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Una presentación del «Tirant lo Blanc»1

Anton M. Espadaler





El día dos de enero de 1460 empezó Martorell un libro que contenía las «hazañas y autos varoniles» de un caballero que había de impedir que los turcos se apoderaran de Constantinopla, y que había de convertirse, además, en el mejor libro del siglo XV. En el mejor libro del mundo, según la conocida sentencia cervantina. Quizá Martorell, por prudencia que no por orgullo, no aspirase a tanto, aunque le sostuviese la convicción de que su libro contendría notorias singularidades, continuas invenciones, gran originalidad y gracioso provecho, y que, al tiempo que alegraría instruyendo a sus lectores, a él le reportaría gloria y fama. No en vano, en la dedicatoria, que es un plagio flagrante, proclama que sólo él puede responder de lo escrito: «solo yo quiero llevar la carga, y no otro conmigo». Un orgullo legítimo.

No es común dar inicio a una obra consignando la fecha de su comienzo. Estas son cosas difíciles de aclarar, pero tengo para mí que, al hacerlo, Martorell, a demás de actuar como su estimado Ramon Muntaner, que declara haber empezado su crónica el 15 de mayo de 1325 estaba manifestando una gran alegría, personalísima: la de haber resuelto al fin el desasosiego que arrastraba desde que tiempo atrás quedó encallado en el Guillem de Vàroic __un tratado de caballería en el que la leyenda del Gui de Warevic sirve de marco a una exposición extraída del Libre de l'orde de cavalleria de Ramon Llull.

Este tratado __entendido en términos de Ur-Tirant como propone Görtz2__ quedó interrumpido sin duda porque Martorell no supo dar con la forma adecuada a los materiales que quería utilizar. O quizá se dio cuenta, al poco, que la narración no podía surgir donde imperaba la doctrina, y no deja de ser significativo, en este orden de cosas, que Llull tampoco concluyera lo escaso que de narrativo hay en su tratado.

Pienso, pues, en aquellos materiales que tenían que brotar con mayor y mejor acuerdo con su espíritu vital, con sus ideas sobre las historias de caballeros, sobre la literatura, sobre las mujeres, tan libres y desinhibidas en el Tirant, los viajes, el gusto de la mar __rarísimo en un texto medieval__, los fastos, el arte; sobre la experiencia de la vida, en una palabra. Aquellos materiales que mejor podían proyectar en la ficción sus fantasías más profundas y también sus conflictos íntimos __desdeñando, claro es, recientes especulaciones psicoanalíticas que han convertido al caballero cosmopolita Joanot Martorell en ermitaño y homosexual3__; familiares __y no sólo los problemas causados por la virginidad robada a su hermana Damiata, que Martorell quiso vengar ventilándolo, con nulo tacto, a los cuatro puntos cardinales4__; de casta __esta mediana nobleza que va perdiendo entidad cultural y política, y que en Valencia explota en bandosidades violentas, al tiempo que una poderosa burguesía emergente les va desplazando__; de nación __Martorell empieza a escribir al principio de la guerra civil catalana, y el hecho de dedicar el libro al infante Fernando de Portugal y considerarlo rey expectante muy probablemente de la Corona de Aragón, indicaría un evidente partidismo__; de época, en fin.

Delante de Martorell __como delante del autor del Curial (d. 1456) o delante de Antoine de la Salle y su Jehan de Saintré (1456)__ hay mucha literatura; existe una realidad atrayente y se están produciendo además cambios de una magnitud tal que sus efectos llegan hasta nuestros días, como la renovación cultural y civilizatoria que supone el Renacimiento, o la caída de Constantinopla en manos de los turcos el 29 de mayo de 1453. Sin embargo, delante de un escritor que puede recibir directamente infinidad de estímulos, no hay ningún modelo del que extraer enseñanzas narrativas inmediatas. No obstante, a pesar de las diferencias de formación y de perspectiva vital, se debe destacar el hecho de que la solución adoptada se revela bastante común, con relevantes puntos de contacto.

