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Una poética de la disonancia

Rose Corral





Pocas veces se discuten textos «críticos» de Arlt, tal vez porque no se consideran como tales, o simplemente porque se ignoran o desconocen al estar desperdigados todavía en publicaciones periódicas de la época. En este sentido, el único paratexto hoy ampliamente conocido (y citado) de Arlt es el prólogo a Los lanzallamas, de 1931, «Palabras del autor», que puede leerse como un texto programático y un apasionado manifiesto personal. Aunque no sean estrictamente textos «críticos» -se trata de notas, apuntes, de breves y lúcidas reflexiones, a los que hay que agregar una entrevista-, importa destacar que Arlt pensó y escribió sobre muchos temas contemporáneos en las crónicas que publicó en los años finales de su vida: en primer lugar, temas de política internacional, pero también sobre cine y fotografía, literatura y géneros, editores y crítica, cultura en tiempos de crisis, ciencia y arte de la novela, entre otros. Al morir Arlt, Álvaro Yunque, un amigo suyo desde la juventud, aludía (y es uno de los pocos testimonios de un contemporáneo suyo sobre su periodismo final) al «equilibrio» alcanzado por Arlt en sus últimos artículos políticos en los que «supo aliar su observación -que siempre fue aguda, capaz de descubrir datos originalísimos- a la reflexión y extraer conclusiones certeras de una situación confusa». Se refiere concretamente a las notas que envió el escritor porteño desde Chile en 19411.

En 1929, poco antes de que aparezca su segunda novela, Los siete locos, se publica una entrevista decisiva (que sepamos la única que se conoce de Arlt), en la que toca una multitud de cuestiones centrales en esos años, asuntos que estaban en el aire como literatura y cultura nacional, sobre modernidad literaria, lo que llama la «ola de modernismo», tal como la concibe en esos años de agitación vanguardista. Discusiones todas que la historiografía literaria ha simplificado al extremo al hablar sólo de Boedo versus Florida y al polarizar el campo intelectual de los «nuevos» (que agrupó a escritores de tendencias muy diversas) en dos únicas posturas. Como se verá, en otro artículo, del 22 de mayo de 1941, «Escritores jóvenes de la América Hispana», Arlt hace un balance de su generación literaria, lejos ya de la estridencia de los años veinte, en el que destaca lo que considera un rasgo central de la modernidad literaria o de los «estilos nuevos» (como prefiere decir)2 que se perfilan en aquellos años: la «disonancia».

Arlt, como varios otros escritores hispanoamericanos del período -pensamos por ejemplo en el ecuatoriano Pablo Palacio (con quien tiene varios puntos en común)3-, asociados o no directamente con movimientos de vanguardia, pensaron pronto la modernidad de manera crítica, como el escenario «de una incansable lucha cuerpo a cuerpo con sus ambigüedades y sus contradicciones», porque ser moderno es ser a la vez anti-moderno4.

Los textos y paratextos de Arlt que analizaremos pertenecen a distintos momentos de su trayectoria, comprendida entre 1929 y 1941, y permiten por lo mismo apreciar la evolución de su pensamiento en lo que toca precisamente a su concepción de la modernidad y a la valoración de su generación literaria. Se trata por lo tanto de un derrotero inusual en la crítica arltiana, que parte del principio de que no hay ensayos o reflexiones sobre su práctica. En un segundo tiempo, se intentará tender algunos puentes entre estas reflexiones y su propia ficción.


«Escritores jóvenes de la América Hispana» y otros textos

Casi al final de su vida, en un artículo publicado en El Mundo en 1941 (en realidad una respuesta a un artículo del novelista y ensayista argentino Eduardo Mallea, publicado con un título idéntico, «Escritores jóvenes de la América Hispana»)5, Arlt hace un balance y una defensa generosa de su generación literaria. Se trata de una mirada retrospectiva, serena, una vez sosegados los enfrentamientos de la década anterior, una mirada que procura valorar el trabajo literario de sus contemporáneos, incluido el suyo propio. En esta nota Arlt esboza las líneas de lo que define como una poética generacional: la poética de la disonancia. Esta es en su opinión la naturaleza de su contribución: «[han] realizado una obra en la que la poética actual, con sus exigencias de disonancia, desdibujo y color, ha sido lograda con una perfección que no han superado los poetas europeos»6. La respuesta de Arlt a Mallea se esfuerza no sólo por ampliar la nómina de «jóvenes autores» que presenta Mallea en su ensayo, sino también por esbozar un mapa de la joven literatura argentina7.

