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ArribaAbajoCuarto trozo de la vida de don Diego de Torres

Que empieza desde los treinta años hasta los cuarenta poco más o menos


Cuando yo empezaba a estrenar las fortunas, los deleites, las abundancias, las monerías y los dulcísimos agasajos con que lisonjean a un mozo mal entretenido y bien engañado los juegos, las comedias, las mujeres, los bailes, los jardines y otros espectáculos apetecidos; y cuando ya gozaba de los antojos del dinero, de las bondades de la salud y de las ligerezas de la libertad, poseyendo todos los ídolos de mis inclinaciones sin el menor susto, estorbo ni moderación, porque ni me acordaba de la justicia, las enfermedades, las galeras, la horca, los hospitales, la muerte, ni de otros objetos de los que ponen la tristeza, el dolor, la fatiga y otros sinsabores en el ánimo, salí de la corte para entretejerme segunda vez en la nebulosa piara de los escolares, adonde sólo se trata del retiro, el encogimiento, la esclavitud, la porquería, la pobreza y otros melancólicos desaseos, que son ayudantes conducentes a la pretensión y la codicia de los honores y las rentas. Vivía mal hallado y rabioso con esta inútil abstracción, y muy aburrido con las consideraciones de lo empalagoso y durable de esta vida; pero por no faltar a mi palabra ni a la manía de los hombres que juzgan por honor indispensable el cautiverio de una ocupación violenta, en la que muchas veces ni se sabe ni se puede cumplir, juré permanecer en ella contra todos los ímpetus de mi inclinación.

Desenojaba muchos días a mis enfados, huyendo de las molestas circunspecciones del hábito talar a las anchuras y libertades de la aldea; trataba con agasajo, pero sin confianza, a los de mi ropaje. Iba paladeando a mi desabrimiento, con las huelgas del país, los ratos que vacaba de mis tareas escolásticas, y, en los asuetos, marchaba a Madrid a buscar los halagos de las diversiones en que continuamente se hundía mi meditación. Con estos pistos y otros muerdos que le tiraba al curso, fui pasando hasta que la costumbre me hizo agradable lo que siempre me proponía aborrecible.

Luego que entré en Salamanca, hice las diligencias de leer a la cátedra de Humanidad; y sabiendo que estaba empeñado en su lectura y en su posesión mi primer maestro, el doctor don Juan González de Dios, desistí del gusto y la conveniencia que había aprehendido en mi instancia. Yo quería esconder el hediondo nombre de astrólogo con el apreciable apellido de catedrático de otra cualquiera de las disciplinas liberales; pero contemplando utilidad más honrada la de no servir de estorbo al que me ilustró con los primeros principios de la latinidad y las buenas costumbres, me rendí a quedarme atollado en el cenagoso mote del Piscator. Por este cortesano motivo determiné leer a la cátedra de Matemáticas; hice mi pretensión con irregularidad y sin apetito a quedarme por maestro, porque me gritaban las dulces grescas, las sabrosas bullas, los deleites urbanos y las licencias alegres de la corte, que las apetecía en aquel tiempo con más ansia que todos los honores y comodidades del mundo. Salió otro opositor a dicha cátedra, y éste esperaba más felicidad en la multitud de los votos, persuadido a que por sus años maduros, su encogimiento, su moderación y sus acciones juiciosas o impedidas, y a la vista de mis inquietudes, escándalos y libertades, sería más justo acreedor al premio y a las aceptaciones. Trabajaron sobradamente mis enemigos, ya ponderando las virtudes del uno, ya las malicias y los vicios del otro, y ya asegurando que la tropelía de mi genio y la poca sujeción de mi espíritu produciría notables inquietudes en la pacífica unión de los demás doctores; y temiendo que yo podía aventajarle en las noticias de la ciencia o en los lucimientos de los ejercicios, intentaron que no se leyese en público, sino que nos comprometiésemos los dos opositores a las serenidades de un examen secreto. Resistime poderosamente a esta novedad, diciendo con soberbia cautelosa que no había examinadores tan oportunos que pudiesen sentenciar en nuestras habilidades y aptitudes; además de que mi intención no era la de ser catedrático, sino la de hablar en público para desmentir a los que me habían marcado de ignorante, y cumplir con las prevenciones de los edictos, que éstos pedían una hora de lección de puntos en el Almagesto de Ptolomeo, argumento de los opositores, y sufrir tercer examen en el claustro pleno de la Universidad; que esto se había de ejecutar; y faltando al cumplimiento de alguna de estas circunstancias, o a la más venial providencia o costumbre de la escuela en orden a la oposición de cátedras, daría parte al rey y le suplicaría que me permitiese leer en los patios, ya que se trataba de cerrar los generales. Serenose, con mi resistencia y mi razón, la mañosa novedad que quiso introducir la débil congregación de algunos miembros descarriados de aquel robustísimo y sapientísimo senado. Tomé puntos la víspera de Santa Cecilia del año mil setecientos y veinte y seis; elegí de los tres, que se encargan a la suerte y ventura, explicar el segundo, que fue el movimiento de Venus en el Zodíaco, y al día siguiente, al cumplir las veinticuatro horas del término prescrito por las leyes de la Universidad, marché a las escuelas mayores con algún miedo, mucha desvergüenza y culpable satisfacción.

Para expresar con alguna viveza los extremados regocijos, los locos aplausos y las increíbles aclamaciones que hizo Salamanca en esta ocasión en honra del más humilde de sus hijos, era más decente otra pluma más libre, menos sospechosa y más autorizada que la mía, pues aunque ninguna de las que hoy vuelan en el público es más propensa a la claridad de las verdades que la que yo gobierno, no obstante, en las causas tan propias, se descuida insensiblemente el amor interesado. Pero, pues este lance es el más digno y más honrado de mi vida, y no es oportuno solicitar a otro autor que lo escriba, lo referiré con la menor jactancia y vanagloria que pueda. A las nueve de la mañana fui a entrar en el general de cánones de las escuelas mayores, y a esta hora estaban las barandillas ocupadas de los caballeros y graduados del pueblo, y los bancos tan cogidos de las gentes, que no cabía una persona más. En este día faltaron todas las ceremonias que se observan indefectibles en estos concursos y ejercicios. Los rectores de las comunidades mayores y menores y sus colegiales estaban en pie en los vacíos que encontraron. Los plebeyos y los escolares ya no cabían en la línea del patio frontero al general, y los demás ángulos y centro estaban cuajados de modo que llegaba la gente hasta las puertas que salen a la iglesia catedral. El auditorio sería de tres a cuatro mil personas, y los distantes, que no podían oír ni aun ver, otros tantos. Nunca se vio en aquella Universidad, ni en función de esta ni otra clase, un concurso tan numeroso ni tan vario. A empujones de los ministros y bedeles entré a esta hora, condenado a estar expuesto a los ojos y a las murmuraciones de tantos hasta las diez en punto, que era la hora de empezar. Subí a la cátedra, en la que tenía una esfera armilar de bastante magnitud, compases, lápiz, reglas y papel, para demostrar las doctrinas. Luego que sonó la primera campanada de las diez, me levanté, y sin más arengas que la señal de la cruz y un dístico a Santa Cecilia, cuya memoria celebraba la Iglesia en aquel día, empecé a proponer los puntos que me había dado la suerte, los que extendí con alguna claridad y belleza, no obstante de estar remotísimo de las frases de la latinidad. Concluí la hora sin angustia, sin turbación y sin haber padecido especial susto, encogimiento ni desconfianza, al fin de la cual resonaron repetidos vítores, infinitas alabanzas y amorosos gritos, durando las entonaciones plausibles y la alegre gritería casi un cuarto de hora: celebridad nunca escuchada ni repetida en la severidad de aquellos generales. Serenose el rumor del aplauso, y en la proposición de títulos y méritos, que es costumbre hacer, mezclé algunas chanzas ligeras (que pude excusar), pero las recibió el auditorio con igual gusto y agasajo. Arguyome mi coopositor; y entre los silogismos se ofrecieron otros chistes que no quiero referir, por repetidos y celebrados entre las gentes y porque no encuentro yo con el modo de contar gracias mías sin incurrir en el necio deleite de una lisonja risible y una vanidad muy desgraciada. Finalizose el acto, y volvió a sonar descompasadamente la vocería de los vítores; y continuando con ella, me llevó sobre los brazos hasta mi casa una tropa de estudiantes que asombraban y aturdían las calles por donde íbamos pasando. Esta aceptación y universal aplauso hizo desmayar a mis enemigos en las diligencias de obscurecer mi estudio y destruir mi opinión y mi comodidad. Pasados tres días tuvo su ejercicio mi coopositor; llenó su hora, y quedó el auditorio en un profundo silencio. Antes de poner el primer silogismo (mirando a la Universidad, que estaba en las barandillas), dije que me diese licencia para argüir fuera de los puntos, porque no había leído a ellos el que estaba en la cátedra, pues habiéndole tocado leer de los eclipses de la luna, había hecho toda su lección sobre la tierra, disputando de su redondez, magnitud y estabilidad; y añadí que le mandase bajar, que yo subiría a leer de repente. Fue locura, soberbia y fanfarronada de mozo, pero lo hubiera cumplido. Argüí, finalmente, a los puntos de su estudiada lección; precipitome la poca consideración de mancebo a soltar algunos equívocos y raterías; y acabado el argumento (porque dijo el opositor que se daba por concluido), sonaron otra vez muchos vítores a mi nombre y cayeron horrorosos silbos y befas sobre mi desdichado opositor.

La moderación humilde y el disimulo prudente y provechoso que se debe observar en las alabanzas propias, le están regañando a mi pluma las soberbias y presuntuosas relaciones de este suceso; la integridad de la obra y la disculpable ambición a los decentes aplausos me empujan también a describir con alguna distinción la multitud de sus mayores circunstancias; pero pues he determinado callar algunas, concluiré las que pertenecen a este asunto con más aceleración y más miseria. Faltó, pues, el examen de las facultades matemáticas en el claustro pleno, para hacer cabal la función. Yo sé el motivo de este defecto, y sé también que es importante no decirlo. Votose entre setenta y tres graduados, que tanto era el número de los doctores, y tuve en mi favor setenta y uno. Mi coopositor tuvo un voto, y el otro se encontró arrojado de la caja.

Estaban las escuelas y las calles vecinas rodeadas de estudiantes gorrones, cargados de armas, y esperando con más impaciencia que los pretendientes la resolución de la Universidad; y luego que la declaró el secretario, dispararon muchas bocas de fuego, soltaron las campanas de las parroquias inmediatas, echaron muchos cohetes al aire y me acompañó hasta casa un tropel numeroso de gentes de todas esferas, repitiendo los vivas y los honrados alaridos sin cesar un punto. A la noche siguiente salió a caballo un escuadrón de estudiantes, hijos de Salamanca, iluminando con hachones de cera y otras luces un tarjetón en que iba escrito con letras de oro sobre campo azul mi nombre, mi apellido, mi patria y el nuevo título de catedrático. Pusieron luminarias los vecinos más miserables, y en los miradores de las monjas no faltaron las luces, los pañuelos ni la vocería. Alternaban músicas y vítores por todos los barrios, y pareció la noche un día de juicio. Este fue todo el suceso, y todo este clamor, aplauso, honra y gritería hizo Salamanca por la gran novedad de ver en sus escuelas un maestro rudo, loco, ridículamente infame, de extraordinario genio y de costumbres sospechosas. Cada hora se escuchan en aquellas aulas doctísimas lecciones y admirables proyectos de escolares prudentes, ingeniosos y aplaudidos, y cada día se ven empleados en las cátedras, obispados y garnachas, excelentes sujetos de singular virtud, ciencia y conducta, y con ninguno ha hecho semejantes ni tan repetidas aclamaciones. Averigüen otros la razón o deslumbramiento de este vulgo, mientras yo le doy con esta memoria nuevas gracias y me quedo con singulares gratitudes.

Más dócil, más erguido y más sesudo que lo que yo esperaba de mi cabeza, empecé la nueva vida de maestro, enseñando con quietud, cariño y seriedad a una gran porción de oyentes que se arrimaron a mi cátedra los primeros cursos, quizá presumiendo que, entre las lecciones matemáticas, había de revolver algunas coplas o ingeniosidades del chacorrero espíritu que todos han presumido en mi humor, gobernándose por las violentas y burlonas majaderías de mis papeles. Fuese por esta causa o por la de probar los fundamentos y principios en que estriba un estudio tan misterioso, temido y olvidado, yo logré ver muchas veces lleno de curiosos a mi general en la hora que explicaba. Los cosarios a escribir la materia siempre fueron pocos; pero en el número de entrantes y salientes puedo contar a todos los mancebos que envían sus padres a seguir otras ciencias que dan más honra y más dinero, pero menos descanso y más peligro. Nunca se oyeron en mi aula las bufonadas, gritos y perdiciones del respeto con que continuamente están aburriendo a los demás catedráticos los enredadores y mal criados discípulos. A los míos les advertí que aguantaría todos los postes y preguntas que me quisiesen hacer y dar sobre los argumentos de la tarde, pero que tuviese creído el que se quisiera entrometer a gracioso, que le rompería la cabeza, porque yo no era catedrático tan prudente y sufrido como mis compañeros. Un salvaje ocioso, hombre de treinta años, cursante en Teología y en deshonestidades, me soltó una tarde un equívoco sucio, y la respuesta que llevó su atrevimiento fue tirarle a los hocicos un compás de bronce (que tenía sobre el tablón de la cátedra), que pesaba tres o cuatro libras. Su fortuna y la mía estuvo en bajar con aceleración la cabeza y esta mañosa prisa lo libró de arrojar en tierra la meollada. Este disparate puso a los asistentes y mirones en un miedo tan reverencial, que nunca volvió otro alguno a argüirme con gracias.

Continuaba, sin pesar desacomodado, los cursos en mi Universidad, y los veranos y vacaciones huía de las seriedades de la escuela a desenojarme del encogimiento y tristeza escolástica a Madrid y a Medinaceli, adonde me hospedaba con gusto, con regalo y sin ceremonia mi íntimo amigo Don Juan de Salazar, que ya descansa en paz. Pasaban sin sentir por mí los días y los años, dejándome gustoso, sin desazón, sin achaques y entretenido con las muchas diversiones que se me ofrecían en los viajes, en la corte y en la casa de este y otros amigos de mi humor, de mi cariño y de todo mi genio. Era Don Juan de Salazar (que fue el que me arrastraba entonces, más que otro, todo mi cuidado y amor) un caballero discretísimo, sabio, alegre y aficionado a la varia lectura, inteligente en los chistes de la matemática, en los entretenimientos de la historia, en las delicadezas de la filosofía y en las severidades de la jurisprudencia. Montaba a caballo con arte, con garbo y seguridad; hacía pocos, pero buenos versos; era muy práctico y muy frecuente en la campiña, en el monte y en la selva; mataba un par de perdices, un jabalí y un conejo con donaire, con destreza y sin fatiga, y era, finalmente, buen profesor de todas las artes de caballero, de político, de rústico y de cortesano. Vivíamos muchas temporadas en una sabrosísima amistad y ocupación, ya en su librería, que era varia, escogida y abundante, ya en el monte en el dulce cansancio de la caza, y en el estrado de su mujer, doña Joaquina de Morales, mi señora, donde sonaban los versos, la conversación, los instrumentos músicos y toda variedad de gracias y alegrías. Representábanse entre nosotros, los familiares y vecinos, diferentes comedias y piezas cómicas (que algunas están en mi segundo tomo de poesías), en los días señalados por alguna celebridad eclesiástica, política o de nuestra elección. Escribía también, ya en los ratos que le sobraban a mis deleites, ya por las posadas, por huir siempre del ocio, por burlarme del mundo y por juntar moneda, los papelillos que hoy se van cosiendo en tomos grandes. De las sátiras que arrojaban contra ellos y contra mí, hacía también divertimiento, risa y chanzoneta. Burlábame de ver sus autores cargados de envidia y de laceria más que de razón, intentando quitarme el sosiego, la libertad y el aplauso. Alegrábame mucho siempre que me soltaban algunos papelones maldicientes, porque al instante se seguía la mayor venta de mis papeles, y el especial regocijo de ver sus autores encorajados e iracundos contra un mozo picarón, que se le daba un ardite de toda Constantinopla.

Lleno de risa y de desprecio contra la necedad de estos furiosos y provocativos salvajes, rodeado de los requiebros de los aficionados a mis boberías, embebido en la variedad de gustos y festejos, con bastantes abundancias de fortuna, y sin conocer la cara al sinsabor, al mal ni al quebranto, viví cinco años, que fueron los intermedios desde que entré en la cátedra hasta que recibí el grado de doctor. Detúveme en proporcionarme a tan honroso empleo por estar más desatado para mis aventuras, porque consideraba como estorbo impertinente a mis correrías la sujeción a los claustros, a las fiestas, a las conclusiones y otros encargos de este apreciabilísimo carácter. Medroso a las leyes y estatutos que mandan despojar de los títulos y rentas de maestro al que no se gradúa en determinado tiempo, hube de rendirme a las ordenanzas y al cumplimiento de las obligaciones, con bastante dolor de mis altanerías. Tomé el grado el jueves de ceniza del año de mil setecientos y treinta y dos, en el que no hubo especialidad que sea digna de referirse, sólo que el martes antes, que lo fue de carnestolendas, salió a celebrarlo con anticipación festiva el barrio de los olleros, imitando con una mojiganga en borricos el paseo que por las calles públicas acostumbra hacer la Universidad con los que gradúa de doctores. Iban representando las facultades, sobrevestidos con variedad de trapajos y colores, llevaban las trompetas y tamborilillos los bedeles, reyes de armas y maestros de ceremonias, y concluyeron la festividad y la tarde con la corrida de toros, con que se rematan los serios y costoso, grados de aquella escuela. Díjose entonces que yo iba también entre los de la mojiganga, disfrazado con mascarilla y con una ridícula borla y muceta azul; pero dejémoslo en duda, que el descubrimiento de esta picardigüela no ha de hacer desmedrada la historia.

Con la circunspección en que me metí, y con la mayor quietud a que me sujeté, empezaron a engordar mis humores, a circular la sangre con más pereza, a llenarse de cocimientos errados el estómago y a rebutirse los hipocondrios de impurezas crudas, de tristísimos humos y de negras afecciones. Subieron a ser males penosos todas estas indisposiciones desde el día veinte de enero del año de treinta y dos, que pasé a las inclementes injurias del aire y la nieve en el puerto de Guadarrama, en los montes que tiene el conde de Santisteban entre Las Navas y Valdemaqueda. Diré brevemente el suceso. Yo perdí el camino, y, al anochecer, rogué a un pastor, que venía de una de las casas de los guardas de aquel sitio, que me pusiese en la calzada real. Recibí erradas las señas, y después de haber dejado el carril, que seguía a la distancia que el pastor me dijo, entré en otra carretera bastantemente trillada y reducida. Caminábamos sumidos en el rebozo de la capa mi criado y yo, huyendo el azote del aire y la nieve, y a corto trecho de mí oigo un grito suyo, que dijo: «Señor, que me ha tragado la tierra.» Revolvime con prontitud para socorrerle, y, al tomar media vuelta sobre la derecha, se hundió mi caballo con un estruendo terrible y dio conmigo en tierra, lastimándome con curable estrago todo un muslo. Salí como pude, y, a pesar de las obscuridades de la noche, percibí que había sacado mi caballo una pierna atravesada de unos clavos de hierro, introducidos en dos trancas horrorosas de madera, a quien llaman cepos los cazadores de los lobos. Acudí a mi criado y lo hallé tendido debajo de su animal, que estaba también cogido en otro cepo. Hice muchas diligencias para ver si podía quitarles las pesadas cormas, y, como en mi vida había visto semejante artificio, no encontré con los medios de librar de él a mis caballos. Medrosos de no caer en otras trampas, y desesperados de no poder levantar del suelo a nuestros animales, hicimos rancho, expuestos toda la larga noche a los rigores y asperezas del frío y el viento. Con los pedernales de las pistolas, pólvora y los trapos de una camisa, que saqué de mi maleta, encendíamos lumbre, pero luego se nos volvía a morir con la humedad. En esta tristísima fatiga, y con el desconsuelo de no oír ni un silbo, ni un cencerro, ni seña alguna de estar cercanos a algún chozo, majada o alquería, nos encontró la luz de la mañana, a la que vimos el estrago y pérdida de nuestros rocinantes. Cargamos con nuestras maletas a pie, y a breve rato dimos con el lobero; sacó éste los pies de los caballos de los cepos; reconocimos que el uno tenía cortados los músculos, nervios y tendones de la pierna, y que el otro solamente los tenía atravesados. Guionos a la casa de un guarda llamado el Calabrés, y en su chimenea nos reparamos del frío de la noche; nos dio para almorzar una gran taza de leche, puso para comer una estupenda olla con nabos y tocino, y, gracias a Dios, pasamos felizmente el día. Murió el un caballo, y el otro se curó con mucha dificultad en Las Navas; y en dos jacos de alquiler de este lugar proseguimos nuestra derrota hasta Ávila de los Caballeros, y en la casa del marqués de Villaviciosa acabé de convalecer de mi tormenta con sus favores, sus regalos y mi conformidad.

