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Una reflexión sobre el realismo literario: «Cuentos claros» de Antonio Di Benedetto

Rafael Arce

El cuarto libro que publica el argentino Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922-Buenos Aires, 1986) bien podría haber sido el primero, si uno se atiene no solo a las nociones de «evolución» y «maduración» de una obra, sino asimismo a la problemática constitutiva de la literatura argentina: la polarización entre los escritores de Buenos Aires y los de las provincias. Di Benedetto comienza a publicar a comienzos de los años cincuenta en su Mendoza natal, en un ambiente literario alejado de la vanguardia y el cosmopolitismo de la capital del país (Varela 2007: 130). Como lo ha señalado la crítica, el mendocino se filia de entrada con la literatura fantástica que practican algunos miembros de la revista Sur (Premat 2009a: 99-100): los años cuarenta, en los que se sitúa el comienzo de su escritura, han pasado a la historia literaria como la década de los grandes libros de Jorge Luis Borges, Ficciones (1944) y El Aleph (1949), así como la de La invención de Morel (1940) de Adolfo Bioy Casares, pero es también la década de la primera novela de Ernesto Sabato (El túnel, 1948), cuya versión del existencialismo francés deja su huella en la atmósfera de algunos relatos de Di Benedetto.

Se ha señalado que estas filiaciones, así como la lectura de los grandes narradores europeos y norteamericanos de la primera mitad del siglo XX (Varela 2005: 182), permiten a Di Benedetto sustraerse a sus condiciones espacio-temporales de producción: el regionalismo (es decir, una variante del realismo) que todavía practicaban los narradores de la zona cuyana, en la estela de un nacionalismo provinciano vinculado a las problemáticas de definición de lo local. Una vez que los escritores porteños pretendieron, a partir del Centenario de 1910, precisar los rasgos de la literatura argentina, los escritores de cada región o provincia iniciaron una búsqueda de identidad literaria y cultural en la que se amalgamaban el rescate de lo folklórico, la interrogación de lo propio y las tradiciones populares (Delgado 2002: 347). De modo convergente, la demanda de realismo fue además una prerrogativa de los años cincuenta, toda vez que la generación de Contorno se hizo eco de la necesidad de responder con una alternativa a la hegemonía del fantástico borgiano, que ellos entendían como una literatura excesivamente intelectual y desvinculada de la realidad social y política de su época1. El origen de la narrativa dibenedettiana se sitúa entonces entre estos cuatro focos de atracción y de repulsión: regionalismo, fantástico, existencialismo y realismo de preocupaciones sociales.

No obstante, Mundo animal (1953), El pentágono (1955) y Zama (1956), sus primeros tres libros, parecen escapar a todas estas determinaciones. Mundo animal es un conjunto de relatos que podrían ser denominados «fantásticos», pero poco tienen que ver con las ficciones borgianas de la década del cuarenta y evocan, más bien, el onirismo y la extrañeza del universo kafkiano (Arce 2016). El pentágono resulta absolutamente inclasificable para la época y solo muy posteriormente pudo filiárselo con Macedonio Fernández (Premat 2009a: 101) del que, sin embargo, poco se había publicado hasta ese entonces -y como precursor de Rayuela de Julio Cortázar (Néspolo 2005)-. Por último, Zama, que será considerada «su obra maestra» (Saer 1997: 51), «su novela más leída y celebrada» (Aira 1998: 173), pasó en su momento prácticamente desapercibida y pudo deberse a que tomaba la apariencia de una novela histórica, verosímil cuidadosamente minado desde su interior.

Ante semejante comienzo, en el cual se manifestaba de modo programático una vocación de ruptura, de experimentación, de filiación con lo más avanzado de la narrativa (fuere argentina o foránea), Cuentos claros (1957) parece, a primera vista, un retroceso. En prólogos y paratextos anteriores, Di Benedetto había declarado una vocación experimental, desconociendo o eludiendo toda convención, incluso aquellas prestigiosas en las cuales un escritor nuevo podía filiarse e iniciar su propia renovación al amparo de revoluciones consagradas (como es el caso de la continuación de la línea borgiana que permite el debut de Cortázar en el cuento). En efecto, la «extrañeza» se ha vuelto un leitmotiv de la crítica dibenedettiana y caracteriza con justeza el desacople de sus tres primeros libros respecto de su contexto de producción. Como si el escritor hubiera previsto esa definición de su poética (extrañeza, hermeticidad, excentricidad, «secreto» [Kohan 2006]), Cuentos claros sugiere, y redunda en, la idea de convencionalidad: un género estricto cuya historia no presentará dificultad. Es decir, hay que tomar el título en contraste con el inicio radicalmente extraño de su producción narrativa. Con toda honestidad, los relatos que componen el volumen se presentan como cuentos claros, como historias cristalinas. Esta nitidez refiere al género que Di Benedetto elude cuidadosamente en sus inicios, el realismo. Más aún: un realismo con notas de regionalismo:

por un lado, con un volumen mucho más extremado en sus principios narrativos de reificación de lo humano (Declinación y Ángel), y por el otro, con dos libros (Cuentos claros y El cariño de los tontos) que integran situaciones y personajes más «claros» (como lo afirma el título de uno de ellos), es decir, más legibles por su diálogo directo con tradiciones realistas, temáticas regionalistas y tramas argumentales límpidas.

(Premat 2009b: 10)



Sin embargo, no todos los críticos suscriben esta filiación:

Siguiendo los postulados de Todorov sobre la literatura fantástica, en Di Benedetto se observa el cultivo de modalidades diversas que van desde lo maravilloso, como por ejemplo en algunas fabulaciones de Mundo animal; a lo extraño, observable en algunos relatos de Cuentos claros, pasando por lo fantástico propiamente dicho, comprendido como la presencia de un hecho fuera de lo común que provoca vacilación en el personaje y en el lector.

(Varela 2005: 188-189)



Más abajo examinaremos esta hipótesis.

La obra de Di Benedetto no conoce la evolución (Aira 1998: 173). Zama se considera su mejor novela y Sombras nada más... (1984), la última, la «menos lograda» (Néspolo 2006: 21). Mundo animal difícilmente pueda ser considerado inferior a cualquier otro de sus libros de relatos y El pentágono obliga a suspender el juicio sobre la calidad: su excentricidad, la radicalidad del experimento, demandan poner el acento en el gesto vanguardista más que en el resultado. No obstante, habría presumiblemente en Di Benedetto una poética narrativa (Varela 2007: 107), tal como lo demuestran ciertas constantes procedimentales y temáticas, así como también la consideración de la trilogía que formarían sus tres novelas fundamentales, Zama, El silenciero y Los suicidas (Saer 1999: 65). ¿Estaremos ante uno de esos casos en los que un escritor redacta lo mejor de su obra en los comienzos? Dejando de lado la cuestión de la calidad, nos interesa subrayar la discontinuidad en el movimiento mismo de la obra (Bocchino 2014). Un programa que hubiera madurado desde sus inicios, considerando su contexto de producción, habría comenzado presumiblemente con el realismo de tintes regionalistas de los Cuentos claros, para evolucionar hacia la complejidad compositiva y la voluntad de ruptura de convenciones.

Más todavía: el libro inmediatamente posterior es Declinación y Ángel (1958), en el que Di Benedetto junta dos relatos, uno extenso y otro muy breve, que también ponen el acento en lo experimental. Cuentos claros aparece, entonces, por completo aislado de los relatos que lo rodean, a tal punto que puede proponerse la siguiente paradoja: en medio de un itinerario marcadamente vanguardista, el realismo de estos cuentos contrasta como una rareza. Los Cuentos claros son extraños justamente porque se sitúan en un horizonte dominado por la excepcionalidad experimental. Como si el escritor mendocino fuera consciente de que la extrañeza, cuando se codifica, se vuelve familiar, y ensayara el ejercicio de volver a lo conocido (la convención, la tradición, la realidad) para introducir una anomalía, una interrupción, en lo que, a fuerza de excentricidad, corre riesgo de volverse legible. En ese abrupto comienzo radical, los Cuentos claros resultan, irónicamente, una oscuridad.

