha viajado mucho por el extranjero, me ha dicho: «amigo Barbo, el mundo es una col, y Jerez el cogollo».

-Yo, -dijo el diputado-, ¡brindo por nuestra España, por la paz, el comercio, y la agricultura!...

-¡Bien dicho!, -exclamó D. Judas-, bebo con Vd.; pero os lo digo, que mientras consientan Vds. estos republicanos, con sus patuleas, falansternos y juntas secretas, y que dejen Vds. las puertas abiertas de par en par a los carlinos, no se logrará nada. ¿Cómo ha de andar un arado, si un buey tira a la derecha, y otro a la izquierda? Si me hicieran ministro, pronto habría acabado con ellos: a los unos los encerraba todos en su falensterno, a los otros todos en la Cartuja de Jerez, que es grande. Me dijeron en Madrid que ha vuelto el general Peñafiel, y ese general tiene...

-Un hijo, -le interrumpió el más joven de los dos militares, pronunciando lenta y enérgicamente cada palabra-, un hijo que lleva una espada bien afilada para cortar la lengua a aquél que se atreva a hablar con poco respeto de su padre.

Tenedor y cuchillo cayeron de las manos temblorosas de D. Judas.

Son el general Peñafiel y su hijo, -le dijo al oído doña Mónica-. Se puede hablar de las cosas, D. Judas; pero no se debe jamás nombrar a las personas.

-Cierto, cierto, -suspiró D. Judas-, soy un pollino. ¡Mire Vd. yo, el más pacífico de los hombres, sin opiniones ni principios! Las opiniones y principios han perdido la España. ¡Yo, ir a chocar con personas de tanta categoría! Debió Vd. avisarme, doña Mónica, debió Vd. pisarme el pie, sin cuidarse de mis callos.

En esto el mayoral se presentó; se levantaron de la mesa, y ya cerca de la puerta, D. Judas se volvió atrás, y se guardó el cigarro ofrecido por D. Pedro de Torres, que había quedado sobre el plato.


ArribaAbajoCarta primera

Paul Valéry a Javier Barea


Ya me tienes aquí en esta nueva Tebaida, aquí, en donde no desperdicio el tiempo, caudal precioso, cuyo valor no conocéis aún en vuestra España, que os mima como una madre rica.

Tengo bastante adelantados los trabajos preparatorios para la empresa de que he sido encargado por mis socios los ingenieros.

Este país es bonito; pero para mí es un sepulcro color de rosa, en el que estoy encerrado, y desde el cual comunico con el resto del mundo, sólo por cartas. Así, pues, mi querido amigo, te suplico que me escribas a menudo. Para hacerte más fuerza, te lo rogaré en la manera especial y expresiva vuestra, esto es, asegurándote que escribiendo tus cartas, haces dos obras de misericordia: la una, la de enseñar al que no sabe; la otra, la de consolar al triste.

Me he propuesto, en los ratos que me dejen libres mis quehaceres, el escribir algo sobre España; porque desde que me hallo en ella, he reconocido cuán inexactas son las ideas que de España tenemos, debidas a las descripciones que de ella nos han hecho.

¡Cuánta razón tenía el novelista francés, que rehusó venir a España, diciendo que si venía, ya no podría describirla! De lo cual se deduce que estos escritores hacen de vuestra patria un país en parte fantástico, en parte edad media, que por tanto pertenece sólo a la imaginación; o bien un país vulgar, bárbaro, incivilizado, país de transición y sin fisonomía, que no es digno de estudiarlo ni de pintarlo. Mucho se engañan; y debemos sentir que Teófilo Gauthier, Mr. de Custine, y otros, cuyo gusto y voto hacen ley en Francia, no hayan visto a vuestro país sino de paso, notando lo bastante para apreciarlo, pero no lo suficiente para conocerlo.

No obstante, hay abundante cosecha para la observación; y basta alargar la mano para coger. Por ejemplo, mi querido Javier, nuestro viaje, nuestras comidas en el parador, ¿no son por sí solos un cuadro, una pintura? Ese grosero enriquecido, que con toda su vulgaridad se coloca a sus anchas en un mundo dejado e indiferente, que se ríe de él sin acogerle ni rechazarle, ese joven noble, que sin convicciones, ni ambición, se hace socialista por capricho, por ocio, por espíritu de contradicción, por el placer de la rebeldía, y reúne los dos orgullos, el aristocrático y el democrático, sin tener ni la dignidad del primero, ni la energía del segundo; esa joven tan graciosa, sin coquetería; tan altiva, sin vanidad, sin afán alguno de hacerse valer; sin ser por eso desgraciadamente tímida, ni afectadamente modesta. ¿No son igualmente tipos de raza los dos fieles y nobles realistas, tan llenos de dignidad en su desgracia? Ese cura tan sencillo y confiado; ese diputado tan nulo, erigiendo vulgaridades en sentencias, ¿no son specimens o muestras bastante caracterizadas de vuestra sociedad actual? Tú mismo, que a todas las bellas cualidades que te son propias, unes la ilustración de una educación moderna, y la de los viajes, ¿no eres el tipo de los actuales jóvenes distinguidos, que no han viciado ni su corazón ni su entendimiento? Pero a pesar de esto, desde que estoy aquí en tan íntimo contacto con el pueblo, me he convencido de que en él es en quien reside toda la poesía de la antigua España, de las crónicas y de los poetas. Las creencias del pueblo, su carácter, sus sentimientos, todo lleva el sello de la originalidad y de la poesía.

Su lenguaje, sobre todo, puede compararse a una guirnalda de flores. Comparaciones finísimas, refranes agudos y de profunda verdad, cuentos llenos de chiste, o de sublimidad si son religiosos, coplas y cantos de la más delicada poesía; de esto se compone casi siempre. El pueblo andaluz es elegante en su aire, en su vestir, en su lenguaje, noble en sus sentimientos, enérgico en sus pasiones.

Quisiera pintarlo tal cual lo veo, para que lo conocieran mis paisanos. Pero para esto, querido Javier, es preciso que me ayudes: sin eso, me sería imposible lograr el fin que me propongo. Tu tío, ese abogado anciano, habrá visto tantos eventos grandes y chicos, que debe ser en este género una mina que puedas explotar. Los abogados saben el fondo de las cosas, como los confesores.

Habiendo tú dicho que deseas perfeccionar tu estilo francés, se te presenta una ocasión para llenar tu deseo. Hazme un relato circunstanciado de cuanto puedas sonsacarle a tu tío, yo corregiré tus cartas. No omitas el más mínimo detalle; mientras más minuciosos sean tus relatos, más te los agradeceré. De este modo iré formando mi colección, que llevaré conmigo a Francia.

No dejes de darme noticias de nuestros compañeros de viaje, si es que los vuelves a ver. Deseo que esto suceda, sobre todo en cuanto a tu vis-a-vis, (y dime como se dice esa expresión en español). Digo esto, porque me parece, querido Javier, que la graciosa Castita no te parecía a ti costal de paja, como decía don Judas Tadeo cuando hablaba de ella.

Aguardo tus cartas con impaciencia, y cuento con tu condescendencia, como tú puedes contar con mi amistad.

P. VALÉRY.




ArribaAbajoCarta segunda

Javier Barea a Paul Valéry


Mi querido Paul: por fin he recibido carta tuya, y por ella veo con gusto estás ya adelantando los trabajos preparatorios para tu puente.

Admito con gusto la proposición que me haces: no porque halle ni placer, ni diversión en estudiar al pueblo, que tú miras con el entusiasmo que pudieras tener por una querida, realzando hasta las nubes sus méritos, y siendo ciego a sus faltas. Pero tengo dos razones harto más fuertes para hacerlo: la una es complacerte, y la otra el perfeccionarme en el francés, ya que te brindas a ser mi maestro. Haciéndome de repente contador o novelista, y eso en una lengua extranjera, te daré bien a menudo pábulo a que te rías; en cambio, escríbeme en español; para que yo halle desquite.

Debería empezar, mi querido Paul, por hacerte una descripción de Sevilla la actual, que he hallado muy distinta de la Sevilla de mi infancia y de mis recuerdos. Difícil me sería decirte si ha ganado o perdido. Tú, y las gentes en quienes la imaginación predomina, y para quienes los sentimientos son jueces, estoy seguro dirías de ella lo que de las iglesias viejas que ves encalar, el color local, la fisonomía nacional va desapareciendo, gracias a ese moderno Procusto que llaman civilización. Mas esta opinión no puede darse a luz sin ser sofocada desde luego, ante la de la generalidad imbuida del principio moderno del bienestar material que todo lo rige. Haciendo alguna reflexión sobre esto a un amigo mío hombre de luces, (término consagrado), me miró un rato, y me dijo: «¡Hombre de Dios!, no saque Vd. tales razones en una conversación formal: póngalas usted en verso y las leeré con gusto.»