Prólogo fue del libro de mis desgracias esta melancólica aventura, porque detrás de ella se vino paso a paso mi ruidoso destierro, en el que padecí prolijas desconveniencias, irregulares sustos y consideraciones infelices; pero fui, al mismo tiempo, tan afortunadamente dichoso, que vi sobre mí una lástima universal de los nacionales y extraños, una aclamación increíble y un amor tan honrado, que jamás aspirara a presumir. Si yo pudiera poner en esta escritura, sin irritar a los actores y testigos que todavía han quedado en el mundo, las particulares menudencias y circunstancias que estoy deteniendo en mi pluma, creo que sería este pasaje el único que pusiese alguna enseñanza, algún gusto y dilatada estimación en esta historia. Yo conozco que es importante que estén ocultos los primeros principios y muchas circunstancias de los medios y los fines de este escandaloso suceso, por lo que determino contentar al lector con instruirle de las verdades más públicas, para que pueda entretenerse sin el resentimiento de los fabricantes de mi pasada penalidad. Es cierto que en los libros de las novelas, ya fingidas, ya certificadas, y en los lances cómicos inciertos o posibles, no se encuentra aventura tan prodigiosa ni tan honrada como la que me arrojó a padecer los rigores de un largo y enfadoso destierro. El que quisiere quedar instruido, registre algunos papeles míos, que con facilidad se tropiezan en las librerías, y hallará (aunque revueltos con estudiada confusión) los motivos de mi ignominia y mi desgracia. En las dedicatorias a mis almanaques de los años de 34 y 35, hechas a los excelentísimos señores marqués de la Paz y don Josef Patiño, que aún duran en el libro intitulado Extracto de los pronósticos de Torres, está patente mi inocencia, y embozada con los rodeos de una astucia loable la raíz principal de las conjuraciones que labraron mis desconsuelos y desdichas. En dos membretes impresos en Bayona de Francia, el uno dictado por don Juan de Salazar, compañero en la conturbación, en la fatalidad, la fuga y la fatiga, y el otro proferido por mí al rey nuestro señor, suplicando a su piedad con lastimosos y rendidos ruegos para que nos oyese su justicia, aparecen también algunas luces de la clara verdad de este suceso. En estos papeles, en la representación que lo ministros hicieron a su real majestad y en la confesión de don Juan, consta solamente que, provocado este caballero de las injurias de un clérigo poco detenido, se dejó coger de las insolencias de la cólera, y, abochornado de sus azufres, tiró de la espada y abrió con ella en los cascos del provocante un par de roturas de mediana magnitud. Dicen que fue el herido con las manos en la cabeza, no a curarse, sino a solicitar la ira de un contrario poderoso, en cuya confianza y valimiento apoyaba su reprehensible temeridad. Arbitraron (para prevenir con más eficacia sus rencores y nuestras pesadumbres) que con las heridas frescas partiese quejoso a informar al presidente de Castilla. Así lo hizo el buen sacerdote, y marchó colérico, sanguino, con las dos faltriqueras en los cascos, y ante su tribunal dijo que aquellas heridas se las había impreso don Juan de Salazar, y añadió, finalmente, que don Diego de Torres había tenido la culpa. Éste es todo el hecho público y ésta es la historia que se cantaba en aquel tiempo. Los antecedentes, motivos y crueles asechanzas que pusieron a don Juan en la precisión de examinar ciertas osadías del herido, y otras diligencias de sus alianzas, quedarán encubiertas hasta el fin del mundo. Lo que yo aseguro, ahora que estoy libre, y por la misericordia de Dios perdonado de las sospechas en que impusieron al ánimo piadoso del rey, es que no consentí la menor tentación ni tuve la más leve culpa en orden a las estocadas del clérigo, ni hablé jamás ni en chanza ni en veras, ni con la insinuación ni con el deseo, en semejante asunto; y en todos los ardides, probanzas y juramentos con que intentó la malicia destruir mi fidelidad, mi honor y buena correspondencia, juro por mi vida que fueron falsos, y esto juraré a la hora de mi muerte. Deseo con ansia sacar a mi discurso de este atolladero; crea el lector lo que gustare, y véngase conmigo a saber (si le agrada) lo que ya puedo decir con verdad, con descanso, sin peligro y sin ofensa.

Los que tomaron el coraje, la voz y los poderes del herido dieron cuenta al rey, probando el delito sin nuestra confesión, examen ni disculpa; y temerosos de que la providencia regular nos pusiese en prisión, salimos de Madrid al Esquileo de Sonsoto y Trescasas, en donde esperamos ocultos la resolución de la consulta. Llegó como mala nueva, breve y compendiosa, sin haber padecido la más leve detención en el viaje desde Sevilla (donde estaba a esta sazón la corte) hasta el Real Consejo. Contenía el real orden pocas palabras, porque sólo mandaba que, por ciertas causas, fuese don Juan de Salazar por seis años al presidio del Peñón, y don Diego de Torres, extrañado sin término de los dominios de España. Nos dio esta buena noticia el clérigo caritativo de la cabeza rota, que a un tiempo le hacía su buen corazón parcial con el arrepentimiento de la injuria y la venganza, y con la enemistad furiosa de nuestros contrarios y enemigos. Antes que las diligencias judiciales nos encontraran en donde pudiesen notificarnos el real decreto, huimos, aconsejados del temor y la reverencia del Esquileo de Sonsoto, con la deliberación de no parar hasta la Francia. El día 12 de mayo, a las dos de la tarde, salimos del expresado lugar, a caballo y con el alivio de seiscientos doblones y dos criados que nos servían con puntualidad y con cariño. Llegamos al anochecer a la Granja del Paular de Segovia, donde nos regaló y consoló tres días el venerable padre don Luis Quílez, procurador de aquella silenciosa comunidad de vivientes bienaventurados. Dadas desde allí todas las prevenciones e industrias para lograr los avisos y las cartas que informasen de nuestra vida y nuestros negocios, y advirtiendo a los criados que nos tratasen como amigos y camaradas, trocados los nombres, el de don Juan de Salazar en Bernardo de Bogarín, y el mío en Manuel de Villena, tomamos la bendición de aquellos enterrados religiosos, y nuestra derrota, con alguna melancolía, pero felizmente conformes con los trabajos y el paradero con que vos tenía amenazados el odio y la fortuna. Enderezamos nuestro destino a la Francia; eran las ermitas y conventos de frailes nuestro refugio, sagrado y abrigo; y cuando estos lugares no se proporcionaban a la regularidad de las jornadas, se disponía el rancho en las campañas, y, sobre la tierra de Dios, que estaba bien mullida de las lluvias, asentábamos los catres, los aparadores y los repuestos, que lo eran las mantas y albardones de nuestros caballos, que iban bien almidonados de mataduras y costrones. Los avisos frecuentes que nos dieron de la corte eran que habían salido en nuestra solicitud varias requisitorias, encargando a los intendentes, corregidores o alcaldes de cualquiera pueblo, que nos aprisionasen y detuviesen en el lugar donde pudiésemos ser habidos. En los mesones, en los conventos y otros parajes en donde nos cogía el mediodía, la noche y la gana de comer, se mezclaba nuestra astucia y curiosidad en la conversación de los peregrinos, los arrieros y otros concurrentes, preguntando qué había de nuevo en Madrid, y entre las novedades salía al punto a danzar nuestra tragedia. Murmurábamos de nosotros mismos con cuantos se nos ponían delante. Afeábanse las ligerezas de los hechos, maldecíanse los escándalos de los delincuentes, y se glosaba sobre el asunto con libertad extraordinaria. Nosotros atizábamos con disimulo importante el fuego de la murmuración, y especialmente cuando el relator era algún crítico aficionado a la poca caridad, o algún hipócrita de los que quitan los créditos por amor de Dios y las honras por el bien de las almas. Divertía mucha parte de nuestros sustos y desvelos este juguete y la ridícula variedad con que oíamos referir nuestra lastimosa historia. Unos aseguraban que nos vieron ahorcados; otros, que ya corríamos el bizcocho de munición en las Alhucemas, y muchos se mantenían en la verdad de nuestra fuga. El suceso se contaba en cada sitio de diferente modo y substancia. Decíase por unos que una dama principal era el agente y motivo de nuestra desolación; por otros, que una comedia satírica representada contra el gobierno, y los más aseguraban que por haber muerto a un cura y herido a otro; y a estas mentiras las rodeaban de unas circunstancias tan infames e imposibles, que más nos producían la risa que el enfado. La ignorancia de nuestras personas puso también a muchos en una curiosidad aventurada, y a nosotros, en nuevos y evidentes peligros.

En Burgos nos marcaron por frailes apóstatas, porque en un convento de aquella ciudad nos oyeron argüir en filosofía y teología; y como esta acción era extraña del traje corto y picaresco que elegimos para disimularnos, se persuadieron los oyentes a que nuestro estudio y modestia no podía salir de otro lugar que de los claustros religiosos. Entre los que no nos trataban, pasamos plaza de contrabandistas, gobernando su presunción por los informes del vestido, del gesto y de las armas. La pesadumbre con que caminábamos no era mucha, porque la esperanza de que llegaría (aunque tarde) el conocimiento de mi inocencia y el perdón de la destemplanza de mi amigo, el gusto de ir viendo países nuevos y gentes no tratadas, el alivio de los seiscientos doblones que llevábamos en nuestros bolsillos, y los buenos caballos que nos sufrían y autorizaban, nos iban templando la mayor prolijidad de nuestras penas, enojos y fatigas. No quiero poner aquí el montón de angustias que padecimos a ratos en nuestro viaje, ya producidas del miedo de no dar en una prisión, ya del cuidado que nos acosaba el espíritu con la memoria de nuestras casas y familias, porque no se me aburran los lectores con la vulgaridad de la relación de unos lances tan indefectibles, que se los puede presumir el más rudo; imagínelos el que lea, y quedará menos enojado con su discurso que con la torpeza de mis enfadosas expresiones.

Llegamos a Bayona de Francia, y en esta ciudad nos detuvimos algunos días, esperando en las cartas los consuelos de alguna serenidad y arrepentimiento de los conjurados que se habían enardecido contra nuestra quietud. Nos certificaron los avisos de los agentes de Madrid el mal estado de nuestra libertad y las pocas esperanzas que por entonces podíamos tener en orden a reconciliarse los ánimos de los unos y los otros; y mi amigo, que llevaba al cuidado de su discreción las resoluciones de las dos voluntades, determinó que al punto partiésemos a París. Halló pronta mi obediencia, mi amistad y mi gusto; y al día siguiente marchamos, persuadidos a que el favor del señor marqués de Castelar, que se hallaba embajador de España en aquella corte, sería el único medio y remedio contra las adversidades que nos empezaban a perseguir. Reconociendo con puntualidad las ciudades, caseríos y villajes intermedios, llegamos a Burdeos, en donde nos encontró un criado de don Juan, que traía cartas más recientes que las que recibimos en Bayona. Tuvo con ellas la mala novedad de que le habían embargado sus bienes, y que los enemigos adelantaban a tal extremo sus rencores, que habían irritado sumamente a los jueces; y, por último, le persuadían a volverse a España a presentarse a la justicia, porque éste sólo era el único modo de volverse a su hacienda, casa y opinión. Con este aviso y este consejo mudó el propósito de continuar las jornadas a París, consultando conmigo sus deliberaciones; y como yo no me había quedado con más obligación ni más voluntad que la de conformarme a sus ideas, asentí en ésta sin la menor repugnancia ni disputa. Cargaron sobre don Juan todas las resoluciones y las diligencias judiciales, porque, como era público que mis muebles no podían valer para pagar un alguacil, ni mis raíces para satisfacer un pedimento, ni mi persona podía ser útil sino para añadir un estorbo a la cárcel y un comedero más a la cofradía de la Misericordia, no se acordaron de ella para nada. Don Juan embargado, y yo sin embargo, nos volvimos desde Burdeos para España con el dolor de las malas nuevas de nuestra libertad y con el sentimiento de no ver a París, adonde nos guiaba aún más el gusto que la esperanza de nuestros alivios. A entender en los medios y las astucias de no ser sorprendidos de las rondas de las aduanas, a cuya estratagema y desvelo estaba cometida nuestra prisión, y a imprimir los dos memoriales de que ya hice memoria en los párrafos antecedentes, paramos segunda vez en Bayona. Desde allí remitimos a Sevilla (donde a esta sazón estaba la corte) trescientos memoriales a diferentes señoras, señores, ministros y agentes para que solicitasen el buen despacho de nuestras súplicas, que todas se encaminaban a que el rey nos oyese en justicia que se nos examinase en el tribunal que su piedad y su rectitud se dignase de elegir. La resulta fue que a don Juan se le oyese en justicia, y mi nombre no pareció para nada en el decreto. Disfrazados en el traje de arrieros (que ésta fue la resolución que pensamos por oportuna para escaparnos de las rondas) con los vestidos de unos mercaderes de Fuentelaencina, que casualmente tropezamos en Bayona, salimos de ella, capitulando llegar a un tiempo mismo a su lugar y satisfacer en las aduanas los derechos que se pagan al rey por los géneros extraños. Ellos, galanamente adornados con nuestros vestidos y caballos, y nosotros, sorbidos en unos coletos mugrientos, en mangas de camisa, con los botines abigarrados, la vara en el cinto, gobernando los ramales de seis mulos y gruñendo votos y porvidas, nos desaparecimos de Bayona por diferentes carriles, sin más diferencia que una hora de tiempo. Fuimos pasando por los lugares donde paraban las requisitorias, nos encontramos muchas veces con las rondas, y ninguno de los jueces ni los guardas nos pudo descubrir ni aun sospechar, porque es cierto que íbamos discretamente disfrazados. Con dos horas de diferencia (sin habernos acaecido aventura singular en el viaje) llegamos a Fuentelaencina, entregamos los machos, los géneros y la cuenta, y dimos mediana razón de nuestras personas y muchas gracias a los mercaderes. Despedidos de ellos, discurrió mi amigo en que el medio más seguro para empezar a tratar de nuestro negocio era el dividirnos; en esto quedamos, y don Juan se cargó con el cuidado de asistir a mi madre y darla quinientos reales cada mes, lo que cumplió como caballero y hombre de bien, que sabía mi inocencia y la injusticia que los enemigos me habían hecho en quitarme la opinión, la comida y la libertad. Engendró en los contrarios algunos celos esta liberalidad; pero sepan los que hoy viven, que, después que volví de mi destierro a mis honores y a mis conveniencias, pagué a don Juan toda la cantidad con que su garboso genio remedió la desventura en que mi madre quedaba; y aunque no lo dio con el fin de la cobranza, yo lo recibí con el deseo de la satisfacción.

Tristísimamente desconsolados, sin acertar con las palabras de la despedida ni con las voces de los consuelos, nos dividimos, tomando don Juan el camino de Madrid y yo el de Salamanca. Apenas llego, se presentó en la cárcel de Corte, y desde ella le colocaron en el convento de San Felipe el Real, donde hizo judicialmente una declaración honrosa y verdadera de todos los hechos; y vista por los señores del Real Consejo de las órdenes de quienes era súbdito, por ser el delincuente caballero de la orden de Santiago, fue absuelto de los seis años del Peñón, y nuevamente sentenciado a un año de residencia en el convento de Uclés, de la misma orden.

Mientras don Juan estaba padeciendo los enfados de los interrogatorios, las comisiones de los alguaciles, los consejos de los impertinentes y la reclusión en aquella venerable casa, estaba yo paseando las calles de Salamanca, lleno de dudas y sospechas, disponiendo la conformidad a cuanto me quisiese remitir la Providencia, la desgracia o la fortuna. Un mes estuve en esta suspensión, sin que mi jefe el maestrescuela, ni el corregidor del lugar, ni otra ninguna persona me hablase una palabra en orden a mis aventuras. Llegué a persuadirme que estaría perdonado o a que fue ficción de mis enemigos la voz tan válida y acreditada del destierro; y una mañana, cuando más olvidado vivía yo de mis desgracias, se entró por mis puertas el alcalde mayor don Pedro de Castilla, y me notificó la orden del rey, en que su majestad se dignaba de que fuese extrañado de sus dominios. Salí en aquella tarde con dos corchetes y un escribano, y en treinta horas me pusieron en Portugal, sujeto a las leyes del señor don Juan V, el justiciero y piadoso monarca de aquel breve mundo. Ya tengo escrito este pasaje en la dedicatoria al excelentísimo marqués de la Paz, en el pronóstico del año 1734; acudan a él los curiosos, pues es molestia demasiadamente enfadosa repetir en estos pliegos lo que ya tengo escrito en otras planas. Hallé, gracias a Dios, en los políticos y los rústicos de aquel reino piadosísimas atenciones, dádivas corteses, lástimas graciosas y una caridad imponderable. Ni en el escrupuloso genio de los portugueses, ni en la delicadeza de mi estimación, produjo el más leve perjuicio el mal olor de delincuente, con que ya estaban apestados, ni el contagio de infame, con que me presenté a sus ojos, llevando sobre mí el sayo de capitalmente condenado. Recibiéronme, gracias a Dios, con un gozo y un agasajo que jamás pude presumir. Rodando las aldeas, caseríos y ermitas cercanas a las hermosas ciudades de Coimbra, Villa-Real y Lamego, anduve cuatro meses bien divertido y regalado en las casas de los curas, los fidalgos, los jueces, los médicos y otras personas de gusto y conveniencias. Repasaba muchos ratos felizmente gustoso, con la memoria y la narración de mis anteriores aventuras, cuando me vieron aquellos montes con el ropón de ermitaño. Los recuerdos del dichoso don Juan del Valle eran frecuentes asuntos de las conversaciones, siendo gozo de los que le trataron y fatiga bien empleada de los que no lo conocieron, la repetición de sus virtudes escondidas. Parlaba con los abades y los hidalgos instruidos (de que hay abundancia en aquel reino) de los sistemas de la filosofía reciente; componíamos el mundo de los átomos, de la materia sutil, de la estriada y globulosa; regañábamos con Aristóteles, y se decía, entre nosotros, que no supo explicar un fenómeno de la naturaleza; y con la repetición de los disparates de Cartesio, de las presunciones de Regis, y las vanidades de los que hoy garlan en el mundo, con sus librillos repletos de rayas, círculos y figuras, los tenía ansiosamente embelesados. Resollaba con los médicos muchas pataratas astrológicas; disculpaba los embustes, astucias y engaños de su facultad y lo dudoso de sus juicios y recetas, pero con tal advertencia que no los enojase mi poca fe y el escarnio con que me quedo contra la credulidad de los que no piensan que hay muerte y que para todo hay remedio. Echaba mis párrafos de política, de áulica, de guerra y de cuanto imaginaba oportuno a la inclinación de los oyentes. Aseguro al que lee que en mi vida he hablado ni tan varia ni tan disparatadamente como entonces; pero era disculpable mi garrulidad, porque la precisión de tener los gustosos y parciales hizo alborotar con demasía a mi natural silencio.

Con este trato humilde, agradable y astuto vivía en aquellos cortos lugares, hasta que, cansado de su brevedad, me mudé a Coimbra, adonde no pude detenerme sino muy poco tiempo, por causa de que aún vivía (aunque muy viejo y postrado) el majadero celoso que me dio motivo para dejar, la vez primera que la pisé, aquella hermosísima ciudad. No obstante este ridículo estorbo, y persuadido a que la mudanza de mi nombre y traje le habrían ya borrado de su memoria los accidentes de mi figura, quise alicionarme con el trato y la conferencia de algunos de los doctores de aquella grande, por todos modos, Universidad. Baptizado tercera vez con el nombre de Francisco Bermúdez, hablé de mi verdadero nombre y persona con varios sujetos de la primera distinción, gobierno y sabiduría de aquella escuela, y me significaron el especial honor que lograrían en que el doctor don Diego de Torres fuese a servir la cátedra de Matemáticas, que tenían vacante por muchos años por falta de opositor y pretendiente. Yo les aseguraba que conocía a Torres, y que estaba olvidándose del mundo en uno de los lugares de la raya, obedeciendo al real decreto de su rey, que le tenía extrañado de sus dominios. Prometí que le significaría lo mucho que tenía que agradecer a sus buenos deseos, manifestando las honradas proposiciones con que procuraban premiar sus fatigas y desvanecer sus desconsuelos. Añadieron a estas favorables promesas que perdonarían los gastos de la incorporación del grado, el examen y ejercicios, y consultarían al rey para que, sin ejemplar, aumentase los salarios de la cátedra. Antes que pudiese la casualidad o la malicia descubrir que yo era el Torres que solicitaban, dejé a Coimbra y vine a parar por otro par de semanas a Mirandela y a la Torre de Moncorvo; y de este lugar escribí a los doctores de la comisión que don Diego de Torres sólo atendía a los cuidados de manifestar al rey su veneración, su inocencia y todas las operaciones de fidelísimo vasallo, y que perdería todas las esperanzas y comodidades de honra y de riqueza que le pudiese dar el mundo hasta demostrar su fidelidad, su celo y su inalterable esclavitud. Persuadilos en la carta lo agradecido que quedaba a la altísima honra de tan gloriosa universidad, y otras expresiones muy rendidas, muy reverentes y muy verdaderas.