Admirador de la música de Ígor Stravinski8, es muy posible que Arlt haya extraído de esta afición musical la noción de «disonancia» para caracterizar la modernidad literaria de sus compañeros de generación: una modernidad conflictiva hecha de choques, oposiciones, contrastes, rupturas, disonancias perceptibles en las obras que producen estos autores. El otro aspecto importante de este artículo de 1941, lo constituye el logro estético alcanzado por esa generación: una «perfección -subraya Arlt- que no han superado los poetas europeos». Esta afirmación de independencia intelectual de los escritores argentinos, el sentimiento de que han llevado a cabo una obra a la altura de las europeas, no constituye en 1941 un exabrupto de Arlt o una reivindicación juvenil, como sí lo fue el «americanismo» a ultranza de muchos martinfierristas una década antes. Bastaría con recordar, por ejemplo, la virulencia de su respuesta, en las páginas de Martín Fierro, al asunto del meridiano intelectual de Hispanoamérica en 1927. La afirmación de Arlt parece ser, por el contrario, el resultado de un proceso de maduración y reflexión sobre el tema. En efecto, otros comentarios anteriores de Arlt, de finales de los años veinte, se refieren, como se verá, a la desorientación de muchos de los «nuevos», a la inexistencia también de una cultura nacional o, en todo caso, a un proceso que entonces considera en formación. La postura de Arlt, no cegada por el nacionalismo (ni en la entrevista de 1929 ni en el texto de 1941) -un «nacionalismo a la violeta», como lo define en una aguafuerte porteña9-, es entonces mucho más abierta y universal que la de la mayoría de los jóvenes, incluida, como es bien sabido, la del propio Borges10. No deja de ser sorprendente la coincidencia de Arlt con otras reflexiones contemporáneas, en particular las de un escritor tan distante suyo (en muchos sentidos) como lo es Alfonso Reyes, en un decisivo discurso pronunciado en Buenos Aires por los mismos años (y publicado en Sur), en torno a la «mayoría de edad» alcanzada por la «inteligencia americana»11.

Sin pretender convertir a Arlt en lo que no fue, un ensayista sistemático o un pensador teórico, es posible afirmar que paralelamente a la escritura de su obra narrativa y dramática, el escritor argentino intervino en algunos de los debates del momento. Este material, que apenas se está reuniendo, permite pensar en Arlt desde otras perspectivas. En estos textos y paratextos el escritor porteño fue fijando su posición en el espectro literario de la época, una posición mucho más definida y concreta de la que la posteridad ha querido reconocerle. A pesar de que la suya no fue desde luego una actuación directa o visible, si pensamos en las distintas manifestaciones, colectivas y ruidosas de los vanguardistas (manifiestos, polémicas públicas, participación en revistas, etc.), tampoco se mantuvo al margen de las discusiones, como tantas veces se ha dicho, con el consiguiente intento de recuperación, muy posterior, por los memorialistas de uno y otro grupo (de Boedo-Florida). Como es bien sabido, no publica nada en la revista Martín Fierro aunque sí en Proa12, y anticipa un capítulo de Los siete locos en Pulso, otra efímera revista de vanguardia dirigida por el peruano Alberto Hidalgo13. Pero tampoco actúa clara e incondicionalmente junto a los boedistas en la revista Claridad, con quienes tiene de todos modos mayor cercanía y muchas más afinidades, y cuya editorial se encarga de reimprimir El juguete rabioso y Los siete locos y de publicar asimismo la primera edición de Los lanzallamas.

Si «Escritores jóvenes de la América Hispana» representa una suerte de punto de llegada y una sugerente valoración sobre su propia obra y la de su generación literaria, hay que decir que la opinión de Arlt sobre las obras y los caminos emprendidos por la juventud literaria argentina de aquellos años no fue tan favorable en la década anterior. Un eslabón decisivo para apreciar lo anterior es la entrevista de 1929, publicada en un momento en que parece reconfigurarse el campo intelectual argentino, una vez pasado el primer momento de las vanguardias. La crisis política interna de 1930 y la debacle económica internacional cambiarán poco después el tono y las prioridades de los debates.