Una señora, amiga mía, me contaba que cuando estuvo aquí el príncipe ruso Dolgorowsky, exclamó lleno de entusiasmo: «¡Oh!, ¡qué lástima será que la España se desnacionalice!» -¡Quiere Vd. creer, -me dijo la señora-, que todos estaban furiosos por ese dicho! «¡Vaya!», -decían-, «¡ese cosaco, ese moscovita desea hacer de nosotros los parias de la Europa!, ¿quiere que sirvamos de diversión a los viajeros, mientras que ellos están gozando de todas las ventajas de los progresos morales y materiales?» En vano quise probarles que ese dicho, en un hombre tan ilustrado, contenía el más bello elogio; puesto que prefería y ensalzaba nuestra nacionalidad sobre todas las ventajas y adelantos de otros países menos estacionarios: nada les hizo fuerza, ni pudo aplacarlos.

Esto te pinta el estado de la sociedad actual. Moralmente estamos a la altura de todo; materialmente, estamos atrasados. Nos sucede como al joven, cuyas facultades vivas y tempranas están del todo desenvueltas, cuando su cuerpo enervado por males, golpes y heridas, no ha podido aún llegar a todo su crecimiento y desarrollo.

Yo, mi querido amigo, que no soy poeta como tú, estoy en un medio entre los extremos; y te confieso no me disgusta un poco más de bienestar, aunque sea a costa de unas pocas antiguallas. En este punto no estoy de acuerdo con mi tío. Y no porque éste sea poeta ni artista, como puedes inferir; sino por la razón natural de que nada de lo que es moderno puede gustar al que es antiguo; porque a los ochenta años, la costumbre todo lo ha arraigado; y a esa edad, (en que todo lo de aquí abajo es recuerdo, y nada esperanza), lo pasado es el todo. Mi tío anatematiza lo moderno en general. Por mí no le contradigo, aunque pienso de distinto modo, porque respeto sus ideas, sin participar de ellas, como respeto sus canas sin yo tenerlas.

No obstante, mi fin no es hacerte una descripción de Sevilla, que verás por tus ojos, y observarás mas imparcialmente que yo, que tan pronto me hallo conmovido por un recuerdo, y tan pronto enajenado por una útil y vistosa mejora.

Mi tío, que ha tiempo ha dejado de ejercer la abogacía, se ha retirado a una casita que ha labrado cerca de San Juan de Acre, en un barrio muy retirado. Esta casa, que ha arreglado con amore para acabar sus días en ella, es, como él mismo lo dice, un neceser inglés; es decir, que encierra en poco espacio y en chico, todos los comforts o comodidades de una habitación de Sevilla.

El pequeño patio está enlosado de mármol; la cancela, labrada con mucho gusto. En medio del patio murmulla una fuentecita, saliendo de la base de una pirámide del tamaño de un pilón de azúcar. Alrededor hay macetas, del tamaño de pocillos, con pensamientos, albahacas y reseda. Detrás de la casa se halla un huerto grande, que es para mi tío su Edén, y para mi tía su arca de Noé. Una hermosa parra forma un emparrado que coge el frente de la casa. Mi tía hace unos sacos de malla, que su marido arma con alambres, para cubrir con ellos los hermosos racimos de uva, y libertarlos de los furiosos ataques de las encarnizadas avispas. De cuando en cuando se organizan exterminadoras cacerías, en las que tu amigo se ha visto precisado a tomar parte. Mi tío, el Nemrod de las avispas, abre la marcha llevando una caña de un largo exorbitante; mi tía le sigue con una vela encendida y provisión de estopa. Un gallego ridículo cierra la marcha llevando un enorme pisón o maza, por el estilo de la que se pone en manos de Hércules.

Llegados que son a algún racimillo, que no ha participado del honor del vestido de malla, y que por consiguiente, se ve cubierto de un ejército enemigo y devastador, mi tío enciende en la vela un puñado de estopa afianzada en la caña; el racimo se ve, cual Sodoma, envuelto en llamas, y el suelo se cubre de cadáveres y moribundos enemigos. Entonces el farruco con su maza les cae encima, como Sansón sobre los filisteos, como Santiago sobre los moros: la mortandad es espantosa, y los héroes, se retiran triunfantes a descansar sobre sus laureles.

En el huerto ves, aquí un cuadro de violetas, rodeado de coles, que parecen feísimos enanos custodiando princesas encantadas; allá magníficos naranjos, árbol aristocrático, con sus hojas de terciopelo y sus flores de armiño, bajo las cuales mi tía extiende esteras de palma, para recoger las flores que caen, y venderlas en la botica. Enormes moreras formarían una cueva sombría y fresca a la noria, si el farruco no tuviese orden de despojarlas de hojas para los gusanos de seda de mi tía. En la hermosa alberca, nadan pececitos colorados y amarillos, en amor y compaña con los rábanos y lechugas, que allí se refrescan para la hora de comer. Aquí verás un magnífico mirto, en el que canta un ruiseñor a dúo con unos patos, que se asustaron al vernos llegar. Allí, un laurel, sobre el cual silbaba un mirlo divinamente, mientras que debajo del árbol, una gallina publica a voces que ha puesto un huevo para la cena de mi tío.

Cuando veo estos contrastes reunidos, no puedo menos de sonreír, pensando que describiéndote esta habitación, acaso te habría descrito a la actual Sevilla mejor que lo había hecho al principiar mi carta.

Mi tío come a las dos, y hasta las cuatro duerme la siesta; a las cinco voy a verlo, y me quedo allá hasta la hora del paseo. Le hago hablar cuanto puedo. Felizmente, el placer de contar, tan general en la edad avanzada, la necesidad de actividad de cabeza, la locuacidad que requiere todo abogado, le hacen no pararse en el interés vivo y minucioso con el cual le escucho y le pregunto. Su memoria es tan fiel y exacta, cuenta con tanto fuego y escrupulosidad, que yo seguramente olvidaría, al escucharlo, el paseo, a no ser, ¿por qué no decírtelo, mi querido amigo?, ¿por qué no te he de confesar que es porque en el paseo veo a Casta, es por lo que no puedo dejar de concurrir a él? No puedes creer el bien que le han hecho el viaje y la estada en Sevilla. Su palidez enfermiza ha desaparecido; es elegante, graciosa: aquí ha llamado la atención de todos, y no se habla sino de la linda madrileña.

Me han llevado a casa del administrador de *** en donde se reúne una numerosa tertulia; se juega, se canta, se baila; pero sobre todo... ¡ella concurre allí!...

Por desgracia, ahí encontré también a nuestro compañero de viaje D. Judas Tadeo: parece que tiene aquí algunos negocios, por lo cual debe aún permanecer unos días. Este ente insufrible persigue a la pobre Casta, que no sabe cómo verse libre de él.

Al pasar por el café del Turco, vi a Pedro de Torres predicando sus doctrinas socialistas, haciendo prosélitos, y pagando el gasto a todos los que le rodean.

He visto en casa de la marquesa de *** al general Peñafiel y su hijo, festejados, obsequiados, y tratados con un respeto y alta consideración, que causarían envidia a todos los magnates del poder. Me alegré, aunque no soy de su opinión; porque nada hace más bien al corazón que los homenajes rendidos a la desgracia: ¡es la más bella y noble de las oposiciones!




ArribaAbajoCarta tercera

El mismo al mismo


Muy grato me ha sido, querido Paul, el placer que me dices te ha causado mi carta; añades estar impaciente por recibir otra, en que empiece por fin a referirte los recuerdos de mi tío. Así, sin más preámbulo, empezaré la tarea prometida.

Antes de ayer, habiendo caído la conversación sobre la dicha y la desgracia, mi tío me dijo:

«Es singular cómo la desgracia se encarniza sobre ciertas familias, y las persigue de generación en generación. ¿Es acaso alguna culpa de un antepasado, que pesa sobre su descendencia? ¿Es predestinación, es fatalidad? Defínelo como cristiano o como pagano: ello es que la cosa existe. He conocido desde mi primera juventud una familia marcada con este incomprensible sello de desgracia; he sido testigo, y a veces actor, en ese prolongado drama. Y conservo un recuerdo tan doloroso, una impresión tan destrozadora, que evito cuanto puedo pensar en ella.»

Comprenderás, Paul, que hice a mi tío las más vivas instancias para que me comunicase esa historia de tan trascendental infortunio.

Instábale de tal suerte, que no me fue difícil lograr vencer su repugnancia, y decidirle a complacerme. En cuanto a mí, estaba tan contento de hallar la ocasión de cumplirte mi oferta, que mi tío debió agradecer el extraordinario interés con que me puse a escucharle.

«Yo era muy joven, -así empezó mi tío-, apenas tendría veinte años, cuando mi padre, que era amigo de cacerías, me llevó consigo a Dos Hermanas, pueblecito que, como sabes, está a dos leguas de aquí. Fuimos a parar a la hacienda de uno de sus amigos, y me envió al punto a avisar a un cazador de profesión, que los acompañaba siempre, y dirigía la cacería.

Yo conocía mucho a aquel hombre, porque venía muy a menudo a Sevilla con su mujer, a la que mi madre quería mucho.