Vago y ocioso de uno en otro pueblo vivía yo, esperando en el examen de los jueces y en la piedad del rey la restitución a mi patria, pero mi mala suerte me retardaba los alivios. Muchas veces me vi acometido de los pensamientos de ponerme en Lisboa, ya agasajado de los deseos de volver a instruirme en aquella gran corte, ya incitado de las cartas y las proposiciones con que me llamaron algunos príncipes; pero conociendo que me exponía a la infamia de ser ingrato o a la angustia de hacer imposible la vuelta a Castilla, no me determiné a consentir ni a los honrosos llamamientos de los próceres ni a los alegres gritos de mi curiosidad.

Mientras que yo andaba desocupado, sin destino seguro y lleno de indeliberaciones, ideas, arrepentimientos y propósitos, cumplió don Juan su reclusión de Uclés; y, habiéndose restituido a Madrid, continuaba con fervor incansable las diligencias y oficios de mi libertad y restitución. Escribiome que sería oportuno que alguna de mis hermanas se apareciese en la corte a besar los pies del rey y a suplicar a su real ánimo por mi libertad, por su alivio y el de mi pobre madre; y en pocos días se pusieron desde Salamanca en el camino de Valsaín (adonde estaba la corte) mi hermana Manuela, mi sobrina Josefa de Ariño y mi primo Antonio Villarroel. Encontraron en el ministro un agrado piadoso, en los grandes sujetos de la corte una lástima cariñosa, y en los más ignorados una inclinación favorable y una prontitud increíble, llena de consuelos, alivios y breves esperanzas. El puro llanto de mis inconsolables parientes y la porfiada asistencia a las puertas del ministro, y la general misericordia con que todos miraban a mi pobre hermana y sobrina, me sacaron del tristísimo cautiverio al puerto de la felicidad y la ventura. El eminentísimo señor cardenal de Molina, mi señor, de orden del rey, me volvió mejorada la libertad y la honra en una carta que guardo para mi confusión, mi gratitud y mi seguridad. Volví a mi patria, y en ella me recibieron muchos con contento, algunos con desazón, y los más con una indiferencia sospechosa y aun fuga reparable, porque juzgaban que lo desterrado era enfermedad pestilente, y que el odio de los enemigos podía introducirse en sus deseos, esperanzas y conveniencias. No me admiré, porque éste es un temor común en los espíritus desdichados, y una enfermedad incurable en todo lugar de pretendientes.

Tres años duró la privación de mi libertad; y aunque tuve en ellos la paciencia y alivios que dejo expresados, también padecí en este intermedio otra conjuración no tan poderosa, pero más terrible y abominable que la que fue causa del destierro. Callaré su naturaleza, los productores y el lugar del delito, porque la caridad que debo tener con el prójimo me estorba la queja y la noticia. Viven muchos que pudieran ofenderse de mi descubrimiento, y no es justo dar que sentir a ninguno, cuando no importa a mi opinión ni a mi quietud que se queden en el silencio su arrojo y mi conformidad. Sólo puedo decir, para mi confusión, que el Real Consejo de las Órdenes tomó la providencia de averiguar la torpeza de la acción; y examinada con muchos testigos, desengaños y papeles, halló al reo oculto, encontró con mi inocencia ahogada, y fue sobrecogido de una lastimosa compasión de ver los crueles enojos y facinerosas asechanzas con que daba en aborrecerme la fortuna.

Padecí en este tiempo, en extremada soledad, con mucha pobreza y riguroso desabrigo, dos enfermedades agudas, que me asomaron a la boca del sepulcro. Fue la una un soberbio garrotillo, que me agarró bien descuidadamente en una miserable aldea de Portugal, en la casa de un pobre pescador honrado, piadoso y diligente. En el angosto cubierto de su estrecha habitación, resumida toda a un negro portal y a una cocina poco ahumada, y sobre un desmembrado jergón, compuesto de los destrozos de sus viejas redes, estuve lidiando con las zozobras de tan maligna y traidora enfermedad. Fui, en un tomo, el doctor, el cirujano y el enfermo; y quiso la providencia de Dios que, en un sitio tan retirado, tan mísero y tan inculto, no me faltase lo conducente para detener las atrevidas prontitudes del afecto. Tenía mi ángel pescador, arrojadas sobre unos tablones, muchas simientes de calabaza y de melón, que reservaba su economía y su industria para sembrar en un pedazo de terreno que tenía arrendado, y una cazuela barrigona de barro zamorano más que mediada de azúcar (provisión indispensable en la casa más pobre de aquel reino); y con estas simientes me disponía unas horchatas medianamente frescas en la garapiñera del sereno, las que bebía por tarde y por mañana. Dábame en las horas oportunas unos caldos de coles y tocino; y con aquella golosina y remedio, estas substancias y seis sangrías que repartí entre los brazos y las piernas, me libré de morir ahorcado entre las garras de tan violento e implacable verdugo. Nunca fui tan agradecido ni tan apasionado a los cortos elementos de la medicina como en esta ocasión, y el haber leído que a esta idea de achaque se ocurre con las sangrías y los refrescos, me sirvió de un notable alivio y una confianza saludable. Para que al lector no le quede confusión alguna en orden al modo y la prontitud de ejecutar las evacuaciones de sangre, sepa que ha muchos años que llevo en mi bolsillo, y especialmente a los viajes, un estuche con herramientas de cirugía, pluma, tintero, hilo y aguja, y otros trastos con que divertir y remendar la vida y el vestido.

Fue la otra enfermedad una calentura ardiente, que me asaltó en el convento de san Francisco de Trancoso en la que fui asistido dichosamente de un confesor sabio y devoto y de un médico necio e ignorante. En este peligro libró con más ventajas mi conciencia que mi cuerpo, porque en aquélla no quedó rastro ni reliquia de escrúpulo, y de mi humanidad aun no he podido ver sacudidas las maldades que dejó en ella o plantó de nuevo, con sus malaventuradas zupias y brebajes. Después de diferentes recaídas vino a parar en una destilación al pecho, que me puso en las agonías de una tísica incipiente, y hubiera pasado a la tercera especie, a no haber escapado de sus uñas. Desesperado con la asistencia y la ignorancia de este bruto doctor, determiné que un lego enfermero de la casa me diese un botón de fuego entre tercera y cuarta vértebra del espinazo, para que, abriendo una fuente en este sitio, se viniese a este conducto la destilación que corría precipitada a los pulmones. Con la esperanza de esta medicina, dictada por mi antojo, y sin temor a mi flaqueza ni a las injurias del temporal, me mudé a Ponte de Abad lugar en donde, por la misericordia de Dios, no había médico ni boticario. Con la falta de estos dos enemigos, con mucha paciencia y el consuelo de ir palpando las buenas noticias que me daba mi albañal, me vi libre en pocos días de tan rebelde y desesperada dolencia. Otros trabajos y desdichas sufrí en esta larga y penosa temporada, pero los suavizó mucho mi conformidad y los deleites que no dejaban de encontrarme a cada paso, de modo que iba corriendo mi vida como la del más dichoso, el más rico y el mas acompañado, pues para todos vienen las pesadumbres y los gustos, la salud y la enfermedad, el ocio y el entretenimiento, la miseria y la abundancia, porque la vida del más feliz y el más desgraciado está llena de sobras y faltas, alteraciones y serenidades, tristezas y alegrías, y con todo, se vive hasta la muerte.

Gozando de la quietud de mi casa, de la compañía dulce de mi madre y hermanas, de la conversación e mis amigos y de las adulaciones de mi tintero y de mi pluma, me estuve un año en Salamanca, hasta que con la licencia del eminentísimo cardenal de Molina, mi señor, vine a Madrid. Aposentome (con admiración y susto de los contrarios y honrado gozo de los afectos) don Juan de Salazar en su casa, y con esta acción volcó muchos juicios y arruinó mil conjeturas poco favorables a nuestra amistad y confianza; corrimos en su coche paseos públicos, visitamos con ancha alegría a nuestros apasionados, con política estrecha a nuestros enemigos, y con reservada prudencia a los indiferentes en las noticias y acciones de nuestros trabajos y sucesos. Nuestra presencia y amistad produjo muchos desengaños, desató muchas dudas y puso respeto a no pocas jactancias y mentiras. Con esta diligencia y la demostración de la constancia inseparable de nuestro cariño, se serenaron las inquietudes y se enterraron todas las ideas y máquinas de los genios revoltosos, noveleros y desocupados. Pasé con mi amigo felizmente todo el verano, y pocos días antes de san Lucas me volví a Salamanca a cumplir mis juramentos y mis obligaciones; y al año siguiente, que fue el de 1736, después de finalizadas mis tareas, empecé a satisfacer varios votos que había hecho por mi libertad y mi vida en el tiempo de mi esclavitud y mis dolencias. Fue el más penoso el que hice de ir a pie a visitar el templo del apóstol Santiago, y fue sin duda el más indignamente cumplido, porque las indevotas, vanas y ridículas circunstancias de mi peregrinación echaron a rodar parte del mérito y valor de la promesa. Salí de Salamanca reventando de peregrino, con el bordón, la esclavina y un vestido más que medianamente costoso. Acompañábame don Agustín de Herrera, un amigo muy conforme a mi genio, muy semejante a mis ideas y muy parcial con mis inclinaciones, el que también venía tan fanfarrón, tan hueco y tan loco como yo, afectando la gallardía, la gentileza y la pompa del cuerpo y del traje, y descubriendo la vanidad de la cabeza. Detrás de nosotros seguían cuatro criados, con cuatro caballos del diestro y un macho donde venían los repuestos de la cama y la comida. Atravesamos por Portugal para salir a la ciudad de Túy, y en los pueblos de buenas vecindades nos deteníamos, ya por el motivo de descansar, ya por el gusto de que mi compañero y mis criados viesen sin prisa los lugares de aquel reino, que yo tenía medianamente repasado. Divertíamos poderosamente las fatigas del viaje en las casas de los fidalgos, en los conventos de monjas y en otros lugares, donde sólo se trataba de oír músicas, disponer danzas y amontonar toda casta de juegos, diversiones y alegrías. Convocábanse, en los lugares del paso y la detención, las mujeres, los niños y los hombres a ver el Piscator, y, como a oráculo, acudían llenos de fe y de ignorancia a solicitar las respuestas de sus dudas y sus deseos. Las mujeres infecundas me preguntaban por su sucesión, las solteras por sus bodas, las aborrecidas del marido me pedían remedios para reconciliarlos; y detrás de éstas, soltaban otras peticiones y preguntas raras, necias e increíbles. Los hombres me consultaban sus achaques, sus escrúpulos, sus pérdidas y sus ganancias. Venían unos a preguntar si los querían sus damas; otros a saber la ventura de sus empleos y pretensiones; y, finalmente, venían todos y todas a ver cómo son los hombres que hacen los pronósticos, porque la sinceridad del vulgo nos creen de otra figura, de otro metal o de otro sentido que las demás personas, y yo creo que a mí me han imaginado por un engendro mixto de la casta de los diablos y los brujos. Este viaje le tengo escrito en un romance que se hallará en el segundo tomo de mis poesías, y en el Extracto de pronósticos, en el del año de 1738, en donde están con más individualidad referidas las jornadas; aquí sólo expreso que sin duda alguna hubiera vuelto rico a Castilla, si hubiese dejado entrar en mi desinterés un poco de codicia o un disimulo con manos de aceptación; porque, con el motivo de concurrir a la mesa del ilustrísimo arzobispo de Santiago, el señor Yermo, el médico de aquel cabildo don Tomás de Velasco, hombre de mucha ciencia, mucha gracia y honradez, hablaba de mí en todos los concursos (claro está que por honrarme) con singularísimas expresiones de estimación hacia mi persona y mis bachillerías. Agregáronse a su opinión y su cortesanía los demás médicos, y no hubo achacoso, doliente ni postrado que no solicitase mi visita. Atento, caritativo y espantado de la sencillez y credulidad de las gentes, iba con mi doctor sabio y gracioso a ver, consolar y medicinar sus enfermos, los que querían darme cuanto tenían en sus casas. Agradecí sus bizarrías, sus agasajos, y les dejé sus dones y sus alhajas, contentando a mi ambición con la dichosa confianza y el atentísimo modo con que me recibieron. Mucho tendría de vanidad y quijotada este desvío en un hombre de mi regular esfera, pero también era infamia hacer comercio con mis embustes y sus sencilleces, no teniendo necesidad ni otro motivo disculpable.

Dejando contentos a los médicos, y muy distraídos de aquel error común que me capitula de enemigo grosero y rencoroso de las apreciables experiencias de su facultad, y consolados a los enfermos, aquietando a unos sus aprehensiones y realidades con remedios dóciles, y persuadiendo a otros que la carestía de los medicamentos era el más oportuno socorro para sus dolencias, pasé a la Coruña, en donde me sucedió el aplauso y el honor de aquellos honradores genios con el mismo alborozo que en Santiago. Desde aquel alegre y bellísimo puerto de mar tomé el camino de Castilla por distintos lugares, en los que merecí ser huésped de las primeras personas de distinción, agasajándome en sus casas con las diversiones, los regalos y los cariños. En medio de estar ocupado con los deleites, las visitas y los concursos, no dejaba de escoger algunos ratos para mis tareas. La que me impuse en este viaje fue la Vida de la venerable madre Gregoria de Santa Teresa, la que concluí en el camino, con el almanaque de aquel año, antes de volver a Salamanca, adonde llegué desocupado para proseguir sin extrañas fatigas las que por mi obligación tengo juradas. Cinco meses me detuve en este viaje, y fue el más feliz, el más venturoso y acomodado que he tenido en mi vida, pues, sin haber probado la más leve alteración en la salud ni en el ánimo, salí y entré alegre, vanaglorioso y dichosamente divertido en mi casa. En la quietud de ella cumplí el cuarto trozo de mi edad, que es el asunto de esta historia; y desde este tiempo hasta hoy, que es el día veinte de mayo del año de 1743, no ha pasado por mí aventura ni suceso que sea digno de ponerse en esta relación. Voy manteniendo, gracias a Dios, la vida sin especial congoja ni más pesadumbres que las que dan a todos los habitadores de la tierra el mundo, el demonio y la carne. Vivo, y me han dejado vivir desde este término los impertinentes que viven de residenciar las vidas y las obras ajenas, quieto y apacible, y ocupado sin reprehensión y sin molestia. Me ayudan a llevar la vida con alguna comodidad y descuido, la buena condición y compañía de mis hermanas y mis gentes, y mil ducados de renta al año, que con ellos y las añadiduras de mis afortunadas majaderías junto para que descansen mi madre y mis hermanas, ayuden a nuestros miserables parientes y den algunas limosnas a los pobres forasteros de nuestra familia. Vivo muy contento en Salamanca, y con los propósitos de dar los huesos a la tierra donde respiré el primer ambiente, y a la que me dio los primeros frutos de mi conservación, Varias veces me ha acometido la fortuna con las proposiciones de bienes más crecidos y más honrados que los que gozo, pero conociendo mi indignidad y la mala cuenta que había de volver de sus encargos, me he hecho sordo a sus gritos, sus promesas y sus esperanzas. Hago todos los años dos o tres escapatorias a Madrid, sin el menor desperdicio de mi casa, porque en la de la excelentísima señora duquesa de Alba, mi señora, logro su abundantísíma mesa, un alojamiento esparcido, poltrón y ricamente alhajado, y, lo que es más, la honra de estar tan cercano de sus pies. Por los respetos a esta excelentísima señora, me permiten las más de su carácter y altura la frecuencia en sus estrados, honrando a mi abatimiento con afabilísimas piedades. Los duques, los condes, los marqueses, los ministros y las más personas de la sublime, mediana y abatida esfera, me distinguen, me honran y me buscan, manifestando con sus solicitudes y expresiones el singular asiento que me dan en su estimación y su memoria. No he tocado puerta en la corte ni en otro pueblo que no me la hayan abierto con agasajo y alegría. El que imagine que este modo de explicar las memorables aficiones que debo a las buenas gentes, es ponderación o mentira absoluta de mi jactancia, véngalo a ver, y le cogerá el mismo espanto que a mí que lo toco. Véngase conmigo el incrédulo pesaroso de mi estimación, y se ahitará de cortesías y buenos semblantes. Lo que más claramente descubre esta relación es una vanidad disculpable y un engreimiento bien acondicionado, porque sabiendo yo que no merece mi cuna, mi empleo, mi riqueza ni mi ingenio más expresiones que las que se hacen por cristiandad y por costumbre, no deja de hacerme cosquillas en el amor propio de que esta casta de general y venerable agasajo se endereza a mi persona, a mi humildad y a mi correspondencia. También creo que me habrá dado tal cual remoquete cortesano la extravagancia de mi estudio; pero otros hacen coplas y pronósticos, y los veo aborrecidos y olvidados. Confiesen mis émulos y envidiosos que Dios me lo presta, y que yo me ayudo con el respeto y buen modo con que procuro hacerme parcial a todo género de gentes; que yo también confieso que escribo estas escusadas noticias por darles un poco de pesadumbre y un retazo de motivo para que recaigan sobre mí sus murmuraciones y blasfemias. Guardo con especial veneración, respeto y confusión mía, las cartas y la correspondencia con algunos cardenales, arzobispos, obispos, duquesas, duques, generales de las religiones y otros príncipes y personas de la primera altura y soberanía. Éstas son las alhajas y preciosidades que venero especialísimamente, y las que mandaré a mis herederos que muestren y vinculen por única memoria de mi felicidad y para testigos del honor que sabe dar el mundo a los desventurados que procuran vivir con desinterés, abatimiento de sí mismos y respeto a todos. No me faltan algunos enemigos veniales y maldicientes de escalera abajo, aunque ya tengo pocos y malos, y siento mucho que se me haya hundido este caudal, porque a estos tales he debido mucha porción de fama, gusto y conveniencia, que hoy hace feliz y venturosa mi vida.

Ésta es la verdadera historia de ella. Espero en Dios acabar mis días con la serenidad que estos últimos años. Estoy en irme muriendo poco a poco, sin matarme por nada. Discurro que ya no me volverán a coger las desgracias ni los acasos memorables, porque mi vejez, mis desengaños y mis escarmientos me tienen retirado de los bullicios y con el ojo alerta a las asechanzas y los trompicaderos; y si me vuelven a agarrar las persecuciones, consolareme con la consideración de lo poco durable que será mi desdicha, porque la muerte ha de acabar con ella, y ya no puede estar muy lejos. Y en fin, venga lo que Dios quisiere, que todo lo he de procurar sufrir con paciencia y con resignación y con alegría católica, que éste es el modo de adquirir una buena muerte después de esta mala vida.

portada (trozo V)




ArribaAbajoTrozo quinto


ArribaAbajoA la excelentísima señora doña María Teresa

Álvarez de Toledo, Haro, Silva, Guzmán, Enríquez de Ribera, etc., duquesa de Alba, marquesa del Carpio, condesa de Olivares, duquesa de Galisteo y de Montoro, etc.

Excma. Señora:

Desde aquella hora apacible en que la piedad de V. Exc. permitió que echase a sus pies los cuatro trozos primeros de mi trabajosa y desdichada Vida, cambié a felicidades y quietudes todos sus tristes pasos y peligrosas estaciones. Desde aquella hora empecé a burlarme de las asechanzas de la pobreza, de las industrias de la persecución, de la ojeriza de la fortuna y del coraje de todos mis enemigos y contrarios. No quedó en mi espíritu el más leve sentimiento de las urgencias miserables ni de los porrazos terribles que padecí en mi edad difunta, porque en la benigna aceptación de V. Exc. perdieron mis aventuras su ingratitud y su inconstancia, y yo no volví a ver las pesadumbres ni los desabrimientos a que me arrastraron mis fatalidades y mis vicios; antes ahora suelo repetir, dichosamente vano, cuanto arrojé entonces de mi memoria y de mi pluma, lleno de dolor y de vergüenza. Yo aseguré con esta ventura quitar el semblante espantoso de mi pasada vida, y poner en mi opinión más apetecibles sus dudosas o desacreditadas operaciones, y a la presente, añadir felices esperanzas, muy confiado en que ni en ésta ni en la futura, que Dios quiera darme, me faltará la piedad de V. Exc., porque no se ciñen a términos sus liberalidades, y porque, habiéndome permitido envejecer en sus honras, creo que me ha de conceder finalizar en su gracia mi carrera.