Para Martín Prieto, Di Benedetto es el primero de un grupo de narradores de provincia que, sin conformar una escuela o movimiento, converge durante las décadas del cincuenta y sesenta en un programa común: rechazar a Buenos Aires como referencia tanto imaginaria como cultural y afirmar una inscripción de la propia narrativa en relación con un espacio-tiempo zonal eludiendo, no obstante, las pautas de la literatura regionalista. De este grupo contingente habrían formado parte: Héctor Tizón (Jujuy), Daniel Moyano (nacido en Córdoba y afincado en La Rioja), Jorge Riestra (Santa Fe), Haroldo Conti (Chacabuco, provincia de Buenos Aires), Juan José Hernández (Tucumán) y Juan José Saer (Santa Fe) (Prieto 2006: 350-351). Si consideramos el realismo literario tal cual lo concebía el regionalismo de la época, el escritor debía tomar como punto de partida el espacio-tiempo de su propia realidad material, tal como lo expresa Adolfo Prieto: «[...] la literatura regional debe percibirse entonces, fundamentalmente, por sus propósitos temáticos y por la abierta intencionalidad con que sus autores buscan destacar el paisaje, el hombre y las costumbres características del lugar» (1968: 95). La crítica ha subrayado que, justamente, lo que caracteriza los primeros dos libros de Di Benedetto es la ausencia de marcas espacio-temporales (Premat 2009a: 99). No hay más que huellas de lo urbano o de lo rural, elementos aislados que permiten ubicar sin exactitud la acción en algún tramo de la primera mitad del siglo XX. Por su parte, Zama, exactamente al contrario, exagera la precisión: transcurre en Asunción del Paraguay durante la última década del siglo XVIII. Sin embargo, esta exactitud también escapa al realismo regionalista, toda vez que la falsa novela histórica se sitúa en un espacio-tiempo exótico y «extranjero».

En contraste, los cuentos claros abundan en referencias precisas que aluden a la geografía de la zona natal del escritor: Mendoza, San Rafael. También ciertas precisiones temporales: el año 1907 («El juicio de Dios»). Los cuentos claros transcurren en espacios bien definidos, aunque escasamente descritos: la ciudad de provincia, el pueblo, el espacio rural situado en referencia a alguna toponimia, el desierto. En esta carencia descriptiva ya se introduce una distancia respecto de las convenciones del regionalismo, reticencia además coherente con el estilo pudoroso de Di Benedetto: aunque las historias se sitúan con exactitud, las descripciones son parcas y escasas. No obstante, la precisión de muchas referencias es todo un gesto en contraste con su falta (o con las referencias exóticas) en los textos anteriores. Pero más importante aún es un cambio procedimental. Predomina en la obra de Di Benedetto el uso de la primera persona narrativa, que es excluyente en sus tres primeros libros. Con Cuentos claros se introduce la tercera, en casi todos los textos (excepción del último que, como veremos, desentona del conjunto). Es decir, estas historias son contadas por un narrador exterior, en principio omnisciente, de manera que al material «regional» se suma un modo narrativo intrínseco al realismo.

Podría pensarse que estos cuentos son la apropiación que un narrador experimental realiza de la literatura regional. Sin embargo, no hay ninguna reflexión metatextual sobre los procedimientos del realismo literario: es como si el experimento fuera, de nuevo paradójicamente, tratar de recuperar cierta ingenuidad. Restituir una inocencia narrativa en un ejercicio de ascesis que se abstenga de todo afán rupturista, devolviendo al relato una inocencia que pueda evocar quizás lo impersonal del cuento popular. Un gesto como el de Borges en El informe de Brodie de 1970: ya codificado el fantástico y en un panorama latinoamericano hegemonizado por el realismo mágico, Borges, sustrayéndose al contexto, afirma escribir cuentos directos y realistas. No obstante, recurre a un procedimiento ya ensayado: el relato enmarcado a través de la historia oral, el «sucedido». Di Benedetto parece realizar una operación similar, solo que ni siquiera median en sus cuentos claros la reflexión de un narrador oral, que habría sido coherente con la pauta regionalista: por ejemplo, lo que ensaya Juan José Saer en «Palo y hueso», del libro homónimo publicado en 1964. El gesto autorreflexivo es el título: paratexto doblemente architextual puesto que, como vimos, lo «claro» alude, entre otras cosas, al realismo. No obstante, solamente el contraste con la propia obra permite mensurar la reflexión que implica el paratexto.

Este contraste implica la mirada retrospectiva no solo del lector que considera la década del cincuenta a la luz de toda la obra, sino también la del propio escritor. Esto último es elocuente si se tiene en cuenta que Cuentos claros no fue el título original del volumen, sino Grot. Di Benedetto lo cambia en la segunda edición, de 19692. Aunque estos cambios son habituales en el derrotero de la obra, estamos en este caso ante una modificación muy significativa, en la que el escritor redunda en el gesto que describimos más arriba, agregando un énfasis: Cuentos claros es el paratexto que cristaliza en la edición de los Cuentos completos, quedando así fijado como definitivo. Decimos que es un énfasis porque subraya una pretensión de sencillez que la mera lectura de los cuentos puede constatar por sí sola: es una operación de auto-lectura.

Grot conservaba, en contraste, una interrogación, una extrañeza. Se trata de un neologismo forjado a partir del corte de la palabra «grotesco». La falta, el inacabamiento, propios del estilo del autor, caracterizan al paratexto. Asimismo, el título, monosilábico, acerca la palabra al silencio o, mejor, al sonido apenas articulado. Por otro lado, «grot», con toda su sonoridad, simple pero estridente, hace eco con dos títulos del volumen: «As» y «No». Los títulos de los cinco cuentos son netamente informativos, funcionan como verdaderos paratextos: no hay en ellos ninguna extrañeza, salvo la que se deriva de cierto laconismo en los monosilábicos o en los que utilizan una sola palabra, como el primero, «Enroscado». Grot propone un enigma que poco tiene que ver con la claridad de los cuentos. Además, otorga una clave de lectura: el grotesco, aunque no antipático, es una categoría diferente del realismo, el regionalismo o el cuento popular.

¿Son los Cuentos claros grotescos? ¿En qué sentido? Néspolo afirma que el grotesco de estos cuentos viene de la narrativa norteamericana sureña de la primera mitad del siglo XX (2006: 122). La filiación es verosímil, aunque su análisis adolece de dos problemas. El primero, dar una definición de grotesco demasiado temática: el carácter «excepcional» de la realidad, la incomprensión de la misma por parte de los personajes, la singular monstruosidad de estos últimos (2006: 122-123). El otro problema es que incorpora al grotesco de este libro otro cuento ajeno al volumen, «El cariño de los tontos», del libro homónimo de 1961 y el análisis recae enteramente en este último, con lo cual se pasa por alto la lectura de Cuentos claros en esta clave.

El grotesco, tal como lo demostró Wolfgang Kayser, es una categoría resbaladiza. No existe una definición unívoca por cuanto su concepto mismo resulta problemático. Ensayaremos no obstante ceñir el grotesco de los Cuentos claros a partir de algunos de los rasgos con los que suele relacionarse la noción, interrogando el derrotero del texto mismo.

Ya examinamos el título: el «cuento claro» es una marca de realismo, incluso de regionalismo, que el mismo autor señala en un contexto, como lo es su propia obra del cincuenta, caracterizado por lo que podemos denominar un antirrealismo programático: onirismo kafkiano de Mundo animal, carácter abstracto-macedoniano de El pentágono, impugnación de la novela histórica de Zama. ¿Qué nos dice la palabra «grotesco» acerca de estos cuentos al contrastarlos con sus libros anteriores?

Si hacemos el esfuerzo de salir de lo temático; si dejamos por un momento de lado la clave genérica del realismo y el regionalismo literarios; si ponemos todo eso entre paréntesis, ¿en qué medida Cuentos claros difiere, se separa, de los primeros tres textos del escritor? ¿Cómo puede ayudarnos la clave del grotesco para tratar de aislar ese rasgo diferencial? Creemos que lo que este volumen introduce es un cambio de tono. Bergson distingue dos tonos en la expresión verbal: el solemne y el familiar (1983: 85). Mundo animal, El pentágono y Zama son textos heterogéneos, muy diferentes entre sí: no obstante, forman un bloque homogéneo por su tono solemne, grave, serio. Es esto lo que cambia con los Cuentos claros: una ligereza, una ruptura con la gravedad y la solemnidad. El tono de estos cuentos es humorístico (Néspolo 2006: 115) y el humor es, justamente, una categoría con la que suele relacionarse el grotesco.

