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ArribaAbajoCapítulo XV

De otras misericordias que Dios hizo a este pecador, y avisos que le dio hasta ponerlo en más alto grado en la iglesia


Prosiguió este pecador algunos años (que serían como diez) en esta vida interior de oración, dolor y penitencia, y sentimientos de amor y de dolor. Mas en medio de ellos fueron grandes las culpas, miserias y pecados en que incurrió. Porque aunque los socorros que Dios le hacía eran grandísimos, y su deseo de aborrecer al pecado y obrar lo bueno al paso que los socorros; después de esto fueron sus culpas muy grandes, señaladamente en atraer al afina propiedades y pasiones; era la misma flaqueza, y cuando menos pensaba, comenzando por lo bueno, se hallaba en lo más perdido y malo. Y llorando, penando, padeciendo y aborreciendo lo que pecaba, permitía Dios que tropezase   —L→   y cayese grave y gravísimamente, y purgase alguna secreta soberbia y vanidad que tenía entrañada allá en el alma; y que conociese con eso su miseria y tocase con las manos, que cuanto tenía que a Dios agradase, lo había recibido dado y muy dado de Dios, y que de suyo no era más que una sentina y manantial de vicios y maldades, y que sólo de Dios tenía cuanto tenía que no fuese lo malo y lo peor.

Y este conocimiento que ha cobrado después de muchas caídas (¡oh, Dios mío, dure y persevere en él y en él crezca sin caer!), le ha costado muchas lágrimas, penitencias, azotes, aflicciones y congojas, sintiendo vivamente que la humildad se fabricase en él a costa de ofensas de su mismo Creador, a quien sentía y tenía en su alma, sino como debía a la pureza de servirle, al vivo sentimiento de amarle y adorarle, porque éste, en medio de tantas culpas y miserias, nunca se le quitó; ni con ellas dejó de amar y llorar ejercitándose en una profunda guerra, ya vencido, ya venciendo; ya vencido de su flaqueza, ya venciendo en él la gracia. Y se acuerda que en una ocasión lloraron que la humildad y conocimiento propio lo cobrase a tanta costa de culpas, tomó la pluma, y, con vivo sentimiento de su alma, hizo estos ocho versos, que (aunque él nunca tuvo para esto habilidad) explican bien su congoja:

  —LI→  


   ¡Oh cuán claras experiencias
las de mi conocimiento!
Pues que las cobro en mi daño,
si las logro en mi remedio.

Que os cueste siempre, Señor,
¡el humillarme ofenderos!
!Oh, qué gran bien es el fin!
¡Oh, qué gran mal es el medio!



En este tiempo, pues, debe a Dios las siguientes mercedes, a las cuales mira con temor y con amor; con amor a quien tanto bien le hizo; con temor de que serán cargos en el juicio las mismas que aquí son misericordias.

Lo primero: debe adorar y adora eternamente a Dios, porque en tantos peligros, daños, culpas y caídas, siempre aborreció la culpa, el pecado y lo malo; y aquella mismo malo que hacía, lo aborrecía, lloraba y moría, porque no podía su flaqueza desasirse de aquello mismo que obraba.

Lo segundo: que nunca pudieron tanto sus pasiones, que lo despojasen de la penitencia ni del rigor de perseguirle; antes cuanto más flaqueza conocía en sí, tanto con más fortaleza se perseguía, castigaba y domaba, y a las culpas añadía ejercicios de dolor, de penitencia y rigor.

Lo tercero: debe a Dios, que nunca se le mitigó (a lo menos no le faltó), el sentimiento cotidiano   —LII→   del amor divino; antes crecía con el dolor y siempre sentía más haber ofendido a Dios, o desviándose en algo de su santa voluntad, que el condenarse, pesándole mucho más dar disgusto a quien amaba, que destruirse y perderse, como se destruía y perdía.

Lo cuarto: por este tiempo (harto a los principios de su vocación), ya sacerdote, le mandaron ir acompañando a una gran reina muy santa, con puesto mayor del que él merecía: hizo una grande jornada por Europa y en todas artes le ayudó Dios y libró de grandes males, y conservó los dictámenes de agradarle, de servirle y no ofenderle.

Lo quinto: en las partes por donde andaba siempre procuraba hospedarse en conventos y retiros donde dentro de su ocupación (que era toda de Palacio) se daba a Dios todo el tiempo que podía, huyendo de vanas recreaciones.

Lo sexto: dormía (cuando podía sin nota) en una tarima. Y ya desde este tiempo comenzó el demonio abiertamente a perseguirle y ofenderle, y haciéndose dueño de sus sentidos exteriores (aunque no de sus potencias) lo afligía, oprimía y maltrataba. Particularmente, en una de las ciudades grandes que anduvo, le sucedieron muchas veces cosas notables en esto.

  —LIII→  

Lo séptimo: durmiendo en una ermita que había dentro de un convento de Carmelitas Descalzos, abrazado de una cruz (como acostumbra), en siendo las tres de la mañana u otra hora semejante, sentía en la misma cruz dos o tres golpes, con que lo despertaban, para que se levantase a orar y él lo hacía. Y aunque porfía hacerlo el demonio para desvelarle y engañarle, pero siempre creyó que era su ángel y no el enemigo común; porque ordinariamente tenía buenos efectos, pues se levantaba, se disciplinaba, lloraba y oraba, pidiendo a Dios misericordia, y el demonio es más amigo de que el hombre ande dormido que no despierto.

Lo octavo: habiéndolo Dios dejalo, o dado, o permitido, para lastre de tantas misericordias, una gran tribulación que le ha afligido treinta años (y siempre ha pedido que se la quite, aunque con resignación), se la suspendía Dios casi todos los días solemnes. Y esto le causaba harto consuelo y descanso.

Lo noveno: habiéndose ofrecido una ocasión de gran peligro de su alma, en que se iba haciendo sobradamente a lo malo, lo tuvo Dios de su mano misericordiosa para que no incurriese en lo peor y no le volviese del todo las espaldas. Y le dio lágrimas y dolor para llorar el peligro y el daño, sin perder un punto el ansia de no enojarle   —LIV→   ni de no consentir en cualquiera cosa en que pudiese ofenderle.

Lo décimo: estando un día delante del Santísimo Sacramento (porque estaba descubierto) orando con gran fervor, mirándolo atentamente vio con los ojos del alma o los del cuerpo, o de la imaginación (no se atreve a asegurar de qué manera lo vio, sino que fue con gran claridad), en el aire un ángel que miraba a la Hostia consagrada y la señalaba con la mano derecha, según lo que le parece; y en la izquierda, que estaba hacia este pecador, tenía un poco de estiércol. Y le dieron a entender con esto que el estiércol era el mando, y que no había otra cosa que desear sino a Dios.

Lo undécimo: desde este día se fue mitigando la ambición, de manera que positivamente no le parece que había cosa que desease, ni buscase, ni apeteciese, sino a Dios, con la parte racional; aunque la naturaleza tal vez ha hecho sus corcovos; más con tan gran señorío de la parte superior comúnmente en treinta años, que de la misma manera deja que toma las cosas. Y menos que por motivos de servir y agradar a Dios, todos los puestos los dejaría fácilmente, y no le parece que haría ni dejaría de hacer cosa menos que por Dios y no por temporalidades de ambición por cuanto hay en el mundo. Y este bien y   —LV→   gracia ha crecido en él, cuanto ha crecido el darle su bondad más pureza de conciencia (si es que alguna vez la ha tenido) y constancia en la oración.

Lo duodécimo: le hizo Dios merced de que en una iglesia de Alemania, del Palatinado Inferior, en una ciudad llamada Preten, habiendo ido a ella a decir Misa, viese en un rincón arrimada una imagen de Cristo Nuestro Señor Crucificado, cortados los brazos y piernas por los herejes, que no lo habían podido aderezar en aquella pobre parroquia. Y cuando la miró le pareció que estaba rodeada de resplandor aquella Sagrada imagen, y que muy claramente le pedía que la sacase de allí; y lo rescató y trajo consigo siempre, y ha sido de gran consuelo y ha hecho algunos milagros, y le ha compuesto decentemente y nunca le ha faltado de su Oratorio; y la reconoce infinitos beneficios.