La entrevista aparece en el número de aniversario de La Literatura Argentina (Revista Bibliográfica), en su primer año de vida14. Esta entrevista permite conocer los puntos de vista de Arlt sobre algunas cuestiones candentes en aquel momento: la existencia problemática de una cultura nacional, el criollismo de la vanguardia argentina, las características del arte nuevo y la noción de modernidad imperante en las filas de la nueva generación literaria. La postura del joven Arlt resulta bastante provocadora e iconoclasta, habla de una radical inconformidad con el entorno literario y cultural del momento, y en todo caso va mucho más allá de la tan traída y llevada polémica entre Boedo y Florida, aunque el propio Arlt se coloque, en el transcurso de la entrevista, junto a Castelnuovo, Barletta y Mariani, escritores identificados con Boedo.

Uno de los primeros temas que toca Arlt es el de la «cultura nacional», un tema que se debatía desde los años del Centenario, y a cuya discusión se sumaron los jóvenes de la vanguardia a través de la «Primera encuesta» que lanzaron en el número 4 de la revista Martín Fierro en 1924, el mismo número en que aparece el «Manifiesto de Martín Fierro», que escribió el poeta Oliverio Girondo. Las preguntas enviadas a Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Ricardo Güiraldes, Roberto Mariani, Oliverio Girondo, el pintor Pedro Figari, entre otros, fueron: «¿Cree usted en la existencia de una sensibilidad, una mentalidad argentina?» y, en caso de contestar afirmativamente, «¿cuáles son sus características?». En esta entrevista, Arlt no duda en afirmar tajantemente que «no tenemos cultura nacional», si por ella se entiende:

... una psicología nacional y uniforme creada por la asimilación de conocimientos extranjeros y acompañada de una característica propia [...] Aquí lo único que tenemos es un conocimiento superficial de libros extranjeros. Y en los autores una fuerza vaga, que no sabe en qué dirección expansionarse.


(p. 25)                


O sea que no se ha dado todavía, en su opinión, la «capacidad digestiva y de asimilación» que el entusiasta «Manifiesto de Martín Fierro» ya proclama como un hecho en 192415. En El juguete rabioso es llamativo, como ya ha notado la crítica, que entre las múltiples y heterogéneas lecturas de Silvio Astier no aparezcan obras nacionales que constituyan para el joven lecturas formativas. Se menciona a Lugones, Las montañas de oro, por ser un libro agotado, codiciado por su posible valor en el mercado. Varias «aguafuertes porteñas» de la época insisten en la misma idea: «no hay espíritu nacional de literatura, no hay un fin social o artístico determinado, no hay nada»16. Hay también «desorientación» en los escritores porque el pasado «no nos ha legado nada», «sólo material», agrega Arlt en la entrevista, «para interesarle a un erudito alemán» (p. 26)17. Reconoce no obstante que en algunas obras del presente (entre las que incluye su primera novela) está en construcción una obra que perdurará: «Güiraldes con su Don Segundo Sombra; Larreta con La gloria de Don Ramiro; Castelnuovo con Tinieblas; yo con El juguete rabioso; Mallea con Cuentos para una inglesa desesperada. De estos libros algo va a quedar. El resto se hunde» (id.).

El ataque de Roberto Arlt a la «literatura nacional» (o la constatación de su inexistencia) sólo tiene parangón con el que llevará a cabo en México pocos años después uno de los miembros del grupo de los Contemporáneos, Jorge Cuesta, ante el embate de los nacionalistas que los criticaban por cosmopolitas y extranjerizantes. Un nacionalismo, dirá Cuesta, «que sirve de escudo a la mediocridad y a la incultura»18, palabras que hubiera suscrito sin duda Arlt en la Argentina y en esos años19. Arlt asume sin complejo alguno, en la misma entrevista, que los países que nos «educan» son «España, Francia y Rusia» y que los escritores del momento (incluido él mismo) están todavía cerca de sus modelos; de allí que divida a los escritores argentinos en «españolizantes», «afrancesados» y «rusófilos» (p. 25). La influencia, la imitación de Europa, un asunto que mucho se debatía entonces, no parece ser un problema para Arlt, quien muestra en ese sentido un sorprendente universalismo y una gran apertura. En todo caso, para el autor porteño, parece tratarse de una etapa necesaria en la formación de los escritores argentinos o americanos20.