De los cinco cuentos, el más humorístico, o el que puede denominarse así con claridad, es el segundo, «Falta de vocación». Significativamente, es el único del volumen que puede leerse también como una auto-lectura de la propia obra. Un narrador omnisciente cuenta la amistad entre un jubilado municipal, Don Pascual, y un periodista, Segura. La historia transcurre en Mendoza, los amigos comen «empanadas», toman «aperitivos» y juegan a las «bochas». Lo que podría ser procedimentalmente un cuento directo, convencionalmente propio del realismo, con marcas de anclaje referencial que lo acercan al regionalismo, está sin embargo enrarecido desde el comienzo por la reiteración de dos procedimientos que muy bien señala Néspolo: la utilización del tiempo presente (que es predominante en la narrativa del autor) y el montaje de escenas, que evoca el relato cinematográfico (cercanía que se hará experimento radical en «El abandono y la pasividad»). Por lo demás, en todos estos relatos abunda el estilo directo, lo que combina el realismo literario (la voz de los personajes) con la técnica cinematográfica (el «guion»). «Falta de vocación», al igual que «As», sucede casi íntegramente en los diálogos y en la lectura de pequeños relatos que Don Pascual escribe y Segura lee. La exterioridad del narrador, por otra parte, a menudo se ve sutilmente alterada por la adopción de un punto de vista, que puede situarse, ora en un personaje, ora en el otro, o identificarse completamente con uno de ellos (como es el caso del padre en «Enroscado»).

Don Pascual, que escribe en secreto, y que nunca ha publicado, ensaya un cuento que le muestra a Segura, quien redacta crónicas policiales en un diario y textos de apariencia más literaria en un semanario. El cuento del personaje toma como punto de partida la realidad provinciana más familiar y se presenta como una parábola moralizante: dos amigas, una pobre y otra rica, estudian para ser maestras, la pobre con ayuda de la rica; se gradúan, pero la pobre consigue marido y no tiene que trabajar, mientras que la rica, soltera, trabaja enseñando. En el desenlace, la pobre tiene la oportunidad de devolverle a su amiga la deuda amorosa que las une, y entonces se introduce la variante antirrealista: la amiga le presta su voz para que la soltera acuda a una fiesta y gracias a esa voz melodiosa ella consigue por fin novio. Don Pascual es, en palabras de Segura, un escritor nato de cuentos fantásticos. Sin embargo, como lo dice el mismo Don Pascual, que no presta importancia al desenlace de su cuento (el fantástico no es deliberado, sino, como lo dice su lector privilegiado, «ingenuo», «nato»), lo que él quiere contar es un «drama social».

«Falta de vocación» no sería más que un ejercicio de autorreflexión o de metaliteratura, escrito en clave realista-regionalista, sino fuera porque, precisamente, es la introducción de esa autorreflexión lo que vuelve la historia cómica. El tono liviano de comedia es consecuencia de una inadecuación: si Don Pascual hubiera escrito relatos regionalistas, o historias de pueblo con tintes morales o sociales, la historia habría sido previsible. Pero Don Pascual escribe relatos fantásticos, lo más «sofisticado» de la literatura de su época: ya la situación es humorística, como si Doña Rosa escribiera ensayos filosóficos pre-feministas. Segura lo alienta, lo corrige, lo amonesta. Don Pascual imposta una actitud de escritor profesional, lo que, desde el punto de vista de su esposa, se vuelve una situación preocupante:

Don Pascual escribe con ostentación y cuando toma el lapicero es prudente que ella aleje visitas y traquetee menos por el patio. Sin embargo, cuando está pensando, puede golpear el balde y las cacerolas, puede cantar y hablar a los gritos con la vecina por encima de la pared. El hombre permanece tirado en la silla, como encogido por el dolor de pensar, y ella se compadece de él porque cree que, de viejo y con esos raros deseos, está un poco ido.

(122)



La focalización en el personaje de la esposa en este tramo llega hasta el estilo indirecto libre. De nuevo, el humor se desprende del contraste: este Borges de provincia, genio desconocido, escribe sus cuentos fantásticos mientras la mujer habla a los gritos con la vecina o golpea baldes y cacerolas. El punto de vista de la mujer, por su parte, muestra incomprensión, porque considera la literatura a partir de los lugares comunes de la cultura: un hombre «viejo» (que debería ser pragmático y asentado), con esas «ideas raras» (la literatura es una actividad extravagante), está «un poco ido» (los artistas son medio locos).

Kayser, que remonta el concepto a la pintura renacentista, da una primera definición del grotesco literario a partir de los fragmentos de los románticos alemanes: grotesco es la mezcla de lo heterogéneo o la fusión de lo incompatible (1964: 61-63). Es una especie del humorismo (pero, veremos, una especie muy particular), porque lo que se junta siendo antipático de por sí posee una nota de humor. Hay una novela del argentino Damián Tabarovsky que se titula Kafka de vacaciones. Sin leer el texto, puede apreciarse que el título ya es humorístico, justamente porque mezcla lo a priori incompatible. No es que provoque risa, no se trata de la búsqueda del efecto: es, más bien, la sonrisa incrédula, como cuando no nos tomamos algo en serio. La esposa de Don Pascual no se lo toma en serio y el lector no se toma en serio la vocación de escritor sofisticado del empleado municipal o, si se la toma en serio, no así el drama que deparará el desenlace. Con esta nota de comedia el realismo es minado, porque introduce una sutil inverosimilitud. La particular sonrisa que el cuento arranca al lector es la de lo grotesco: un estilo, entre otros, de este humor contenido, que no provoca el estallido de la risa, sino la mueca risueña de la condescendencia.

El desenlace también es humorístico y no está desconectado de esta autorreflexión que propone el cuento acerca de la escritura: Don Pascual tiene una alucinación y después una pesadilla. Se da cuenta de que, como en un cuento de Cortázar, lo sobrenatural puede apoderarse de su realidad cotidiana: atribuye alucinación y pesadilla a lo que el trabajo con su imaginación de escritor puede liberar en lo real. Como es habitual en Cuentos claros, la reflexión queda a cargo del personaje:

-Tarde me equivoqué, tarde lo supe. De viejo me agarraron con ganas las ilusiones de ponerme a escribir. Qué me iba a imaginar lo que cuesta ser escritor; todo lo que hay que pensar y el tormento que es inventar para que, al final, uno descubra que la imaginación se le ha puesto tan fácil que trabaja sola y empieza a soltar monstruos. Demasiado peligroso, digo yo.

(125)



Ahora bien, para los románticos alemanes, según Kayser, esta mezcla de heterogéneos implica que el humor no es ajeno a una nota de espanto o de horror (1964: 60). Para Bergson, que encaró una fenomenología de la risa, lo cómico necesita de la distancia: no hay «situación» o «personaje» cómico en sí, sino que depende de su modo de presentación (1983: 12-15). Cuando la mosca, ante la mirada de Don Pascual, se convierte en murciélago, o cuando sueña que se le sale un ojo y lo aplasta con su propia cabeza, las situaciones se dan en el contexto de una historia liviana. Pueden ser cómicos, diría Bergson, porque el lector no se identifica con el horror que causan en el personaje, sino que conserva la distancia que le permite apreciar lo gracioso de la situación. Como cuando alguien tropieza en la calle: todos se ríen o se sonríen, menos el que se tropieza. Si me identifico con el que tropieza (por ejemplo, porque es amigo mío), no me río (Bergson 1983: 12-15).