Lo decimotercero; en otra ciudad de Flandes le dieron una imagen del Niño Jesús, de madera, pequeña; la cual ha traído consigo ordinariamente, aun en las comunes jornadas y le ha hecho muchas mercedes por ella su original. Y en una ocasión, estando rezando con un capellán suyo el Oficio Mayor y en él las Horas menores, a las cinco o seis de la mañana, en el Invierno, teniendo allí aquella imagen y un velón   —LVI→   para alumbrarse, se acabó el aceite totalmente. Y habiéndolo reconocido, viendo que se acababa la luz, encomendose a aquella imagen, y pidiéndole remedio (por no inquietar a los que dormían para traerlo) comenzó a rebosar en el velón el aceite; de suerte, que no sólo lo llenó, sino que con virtud acuita crecía y subía hacia arriba y se derramaba por fuera, y se llenó una ampolleta de vidrio de aquel aceite. Y otras cosas poco menos maravillosas que esta ha hecho Dios por esta Sagrada imagen.



  —LVII→  

ArribaAbajoCapítulo XVI

Prosigue este pecador en la penitencia, pero con hartos asimientos e imperfecciones y caídas, y dale Dios una gravísima enfermedad, y le reprende San Pedro Apóstol


No puede negarse que si se hubiera de definir propiamente la flaqueza y debilidad, se había de decir que es la flaqueza el humano corazón. Y si hubiera de definirse la ingratitud, se había de definir: la ingratitud es el hombre. Y si se hubiera de definir la malicia: es el natural humano. Y si estas tres definiciones se hubieran de manifestar prácticamente en un sujeto, se podía con toda seguridad afirmar que la flaqueza, la ingratitud y la malicia práctica, ha sido y es este desdichado y perdido pecador. Porque siendo así que le hacía Dios tan grandes misericordias y lo sufría con tan grande tolerancia y le daba deseos de penitencia y algunos ejercicios, que parece   —LVIII→   que lo eran, y sentimientos de amor; después de esto todo lo venció su flaqueza, su ingratitud y malicia. Porque teniendo buenos deseos caía infinitas veces; y en llegando la ocasión, en lo grave y en lo leve volvía a Dios las espaldas arrastrado de sus pasiones, miserias e imperfecciones. Y lloraba y pecaba, y pecaba y lloraba, y todo era levantar y caer, y llorar y pecar, y caer y levantar, y vencer y ser vencido; y por una parte penaba, llorando porque pecó, y por otra deshacía, pecando, lo que lloró; y de esta suerte vivía penando, llorando y padeciendo. Pero siempre le ayudaba Dios y tenía presente. Y en aquel tiempo puede hacerle, entre infinitos, los cargos siguientes:

Lo primero: nunca le dejó esta bondad infinita, que faltase la penitencia ni el dolor de sus culpas, ni que dejase el ejercicio de seguirle y de servirle, sino que si caía, lloraba y se levantaba.

Lo segundo: siempre, entre tantas pasiones y caídas, lo conservó en oración, y cuanto más caía más oraba, lloraba, se castigaba y clamaba. Y esta fue muy grande misericordia.

Lo tercero: en medio de culpas gravísimas, caídas y pasiones muy terribles (que son cargos de inmenso peso y medida que le ha de hacer y puede y debe hacer la justicia divina a este pecador), siempre lo volvía a sí su piedad y bondad;   —LIX→   lo buscaba como a ovejuela perdida y lo reducía y traía a dolor y a penitencia, y no le dejaba que se perdiese en el todo, sino como a un toro ensogado, aunque él tiraba para hacer mal (y lo hacía algunas veces), tiraba el Señor de la maroma fuerte de la gracia hacia su gracia y misericordia. Y si le soltaba este fierísimo toro, lo volvía a atar con los cordeles de su gracia graciosísima. Y lo tenía, contenía y traía a sí mismo, a fuerza de misericordia y gracia.

Lo cuarto: para domar esta fiera, fue Dios servido, por su infinita bondad, que le diese una enfermedad gravísima y mortal, porque se juzgó que vivió milagrosamente. Y aunque se dispuso con lágrimas y dolor, y era en tiempo en que hacía muy ásperas penitencias, según su fragilidad, no tenía ocasión para ofender a su Dios y a su Señor, y se confesó generalmente; con todo eso temía que no andaba derecho en espíritu y verdad, porque sus pasiones y miserias estaban verdes; por lo menos en llegando la ocasión de poder mostrar su perdido natural. Y así la bondad Divina le dio más tiempo de penitencia, y no lo quiso entonces juzgar y condenar a este miserable pecador.

Lo quinto: en esta enfermedad se privó de los sentidos exteriores, y le dio Dios grandes luces de sus miserias y culpas. Y en algunos tiempos   —LX→   que estuvo sin ellos, le enseñó muchas verdades de su vida desventurada, y le pareció que había en su aposento muchos espíritus malditos y trataban de acusarle y molestarle, y finalmente, las especies de su imaginación estaban derramadas entre mil confesiones y temores.

Lo sexto: en esta ocasión vio a San Pedro (no sabe si fue con los ojos corporales, los del alma o los de la imaginación) en forma de un viejo muy venerable, y con severidad (aunque harto dulce y piadosa para lo que él merecía) le dio una recia reprensión, que en substancia era llamarle perdido, vano, ingrato y flaco; en lo que más cargó la mano fue en la soberbia, diciendo que estaba lleno de vanidad. Y casi todo cuanto vio en aquel tiempo que estuvo sin sentido, se enderezaba a reprender la vanidad, soberbia, flaqueza y sensualidad, dando a entender que ésta dependía de aquella. Pero después de haberle dado San Pedro, Vicario del Redentor, esta reprensión, lo animó y dijo que le había de llevar a ser Prelado de una Iglesia que le nombró, y que allí quería que le sirviese, y así desapareció.

Lo séptimo: durando esta enfermedad, y falta de sentidos exteriores (que fue de algunos días, teniéndole ya por muerto, o por lo menos por muy próximo a la muerte), le pareció que venía   —LXI→   una religiosa descalza, carmelita, que barría el aposento con una escoba, y con eso echó de allí a todos los enemigos, y la confusión y obscuridad que en él había y que comenzaba en este pecador a haber claridad. Y poco después vio que una mano (que él creía que era de su Ángel de Guarda) cogía las especies de su turbada imaginación, y después de haber dado con ellas diversas vueltas (como quien deshacía lo revuelto y mal concertado para componerlo bien), últimamente las ponía en su lugar, y el órgano descompuesto de los sentidos, lo componía y volvía a buen orden; con que después de algunos días, que estuvo privado de ellos, volvió en sí; y tan brevemente convaleció de una enfermedad tan mortal, que le pareció que fue sobrenatural, dada para aviso y castigo de sus culpas, y la salud y convalecencia para enmendar y reformar sus pasiones.

Lo octavo: ni convalecido (¡oh, Señor, lo que sufrís!) salió enmendado, sino que entre buenos deseos y ansia de enmendarse, volvía otra vez a caer y más caer, a pecar y más pecar, a llorar y más llorar, y a penar y más penar. Y así llorando y pecando y buscando excusas a sus pecados contra el discurso y razón natural y espiritual (que en esto ha sido sutilísimo este bruto), haciendo siempre argumentos contra la sinceridad y en   —LXII→   favor del apetito, vivió algún tiempo, hasta que Dios, compadecido de tal flaqueza y debilidad, puso en el corazón de su Rey, que le diese una iglesia grande, de provincias muy remotas, a donde fue a servir a Dios. Y asimismo muy grandes comisiones del servicio de aquel Príncipe y Rey que se la dio y bien de aquellas provincias.

Lo noveno: diole Dios al recibir esta nueva, puesto y dignidad, gran templanza en el ánimo, y tan grande indiferencia, que cualquiera cosa que fuese en bien de su alma abrazaría igualmente. Y así se puso en las manos de dos varones espirituales, maestros suyos, que mirando todas las conveniencias del servicio de Nuestro Señor y de su alma, le dijesen lo que más le convenía, y éstos le dijeron que aceptase y así lo hizo.

Lo décimo: no era esta Iglesia en el título de la Catedral, la misma que le había dicho San Pedro; pero ni él se quiso gobernar, sino por lo que le decían los siervos de Dios, con quien lo consultó. Pero después de haber ido a aquella Iglesia, halló que a un lugar de ella, de los más conocidos de la diócesis, se llamaba del mismo nombre que la Iglesia que le dijo el Santo que había de gobernar. Con que se verificó la visión a la letra, en esto y en las demás circunstancias que entonces le insinuó.

  —LXIII→  

Lo undécimo: desde que se acercó al ministerio (aunque algunos meses antes había mostrado su natural flaco, miserable y perdido; si bien vuelto por la gracia y misericordia de su Señor, Creador, Dios, Redentor y Soberano, a su mano benditísima) comenzó a disponer buenos dictámenes para obrar y hacer apuntamientos de servir con perfección el oficio pastoral. Y esto lo hacía porque lo sentía, deseaba y se lo daban. Y de esta suerte se disponía con oración, penitencia y observaciones de espíritu al gobierno para hacer esta dilatadísima jornada.