Suplico a V. Exc. permita que se junte a los demás miembros de mi vitalidad este quinto trozo, para que no caiga sobre mí la desproporción desmesurada de que ande cada pedazo por su lado, y para que corra debajo de la excelentísima protección que pasaron los primeros, que con este felicísimo socorro proseguirá aleando por los aires del mundo esta pesada Vida, que siempre los cortó con trabajo prolijo y ahora los rompe con debilidad inevitable. Lo que he vivido, lo que estoy viviendo y lo que me falta que vivir, pongo nuevamente a los pies de V. Exc., para que mande sobre lo que fui, sobre lo que soy y sobre lo que me falta que ser, que puede ser mucho, si la bondad de V. Exc. me permite emplear la vida que me falta en la servidumbre y observancia de sus preceptos.

Nuestro Señor guarde a V. Exc. muchos años, como me importa y le ruego. Salamanca, 12 de junio de 1750.




ArribaAbajoSartenazo con hijos,

porque lleva sus arremetimientos, moquetes y sornavirones de prólogo; mosqueo ochenta y cinco, particular y general, hacia los cigarrones porfiados que no cesan de dar zumbidos a mis orejas y encontrones a mis costillares; y, finalmente, aparejo que debe echarse encima el lector, antes de meterse en el berenjenal de esta historia, para resistir el turbión de mis aventuras y sucesos. Agacharse, que allá va lo que es; y a Dios y a dicha llámese




ArribaAbajoPrólogo

Ahora que tengo más oreada la imaginación de las lluvias y terremotos, y los sesos más sacudidos de las aplopejías y letargos; y ahora que está el discurso menos abotagado y aturdido de la algazara y el aguacero de los coplones, las acertujas y las demás tempestades que se levantan del cenagal de mi fantasía a corromper mis reportorios; y ahora, pues, que el del año que viene estará ya, a buena cuenta, trocando por reales verdaderos los falsos chanflones que le puse en las alforjas de sus lunas, para que comercie con los carirredondos del mundo; y ahora, también, que siento más hundidos en las cavernas de mis hipocondrios unos humazos que se suben a temporadas a descalabrarme el juicio y a traerme la consideración al retortero; y ahora, en fin, que a puros rempujones de mis desenfados me he desasido de una importuna tristeza que tuvo agarrado muchos días por la mitad del cuerpo a mi espíritu; y ahora, últimamente, que me da la gana, y que sospecho que me ha de ser más útil y menos impertinente esta idea que otra alguna de las que andan zumbando mis oídos y arremetiendo a mis ociosidades, quiero escribir el quinto trozo de mi Vida, sin pedir licencia a ninguno, porque cada pobre puede hacer de su vida un sayo, y más cuando la diligencia puede acabar en hacer un sayo para su vida.

Ya, gracias a Dios, han trotado sobre mis lomos los cincuenta del pico; ya doblé la esquina de este término fatal, que lo cuenta Galeno por el más melancólico de los críticos; y aunque me han magullado la humanidad los años y otros cigarrones que vienen de reata con los días, aun me rebullo y me reguilo, aunque es verdad que he quedado de las sobaduras algo corvo, tiritón y juanetudo; pero aún me estoy erre que erre y remolón entre los vivos, y he de hacer porra en el mundo lo que Dios quisiere, a pesar de la rabiosa agonía de mis incontinencias, de la furia de mis ansiones desordenados, de la desazonada cólera de los alimentos, de los empellones de las pesadumbres, de los impulsos de las pedradas y tejazos repentinos, de las congojas de la frialdad, de las apreturas del calor, y, finalmente, a pesar de los buenos, malos y medianos médicos, que son, sin duda, los enemigos más valientes y armados que tienen en la tierra nuestras tristes y rematadas vidas.

Yo debía poner una ansia cuidadosa en moralizar y en inquirir por qué la clemencia de Dios me ha permitido durar tanto tiempo en el mundo, siendo el escándalo, la ojeriza y el mal ejemplo de sus moradores. Pero por ahora no me detendré en esta meditación ni solicitud, porque estando ya tan cerca el terrible día en que ha de salir a juicio lo más menudo de mis pensamientos, obras y palabras, entonces lo sabré todo; y pues es indefectible esta salida, tengan conformidad mis deseos hasta aquella hora, que ya está para caer, pues, por vida mía, que no pasa minuto en que no me zumben sus campanadas las orejas. Mi malicia y mi obstinada ligereza no me permiten parar en estas consideraciones, pero algunas memorias pasajeras, que transitan por mi imaginación, me bruman, me acongojan y confunden, al presentarse en mi espíritu la inmensa e incomprehensible misericordia de Dios, pues, mereciendo mis operaciones más castigos y más crueles que los que justísimamente padecen los condenados infernales, me retiene su piedad en la vida, y en ella me deja gozar de la salud, de las abundancias, los festejos, las risas, los aplausos y las ociosidades. Es imposible a mis fuerzas penetrar este misterio. ¡Dios me alumbre, Dios me asista y Dios me perdone!

Cuando me puse a escribir los pasados trozos de mi Vida, llevaba conmigo dos intenciones principales, y aunque sospecho que estarán declaradas en aquel cartapacio, importa muy poco repetirlas. La primera fue estorbar a un tropel de ingenios hambreones, presumidos y desesperados, que saliesen a la plaza del mundo a darme en los hocicos o en la calavera con una vida cuajada de sucesos ridículos, malmetiendo a mis costumbres con las de Pedro Ponce, el hermano Juan y otros embusteros y forajidos de esta casta. La segunda, desmentir con mis verdades las acusaciones, las bastardas novelas y los cuentos mentirosos que se voceaban de mí en las cocinas, calles y tabernas, entresacadas de quinientos pliegos de maldiciones y sátiras que corren a cuatro pies por el mundo, impresas sin licencia de Dios ni del rey, y añadidas de las bocas de los truhanes, ociosos y noveleros; y crea el lector que mi fortuna estuvo en madrugar a escribir mi Vida un poco antes que alguno de estos maulones lo pensara, que si me descuido en morirme o en no levantarme menos temprano, me sacan al mercado hecho el mamarracho más sucio que hubieran visto las carnestolendas desde Adán hasta hoy. Logré, gracias a Dios, las dos intenciones, y ahora se me han pegado de añadidura otras cuantas, y entre ellas, una firmísima de responder con la pluma o la conversación a cualquiera reparo o duda que los asalte (sobre este o los pasados trozos de mi vida) a los curiosos, a los impertinentes, a los bien intencionados, y aun a los atisbadores malignos de mis obras y palabras; y recibiré sin espanto, sin aturdimiento y con los propósitos de sufrir con paciencia, las hisopadas repetidas del bárbaro, truhán, tonto, bribón y los demás aguaceros con que me han rociado a cántaros el nombre y la persona, pero con la condición de que me hablen con la cara descubierta o me escriban con sus verdaderos nombres y apellidos, porque si se me vienen, como hasta aquí, arrebujados en el capirote de lo anónimo o engullidos en la carantoña del Pedro Fernández, los rechazaré como siempre con el desprecio y la carcajada.

He deseado con ansia que entre los censores que me han arremetido o entre los ceñudos que están inclinados a revolcarme, saliera alguno, hombre de mediana crianza o de tal cual carácter, que, poniéndome en el burro de mi ignorancia y colgándome al cuello mis brutalidades, me sacudiese de buen aire las costillas de mi vanidad, y de la soberbia que me han puesto en los cascos los mismos émulos que procuran mi ruina y la desestimación de mis papeles; porque crea Vmd., señor lector, que estoy borracho de altanerías, y no acierto a desechar de mi consideración los moscones de la vanagloria, porque estoy creyendo firmísimamente que valen algo mis tareas, y que me tienen mucho miedo y mucha envidia los traidores que me disparan tapados los pedruscos de sus sátiras y maldiciones. A la verdad, puede disculparse en algún modo mi vano consentimiento, porque entre más de ochenta satíricos que me han tirado desde lejos y a obscuras tantos bodocazos de patochadas, no ha habido uno solo que se haya arrojado a hablarme con su cara verdadera, ni a escribirme con su pluma patente, y también es extraña casualidad que entre tantos no se haya descubierto un hombre de mediana fortuna, de intención sana, de genio dócil o de un juicio festivamente aleccionado. Cuantos ha enfaldado mi curiosa diligencia, todos han sido unos pordioseros, petardistas, tuertos de razón, despilfarrados, sin arrapo de doctrina ni de juicio, con mucho miedo y poca vergüenza. Vuelvo a decir que me alegraré mucho y encomendaré a Dios a cualquiera crítico que me cure esta maldita vanidad que me tiene cogido, como la de ver que nunca me ha castigado en público ni en secreto ningún catedrático, doctor, religioso grave, escolar modesto, repúblico decente, ni hombre alguno de opinión y enseñanza; y mientras no tome el látigo alguno de éstos, ni yo he de sanar de esta locura desmesurada, ni he de sujetarme a recibir los avisos ni los recetarios de los curanderos salvajes que han tomado a su cuenta trabajar un enfermo, que si tiene alguna hipocondría de disparates, se halla bien con ella, y que, finalmente, ni los llama ni los consulta ni los cree ni los necesita para vivir largo y gustosamente divertido.

Estoy seguro de que no se hallará en estas planas, ni en las de los trozos antecedentes, suceso alguno ponderado, disminuido o puesto con otra figura que pueda asombrar o deslucir la verdad que gracias a Dios acostumbro. También estoy cierto de que va delante de mis expresiones la rectitud de la intención, pero también sé que es imposible contener la furia de los comentadores maliciosos. Poco sentimiento tendré en que cada uno discurra lo que se le antojare, ni de que arrempuje mis oraciones hacia el sentido que le diere la gana. Estoy satisfecho de que puedo hablar con esta especie de soberbia y sencillez, porque es verdad pura lo que dejo confesado, y lo será cuanto ponga en los cuadernos que tengo ánimo de escribir. Sé también que hasta ahora me ha tenido por su mano la piedad de Dios, para que no haya dejado de ser hombre de leal correspondencia con todos. Sé que he venerado a mis superiores, y que he sido apacible y tratable con las demás diferencias de gentes. Sé que no he puesto la más leve sospecha en la opinión de persona alguna. Sé que no he hecho juicio falso, sino los de mis reportorios. Sé que a ninguno le pedí prestado su dinero, su vestido, su caballo, su casa ni otra cosa, ni le he procurado la más leve incomodidad; y, finalmente, sé que ningún bergante puede referir con verdad acción que se oponga al buen trato y honradez entre los hombres a quien debo servir, obedecer y tratar con respeto, cariño, llaneza o confianza; y si hubiere alguno que tenga que pedirme algún pedazo de su opinión o su caudal, hable o escriba, que aún vivimos, y juro a Dios de satisfacerle y de volverle, del modo que me mande, cuanto por mi culpa haya perdido.

Me he reído muchas veces a mis solas de ver el empeño que han tomado mis émulos en querer hacerme sabio y silencioso, que ésta ha sido la porfía más temeraria con que han procurado echar a rodar mi paciencia. Yo no puedo fundirme la humanidad ni formarme otro espíritu, ni sé dónde comprar otra cabeza; lo que discurre, lo que cavila y lo que contiene la que Dios me ha puesto en los hombros es lo que doy al público; si esto es majadería, ignorancia o simplicidad, no debo pena, porque Dios no ha querido ponerme otro caudal en ella, ni ha permitido que entren ni salgan de mis sesos las discreciones, las sutilezas ni las ingeniosidades. Dícenme que pudiera dejar de escribir; y es verdad que pudo; pero no quiero, que así paso muy buena vida, con sobrada comodidad, con quietud, con esparcimiento, sin sujeción, sin peligros, sin petardos, sin deudas, sin pretensiones, sin ceremonias y sin el más leve deseo hacia las dignidades ni a las abundancias; además que a mí ninguno me da nada porque esté callado y silencioso, y me lo dan cuando hablo y escribo; y así, quiero hablar y escribir a pesar de soberbios y tontos, que haciéndolo yo (como lo he hecho hasta ahora) con licencia de Dios y del rey, me burlaré de cuantos quieren poner candados a mi boca y cotos a mi fantasía. Yo me hallo muy bien con mis disparates, y por dar gusto a los antojos de cuatro presumidos, no he de soltar mis comodidades, risas y quietudes; primero soy yo que su dictamen y su soberbia, púdranse ellos, y vamos al caso.

A mí me parece que no soy tan bobo como me hacen ellos y el sayo; y si me tomaran juramento, afirmaría que puedo pasar en el montón de los engreídos y discretones, porque, a lo que toco, no está hoy el mundo tan abundante de Quevedos y Solises para que me saquen la lengua, ni es razón hacer tantos ascos de un doctor que ha padecido sus crujías en Salamanca, además de que lo que veo escrito y escucho hablado por acá se diferencia muy poco de lo que yo hablo y escarabajeo; y si he de decirlo todo, aseguro que nunca creí ni esperé salir tan discreto y tan letrado, pues en acordándome de mi crianza, de mi pobreza y de la libertad escandalosa con que he vivido, me aturdo cómo he llegado a saber tanto, y cómo o por qué me he hecho memorable entre las gentes; pues yo conozco a muchos que, después de destetados con mejor doctrina, y comiendo después a costa del papa, del rey, de las fundaciones, de las limosnas, de las capellanías, de los parientes, de los mayorazgos y otros depósitos, han consumido cincuenta y sesenta años en las universidades, pagando decuriones, ayos y libreros, y se han quedado más lerdos y comedores que yo, sin que nadie en el mundo se acuerde de ellos, y mantienen una vanidad de doctores tan endiablada, que se la apuestan a la de Lucifer.

Tengan sabido mis desafectos que yo sé algo; es verdad que es muy poquito; pero esto poco me sobra y me embaraza. Unos pingajos que tengo de medicina, no los he menester para nada, porque ni la vendo ni la tomo ni la doy ni la aconsejo. Algunos arrapiezos de la física que agarré en los filósofos, ni los uso ni los persuado ni los necesito, porque estoy cierto de que en ellos no hay verdad, conveniencia ni capacidad en que se pueda resolver un ochavo de cominos. Otras raspas de jurisprudencia, que no sé de dónde se me han pegado, me sobran más que todo lo demás, porque ni armo pleitos ni los recibo, ni ofendo ni me defiendo: paz conmigo y quietud con todo el mundo es la ley que me he impuesto, y a las demás les bajo la cabeza, doblo la rodilla y procuro guardar sin interpretaciones ni comentos. La matemática, la música, la poesía y otras pataratas que andan también conmigo, se las daré a cualquiera por menos de seis maravedís, de modo que, quedándome yo con mis zurrapas astrológicas, que me dan de comer sin daño de tercero y me divierten sin perjuicio de cuarto, todo lo demás ni me sirve ni me aprovecha ni lo estimo, y el que quisiere cargar con ello me hará una gran honra en quitármelo de encima.

Los maldicientes, que estaban al atisbo de mis tareas, ya para desahogar su presunción, ya para poner a la sombra de un reparo inútil muchas mentiras y disparates contra la estimación que de caridad me han dado las gentes piadosas, se atragantaron y enmudecieron al punto que les puse a los ojos (es verdad que con una humildad muy solapada) los elementos de mi ascendencia y mi crianza, y la confesión de mis travesuras y necedades; y desde entonces se les ha helado la pluma en los dedos y las palabras en la boca. Yo he celebrado mucho su enmienda, pero he sentido la falta de sus entretenimientos y los míos, porque a costa de cuatro picardigüelas y veinte salvajadas que me escribían, me daban que comer, que reír y que trabajar. Todos se echaron a tierra, y ya sólo me ejercitan las carcajadas de una docena, poco más o menos, de presumidos corajudos, que desde sus tertulias me arrojan cartas sin firmas, apestadas de torpezas, incivilidades y rabia descomunal; pero, gracias a Dios, las trago con serenidad envidiable. No hay duda que debían excusar las blasfemias que me tiran o arrojarlas contra aquellas personas que digan que yo soy sabio o inteligente, pero no contra mí, que ni lo presumo, ni jamás he dejado de afirmar (remítome a mis ochenta y cinco prólogos) mis boberías e ignorancias, pues en lo tocante a mi necedad siempre fui muy de acuerdo con cuantos me lo han querido echar en la cara y en la calle.

Ahora, señores míos, no se cansen Vmds. en volver a repetirme lo tonto; y para que de esta vez tengan fin sus ideas, vamos cortando los motivos de sus irritaciones. Quedemos en que yo no sé nada. Quedemos en que el rey permite que se mantenga un ignorante en el empleo de maestro en la más gloriosa de sus universidades. Quedemos en que la de Salamanca ha jurado falso de mi suficiencia, y que, en perjuicio de los dignos, consiente que le hurte los salarios y las propinas un ignorante. Quedemos en que soy también un hombre de tan depravada conciencia, que estoy engañando a mis discípulos, y que en lugar de los preceptos matemáticos, les doy a beber cieno de locuras y despropósitos; y quedemos en que cada día he de ir metiéndome la necedad hasta la guarnición, porque, como viejo, ya voy juntando lo chocho con lo mentecato; y quedemos en todo lo que Vmds. quisieren que quedemos, y retiren sus remoquetes, que ya basta; tomen Vmds. otro camino de divertirme y malquistarse, y crean que no tienen el apoyo que piensan sus porfías, porque también he oído decir a muchos discretos que más brutos son los que se aporrean en hacer tan furiosa oposición a un pobre necio, que deja a todo el mundo con sus presunciones y no se mete en deslindar sabidurías ni ignorancias. Déjenlo, por su vida, y déjenme ahora que particularice los sucesos de la mía, y vamos al caso del quinto trozo siguiente; y si en las narraciones de sus sucesos y aventuras pudiere corregir el estilo (que ya conozco que va molesto y desenfadado) sin incomodarme mucho, desde ahora lo prometo. Dios me guíe y permita que sean tolerables y de fácil perdón los desatinos que se caigan de mi pluma.




ArribaAbajoAhora empieza el trozo quinto de la vida que aun está rompiendo por permisión de dios el doctor don Diego de Torres

Después que murió el cuarto trozo de mi vida y que enterré los huesos de mis cuarenta años en Madrid, donde los atrapó la guadaña del tiempo que nos persigue y nos coge en todo lugar, ocasión y fortuna; y después que escucharon mis zangarrones en la tumba del nulla est redemptio el último requiescat de mi olvido; y después, finalmente, que concluí con todas las exequias de mi edad difunta, predicando al mundo la oración fúnebre de mis aventuras y fechurías, continué con mi vitalidad, lleno de salud, de alegría, de estimación y de bienes a borbotones, asegurados todos en las honras de estar en la casa y a los pies de la excelentísima señora duquesa de Alba, mi señora. Gozaba de esta felicidad con la serena añadidura de hallarme sin deudas, sin pretensiones, sin esperanzas y otros petardos enfadosos que se meten por nuestra inocencia o los busca nuestra codicia sin saber lo que se hace, para tener siempre al espíritu revuelto y enojado. Asistía a todas las diversiones cortesanas con que tiene comúnmente dementados a sus moradores aquel lugar indefinible. Lograba coche, Prado, comedias, torerías y los demás espectáculos adonde concurren los ricos, los ociosos y los holgones, pero con la gran ventura de que ni me costaba el dinero ni la solicitud ni la vergüenza ni otros desabrimientos que vuelven amargas y regañonas las dulzuras y los agrados de las huelgas y las festividades. Así poseía los embelesos de Madrid sin el más leve susto, sin la memoria de las muertes que me dejaba atrás, y mirando muy lejos a las amenazas de la que me espera. En fin, yo me hacía sordo a los porrazos que daba la eternidad a las puertas de mi consideración, y atrancaba por las fantasmas y holgorios del mundo, muy erguido y muy consolado con la imitación y conformidad de los demás vivientes, pues yo no he visto que ninguno deje de comer ni de holgarse a todo, ni que se haya tirado a morir porque se le pasó lo vivido, porque se le pasa lo que está viviendo, ni porque empieza a acabarse lo que le falta que vivir.