Tío Antonio Ortega era un hombrecito flaco, que hablaba poco, se movía con despacio, pero era incansable y hacía ocho leguas en un día sin cansarse. Se notaba en él una especie de paralización moral y física, que formaban el más vivo contraste con la viveza, la petulancia, y la locuacidad de su mujer. Tía Juana era pequeña y delgada, y tenía el corazón de una tórtola, y el entendimiento y agudeza de un estudiante; siempre alegre y festiva, siempre de broma, todos la buscaban y la querían. Eran las gentes mejores que se puede dar; honrados, generosos, de nobles y cristianos sentimientos. Jamás, en la larga serie de años que los traté, se desmintieron ni una sola vez estas virtudes. Pero prosigamos; que ya aprenderás a conocerlos en el discurso de mi relato.

Cuando llegué a casa del tío Antonio, hallé en el umbral de la puerta a una joven. Estaba liada en una mantilla de bayeta amarilla, guarnecida con una cintilla de terciopelo negro, que llevaban entonces las mujeres en lugar del pañolón que llevan hoy día.

Esta mantilla la tapaba de modo que sólo se veían su frente y sus ojos, negros como el terciopelo de su mantilla; estaba apoyada contra el quicio de la puerta. Sus pies pequeños y bien calzados, estaban cruzados, de modo que el uno tocaba el suelo tan solo con la punta. Escondía sus brazos debajo de la mantilla para abrigarlos.

Esta postura le daba un airecito desvergonzado y altanero, bastante general en las mujeres españolas.

Cuando llegué, no se movió, no dijo una palabra; no hizo sino echarme con sus negros ojos una mirada tan poderosa y altiva, que hubiese causado envidia a una reina absoluta.

-¿Vuestro padre?, -la dije.

-No está aquí.

-¿Dónde está?

-No sé.

-¿Cuándo vendrá?

-No sé.

-Tengo que hablarle.

-Búsquele Vd.

-¿Y dónde le busco?

-Qué sé yo.

-Mire Vd., -la dije picado de su desabrimiento-, que yo no vengo a pedirle nada.

-Es que no está ahí ni para los que traen, ni para los que llevan.

Le volví la espalda e iba a alejarme, cuando llegó su madre. Tía Juana era el reverso de la medalla de su hija. Jamás vi una mujer más naturalmente amable, agasajadora, amiga de servir y complacer.

-Bien venido, D. Justito, -me gritó desde que pude verla-. ¿Su señor padre ha llegado? ¿Van Vds. mañana de cacería? ¡Dios mío, y Antonio aún no ha vuelto! Iba lejos el pobrecillo; iba al río en busca de gallinetas; pero no puede tardar. Entre Vd., entre Vd., descanse Vd.; Anica, ¿por qué no hiciste que entrase el señorito y se sentase?

Mas cuando su madre se volvió, Anica había desaparecido.

Tía Juana se quedó suspensa, volviendo la cabeza a derecha e izquierda, y dijo a media voz:

-¡Vaya con la política!! Pero eso es ese diablo de Serrano, que la oprime siete veces más que pudiera hacerlo la regla de un convento.

-¿Qué Serrano?, tía Juana

-Su novio, su novio, D. Justo. ¡Mal haya su pelo!, que es más celoso que Mahoma.

-¿Se va a casar?

-Ellos quieren casarse; pero su padre no quiere, ni yo tampoco.

-¿Y por qué?

-Porque se la quiere llevar a Zahara, a la Sierra de Ronda, y no queremos separarnos de ella.

-Pero esa no es razón, tía Juana, para impedirles que se casen, si se quieren. ¿No hay otra?

-No señor. Él es un muchacho bueno, joven, de buen parecer, de buena gente, que está acomodadito. No tiene un pero.

-Pues entonces, tía Juana, no hay nada que decir.

-Hay que decir, repuso la tía Juana, que su padre no quiere; y que tío Antonio, que parece una luz a medio apagar, en diciendo que no, es más terco que un mulo.

-¡Tía Juana!, tío Antonio perderá el pleito.

Ya se lo he dicho; pero, ¿sabe Vd. lo que me contesta?, que le doy alas a la niña. ¡Mas ahí está! Entra, entra aprisa, Antonio; que parece, que te vienen apretando los zapatos. ¡Suelta, anda!, ¡qué paverío!, a ti te ha de ahogar una viveza; te lo tengo dicho. Aquí está D. Justito; mira ¡seis gallinetas!..., ¡qué hermosura! Aquí las tiene Vd.; se las llevará Vd. para cenar, D. Justito.»

En este instante, amigo mío, y cuando más interesado estaba con los dos buenos esposos y su picante hija, la puerta se abrió, y vimos entrar, adivina a quién: a D. Judas Tadeo Barbo. No puedo decirte hasta qué punto me incomodó su visita.

Mi tío le recibió como a un conocido antiguo, pero con un poco de esa sequedad que da el deseo de acortar la entrevista con una persona majadera por naturaleza, y grosera sin saberlo.

-¡Cuánto siento, D. Justo, -dijo-, que haya Vd. cerrado su bufete!, no hallo abogado que me llene; y así vengo a pedir a Vd. un consejo como amigo.

-Estoy a vuestro mandato, -contestó mi tío.

-Sabrá Vd., pues, amigo y dueño, -prosiguió don Judas-, que hay en Jerez un farsante, jugador, derrochador, socialista, malísima cabeza, que me ha tomado a mí por blanco de sus pesadas chanzas. He querido pagarle en la misma moneda; pero como todos los pilluelos están de su banda, siempre quedo debajo; y ha logrado hacerme objeto de risa para todos.

-Pero, señor D. Judas, -contestó mi tío-, ¿qué quiere Vd. que yo le haga a eso? No puedo sino aconsejarle que no dé importancia a esas majaderías.

-¡Que no les dé importancia!, -repuso D. Judas-, aguarde Vd., aguarde Vd. que se las cuente. Vd. verá; y si sus ochenta otoños no han helado la sangre de sus venas, veremos si piensa que no tienen importancia.

Debo advertir a Vd. que me han dado la cruz de Carlos III. El otro día, domingo, salgo todo vestido, de nuevo, y llevando mi cruz; entro en el café; por desgracia, la primera persona que me echo a la vista, es él. ¡Él! ¡Ese Pedro de Torres que Dios confunda! -¿Qué es eso? -me gritó desde que me vio-; ¿qué es eso?, apreciable paisano, D. Judas Tadeo, y no Iscariote, -(¡siempre me llama así!)- ¿Desde cuándo tiene Vd. la pretensión de hacer de su abdomen un calvario?

Yo temblaba de rabia y de miedo de que me fuese a hacer en público una escena a su manera; pero por no parecer intimidado, le contesté:

-Desde que el diablo me persigue.

-¿Está Vd. aún con supersticiones? ¡No le faltaba sino ese perfil a su estupidez! Pero digo a Vd. que nos participe las razones que ha hecho valer para obtener esa cruz de mérito.

-No tengo, -respondí-, que darle a nadie cuenta de mis méritos. Pero Vd. que ha estado en Francia, debería saber que S. M. Luis Felipe da cruces a los criadores y engordadores de ganado. Y siendo Vd. de Jerez, no debería ignorar que yo soy el primer criador de ganados, y que mis toros... mis potros...

-¡Ah! ¡Eh! ¡Ih! ¡Oh! ¡Uh!, -replicó, haciendo en cada exclamación una mueca, la una más horrible que la otra-. ¿Y danse también cruces a los que crían y engordan los mejores pavos? En ese caso reclamaría una para mi capataza. ¡Oh, Carlos III! ¡Gran zoquete de rey! ¡Si supieses a dónde ha venido a parar tu condecoración! ¡Nene! ¡Nene! ¡Daca el juguetillo, que lo veamos!

-Déjeme Vd. en paz, -le dije furioso-. No estamos todavía en vuestro fatansterno, donde todos son iguales; estamos en donde un hombre que el Gobierno premia, vale y supone más que otro a quien destierra, (pues debe Vd. saber que él ha sido desterrado de Madrid.) Me lisonjeaba de haberle picado y herido; pero me engañé, porque me respondió con su maldita flema y su gran fachenda:

-Mi destierro, respetable condecorado, es más honorífico que vuestra ridícula cruz, que os pone en el número de los hombres serviles, vanos, bajos y dependientes.

-¡Servil!, ¡dependiente yo!, -exclamé fuera de mí-, ¡yo, que poseo un millón de duros! Vd. que cacarea más que un gallo, ¿sabe Vd. lo que he hecho yo? Yo, Judas Tadeo Barbo, que no ha tenido ningún abuelo matado por moros; yo, que no ando metiendo pergaminos por los ojos a nadie; yo, que no miro por cima del hombro a nadie, sino al que debe y no paga. Pues sepa Vd., señor independiente, que cuando el rey Fernando VII estuvo en Jerez en el año 23, le hablaron de un caballo que yo tenía, y que era por cierto el mejor de Andalucía; quiso verlo y le gustó. ¿No le había de gustar? Me lo dijeron con idea de que se lo ofreciese; pero yo le mandé a decir al Rey, al Rey absoluto con su corona puesta, que el caballo estaba muy para servir a su amo. Eso he hecho yo, ¡yo! ¿Lo haría Vd. con toda su arrogancia?