En todos estos escritores es fácil advertir ciertas huellas. En primer lugar, las prosificaciones de antiguas canciones de gesta o de romans artúricos que con sus cambios __transformaciones, supresiones o añadiduras__ tratan de acercar viejas historias a la sensibilidad contemporánea, apostando siempre por soluciones realistas y fomentando en el público un gusto por lo real caballeresco5. También las grandes continuaciones como el Lançalot en prosa, cuya traducción catalana pesó tanto en Martorell que en su última parte, la Mort Artu, la plagió, como ha demostrado recientemente la profesora Júlia Butinyà6. O baste recordar el inicio tan nítidamente percevaliano del Curial.

Y habría que conceder la debida importancia a la tradición autóctona, aunque en ningún caso se debería atribuir a ella la razón última de las diferencias entre estos escritores. Pero me parece obvio que se hace difícil entender el Jean de Saintré sin tener en cuenta la figura de Agnès Sorel en la realidad, y el poema de Alain Chartier la Belle Dame sans merci. Del mismo modo que sería muy conveniente relacionar obras como el Jaufré y el Blandín de Cornualla con el Tirant, y no sólo en el humor, como apuntó Riquer7, sino también para comprender mejor ciertos gestos socarrones ante la heroicidad, tan característicos de Martorell y fundamentales a la hora de construir su personaje.

Y aunque Martorell desconfiara profundamente de la lírica, y que se burlara a menudo de sus construcciones más alambicadas __«amor de luny e fum d'estopa tot és ú» (amor apartado y humo de estopas todo es uno)__, el universo lírico coetáneo es lo que tienen sus personajes en el corazón, en su cultura sentimental. Martorell, que es travieso, se burla de las lágrimas femeninas con versos de March (c. 3 y 4), pero el vencido rey Escariano habla versos de Jordi de Sant Jordi (c. 319): «puix a la fortuna plau que en tal cas vengut sia» (pues a la fortuna place que yo en tal caso sea vendido). El caso no es único, pues cuando el marqués de Montferrat desatiende a Curial, su autor recuerda Peire Raimon de Tolosa y su célebre Si com l'enfans qu'es alevatz petitz. Eso sin olvidar que Martorell utiliza poemas enteros de Joan Roís de Corella sin apenas alterarlos, y que Curial en su cautiverio piensa ablandar el corazón de Güelfa componiendo nada más y nada menos que Atressi com l'orifany de Rigaut de Berbezilh.

Creo que hay que atribuir a la cultura personal y a la formación literaria particular el distinto volumen que tiene la influencia de Bocaccio, en tanto que modelo de nueva prosa, en estos autores. Muy grande en un literato, osado hasta el punto de comenzar una novela caballeresca citando a Petrarca8, y que se complace en añadir nuevos perfiles a la historia de Guiscardo e Ghismonda, como es el anónimo autor del Curial; menor en un caballero como Martorell, por lo que sólo aprovecha del Decameron detalles anecdóticos y, ello es significativo, parodia la Fiammetta; y escaso, por ejemplo, en el anónimo Le roman du comte d'Artois (1453-67), a pesar de haber fusilado quien lo compuso el argumento de la novella de Giletta di Nerbona y Beltramo di Rossiglione.

Entre las decisiones comunes, una destaca sobremanera: la decisión de que el marco fundamental lo proporcionan los historiadores. Y eso en el siglo XV y en la Corona de Aragón __a diferencia de lo que ocurre en Francia__ significa que los escritores de crónicas como Desclot __cuyo eco es incuestionable en el Curial__ o Muntaner __sin cuya obra no existiría el Tirant__ tienen mayor relieve que los que relatan la vida de caballeros valerosos como el mariscal Boucicaut o Jacques de Lalaing __que es lo que hay en el Saintré__ o El Victorial de Gutierre Díez de Games. La fortuna de Muntaner es que se ve implicado en una empresa que será capitaneada por alguien como Roger de Flor que tendrá una biografía que parece cosa de ficción, detalle no pequeño que Muntaner se complace en apuntar desde el primer momento.

No cabe la menor duda de que Muntaner ejerció un poderoso influjo en Martorell. En realidad, se puede admitir sin sorpresa que Muntaner entusiasma también a un lector moderno. Y a un escritor moderno, naturalmente. Yo estoy convencido de que quien tenga alguna sensibilidad por las anécdotas admirables ha de experimentar una bella conmoción cuando Muntaner explica en el capítulo 234 que tuvo en sus manos el alba bordado por la propia Virgen, «menys de neguna costura», con la que decía la misa San Juan Evangelista. O que cogió con sus manos __«e açò és vera veritat»__ la sangre de los santos inocentes en el golfo de Galípolis, según Cuenta en el capítulo 216. Probablemente para Martorell estos detalles todavía formaban parte de las cosas verosímiles, y afectaban, por tanto, a los tejidos de su piedad.