Arlt denunciará, poco después, un colonialismo mucho más pernicioso que el de los modelos extranjeros, un colonialismo cultural interno que establece cortes y separaciones, sociales y culturales, entre los que leen en el idioma original y los que leen en traducciones, o sea la gran mayoría de los escritores argentinos de origen inmigratorio. Como bien lo capta Arlt en esos años, las traducciones constituyen un factor de democratización en el acceso a la cultura. De allí que desenmascara con agudeza, en el breve comentario sobre el Ulises de James Joyce (incluido en el prólogo a Los lanzallamas), la apropiación clasista de los idiomas y las literaturas por las élites intelectuales de su país21. La aguda conciencia del carácter social y cultural de estas apropiaciones es otro rasgo que define muy bien la postura crítica de Arlt, quien advierte pronto la existencia de una doble legalidad: desde la perspectiva de la «alta cultura» habría lecturas legítimas de autores extranjeros, las que llevan a cabo los que pueden leer en inglés o en francés, y que corresponden a una élite cultural y social minoritaria. Y habría también apropiaciones ilegítimas, de los que leen traducciones: las traducciones masivas de la editorial Claridad, por ejemplo, que difunden otro tipo de literatura, obras de Henri Barbusse (El fuego) o Erich María Remarque (Sin novedad en el frente).

Arlt rechaza también, con ironía, la corriente de autoctonismo de los jóvenes que en la Argentina ha llevado a la glorificación de la «desvalorizada moneda del gaucho»22, al que considera un nacionalismo superficial y acomodaticio. Está claro que condena por inauténtica y falsa la búsqueda de identidad nacional en el criollismo que practican los jóvenes de la vanguardia. Es una de las pocas voces entonces en cuestionar esta veta nacionalista y en alertar (Leopoldo Marechal es otro de los críticos en las mismas páginas de Martín Fierro)23 sobre los excesos del criollismo entre los jóvenes escritores. Volverá a referirse al gaucho en dos «aguafuertes porteñas» de 1932 -la ya citada «Algo más sobre el gaucho» y «La mula de lo gauchesco»-, para denunciar la «mula» o el engaño de lo gauchesco, un gaucho que no existe ya y que extrañamente «el ambiente moderno» resucita. Cercano a la visión sarmientina, Arlt lo identifica con la barbarie y cuestiona, como lo había hecho ya Roberto Mariani, la asociación entre la llamada «nueva sensibilidad» y Martín Fierro, el símbolo de lo gauchesco:

La generación de escritores del año 1921 empezó con una revista: Martín Fierro (donde se ensalzaba a la nueva sensibilidad ¡y qué distante está esto del gaucho!) a remover los escombros de una tapera ha mucho tiempo desmoronada. Luego Güiraldes, con Don Segundo Sombra y Larreta con Zogoibi hicieron circular esa desvalorizada moneda del gaucho, y los eternos imitadores, la cáfila de escritorzuelos desocupados, recitadores de radio, compositores de tango y declamadoras profesionales, hicieron el resto24.


La defensa de Arlt en lo que toca a lo nacional -su personal batalla-, la dará en el terreno del lenguaje, pugnando por una lengua viva, actual, el «idioma de los argentinos» hablado en las calles de la ciudad. Se opone en sus «aguafuertes» a los gramáticos de la lengua, a los defensores puristas de la norma del español e inicia lo que llama con humor sus «estudios de filología lunfarda»; al mismo tiempo va incorporando este lenguaje a sus novelas25.

Pero son tal vez sus comentarios críticos sobre el arte nuevo, la «nueva sensibilidad» o la «ola de modernismo» -tal como los percibe en la entrevista de 1929- los que merecen mayor atención, por ser Arlt considerado precisamente el introductor de la novela moderna en el Río de la Plata: «Cuando las nuevas generaciones vengan y puedan leer algo de todo lo que se ha escrito en esos años, se dirán: «¿Cómo hicieron estos tipos [acaba de referirse a "Castelnuovo, Mariani, Eandi, yo y Barletta"] para no dejarse contagiar por esa ola de modernismo que dominaba por todas partes?» (p. 26). La distancia la pone Arlt, como se verá, con cierta «idea» de la modernidad y no con la modernidad en sí.

¿Qué entiende en esos años por «ola de modernismo» y por arte nuevo, y cómo va abriéndose paso su propio punto de vista, paralelamente a la escritura de sus novelas mayores? Aunque no habla de vanguardia sino de las nuevas tendencias literarias en Argentina, la noción de lo nuevo y lo moderno está en el centro de esta entrevista. Arlt se opone a la idea de modernidad que reina en su entorno, una modernidad que «trabaja con pocos elementos, fríos y derivados de otras literaturas de decadencia», palabras en las que hay evidentes huellas de la condena al «arte deshumanizado», una literatura en donde está ausente «el problema social y el problema religioso». Y agrega que estos escritores desorientados «tienen inquietudes intelectuales y estéticas» pero «no espirituales e instintivas» (p. 26).