-No; me respondió el insolente, no; porque para hacerlo, es preciso haber nacido gañán; y yo nací caballero.

Difícil me sería, Paul, pintarte la impresión que este rasgo bajo, grosero e insolente de D. Judas, hizo en mi tío, anciano, criado en todos los sentimientos monárquicos, generosos, corteses y caballerosos de la vieja España. Hizo un gesto de impaciencia, y dijo:

-Pero, señor D. Judas, ¿qué puedo yo hacer en todo eso? ¿En qué pueden mis consejos seros de utilidad? Las leyes, ¿qué tienen que ver con esa ensarta de chanzas pesadas e insolencias mutuas?

-Lo que va referido, -contestó D. Judas-, no es sino el preámbulo; ahora sabrá Vd. lo esencial: Ha pocos días estaba yo en la ópera; representaban la Sonámbula; y el sueño se me pegó. Eché un sueñecillo, y me desperté al oír una risa general; abro los ojos, el telón estaba echado; me levanto, la risa aumentaba. -Pero..., ¿qué es lo que hay?, -pregunté a mi vecino, que era persona formal-. -Llévese Vd. la mano a la cabeza, -me contestó. Me apresuro a hacerlo, ¿qué es lo que hallo?: un tremendo gorro de granadero, de papel. ¡D. Justo!..., tenía escrito con grandes letras:

«JUDAS TADEO, Y NO ISCARIOTE,
RECOMPENSADO POR EL DIFUNTO CARLOS III,
POR LA HERMOSURA DE SUS BUEYES Y DE SUS BURROS.»



Y a esto, oía la risa grave en el patio, solapada en los palcos, ruidosa en los segundos, y chillona en la cazuela. Ahora, ¡figúrese Vd. mi vergüenza y mi furor! Cogí el maldito gorro, y me fui al palco de la autoridad a quejarme al alcalde. ¡Fue en vano! Al impertinente alcalde ¡poco le faltaba para reírse en mis barbas! Pero estoy decidido, aunque me cueste dos o tres talegas, a que se me haga justicia por vía de los tribunales; y vengo a pedir a Vd. que me dirija en este asunto.

-Don Judas, -dijo mi tío-, busque Vd. un abogado más avezado y más joven que yo, que tenga más nervio y más conocimientos. Yo por mí sólo puedo aconsejar a Vd. que olvide lo pasado, y no se exponga más en lo sucesivo.

-¡Bonito consejo! -exclamó D. Judas-; se ha puesto Vd. muy viejo D. Justo; y ha hecho Vd. bien en cerrar su bufete. Conque me manda Vd. a paseo como ese zoquete de Alcalde moderado lo hizo... ¡Alcalde de chichinabo! ¡Moderado por fin! Porque moderados, exaltados, republicanos y carlinos, tan buenos son unos como otros, y pueden arder en una hoguera. ¡Por eso es que yo no tengo opiniones ni principios! De ello me vanaglorío.

-Os he indicado, -dijo mi tío-, el único medio razonable que veo para un hombre de edad, de contrarrestar las vejaciones de un joven de poco seso.

-Entonces, -repuso D. Judas-, ya sé lo que me queda que hacer; y es cortarle el pico y las garras a esa ave de rapiña. Yo le aseguro que no se ha de divertir más con el hijo de mi madre. Y para volverme de esta suerte, ¿valía la pena, -añadió cogiendo su sombrero-, de venir a buscar a Vd. aquí, donde Cristo dio las tres voces, y donde se ha metido Vd. a vegetar con sus coles?




ArribaAbajoCarta cuarta

Del mismo al mismo


¡Cuánto siento, amigo mío, que la interrupción que causó D. Judas te haya impacientado y aburrido!

Lo mismo me sucedió a mí; pero yo te cuento las cosas tal como van pasando. Ya que les has tomado cariño y tienes interés por nuestros amigos de Dos Hermanas, proseguiré en la relación que mi tío me hizo al siguiente día:

«Un año había pasado desde la cacería de que te hablé, cuando vi un día entrar en el estudio de mi padre a la tía Juana y su marido; estaban de luto rigoroso.

La pobre mujer echó a llorar amargamente, mientras su pobre marido bajaba la cabeza para ocultar sus lágrimas.

-¿Qué es eso? -dijo mi padre levantándose, y yendo al encuentro del afligido matrimonio.

-¡Qué!, -dijo la tía Juana-, ¿no sabe Vd.?

-No, ¿el qué?; pero vengan Vds., -dijo mi padre, para sustraerlos a la curiosidad de los pasantes-, y se los llevó a los cuartos de mi madre; yo le seguí.

Cuando mi madre hubo hecho beber agua a la pobre mujer, y se hubo calmado algún tanto el acceso de dolor que la sofocaba, nos hizo la relación siguiente, mil veces interrumpida por sus lágrimas y sollozos.

-Hay un año que mi hija, habiendo por fin logrado el consentimiento de su padre, se casó con su novio, que se la llevó a Zahara.

Sabíamos a menudo de ellos; vivían felices hasta no más; prosperaban, habían puesto una tiendecita, que mi yerno abastecía trayendo en sus viajes de retorno cuando iba a Sevilla, todo lo necesario. Mi pobre Anica se hallaba en meses mayores. Un día, estando sentada cosiendo la canastilla detrás de su mostrador, vio entrar en la tienda un mendigo forastero. Era horroroso. ¡Ay, señor!, ¡me lo han descrito tantas veces, que os lo podría dibujar! Era alto; sus cabellos ásperos como crines, se erizaban en su cabeza, como cerdas de jabalí. Sus ojos hundidos y su nariz aplastada, daban a su cara el aspecto de una calavera. Llevaba un tosco sayal hecho jirones, y atado a su cuello desnudo por un hilo acarreto. Sus piernas rojas e hinchadas, estaban envueltas en trapos manchados de sanguaza. Al llegar frente de mi hija, se paró, abrió la boca cuanto pudo, formando al mismo tiempo una especie de rugido hueco e inarticulado; entonces pudo ver que no tenía lengua. ¿De qué manera o por qué accidente había sido privado de ella? Esto es lo que nunca se ha podido saber. ¿Fue una operación que un cáncer hizo necesaria? ¿Fue qué siendo soldado una bala se la partió? ¿Era un castigo? ¿Era una venganza? ¡Dios lo sabe!

Mi hija, a su vista, se sobrecogió tanto, que quedó aterrada; pero habiendo repetido el pobre su rugido lastimero, Anica se levantó precipitadamente, entró en la trastienda, en donde abrió con priesa y ruidosamente un cajón en que guardaba el dinero que hacía en su tienda, tomó una moneda, y volviose a la tienda para dársela al mendigo; pero éste había desaparecido

Mi hija extrañó ese repentino desaparecer; abrió la puertecita del mostrador, y salió a la puerta de la calle; pero por más que miró, no vio al pobre.

-Parece que se lo ha tragado la tierra, -pensó-; pero quizás habrá entrado en casa de alguna vecina.

Volviose a su sitio y se sentó; pero séase que la vista de aquel hombre fuese realmente aterradora, o séase efecto de su estado de preñez, el horrible aspecto del pobre la persiguió como una horrible visión.

Pasó el día agitada y calenturienta, repitiendo sin cesar: -Pero Dios mío, ¿cómo pudo desaparecer ese hombre?

A la noche entró su marido. Jamás seguramente en su vida se halló más feliz, viendo a su lado a un joven tan hermoso y tan fuerte, que con una mano paraba a un mulo reacio y asombradizo, y con la otra sostenía su carga de diez arrobas.

La casa tenía otra puerta cerca de la principal, por la que entraban las bestias, las que, siguiendo un corredor o callejón largo y angosto, llegaban al corral de la casa, donde se hallaban las cuadras.

En la trastienda, que era también cocina, había una escalerita de ladrillo que llevaba al soberado.

Éste estaba partido en dos; una parte era la alcoba en que dormía el matrimonio; la otra, un granero.

Cuando mi yerno hubo dado el pienso a sus mulos, el matrimonio se puso a cenar; pero la cena, por lo regular tan alegre, fue triste.

Mi pobre hija no pensaba, no hablaba sino del mendigo. Estaba tan atemorizada, que a cualquier ruido se estremecía, y miraba por todas partes con ojos despavoridos, estrechándose contra su marido.

-Anica, tú estás loca, -le dijo éste riéndose-; ¿es éste el primer pobre feo, mudo y jarapastroso que has visto en tu vida? Ese pobre podrá servir para meter miedo a tu niño cuando nazca; pero que asuste a una mujer de razón, eso parece mentira.

-Es, -respondía mi hija-, que se desapareció como una visión.

-Desapareció a tus ojos. Claro está que entraría en alguna casa vecina, o que se echó a descansar en algún zaguán. Vamos a acostarnos, mujer; mañana ya no te acordarás de ese infeliz.

Subieron y se acostaron. Mi yerno, cansado, no tardó en dormirse.

Desde que mi hija aguardaba su parto, dejaba una mariposa encendida sobre una mesa que estaba cerca de la puerta. La infeliz no podía dormir. Rezaba todos sus rezos; los acababa y volvía a empezar; porque tenía ante sus ojos al pobre, y en sus oídos su ronco graznido.