Varela considera este cuento un ejemplo de fantástico: siguiendo una definición muy esquemática y un poco obsoleta, la de Todorov, sostiene que el episodio del murciélago podría interpretarse como maravilloso (la mosca se transforma de verdad) o como realista (se trata de una alucinación de Don Pascual), ya que no hay «ningún indicio textual [que] permita inclinarse por una u otra lectura» (2005: 189). La vacilación propia del fantástico sería común al personaje y al lector. No acordamos con la interpretación. El cuento se presenta como una reflexión irónica sobre el género fantástico: la imbricación de tono humorístico y de autorreflexión operan distanciado el locus de enunciación respecto del punto de vista del protagonista. No es que personaje y lector compartan la misma vacilación en la interpretación del episodio de la mosca: la autorreflexión irónica insta a que el lector se distancie del personaje. Ningún lector «vacila»: la ironía obliga a una lectura en clave realista-cómica. Compáreselo con cualquier «fantástico cotidiano» de Cortázar: no basta un episodio aislado para provocar la incertidumbre, hace falta que la historia realista se vaya enrareciendo en un ambiente que permita la emergencia de lo vacilante. Este enrarecimiento no puede producirse si la historia tiene un tono tan marcado de comedia. Más aún: si nos tomamos en serio la historia (que nadie se toma en serio), podemos incluso afirmar que el mismo Don Pascual tampoco vacila. Cuando renuncia, al final, en la sarcástica frase dicha a su amigo, a escribir literatura fantástica, porque «la imaginación trabaja sola», el protagonista está sugiriendo que, como lo piensa su misma esposa, «está un poco ido». Por último, hay aquí una consideración pragmática, casi escéptica: una imaginación que engendra monstruos está bien para un joven que se inicia en la literatura, no para un jubilado aburguesado que ya está instalado cómodamente en su realidad cotidiana y razonable.

«Falta de vocación» es más cómico que grotesco. O, mejor, su grotesco es menos asible, más difuso: se sitúa en la definición más abstracta que da Kayser, la fusión de lo incompatible. Hay un contraste, pero falta la contradicción, la paradoja escandalosa, propia del grotesco cabal. Lo grotesco es la situación: Kafka de vacaciones, Don Pascual escribiendo El Aleph. Empezamos por «Falta de vocación» porque nos daba la nota a partir de la cual podíamos ceñir lo liviano, lo humorístico, que hacía de contraste con los anteriores libros del autor. Si pensamos que hay deliberación, y no solo azar, en la composición de los Cuentos claros, la ubicación en el segundo lugar de la serie resulta significativa.

El primero de la serie es «Enroscado». La historia dista de ser humorística: después de la muerte de la esposa tras una larga enfermedad y de la pérdida de la vivienda a causa de las deudas, un hombre y su pequeño hijo se mudan a una pensión. El material es apto para un abordaje patético propio de un relato de denuncia social. Sin embargo, operan, como en todo el libro, los dos procedimientos que interrumpen el verosímil realista: el tiempo presente y el montaje, lo que provoca un efecto de yuxtaposición de escenas, de breves «situaciones». A estos dos procedimientos hay que sumar el trabajo con la focalización: aunque se trata de una historia narrada en tercera persona, el punto de vista será siempre el del hombre y la intriga estará situada en la percepción que el protagonista tiene del comportamiento de su hijo y de lo que provoca en su entorno. Ahí se sitúa la tensión: el niño, afectado por la muerte de la madre, se repliega en el mutismo y rechaza toda presencia que no sea la del padre. Comienzan entonces los problemas para el protagonista, que debe lidiar con su horario de oficina, su soledad y los dilemas prácticos que le provocan tener que dejar solo al hijo.

En un ensayo sobre el universo dibenedettiano, Alberto Giordano alude a «la presencia misteriosa de los inocentes (los niños, los tontos, los animales)» (2008: 156), que figuran el misterio de lo que el mundo adulto ha tenido que desconocer para poder constituirse como tal. La infancia, la idiotez y la animalidad, además, se cruzan, se relacionan, se confunden: animales cachorros o caseros (mascotas), tontos animalizados, niños tontos, niños que se comportan como «animalitos». El padre de «Enroscado» no puede comprender, ni manejar, la impasibilidad y el repliegue de Bertito, no puede evitar compararlo con una ratita asustada o un cachorro de tigre, o temer que se haya vuelto «idiota». Giordano llama «grotescas» a estas figuras que mezclan lo infantil con lo animal:

No siempre, porque en uno resuene el misterio del otro, la identificación del mundo de los niños con el de los animales se da a través de una imagen encantadora; por lo general, bordea lo grotesco, cuando no lo ominoso.

(2008: 156)



Aunque el crítico no se detenga en el concepto, la utilización de la palabra no es azarosa, mucho menos su yuxtaposición a lo ominoso. La figura de Bertito animalizado se ubica junto a la del hijito de Pablo de Zama, sucio de excremento de gallinas y de moco, revolcándose en el barro y la inmundicia. ¿Por qué podemos decir que estas figuras son grotescas, cuando de humorístico no tienen nada? La palabra se impone por su sentido común. Retengamos la noción más abstracta que da Kayser: la fusión de lo incompatible (1964: 140). Evidentemente, aquí no es suficiente. Nótese que Giordano opone la imagen grotesca a la imagen encantadora. Kayser sugiere una oposición convergente: lo grotesco es lo contrario de lo sublime (1964: 67). En este sentido: mientras que lo sublime refiere al cielo, a lo espiritual y a lo moral, lo grotesco alude a lo terrenal, lo corporal y lo bajo. El paralelo con la fenomenología bergsoniana es interesante: lo cómico se opone a la «gracia» (Bergson 1983: 26-27), como lo espiritual a lo material (la gracia resuena en la «imagen encantadora» de Giordano). Tanto el hijito de Zama como Bertito (también Ángel en «Declinación y Ángel», que es el tercer ejemplo de Giordano) se mueven como animales rastreros: son bestias que se embarran, se enviscan, se enroscan.

Lo grotesco es propiamente moderno (Kayser dice: incompatible con el arte antiguo) porque alude a la caída de la criatura humana, a la experiencia abisal de lo que carece de fundamento trascedente. El padre no solo es incapaz de comprender el dolor de Bertito que se trasmuta en rigidez, indolencia, mutismo, reclusión: comprueba en sí mismo, perplejo, la ausencia de la solemnidad que debería haberle deparado la muerte de su esposa. Es como si esperara de sí, y de su hijo, no solo dolor, sino además un enaltecimiento espiritual que, una y otra vez, se le niegan: por eso debe provocárselos de modo voluntarista. Bertito, replegado en su inocencia animal, es la evidencia de un horror sin nombre, sin enaltecimiento, un estado que lo deja al acecho de lo elemental: el hambre, la soledad, las funciones fisiológicas básicas. Al fondo social que demanda la respetabilidad de la viudez y la orfandad (el problema del padre son las dificultades sociales que Bertito le ocasiona: en las pensiones, en el trabajo, en la calle), el hijo opone el dolor sin concesiones del cuerpo impotente y rígido, la inconsciencia puramente corporal del animal o del idiota. Por eso es grotesco: porque el contraste se da entre la situación solemne de la muerte y la respuesta baja, terrenal, del dolor hecho carne. Como tener hambre o sueño en el velatorio de un ser querido.

Por este motivo, a pesar del patetismo de la historia, las situaciones humorísticas no tardan en producirse: precisamente, se dan en el choque entre el modo en el que la conducta del niño altera al padre y la sanción social que esa alteración provoca. Cuando Bertito se niega a ir al baño de la pensión, el padre, en un momento libre de su trabajo, le compra una pelela (el pudor dibenedettiano jamás la nombra: como si el colmo de lo bajo, de la necesidad tan animal, se negara a decirse). Como el envoltorio no alcanza a ocultarla del todo, sus compañeros de oficina y su jefe se burlan. En la pensión, la mucama tiene que sacar la pelela usada mientras sirve la comida, lo que provoca la ira de uno de los pensionistas y el consiguiente enojo de la dueña. La historia es grotesca porque el drama engendra la situación ridícula, cuyo distanciamiento permite, e incluso demanda, la risa. Es decir, lo cómico es una consecuencia de lo trágico: he aquí lo grotesco.