Corrían a esta sazón, con licencia de Dios y del rey, los papeles impresos de mi alcurnia, mi vida y mis quijotadas; y contribuyó mucho a mis recreos la buena cuenta de su despacho venturoso, porque además de haber ahogado las ideas mal intencionadas, las murmuraciones atrevidas y los pronósticos desconcertados de mis enemigos, me dejaron tantos reales, que aseguré en ellos, para más de un año, la olla, el vestido y los zapatos de mi larga familia; entresaqué cien ducados para mi entierro, por si les tocaba la china de la última sepultura a mis trozos, y aun me sobraron chanflones con que pude redimir la laceria de algún par de sopistas de los más envidiosos al buen acogimiento de mis trabajos y tareas. Cinco impresiones se hicieron de mi Vida desde el día tres de abril de 1743, hasta últimos de junio de dicho año. Las tres salieron con las recomendaciones de la justicia y la gracia del rey nuestro señor, como consta del pasaporte de sus ministros, dado en Madrid y refrendado en la primera impresión, que se hizo en la imprenta de la Merced. La segunda impresión se hizo en Sevilla, en casa de Diego López de Haro, y la tercera, en Valencia, en casa de Vicente Navarro. Las otras dos impresiones fueron hechas a hurto de la ley y de la razón, contra los estatutos reales y el derecho que tiene cada trabajador a sus fatigas: la primera se hizo en Zaragoza, y la gaceta de aquella ciudad pregonó al público su venta, citando a los compradores a un sitio que no quiero nombrar, ni tampoco descubrir las circunstancias de la ratería, porque no hace al caso de esta historia y porque quiero que me agradezcan los delincuentes la moderación. No era gente que necesitaba los réditos de esta miserable rapiña para vivir, y por esta razón di soplo del contrabando al eminentísimo señor cardenal de Molina, actual gobernador del Consejo, y su providencia dispuso que fuesen sorprendidos por el regente de la audiencia de Zaragoza los reos, y les embargasen los libros existentes y las monedas que hubiesen redituado los vendidos. Así se cumplió, y de su orden vinieron a la mía doscientos y cincuenta reales de plata y trescientos ejemplares. Esto percibí, y lo demás lo perdono para aquí y para delante de Dios. La otra impresión se fabricó en Pamplona, en casa de una señora viuda a cuyo estado, sexo, pobreza y sencillez rendí mi razón; rogué a la justicia que no la asustase con sus diligencias y alguaciles, y logré que me vendiera la Vida, con mucho placer de mi alma, en el lugar y precio que fue de su agrado.

Entre las huelgas sucesivas y las alegres ociosidades que lograba mi ánimo en este tiempo, aseguro que no fue la menos graciosa la que me produjo la variedad de los pareceres de los lectores que malgastaron algunas horas en leer mis aventuras y mis disparates. Unos afirmaban que era tener poca vergüenza y ruin respeto al mundo haberme arrojado a sacar a su plaza, en tono de extravagancia ingeniosa, las porquerías de mi ascendencia, las mezquindades de mi crianza y los disparatorios y locuras de mi disolución. Otros inferían un abatimiento loable en la propia máxima en que muchos fundaban mi libertad escandalosa. Algunos capitularon a mi determinación, ya de necesidad urgente, ya de codicia rebozada; y otros decían que era gana pura de recoger cien doblones por los ardides de una trampa inculpable, porque en ella era yo solo el facineroso, el ofendido y el robado; y los demás discurrieron que fue una maña cautelosa para demostrar la inocencia de algunos pasos y acciones de mi vida, que andaban historiados por cronistas desafectos y mentirosos, y que quise aprovecharme del tiempo en que estábamos vivos los acusadores y el acusado, para que, a la vista de su confusión y su silencio, quedase probada mi moderación y su abominable ligereza. Yo me reía de ver que todos acertaban, porque, si he de decir la verdad, de todo tuvo la viña; y si se han detenido a rebuscar, hubieran encontrado con otras intenciones y cautelas, porque es cierto que yo la escribí por eso, por esotro y por lo de más allá.

Sólo se engañaron de medio a medio los que afirmaban que fue humildad exquisita la diligencia de descubrir al mundo los entresijos de toda mi raza, pues confieso ahora que fue la altivez más pícara y la vanagloria más taimada que se puede encontrar en todos los linajes de la ambición y la soberbia; porque aunque yo conocía que mis abuelos no eran de lo mejor que escribió don Pedro Calderón de la Barca (porque no hicieron más papel en el mundo que el que dije en los primeros trozos de mi Vida), estoy creyendo firmísimamente que hay otros infinitos que los tienen de peor catadura y de más desdichadas condiciones, y que suelen hacer gestos al mismo don Carlos Osorio; y por ahogarles en el cuerpo los borbotones y bravatas de la sangre, y por zumbar también a otras castas de linajudos que andan alrededor de mí apestándome de generaciones, les puse la mía delante de sus ojos para ver si tenían valor de desarrollar la suya, y a fe que el más erguido de raza y el más tieso de posteridades anduvo tartaleando sin saber dónde esconderse.

Locura muy vieja y aun maña incurable es ésta, que generalmente padecen aun los más bien humorados de seso, pues sin más adelantamiento ni más mudanza que la de charramudarse de un país a otro, calzarse unos pelillos crespos y enharinados, vestirse una angoarina en donde relucen algunos hilos de plata, y ponerse a una ociosidad diferente del oficio que tuvieron sus padres, se estiman y se creen de la alcurnia de los centuriones, y hunden y entierran de tan buena gana a sus parientes, que ni el nombre, la memoria ni el paradero de alguno de ellos quieren que salga a sol ni a sombra; y si alguna vez dicen que tuvieron abuelos, los ponen en la noticia de las gentes con otra carne, con otra ropa, con otro oficio y con otras costumbres muy distantes de las que tuvieron al nacer, al vivir y al finalizar con la vida. Confieso también que mi soberbia, por otro lado, fue la que me arrempujó a hacer el descubrimiento de mis principios, con el ánimo burlón de aburrir a muchos bergantes genealógicos que viven con el consuelo infernal y la maldita rabia de sorprender y asustar a los bien quistos y afortunados del mundo, amenazándolos con la murmuración de sus pobres elementos; y porque no presumiese algún hablador que yo era de los espantadizos que se avergüenzan y asustan de los piojos, les mostré las camisas de mis antepasados y presentes con gran vanidad mía, porque conozco con mucha evidencia que, aunque estamos plagados de algunas chanfarrinadas inmundicias, puedo desafiar a limpieza de sucesiones más de medio mundo y, especialmente, a todos los que al tiempo del nacer nos hallamos en la tierra sin posesiones, casas ni otros títulos, y que nos envía la Providencia a buscar, desde que nos apeamos de nuestras madres, a la madre gallega. Venga, pues, el más pintado de casta con su abolorio, que aquí está el mío, que yo le prometo que ha de sudar mucha tinta si quiere quedar tan lucio y tan escombrado como Dios me ha puesto.

Si yo fuera hombre que tuviera razón para aconsejar y algún juicio para instruir, diría a mis lectores que por ningún caso ni en ningún tiempo escondan a sus padres ni nieguen sus abuelos, por pobres y desventurados que sean, porque es mucho menos penosa la vergüenza que pasa el espíritu en confesarlos desde luego, que la que produce el temor sólo de que los descubra y los pregone (y quizá con lunares añadidos) alguno de tantos ociosos cronistas malvados de razas, que consuelan a su envidia y dan pasto a su genio con la tarea de maldecir fortunas y ajar prosperidades, pareciéndoles que se desquitan de sus miserias, manchas y desestimaciones con la relación de la pobreza o desgracia que otros han padecido. Consuélese felizmente el que vea que le buscan los delitos y los borrones en sus muertos y sus atrasados, que es señal que se pasó de largo la malicia, porque no encontró en los movimientos, pasos y acciones de su vida materiales negros con que deslucir su estimación y su bondad. A mí me valió mucho la confesión de mi abolorio, porque al primer maldiciente que me dio en los hocicos con el engrudo y la cola de mi buen padre, le dejé colgado de las agallas los esfuerzos de su ojeriza y mi desprecio, porque después de haberle besado la sátira, me arremangué de linaje, canté de plano cuanto sabía de mis parentescos, y quedé enteramente sacudido de este malsín y de los demás tontos hurones que sacan de los osarios injurias hediondas con que apestar las familias descuidadas. En fin, con esta picarada logré que colase por humildad mi soberbia, logré la confusión de unos, el agasajo y la lástima de otros, el respeto de infinitos que me tenían por peor engendrado, y, finalmente, experimenté duplicadas las comunicaciones, más bien quistas las parcialidades y más dilatados los deseos de las gentes en orden a tratarme y conocerme. Yo no le digo a persona alguna que se gobierne por esta máxima, porque tiene sus visos de desenvoltura y poco respeto al señor mundo en los zancos que hoy se ha puesto; lo que afirmo es que en esta feria gané un ciento por ciento de estimación con el contrabando de esta mercadería; el que quisiere cargar con ella, dentro de su casa la tiene; buen provecho le haga, y Dios y el mundo le den tan buena venta y tan dichosa ventura como yo recogí.

Pasaban por mí los días alegres de este tiempo, dejándome una sosegada templanza en los humores, una tranquilidad holgona en el ánimo y unas recreaciones muy parciales a mis ideas y mis pensamientos. Vivía en Madrid sin agencia, sin cuidado y sin pretensión alguna, felicidad que no logra el hombre más rico, el más ostentoso ni el más desinteresado de los que cursan por política, por precisión, por soberbia o por ociosidad las aulas de su especiosa y despejada escuela. Hallábame ligero, fácil en las acciones, sin remordimientos ni escrúpulos en la salud y sin la más leve alteración en el espíritu, porque ni yo me acordaba de que había justicia, ladrones, cárceles, médicos, calenturas, críticos, maldicientes, ni otros fantasmas y cocos que nos tienen continuamente amenazados, inquietos, y sin seguridad ni confianza en los deleites. Durome este sosiego hasta el mes de agosto del mismo año de 1743, y uno de sus días (cuya fecha no tengo ahora presente) amaneció para mí tan amargo y regañón, que trocó en desazones y desabrimientos las serenidades, y aun me arrancó de la memoria los recuerdos de los placeres y los gustos sabrosos que tuvieron en mi retentiva una posesión bien radicada. Jamás vi a mi espíritu tan atribulado, y puedo asegurar que habiendo tenido por huéspedes molestos y pegajosos muchas temporadas a la pobreza, a la persecución, a las enfermedades y otras desventuras que se cacarean y lloran en el mundo por desdichas intolerables, no había visto facha a facha el rostro de las pesadumbres y las congojas hasta este día. El caso fue el que se sigue, si es que acierto a referirlo.

Yo entraba a cumplir con el precepto de la misa en una de las iglesias de Madrid; y cuando quise doblar las rodillas para hacer la reverencia y postración que se acostumbra entre nosotros, me arrebataron la acción y los oídos las voces de un predicador que desde el púlpito estaba leyendo, en un edicto del Santo Tribunal, la condenación de muchos libros y papeles; y mi desgracia me llevó al mismo instante que gritaba mi nombre y apellido y las abominaciones contra un cuaderno intitulado Vida natural y católica, que catorce años antes había salido de la imprenta. Exquisitamente atemorizado y poseído de un rubor espantoso, me retiré desde el centro de la iglesia, donde me cogió este nublado, a buscar el ángulo más obscuro del templo, y desde él vi la misa con ninguna meditación, porque estaba cogido mi espíritu de un susto extraordinario y de unas porfiadas y tristísimas cavilaciones. Buscando las callejas más desoladas y metiéndome por los barrios más negros, me retiré a casa. Parecíame que las pocas gentes que me miraban, eran ya noticiosas de mis desventuras, y que unos me maldecían desde su interior por judío, que otros me capitulaban de hereje, y que todos apartaban su rostro de mí, como de hombre malditamente inficionado. Muchas veces se vino a mi memoria la consideración de la gran complacencia que tendrían mis enemigos y mis fiscales con esta desgracia, y sentía no poco no poder burlarme de sus malvados recreos y tuertas intenciones, porque, a la verdad, conocía que en este golpe habían cogido una poderosa calificación de mis ignorancias y desaciertos.

Tan brumado como si saliera de una batalla, de lidiar con esta y otras horribles imaginaciones, llegué a mi cuarto, y, cogiéndome a solas, empecé a tentarme lo católico, y me sentí, gracias a Dios, entero y verdadero profesor de la ley de Jesucristo en todas mis coyunturas. Alboroté nuevamente a mi linaje, revolví a mis vivos y difuntos, y me certifiqué en que los de setecientos años a esta parte estaban llenos de canas y arrugas de cristiandad, y que todos habían sido baptizados, casados, muertos y enterrados, como lo manda la Santa Madre Iglesia. Sonsaqué a mi conciencia y pregunté a mis acciones, y no percibí en ellas la más leve nota que pudiese afear el semblante de la verdadera ley que he profesado con todos los míos; y viéndome libre de malas razas, de delitos y fealdades proprias y ajenas, me afirmé con resolución en que yo no podía ser notado más que de bobo o ignorante, y en esta credulidad hallé el desahogo de la mayor parte de mis congojas. Yo quedé sumamente consolado, porque ser necio, ignorante o descuidado no es delito, y donde no hay delito, no deben tener lugar las afrentas ni las pesadumbres; además, que estas condenaciones han cogido y están pescando cada día a los sabios más astutos y a los varones más doctos, y sobre éstos regularmente se arrojan las advertencias y los recogimientos; que a los que no escriben libros, jamás se los recoge tribunal alguno, siendo creíble que muchos cuadernos se mandan retirar, no por castigo de los autores, sino por no exponerlos a la malicia de los que los pueden leer. Con estas reflexiones, y consuelo de saber que habían caído en las honduras de estos descuidos e inadvertencias los mayores hombres de la cristiandad, me serené enteramente, y volví a abrigar en el corazón las conformidades y consideraciones que habían hecho sosegado y venturoso a mi espíritu.

Determiné manifestar al Santo Consejo, en un reverente memorial, mi desgraciada inocencia, rogando por él, con humildes súplicas, que me declarase la temeridad de mis proposiciones, sólo para huirlas y blasfemarlas; y que mi ánimo no era darles defensa con la explicación, ni disculpa con el discurso de algún nuevo sentido, ni las deseaba otra inteligencia que la que había producido su condenación; porque nada me importaba tanto como salir de mis errores, aborrecer mis disparates y rendir toda mi obediencia a sus determinaciones y decretos. Examinaron los piadosos ministros mi sencillez, mi cristiana intención y las ansias de mi católico deseo, y a los quince días me volvieron el libro, el que imprimí segunda vez, juntamente con el memorial presentado y un nuevo prólogo, lo que podrá ver el incrédulo o el curioso en la reimpresión hecha en la imprenta de la Merced de Madrid, el mismo año de 1743, y no se quedará sin él el que lo buscare, pues aun duran algunos ejemplares en casa de Juan de Moya, frente de San Felipe el real. Conseguí con esta desgracia aumentar la veneración a este santo y silencioso tribunal, acordarme sin tanto susto de aquel miedo que producen las máximas de su rectitud, y perder aquel necio horror que había concebido de que mis obras fuesen a su castigo y residencia. Ahora deseo con ansia que mis producciones sufran y se mejoren con sus avisos, porque éste es el único medio de hacer felices mis pensamientos y tareas, pues su permiso y su examen habrá de acallar a los murmuradores que se emplean en criticar sin detenerse en la inocencia de las palabras. Tanto deseo que me acusen mis obras, que regalaré a cualquiera que así lo ejecute, porque así consigo quedar satisfecho, enseñado, y sin los escrúpulos de que puedan ocasionar la ruina más leve mis trabajos indiscretos.

Apenas había convalecido de este porrazo, cuando me brumó la resistencia y la conformidad otro golpe, cuyas señales durarán en mi espíritu, si puede ser, aun más allá de la vida y de la muerte, y fue la repentina que sorprendió al eminentísimo señor cardenal de Molina, a quien debí tan piadosos agasajos y tan especiales honras, que me tienen, de puro agradecido, reverentemente avergonzado. Cuantos oficios sabe hacer la piedad, la inclinación, la justicia y la gracia, tantos me hizo patentes su clemencia. No llegó a sus pies súplica de mi veneración, que no me la volviese favorablemente despachada. Pedía para todos los afligidos, y para todos me daba, como no se metiese, por medio de mis ruegos ignorantes, la justicia, de quien fue siempre tan enamorado, que jamás hizo, ni a su sombra, el más leve desaire. Fueron muchas las veces que me brindó ya con canonicatos, ya con abadías y otras prebendas, y nunca quise malograr sus confianzas y echar a perder con mis aceptaciones las bondades de su intención y bizarría; es verdad que fue también industria de mi cautela por no descubrir mis indignidades con la posesión de sus ofrecimientos. En alguna ocasión que me vi acosado de sus clementes ofertas, le respondí con estas u otras equivalentes palabras: «Yo me conozco, señor eminentísimo, que estoy dentro de mí, y sé que no soy bueno para nada bueno, porque soy un hombre sin crianza, sin economía interior, sin autoridad para los oficios honrosos, sin rectitud para su administración y sin juicio para saber manejar sus dependencias y formalidades. Mis calendarios me bastan para vivir; a la inocente utilidad de sus cálculos, a las remesas de mis miserables papelillos y a los florines que me da la Universidad de Salamanca, tengo atada toda mi codicia, mi ambición y vanagloria. Vuestra eminencia me perdone, y le ruego, por Dios, que no me ponga en donde sean conocidas mis infames inmoderaciones e ignorancias, y permítame tapar con esta fingida modestia y astuto desinterés las altanerías de mi seso ambicioso.»

No le satisfizo esta confesión de mi inutilidad a su eminencia; y una tarde, después de haberse levantado de la mesa, me arrimó a uno de los ángulos de su librería el reverendísimo padre fray Diego de Sosa, su confesor, y me dijo que su eminencia le mandaba que me dijese si quería ser sacristán, que me colaría la sacristía de Estepona, que le había vacado en su obispado de Málaga, ya que mis encogimientos no me dejaban aspirar a más altas prebendas. Le di mil gracias, jurando hacer desde aquella hora pública vanidad de sus recuerdos, de sus honras y las felicidades en que me ponía su piedad, pues para mí era la mayor añadir a lo suficiente a mis situados y negociaciones lo que sin duda me sobraría para repartir en su nombre a mis pobres agregados. Hoy soy sacristán de Estepona, y estoy tan contento con mi sacristía como lo deben estar con la suya los sacristanes de Santorcaz y de Tejares. Seis años ha que gozo esta prebenda, y de los seis, sólo he comido los tres los santos bodigos, y los tres restantes se los engulló el sirviente que acudía a los entierros y las bodas; y aunque hice alguna diligencia para que me restituyese mis derechos, se subió al campanario, y no han bastado las persuasiones ni las pedradas para que se baje a la razón; yo le perdono la deuda y la terquedad, y por mi parte se puede ir al otro mundo sin los miedos ni las obligaciones de la restitución.

Ya no me amanecían los días tan risueños, porque mi corazón, desde estos dos enviones, sólo encontraba amarguras en los placeres, ingratitud en los concursos, desabrimientos en los espectáculos y un enojo terrible a cuanto se me proponía deleitable. Mi espíritu estaba poseído de ilusiones corrompidas; la conciencia, de remordimientos; y la humanidad, tan brumada y perezosa, que no la podía conducir sin gemidos a las inexcusables asistencias de las obligaciones cristianas y civiles. Arrastrado de la tristeza o persuadido de la esperanza de mejorar de mis enfados, determiné volver a Salamanca; pero como tenía la paciencia floja, la conformidad debilitada, y la melancolía que se me iba colando por los huesos, todo cuanto hallé de novedades me sirvió de acrecentamiento a mis enojos. Este sinsabor interno me iba arruinando a toda prisa la salud, y la acabó de echar por tierra el desconsuelo y la gravedad que puso en mi alma el último dolor pleurítico que llevó hasta los umbrales de la muerte al excelentísimo señor don Josef de Carvajal y Lancaster, cuya infausta noticia me arrancó todas las señales de viviente, dejándome hecho un tronco en poder de las congojas y los desmayos. Sólo me quedó una fervorosísima advertencia de acudir a Dios con mis votos y ruegos para que permitiese al mundo la vida que tanto nos importaba. Por las repetidas oraciones de las comunidades religiosas, por los clamores del reino desconsolado, por las súplicas ardientes de los particulares o por otro motivo de los inescrutables a nuestra limitación, permitió la misericordia de Dios que volviera a retirarse hacia su vida el excelentísimo señor don Josef, concediendo alivio a las ansias generales, y dándome a mi tiempo y proporción para cumplir mis promesas, las que, gracias a Dios, tengo concluidas; ojalá haya sido de su agrado y su satisfacción, que yo no fío nada de mis fervores ni de mis cumplimientos.