Así pasó tres horas. En el pueblo reinaba el más profundo silencio, pues en los pueblos de campo el trabajo del día prepara profundo reposo de noche.

-El gallo no canta, -pensó Anica-, y deben de ser ya las doce. ¡Cuándo, Dios mío, vendrá el día, como un amigo querido y largo tiempo esperado! ¡Cuándo saldrá el sol de Dios!

A poco le pareció oír un leve ruido a la puerta; su corazón saltó como una mina. Se estrechó a su marido, clavando los dedos en su brazo con fuerza convulsiva.

Mi yerno, que esta opresión lastimó, se quejó entre sueños, y se volvió hacia la puerta sin despertar.

En este momento se abrió ésta poco a poco y sin ruido. Y mi hija, a quien petrificaba el asombro, vio asomarse la horrorosa cabeza del mendigo, el que miró con despacio el cuarto, fijó la cama, y apagó la luz de un soplo.

Mi hija oyó pasos acercarse. El instinto de la conservación se despertó en ella en aquel instante fuerte y enérgico. Se dejó resbalar de la cama al suelo, y arrastrándose como una culebra, se fue hacia la puerta. Oyó un golpe. ¡Virgen Santísima!, ¡aquel golpe era el de un puñal, que atravesaba el pecho a su marido! Cayó de cara contra el suelo con un hondo gemido. El asesino la oyó, y dio un paso hacia ella; pero en este instante, mi desgraciado yerno, en las fatigas de la agonía, se echó fuera de la cama, gritando: -¡Jesús me valga!, ¡soy muerto!

Aquí la desgraciada madre no pudo seguir; los sollozos la ahogaban. Tío Antonio se tapaba la cara con su ancho sombrero. Mi madre lloraba a lágrima viva, y mi padre y yo no estábamos menos conmovidos.

-¡Oh!, ¡qué infame!, ¡qué inicuo!, -exclamó mi padre-. ¿No hubiera podido robarlos sin asesinarlos?

-Por desgracia, -respondió la pobre madre-, se habían traído el dinero a su cuarto, y mi yerno no era hombre de dejarse robar fácilmente. El monstruo, -prosiguió-, se dirigió hacia su víctima, y la volvió a echar sobre la cama. Mi hija pudo entonces llegar a la puerta, se precipitó por la escalera, corrió a la calle dando gritos desesperados, y vino a caer moribunda sobre el umbral de la puerta de una vecina.

Al oír sus voces desesperadas, los hombres del lugar se levantaron, y salieron armados de cuanto a mano hallaron: chivatas, escopetas, hoces, garrotes o cuchillos. Así pudieron apoderarse del forajido, que reiterando su graznido, ya no lastimero, sino furioso y amenazador, blandía el puñal, por el que chorreaba la sangre caliente aún de su víctima.

Entretanto, mi desgraciada hija, en el delirio de una calentura mortal, entre convulsiones y ademanes desesperados de dolor, expiraba dando a luz dos ángeles, que han entrado bajo terribles auspicios en este valle de lágrimas.»

El dolor de la infeliz redobló al concluir su cruel relato, mientras la consternación que había producido en nosotros, helaba sobre nuestros labios toda palabra de consuelo.

-Señores, -dijo al fin la pobre madre-, yo abuso de vuestra piedad, haciendo tan larga una relación tan triste. Voy a decir el motivo que nos trae a molestar a Vd., con pedirle un favor.

El inicuo facineroso fue llevado a Ronda, en donde se le sigue su causa. Hace dos días, se presentó en casa una mujer; esta mujer era la suya.

-¿Del asesino, del malvado?, -preguntó mi padre.

-Sí, señor. Venía a pedirnos un auto puesto por un abogado y firmado de tres escribanos, en el que constase nuestro perdón. Lo necesita para la defensa de su marido.

-¿Y Vd. quiere?... -dijo mi padre.

-Que nos haga Vd. el favor de extenderle, -repuso la tía Juana.

-¿Y Vd. concede el perdón, tío Antonio?, -preguntó mi padre, volviéndose al anciano.

-¿Y qué?, señor, -contestó el tío Antonio-; ¿es acaso el perdón cosa que se niega?

-Y si no, -añadió la tía Juana-, ¿con qué boca le diríamos a Dios todos los días: «perdónanos, así como nosotros perdonamos?»




ArribaAbajoCarta quinta

Del mismo al mismo


Me vi forzado, querido y buen amigo, a concluir de trompón mi carta anterior. Me alegro que te haya interesado, y también prevenido en favor de nuestra tía Juana y de su marido.

Tienes razón en decir que los modernos filántropos se revuelcan voluntariamente en el fango de la sociedad, para buscar en este fango y ostentar a la vista del público, todos los vicios, aun los más ocultos, que por respeto a la dignidad social deberían cubrirse con un velo; mientras que si, por casualidad, pintan la virtud, es para hacerla víctima del vicio. ¡Acaso piensan hacer un bien a la sociedad, con esta nomenclatura de vicios, bajezas, picardías e infamias! Es difícil el comprenderlo. Pero es sobre todo una injusticia. Se puede afirmar sin temor de equivocarse, que hay más bien y más virtudes ocultas, que maldades y vicios; por la sencilla razón de que el mal hace ruido, y el bien no lo hace. Da de comer a un infeliz que se muere de hambre: nadie lo sabrá. Pero que éste mismo te robe a la puerta de tu casa: ese hecho será pábulo de conversación para toda la sociedad; y no contento con eso, vendrá a lucir entre las noticias interesantes de los papeles públicos.

Si hubiese tribunales para recompensar el bien, como los hay para castigar el mal, estarían seguramente más ocupados que los otros. Goethe, que no era por cierto demasiado optimista, lo ha dicho: «¿A qué andas buscando el bien cuando tan cerca lo tienes? Quiere hallarlo, y lo hallarás.»

La triste historia que mi tío me contó, llenó toda mi carta anterior, y nada pude añadirte de mis propios asuntos.

Reclamo mi parte en tu interés, sobre todo ahora que padezco, y siento necesidad de desahogar mi corazón en el de un amigo. Mi querido Paul, yo he sido en un día el más feliz, y el más desgraciado de los hombres.

Pero, para enterarte bien de todo, te contaré una gira a que hemos concurrido todos los contertulianos.

Una gira es lo que Vds. denominan por la voz inglesa pic-nic, banquete al cual cada uno contribuye con su plato.

Esta clase de diversión me disgusta a lo sumo, aunque por eso me llames puritano en placeres, como sueles hacerlo.

Se decidió que iríamos un domingo embarcados a San Juan de Alfarache, un lugar pequeñito al borde del río, cerca de aquí.

Salimos ayer, domingo, a las diez de la mañana. Me hallaba en el mismo barco con Casta y su madre. Era el último, apenas nos habíamos alejado de la orilla, cuando vimos llegar a D. Judas, todo sofocado llamándonos, y graznando como un cuervo. Tuvimos que volvernos atrás para que entrase en la lancha.

-El caso es, -gritaba-, que soy, como Vds. saben, el encargado de los dulces. El confitero no sabía como enviarlos a San Juan, y he tenido yo mismo que correr con eso. Ea, ya estamos todos. Rema, animal anfibio. ¿No se dice así, fiscal? Mira, si llega otro atrasado como yo, hazte el sordo; ¿oyes, fondillo embreado? Buenos días, señores. Castita, a los pies de Vd. ¿No puede Vd. hacerme un ladito?

-Lo siento, -respondió Casta-; pero ya ve Vd. que no hay sitio.

Es de advertir que Casta estaba sentada entre su madre y tu amigo.

-¡Ya veo!, ¡ya veo!, -dijo D. Judas-. ¡La plaza está cercada! Por un lado la defienden; por el otro la atacan. ¡Ha!, ¡ha!, ¡ha!, ¡ha!, me pondré al frente y formaré el cuerpo de observación.

Yo estaba volado; ¿pero qué había de hacer? ¡De buena gana hubiera zambullido en el río al insolente!

Al llegar, hallamos a los muchachos encargados de recibirnos y llevarnos a la casa que se había preparado. Era chica; pero tenía un buen comedor abajo; arriba, una sala bonita con una azotea y vistas al río, de las más bellas del mundo. ¡Ahí está Sevilla!, -exclamé-, cuyo nombre solo conmueve al poeta, al historiador, al artista. ¡Sevilla que con su vestido moruno, y coronada de la grandiosa torre de su sublime catedral, parece una hermosa sultana convertida! ¡Sevilla, que se señorea con sus recuerdos, y se perfuma con sus naranjos!

Uno de los jóvenes, que era poeta, me dijo:

-Y pronto, sólo recuerdos le quedarán; porque el moderno vandalismo va destruyendo todas sus antigüedades, y borrando su fisonomía. Han quitado la Cruz de la Tinaja en la Alameda vieja...

-¡Buen disfraz era!, -dijo D. Judas-; hicieron bien.