Hay una segunda situación en la cual el padre debe soportar la risa de «los otros» (es decir, la burla social). Aunque recurre ocasionalmente a prostitutas, anhela una mujer que lo ame. Paseando a Bertito por el parque, cruza una que le devuelve la mirada. Flechado, la sigue, pero como tiene que llevar de la mano al hijo, díscolo y reticente, la pierde de vista. Hace que Bertito tire su helado y lo lleva en andas, casi corriendo. Cuando da con la mujer, ella viene en sentido inverso con unas amigas. Se le ríen en la cara. Entonces el hombre se da cuenta de lo ridículo que se ve, tratando de encarar una mujer, siguiéndola con deseo y necesidad, con el hijo colgado del brazo. Como lo grotesco, lo ridículo mezcla efectos: es risible y, al mismo tiempo, digno de compasión. Posee en sí la paradoja de lo que puede ser al mismo tiempo cómico y dramático.

Los dos primeros movimientos de los Cuentos claros operan entonces por contraste, en claroscuro. «Enroscado» puede filiarse más fácilmente con el universo melancólico de esta obra: «Amigo enemigo», el segundo cuento de Mundo animal, trascurría en ambientes semejantes, esas pensiones pobres de ciudad en las que deambulan personajes fantasmales. Se volverán un espacio privilegiado en la narrativa del autor, pero siempre el drama social está interrumpido por un dolor subjetivo o, más bien, hay como un desencuentro entre lo social y lo subjetivo, una inadecuación que caracteriza a todas las criaturas de este universo. No obstante, «Enroscado» se entrama con los otros relatos de Cuentos claros: la nota de comedia de los posteriores aliviana el drama existencial del padre, autoriza la sonrisa retrospectiva ante las escenas ridículas. Podría hipotetizarse que «Enroscado» trabaja con los imaginarios de la literatura contornista, mientras que «Falta de vocación» se adentra en el material de un realismo de corte más provinciano, hasta llegar a la fábula regionalista de «El juicio de Dios». Pero antes examinaremos el tercer cuento, «As».

Aunque también opera con el tiempo presente y el montaje, su historia es muy sencilla, casi podría decirse banal. Un padre anciano y una hija solterona y cuarentona que tienen una sedería toman una empleada para la casa y un empleado para la tienda. La hija comienza a salir por las noches con el dependiente y el padre, que juega solitariamente al ajedrez, termina enseñándole el juego-ciencia a la mucama. Ella demuestra talento y comienza a vencerlo. El deporte se vuelve juego de apuestas y el anciano empieza a perder dinero. Cuando se descubre la deuda, a instancias del dependiente, que ya es el novio de la hija, echan a la empleada sin pagarle lo adeudado.

En este punto se introduce la variante que aleja al cuento de una convencionalidad que la banalidad de la historia no habría hecho más que favorecer. El padre de la doméstica busca venganza y, como no la consigue, le enseña a la adolescente a jugar a las cartas. La lleva a los bares y la convierte en un negocio. Un compadrito le propone enseñarle el póker para obtener mayores sumas en garitos de las afueras. El padre acepta aunque desconfía. Finalmente el compadrito seduce a la chica y se la lleva. Vuelve a los meses, para decirle que van a casarse y tener un hijo.

Como en los otros dos relatos, abunda el estilo directo y la yuxtaposición de «escenas», que tienen algo de teatral y algo de cinematográfico. Aunque la historia presupone el pueblo de provincia por ciertos datos (la tienda pequeña, el bar, la circunstancia de que todos se conocen: el compadrito es el hijo de una conocida que vuelve al pueblo después de mucho tiempo), no hay casi descripciones ni profusión de color local en el habla de los personajes. Sin embargo, esta ausencia no marcaría un distanciamiento de las convenciones regionalistas que practican estos escritores experimentales de provincia, sino más bien una característica del peculiar regionalismo argentino. Dice Adolfo Prieto:

La primera inquietud apunta a señalar, por supuesto, el hecho de que los materiales que integran el mapa literario de una región no se expresan en un lenguaje dialectal o suficientemente diferenciado, como ocurre en la literatura regional de otros países.

(1968: 95)



Este fenómeno implica consideraciones históricas, políticas y sociales: la centralidad de Buenos Aires, la definición de la literatura nacional con pautas porteñas (el «criollismo urbano de vanguardia» de Borges), hacen que la afirmación de Di Benedetto y de Saer de que los escritores de provincia también pueden escribir una literatura universal (y, en este sentido, imprimiendo un giro particular a lo que el mismo Borges proclama en «El escritor argentino y la tradición») pase por lo cultural, lo geográfico, lo espacial y lo simbólico (por el fuerte peso de la ciudad de Buenos Aires como mito poético moderno) y no, como en otras literaturas (la española por ejemplo) por reivindicaciones de lenguas o dialectos reprimidos o subestimados. Más aún, y para seguir los dos ejemplos paradigmáticos: el laconismo del estilo dibenedettiano, así como el programático fraseo y sensualidad francófilas de la prosa saeriana (en deliberada oposición a la anglofilia borgiana), tienen como horizonte, sea para inscribirse en él o para oponérsele, el trabajo con el español que realiza la sintaxis de Borges.

El realismo se sitúa aquí más bien a nivel de las situaciones y los caracteres. El giro del relato, sin estridencias, se produce en el cambio de punto de vista cuando Rosa Esther es echada: hasta entonces la historia se venía narrando desde el punto de vista del anciano. El giro de los acontecimientos traslada el punto de vista al padre de Rosa Esther. Podría decirse entonces que ella es la protagonista de la historia, pero el lector no lo sabe hasta que no termina el cuento y el punto de vista siempre es ajeno a ella. Además, en el giro de la historia hay un cambio de ambiente: de la casa pequeño burguesa, aunque decadente, de la familia con la tienda, a la realidad humilde del padre de Rosa Esther, que solo pretende usufructuar el talento de la joven y termina perdiéndola a manos de un compadre. Es como si a pesar de su transparencia, o quizás a causa de ella, el relato desdibujara la figura y el fondo: la protagonista posee contornos borrosos, difuminados, mientras que los caracteres nítidos son los del anciano y los del padre, es decir, los que sostienen la focalización del relato.

Yuxtapuesta a la clara nota de comedia de «Falta de vocación», «As» narra una historia más bien costumbrista. Quizás podría decirse que su banalidad pretende contarse con cierta neutralidad, de modo que ni el drama parezca muy grave, ni la comedia demasiado hilarante. Pero de hecho termina siendo casi una comedia de enredos y subraya lo que los otros dos cuentos ya insinuaban: la tipificación de los caracteres y el espesor de las situaciones. Para Bergson, la comedia, en contraste con todo arte (y en este contraste el filósofo incluye tanto la tragedia como los otros soportes: la pintura, por ejemplo), tiende a lo general, a lo abstracto, a lo típico. El avaro, El cándido, solo pueden ser títulos de comedias (1983: 105-111). En efecto, Rosa Esther tiene nombre, aunque su personaje permanece en la sombra: en cambio, el padre de la dueña y su propio padre, cuyos nombres desconocemos, adquieren caracteres fuertes, siempre ligados a ideas fijas: el anciano aburguesado y hastiado, que de repente cobra nueva vida gracias a su compañera de juego; el padre corto de miras y de escrúpulos, que por querer hacer dinero fácil no duda en poner en riesgo a su hija adolescente (tampoco el padre de Bertito tiene nombre). El desenlace de «As» es ciertamente grotesco y de nuevo se juega en el diálogo de los personajes:

El padre ha dado el consentimiento, a cambio de nada. El domingo vendrá a almorzar Rosa Esther con Leyes.

La madre espera el domingo.

Le pregunta al marido:

-¿Para qué querías el chico? Hay que criarlo, ¿sabés, no?

El marido se fastidia por la pregunta:

-Es hijo de la Rosa, ¿no?

-Sí, es hijo, ¿y qué?

-¿Y si sacara la suerte de ella? Unos años de pobreza, pero después... ¿te das cuenta? A ése no se lo iba a llevar ningún compadrito.

(148)



Si, como lo señala la crítica, la figura del padre obsede la narrativa de Di Benedetto (Boldori 1968: 45; Premat 2009a: 105-106), resulta muy significativo que los personajes que carecen de nombre en estos relatos sean siempre «el padre». Por otra parte, la cuestión de la paternidad (su problematicidad intrínseca: como lo dice el aforismo latino mater certissima, pater semper incertus est) está en el centro de la intriga del relato más célebre de este volumen, «El juicio de Dios».

