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Ventana de hadas

Luisa Valenzuela





Cierta tarde no demasiado inspiradora en apariencia me pregunté por qué la madre de Caperucita Roja, que no parecía una mala madre, manda a la nena al bosque lleno de peligros. La respuesta me vino rápido y es obvia: porque el bosque es la vida y hay que atravesarla. Muchos entendieron la roja caperuza como la pubertad de la nena, la menarquía, esas fisiologías. Pero ahí no terminaba el mensaje oculto en el cuento infantil. Las cosas no son tan simples en el corazón secreto de estas historias tradicionales, vale la pena decodificar, desencriptar. Bien lo supieron Vladimir Propp, Bruno Bettelheim, Marie Louise von Franz y todos quienes trabajaron a fondo los cuentos populares y de hadas. Pero... me decía, siempre hay un pero. Algo se les ha escapado hasta ahora. Algo anda mal en el meollo de esos cuentos, pensé. Se supone que son historias ejemplares, «cautionary tales» como bien dicen los ingleses, destinadas a preparar a los niños y sobre todo a las niñas para su ingreso al mundo adulto. ¿Y qué les enseñan a las niñas? Les enseñan a no apartarse del camino trillado, a no ser curiosas (cuando la curiosidad es la madre de todos los descubrimientos), a dejarse someter porque algún día vendrá el príncipe azul a rescatarlas, a esperar durante cien años el beso que despierta, en definitiva a ser sumisas y depender del otro, masculino por cierto.

Me dije en aquel entonces -iba caminando por calles arboladas, el clima primaveral se prestaba- que las historias las contaron primero, oralmente, las ancianas frente al fogón en las noches para distraer del miedo y para aleccionar. Y las viejas, experimentadas ellas, por lógica no podían decirles a las niñas pobres y obligadas a valerse por sí mismas que fueran pacientes y esperaran al príncipe, por más degradado que fuera el príncipe. Entonces creí entender. El viaje de Caperucita es un tránsito, una verdadera travesía que va de la condición de púber a la de abuela. El bosque es en realidad el tiempo a lo largo del cual se van cosechando experiencias (para meterlas en la canastita). Tres instancias de una misma persona, en simultaneidad: Caperucita, su madre y la abuela. ¿Y el lobo? ¿Y el leñador? Cuando pude ubicar al lobo en el contexto, el panorama se iluminó de golpe demarcando la sombra: el lobo es la representación del inconsciente, la parte oscura de cada ser humano, lo inconfesable y ominoso con lo que debemos enfrentarnos a diario. ¿Cómo puede pretenderse entonces que la mujer adulta sea una persona completa, íntegra, si se la escinde desde chica de su oscuro deseo? ¿Si no puede abrirse camino por su cuenta, si se le inculca de chica que cualquier apartamiento del dogma conduce a la muerte no sólo de sí, conduce al indirecto asesinato de la pobre, indefensa abuelita?

La figura del leñador me resultó difícil de ubicar en este esquema. Las soluciones que encontraba eran forzadas; que encarnaba la parte masculina que late en toda mujer, por ejemplo. Busqué entonces la primera versión escrita del cuento, la de Perrault publicada en 1697, y comprobé para mi sorpresa que allí no hay leñador alguno, Caperucita simplemente muere junto con su abuela bajo las fauces del lobo. Esta confirmación, y el hecho de aprender que Charles Perrault fue consejero de Colbert, vivió a su sombra y consagró su vida a, como diríamos ahora, «crear la imagen» de Luis XIV, me bastó para reafirmarme en mi intuición. Estuve tentada de investigar a fondo y analizar cómo se distorsionaron los primitivos cuentos orales cuando cayeron en manos de este magno representante del patriarcado, Charles Perrault. Analizar todo lo que va de la fluctuante y creativa oralidad -que tanto defendieron los griegos y tan bien presentaron las mujeres de otras culturas- al estratificado poder de la palabra escrita.

Muy a principios del proyecto algo hizo que no traicionara mi posición fluida y en lugar de pergeniar un rígido ensayo me surgió un cuento que abría los caminos de la imbricación y la pluralidad de voces. «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja» traza de alguna forma el periplo de la mujer desde la pubertad hasta su integración con la ancianidad y con su propia sombra. Es decir que aporté mi grano de arena a la vasta colección de reescrituras de Caperucita. Angela Carter, Anne Sexton, Carmen Martín Gaite, Marcela Solá, muchas y muchos más le brindaron la propia ideología a este personaje y la volvieron aguerrida o seductora o irónicamente despiadada. Mi posición fue y es otra, pienso haber develado el secreto, es decir el mensaje original que Perrault se encargó de distorsionar. Porque no quité nada a la anécdota, y sólo le agregué detalles de la odisea en el camino del bosque para hacerla más elocuente, pero la anécdota básica sigue intacta con una percepción distinta: ¿quién se come a quién, en definitiva? No hay devoración final, hay integración no necesariamente heroica.

Me entusiasmó el hecho de poder poner en acto una teoría; a partir de ahí emprendí la aventura de devolver los cuentos más clásicos de Perrault no a su tiempo pero sí a lo que pienso fue la intención original de las viejas narradoras orales. Ejemplos de libertad en lugar de llamados al sometimiento.

A la colección resultante la llamé «Cuentos de Hades». Poco tenían ya de hadas, las historias, y bastante de rebeldía contra el gran secuestrador, dios de los infiernos.





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