-¿Usted ignora que era un monumento histórico del tiempo de D. Pedro el Cruel, -repuso el joven-, y que, éstos son sagrados en todos los países? Han quitado, bajo diferentes pretextos, la magnífica Cruz de la Cerrajería, el arco fenicio de cerca del Alcázar, etc., etc.

-¡Bien hecho!, ¡bien hecho!, -dijo D. Judas-, eso es arrancarla las canas.

El joven alzó los hombros, y prosiguió mirando a Sevilla.

-¡Pobre Matrona, reina de dos mundos en tu día, y gloria de España! ¡Sí!, ¡de noche gimes con tus ruiseñores, suspiras con tus auras, y lloras con tus fuentes!

-¿Qué llora Sevilla?, -exclamó D. Judas-. ¡Ha!, ¡ha!, ¡ha!, ¡ha!, sí, por sus husillos; ¡ha!, ¡ha!, ¡ha!

-No tiene Vd. precio para poeta, -dijo Casta-, volviéndole la espalda.

-¿Qué es poesía?, -dijo D. Judas-; doy cuatro cuartos al que me lo explique. Lo mismo es esa palabra meliflua que el ave Fénix, de quien todos hablan, como dice la copla, y nadie lo ha visto.

El calor se hacía sentir; las señoras entraron en la sala, se quitaron sus velos de tul negro, y se pusieron flores en las cabezas. Casta se retorció por su rodete una rama de yedra, entretejida con rositas. ¡Ay Paul, qué bonita estaba!

Formaron partidas de tresillo y de ajedrez. Don Judas se puso a hacer una multitud de suertes para divertir a la gente moza. Casta se salió y se sentó en un banco de ladrillo, que estaba en la azotea a la sombra. Sobre este banco estaba una señora de edad, que hablaba sobre un asunto que parecía interesarle mucho, con el administrador. Me sentó junto a Casta. En este feliz momento parecíamos separados y olvidados del universo entero.

¡Qué magnifica vista!, -le dije-, ¡qué delicioso es San Juan! ¿No os parece, Casta, que tiene sus flores para perfumar, sus ruiseñores para cantar, y su cielo para sonreír a un amor mutuo? Pero todo lo que nos rodea y ensancha el corazón, si bien debe exaltar la felicidad, debe igualmente acerbar los dolores del que padece.

-¿Para qué -respondió Casta-, pensar en goces exaltados, ni en dolores acerbos? ¿No es preferible dejar correr la vida tranquila como ese río?

-Si en ello pienso, Casta, -la contesté-, es porque para mí no hay alternativa, y porque no me levantaré de aquí, sin ser el más feliz o el más desgraciado de los hombres.

Se sonrió, deshojó una rosa de pasión que tenía en la mano, gustó la miel que tenía, y me dijo:

-Deme Vd. un duro.

-¡Un duro!, -dije dándoselo-, ¿y para qué?

-Vamos a jugar la suerte de Vd. a cara y cruz.

-¡Casta!, ¡Casta!, -exclamé-, ¿así se hace Vd. la desentendida? ¿Es acaso para no herirme con un desprecio, y desesperarme con un no?

-¿Qué sí, ni qué no?, -preguntó con una maliciosa y graciosa sonrisa.

-¿Ahora estamos ahí?, -exclamé exasperado y levantándome.

Me detuvo por un ramo de lilas que yo tenía en la mano.

-¿Teme Vd. un no de mi madre?, -me dijo-; hace Vd. mal. Mi pobre madre no es interesada.

Poco me faltó para caer de rodillas ante ella. Esas dos palabras, tan buenas, tan sencillas, tan naturales habían, por decirlo así, fijado y aclarado nuestra situación. Sin hallar palabras para contestarle, llevé a mi boca y besé el ramo de lilas que ella había tocado, y con el que me había detenido a su lado.

Figúrate, amigo mío, una sala de ópera, en la cual en una abstracción completa, el público escucha alguno de los divinos trozos de Rossini, y que en medio de esta celestial armonía, se desplome el techo del edificio con estrépito: lo que ese público debió sentir lo sentí yo cuando de repente oí cerca de mí la voz ronca de D. Judas que decía:

-Pero, señores, ¿dónde está metida Castita? Se ha perdido de ver todas mis suertes. Saque Vd. un naipe, Castita..., mírelo Vd..., vuélvalo a meter en el juego, y baraje aunque sea hasta mañana, que yo lo reconoceré entre todos, tan solo por haberlo tocado esos deditos. Por lo que toca a Vd., amigo fiscal, abandonad el puesto; que viene el relevo... embargo a Castita. Ya la requebró Vd. bastante en la lancha..., a cada uno su vez. Soy viejo; pero los ojos son siempre niños.

-Vaya, D. Judas, -dijo el administrador, contentísimo de zafarse de las plegarias de la anciana señora-, no sea Vd. como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer.

-No viene al caso vuestro refrán, señor administrador, respondió D. Judas; pero sí el que dice «a gato viejo, rata tierna.»

Uno de los jóvenes encargados en la comida, llamó a D. Judas, y le dijo: -nos vamos a poner a la mesa, y el mayordomo me acaba de decir que los dulces y tortas no han llegado.

-No tenga Vd. cuidado, -contestó D. Judas muy en sí-; pongámonos a comer, cuanto antes mejor, que los dulces no faltarán a su debido tiempo.

Nos pusimos a la mesa. De cuando en cuando echaba D. Judas a hurtadillas, una mirada por la ventana, pero como el camino que se veía estaba solo, murmuraba entre dientes: -¡malditos gallegos!

La comida se acercaba a su fin; ya traían la fruta, cuando se oyó un grande estrépito a la puerta de la calle.

-¿Sois vos, gallegos malditos, tortugas del demonio? -gritó D. Judas.

-Sí señur..., sí señur..., respondieron cuatro voces de mandaderos gallegos.

-Entrad, pues, ¡por todos los santos del cielo!, autómatas estúpidos...

Un gallego, negro de colorado y chorreando sudor, metió su cabeza cubierta de un gorro de lana colorado por la puerta entreabierta, y dijo: -Señur, es que la que trallemus non puede entrare pur la puerta.

D. Judas se levantó consternado. Todo el mundo hizo lo mismo; unos corrieron hacia la puerta, y otros se asomaron a la ventana.

Ruidosas y alegres carcajadas formaron un coro general, entre medio de las cuales se oía la voz de D. Judas, disputando con los gallegos, y haciendo esfuerzos por ver si podía colar por la puerta una torta monstruosa, un promontorio de dulces, que merece una descripción particular, puesto que no se puede uno formar idea de ella sino habiéndola visto. Cinco o seis tortas de diferentes pastas y diferentes tamaños, estaban sobrepuestas unas a otras, formando una pirámide que concluía por un piñonate; que a su vez era coronado por una figurita bastante grotesca, que creo representaba a la Victoria, y que en una mano tenía una bandera, y en la otra un enorme corazón de azúcar color de rosa, atravesado por una flecha disforme, cuyas plumas habrían salido de la cola de una gallina del confitero.

Sobre los escalones o gradas, que iban formando las tortas a medida que se iban achicando, había ido colocando el confitero muestras de cuanto su tienda contenía. La mayor la rodeaba una orla de canarios de tamaño natural, rellenos de anises. A las otras, frutas de todas especies, adornadas de sus hojas hechas de papel; pastillas de todas clases; yemas compuestas de mil maneras; botellitas de azúcar transparente llenas de licores de diferentes colores; frutas encaramelas; canastillos de alfeñique llenos de anises y grajeas; mazapán; merengues, innumerables especies de golosinas se aglomeraban como un ejército en un castillo. El todo, estaba adornado de banderitas, de arcos y de flores contrahechas, de hechuras y colores incalificables. Esta pirámide de Egipto no había hallado ni plato ni batea proporcionados a su tamaño; así, había sido colocada sobre unas tablas, debajo de las cuales pasaban fuertes sogas, que las suspendían a las palancas de los gallegos.

-¿Qué burro de albañil ha labrado esta casita?, -gritaba D. Judas-, ¿y dado la medida para esta puerta al tamaño de sus alcances?

Don Judas exasperado ya por este contratiempo ridículo, que quitaba todo el lucimiento a su grandioso obsequio, se acababa de desesperar con una turba de pilluelos, que formando círculo al monte enconfitado, trataban con el mayor descaro de apoderarse de lo que pudiesen, mientras que los gallegos sofocados los apartaban a voces y a puntapiés.

-Nu hay más, mi amu, -decían-; o mande agrandare la puerta o achicare la turta. ¿Quieres, maldito, sultar la bandeira, u te partu en dos comu la turta?

El chiquillo ya estaba lejos, devorando una pera, blandiendo una bandera por cima de su cabeza, cual trofeo victorioso.

-En fin, mi amu, ¿qué determina?, -decía otro de los mandaderos; que nus teneimos que volvere a la villa, no nos pudemos entretenere. Ese rapaz se lleva un pajariñu y una rusiña. ¡Aguarda, aguarda!, fillu de Barrabás, que voy a te enseñare a rubar, antes que aun sepas te presinare.