Las negras aflicciones, las tristísimas congojas y la imponderable flojedad que dejó en mi espíritu este último porrazo, plantaron en mi cuerpo una debilidad tan profunda que hoy es, y no he podido arrancar las rebeldes raíces que se agarraron en sus entrañas. El estómago empezó a hacer impuros sus cocimientos, los hipocondrios a no saberse sacudir de los materiales crudos que caían en sus huecos, y el ánimo a no acertar con el esparcimiento y la diversión. En fin, todo paró en una melancolía tan honda y tan desesperada, que no se me puso en aquel tiempo figura a los ojos, ni idea en el alma, que no me aumentase el horror, la tristeza y la fatiga. Recayó este montón de males en una naturaleza a quien habían descuadernado a pistos los médicos, pues para sosegar las correrías de una destilación habitual, que acostumbraba coger el camino de los lomos y los cuadriles, no acertaron a detenerla sino con las sangrías continuadas, y en el tiempo que la edad lo pudo resistir me abrieron ciento y una vez las venas. No es ocasión ahora, ni es del asunto de este papel, abominar de esta práctica en las curaciones de los flujos porfiados; lo que de paso encargaré a los profesores médicos es que atiendan con más cuidado a la variedad de los temperamentos y la diferencia de las destilaciones, y no se confíen en que la resistencia brutal de algunas naturalezas haya sufrido sin sensible daño las faltas de la sangre, pues hay otras que aunque al pronto aguantan, a pocos años se dan por agraviadas y rendidas: un mismo remedio no puede encajar a todos. La solicitud de la medicina debe ser buscar las proporciones, pero sin perder de la vista las generalidades.

Yo pasé muchos días de este tiempo con tan rabiosas desazones, que me vi muchas veces muy cerca de los brazos de la desesperación. ¡Nunca se me representaron mis delitos tan horribles! ¡Nunca tan desconfiados de la misericordia! ¡Nunca la eternidad se puso en mi consideración tan terriblemente dilatada! ¡Y nunca vi a mi espíritu tan rodeado de ansias y agonías! A pesar de estos desmayos furiosos y de los golpes repetidos que me daba la memoria de mis relajamientos, quiso la inmensa piedad de Dios que no me faltase en la razón alguna luz, para que no perdiese de vista los alivios del alma, ya que caminaba hacia la ruina, indispensablemente, mi cuerpo; y fuese guiado de las inspiraciones preternaturales o conducido de mi humor negro, yo me paré a mirar a mis interiores con algún cariño, y me puse a entretener a mi alma con algún despacio en el convento de los padres capuchinos de Salamanca. Al mes de haber estado en su compañía, salí con la deliberación de ponerme en la banda de los presbíteros; y habiendo dado parte de mis pensamientos al ilustrísimo señor don Josef Sancho Granado, alentó mis propósitos con santas doctrinas, prudentes avisos y encargos devotos, y el día cinco de abril del año de 1744 me imprimió en el alma el carácter sacerdotal. Honrome su ilustrísima con singulares distinciones, no siendo la menor de su piedad haberse animado contra los dolores y postración de la gota, que le tenía en la cama, a hacer las órdenes, para que yo lograse de su clemente potestad tan elevado beneficio. Así lo expresó su ilustrísima, en el acto de las órdenes, al concurso, reprehendiendo con esta honrosa expresión a mis enemigos, que unos creyeron y todos pregonaron que la detención en recibir este felicísimo estado no era miedo reverente a la perfección de su instituto, sino ojeriza de este piadosísimo prelado. Día segundo de Pascua de Resurrección del mismo año recé la primera misa en la santa iglesia catedral, mi parroquia, en una capilla dedicada a Nuestra Señora de la Luz. Fue mi padrino el señor don Enrique Ovalle Prieto, canónigo, dignidad y prior de dicha santa iglesia, que ya descansa en paz, y debo encomendarle a Dios por muchos y especiales beneficios y por la caridad con que me aleccionó en las sagradas ceremonias.

Manteníame a esta sazón con mis dejamientos, tristeza y algunos dolores capitales, los que sufría como todos los doloridos, unos ratos con paciencia, otros regañando y otros con una modorra ceñuda e implacable. Hacía mil propósitos de aburrir la medicina y los médicos, y otras tantas me entregaba a sus incertidumbres, antojos y presunciones, con una ansia inocente y una credulidad tan firme, que nunca la esperé de mis desengaños y mi aborrecimiento. Finalmente, como hombre sin elección, atolondrado de melancolías e ignorancias, me eché a lo peor, que fue a los doctores, los que hubieran concluido con todos mis males y mi vida, a no haberse echado encima de la furia de sus récipes y sus desaciertos la piedad de Dios, que quiso (no sé para qué) guardarme y detenerme en este mundo. La mayor parte de este trozo de mi vida se la llevó esta dilatada enfermedad, por lo que será preciso detenerme en su relación.

Encaramaron mis males los médicos a la clase de exquisitos, rebeldes, difíciles y de los más sordos a los llamamientos de la medicina; y sin saber el nombre, el apellido, la casta ni el genio de las dolencias, las curaban y perseguían, a costa de mi pellejo, con todos los disparates y frioleras que se venden en las boticas. De cada vez que me visitaban, discurrían un nuevo nombre con que baptizaban mi mal y su ignorancia; pero lo cierto es que nunca le vieron el rostro, ni conocieron su malicia ni su descendencia. Muchas veces la oí llamar hipocondría, otras coágulo en la sangre, bubas, ictericia, pasión de alma, melancolía, morbo, obstrucciones, brujas, hechizos, amores y demonios; y yo -¡tan salvaje crédulo!- aguanté todas las perrerías que se hacen con los ictéricos, los hipocondríacos, los coagulados, los obstruidos y los endemoniados; porque igualmente me conjuraban y rebutían de brebajes, y con tanta frecuencia andaba sobre mí el hisopo y los exorcismos como los jeringazos y las emplastaduras. Lo que no consentí fue que me curaran como a buboso (única resistencia que, hice a los médicos y conjuradores), porque aunque yo ignoraba como ellos la casta de mi pasión, yo bien sabía que no eran bubas, porque estaba cierto que ni en herencia ni en hurto ni en cambio ni en empréstito había recibido semejantes muebles, ni en mi vida sentí en mis humores tales inquilinos. Por un necio refrán, que se pasea en la práctica de los médicos, que dice que todos los males que se resisten, que hacen porra en los cuerpos y que se burlan de otras medicinas, se deben conocer por bubas y curar con unciones, me quisieron condenar a ellas; pero yo me rebelé y me valió quizá la vida, o a lo menos, haberme libertado de la multitud de las congojas y dolores que lleva detrás de sí este utilísimo medicamento.

No tiene remedio: me parece que es preciso informar al que haya llegado aquí con los ojos, de los pasos y estaciones de mi dolencia, los que referiré con verdad y sencillez; y las planas que escriba, creo que serán las útiles de este cuaderno, porque de ellas constará la razón que tenemos para burlarnos de la medicina, y se demostrará el poco juicio con que nos fiamos de sus promesas, disposiciones y esperanzas, las que sólo se deben poner en Dios, en la naturaleza y en el aborrecimiento a los apetitos de la gula. Mi cabeza servirá de escarmiento también a los que se quieran curar de males no conocidos, a los que se curan de prevención, de antojo, de credulidad a los aforismos, y a las golosinas y embustes de los boticarios; y humíllense también los que viven de las recetas, y no quieran atribuir a las ignorancias, vanidades y astucias de su oficio lo que sólo se debe a Dios, a la sabiduría de la naturaleza y a las moderaciones de la templanza.

Día catorce de abril del año de 1744 confesé general y particularmente los vicios, ocasiones próximas y actuales pecados de mis humores a los catedráticos de Salamanca. Fue el confesonario una de las aulas de Leyes del patio de la Universidad, y allí les desabroché mis delitos, y sujeté a su absolución todas mis venialidades, reincidencias y pecados gordos. Hice puntual acusación de mi vida pasada y mi estado presente, en su idioma médico, para que me entendieran; y quedé satisfecho de la diligencia que envidiaba mi alma, y apetecía, para las confesiones de sus enfermedades, el examen, la claridad y la expresión con que había declarado las del cuerpo. Después de historiado mi mal (que sólo fue, como dejo dicho, un dolor de cabeza) con la relación de sus causas, señales y pronósticos, concluí mi confesión, diciéndoles estas u otras parecidas palabras: «Yo bien sé, señores, que la medicina tiene aplicadas definiciones, divisiones, causas, pronósticos y medicamentos para todos los achaques; pero también sé de sus incertidumbres y equivocaciones. Yo estoy más cerca de mí que Vmds., e ignoro el actor de mis inquietudes y dolencias, ni sé el paradero de su malicia, ni acierto a percibir si está en el estómago, hipocondrio o mesenterio, ni si esta pasión está esencialmente en la parte dolorida, o padece, como Vmds. dicen, por consentimiento. Vmds., como más sabios, lo sospecharán mejor: lo que yo puedo sólo asegurar es que, si este dolor se detiene algunos días más en mi cabeza, he de parar en una aplopejía o en una de las especies de locura furiosa; y así, yo hago a Vmds. dejación absoluta de mi cuerpo para que lo sajen si lo contemplan oportuno, y prometo ser tan obediente a las recetas y a las voces de Vmds., que ha de llegar el día en que los escandalice mi obediencia, mi silencio y mi resignación». Consoláronme mucho, y entre otras esperanzas, me dieron la de haber curado muchos dolores de cabeza de la casta del que yo padecía. Añadieron que mi mal tenía más asiento en mi aprehensión que en mis humores; que me procurase divertir, que a ellos no les daba cuidado mi dolor; y esto se lo creí al punto, y aun se extendió mi malicia a consentir que quizá no les pesa de nuestros males y sus dilataciones, porque ellos son su patrimonio y su ganancia. Conformáronse, y quedaron, como regularmente se dice, de acuerdo en que mi enfermedad era una hipocondría incipiente, con una laxitud en las fibras estomacales, y que la cabeza padecía per consensum. Rociáronme de aforismos, me empaparon en ejemplares y esperanzas; y yo, hecho un bárbaro con su parola y el deseo de mi salud, admiré como evidencias sus pataratas y ponderaciones. Descuadernose la junta, y ellos marcharon cada uno por su calle a ojeo de tercianas y a montería de cólicos, y yo a la cama, a ser mártir suyo y heredad de sus desconciertos; y al día siguiente empezaron a trabajar y hacer sus habilidades sobre mi triste corpanchón con el método, porfía y rigor que verá el que no se canse de leer o de oír.

Bajo de la aprehensión de ser hipocondríaco el afecto que yo padecía, dispusieron barrer primeramente los pecados gordos de mis humores con el escobón de algunos purgantes fuertes, para que como prólogos fuesen abriendo el camino a las medicinas antihipocondríacas y contraescorbúticas, que andan revueltas las unas con las otras. La primera purga fue la regular del ruibarbo, maná, cristal tártaro y el agua de achicorias, cuya composición se apellida entre los de la farándula el agua angélica. Detrás de ésta, siguieron de reata cuatrocientas píldoras católicas; y pareciéndoles que no había purgado bien sus delitos mi estómago, a pocos días después me pusieron en la angustia de cagar y sudar a unos mismos instantes, que estos oficios producen las aguas de Escrodero, cuya virtud o malicia llaman los doctores ambidextrae. Finalmente, yo tragué en veinte días, por su mandado, treinta y siete purgantes, unos en jigote, otros en albondiguillas, otros en carnero verde y en otros diferentes guisados, y el dolor cada vez se radicaba con mayor vehemencia. Dejáronme estas primeras preparaciones lánguido, pajizo y tan arruinado, que sólo me diferenciaba de los difuntos en que respiraba a empujones y hacía otros ademanes de vivo, pero tan perezosos, que era necesario atisbar con atención para conocer mis movimientos; si intentaba mover algún brazo o pierna, no bien les había hecho perder la cama, cuando al instante se volvía a derribar, como si fuera de goznes. Viéndome tan tendido y tan quebrantado, mudaron los médicos la idea de la curación, y a pocos días pegaron detrás de mí, y los materiales delincuentes que habían buscado en el estómago e hipocondrios, los inquirieron en la sangre, a cuyo fin me horadaron dos veces los tobillos; y estas dos puertas en el número de las antecedentes hacen las ciento y una sangrías que dejo declaradas. Parecioles corta la evacuación, y me coronaron de sanguijuelas la cabeza y me pusieron otras seis por arracadas en las orejas y por remate un buen rodancho de cantáridas en la nuca. Yo quisiera que me hubieran visto mis enemigos, pues no dudo que se hubieran lastimado sus duros corazones al mirar la figura de mi espectáculo sangriento. El rostro estaba empapado en la sangre que habían escupido del celebro las sanguijuelas que mordían de su redondez; la gorja, los hombros, los pechos y muchos retazos de la camisa, disciplinados a chorreones con la que se desguazaba de las orejas. Cuál quedaría yo de débil, desfigurado y abatido, considérelo el lector, mientras yo le aseguro que ya no podía empujar los sollozos y que llegué a respirar cuasi las últimas agonías; yo me vi más hacia el bando de la eternidad que en el mundo. Yo perdí el juicio que tuve que perder, que, aunque era poco, yo me bandeaba con él entre las gentes. La memoria se arruinó en tal grado de perdición, que en más de dos meses de esta gran cura, no pude referir el padrenuestro, ni otra de las oraciones de la iglesia, en latín ni en romance. En fin, todo lo perdí, menos el dolor de cabeza; antes iba tan en aumento, que pareció que las diligencias de la curación se dirigían más a mantenerlo que a quitarlo.

Estudiaban los médicos, en los capítulos de sus libros, disculpas para sus disparates. Palpaban con sus ojos mi estado deplorable y sus errores. Conocían las burlas que, de sus recetas, sus aforismos y sus discursos, les hacía mi naturaleza y mi dolor, y, con todos estos desengaños, jamás los oí confesar su ignorancia. Avergonzábanse a ratos de ver sus cabezas peores que la mía, y de que ya no encontraban apariencias, astucias ni gestos con que esconder su rubor y su incertidumbre. Hallaban cerrados todos los pasos de sus persuasiones y escapatorias con las evidencias y mentises con que los rechazaba mi figura y mi tolerancia; y, en fin, su mayor desconsuelo era no poder echar la culpa de mi postración a mis desórdenes ni a mis rebeldías, pues fui tan majadero en abrazar sus votos y sus emplastos, que consentí que me aplicasen los que con justa causa presumía que me serían inútiles y aun quizá dañosos. Mi debilidad y mi tormento continuaban, cada día con rigor más implacable, pero como ellos no habían acabado de decirle a mi cuerpo todo lo que habían estudiado en la Universidad, no quisieron dejarme descansar hasta concluir con todos sus aforismos y recetas, las que me iban embocando, ya en bebidas, ya en lavatorios, ya en emplastos, y en las demás diferencias de martirios con que acometen a los enfermos miserables. Las gentes del pueblo, unas de piadosas, otras de aficionadas, y las más poseídas de la curiosidad de ver la lastimosa y exquisita duración de mi dolencia, me visitaban y consolaban, y todas me echaron encima sus remedios, sus gracias, sus reliquias y sus oraciones. Acudieron a verme otros cinco doctores que había en Salamanca, algunos cirujanos y unos pocos de exorcismeros y, gracias a Dios, todos me trabajaron a pasto y labor, porque para todos había campo abierto en mi docilidad y resistencia. Lo que unos y otros leían o soñaban de noche, me lo echaban a cuestas por la mañana, y así siguió la cura hasta el día veinte de agosto, que les cortó los aceros la apoplejía, que yo temí y había pronosticado en el primer informe y confesión, que hice a los primeros doctores, de mis males. Quédome por ahora apoplético, y mientras le digo al lector los medios con que la piedad de Dios me restituyó al sentido y movimiento, referiré antes, con la verdad y sencillez que procuro, las demás medicinas, brebajes y sajas con que me ayudaron, pues aun le faltan que saber muchas más perrerías de las que ejecutaron conmigo.

En el discurso del tiempo que hay desde el día 15 de abril, que empezaron los médicos a rebutirme de pócimas y a sajarme a sangrías, sanguijuelas y cantáridas, hasta el día 20 de agosto, que me pusieron en el accidente de la apoplejía, me iban encajando, entre los dichos venenos y lanzadas, los rejonazos siguientes. En el día 4 de mayo se hizo un extraordinario consejo de guerra contra mi atenazada humanidad, al que concurrieron seis médicos, dos cirujanos y un conjurador, que tenía voto en estas juntas, y por toda la comunidad salí condenado a diez ventosas todas las noches, las que se habían de plantar en mis lomos, costillas, muslos y piernas; así se ejecutó, durando su repetición hasta el día diez o doce de junio, que por cuenta matemática salen trescientas y doce ventosas a lo menos, porque desde el día 4 de mayo, hasta el día doce de junio, van treinta y nueve días; con que multiplique el curioso ocho a lo menos por treinta y nueve, verá lo que le sale en el cociente. Es verdad que descansé algunas noches, pero por los días de descanso doy en data las ventosas que me echaban más de las ocho, pues muchas veces me espetaron diez y doce; y si me detuviera a contar con rigor aritmético, había de sacar a mi favor otro par de docenas, pero por la medida menor no le quitaré una de las trescientas y doce. Fui jeringado ochenta y cuatro veces con los caldos de la cabeza de carnero, con girapliega, catalicón, sal, tabaco, agua del pozo y otras porquerías, que la parte que las recibía las arrojó de asco muchas veces. Los estregones y fregaduras que aguanté, sin las que van siempre reatadas a las ventosas, serían, a buen ojo, ciento y cincuenta. Recibí los pediluvios de Jorge Baglivio siete veces; y, por fin, se ordenó otra junta entre los mismos comensales para condenarme a las unciones, y aunque los más de los votos fueron contra mí, yo me rebelé, haciéndoles el cargo que mi mal no había hablado palabra alguna por donde se le conociese ser francés, ni constaba por mi confesión haber tenido malos tratos con ninguna persona de esta nación ni con otra alguna de España que hubiese comerciado con estas gentes ni con estos males. Viendo mi resistencia, los doctores prorrumpieron contra mi escusa en estas malditas palabras: «Señor, ¿no hemos de hacer algo? Hasta ahora nadie se ha curado sin medicinas. Sujétese Vmd., pena de que perderá la vida y le llevará el diablo» ¡Quisiera no ser nacido cuando escuché tan terribles necedades y tan bárbara persecución! ¿No hemos de hacer algo? ¿Pues qué, es nada treinta y siete purgas, trescientas y doce ventosas, ochenta y cuatro ayudas, y haberme dejado el pellejo como un cribo, cubierto de los desgarrones y las roturas de las sangrías, sanguijuelas y cantáridas? Vive Dios, que todo el poder del infierno y toda la rabia de los diablos no pudiera haber hecho más crueldades con los que cogen en sus abismos, ¡y me salen ahora con que no hemos de hacer algo! Confieso que me dejé irritar de la expresión hosca y desabrida, y que sólo el disimulo con que se deben recibir los desvaríos de los enfermos pudo también salvar el mal modo de mis respuestas; ya les pedí perdón, ya me lo aplicaron, con que no tengo más que pedir.

Por no descaer de su ciencia y de su negocio, toman estos hombres el empeño de perseguir a los que cogen en las camas, hasta dar en tierra con sus cuerpos. Nunca aciertan a desviarse de su confianza y erronia. Unos se dejan gobernar de la necia fe que dieron a sus aforismos; otros, de la vana credulidad de sus experimentos, sostenida en cuatro ejemplares, que si los examinan con juicio, hallarán que son triunfos más ciertos de la naturaleza que de su arte, su conocimiento o de su astucia; y muchos son sobrecogidos de alguna ambición que les tapa la boca para no hablar con el desengaño que nos manda la buena civilidad de la honradez. Afirmo que puede ser codicia, terquedad, presunción, estudio, maña, experiencia y rectitud presumida, la continuación y la porfiada multitud de sus medicamentos; por lo que soy de sentir (si valen algo para aconsejar mi vejez y mis atisbos) que a las primeras visitas se le paguen con adelantamiento sus pasos y estaciones que éste es el único medio de salir menos mal y quedar mejor todos los interlocutores de las enfermedades: porque el doctor recibe desde luego sus propinas sin cansancio, sin pasar por los sofiones y las burlas que le hacen las medicinas y las dolencias, sin oír los gritos, relaciones y argumentos de los postrados y los asistentes, y sin tener que buscar disculpas a sus desaciertos, sus ignorancias, inobediencias de las aplicaciones y rebeldías de los achaques; el enfermo logra de este modo unas vacaciones tan útiles, que en ellas está muchas veces la cobranza de su descanso y su salud, y si se muere, muere a lo menos con más quietud, con más comodidad y más limpieza; y finalmente, sus domésticos y agregados logran los gastos de su entierro en el ahorro de la botica, que es una cantidad muy suficiente para surtir mucha porción de lo que se engulle en el mortuorio y se desparrama entre los sacristanes, monaguillos, campanilleros y otros tagarotes de calavernario.