Lo duodécimo: poco antes de partir le consagró de Obispo un Cardenal muy santo y ejemplar en la iglesia de un convento de San Bernardo, y el día de San Juan Evangelista, con grandes sentimientos de su alma de amor, de dolor, de lágrimas, y deseo de acertar y humillarse al recibir estas unciones sagradas. Y desde aquel día sintió en sí grande amor espiritual a sus súbditos y sumo deseo del bien de sus almas y de su consuelo, y recibió la Consagración con vivos sentimientos de aquello que recibía. Y en consagrándole, se fue a ofrecer a la Virgen, en un Santuario muy devoto de la Corte. Y a esta Señora siempre tuvo por su medianera, y por su mano obraba y ofrecía cuanto hacía.

Lo decimotercero: este santo Cardenal la dijo   —LIV→   lo mucho que esperaban de este pecador en el ministerio, y entre otras razones que pugnase por las reglas eclesiásticas, y no por cosas pequeñas, consejo que siempre tuvo presente.

Otro santo Cardenal y Prelado, al pasar por su diócesis le hospedó en su casa y le puso en las manos la vida manuscrita de un gran Prelado de Granada y Sevilla, que tuvo muchas y grandes controversias, y se gobernó en ellas con gran valor y prudencia.

También poco antes que sucediesen las principales controversias eclesiásticas en favor de su iglesia, un varón muy espiritual le envió desde España a aquellas remotas provincias, donde este pecador estaba, un cartel o pasquín de horribles oprobios contra San Carlos Borromeo, cuando reformó a Milán; siendo contingente que todo esto lo dispuso la Providencia Divina, para prevenirle el ánimo de que había de padecer por las almas de su cargo y por defender a su Iglesia y dignidad.



  —LXV→  

ArribaAbajo Capítulo XVII

Hace una gran jornada y ausencia de su tierra, patria y provincia, este pecador, a servir una iglesia en partes remotas. Cargos y misericordias que Dios le hizo, y de qué debe dar cuenta


Todo cuanto Dios ha obrado con este miserable pecador desde nacer hasta ahora (o dure, Dios mío, conmigo vuestra piedad) ha sido, no muchas misericordias, sino una continuada misericordia, lástima y conmiseración de sus miserias. Porque cuanto ha habido menester para salvarse le ha dado, no sólo con los efectos y medios de la común providencia, que a todos desea ver salvos, sino con tan particular que pierde el juicio de admiración y dolor esta ingrata criatura, siempre que lo considera.

Porque viendo esta infinita bondad que este hijo pródigo se le perdía a cada paso en su tierra   —LXVI→   (porque como tierra, y terreno y miserable, ni entre tantos deseos de amar lo celestial dejaba de amar y de asirse a lo terreno) y que a cada paso se lo iba de la mano, dispuso, como al niño que le apartan de los pechos de su madre, como a Abraham y a Lot, que los sacó de Sodoma, y de Ur de los caldeos, sacarlo a él a servir a remotas provincias a su Dios y Creador, y a su rey, armado de potestad espiritual y temporal, y en materias importantísimas de la una y otra jurisdicción.

El primer cargo que puede hacerle Dios a este pecador, y que él conoce, reconoce y llora, es el de haber aceptado tantos oficios con tan corta o ninguna capacidad, suficiencia y experiencia. Porque aunque había algunos diez o doce años que era ministro y sacerdote, pero muy mal sacerdote y ministro, y que ejecutaba con bonísimos deseos erradísimas y desbaratadas obras.

El segundo cargo (y este es de beneficencia) fue haberle dado siempre buenos dictámenes de gobierno eclesiástico y secular, y amigo de obrar en uno y otro lo bueno, y con ansia de hacer con piedad justicia y poner las cosas en su lugar. Y su deseo fue siempre de que su Dios y su rey fueran servidos y se excusasen escándalos, se aliviasen los pueblos, se mejorasen las almas y se pusiesen las cosas en toda buena razón, y en   —LXVII→   aquel corriente y orden que más cumpliese a la causa pública y servicio del Señor.

El tercero: en este dictamen le dio gran perseverancia y valor para ejecutarlo (cosa que él no tenía de suyo, por ser naturalmente vil y pusilánime, cobarde o apasionado, y finalmente lleno de innumerables miserias), y con todo eso, en dando en el gobierno eclesiástico y secular, lo llenó de otro espíritu y fortaleza y constancia, con piedad y deseo de consolarlos a todos, y de aplicar los remedios con prudencia y fortaleza, aguardando la ocasión, y en llegando a obrar con resolución y constancia, y si alguna cosa ha sido dada (sobre serlo todas, sin dejar alguna) de aquellas, que fueron buenas, fue esta, por la incapacidad de este pecador, si bien poco respecto de lo que piden sus culpas.

El cuarto cargo fue, el haberle llevado Dios con brevedad y facilidad a su iglesia, en mil y quinientas leguas de navegación. Y habiendo muchas enfermedades en su navío, porque fue la navegación de dos meses, asistiéndoles él por su persona, curándolos, regalándolos, echando (casi cada día) cuerpos muertos a la mar; de suerte, que sólo de su familia murieron siete personas, y demás de cincuentas personas de ella, no fueron seis que no estuvieron enfermos en el navío en aquellos dos meses, y en desembarcando perecieron   —LXVIII→   más de ciento de los enfermos, dándoles él de comer por su mano, cuanto cabía en el tiempo, y asistiendo cuanto pudo a los unos y a los otros, estuvo siempre con muy entera salud.

El quinto: habiendo un moro en el navío que se llamaba Hamete, que él deseaba sumamente convertirlo y le persuadía muchas veces en esto, quedándose firmemente el infiel en su error, fue Dios servido, que en llegando al puerto, estando este pecador en su iglesia, a sesenta leguas, le dieron unas calenturas a este infiel, y abrasándole una de ellas, vio entrar en su aposento (conforme él lo refirió muchas veces) una señora vestida de blanco, y le dijo que se bautizase y estaría bueno, y él dijo que así lo haría: cesaron las calenturas, y diciéndole que se bautizase en el puerto, respondió que había de ser de mano de este Prelado; y fue a donde estaba, y después de catequizado se bautizó. Y por el milagro de la Virgen, y llamarse este pecador Juan y haberse bautizado en día de San Miguel, en público, con gran solemnidad y concurso de la ciudad se llamó Juan Miguel de Santa María. A este cristiano compró luego el Obispo y dio libertad, y sirviéndole ya libre y harto virtuoso, le dieron casualmente una puñalada, y murió asistido del Obispo, con admirable fervor, abrazado de una   —LXIX→   imagen de Nuestra Señora, clamando que le ayudase, y así entregó su alma a Dios.

El sexto (cargo de beneficencia): que habiendo hallado la iglesia material de su iglesia, muy a los principios de su obra, porque no había llegado a la mitad, le puso Dios en el corazón que le acabase a la Virgen aquel templo. Y estando suspendida su prosecución hacía más de veinte años, comenzó en ella con notable confianza, ayudado con una buena cantidad, y a su ejemplo los demás, y con el calor que daba a otros devotos, en nueve años se acabó, gastándose en ella trescientos setenta mil reales de a ocho; y habiendo sábado (que era el día que se pagaba a los oficiales) que se gastaban dos mil reales de a ocho y trabajaban también, tal vez, doscientas personas entre oficiales y peones y este aliento, dinero y disposición parecía tan imposible al hallarlo a los principios, que hoy no sabe cómo ni de qué manera se disponía con tanta facilidad.

Lo séptimo: diolo Dios tan grande amor en hacer este servicio a la Virgen de la Concepción (que era la advocación de la Iglesia) y con tan grande ternura y devoción, así racional, como sensible, que decía muchas veces a esta piadosísima señora, y a muchos de los que le ayudaban a esta obra, que con gran gusto elegía acabarla y morir un día después de haberla acabado, por   —LXX→   asegurar a Dios este servicio y a la Virgen este gusto.

Lo octavo: no solo le dio disposiciones y perseverancia para esto, sino que antes de partirse de aquella tierra le concedió el consuelo de que la consagrase y se trasladase a ella el Santísimo Sacramento y todo lo demás que había en la antigua y los venerables huesos de sus prelados. Y el día de la consagración, habiendo estado antes con grandes disposiciones, le dio un vigor tan grande en el cuerpo y en el alma, que hizo la consagración, comenzando desde las cinco de la mañana; y predicó y dijo misa de pontifical y oyó otra después, acabando a las tres de la tarde. Y al rodear la iglesia (que es suntuosísima) las veces que manda el pontifical por dentro y por fuera para la consagración, quedaba tan suelto, tan fuerte, tan ligero, tan sin cansarse que jurara que sobre tanta debilidad como la suya no era aquello natural; y de este género de agilidad y alivio del cuerpo, al obrar corporalmente en el ministerio pastoral, le ha sucedido con gran frecuencia, como después se verá.