Lo que parece estar en juego, en 1929, es la fundación (pues para Arlt no hay una tradición heredada o no se reconoce en los modelos propuestos) de otros paradigmas para una literatura nueva que vaya, es obvio, más allá de la incorporación de los signos visibles de la modernidad26. Al oponerse entonces a la «ola de modernismo», Arlt se distancia de lo que parece enjuiciar como la «modernolatría» de este momento literario, una «modernolatría» que excluye a la crítica y que se restringe a la creación de una técnica nueva o, como lo había dicho César Vallejo, a un «léxico nuevo»27. Para Arlt, «no basta tener una herramienta para trabajar», lo que sin duda tienen varios de sus contemporáneos, les falta «material sobre el qué desarrollar sus habilidades» (p. 26).

Esta crítica al lenguaje de cierta literatura moderna o nueva, una literatura a-crítica a la que le falta sustancia o vida, se advertirá también en otros comentarios dispersos en las crónicas que escribirá ya a finales de los años treinta cuando reflexiona sobre el arte de la novela en tiempos difíciles para la cultura, durante la Segunda Guerra Mundial. Se trata de un cuerpo de textos prácticamente inexplorados por la crítica, un material sumamente sugerente que permite ir afinando o precisando lo que entiende el escritor por novela moderna en consonancia con la época y el momento histórico. Fuera de «Cómo se escribe una novela», una aguafuerte del 14 de octubre de 1931 -en la que se define como un novelista pur sang frente a los escritores metódicos y ordenados que trazan planes y se sujetan a ellos-, y del prólogo a Los lanzallamas, no se sabía de la existencia de varios textos de Arlt sobre el arte de la novela. Ya iniciadas las hostilidades, en 1940, y consciente -escribe Arlt- del «momento catastrófico» que se vive, lleno de incertidumbre, un momento amenazado por «la muerte, la sensación de traición, la sensación de locura que abarca tremendos sectores de hombres...»28, Arlt interrumpe su columna de «Al margen del cable» en dos momentos (a mediados de 1940 y de 1941) para pensar en la literatura en estas circunstancias.

Como en 1929, Arlt vuelve a criticar la novela que es, dice en «Literatura sin héroes»: «obra de escritores que dominan el arte de escribir pero que carecen de asunto. Se podrían comparar a estos autores con albañiles en disponibilidad. Saben manejar la cuchara, el nivel, la plomada, pero no tienen edificios que construir» (p. 671). El «instrumento», o sea las palabras, no pueden estar al margen del momento histórico: aquéllas se impregnan del «color», del «sonido» que reina en el ambiente (de la «disonancia», precisamente), para acoplarse a la época:

En cada época, la humanidad sumergió la palabra en las policromas cubas de una tintorería espiritual, y de esta tintorería invisible la palabra salió barnizada de matices nuevos, coloreada de flamas más brillantes, empastada de tintas más calientes, más ligeras, más duras.


(p. 566)                


Los «colores industriales», la «arquitectura necesitada de espacio», los «triples fenómenos del arte sometido a los cambiantes reflejos de la economía, de la política y de la mecánica», han engendrado, dice también Arlt, «escritores nuevos», es decir, «estilos nuevos» (p. 567). Compara el estilo de Chateaubriand con el de Huysmans y Dos Passos para finalmente concluir que media entre ellos «la misma distancia que aquella que podemos descubrir entre un sulky y un avión»29. El «estilo eléctrico» de Manhattan Transfer -sigue diciendo en «La tintorería de las palabras»- no está desligado «del frenesí brutal que bailotea en las piernas del ciudadano de Nueva York» (p. 567). Tal parece entonces que la intensa compenetración entre época y palabra, lenguaje o estilo, está en el centro de su reflexión sobre la novela moderna.