El hijo de Barrabás se había subido ya a la cumbre de un vallado alto, se había colocado la rosa sobre su sombrero viejísimo, y le enseñaba al gallego el pájaro, cantando: -¡quiquiriquí!

-Me van a volver loco, -gritaba D. Judas-, tapándose con sus manos ambos oídos, ¿qué hacer, Dios mío?, ¿qué hacer? En fin, partan la torta, antes que esa echadura del infierno se la lleve toda a trozos. Vamos, gallego, dame, ante todas cosas, la muñeca que está allá arriba, para obsequiar con ella a quien compete.

El gallego, alzándose sobre las puntas de los pies, alcanzó la figurita con su gran corazón y su pequeña bandera, y se la entregó a D. Judas. Éste, con su caricatura en la mano, se volvió con galantería hacia Casta; pero apenas hubo echado la vista sobre el estandarte, cuando exclamó:

-¿Qué es esto?... ¿Quién ha puesto esta bandera en manos de la muñeca? Decid, decid, ¡tunantes, responded! ¿Os queréis burlar de mí, gaznápiros?... ¿Os han pagado para jugarme esta jugarreta?, es seguro: ¡lo afirmo! ¡Estáis vendidos al partido socialista!, servís a su jefe. ¿Conque es así?, ¿estáis en la conspiración contra mí? ¡Idos al demonio!, que yo no os pago.

Los gallegos habían escuchado aquella furiosa salida, con la boca abierta, y sin comprenderla, ni adivinar su causa; pero al oír las últimas palabras, terrificantes para ellos, empezaron a gritar y a quejarse en coro de una manera desesperada.

Los muchachos, que vieron el promontorio abandonado, se echaron sobre él con tal furor, y tales gritos de alegría, que D. Judas, al verlos daba tales clamores, que por un momento fue aquello la torre de Babel; todos quedamos atolondrados.

Por fin pagamos a los gallegos, e hicimos que los criados entrasen la obra maestra del confitero, medio arruinada por el terrible ataque que había sufrido; y el sosiego se restableció.

Antes de proseguir es preciso que te diga lo que de tal manera había irritado y sacado de sus casillas a D. Judas.

El señor Barbo había puesto su entendimiento en prensa para hallar un letrero galante, entendido y expresivo dirigido a Casta; el cual había de ponerse sobre la bandera en cuestión.

Se presentó muy ancho con su letrero en casa del confitero. El hijo de éste, que iba a la escuela, y tenía la letra clara, escribió, pues, bajo la inmediata dirección de D. Judas este lema:

CONQUE GUSTE A CASTA, BASTA.



Esta dedicatoria, bastantemente grosera para los demás, había sido sustraída seguramente por Pedro de Torres, y en su lugar había colocado otra con este lema:


No necesitas, Tadeo,
para empalagar a Casta
tanto dulce; porque creo
que con tu presencia basta.



Después de comer, fuimos a dar un paseo; me apresuré a ofrecer el brazo a Casta, y seguimos la orilla del río, por medio de olivares. ¡Dios mío! ¿Quién ha podido decir que el olivo sea triste? Entramos en naranjales, cubiertos de tantas flores, escondiendo tantos ruiseñores, que formaban una atmósfera de perfumes y armonía, en que nos cerníamos Casta y yo, elevados de la tierra cual dos pájaros armoniosos.

Llegamos a la preciosa hacienda de Valparaíso, en la que hasta el nombre es poético.

La habitación está asentada en la loma del monte; a su espalda el jardín se eleva como una gran escalera de flores. Varias sendas llevan a una gruta, en el fondo de la cual una fuente parece haber buscado la sombra y el silencio.

Entramos todos a beber; Casta y yo nos quedamos los últimos, e íbamos a salir, cuando la poco armoniosa voz de D. Judas, nos hizo retroceder, y por un impulso espontáneo e irreflexivo, nos escondimos detrás de un velo verde, que pareció formar una enredadera para ocultarnos.

Don Judas se acercaba, trayendo del brazo a una señora.

-Esta Vd. más ciega que la noche, doña Mónica, -decía-; pues no ve Vd. lo que todo el mundo ve; y es que el fiscalito está enamorado y obsequia a su hija, y que ésta le demuestra una preferencia que salta a los ojos.

-Y bien, aunque eso fuese, -contestó doña Mónica-, es un excelente sujeto, que todo el mundo celebra y aprecia, un joven...

-Que no tiene más mérito, señora, -interrumpió D. Judas-, que llevar vestidos hechos por Utrilla, botas barnizadas del Aragonés, y la cintura cinchada como un mulo. No tiene nada sino su miserable fiscalía, que le dará unos ocho mil reales, que no ha obtenido sino por ser su cuñado diputado, y que le quitarán cuando deje de ser del Congreso el cuñado. ¡Buen partido para Castita, a fe mía!

-Pero, señor, -repuso doña Mónica-, Javier Barea tiene mucho mérito...

-¡Sí, mérito!, ¡mérito!, -repuso D. Judas-; que mande con él a la plaza; como puede hacerlo ese insolente de Torres con sus pergaminos!

-Tiene, -prosiguió doña Mónica-, buenas relaciones en Madrid; un tío rico en Sevilla.

-¿Rico?, ¡qué pamplina!, riquezas de Sevilla, en donde, como en el reino de los ciegos, el que tiene un ojo es rey.2 Señora, su hija de Vd. es una niña, que no sabe aún nada de mundo, ni conducirse; a Vd. le toca alejar de ella esos mosquitos, que son como el agua por San Juan, que quita vino, y no da pan.

Pasaron.

¡Pero figúrate mi rabia y mi indignación! Casta se reía a carcajadas.

-Yo haré ver a ese deslenguado..., -exclamé.

-¿Y qué lograría Vd. con eso?, -me respondió Casta-. Vendernos, haciéndole ver que le hemos escuchado; y ¿qué le haría Vd. a un hombre anciano y con canas?

-Abusa en extremo de ese privilegio. Además, Casta, ama a Vd., la persigue y rodea de continuo, y cuando se ama como yo os amo, Casta, se tienen celos...

-¿De D. Judas?, -preguntó ella riendo y dando palmadas.

-Sí, Casta, -contesté-, ¡aun de D. Judas!

-Vaya, -dijo ella sin cesar de reír-, eclipsa Vd. a Otelo como el sol a la luna.

-Soy de compadecer, Casta, -repuse-; pues no comprende Vd. mi posición. ¿Sabe Vd. que es más humano despedir a un amante, que no el detenerle para darle tormento?

-¡Vamos, vamos! Javier, por Dios, no tome Vd. el tono trágico, que detesto de muerte. Le prometo a Vd. alejar de mí, no a ese mosquito, sino a ese moscón.

-¿De verás, Casta mía? ¡Tenga Vd. caridad, no me engañe Vd.!

-Tenga Vd. fe, si quiere que yo tenga caridad.

Esto diciendo, se echó a correr para reunirse a su madre.

Di una vuelta solo, para calmar los violentos y diversos sentimientos que me agitaban. Cuando llegué de vuelta a Valparaíso, estaba todo el mundo reunido sobre el terraplén al frente de la casa.

Casta estaba sentada en un banco al lado de su madre. Después me ha contado la conversación que tuvo lugar entre ellas, y que te pondré aquí.

Luego que la vio su madre, la mandó que se sentase a su lado.

-¡Válgame Dios, madre!, -dijo Casta-, ¡qué cariño tan tierno le ha entrado a Vd.!

-No es eso, señorita; sino que veo que desde que estás en Sevilla, vas sacando mucho los pies del plato. Te vas poniendo muy sacada de cuello, y esto no me acomoda; como tampoco que des el brazo, ni hables con Javier Barea.

-¡Jesús!, madre, ¿y por qué?

-Porque se particulariza contigo. Esto lo han notado ya hasta las personas respetables, y no puede sino perjudicarte.

-Pero, señora, ¿por qué puede perjudicarme el que Javier Barea me prefiera y me quiera?

-Porque siempre perjudica a una joven dar alas a unas relaciones que no le convienen.

-¿Y por qué no me convienen, señora? ¿Porque no es rico? ¿Qué importa?

-Hablas como una niña que eres. Lee la comedia de Gorostiza Contigo pan y cebolla.

-¡Madrecita mía!, alguna madre cicatera se empeñó con el señor Gorostiza para que hiciese esa comedia.

-Vamos, Casta, te repito no seas niña. Un excelente partido se presenta para ti, y espero que no despreciarás el bello porvenir que te sonríe, y que Dios nos envía en nuestra triste situación.

-¿Un brillante partido, dice Vd.?

-Sí, hija mía: vivirás en grande, arrastrarás coche, y serás dotada con 50.000 duros.

-¡Jesús!, ¡Jesús!, -dijo Casta con su airecito burlón-, ¿de dónde sale, quién es, ese maravilloso pretendiente?

-Es D. Judas Tadeo Barbo.

-Casta soltó una carcajada tan espontánea y ruidosa, que la madre, que vio a D. Judas venir hacia ellas, dijo a su hija:

-Casta, modera esa risa inoportuna.

Pero eran vanos los esfuerzos que ésta hacía para contenerse.