Lo noveno: también puede hacerle Dios cargo a este obispo pecador de que le dio tan grande desasimiento en el alma el hacer esto sólo por la honra de Dios y servicio de su Madre, quo con ser soberbio y naturalmente vanísimo sobre   —LXXI→   manera (si Dios no le tuviera de su santa mano) no quiso que se pusiesen armas suyas en parte alguna del templo (como se suelen poner en las de los prelados) dando (como es justo) el primer lugar a las de los reyes, y sólo escogió por memoria de su reconocimiento, siete pies de tierra a lo último de la iglesia para poderse enterrar cuando Dios se lo llevare.

Lo décimo: a este cargo se puede añadir otro aún más misericordioso, que fue: que habiendo obrado con aquel cuidado de que nada fuese para sí en aquel santo templo, sino todo para Dios, y no habiendo querido poner sus armas, le acusaron (por una equivocación de los acusadores en no conocer las armas Reales) de que había puesto este Prelado las suyas dentro de los escudos y cuarteles de las Reales; hasta que mirándolo bien, se halló patente el engaño. Y llama cargo misericordioso a éste, porque siempre que una alma hace algún servicio a Dios, y este mismo le ocasiona algún trabajo, o por él se levanta alguna persecución o calumnia, es grandísima merced, porque es señal que de lleno en lleno se lo premiará Dios, cuanto no tuvo premio del mundo, antes oprobio, aflicción, cruz y congoja. Y así era costumbre de este pecador decir (habiéndole sucedido padecer otras calumnias como esta) que Dios, por mayor bien nuestro, cuando nos   —LXXII→   favorece, premia un servicio con un trabajo, y un mérito con una gran bofetada en esta vida, para hacer más preciosa nuestra corona en la eterna.

Lo undécimo: el gran cargo que puede hacerle Dios, es haberle dado gracia para que hiciese con sus limosnas y otros socorros de diversos bienhechores, otros dos templos a San Miguel y a San Juan Bautista; y con su orden y calor (aunque no a su costa) se erigiesen otros, hasta el número de treinta y seis, en su tiempo, de que es deudor a aquella eterna bondad.

Lo duodécimo: le puede Dios hacer cargo, y lo conoce y reconoce, de que le quitó todo amor a la codicia y al dinero, porque lo estimó como al estiércol de la calle. Y siempre (por la bondad Divina) lo empleó en el sustento de su casa, familia y de los pobres, y de otras públicas y particulares necesidades; sin que en más de trescientos mil reales de a ocho que libró de las rentas de su iglesia, hubiese jamás tenido (y lo que es más, visto) veinte reales de a ocho juntos. Ni gastó en cosa que no fuese pía o religiosa o del servicio de Nuestro Señor, o que él juzgase por obligatoria o necesaria, por necesidad de caridad y de conciencia, cien reales de a ocho. Ni envió a España dos mil reales de a ocho con tener muchos parientes y algunos necesitados.   —LXXIII→   Y estos los envió para obras pías y pagar deudas de su obligación. Ni tuvo plata en su casa, ni se sirvió con ella, ni alhajas preciosas, ni más que las necesarias, siempre amando la pobreza voluntaria, con tierno afecto de su alma.

Lo decimotercero: confiesa un cargo que llora con gran dolor, y es, que por su natural inclinación de dar, repartir y aborrecer el guardar el dinero, no cuidó de pagar algunas deudas en España (aunque pagó las más principales) por algunos motivos, que él tuvo por racionales, que después le han afligido muchísimo. Y que cuidó poco de la buena administración de las rentas eclesiásticas. Esto es, de tomar cuentas y excusarse de algunos excesos, que pudo haber en los gastos ordinarios de la casa, y no se fue a la mano al empeñarse y gastar más de aquello que podía (aunque fuese con buen fin). A cuya causa vino a deber cerca de doscientos mil reales de a ocho, de cuyas cantidades (aunque no de todas) pagaba intereses; si bien tenía caído de la Iglesia, para poderlo pagar, más de ochenta mil.

Lo decimocuarto: confiesa otro cargo y lo adora y lo reconoce, que Dios, piadoso, misericordioso y perdonador, le ha dado tiempo y disposición para pagar todo cuanto debía en aquellas provincias, sin que deba cosa alguna, que él sepa. Y aunque ha ocasionado el empeñarse después   —LXXIV→   (como lo está ahora) a que ha ayudado su condición y perdición en el dar pródigamente; pero espera en la misma bondad divina, que le dará tiempo para desempeñarse, que es lo que más en esta vida desea; y pagadas las deudas, queda lo obrado bueno, perpetuo, y lo debido pagado, y es consuelo lo que antes fue desconsuelo.

Lo decimoquinto: conoce y reconoce por cargo haberle dado Dios gracia que formase otro colegio de Vírgenes utilísimo, con las disposiciones que le ofreció la visita, en que Dios fue muy servido. Y otros colegios y seminarios, fundándose con cátedras de teología, moral, escolástica, gramática y de lenguas, de muy grande utilidad, ayudando a esto de sus rentas cuanto pudo, y que dejase allí y donase una grande librería que tenía para el bien de aquella tierra; sin mirar en ello (en cuanto alcanza y se acuerda) sino a la mayor honra y servicio de Dios, aunque siendo obras de este miserable pecador, mal sacerdote y perdido obispo, no duda que mezclaría en ello muchas pasiones, miserias e imperfecciones.

A todos estos y otros de este género que podía referir, los llama cargos gravísimos que le puedo hacer la divina justicia; pues los beneficios son cargos, cuando no se sirven como es justo, y   —LXXV→   más si quien los recibió y obró, no los obrara menos que asistido de gracia eficacísima, porque no tenía habilidad para obrar cosa buena por sí mismo, y cuando debiendo obrar esta perdida criatura, después correspondiendo a tan singulares mercedes, gracias y misericordias, correspondió en todo con muy grande ingratitud, si bien en estos diez años que ahora refiere, no tan perdidamente (en cuanto alcanza) como en los antecedentes y siguientes, aunque en todos tiene harto por qué llorar.



  —LXXVI→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII

Comienza este pecador obispo a reformar, y lo que obró en esto. Y con la reformación se le despiertan persecuciones notables


Los oficios que este pecador servía eran de reformación, y de procurarla en ellos con las órdenes de Dios y de su rey. Eran de arrancarlo malo y plantar lo santo y bueno, que es para lo que Dios enviaba al profeta Jeremías, cuando le dijo: Constitui te hodie super gentes, est super regna, ut evellas, est destruas, est disperdas, est disipes, est difices, est plantes.

A la obligación de su oficio se añadían la necesidad de remedio en muchas cosas de lo espiritual y temporal. A esta necesidad, el amor de grande que este pecador tenía a los oprimidos, que ordinariamente eran los más pobres e inocentes de aquellos Reinos. A esto, el servicio y gloria de Dios y el excusarle pecados y ofensas a que   —LXXVII→   este Obispo y pecador fue siempre muy inclinado (así lo fuera en no cansarlas en su persona y servirle y agradarle, como él estaba obligado).

A esta inclinación ayudaba el que todo cuanto tenía delante que remediar no le parecía imposible (si bien lo tenía por dificultoso). Pero solía decir que lo imposible de remedio, dejarlo y llorarlo; mas lo posible, vencerlo y remediarlo, Con esto, obedeciendo a Dios, a su Rey, a los Consejos y Leyes y a las Instrucciones que traía, fue reformando muchas cosas con toda la orden necesaria, para que unas a otras no se embarazasen, sino que sucediesen unos remedios a otros para su mayor facilidad y suavidad.

Lo primero: en lo eclesiástico, puso el clero (que es muy dócil en aquellos Reinos) en reformación y lucimiento. Y cierta materia grande, que había más de cien años que estaba solicitando remedio, y los Reyes, Ministros y Consejos, enviaban órdenes repetidas para que se ejecutase, la dispuso de suerte, que en menos de tres meses la venció, la concluyó, la remedió. Puso al clero en su Ministerio de almas, de que estaba desposeído, y venciendo cuanto impedía este gran remedio, conseguido con grande utilidad de lo público, consuelo del pueblo y clero; aunque los reformados sintieron este necesario golpe;   —LXXVIII→   pero después lo llevaron con espíritu, prudencia y con paciencia.