Antes que prosiga la historia de mis males (que aun me falta mucho que vomitar), me insta la conciencia a prevenir al lector que siempre que lea las libres expresiones con que escribo, cuando trato de la curación y extravagancia de mis males, no debe creer que mi ánimo es enviarlas a satirizar ni a herir a alguno de los doctores que me curaban; de modo que siempre que vea en este cartapacio las palabras de errores, falsedades, ignorancias, embustes y otras que valen lo mismo, no quiero que piense que las digo por la intención, conducta ni estudio de estos médicos, a quienes hoy vivo agradecido, sino por lo conjeturable, lo incierto y lo desgraciado de la facultad de la medicina; y cuando se tropiece con las voces de codicia, presunción, vanidad y otras de esta casta, entonces debe creer que no las tiro a particular alguno, sino que las disparo a todo el gremio, pues esta comunidad tiene lo que todas las nuestras: hombres vanos, codiciosos, engañadores, presumidos y llenos de otras malicias y cautelas culpables. Éste es mi sentir inocente y verdadero; y afirmo que, a los médicos que me asistían, debí una piedad cristiana imponderable, una aplicación oficiosa a mis alivios y un deseo muy desinteresado de mi salud; y estoy creyendo firmísimamente que la ansia con que anhelaban a sostenerme la vida y recobrarme la salud fue la que los puso en la repetición de tantos y tan raros medicamentos, sospechando que, en cada uno que me aplicaban, habían de ver en mi sanidad los efectos de su buena intención, de su estudio y su cariño. Así lo debe creer el lector, porque así lo creo yo y así lo juro, y vamos adelante.

Continuaron, y yo -¡bárbaro de mí!- continué bebiendo sus recetas, y desde las unciones descendieron a la quina, con la especialidad de que en toda la duración de mis males jamás asomó la calentura; antes bien, procedían los pulsos tan remolones, que contaban por uno de los signos de mi muerte su pereza. Yo no sé con qué razón, con qué discurso ni con qué causa me aplicaron este específico; el que lo quiera saber puede preguntárselo a ellos, que no tengo duda en que responderán, porque son doctos y han estudiado todo cuanto se enseña en la Universidad de Salamanca. Quedó burlada y sin mostrar su valor esta corteza, porque, a la verdad, su enemigo estaba cien leguas de mi cuerpo; acá me la tengo, y puede ser que sirva para espantar las fiebres futuras, o para no dejar venir las que se preparan con los días en nuestras ocasionadas humanidades. Desde la quina pasaron a recetarme la triaca, la que tomé ocho días sin intermisión, y sin haber percibido el más leve daño ni alivio de su virtud tan decantada; y en fin, porque había huido el sueño, enteramente enojado de los dolores y los medicamentos, le buscaron con el láudano fluido y macizo; y aunque di, con mis gestos, señales de alguna resistencia a este narcótico, se me echaron encima, con la predicación y las amenazas de la conciencia, unos frailes entre curanderos y agonizantes, y a puros gritos me lo embocaron, y yo lo tragué, persuadido a que iba a despertar en la presencia de Dios. Ya me canso de escribir las diferencias y cantidades de remedios que me hicieron tomar; y por no producir más molestia a los lectores, les digo, resumidamente, que no dejaron hoja, resina, leño, simiente, ni los demás simples y mezclados, que están presumiendo del sánalo todo en las boticas, que no me diesen, ya en sorbos, ya en bocados y ya en unturas; pero todo perdió su virtud o no era del caso contra mis achaques, porque ni lo mucho ni lo poco dieron la más remota señal de los efectos que les juran las fanfarronadas de la medicina.

Aburridos enteramente los doctores, y confesando que ya no sabían ni encontraban, en el chilindrón de sus tres reinos animales, vegetables ni minerales, con que socorrerme, me entregaron cuasi difunto a los conjuradores, los que me recogieron en su jurisdicción algunos días. El primero que me asaltó con los conjuros fue un devoto capuchino, que cuidó de mi alma en los primeros enviones de la enfermedad; y a veces, en el estado sano del cuerpo, la levantaba de las profundidades, en que muy a menudo caía, con los socorros de sus avisos y sus absoluciones. Asistió a mi cabecera con caridad, lástima y tolerancia inalterable todo el tiempo que me tuvo tendido en su estrechez la pesadumbre y la violencia de mis raros y desconocidos accidentes, siendo la dulce sencillez de sus palabras el único consuelo de mis aflicciones, el solo alivio de mis penas y el particular despertador de mis conformidades. Llámase este venerable varón fray León de Guareña, natural de este pueblo en Extremadura, y hoy vive siendo vicario en el convento de los capuchinos de Cubas. Esforzaba su celo, su voz y su devota confianza cuanto era posible el caritativo padre, pero el dolor de cabeza parecía el diablo mudo, porque callaba y dolía, dándose por desentendido a las voces, las cruces y las rociaduras del hisopo. Entró después el reverendísimo padre fray Adrián Menéndez, mi congraduado y hoy general de la religión de san Bernardo, y hízose también sordo el dolor a sus oraciones y conjuros; y -yo no sé si sería la eficacia de sus ruegos o el singular amor con que siempre he venerado a este reverendísimo- conocí entonces mayor alegría en sus palabras y más conocido consuelo en su presencia. Entraron, finalmente, a espantarme los diablos, las brujas, los hechizos, o lo que era (porque todos lo conjuraban y maldecían a salga lo que saliere), otros clérigos, tonsurados y frailes recientes, llenos de fervores, y todos me santiguaron a su satisfacción; pero los diablos, las brujas o lo que fue, acá me lo han dejado, porque yo no lo he visto salir por parte alguna; es verdad que tampoco lo había visto entrar, pero como eran hombres doctos, tratantes en espíritus y revelaciones los que me lo aseguraban, me fue preciso asentir de botones afuera, y dejarme crucificar por vía de sufragio y medicina.

Pasados veinte días, con poca diferencia, volvieron los médicos a ver el estado en que me tenían los conjuradores, y viendo que sus oficios tampoco sacaban una mella a mis males, pensaron en el mayor delirio que se pudo imaginar desde que hay locos en la tierra. Dieron orden a los asistentes que retirasen a fray León de mi cabecera, asegurando que su semblante, su virtud y su predicación producían y aumentaban mis suspiros, mis agonías y mis amargas cavilaciones, afirmándose de nuevo en que no era otro mi mal que el de una honda y funesta melancolía. El pobre religioso, es cierto que tiene una figura estrujada, cetrina, grave y pavorosa, y un semblante ceniciento, aterido y ofuscado con el pelambre mantecoso y desvaído de su barba, a cuyo aspecto añadían duplicados terrores las broncas obscuridades del sayal y la negra gruta de su capuz sombrío y caudaloso: teníalo regularmente empinado, y escondidas las manos en los adustos boquerones de las mangas, de modo que parecía un Macario penitente que respiraba muertes y eternidades por todas sus ojeadas, coyunturas y movimientos; pero como yo estaba ya familiarizado con su rostro, su vestido y su conversación, me producía muchos consuelos aquel bulto que sería a otros formidable, por lo cual, sumamente irritado contra la idea de esta nueva cura, me rebelé contra ella, como contra las unciones; revolviéndome a los médicos, les dije que ya que me quitaban o no me podían detener la vida, que no me estorbasen los medios de mi salvación, los que tenía afianzados en la asistencia, doctrina y consuelos de aquel venerable hombre. Dejáronme en paz, y yo me quedé con mi padre León, al que no quise soltar de mi lado hasta después de tres meses convalecido.

Ni el peligro tan cercano a morir, ni la continua porfía con que rogaba a los médicos que me mandasen confesar y recibir los santos sacramentos que da la Iglesia, nuestra Madre, a los fieles católicos que llegan a tener su vida en los arrabales de la muerte, donde yo vi la mía aposentada, pudo moverlos a que se celebrase con juicio y en sazón esta cristiana diligencia. Decían que la enfermedad daba muchas treguas; que ellos conocían las tretas y zorrerías de los enfermos; que yo no anhelaba por confesarme, ni mi deseo era hijo puro de la obligación de un cristiano devoto, sino de una curiosidad medrosa con que intentan los enfermos certificarse del estado de gravedad en que el médico los imagina; que estas agachadas y otras marrullerías las tocaban a cada instante, pero que no hacían caso; que su gobierno era el pulso, las fuerzas, las orinas y el mayor o menor apartamiento del estado natural; y que sabían muy bien cómo estaba yo y lo que a ellos les tocaba. Finalmente, muy de prácticos y muy de maestros respondían con estas y otras presuntuosas y desacreditadas experiencias; y ello, sucedió que atropelladamente me mandaron confesar pocas horas antes de haberme cogido toda la razón la apoplejía. Dicen que me confesé, que recibí a Dios sacramentado y que puse en buena disposición mi testamento; pero yo no he podido acordarme de cuando pasaron por mí tales preparaciones. Los que asistieron a los actos piadosos y mis domésticos estaban muy edificados de la conformidad que notaron en mi espíritu. En las conversaciones se referían como prodigiosas las expresiones de amor y penitencia en que casualmente prorrumpí al tiempo que recibía la sagrada comunión. Todos envidiaban el santo aliento de mi espíritu, y el más edificado fue don Josef Zapatero, cura de mi parroquia, que salió de mi cuarto repitiendo algunas palabras que el carácter de católico y la crianza de cristiano (sin saber la más mínima de ellas el juicio) envió a mi boca desde el alma. Sólo por las relaciones he sabido que me confesé, pues ya estaba sin rayo de racionalidad cuando hice esta y las demás preparaciones para morir; y si en ella no apareció alguna de las inmoderaciones de mi vida, fue sin duda porque la piedad de Dios no permitió que escandalizase en aquella hora el que había consumido todas sus edades en escándalos y delitos contra Su Majestad. Creo que ha pasado por muchos muertos, y por muchos que viven, lo que pasó por mí, que los mandan confesar cuando tienen trabucada la razón, amontonado el juicio, perdida la memoria, y todo el discernimiento distraído hacia las agonías, las congojas, las angustias y dolores más cercanos.

No es ésta ocasión de reprehender este abuso y confianza en los médicos; lo que afirmo es que su conciencia y la de sus enfermos peligra enteramente en la tardanza de estas disposiciones, y que los que tienen este oficio deben tener muy presentes estos daños, las traiciones de los achaques, los asaltos repentinos, los movimientos impensados y la falsedad de las robusteces de la naturaleza, y, finalmente, deben vivir escarmentados de las mentiras, de las equivocaciones de sus principios y de las historias desgraciadas con que a cada momento son argüidas sus necias seguridades. Yo creeré que pongan alguna meditación en este importante asunto. Y ahora voy a salir del accidente, que ya es tiempo, y de finalizar el quinto trozo, pues considero que estará el lector, como yo estoy, enfadado con las menudas, vulgares e impertinentes circunstancias de un suceso que, sobre cortas diferencias, pasa por todos los vivientes del mundo.

Día de san Bernardo, a las cinco de la tarde, fui agarrado de la apoplejía, la que me mantuvo en sus privaciones hasta las dos de la mañana del día siguiente. No puedo asegurar si fue a beneficio de cuatro cantáridas que me encajaron en las tablas de los muslos y en lo más gordo de las piernas, o a instancias de un vómito voluntario que se le antojó hacer a mi naturaleza, que es el primero que ha hecho en mi poder, o si fue milagro, como repetían a voces los asistentes. Yo volví a cobrar el sentido y movimiento que me había embargado el accidente, y creo que, si no fue absolutamente milagro, fue por especial beneficio de la divina Providencia la restitución a mis sentimientos, porque yo me hallé, cuando abrí los ojos, con alguna luz en el juicio, menos obscuridad en la memoria, más usual para los movimientos, mejor despabilada la cabeza, y aunque el dolor se mantenía, no guardaba la gravedad y ruido antecedente. Luego que me reparé, vi a una de mis hermanas a la cabecera, y la rogué encarecidamente que no permitiese que médico alguno volviese a pisar mi cuarto, y que sólo como a vecino piadoso del pueblo le podía conceder la entrada, y que no me dejase tomar medicina alguna, aunque yo la recetara, que quería morir sin tener que lidiar con las fatigas de los doctores y los remedios. Así me lo otorgó, y, desde este punto, empecé a sentir una indubitable mejoría.

Veinte y siete días estuve mantenido solamente de los caldos, y al fin de dicho tiempo, salí de la cama como un esqueleto, tan descarnado, que sólo me faltaba la guadaña para parecer la muerte. Sostenido por los alones de una muleta y de los brazos de mi padre León, empecé a formar algunos pinos por la corta capacidad de mi cuarto, y a pocos días, salí a pisar la calle, acompañado del padre y de mi amigo don Josef Nájera, catedrático de cirugía en Salamanca y hoy platicante mayor del nuevo colegio de Cádiz, que uno y otro me conducían a la campaña y a los paseos, procurando con imponderable caridad mis diversiones y mi alivio. Pareciome oportuno buscar el esparcimiento de la aldea, y luego que pude subir a caballo, marché nueve leguas de Salamanca a una villa que se dice Torrecilla de la Orden, en donde me detuve todo el mes de octubre, hospedado en la casa del señor don Domingo Hernández Griñón, presbítero, de quien recibí cuantas clemencias y agasajos pudo imaginar mi deseo. Más recobrado, menos melancólico y con señales de buena convalecencia, volví a Salamanca a los primeros de noviembre, y con la observancia de una dieta rigurosa que me impuse, me hallé al año restituido a mi salud, a mi genio, a mi juicio y a mi memoria. El dolor en la cabeza aún me dura, pero es más remiso y más tolerable, aunque en algunas temporadas me acomete con la furia antigua, de modo que, poco o mucho, raro es el día en que no tenga que padecer y que dar a Dios en descuento de mis culpas.

Ya más robusto y con disposición para sufrir los caminos y mesones de España, empecé a pagar a Dios los votos y los prometimientos con que procuré desde mi cama aplacar las suavidades de su justicia, y fue la primera visitar a su Madre Santísima de Guadalupe, adonde partí a pie desde mi casa el día veinte de junio de 1745, en cuyo devotísimo santuario estuve dichosamente detenido quince días, al fin de los cuales volví a Salamanca a cumplir otras deudas y obligaciones de mi oficio. Por el mes de noviembre de dicho año pasé a Madrid, donde fui recibido de unos con admiración, de otros con agasajo y de los más con susto, porque unos me miraban como aparecido, otros como muerto, y los que estaban mejor informados de las disposiciones de mi vida, me acogieron con piedad y con buena intención, saludándome con muchas enhorabuenas y alegrías. Nació la variedad de estos afectos de los desesperados pronósticos que me habían echado encima los doctores, pues los unos firmaron mi muerte, cuyo despacho remitieron los crédulos ociosos a las estafetas, y los otros aseguraban que si sacaba la vida de las garras del accidente, sería arrastrando y para representar el papel de loco entre las gentes del mundo; y todos mintieron (como me sucede a mí cuando pronostico), porque aún soy viviente, y en cuanto al juicio, me tengo el que me tenía, y aun más aliviado, porque el rigor del accidente debió de verter alguna flema en mi sangre, y ésta me ha puesto más remilgado de palabras, menos liberal de movimientos, algo más sucio de figura, y me parece que un poco zalamero y ponderado, que me pesa bastante, pero como se usan así los juiciosos, lo sufro con conformidad. En los cronicones de mis desafectos y enemigos son innumerables las veces que me escriben loco y mentecato, y en las historias de los noveleros y ociosos que viven atisbando mi vida, ésta es mi cuarta muerte, como lo dicen las exequias que me hizo en unas coplas el año pasado un poeta macarrónico, tan hambriento, que no encontró para comer él con otra invención que la de matarme a mí. En mi falta de juicio, pueden tener mucha razón, aunque poca caridad; pero en la historia de mis mortorios, juro por mi vida que mienten de cabo a rabo, y que el poeta es un poeta, y unos embusteros los demás bergantes que me han sacado en andas por ese mundo.

Perdieron el espanto y la credulidad las gentes con la visión de mi figura y de mi vida, y yo me volví a mis antiguas correspondencias con la satisfacción de que no habían de maldecirme ni asustarse. Recibiome (es verdad que con algún susto prudente a los movimientos de mi locura presumida) la excelentísima señora duquesa de Alba, mi señora, y en breve tiempo debí a su discreción el desengaño, y entonces sí que me puso venerablemente loco la consideración de la gran honra que debí a su excelencia, pues quiso padecer aquel recelo por no negarme la dichosa ventura de rendirme a sus pies. Ya que he llegado a tocar el punto venturoso de las apacibles clemencias con que me han ensoberbecido las personas de más alta jerarquía, quiero atormentar un poco a mis enemigos, poniéndoles a los ojos, en breve relación, las honras y aplausos que estoy debiendo a su sola piedad, especialmente desde que di a luz el cuarto trozo de mi Vida hasta hoy; y con el conocimiento de que es la sátira más fuerte que puedo dar a su envidia irremediable, recojan en cuenta de sus ingratas altanerías mis apacibles sumisiones, y púdranse un poco, mientras yo me regodeo con la memoria de sus necias pesadumbres y mis honrados regocijos. El excelentísimo señor don Josef Carvajal me ha llevado en su coche y a su derecha por las calles y públicos paseos de Madrid algunas veces, me ha mandado sentar a su mesa infinitas, y me ha conducido a la del excelentísimo señor marqués de la Ensenada, en donde me vi más de cuarenta veces poseído de una vergüenza venerable, arguyendo interiormente a mi indignidad con la posesión de una fortuna tan distante de mis locas esperanzas y tan irregular a las ruindades de mi mérito, y dando gracias a Dios de contemplar al pobre Diego de Torres (que ha sido y es el escarnio de los más asquerosos pordioseros) empinado adonde aspiran las heroicidades más soberbias y las ambiciones más terribles. Los excelentísimos señores duque de Huéscar y marqués de Coria ha muchos años que derraman sobre mi agradecimiento respetuoso especiales abundancias, beneficios y distinciones; me permiten que penetre a todas horas hasta sus retirados gabinetes, dispensándome de la dichosa obligación de detenerme en su antesala. Los excelentísimos señores de Medinasidonia, Veraguas, Miranda y otros, igualmente agasajan mis humildes reverencias y me excusan de las mismas precisiones. A la verdad, es raro el gran señor de España, el presidente, el ministro y el gobernador a quien no deba cuantas señales de piedad puede producir su magnificencia, su crianza y su política honradora, y todos me han franqueado su casa, su mesa, su coche y su apacibilidad.

Pocos son los ilustrísimos señores obispos de España que no tengan noticia de mis respetos, y muy raro el que no recibe mis cartas, mis rendimientos y mis súplicas con alegre paciencia y clementes concesiones. Los extranjeros y peregrinos que vienen a Salamanca, ha muchos años que no preguntan por la Universidad ni por la plaza, ni por las cuevas donde enseñaban los diablos (salvo sea el embuste), sino por don Diego de Torres, pensando encontrar con un monstruo estupendamente afable, o un oráculo deforme, predicador de misterios, adivinanzas, fortunas, desdichas o despropósitos; y es cierto que el bedel, que cela la prontitud y la detención de los catedráticos, me llama más veces para que me vean los forasteros, que para dictar a mis discípulos. Esto se siente por acá, y se hace burla alguna vez, con un poquito de escozor entre cuero y carne, de la sencillez y curiosidad de los inocentes o mamarones que anhelan a conocerme y tratarme; pero yo no puedo estorbarle a ninguno sus entripados; encójase y aguante como pudiere, hasta que Dios tome la providencia de quitarme del medio. En los pueblos más distantes y más breves donde me ha llevado mi negocio o mi extravagancia, me han recibido sus moradores con agradable curiosidad, con algazara festiva, y con las ofertas y dones en la mano, de modo que para haber vuelto rico de mis romerías, no me faltó más que aquella aceptación que saben componer otros con su vergüenza, con su genio o con su disimulo. El afecto que deben a la tropa mis ingenuidades, lo dirán los soldados, y sólo aseguro que vivo agradecido a la franqueza, despejo y libertad de sus graciosas expresiones.