El relato retoma la oposición de la cultura argentina entre civilización y barbarie. Lo hace de modo explícito desde el comienzo, anclando la acción en el espacio-tiempo donde se situaría un narrador regionalista, pero incorporando la reflexión implícita sobre el tópico, que adquiere en este marco una inflexión particular, la que puede darle un narrador de provincias:

El siglo ha comenzado unos siete años antes. San Rafael evoluciona. El cuatrerismo decae porque el ganado es menos, sólo por eso. La tierra se racionaliza en colonias y en ellas enraízan la viña, los durazneros y los hombres. El ferrocarril ha llegado con la puntualidad de los que, si bien es cierto que ayudan, vienen a cobrar una parte.

El ferrocarril. Organización inglesa. Organización. Pero allí, tan lejos, con tanta soledad en torno, hace falta mucha voluntad para que las cosas marchen sobre rieles.

(149)



El primer párrafo concentra no solo las coordenadas, sino también las problemáticas económico-sociales de comienzos de siglo en Argentina: la inmigración que se instala en colonias agrícolas y el retroceso, en consecuencia, de la ganadería en su forma primitiva. La organización racional de la tierra se opone a la desorganización del desierto del siglo XIX, tal cual lo forjó la imaginación espacial de su literatura. Sin embargo, el «desierto», que en los románticos decimonónicos no deja de ser un espacio abstracto, difuso, que designa al mismo tiempo la pampa sin alambrado, la tierra no civilizada, las tribus aborígenes y las geografías despobladas, tiene aquí una precisión geográfica y orográfica: San Rafael que, como Mendoza, se erigen efectivamente como núcleos urbanos en medio del desierto cuyano. Junto con la descripción presuntamente objetiva se introduce no obstante la crítica social: el ferrocarril lleva la civilización pero detrás se esconden los intereses del capital.

De los que componen el libro, este relato es el más extenso y trabajado. También complejiza la técnica cinematográfica, introduciendo el montaje paralelo y anticipando el experimento radical que será posteriormente «Declinación y Ángel» del libro homónimo. A pesar de su extensión, la intriga se despliega a partir de un solo núcleo problemático, que a su vez concentra todos los sentidos de esta versión mendocina del choque entre la civilización y la barbarie. Salvador, el jefe de la estación de ferrocarril, se dirige al desierto junto a dos peones montado en una «zorra»: el objetivo es proveer ayuda a un tren de carga que ha quedado detenido entre San Rafael y Mendoza. Llevan víveres, agua y vino, pero el trayecto resulta ser más arduo de lo previsto (hace mucho calor) y el agua se les calienta. Deciden hacer un alto y Salvador se aleja de la zorra, que deja a cargo de los peones, acercándose a una zona sembrada y, por lo tanto, presumiblemente poblada por campesinos, con intención de pedir agua fresca. Lo recibe una anciana cándida, que parece no entenderlo o no escucharlo, y que está junto a una niña sucia y pequeña. Salvador la llama «abuela» y acaricia a la niña, que a su vez lo llama «papá». El jefe de estación asiente, por cortesía, aunque lo apura la sed y lo enerva la falta de reacción de la anciana.

En vez de prestarle ayuda, los campesinos se presentan amenazantes y lo encierran para interrogarlo: la niña, abandonada por su madre, es hija de un desconocido de la ciudad y creen que se trata de Salvador. Han tomado literalmente la frase de la niña y, con una deducción tan inocente como implacable, también el hecho de que haya llamado a la anciana «abuela». Salvador no logra convencerlos de que se trata de un error y lo ofusca la absurda trampa en la que se ha metido por sí solo. Buscando conmoverlos, recurre a un argumento: deben liberarlo porque la zorra quedó abandonada en las vías y si otra cuadrilla logra reparar el tren de carga, arribará a la madrugada y chocará con la zorra. Entonces el más viejo de los hombres (las únicas mujeres son la anciana y la nena) dictamina que resolverán la cuestión mediante un juicio de Dios: si Salvador dice la verdad, Dios no dejará que el tren choque con la zorra. Si mienten, se producirá el accidente. Tomarán la resolución del incidente como dictamen divino.

«Nunca don Salvador se ha visto en trance tan absurdo» (158) dice, una vez planteada la situación, el narrador. A partir de ahí se sucederán las peripecias. El absurdo está relacionado con el grotesco, en este sentido: la situación en la que se mete el protagonista es llamada «absurda» porque responde a una lógica extraña que atenta contra el sentido común. Desde el punto de vista de los campesinos, la acusación tiene su lógica: lo irrisorio es que toman en serio y literalmente lo que debiera tomarse como sentido figurado y como juego. Este desencuentro es lo que provoca la situación cómica. Para Bergson, una forma de lo cómico es la que se da en el choque entre dos juicios contradictorios (1983: 70). La situación es una sola, juzgada de modo contrario por una y otra parte: ese cruce de lo heterogéneo es humorístico. La anotación de Bergson es convergente con la idea de lo grotesco como fusión de lo incompatible. En el choque de la situación se mezclan todas las connotaciones de lo «civilizado» y lo «bárbaro».

El montaje paralelo otorga de entrada el tono para que la historia adquiera matices de humor y no caiga en el drama que podría producirse si se lograra una identificación con el protagonista. Después de que Salvador es capturado a punta de escopeta, antes de que se produzca el interrogatorio y se ponga en escena la situación, el narrador resume el episodio, pero visto desde el punto de vista de los dos peones que contemplan la escena. En varios tramos el punto de vista cambiará de un espacio al otro, superponiendo los tiempos de acción. Se produce un diálogo en el que uno de los peones propone ir a pelear a los campesinos y el otro se niega: «Siguen echados, ahorrándole al cuerpo todo lo que pueden, de sol y de movimiento. Parece que están amodorrados y distraídos» (154). Lo dramático de la situación para el jefe contrasta con la indolencia de los peones. Cuando ven que se lo llevan, de nuevo uno propone ir al rescate, pero el otro argumenta que si lo hacen van a tener que seguir manejando la zorra bajo el sol ardiente. Siguen, entonces, echados:

Otro silencio. Hasta que el de la iniciativa propone:

-Ponemos la damajuana debajo de la zorra; cuando se pueda tomar, sin don Salvador no ha vuelto nos vamos a la estación y que se encargue la policía.

El otro no responde. ¿Asentimiento o duda? El compañero averigua:

-¿Qué te parece?

El preguntado se toma todavía un momento. Después dice:

-¿Cuál damajuana, la del agua o la del vino?

(154-155)



La réplica provoca un efecto de chiste. Este distanciamiento del relato, operado por el montaje y el cambio de punto de vista, quita dramatismo a la situación de enredo que se narrará inmediatamente a continuación: el interrogatorio al jefe de estación. El narrador trabaja con los contrastes, las distancias y los puntos de vista. Imprime un tono de sorna que aliviana lo que podría volverse excesivamente dramático. En efecto, los peones, que permanecen sin nombre, protagonizarán otras escenas entre ridículas y cómicas, incluso paródicas. Carecen de individualidad y funcionan como par, casi al modo de clowns.

Antes de examinar esas escenas, volvamos al interrogatorio de los campesinos. La situación es en efecto dramática, pero Salvador muestra más indignación que miedo. Esto es significativo: su reacción es más moral, e incluso más intelectual, que afectiva. Siente más indignación por lo que, para su punto de vista, es estupidez, tozudez e irracionalidad de los campesinos, que preocupación por el peligro que lo amenaza. Ya vimos que para Bergson una situación es cómica cuando nos distanciamos de la emoción: parece una formulación contra-intuitiva, puesto que el sentido común afirma que la risa es emocional. No obstante, hemos tratado de seguir su razonamiento, que no es ajeno al de Kayser: lo cómico implica el distanciamiento porque la identificación lleva a lo trágico. Implica el desapego: es algo más intelectual que emocional. Si Salvador no se viera obligado a indignarse moralmente, como hombre civilizado, de esos «bárbaros» ignorantes y brutos, podría reírse de la situación. Y, en efecto, es una situación de la que, una vez a salvo, podemos, retrospectivamente, reírnos. Cuando Kayser trata de aislar lo grotesco de lo simplemente cómico, lo que no siempre resulta fácil, pone el acento en el problema de la distancia: el grotesco implica la fusión de lo cómico y lo trágico. Por eso decimos que es una «especie del humor». Es un humor serio, o un humor equívoco, que no excluye el dolor, la conmiseración o la lástima, incluso el horror o, como decía Giordano, lo ominoso. «El juicio de Dios» no solo se presenta como el centro de los Cuentos claros por su elaboración y su relectura de la oposición civilización/barbarie, sino también, o especialmente, porque funciona del mismo modo que operan los cuentos en la «orquestación» del libro. «Enroscado», «Falta de vocación», «As», «El juicio de Dios», «No»: las cinco notas proponen una combinatoria. Podríamos esquematizarla así: trágico-cómico-cómico-grotesco-trágico.