Lo segundo: remediado esto en lo espiritual (con que evitó grandes pecados), puso los ojos en remediar lo que toca a materias de justicia, y en esto obró cuanto pudo, de lo cual se le siguieron otros émulos, que después se juntaron con los otros.

Lo tercero: otras materias espirituales, en que era Dios ofendido, las reformó, mejoró y dispuso medios, para que de allí en adelante se excusasen los graves inconvenientes que resultaban de hallarse tan relajada materia de tanto peso.

Lo cuarto: contuvo diversos perjuicios, que resultaban al clero y sus primeras Iglesias. Y reconociendo su perdición, reformó los excesos y los redujo a términos que pudiese valer su razón al agraviado y se hallase reparo en daños intolerables.

Lo quinto: ajustó la observancia a los decretos de administración de almas, evitando y corrigiendo grandes ofensas de Dios, y medios muy torcidos y dañosos para su bueno y santo gobierno.

Lo sexto: en graves puntos de lo espiritual hubo de defender al Santo Concilio de Trento, su dignidad y derecho con grandísima fatiga,   —LXXIX→   juzgando que el padecer y perder por ella la vida, lo merecía la causa y el servicio de Nuestro Señor. Y su Divina Majestad se le premió con que le venciese y viviese más tiempo del que fue necesario para litigar, defender, conseguir, ejecutar una causa que duró siete años disputada y constantemente controvertida y defendida por las partes en los mayores tribunales de Europa, comenzándose en la América.

Lo séptimo: procuró remediar los daños de la codicia, que generalmente fatigaban a los inocentes y pobres. Y en este punto (que es en el que más padeció, y que él tenía por más justo y necesario, en que tuvo órdenes más estrechas, y que era en su opinión el más fácil si le asistiera la mano superior del gobierno que le envió a esto) fue vencido. Y en lugar de desterrar él de aquellas provincias a la codicia (causa capital de infinitas maldad es), ella (¡oh juicios secretos de Dios!) le desterró y venció a él, a su celo y jurisdicción, ya que no en el ánimo, en el poder, y triunfó de él, quedándose en pie sus daños, y escarmentados para otra vez los deseos y malogrando todos sus buenos deseos.

El cargo y los cargos que en esto se hace, y debe y puede hacerse, y los adora y reconoce, en cuanto los hace Dios, es que siendo este pecador naturalmente incapaz, ignorante y pusilánime,   —LXXX→   le hubiese dado resolución y valor para estas cosas, y todas (menos el punto de la codicia) se hubiesen vencido, allanado y conseguido, aunque con grandes fatigas, penas y persecuciones a la vista humana (como luego se verá), pero todos quedaron asentados.

Estos cargos, aunque de piedad y misericordia, los conoce y reconoce. Porque todo cuanto obró fue con grande alegría, gozo y asistencia del poder de Dios, dándole notable constancia y perseverancia, y haciendo Dios para allanarle los medios imposibles de lo humano, muchas cosas, sólo posibles al poder Divino, en las cuales palpablemente reconocía que allí andaba el dedo omnipotente de Dios. Y decía (viendo su dificultad, al comenzar y proseguir, y viendo después el suceso dichosísimo al vencer y conseguir materias tan grandes de su servicio) que en aquellos nueve años había navegado y remado agua arriba de la voluntad de los hombres, y agua abajo de la voluntad de Dios.



  —LXXXI→  

ArribaAbajoCapítulo XIX

De otras misericordias que Dios hizo a este pecador en el pastoral ministerio, y de lo que le pasaba cuando ayudaba a las almas escribiendo y predicando


Entre las muchas, grandes e innumerables misericordias que hizo Dios a este pecador, fue el darle dictámenes de verdad y sinceridad en los puestos que ocupaba. Y aunque no obraba en todo, como veía, por su grande fragilidad; pero el deseo que Dios le comunicaba era siempre de buscar su agrado y servicio y lo útil a lo público.

Lo primero: le aficionó a acudir a Dios con todo, y a orar y clamar en su presencia, y se quedaba algunas veces en la iglesia de su catedral toda la noche, orando, velando, clamando   —LXXXII→   y disciplinándose, pidiendo a Dios luz, gracia, esfuerzo y misericordia.

Lo segundo: le puso en que predicase a sus súbditos, siendo él incapaz para predicar, así por no ser su facultad la de teólogo, como por su corto talento y suma ignorancia en todo, y el Señor le hacía que predicase con sinceridad, verdad y afecto pío, aquello que les cumpliese a las almas de su cargo. Y así, habiéndolo consultado primero, con parecer de su confesor, comenzó su predicación de pláticas y sermones frecuentes a toda suerte de gente, en lo cual consiguió para ellos y para sí, no pequeña utilidad.

Lo tercero: le aficionó (como siempre lo había estado) a los pobres, sirviéndolos por sí mismo en su casa los jueves, y en los hospitales los viernes. Y en eso le daba Dios sumo consuelo y gozo.

Lo cuarto: comenzó a dar doctrina con la pluma, y escribir e imprimir para el bien de las almas. Y, aunque ya antes de ser Obispo, había comenzado sobrado temprano, pues sin tener él virtud, solicitaba que la tuviesen los otros (y era, que el corto y congojoso vaso de su corazón, no podía contener afecto pío ni amoroso, sin vaciarlo y derramarlo). Pero después de Prelado, le pareció que era de su obligación el   —LXXXIII→   exhortar por escrito, y enseñar y persuadir a lo bueno.


Motivos que tenía en su corazón muy fijos

El primer motivo es, que el Prelado ha de ayudar a las almas de su cargo con la voz, con la pluma y el ejemplo. Y cuanto hace menos que esto, falta y no llena el ministerio. Y San Pablo dice que se ha de llenar: Ministerium tuum imple. Y aunque este hombre es malísimo, pero debe aspirar y procurar lo mejor siendo Prelado.

El segundo: porque decía que la vida del hombre era breve, y para servir y alabar a Dios quería hacerla más dilatada, con dejar quien en sus escritos le alabase y procurase que otros le sirviesen y alabasen.

Lo tercero: porque la voz del Prelado sólo se oye donde está. Pero la pluma y la imprenta es oída en toda la diócesis, y suple este género de presencia los daños grandísimos de la ausencia.

El cuarto: el predicar y persuadir en el púlpito dura poco, porque no puede la humanidad del hombre durar mucho trabajando, ni los oyentes oyendo, ni los prelados predicando. Pero lo escrito dura mucho y enseña en todas partes, y siempre y cuando quiere el Señor obra con grande   —LXXXIV→   eficacia, y a su tiempo llama, alumbra y aprovecha ausente el predicador, lo que no puede la voz.

El quinto: hacerse con la pluma el mismo que escribe y exhorta a lo bueno, el proceso contra sí si no procediere bien. Porque escribir que sean buenos, es ofrecerse a ser bueno, y exhortar a otros a la virtud, es obligarse a ser virtuoso. Y es tanta nuestra flaqueza, que necesita de estos medios y remedios para poderse tener y contener en lo bueno, y no arrojarse a lo malo.

Lo sexto: en que Dios le hizo merced es que el escribir fuese sin grande dificultad ni tener que ocupar el tiempo en revolver libros, autoridades ni autores. Porque siempre escribía con una imagen delante (que era la que ha dicho del Niño Jesús o de Nuestra Señora con su Hijo preciosísimo en los brazos). Y raras veces tenía necesidad de meditar lo que escribía, sucediéndole en dos horas escribir cinco y seis pliegos con tanta velocidad, que él mismo se admiraba de lo que hacía y no sabía de dónde se le ofrecía mucho de lo que a la pluma dictaba.

Lo séptimo: que con el tiempo fue el Señor purificándole más y más la intención al escribir, sin mirar más que su gloria, y a que ésta se aumentase. Y si para ello fuese necesario quemar cuanto escribía, y a él con ello, desde luego se   —LXXXV→   entregaría y lo entregaría a las llamas, porque Dios fuese más servido y glorificado.

Lo octavo: haberle dado Dios deseo y ansia de no apartar las obras de las palabras, ni el obrar del escribir, sino que todo anduviese por una calle. Y si él pudiera obrar en todo y por todo con los dictámenes que escribía, en todo se conformara sin omitir cosa alguna; y según su fragilidad, lo obraba en cuanto podía, aunque no como debía.

El noveno cargo de beneficencia fue el ansia grande que le dio Dios a este pecador de aprovechar a las almas de su cargo y darle gracia para que fuese a visitar su obispado, predicar y confesar en sus parroquias, sin dejar el escribir al tiempo, que no los podía aprovechar; en estas visitas, particularmente en una de ellas, le sucedieron casos muy raros y admirables misericordias de Dios.