En «Necesidad de un «Diccionario de lugares comunes» -una excelente crónica sobre lo que entiende por «estilo», que es también un guiño a los personajes de Flaubert, Bouvard y Pécuchet, y a la obra que preparan-, Arlt insistirá en el mismo tema: «... debajo del léxico [...] se encuentra un determinado edificio espiritual o psicológico», y agrega: «Se puede deducir todo el estado mental de una época por ciertos giros del idioma» (p. 661). A lo largo del diálogo que entablan en esta crónica el «filólogo» y el «filósofo», Arlt hace una defensa del «estilo» o del «idioma» de un escritor que, si es auténtico, se enfrenta al «lugar común» de su época30. La «singularidad verbal» de un escritor puede «agraviar», dice Arlt, «la falca de estilo de otros hombres», cuyo lenguaje está construido con lugares comunes. Su defensa de lo que concibe como «estilo», en contra del lugar común, es en el fondo otra forma de defender lo que entiende por una literatura nueva, acorde con los tiempos, una literatura viva que choca «con la estupidez ambiente» y que hace que ese escritor se sienta incluso como un «extranjero en su propia patria» (p. 662):

La mayoría de los hombres llevan en su interior monstruosas arquitecturas de juicios, construidas con ladrillos amasados de barro de lugares comunes, y la grosera fábrica en la cual habita intelectualmente, se les antoja lujoso palacio. Cuando otro hombre, cuyo idioma no está ensamblado de lugares comunes les expresa realidades espirituales o psicológicas diferentes a las que ellos están acostumbrados a reverenciar, se les antoja que están escuchando a un ladrador de injurias; y entonces odian ferozmente al hombre que por no expresarse con frases hechas, ofende sus convicciones con la fortaleza de un estilo.


(p. 662; el énfasis es nuestro)                


En esa defensa del estilo, encontramos similitudes entre los argumentos de Arlt y los de un escritor contemporáneo suyo, al que probablemente no leyó, Louis-Ferdinand Céline, a quien se consideró precisamente «un ladrador de injurias» y al que se le reprochó el uso de «una prosa hablada, traspuesta» y un estilo «irritante»31.

Arlt condenará también en esos años géneros en boga, como el «diario íntimo» y la morosa novela subjetiva, «la apoteosis de la ficción atomizada»32, escribe pensando sin duda en la novela Contrapunto de Huxley, muy comentada en esos años, porque semeja una «galería de retratos», sin acción dramática, que no está acorde con los tiempos que corren. Pero tampoco aboga por el realismo, un realismo que fustiga y define como de la «medianía», de las «apariencias externas», con personajes cotidianos, planos, sin relieve, «una medianía», agrega, que constituye «una peste» en la novela contemporánea, precisamente por estar alejada del presente, cuando «el planeta es conmovido por la acción de héroes negros, rojos y blancos como en la astral clasificación de la magia» (p. 670), aludiendo con ello a los principales actores políticos que en 1940 convulsionan el panorama mundial. La realidad del momento sobrepasa, parece decir el escritor, cualquier invención literaria. A pesar de que en esos años se imponía, en amplios sectores de las izquierdas, la defensa del «realismo socialista», Arlt se mantiene a distancia. Atento sin duda a «la hora del mundo», sus reflexiones sobre literatura y política, ajenas a consignas partidarias, son un testimonio de su libertad de pensamiento, y alcanzan, como se verá, una hondura inusitada.

En su crítica al realismo Arlt rescata no obstante -y ello es revelador de lo que es su propio estilo (que la crítica más reciente viene vinculando al expresionismo)- «la exageración en la descripción de las cosas hasta su retorcimiento», lo que produce, «dentro del realismo, un fenómeno de estilo esencialmente poético» (p. 669). En esta línea lee la obra de Valle-Inclán y, de manera congruente, parece ser una vez más el estilo lo que salva determinadas obras y autores, y no la adscripción a una determinada corriente literaria. Tampoco la novela moderna puede estar al margen de los descubrimientos revolucionarios de las ciencias físicas, en particular de la «revolución de los cuantos» iniciada por Max Planck en 1905: «La aventura mediante la cual estos misteriosamente jóvenes físicos determinaron la arquitectura del átomo... [e] inventaron aparatos para bombardear físicamente un átomo, no ha sido descrita por ningún novelista» (p. 652). Reclama finalmente «acción» y «héroes» que estén a la altura de las de ese «hoy» que escribe con mayúsculas y que percibe del siguiente modo en julio de 1940:

... de pronto, el tiempo escribe en el cielo con flamígera tizona esta palabra: HOY. Es decir, final de época. Destrucción de imperios. Nacimiento de horrores. Guerra. Cifra astronómica en los presupuestos. Europa barrida por un simún de fuego. Hitler convertido en sinónimo del Anticristo. ¡Hoy!