En realidad, los contrastes, los claroscuros, son los que dan al libro el modo «general» de grotesco: la fusión de lo incompatible, dice Kayser, permite definir lo grotesco como lo tragicómico (1964: 61). Este narrador repentinamente exterior organiza una causalidad en la que lo dramático desemboca en lo ridículo y lo absurdo amenaza con la tragedia, resolviéndose siempre, no casualmente, en el modo del anticlímax: finalmente, las intrigas no desembocan en nada, o vuelven al estado inicial, o quedan suspendidas en la irresolución. Esto ha podido leerse como un defecto de composición de los cuentos3. El juicio es por completo erróneo: justamente, el anticlímax, la no resolución, la suspensión del «cierre» de cuento, dejan indecidible la duplicidad de lo tragicómico. Cuentos claros es la experiencia de esta oscilación, este movimiento de indecisión, entre lo que provoca risa y afección.

Otra línea de lectura podría rastrear las relaciones de Di Benedetto con Luigi Pirandello y los no muy seguros vínculos con el «grotesco criollo» de Armando Discépolo. Analizando los años de formación del escritor, dice Varela: «En primer lugar reconoce a Pirandello como su gran maestro» (2005: 182). Varela también recuerda la importancia de la madre del futuro escrito como narradora oral de su infancia, una especie de mito similar al de Borges. Las dos cuestiones se cruzan: el escritor pertenecía a una familia italiana y la importancia del esquema familiar, además de lo freudiano de sus relatos, posee también esta prosapia cultural biográfica italiana. Discépolo, a comienzos de siglo, adapta a Pirandello al teatro argentino popular y, mixturándolo con el sainete, inventa el «grotesco criollo». En efecto, el sainete era puramente cómico, liviano, y Discépolo incorpora el lado trágico con el que se mixtura en el grotesco:

Poco a poco, sin embargo, se va perdiendo el inicial aire festivo y las piezas empiezan a asumir visos tragicómicos que, en una fase posterior, darán lugar al nuevo género que crearía Discépolo.

(Trastoy 2009: 204)



La genealogía del concepto de Kayser se ocupa especialmente, en el final de su libro, de Pirandello. Nuestra lectura ha privilegiado una noción menos contextual, considerando que Cuentos claros, sin deliberación teórica, otorga al grotesco una inflexión peculiar. No obstante, podrían pensarse las «convergencias»: no es seguro que haya influencia directa de Discépolo, aunque no sería vano interrogar en qué medida lo «escénico» de los Cuentos claros, que suele relacionarse con el cine (por el vínculo general de la obra del autor con el relato fílmico), no posee también su potencia teatral, de manera que se toca por una tangente con el grotesco de Pirandello y, menos visiblemente, con el de Discépolo. Llama la atención que en su largo estudio, en el cual se alude a la importancia de Pirandello, Néspolo no lo conecte con los Cuentos claros, más todavía por cuanto realiza una lectura del grotesco.

«El juicio de Dios», al intervenir en la problematización histórica de la dicotomía sarmientina con una «claridad» (aquí habría otro matiz del título) que por momentos se vuelve casi una tesis (aunque minada, contaminada, por lo grotesco, lo tragicómico), adquiere en algunas escenas visos de parodia. Bergson define la parodia como la trasposición de un tono solemne a uno familiar (1983: 85-86). Nos interesa esta perspectiva porque estamos examinando los tonos. En esta clave, la parodia es una degradación: no es diferente de la noción aristotélica, la Batracomiomaquia (Batalla de las ranas y los ratones) es la parodia de La Ilíada. Los campesinos van a tomar prisioneros a los peones que se solazan al costado de la zorra. Uno es capturado y el otro corre. El de la escopeta, que es el más agresivo de los campesinos, pero que ha dejado el arma en las casas para que otro vigile a Salvador, corre al fugitivo. El peón se vuelve y desenvaina un cuchillo. El campesino, desafiante, se saca una alpargata y se dispone a enfrentarlo con esa arma irrisoria. El otro, a pesar de que se ha mostrado indolente y procaz, y seguirá mostrándose, junto con su compañero, despreciable el resto del cuento, muestra sentido del honor (como el gaucho mítico) o, quizás, meramente orgullo de «macho» (o las dos cosas): deja el cuchillo y se saca una alpargata, para enfrentarlo de igual a igual. Se produce, entonces, un duelo con alpargatas: el campesino vence al peón, que termina sangrando.

La situación no puede ser más cómica, a pesar de la violencia y la sangre: un duelo con alpargatas es la parodia mendocina, provinciana, regionalista, del mitificado duelo a cuchillo, que se había vuelto metafísico con los gauchos de Borges. Y, de nuevo, se nos cuela lo grotesco en la lógica causal de la escena. El campesino se saca la alpargata porque no tiene otra arma para enfrentar al peón y porque confía en su fuerza y destreza. En contraste, el peón lo hace por principio, para enfrentarlo en igualdad de condiciones. Es decir que un motivo solemne tiene por efecto un resultado cómico: el sentido del honor o de la hombría de un personaje ruin provoca un duelo de alpargatas, que ya formulado resulta gracioso. También grotesco, porque lo cómico de la situación no excluye lo dramático: la violencia. Finalmente, es asimismo paródico, porque rebaja una situación noble a un registro pedestre, casi en el sentido literal: de cuchillo, arma enaltecedora (el arma blanca, en contraste con la de fuego, es siempre más honorable), a alpargata, algo que está a ras de la tierra y que además constituye un calzado ordinario, propio del campo. De duelo entre gauchos, ya míticos en la década del cincuenta, a enfrentamiento entre los resabios de la civilización y la barbarie, el peón ferroviario contra el trabajador de campo.

Dicho sea de paso, cuando los hombres le cuentan a Salvador la aventura de la hija y el «pícaro» que la embarazó y abandonó, lo que lamentan es no tener una mujer que cocine, lave y planche. Más aún: expresan en términos casi de caricatura el modo en el que, una y otra vez, la han castigado físicamente. La violencia de género se vislumbra, se filtra, en un tono casi sainetero: la «tragedia» de estos hombres, su drama, es que no tienen quien les haga las tareas del hogar. El desapego con el que aluden al castigo corporal obliga a tomar distancia de esa violencia, la vuelve narrable en un tono de cuento regionalista. Es posible que en esta falsa inocencia se esconda una crítica. Porque los cuentos regionalistas, como los del santafesino Mateo Booz, toman a gracia las peculiaridades de los habitantes de pueblos y zonas poco civilizadas. «Palo y hueso», de Saer, toma distancia y pone en escena, con dramatismo y tenacidad, la violencia sexual que se naturaliza en muchas zonas pueblerinas de provincia. Di Benedetto opta por otra variante: repite el tono liviano de un narrador regionalista, pero al hacerlo escenificando el relato de la violencia en la propia voz de los personajes, que hablan como si golpear a una mujer fuera una gracia, vuelve experimentable lo siniestro, lo amargo, de esa liviandad. Es decir: lo cómico vuelve figurable y crudo lo inenarrable. «Palo y hueso», al tomar distancia y asumir la gravedad, alude al incesto, a la violencia sexual, a la prostitución, sin nombrar ninguna. «El juicio de Dios», por el contrario, es crudamente literal y asume el tono liviano del regionalismo: esta estrategia desenmascara al mismo tiempo la naturalización de la violencia (verbal: contar la golpiza) y lo ideológico de la liviandad regionalista.