Lo primero: le libró Su Divina Majestad de grandísimos peligros al pasar ríos, bajar por despeñaderos y andar a buscar lugares que no había visto en setenta años Prelado alguno y propio nunca.

Lo segundo: habiendo llegado al primer lugar y saliendo los feligreses (muy contra su dictamen) bailando, como se acostumbra en aquella tierra, a recibir al Prelado, habiéndose puesto   —LXXXVI→   poco después que llegó a ver los bailes, por no desconsolarlos, sucedió allí un caso bien notable, en que le dio Dios muy claramente a entender que aunque fuese con aquel fin honesto de no desconsolarlos, no los había de mirar, pues al visitar no se había de ver bailar, sino llorar.

Lo tercero: habiéndole dado una enfermedad de dolor penosísimo y que le impedía la visita, siéndole preciso (por ella) volverse a su casa y dejarla, encomendándose a Dios se aventuró, y al instante que se puso a caballo cesó el dolor y se suspendió la enfermedad. Y en llegando a la posada le volvía a atormentar. Y en comenzando a obrar en el ministerio de predicar, confesar, caminar o confirmar, cesaba, y en volviendo a casa continuaba. Y así duró cuatro meses, que visitó más de cuatrocientas leguas de malísimos caminos, varios templos, siempre con este trabajo y consuelo, ya penando, ya descansando, dejándole el dolor sólo cuanto había menester para trabajar en el bien de las almas. Y volvió a su casa sano, bueno y sin aquella enfermedad, que se le quitó poco antes que llegase, dando a Dios gracias con grande gozo de haber (en cuanto, pudo su fragilidad) confesado, confirmado, administrado y aprovechado a las almas.

En estas visitas estableció que se rezase el rosario de la Virgen Nuestra Señora, siendo él   —LXXVII→   el primero a rezarlo con sus feligreses, y procurando que esto mismo hiciesen en sus casas los vecinos que no podían ir a las iglesias. Y creía que esa era una medicina eficacísima contra maldiciones, blasfemias, juramentos, y así se lo advertía. Y como los que no son letrados, ni eruditos, ni sacerdotes, ni leídos, no tienen medios fáciles para orar, hallaba que era el rosario de la Virgen el Breviario de todos aquellos que no saben leer ni tienen muy gran capacidad, y, finalmente, que es devoción que causa infinitos bienes.





  —LXXXVIII→  

ArribaAbajoCapítulo XX

Levántanse grandes borrascas contra este pecador y arrójanle en la mar de sus trabajos. Cargos de misericordia y de piedad que Dios en ellos le puede hacer


Las materias y remedios grandes que miran a reformación de estados, ni la Omnipotencia Divina los quiso hacer fácilmente (aunque lo puede todo). ¿Qué hará la flaqueza humana? El Redentor de las almas, siendo Dios, estableció su Iglesia con trabajos y fatigas, muerte y cruz. Porque a un remedio tan grande como la humana redención y reformación del mundo, no quiso obrarlo sino con penas y venciendo dificultades.

Todos los remedios que aplicó este indigno obispo, fueron en personas y estados poderosos, a quien convenía contener y reformar en los puntos que tocaban a sus cargos, con que no pudo hacerse sin dolor de los comprendidos y   —LXXXIX→   del mismo que trabajaba en curarlos. A este propósito decía este pecador que era imposible que lo que se reformaba dejase de ser cortado de alguna parte, o del gusto, del provecho, del deleite, o de la propia voluntad. ¿Y quién no siente que le corten o le quiten del gusto, del deleite, del poder; o de otras cosas a que está asido el corazón de los hombres?

Deducía de aquí: curar llagas sin suspiros y quejas del herido, y dejar de lastimar al manejarlas, no es dado a nuestra naturaleza. Y lo que más puedo hacer el cirujano, es obrar con tiento y acompañar con la lástima al dotar: pero no es obrar con tiento dejar morir al enfermo.

De aquí se sigue, que no es posible que grandes y públicos remedios y necesarios, se apliquen debajo de secreto natural: porque es preciso que al paso del sentimiento, sean las quejas, los sentimientos, la defensa y expugnación y que se forme una guerra política entre el remedio y el daño; éste para defenderse y aquél para vencerlo, atarlo y desarraigarlo. Y así los superiores que desean ver grandes negocios vencidos y remediados, han de tener dispuesto el ánimo a pensar y creer que se han de pasar por esto, y deben dar asistencias eficaces al ministro que remedia, porque el no darlas es animar a los daños.

  —XC→  

Los cargos que le entregaron a este pecador eran como de hacer jardín a un monte lleno de fieras, para lo cual era menester allanar, arrancar, desarraigar malas hierbas; quemar, deshacer y vencer dificultades. Y así forzoso era que con el fuego de la justicia, huyendo salgan las fieras aullando, y que haga ruido el desarraigar y el ver caer los árboles que asombraban con su sombra a la inocencia. Y que los poderosos que pierden lo que le usurpaban a la rectitud, a la verdad y bondad, se defiendan, clamen y pongan en mala fe los remedios para que duren los daños.

Todo el tiempo que, fue asistido en sus comisiones de los Superiores y que no se dio crédito a las quejas de los mal contentos, pudo hacer y hizo, en cuanto obró, muchos servicios a Dios y a su Rey. Pero cuando fueron cobrando crédito las quejas de los reformados de las órdenes Reales; cobraron también aliento los quejosos. Con que no bastando la justicia a obrar, hubo de valerse de la paciencia, tolerancia y constancia, para vencer a fuerza de padecerlo que no le permitían al obrar. Y Dios (que de los daños humanos sabe hacer remedios divinos, y de la persecución enmienda, y buril de la aflicción, para labrar a las almas y quitar lo brusco y tosco a lo natural y labrarlo como quiere)   —XCI→   dispuso remediar esta alma aplicándola remedios fuertes, porque no se rendía a los suaves y dulces. Y así le decía un varón muy Santo y de virtudes heroicas (anunciando a este pecador lo que había de padecer): Dios quiere que seáis Santo, señor, pero no de pincel, sino de escoplo y martillo, de bulto, no de pintura.

Lo primero: fue permitiendo que se le volvieran contrarios los amigos, y los confidentes poco menos que enemigos. Y los que tenían secreta la emulación obraban abiertamente contra él por una secreta providencia o permisión que los llevó a este dictamen. Unos y otros, por su misma conservación se le opusieron; con que al obrar, al remediar, se iban resistiendo a todo. Y sólo tuvo de su parte a algunos varones doctos y píos, y al pueblo inocente que deseaba los remedios y veía que prevalecían en su daño los excesos.

De esta unión de voluntades de personas poderosas y armadas de jurisdicción Real, y otros de religión, autoridad y poder, y otras, que, a unos y a otros se allegaban de menos obligación, resultó haber llegado a estado, que si no fuera porque Dios lo quiso atribular, mas no matar, en todo anduvo aventurado este Prelado y Ministro, en honra, en hacienda, en vida y en cuanto en este mundo es estimable. Y así habiendo   —XCII→   sido todos estos expedientes que Dios enviaba a su alma para que se mejorase, y sólo en Dios confiase y lo buscase, y librándolo de todo, estando tantas veces para morir afrentado en las manos de los hombres, bien pueden llamarse cargos que Dios hace y puede hacer a esta alma, siendo tan grandes misericordias. Y más habiendo correspondido después este pecador tan ingrato y tan infame al servirlos y reconocerlos; antes por el contrario ofendido grave y gravísimamente a este eterno bienhechor.

El primer cargo que le puede hacer Dios a este hombre, es, que habiendo hallado y tenido a todo el mundo por enemigo, sólo halló a Dios por su defensor. Y mereciendo por sus culpas que lo dejase, quiso por su bondad ampararlo.

Lo segundo: que le labrase con trabajos de buena medida y muy ajustados a sus culpas, si bien los juzga menores que ellas. Y si él supiera aprovecharse de ellos, de otra suerte estuviera su alma de lo que ahora se halla y antes de ahora se ha hallado.

Lo tercero: haberle prevenido el ánimo de lo que, había de padecer con haber dicho cierto religioso grave que una alma había visto en visión a un Obispo vestido con su capa colorada consistorial y la falda extendida, y una cruz muy larga sobre sus hombros y tanto como la falda,   —XCIII→   dándole a entender que había de padecer muy largas persecuciones, y que este Obispo era este pecador. Y cierto que ha catorce años que duran, pero con tan gran gusto suyo, que si no es aquellas penas, que se mezclan con sus culpas, las demás, más las goza que padece.