Algunos enemigos (de los que conozco y trato de más cerca) dicen, y se consuelan allá entre sus compadres y tertulianos, que quizá por bufón me vienen a mis estas remuneraciones y piedades, que por públicas no las puede negar su malicia; yo no les puedo sacar de esta duda. Lo que les aseguro es que soy para bufón patente más frío que un carámbano; lo que confieso es que, a mis solas y desde mi bufete, y para la gente desautorizada y ociosa, echo en la calle algunas de las que ellos nombran bufonadas, que a la vuelta de alguna risa me han traído el pan y la estimación; pero en las conversaciones de las personas de todo carácter, será un maldiciente el que diga que ha visto asomar a mis labios expresión que no sea severamente humilde, aun cuando me han dado permiso y confianza para delirar. Ténganme lástima, que soy más digno de ella que de la crítica insolente, pues a esta casta de escrituras me ha obligado la necesidad y el bobo deleite del vulgo; y como nunca he tenido más sueldos ni más situados que mis continuas tareas, me ha sido oportuno poner a mis papeles las gaiterías del más pronto y breve despacho; y por no pedir, por no petardear y por no pretender, he querido antes pasar por los sonrojos de bufón envergonzante, que por las frecuencias de petardista desvergonzado, pretendiente importuno o pedigüeño entrometido. El curioso que quiera apurar el por qué los héroes primeros del mundo político hacen tanta caridad a un hombre tan indigno de ella, pueden echar sus memoriales preguntándolo; que yo sólo me atrevo a continuar los medios de conservarme en su clemencia, a poner todas las señales de ser agradecido, a responder con verdad a lo que me pregunten, y a detenerme en un silencio natural, mondo de misterios y ademanes; y en fin, para ponerme entre los hombres más señalados, me sobran muchos grados de esta piedad, y, dénmela por bufón o por el título que quieran decir mis contrarios, me bastan para mis elogios las irrisiones de sujetos de tanta altura; y también basta de mortificación a mis enemigos, que ya conozco que es fuerte la carda que les doy.

Ni mis aventuras ni mis penas ni mis cuidados ni mis melancolías ni el continuo dolor de cabeza, me han permitido la más leve vacación de mis trabajos y tareas, como lo demuestra el mediano bulto de mis obras, pues sin faltar a las obligaciones de mi cátedra y de mi estado, he escrito los borrones, las copias y traslados de los libros y papeles siguientes:

En primer lugar los pronósticos, desde el año de 1743 hasta el presente, que son ocho.

La vida del padre don Jerónimo Abarrategui y Figueroa, clérigo teatino de san Cayetano.

Un tratado de los terremotos y de sus diferencias.

Un arte de colmenas, con el modo de conservar y curar las abejas.

Unas exequias mentales a la muerte del rey nuestro señor don Felipe V.

Otra expresión fúnebre a la traslación de los cadáveres de los excelentísimos señores condes de Monterrey al convento de las madres agustinas de la ciudad de Salamanca.

Otro papel sobre el asunto de haberse visto sudar el cadáver de un guardia de corps, en el hospital general de Madrid.

Otro papel (que no he querido imprimir) sobre la figura del mundo.

Otro papel respondiendo a la sociedad médica, sobre cuál es la causa de producir picazón en la nariz las lombrices que anidan en los intestinos.

Dos cartas impresas al anónimo que escribió contra mí con el pretexto de criticar el papel de terremotos. Esto todo en prosa.

En verso están impresos los papeles siguientes:

Treinta y seis villancicos a la Natividad del Señor y Santos Reyes.

Un romance en estilo aldeano, relación de las fiestas que hicieron los números de Salamanca a la exaltación al trono del rey nuestro señor don Fernando el Sexto.

Otro papel en prosa al mismo asunto.

Otro romance en idioma portugués, a la reina nuestra señora doña María Bárbara.

Otro romance, que es un razonamiento en nombre del alcalde de Tejares al rey nuestro señor, que no está impreso, como ni otros sonetos y varias poesías.

Y tengo trabajados todos los eclipses de sol y luna hasta el año de mil y ochocientos, que se los daré de muy buena gana a los astrólogos en cierne que andan arrastrados para componer sus almanaques; y les hago una gran caridad, porque ya se les murió Eustaquio Manfredo, en cuya tienda feriaban sus lunas; y ahora, si no se valen de mi socorro, temo que se han de quedar capones de oficio.

Además de estos trabajos de cabeza, he bordado una alfombra que tiene diez varas de largo y cinco de ancho, y un friso de la misma longitud y una vara de ancho, que se hallarán en mi casa, un frontal y una casulla, que reservan para los días clásicos los padres capuchinos de Salamanca, diez chupas, una cortina, y otras diferentes piececillas. He hecho en este tiempo seis viajes a Madrid, uno a Coria, y repetidas salidas a los lugares y pueblos vecinos, y con todo eso, es más el tiempo que vivo ocioso que ocupado. En estos viajes, trabajos, entretenimientos y dolencias, se me ha huido el quinto trozo de mi vida; ahora voy apuntando las desdichas del sexto, y si Dios quiere que yo lo cumpla, lo echaré a la calle con los demás, para que unos rabien, otros rían y yo me divierta; y si me atrapa la muerte en el camino, entregaré los mamotretos al fraile que le toquen mis agonías y mis boqueadas, para que me haga la caridad de publicarlo antes que salga algún coplero tiñoso a plagarme los zangarrones de mentiras y la calavera de despropósitos y bobadas. Yo espero en Dios que ya de cansados o de arrepentidos me dejen vivir difunto los que no me han dejado respirar viviente, y que he de conseguir, con la vida eterna de mi muerte, hacer felices todas las muertes de mi vida. Amén.




ArribaAbajo[1752]

Hame caído en este quinto trozo de mi vida la aventura de mi jubilación; y aunque estaba determinado a desechar por enfadosa e impertinente la relación de este suceso, me ha parecido importante ponerla en el público, porque no quiero que, a las espaldas de mi muerte, le plante algún parchazo a mi memoria la mala intención o la ignorancia, y más, cuando puede coger alguna tinta de un informe que la Universidad de Salamanca retiene en sus archivos. Pongo el caso, ahora que vivimos los actores y los concurrentes, para que ni en éste ni en otro tiempo se vuelva contra la verdad y contra mi opinión la corrompida inteligencia, el furor de las edades u otro de los infinitos contrarios que deslucen y trabucan la fidelidad de las historias. El caso fue el que se sigue.

Yo confesé al Real Consejo de Castilla, en un memorial, todas las faltas que había cometido en veinte y cuatro años de catedrático, producidas de las barrumbadas de mi genio, de mis infortunios, de mis perezas y mis enfermedades. Para descuento de mis pecados escolásticos y para mover la real clemencia, até al remate de mi confesión una lista de otros trabajos, aplicaciones y tareas, más extrañas que las que regularmente imprimen y gritan en sus títulos mis compañeros escolares. Con esta mi fiel confesión, y la confianza de no haber sido jamás licenciado petardista ni pretendiente majadero, supliqué a su Alteza me absolviese de las idas y venidas, vueltas y revueltas a los patios y generales de la Universidad, concediéndome en la jubilación de mi cátedra la quietud y el reposo a que me instaban mis años y fatigas. Mandó su Alteza remitir todo el contenido de mi petición a la Universidad, y que, después de bien visto, informase cuanto sobre el asunto de jubilaciones contenían los estatutos, las costumbres y los ejemplares, y cuanto fuese digno de notar en la malicia o en la inocencia de mi ruego.

Juntáronse en el claustro que llaman pleno todos los doctores, y, sin faltar un voto, decretaron que se representase al rey, con todo esfuerzo, la irregularidad de mi súplica, manifestando a su justificada clemencia los perjuicios y descaecimientos que se siguen a la Universidad con el ejemplo de una jubilación violenta, y que la que yo pretendía era contra todas las leyes y costumbres. Confió el claustro la extensión de su decreto a cuatro doctores de los más fecundos, los que con admirables párrafos y estupendas palabras adornaron la representación, que hoy dura y reserva para crédito de sus circunspecciones mesuradas y reprehensión de mis imprudentes ociosidades y deseos. Apareció el trabajado papel en el Real Consejo, pero sus ponderaciones y discursos no pudieron mover hacia el sentimiento de la Universidad el dictamen de aquellos justificados señores, ni retraer su juicio de la reputación que habían dado a mis procedimientos y desgracias. La verdad es que aquellos señores me conocían de trato más clemente, y vivían mucho antes informados de mis oficios, ya por su examen, ya por las voces de la publicidad, que ésta es (sin duda) el fiscal y el informante menos apasionado y más verdadero que cuantos andan trompicando por el mundo, al atisbo de los dichos y los hechos de los que buscan, con sus diligencias, sus fortunas.

Yo no sé si los señores del Real Consejo me desnudaron enteramente del sayo que me echó encima la Universidad, o si sobre esta sotana me tendieron otro sobretodo más lucido que cubrió los manchones de la primera ropa, que estas particularidades no puedo yo saberlas, porque son arcanos de su justicia; lo cierto es que su piedad me puso tan aseado, tan merecedor y tan digno a los pies del rey, que su Majestad fue servido de darme la jubilación con todos los emolumentos, honras y exenciones que están concedidas por las mercedes reales y pontificias a los que han cumplido exactamente con el tiempo y las condiciones que decreta la Universidad en sus estatutos y sus leyes. Jubilé (bendito sea Dios), y, a la hora que escribo este cartapacio, llevo ya consumidos dos años de reposos y felicidades. La Universidad guarda su informe para testimonio de su entereza y mis distraimientos, y cuanto puede asombrar a mi crédito la pintura de sus expresiones, lo notará el que lo leyere. Yo guardo el real decreto para desvanecer las sombras del informe, y cuanto puede añadir de honores y vanidades a mi humildad la solidez de sus palabras, lo dirán cuantos las lean en el original que retengo y en la copia que tiene la Universidad, y cuantos viven y gozan de la justicia inalterable del rey y de la rectitud, ciencia y piedad de su Real Consejo.

Muchos ceños me ha tirado a los ojos, y muchas pelladas de desaires me ha echado en los hocicos la severidad regañona de estos patios, pero las dejo de referir por muchas y por impertinentes. Yo disculpo en la Universidad el poco amor con que me ha tratado: lo primero, porque yo soy en sus escuelas un hijo pegadizo, bronco y amamantado sin la leche de sus documentos. En sus aulas no se consienten ni se crían escolares tan altaneros ni tan ridículos como yo, ni en ellas se especulan ni practican los disparates y fantasías que yo agarré al vuelo por el mundo, cuando lo vagaba libre y alegre; y, a la verdad, nunca me hallé con gusto ni me sentí con humor de aprender los arrebatamientos, profundidades y tristezas con que hacen los negocios de su sabiduría. Lo segundo, porque mi temperamento y mi desenfado es enteramente enemigo a la crianza y al humor de sus escolares, porque ellos son unos hombres serios, tristes, estirados, doctos, llenos de juicio, penetraciones y ambigüedades; y yo soy un estudiantón botarga, despilfarrado, ignorante, galano, holgón, y tan patente de sentimientos que, siempre que abro la boca, deseo que todo el mundo me registre la tripa del cagalar.

Yo voy aguantando, con una conformidad floja y taimada, sus disgustos desdichados, y mi paciencia y mi consideración me dan puntuales los consuelos y los recobros. La venganza que busco de sus reprehensiones, es referirlas y preguntarles por la causa. Y el consuelo a que me agarro, es a hacer riguroso examen de mi corazón en la presencia de sus desaires y asperezas. Este conato ha producido muchas alegrías a mi alma, y especialmente dos, que la rellenan de gusto y de ventura. La primera es averiguar que a ninguno de ellos he dado el menor motivo para sus desafecciones. Mírenme todo, y hable o escriba el licenciado que hubiere padecido por mí el más leve estorbo o perjuicio en sus altanerías. Hable el hombre de cualquiera estado que sea (y pónganse en este montón mis mayores émulos, contrarios y enemigos) a quien yo haya hecho el más pequeño daño con mis obras, palabras o deseos. Hable (ahora que vivimos todos) el sujeto a quien yo haya negado mi casa, mi dinero, mis pasos, mis cartas y los oficios que se le han antojado oportunos para sus pretensiones o adelantamientos. La segunda alegría es el gozo admirable que tengo de ver que saben ellos que soy, en esta Universidad y en todas las de España, el doctor más rico, el más famoso, el más libre, el más extravagante, el más requebrado de las primeras jerarquías y vulgaridades de este siglo, el más contento con su fortuna, el menos importuno, el menos misterioso, el menos grave, el menos áspero y el menos desvelado por las capellanías, las cátedras y los empleos, cuyas solicitudes ansiosas los tienen tan locos como a mí los pensamientos de mis disparates; y salga el que quisiere a poner tachas a mis mases y a mis menos, que a bien que han de abogar a mi favor cuantos nos conocen, nos tratan y nos sufren.

Finalmente, con una paciencia mojarrilla que tiene doble caudal de chanzas socarronas que de conformidades apacibles, con un temperamento alegre, sabroso, rebellón a las glotonerías, los enfados propios y las inquietudes extrañas, y con una templada ligereza que me pone el corpanchón a pie, a caballo y en carreta, sin el menor desabrimiento de sus lomos, voy atrancando (gracias a Dios) hacia el sexto trozo de mi vida; y aunque todavía pueden atraparme en el camino muchas aventuras de todas calañas, no quiero esperar a padecerlas para escribirlas. Aquí me quedo, mudando enteramente los propósitos con que me sentía de continuar su relación, y si la piedad de Dios permitiere que sea más larga mi detención en la tierra, y que los acasos prósperos o desventurados, o la torpeza de mi vejez, o la terquedad u ojeriza, me hagan hocicar en otros desconciertos de tan villano linaje como los que me pillaron en la juventud, creo que no faltarán cronistas que los aúpen a jácaras, ni berreones que los griten por los cantillos; y por mí, desde ahora tienen todos el perdón y la licencia para gruñir y entrometer en los fracasos, las mentiras y ridiculeces que se les vengan a la boca y a la pluma. Yo arrojo la mía, quiebro mi zampoña, y me escondo a reír a mis anchos de muchos y de muchas cosas; y los primeros gritos de la burla los echaré encima de mí, pues, a la verdad, estoy persuadido que no hay, en todos los entremeses, sayos de bobo y cagalasollas del mundo, despertador más poderoso de mis carcajadas que yo mismo, y más cuando me acuerde de lo cacareado y famoso que ha sido mi nombre desde los veinte años hasta hoy, y que antes de muerto, y muchas centurias después de difunto, he de ser citado por hombre insigne, y como quien no dice nada, por autor de libros, habiendo sido en todos los pedazos de mi vida un ignorante, holgazán, sin sujeción y sin escuela. Reireme sin término siempre que vea a mis descuadernados disparates subidos a ser tomos en las mejores librerías de España, hombreando de volúmenes, haciendo de doctores, y jurándolas, desde los estantes y desde sus títulos, de ciencia, erudición y documentos; y aunque no hay en todas sus hojas un arrapo de utilidad, mientras estén cerrados se las han de apostar a presunción y fantasía a los autores más cogotudos y severos.

Ahora, por cierto, no me deja la risa tener la pluma en la mano, porque se me viene a la consideración el estupendo chasco que he dado al mundo con mis patochadas y sandeces, e imagino que ninguno de los monederos falsos, embaidores y charlatanes (entrando en esta recua los hipócritas, que son los embusteros más astutos para encajar sus maulas, sus chanflones y sus picardías, por virtudes de buena moneda) le ha puesto parchazo tan asqueroso y tan horrible. Ojo alerta, criticones, presumidos y discretazos, que con estas y semejantes burlas os están hiriendo los ojos y el juicio cada día, sin que tantos ejemplares os hayan alborotado el escarmiento; y para que otro vagamundo farandulero no os pegue otra garrapata tan gorda como la que yo os he plantado con las algazaras y las ilusiones de mis tonterías, aconsejo a todos, como vejancón aporreado de fingimientos, espantajos y embustes, que examinen con recato y quietud la opinión de los hombres famosos y aplaudidos, especialmente la de las dos castas de doctos y de santos, que las más veces se hallará, debajo de una reputación desmesurada de sabiduría y experiencia, un idiota terco, un hablador vacío, un misterioso extravagante, un impertinente caprichudo, o un maulón ponderado con las letras tan garrafales como las mías, y, revuelto con el capote del Deo gracias y el Dios sobre todo, un bergante, comilón, ocioso, repleto de avaricia y de lujuria. Las poblaciones altas y bajas verbenean en tontos y embusteros, y los más relamidos de ciencia y devoción son unos fantasmones, que estudian en deslumbrarnos para que no sea columbrada su ambición, su gula y su pereza. No hay desengaño más feliz que hurgarles su estudio, su melancolía, su gravedad, su retiro y su encogimiento, y a pocos tirones saldrá claro y patente el negocio, el vicio, la vanagloria, la soberbia y otros enredos que estaban tapados con el nebuloso cortinón de unas revelaciones, arrebatamientos y parolas sombrías y aparentes.

Concluyo, volviendo a imprimir en mis enemigos la pesadumbre de que aún soy viviente, y que llevo mi ancianidad por las calles, los campos y los concursos, sin pesadez, sin asco, sin hedentina y sin especial irrisión de los mirones: mis sólidos retienen la fortaleza y la figura, sin encontrones ni carcomas, y mis líquidos corren por sus determinados canales con pausa discreta, sin desguazarse a hacer balsas ni hinchazones malquistas de las entrañas e hipocondrios. Estoy regularmente risueño, y me ayudan a llevar la salud y la alegría dos mil ducados de renta, que cobro en cinco posesiones felizmente seguras, que las quiero repetir porque resuenen las continuaciones de mi agradecimiento y veneración. La primera está situada en la sacristía de Macotera, cuya dádiva debí a la piedad de la excelentísima señora duquesa de Alba, mi señora; la segunda, en un beneficio simple en la Puente del Congosto, cuya presentación me concedió el excelentísimo señor duque de Huéscar, su hijo y mi señor; la tercera, en otra sacristía, que me coló en Estepona el eminentísimo señor cardenal de Molina; y las dos que faltan, en dos administraciones de los estados que tienen en esta tierra el excelentísimo señor conde de Miranda y duque de Peñaranda, y señor marqués de Coquilla, conde de Gramedo; y de añadidura, mi cátedra y otros cortezones y migajas que me acarrean mis calendarios y mis prosas. Vivo en un casarón autorizado del conde de Peñalva: portal sucio con sus regüeldos de caballeriza, patio con toldo, antecámara, gabinete, canapé, coche, mono, negro, papagayo, y otros arreos y apatuscos de caballero principiante, divertido y mentecato. Hame concedido la bizarra pobreza y la extremada piedad de los Reverendos Padres Definidores Capuchinos de las dos Castillas una celda en el convento de Salamanca, donde me meto a temporadas a divertirme y a guardarme de los ociosos, de los porfiados, los zalameros, los petardistas, y otros moscones que andan con un zumbido descomunal plagando de aturdimientos, enojos y majaderías las ciudades y sus ocupados habitadores. Tengo también, por la piedad de dichos reverendos padres, abierto y aparejado, en una de las capillas de su iglesia, el hoyo que ha de recoger mis zangarrones, y, en poder de Dios, mil y trescientas misas que se han rezado en los conventos de los religiosos descalzos, que van subscriptos en las listas del primer tomo y este último, para que sus misericordia me debilite los espantosos horrores que me producen de instante en instante los recuerdos de la muerte, y me conceda el perdón de las horribles e innumerables ofensas que he cometido contra su divina Majestad. En este estado quedo, y basta de pesadumbres y de verdades.

Tengan fin venturoso mis papeles, repitiendo gracias a las comunidades y personas que han honrado mi humildad y han concurrido a este bien apreciable del público, pues entre todos hemos abierto en España una puerta por donde los aplicados a los libros y los autores de ellos entren, sin tanta pérdida de sus intereses y del tiempo, a recoger la ciencia, la doctrina, el gusto y el premio de sus tareas y trabajos. Sea Dios bendito, y sea alabado el rey piadoso que tantas gracias y piedades concede a su reino y a sus vasallos. Pongo, finalmente, la última conclusión a este trozo y a todos mis asuntos con la segunda lista de los subscriptos, que, por su piedad o por su diversión, han recogido estas obras, las que espero tengan tan venturoso fin como el buen principio que las dieron los que honraron con sus nombres y liberalidades las primeras hojas del primer tomo. Uniré esta segunda lista con la primera cuando vuelva a imprimir estos libros malos o buenos, que espero en Dios sea breve, como la muerte cercana no me ataje los propósitos.

portada (trozo VI)