(p. 570)                


Por último, la discusión de lo que entiende por arte nuevo o novela moderna es desplazada, en algunas de las últimas crónicas que publica en El Mundo, por una reflexión más apremiante todavía ante el avance del nazismo: ¿cómo escribir ahora que se ha fracturado el «mecanismo de nuestra palabra», o sea la compenetración que entre palabra y época ha marcado el hecho literario a través del tiempo? Las disonancias que «oye» Arlt no son ya las de la modernidad urbana e industrial, sino las históricas; con ello anticipa ideas que aparecerán después del final de la guerra, cuando se mida la magnitud del desastre. Ante lo que califica como la «aventura criminal» de un «ex hombre y su banda», la «palabra se descubre tartamuda, impotente» (p. 567). El nazismo funciona entonces como un parteaguas que congela la palabra, la silencia. Para ese tiempo de agonía, se pregunta Arlt, «¿qué estilo, qué palabra, qué matiz, qué elocuencia, qué facundia, qué inspiración dará el ajustado color?» (p. 568).

Estas reflexiones finales de Arlt sobre literatura y época alcanzan una clarividencia poco común, que completan la imagen de un escritor metido de lleno en el momento histórico que le toca vivir33.




Disonancias arltianas: la invención de un «estilo nuevo»

Basta revisar algunas de las críticas más comunes que se hicieron a la obra de Arlt para comprobar que el «estilo nuevo» que su obra incorpora a la literatura argentina de aquellos años no fue comprendido. «Arlt escribía mal, componía mal», así lo sentenció un crítico reconocido como Anderson Imbert en su Historia de la literatura hispanoamericana en los años sesenta. Los que intentaron describir su estilo, sin enjuiciarlo, como Mercedes Rein («técnica discontinua y delirante»), Jean Franco que se refiere a Los siete locos y a su continuación como a novelas «que siguen un esquema puramente accidental, de encuentros casuales y violencias súbitas», o Fernando Alegría que con agudeza se refiere a su gran libertad expresiva que no se deja encerrar en premisas éticas o ideológicas, se acercaron por lo visto mucho más a la verdad de su literatura. Las disonancias arltianas, que hablan de su inconformidad con un lenguaje y un estilo convencionales (el «escribir bien» de sus contemporáneos) y que motivan la exploración de otro lenguaje y otras formas narrativas, más acordes con sus coordenadas espaciales y temporales, tardarán mucho en poder ser leídas.

Es tal vez Emilio Renzi, el personaje de la novela de Ricardo Piglia, Respiración artificial, uno de los primeros y mejores lectores del estilo del escritor porteño. Arlt, dice Renzi, «trabaja con los restos, los fragmentos, la mezcla [...] No entiende el lenguaje como unidad, como algo coherente y liso, sino como un conglomerado, una marea de jergas y de voces. [...] Y ése es el material sobre el cual construye su estilo»34. La idea de la escritura de Arlt concebida como un todo heterogéneo (mezcla de estilos y de tonos) hará fortuna, como se deduce de la mayoría de los acercamientos críticos posteriores a la novela de Piglia. Al definir su «estilo», Renzi habla sin duda de lo que entiende como la modernidad literaria de Arlt: «El que abre, el que inaugura, es Roberto Arlt. Arlt empieza de nuevo: es el único escritor verdaderamente moderno que produjo la literatura argentina del siglo XX»35.

Hay que empezar por recordar lo que llama Arlt, en una de sus aguafuertes porteñas, «la escuela de la calle»36, un vagabundeo, una flânerie, que conforma una de las «escenas primarias» de su narrativa -como las llama Marshall Berman en su estudio sobre «la experiencia de la modernidad»37-, en la que se hacen presentes las disonancias propias de la gran ciudad. Sólo que la heterogeneidad y la mezcla perceptibles en las calles de las aguafuertes -y podría tomarse por ejemplo, «Corrientes, por la noche», del 26 de marzo de 1929 (publicada en el mismo momento en que Arlt está escribiendo Los siete locos)- contrastan notoriamente con la experiencia de la calle y el deambular por la ciudad de los personajes de sus novelas.