Lo cuarto: en otra ocasión, antes de comenzar sus persecuciones, le sucedió que, caminando en su coche a visitar una imagen muy devota, se llegó a él con grande aceleración un loco, y lo puso en las manos una imagen de papel de San Bernardo, abrazado de los instrumentos de la Pasión dolorosa del Señor, y se la dejó en las manos, y sin hablarle palabra echó a correr.

Lo quinto: permitió que para labrarlo todos los tribunales le hiciesen proceso de lo que no había hecho, ni obrado, y cosas que él no había imaginado; si bien juzgarían ellos que lo debían, hacer, y que lo habían obrado, porque eran mejores que él. Y lo permitía Dios, para que pagase lo que en otras materias y miserias de su vida, había excedido, imaginado e incurrido.

Lo sexto: permitió que tuviese quien lo buscase para matarlo, y sin que él lo entendiese, lo libró Dios del peligro, habiéndole arrepentido el agresor que lo intentó.

Lo séptimo: permitió el Señor que (aunque nula e inválidamente) públicamente lo descomulgasen   —XCIV→   y publicasen en la misma diócesis dos religiosos con nombre de conservadores, ya descomulgados antes por su Provisor. Y aunque el derecho (como después declaró el Pontífice romano Inocencio X) y la razón estaba de parto de la dignidad y persona de este pecador; puro como la asistencia de las potestades temporales y el poder de las cabezas estaba de parte de los que le descomulgaban, padecía con la nulidad cuanto debían sus contrarios padecer con el derecho; porque los superiores defendían a las nulas censuras y despreciaban las justas. Aunque sería con bonísima intención.

Lo octavo: en medio de estas persecuciones, lo dio Dios gran fortaleza de ánimo y paciencia y amor a los que le perseguían, aunque obraba cuanto convenía a la defensa necesaria de su iglesia. Y cuando pusieron las nulas excomuniones por las esquinas de la ciudad, paso él en la puerta de su oratorio, de letra grande, el lugar de San Pablo: Cupio ego ese anathema pro Christo Iesu, fratribus meis: Con interior consuelo de que hasta allí llegase su persecución.

Lo noveno: viendo que por defenderle los pueblos se exponían sus ovejas a grandes desdichas, estuvo (por lo que toca a su ánima) resuelto a exponerse arrodillado a que le matasen a la puerta de su iglesia, porque con su muerte cesasen   —XCV→   estas contiendas. Pero reconociendo que esto mismo podía ocasionar otras mayores desdichas y repetidas muertes y que quedaba desamparada su iglesia, se resolvió a tomar otro expediente de no menor pena para él, y más saludable para su iglesia y ovejas.

Lo décimo: habiéndose declarado los pueblos en su defensa, y los poderosos a su ofensa, por excusar muertes y desdichas, le dio Dios luz para tomar expediente de retirarse, hasta que viniese el remedio de mano más superior, que las que había eran donde le perseguían. Y así (avisando de ello a los superiores seculares y eclesiásticos, y dejando en su iglesia las órdenes necesarias; cargando sobre sí todas las penas que trae consigo una sangrienta persecución, porque se excusasen culpas y no padeciesen los mismos que le ofendían, a mano de tos pueblos indignados) se retiró y escondió por cuatro meses, con grande descomodidad y peligro.

Lo undécimo: permitió este divino señor, que se viese despojado de su iglesia, y perseguido, buscado, ultrajado y afrentado, y que anduviese buscando cavernas y cuevas donde esconderse, todo con grandísima alegría y gozo, y dando gracias a Dios y conociendo que era justo y misericordioso; justo en que fuese por sus culpas, y misericordioso en que fuese con tanta piedad, y   —XCVI→   guardándole siempre su amor en el corazón y con él a todos aquellos que lo estaban persiguiendo.

Lo duodécimo: permitió que llegase a andar (por huir de las desdichas que amenazaban a las almas de su cargo) veinte leguas en un día, y que para comer entre su secretario y confesor y otro hombre noble, en el día de San Pedro apóstol (por cuya jurisdicción padecían) no tuviesen más que un pedazo de pan y un huevo.

Lo decimotercero: que habiendo pasado de noche, cuando se retiró, por un golpe grande de agua, sin saber el vado de él, cayó la mula, o porque no cayese se hubo de apear (que no se acuerda bien si fue uno u otro), y caminó más de quinientos pasos, de noche, llegándole el agua muy cerca de la cintura. Y cuando salió y llegó a la casa donde iban a esconderse, se halló que no se había mojado y sólo había un poco de humedad en lo alto de la media hacia la rodilla, cuando todos los demás venían llenos de agua.

Lo decimocuarto: que trayendo los papeles originales y protestas que había hecho en defensa de su jurisdicción y dignidad episcopal (que esa padecía), en unas bizazas con otras cosas, y habiendo estas caído en el mismo río y estando debajo del agua mucho tiempo, cuando se sacaron y juzgaron que estarían deshechos y molidos los papeles, hallaron mojado todo lo que había   —XCVII→   en ellas sino sólo los papeles, que se conservaron como si estuvieran en tierra, estando descubiertos como otras muchas cosas que se mojaron.

Lo decimoquinto: que hubo de estar escondido, este mal obispo, más de cuatro meses en una parte muy húmeda, cerrada y cubierta la ventana por donde entraba a esconderse con un cuadro de San Pablo, y allí oraba, decía misa y pasaba con gusto y alegría su trabajo, así fuera con virtud, espíritu, pureza y limpieza de conciencia, entonces y todo el tiempo en que Dios le hacía tan señaladas mercedes.

Lo decimosexto: que le dio Dios valor y gracia para pasar y padecer estas cosas sin descomponerle el alma con el odio de sus enemigos, antes con tan grande amor a ellos que entonces hizo un tratado de la utilidad de las tribulaciones y amor a los enemigos (que después con otros dio a la estampa para el bien de las almas), y habiéndole hecho innumerables sátiras, no permitió jamás que persona alguna respondiese y satisfaciese; ni tuvo inquietud alguna sino deseo del bien de sus enemigos.

Lo decimoséptimo: que en este tiempo triunfaron cuantos quisieron de su honor y aunque los pueblos clamaban y muchas personas pías, pero contenidos de mayor mano, veían descomulgado a su Prelado con públicas excomuniones, por   —XCVIII→   jueces incompetentes y afrentado con máscaras, libelos infamatorios y otras ignominias, sin limitación alguna, en oprobio de su persona; buscados, maltratados y perseguidos todos aquellos que no hacían o decían aquello mismo o a su obispo defendían.

Lo decimoctavo: que habiendo llegado la relación de lo sucedido a los ojos de su rey y de su Consejo, con quien antes estaba muy acreditado (siendo la relación de sus émulos hecha como más les parecía conveniente a su intento), perdió este pecador todo el buen concepto y crédito que de él tenía su rey y los ministros, y lo cobró de soberbio, de vicioso, de ambicioso, de desatinado, y que era el peor ministro y obispo que había tenido el mando; y por lo menos (sino todos le creían por su gran virtud) comúnmente en aquella Corte y en toda Europa, por donde discurrieron las relaciones de sus émulos, y así corrió mucho tiempo, y en muchas partes hasta ahora así debe correr.

Lo decimonoveno: que de haber estado en parte tan húmeda tanto tiempo, después que volvió a su casa le dieron grandes enfermedades, sobre las que padecía, de que llegó a estar con mucho peligro su vida, y Dios le libró de todo.

Lo vigésimo: que en todos estos trabajos le tuvo el corazón firme en Dios para no faltar a la   —XCIX→   defensa de la dignidad, consolándole en sus persecuciones con la lectura de las que padecieron los santos, señaladamente San Atanasio y San Juan Crisóstomo. Y en las que padeció este último doctor de la iglesia hallaba grande consuelo por la semejanza de la persecución (si de este pecador no anduviera tan ausente la virtud), porque a aquel santo le promovió todas las persecuciones un prelado patriarca de Alejandría; a este pecador, también otro gran prelado, a quier él mismo había consagrado. Al santo doctor, una mujer que se llamó Eudoxia, valiéndose de la sinceridad del emperador, su marido; a este pecador, una señora que se valió de la bondad de su marido (aunque no duda que tendrían uno y otro buenísima la intención). A los que al santo seguían los tenían por sectarios y los llamaban Juanetas. Y a los que seguían a este pecador los llamaban sus émulos, del nombre mismo de este pecador, por ignominia. Al santo lo seguían los pueblos y los virtuosos, y lo perseguían los poderosos; a este pecador lo perseguían los poderosos y lo seguían los pueblos y los virtuosos. Al santo lo descomulgaron sus émulos nulamente; también este pecador nulamente fue descomulgado de sus émulos. Últimamente, a aquel santo que murió desterrado lo defendió y declaró su inocencia Inocencio I, Pontífice máximo; y también   —C→   las controversias de este pecador las declaró en favor suyo otro Inocencio X, Pontífice máximo. Solo lloraba este desdichado pecador, que allí padecía un santo; aquí un perdido; allí lloraba la persecución con las virtudes; aquí la infamaba este mal prelado con las culpas; allí era santo el perseguido, y aquí él digno de toda pena y persecución.