-¡Eres una chiquilla mal criada!, -murmuraba doña Mónica en sumo mortificada.

El sol estaba cerca de ponerse, y como el crepúsculo es corto en este país, nos volvimos a San Juan, donde debía bailarse algunas horas.

Casta cogió el brazo de su madre. D. Judas se acercó, y ofreció ponerse entre madre e hija.

-No, no señor, -dijo Casta.

-Pues, y ¿por qué no, señorita?, -preguntó don Judas.

-Porque, -respondió Casta-, parecería Vd. una alcarraza.

Don Judas tuvo que contentarse con el brazo de la madre; yo les seguí a corta distancia.

Casta dejó caer su pañuelo, su quitasol, su ramo, para darme el placer de cogérselos. Cogía ella las ramas de los olivos, las detenía, y luego las soltaba, enviándomelas como mensajeros de acuerdo y de paz.

No quiso bailar, y se sentó junto a una ventana que cerraba una persiana. Pasé al jardín, y me puse junto a la persiana, de modo de poder verla y hablarla, sin ser visto de nadie. Por desgracia vino D. Judas a sentarse junto a ella.

La madre a poco se durmió.

-Parece, Castita, -dijo D. Judas-, que la proposición que he hecho a su madre, y que creo le ha comunicado, ha hecho a Vd. reír.

-Un poco, -respondió Casta.

-¿Es acaso tan risible, -repuso el viejo pretendiente-, que yo quiera ser marido de Vd., y hacerle una de las mujeres más ricas y felices de Andalucía?

-Por cierto que sí, -respondió ella.

-¡Cáspita!, -dijo D. Judas-, ¡me gusta la frescura! Y, ¿me hará Vd. el favor de decirme por qué es risible?

-Por la sencilla razón de que podría Vd. ser mi padre o mi abuelo.

-Eso quiere decir, -preguntó con una risita sardónica y rabiosa D. Judas-, que ¿soy demasiado viejo?

-Usted puede que no sea demasiado viejo sino yo demasiado muchacha; allá se va. Sepa Vd., D. Judas, que me han dicho que no hay fiesta más celebrada en los infiernos, que la que tienen el día que se casa un viejo con una muchacha; aquel día se visten los diablos de la discordia, de color de rosa.

-¿Quiere decir, pues, que Vd. me rehúsa?

-Claro está, D. Judas.

-Pues mire Vd., Castita, voy a contarla un cuento, pienso que de él se acordará Vd. para toda su vida,

Le dijeron a un pobre que para hacer fortuna era preciso ir a Méjico, donde había tantos pesos duros, que no había sino bajarse para cogerlos. Mi pobre se puso en camino, lleno de esperanza con esa dulce ilusión. Al llegar, quiso la casualidad que en el muelle se hallara un peso duro; pero echándola de buche y escupiendo por el colmillo, dijo al mirarle: «Ya empezáis a perseguirme» y pasó de largo. No se halló otro. ¿Me comprende Vd., Castita?

-Comprendo, -dijo Casta-, que yo soy el pobre, y Vd. el peso duro. Bien está; pero contestaré que jamás iría yo a América en busca de pesos duros. Si fuese, sería por hallar los bosques, las flores, los ríos, la naturaleza tan bella.

-¡Ta!, ¡ta!, ¡ta!, ¡ta!, -dijo D. Judas-. ¡Qué retahíla! ¿Es Vd. poeta como aquéllos?...

-Mi corazón lo es, respondió ella; y en seguida, como inspirada por una repentina idea prosiguió: Sí, lo soy; pero no se lo diga Vd. a nadie. No quiero que mi nombre suene, sino después de obtener los triunfos que ambiciono. He hecho imprimir ya algunas de mis obras; pero bajo nombres supuestos, que han querido prestarme mis amigos. Así es que las poesías de Martínez de la Rosa, no son de él, sino mías.

El mayor y más estúpido espanto se había pintado en la cara de D. Judas. -¿Vd. ha compuesto impreso libros?, -exclamó.

Casta, encantada con el buen resultado de su treta, prosiguió:

-He hecho también piezas para teatro; obras dramáticas que han sido sumamente gustadas y aplaudidas, y que pasan por ser de las mejores de nuestro repertorio moderno. Así los Solaces de un prisionero, que se atribuyen al Duque de Rivas, no son suyos son míos.

-¡Una literata! ¡Ave María! ¡Una mujer que escribe e imprime! ¡El pecado sea sordo! ¿Sabe usted, Castita, que eso es cosa contra la naturaleza, y que una mujer que da un libro a luz, es como un hombre que diera a luz un niño? ¿Quién hubiera creído eso, viendo a Vd. tan joven y bonita, tan mujeril y tan primorosa? Porque una mujer que escribe, debe ser necesariamente vieja, fea, descompuesta; un marimacho.

-Ésas son preocupaciones, D. Judas; créame Vd. El genio no tiene sexo; eso lo ha dicho Buffon, y lo ha repetido el padre Masdeu.

Don Judas hizo un gesto, como de quererse tapar los oídos.

-Oiga Vd., D. Judas, -prosiguió Casta-, oiga Vd.: ¿conoce Vd. mi Tell?

-¿Miguel? ¿Qué Miguel? ¿Miguel el medidor?

-No; mi Tell, mi novela histórica, mi obra maestra.

-Jamás leo, -dijo D. Judas-, que eso daña a la vista.

-Pues oiga Vd. el extracto de ella, y admirará Vd. mi erudición.

-Soy como Napoleón: el gran Napoleón no admiró en las mujeres sino su fecundidad, dijo D. Judas sentenciosamente.

-Lo mismo que Vd. aprecia en sus vacas y yeguas, prosiguió Casta; pero escuche Vd. el extracto de mi obra.

Casta quería irritarlo, aburrirle, sacarle de tino, a punto de hacerle levantar y alejarse.

-Guillermo Tell era un noble montañés de Escocia, que rehusó saludar el sombrero de castor que el general inglés (Marlborough) Malbruc, clavó sobre una estaca con ese fin, de aquí provino la insurrección y guerra de Treinta años, en que por fin mi héroe salió vencedor, y fue proclamado rey de Inglaterra con el nombre de Guillermo el Conquistador. Ajó sus laureles, haciendo decapitar a su mujer, la bella Ana Bolena. Para expiar este crimen envió a Palestina a su hijo Ricardo Corazón de León. Cuando, Ricardo volvió, fue aprisionado a causa de su celo religioso, por Lutero, Calvino, Voltaire y Rousseau, que formaban el directorio en Francia, directorio revolucionario, que condenó a muerte e hizo ajusticiar al santo rey Luis XIV. Entonces fue cuando para evitar iguales males en España, estableció el rey don Pedro el Cruel la Inquisición, por lo que le quedó el nombre.»

No puede darse cosa más cómica, querido Paul, que la seriedad y aplomo con que Casta recitó esta sarta de desatinos, sin rozarse ni titubear. Tanto más cuanto que, habiendo cogido Casta nombres y hechos históricos a la casualidad, y según se los sugerían recuerdos de óperas, sermones, folletines y conversaciones, conocía que su relación era inexacta; pero no sospechaba lo enorme de sus desatinos, ni lo monstruoso de sus anacronismos.

D. Judas quedó pasmado; no de los disparates, sino de la erudición de Casta.

-Ya veo, señorita, -le dijo-, que no hay sino uno los siete sabios de la Grecia que esté a la altura de Vd. y sea digno de ser su consorte. ¿Qué diría, -añadió bajando la voz-, Javier Barea, si conociese semejante ridículo?

-¡Se pondría fuera de sí! ¡Me adoraría!, -contestó Casta-; aunque jurisconsulto, le gustan las artes y la literatura, como a todo hombre de gusto. Le he oído decir que Temis es la décima musa.

Al oír a Casta atribuirme tan extraña proposición, me fue imposible retener la risa, y solté una carcajada.

-Me parece que oigo risa en el jardín, -advirtió D. Judas.

-Por todas partes ríen, -respondió Casta-; entre tanta gente alegre, no hay sino Vd. y yo que no lo estemos. ¿No se diría sino que se aburre Vd. de oírme?

Doña Mónica, que despertó entonces, celebró con una sonrisa complacida el ver a su hija en conversación con D. Judas.

Emprendimos la vuelta. Casta empaquetada en capa y pañolones, tuvo que sentarse en la lancha entre su madre y D. Judas.

La luna derramaba su triste luz sobre aquellos mismos sitios, que por la mañana iluminaba el sol con tanta brillantez, ¡y aun la música que había quedado lejos en la última lancha, parecía un recuerdo!

-¡Ay Casta!, -la dije al pasar, mientras D. Judas encendía un cigarro antes de embarcarse-, Casta, ¿conservo la fe?

-Y la esperanza; me contestó.

Así acabó para mí un día que tan felizmente había empezado. Puedes compadecerme y envidiarme a un tiempo; pero sobre todo, perdóname de no haberte hablado en esta carta sino de mis propios asuntos. En cambio te doy palabra de no ocuparme en la próxima, sino de los recuerdos de mi tío, según deseas.



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