En las crónicas Arlt observa entusiasmado la confraternidad de la «calle vagabunda», su poder «transfigurado» bajo las «luces fantasmagóricas», y esa «humanidad única, cosmopolita y extraña» que allí «se da la mano»: «Todos confraternizan en la estilización que modula una luz supereléctrica y una especie de estremecimiento sordo, que no se sabe si brota de la entraña de la tierra o cae del cielo purísimo, alto...»38. En las novelas, por el contrario, las notas discordantes hablan de una modernidad que atrae, fascina y expulsa a la vez a sus personajes en un Buenos Aires fantasmal y realista. En la calle se materializa el «rencor cóncavo» de Astier que lo aísla e incomunica, «el terror», la angustia y los estados divididos de conciencia de Erdosain. La ilusión de pertenencia a un espacio, la calle, que se respira en la crónica, es desmentida en las novelas y sustituida por una experiencia estética de aislamiento y angustia.

En Los siete locos y Los lanzallamas esta modernidad se construye por saltos, vuelcos, discontinuidades, cortes abruptos y anti-climáticos, y por medio de un simultaneísmo que incorpora diferentes espacios y voces de la urbe. Se combinan los elementos más disímiles como en un collage: planes de fábrica, mapas, noticias de periódico, presupuestos de prostíbulos39. La disonancia, tal vez el signo mayor de esta modernidad, está en la transposición verbal de una pluralidad de espacios y lenguajes, y también en la disparidad de emociones, sensaciones, percepciones, sueños y fantasías de los personajes que deambulan por las novelas. Si en la crónica prevalecen la fraternidad, la euforia callejera de luces y animación, en las novelas predominarán el conflicto, los choques, las «emociones híbridas, monstruosas e ingobernables» que caracterizan «el espíritu moderno», escribe en 1927 Virginia Woolf en un notable ensayo, pocas veces recordado por los pensadores de la modernidad40. Estas emociones o vivencias fragmentarias, incoherentes, que hablan de la incertidumbre y extrema fragilidad de la existencia moderna, ese «conglomerado de cosas incompatibles» -sigue diciendo Woolf-, no caben ya en los moldes de la novela convencional; en 1919 la misma Woolf había escrito que la novela es «una estructura que de día en día, menos se parece a nuestra visión mental»41.

Los conflictos y desequilibrios que inician con Silvio Astier -en El juguete rabioso-, en un mundo que todavía conserva cierta estabilidad, culminan con Erdosain en el universo caótico de Los siete locos y Los lanzallamas. En la visión portuaria a donde se dirige Silvio hacia el final de la novela, en un intento desesperado por escapar de la ciudad que lo va atrapando en sus redes, se hace presente ya, en esta primera novela, lo que llamará muchos años después la poética de la «disonancia»:

caminaba alucinado, aturdido por el incesante trajín, por el rechinar de las grúas, los silbatos y las voces de los faquines descargando grandes bultos [...] la visión de las enormes chimeneas oblicuas [...] ese movimiento ruidoso compuesto del entrecruzamiento de todas las voces, silbidos y choques, me mostraba tan pequeño frente a la vida...»42.



La «trepidación metálica» que envuelve a Astier no ha penetrado todavía en su cuerpo y en sus emociones, pero anuncia a Erdosain, atrapado en «engranajes», recorrido por fuerzas mecánicas43. La modernidad y la crítica a esta modernidad se dan la mano en muchas de las mejores páginas de Los siete locos y Los lanzallamas, y configuran ese «estilo nuevo» al que se referiría años después Arlt en sus crónicas.




Final

La modernidad, para Arlt, en la Argentina de los años veinte y treinta, está tanto en el lenguaje vivo de la ciudad porteña que defiende en sus «aguafuertes» y que incorpora en sus novelas, como en la sintonía o conjunción entre palabra o estilo y época. En ello reside, como lo expresara él mismo, «la fortaleza de un estilo». Con la poética de la «disonancia», Arlt, que no era un teórico, logró acuñar en 1941 un concepto que es una buena síntesis de lo que entiende por modernidad, una modernidad que se centra en lo dispar, contradictorio y conflictivo, y cuya mejor expresión se encuentra sin duda en sus propias novelas. La ficción arltiana ha hecho suya, en su estructura formal misma, «la disonancia de la condición humana»44.

Si en la entrevista de 1929 Arlt rechazaba una noción de modernidad superficial y afirmaba que hay que construir la tradición o armarla desde el presente, en 1941, en una amplia mirada retrospectiva, le reconoce este gesto fundador a buena parte de su generación literaria, poetas y narradores incluidos, sin distinción de escuela o grupo. Con ello nos da una lección de apertura y de inclusión, rasgos que se volverían cada vez más escasos en la escena literaria argentina de los años siguientes45.







 
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