La historia proporciona técnicas, una cierta disposición retórica, una manera de explicar los hechos y de comprender sus causas de conformidad con las leyes que se desprenden del vivir común de las personas. Cierto es que Muntaner no es el historiador frío y ecuánime que es Desclot, pero es innegable que también en los medios usados para explicar con verosimilitud la heroicidad y sus excesos, tiene en Martorell un peso considerable. No es por aquí por donde se explica el surgimiento de una narración que todavía hoy podemos reconocer que forma parte de una cosa tan propia de nuestra cultura literaria como es la novela. En este punto veo a la crónica, y a Muntaner. Pero no en las palabras, sino en el silencio.

En la aventura bizantina de Roger de Flor y la Compañía catalana, los famosos y temibles almogávares, hay más de un motivo que puede excitar la imaginación y la reflexión de un novelista. Los simples hechos tomados por sí mismos, la dimensión política, una geografía llena de sugestivas resonancias, los combates, narrados a menudo con notas de salvaje alegría, las navegaciones, la mezcla de pueblos y personajes nada vulgares, todo ello puede alimentar la imaginación de quien va buscando dar forma novelesca a algo difícil de precisar que hierve en su cabeza. Pero Martorell no es Verne, ni Scott. Martorell ni siquiera sabe que lo que escribirá acabará recibiendo el nombre de novela. Su problema, su desasosiego consiste en cómo hacerla surgir.

La historia explica acontecimientos que poco o mucho alteran la realidad. Pero no los explica todos. Destaca los personajes que intervienen en ellos, pero sólo se fija en sus actos cuando se vinculan directamente con los hechos. Las crónicas tienen muchas zonas de sombra. Y es la sombra justamente lo que atrae a quien quiere escribir ficciones. Al novelista.

A principios de noviembre de 1304, pasada la festividad de «Omnia Sanctorum», Muntaner explica que los almogávares decidieron acercarse a Galípoli a pasar allí el invierno. «E ab gran alegre eixhivernà lo cèsar (Roger de Flor) ab madona sa muller (María, hija del rey de Bulgaria y sobrina del emperador Andrónico II Paleólogo), e ab sa sogra e ab sos cunyats, e el megaduc (Berenguer de Entenza) atretal». La gravedad y la velocidad con que se suceden las intrigas políticas que culminan con el asesinato de Roger de Flor después de esta anotación ocupan la mente de Muntaner.

Sin embargo, al lector se le acaba de abrir un vacío. Le hubiera gustado satisfacer su fantasía, ver recompensada su atención hacia una historia tan vigorosa, por atracción e interés que no por chafardería, como se ha sugerido9. Es un momento de reposo. Los ejércitos cesan su actividad bajo la nieve. Con toda certeza Roger de Flor y sus compañeros de armas disfrutan a fondo de este contacto tan cierto, tan palpable, tan real con el poder. Su mujer, negociada desde Sicilia, y con la que parece convivir en armonía, está embarazada. En los banquetes se habla de la guerra, sin duda. Se canta. Se cuentan anécdotas. Se habla de mujeres. De maravillas. De nostalgias. Se lanzan grandes bravatas. En una palabra, la vida de estos guerreros es fascinante. La vida cotidiana de los héroes es especialmente fascinante. Su privacidad cautiva con la fuerza de un imán. Despierte la fantasía. Decidir fijarse también en esta cara de la moneda, con sus vulgaridades, sus bajezas, su inherente intrascendencia, ésta es la decisión clave. Es la decisión de un novelista.

Pero esta mirada hacia el interior, hacia lo que queda callado surge, y también del silencio, al menos en otros dos géneros, como si los lectores quisieran completar la ensoñación de su lectura o quisieran encontrar nuevas verdades. Me refiero a las biografías y a los libros de viajes.