Quizás tiene razón Néspolo y hay que incluir en esta serie de cuentos claros regionalistas «El cariño de los tontos», aunque se trate de un relato un tanto enigmático, con algunas oscuridades más afines con el universo melancólico y adusto del autor. Nosotros sugeriríamos, además, que en ese movimiento valdría la pena desplazar «No», que desentona del conjunto, salvo como sostenedor de los contrastes y los cambios de tono, dando un cierre dramático que hace simetría con «Enroscado». Ahora bien, lo que nos interesa de «El cariño de los tontos» es la alusión, muy discreta, al golpe de estado de 1955 en Argentina. Pues no puede considerarse la inflexión de la dicotomía civilización y barbarie durante la década del cincuenta sin pensar en el fenómeno del pos-peronismo. Sabemos que Di Benedetto se declaraba antiperonista:

No fue la suya una postura militante, y nunca adhirió a los grupos armados de izquierda. Lo aclaró algunos años después: «Nunca he hecho política de ninguna especie. Y aunque era esencialmente antiperonista, no dejaba traslucir esas convicciones al periódico que conducía. Mi antiperonismo era una cosa latente, una cuestión casi borgiana, bastante inofensiva».

(Gelós 2011: 50-51)



De hecho, «El cariño de los tontos» habla de «revolución» (285), adscribiendo a la auto-designación que el golpe de estado se dio de Revolución Libertadora. La dicotomía sarmientina tomó nuevo vigor durante el peronismo y su posterior proscripción, en figuraciones como «La fiesta del monstruo» de Borges y Bioy Casares (Svampa 2010: 336-337). El célebre pudor dibenedettiano es todavía más reticente en relación con lo histórico-político, siempre aludido y como desdibujado. Esto es coherente, además, con el antirrealismo de los tres primeros libros.

Ahora bien, cabe preguntarse si no hay alguna alusión velada a esta «nueva barbarie» que habría sido el peronismo para muchos escritores de las décadas del cuarenta y cincuenta. Después de todo, estos dos bufones son peones ferroviarios, y tienen los rasgos de rusticidad e indolencia de los campesinos incultos en cuya trampa cae Salvador (el nombre parece connotar la civilización, además de la «claridad», nuevamente, de que el personaje se reduzca a su acción: ir a salvar el tren). Si hablamos de riesgo de exposición de tesis, es porque la tragicomedia de «El juicio de Dios» lo propone con toda claridad: la civilización, en la forma de vías ferroviarias, se ve amenazada de peligros al introducirse en lo que sigue siendo barbarie, aunque se trate de campesinos que aran la tierra. Ahora bien, la cuestión ya no es política, sino cognitiva: el choque se da por incomprensión, por estulticia o incultura de los campesinos, pero también por imposibilidad del «civilizado» de entrar en comunicación con la otredad. Asimismo, el límite entre un lado y otro se vuelve difuso en la medida en que los peones, cuyo par anula la individualidad (como si con dos ya se prefigurara «la masa»), son descritos del mismo modo negativo que los campesinos. Di Benedetto no deja de traspapelarlos con los intertextos más sofisticados: los dos peones se parecen a los ayudantes de K. en El castillo de Kafka (el checo, como se aprecia en Mundo animal, es una referencia constante). No obstante, situando la acción en 1907, ¿no hay una alusión a la época en la que se publica el relato? ¿Es inocente esta figuración de los peones ferroviarios? Quizás el humor vuelve digerible no solo la angustia y el dolor de un mundo absurdo, la violencia masculina contra el género femenino, sino también la tragicomedia de una mezcla entre la civilización y la barbarie que engendra monstruos. ¿Acaso la alpargata no es uno de los lexemas altamente connotados por el primer peronismo? ¿Acaso «La fiesta del monstruo» no es, también, un ejercicio con el grotesco?

Dijimos que el último relato desentonaba del conjunto. Está narrado en primera persona y cuenta una historia de amor imposible. Es una historia triste y desencantada. Se pueden señalar no obstante algunas marcas que, si bien no alcanzan para integrarlo en la lectura, al menos no lo hacen tan disonante. Se trata de un cuento realista, que parte de un material similar al primero: la existencia monótona y austera de un oficinista que vive con su hermana (ella es costurera) y sus sobrinos. Tiene también sus tenues notas regionalistas: se habla de los álamos de su provincia y el protagonista viaja a una pequeña ciudad a encontrarse con su amor imposible, una vieja compañera de colegio. Hay también un momento en el cual, como el padre de «Enroscado», busca la solemnidad, la emoción enaltecedora, y se la arruina su ansia carnal: queriendo conmemorar el aniversario de la partida de su amada en la estación de tren, percibe una desconocida que lo perturba con el deseo. El cuento termina de modo trágico, pues ella, si bien lo corresponde, se va a casar con otro porque está embarazada: «hasta que en el abrazo percibí su cuerpo combado desde abajo del pecho, marcando entre nosotros una separación irremediable» (183). No obstante, el relato prepara el terreno para el remate con una apreciación supuestamente descriptiva que en realidad encierra una especie de ironía cruel para con el destino aciago del protagonista: «Sin nada que se interpusiera entre nosotros, sino unas cuantas desatendibles mesas desocupadas, se me reveló su presencia, dulce y grave» (182). Cuando por fin parece que «nada se interpone entre los amantes», un obstáculo material irrefutable se presenta como el impedimento esencial de la consumación espiritual: la gravidez de la amada.

La tercera persona es clave para el efecto de comedia y la posibilidad de que el lector tome distancia, ya que la primera obliga a una identificación con la tragedia del protagonista. «No» es una historia tan patética como «Enroscado», pero la diferencia de tono es sobre todo consecuencia de esta imposibilidad de tomar distancia. Por lo demás, los dos relatos funcionan como enmarcadores de un conjunto que adhiere desde el título a la clave de un realismo que solapadamente se va socavando o, más bien, que se va transformando en grotesco.

Concluyamos. Cuentos claros es una discreta y alusiva reflexión acerca del realismo literario en clave de grotesco. Ahí están los imaginarios del realismo socialista, de la literatura de Contorno, del regionalismo que todavía se practicaba en las provincias del interior de Argentina. Por un lado, hay en Di Benedetto una sensibilidad para con la problemática social que lo insta a incorporarlo en sus ficciones: una indigencia que, siendo espiritual y metafísica, es no obstante antes que nada material, enaltecida por el sentimiento de angustia existencial o degradada por el dolor de la necesidad corporal insatisfecha. Hay un continuo de falta, de pobreza, que va de lo más pedestre a lo más espiritual. Sin embargo, el desacomodo el sujeto dibenedettiano, aislado en su soledad y en su sentimiento de incongruencia, tiene como consecuencia que lo social, en forma de convenciones y de máximas morales, se le aparezca como amenazante. Lo que comparten los propugnadores de una literatura realista de compromiso social es una primacía dada al colectivo por sobre el individuo y una mirada optimista acerca de la sociedad, que puede ser mejor, que puede cambiar. El sujeto de la ficción dibenedettiana, por el contrario, sufre por la sanción social y, sin sentirse individuo (porque el individuo forma parte de una sociedad), se constituye como tal en la tragicomedia de estar, simultáneamente, fuera y dentro del mundo, con los otros pero separado de los otros por una distancia infinita, con el anhelo del otro en el sufrimiento de la soledad (especialmente en el deseo amoroso) y la constatación de su ausencia, de su imposibilidad, de su lejanía. En términos de Bataille, la criatura dibenedettiana pertenece a la comunidad de los que no tienen comunidad (Blanchot 2002: 11): rechaza el individualismo burgués pero también la asociación bienpensante del colectivo social. El grotesco surge de este choque entre el sujeto que se constituye siempre en la incongruencia y el desacomodo, y la sociedad que lo juzga y lo pone en falta. Podemos retomar el comienzo del trabajo: con los Cuentos claros, Di Benedetto declara por qué no se puede hacer realismo, por qué la experiencia humana solo puede ser articulada a través de la imaginación, la fantasía, el delirio y el sueño.

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