Para mi gusto, las mejores páginas del Victorial son aquellas en que se narra la «horden e regla» que tenía la esposa del almirante de Franzia, Jeannette de Ballangues, «la más fermosa dueña que entonze avía en Franzia», y de la que Pero Niño se enamora. Cuenta Gutierre Díez de Games que tenía su morada separada de la del almirante por una «puente levadiça». Parece que el viejo almirante ya no estaba para tales pasos. Pero Niño, «que nunca fue desamado», sí. Cruzó la puente. El biógrafo calla. El novelista no. Martorell no. Martorell es el escritor, que con mayor intensidad y desenvoltura que Bocaccio, llega al interior de las cámaras, y una voz allí no calla. Dice sueños, dice cuerpos, habla de sus contactos y sus separaciones, de su ardor, de sus besos y atrevidas caricias.

Los libros de viajes calman la sed por lo exótico, y satisfacen, en parte, la expectación por la aventura mundana. Sin duda instruyen y proporcionan el atrezzo para los escenarios verosímiles de los novelistas. Pero cuando, por ejemplo, Pero Tafur afirma que en Constanza vio «la más fermosa muger que jamás vi nin espero ver, e tanta era su fermosura, que yo dubdava si en persona humana tanto pudiese caver», ¿no se está proponiendo una imaginación sobre un cuerpo femenino que no puede ser saciada con moldes literarios? Sin duda es mucho más atractiva esta simple frase de Pero Tafur que las entendidas exageraciones de los líricos.

La belleza, con todo, es un asunto delicado, y los novelistas se comportan con prudencia. Lo bello y lo feo real, surgido de la experiencia, aparece en los personajes secundarios. No era Carmesina, cuya descripción, tan parecida a la que tendrá Melibea, es pura convención, sino en un personaje no carente de garra como es la Viuda Reposada.

De retorno de una de sus campañas contra los turcos, un sabio gran orador y gran legista recita las gestas de Tirant mientras éste está comiendo. La lectura, dite Martorell, duró más de tres horas. Tirant, sin embargo, sólo escuchaba hechos, decisiones estratégicas, acciones en combate, resúmenes de arengas, de embajadas, de reuniones de alto nivel.

Es natural. La historia se ocupa únicamente de la dimensión pública. La novela, sin renunciar a ella, se reconoce en hater estallar la privacidad.

Lo que distingue la manera de hacer de Martorell es que esta disposición sea tara extrema, tan libre. Que los contrastes entre lo público y lo privado sean tan radicales, que a la grandeza de lo público corresponda una concepción tan tierra a tierra sobre los motivos que mueven a los hombres y que se desenmascaran en privado, donde si se finge no es por convención sino por voluntad de seducir. Quizá por eso los personajes se ríen tanto los unos de los otros, porque andan mesurándose según este juego de lo público y lo privado, del ser y el parecer, fingiéndose y sabiéndolo o sospechándolo, los unos a los otros para conservar incólumes los respectivos apetitos.

El único que no finge es Felipe de Francia. Pero es que Felipe de Francia es tan memo que es incapaz de fingir, por lo que sus actos, que nadie acierta a entender, son tenidos en brutal paradoja por sagaces. Seguramente hay en eso una experiencia amarga de la vida que sólo el humor hace soportable. Pero también debe haber la convicción de que la desmesura no pertenece al mundo de los hombres, y que aunque su protagonista se proponga salvar Constantinopla __y lo consiga, para escarnio de las naciones atemorizadas y acurrucadas bajo sutiles cálculos políticos__, no se trata de una idea descabellada que exija lo que la naturaleza no puede dar. Pues se puede ser héroe sin necesidad de capear a toda ultranza a todos los días de la vida, en los campos y en las habitaciones, sin intimidad ni reposos, ante los criados y frente a los espejos o a las paredes desnudas. Estoy convencido que para Martorell, como más tarde para Cervantes, eso no era sano, ni recomendable ni se había observado jamás en persona sensata.

Pero si frente a la desmesura heroica, Martorell en el fondo tranquiliza, cuando se trata de enfocar los deseos de los hombres y sobre todo de unas mujeres que los conocen y, lo que no es frecuente, los aceptan, entonces Martorell causa escándalo. Dámaso Alonso lamenta que no encubriera más «lo humá». En realidad, eso es imposible. En la apuesta de Martorell por hacer surgir la novela tengo para mí que lo esencial era poner «lo humá» al descubierto.





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