Lo vigésimo primero: permitió el Señor que le hiciesen gravísimos y ofensivos pasquines, sátiras en verso y prosa y todo género de desprecio, sin reservar cosa alguna que mirase a su mayor ignominia.

Lo vigésimo segundo: es cargo gravísimo contra él que siendo estas mercedes que Dios le hacía tan grandes y que debía servirles con pureza y vivir humillado, penitente y contrito, en medio de que procuraba mortificarse y no dejaba la penitencia de la mano, disciplinas y cilicios, y la oración y el clamar a Dios y amor a sus enemigo, eran las culpas tan grandes y sus pasiones tan verdes y sus miserias y caídas a cada paso y momento intolerable (y tales, que si lo que padecía por defender justa causa, lo padeciera por ellas, era ligerísimo castigo), y Dios a todo aguardar y perdonar a este pobre y perdido pecador.

Lo vigésimo tercero: habiendo venido el remedio de la mano superior (que estaba a dos   —CI→   mil leguas) con la mudanza del gobierno, volvió a su Silla Episcopal, aclamado, amado, estimado y amorosamente recibido, con tan grandes demostraciones de amor de sus mismos enemigos, que otra cosa que fiestas y regocijos no se veían en todo aquel Reino y aun de muchos de sus enemigos, trocando Dios los corazones en tan contrarios afectos, que en un instante fueron aplausos, las que antes eran afrentas.

Lo vigésimo cuarto: que habiéndose acudido a los Tribunales Superiores y al Sumo Pontífice, para la declaración de estos puntos principales, sobre qué fueron estas eclesiásticas controversias, se vencieron y declararon en favor de su dignidad y de esta perdido pecador. Y el Breve que vino de Roma, dos mil leguas de distancia, se lo entregaron el mismo día, y al mismo tiempo, en que por orden de este Prelado se estaba poniendo en la cúpula de su Catedral la imagen de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles; de suerte, que en una misma hora se estaba fijando la estatua del Vicario del Señor en la parte superior de su iglesia, y en la misma le pusieron en sus manos el Breve Apostólico, en que se conservaba su sant a jurisdicción, exaltado este glorioso Vicario de Jesucristo con los trabajos de este pobre pecador, a un mismo tiempo en lo material y formal, con grande consuelo suyo.

  —CII→  

Lo vigésimo quinto: que hizo Dios visibles demostraciones de lo que se enojaba con los que así ofendían la Episcopal dignidad; porque algunos murieron de repente, otros con grandes desgracias. Y en el navío donde llevaban los procesos que le formaron de lo que él no había obrado, cayó un rayo antes de partir y después le dio una tempestad, que estando para ahogarse, clamaron todos los que en él iban, que se echasen a la mar los papeles y procesos que iban contra aquel Prelado, afirmando que eran los que causaban la tempestad, por ser contra su inocencia. Y los mismos que los llevaban, siendo hechuras de sus émulos, los echaron a la mar y cesó la tempestad. Y casi todos los que más se señalaron contra su dignidad, tuvieron muy trabajoso fin y muertes repentinas, y otras cosas bien notables de este género.

Lo vigésimo sexto: que haciendo Dios todo esto, defendiendo la dignidad santa de este pecador miserable, fiera y no hombre, no se enmendaba, ni lloraba sus pecados, ni ponía en Dios como debía su alma y su corazón y a cada paso caía. Y si se levantaba era para volver a caer. Y de esta suerte estaba siempre probando y tentando a la Divina bondad, y caído, porfiaba Dios a levantarlo y ayudarlo, pero él a enojarla y ofenderle.



  —CIII→  

ArribaAbajo Capítulo XXI

Sácale Dios de otros trabajos a este pecador, y nuevos cargos y misericordias al volverle a su patria


Fueron tan grandes los peligros de que Dios le libró a este ingrato y perdido pecador, que no se podrán saber hasta que se vean en aquel espejo eterno, en donde todo se ve, cuando y a quien él quiera manifestarlos.

Pero los visibles fueron sacarle amado, no sólo de quien antes había sido siempre amado y seguido, que eran los afligidos, pobres y perseguidos pueblos, sino muchos de los mismos que le habían perseguido.

Lo segundo: haberle dado fuerzas, salud, vida y gracia para acabar causas tan grandes y dejarlas establecidas, aunque a costa de estos trabajos y penas.

Lo tercero: haberle dado salud al volver a   —CIV→   su patria o reinos, donde nació, siendo una jornada larguísima y donde muchos perecieron.

Lo cuarto: haberle librado Dios de la peste que corría casi en todas partes y puestos por donde andaba y tocaba.

Lo quinto: haberle avisado mi, día Santo Domingo, su gran devoto, con un recio golpe de mar en una grande tempestad, que dejase algunos pensamientos vanos que le ocupaban la imaginación y desde ella pretendían ganarle el alma y el corazón, e inclinarlo a este caduco temporal y transitorio, y hacerlo soberbio y vano.

Lo sexto: haberle puesto en el pensamiento hacer apuntamientos cristianos, prudentes, cuerdos y espirituales de cómo se había de portar en la ausencia de la Iglesia que dejaba para obrar más al agrado de Dios; pero él los cumplió después, de manera que parece que cuando los escribía juraba de no cumplirlos.

Lo séptimo: haberle conservado siempre el afecto a la oración, a la penitencia y dolor de sus culpas y deseo de no volver a ofender a Dios, sin que hubiese día en la mar ni fuera de ella (sino es en el tiempo de alguna recia tempestad) que no confesase y dijese misa, y con deseo, aunque no como debía, de agradar en todo a Dios.

  —CV→  

Lo octavo: hallando el mundo donde entraba lleno de innumerables enemigos, émulos y quejosos, que con santísima intención lo procuraban mortificar y deslucir, haber hallado quien le amparase, sin que él por su parte mereciese amigos sino enemigos.

Lo noveno: habiendo entrado desacreditado y deshonrado por las relaciones, que de él habían hecho los quejosos de sus comisiones y resoluciones, ser recibido el perseguido del mundo, ayudado de poquísimos, como si fueran muchos los amigos y pocos los enemigos.

Lo décimo: habiendo mandado que le tomasen residencia de los oficios temporales (cuando no la habían tomado al tiempo que podía defenderse por estar presente), dejando en aquel reino los ofendidos y estando ausente, y darle Dios ánimo para fiarlo todo de su bondad infinita y no querer defenderle, dejándolo, pues sabía su intención en el obrar y deseo de acertar, diciendo que a su providencia tocaba el defender a quien le deseó agradar.

Lo decimoprimero: haberle tomado la residencia les ofendidos ausentes, a dos mil leguas, sin amparo, sino sólo de Dios (¡oh, cómo sólo es este el amparo verdadero! ¡Oh, Señor, amparador y amparo mío!), no sólo no hallarle cargo alguno ni culpa en él ni en sus ministros familiares   —CVI→   y allegados, sino salir con tantos aplausos su gobierno, como pudiera si estuviera favorecido y honrado de todo el mundo, justamente perseguido y despreciado.

Estos son, fueron y serán cargos de misericordia. Pero ¿quién podrá contra los cargos que Dios puede hacerle a este enorme pecador de culpas y de miserias? Sólo Dios y el corazón de aquel que lo está escribiendo y lo ha pasado y padecido, puede contarlos y ponderarlos.

Porque lo primero: a estos beneficios fue ingrato, sin agradecerlos y reconocerlos como debiera.

Lo segundo: tuvo sentimiento no pequeño de que sus servicios no fuesen premiados, como pudiera tenerlo un seglar muy relajado. Y aunque no los manifestaba sobradamente; pero algunas veces más de lo que convenía.

Lo tercero: otra cosa apenas hacía, que ponderar sus servicios, por escrito y de palabra. Lo cuarto: comenzó a introducirse en pasiones vilísimas, bajísimas e infames, no sólo para un hombre de principal profesión y ministerio, sino para el más perdido seglar.

Lo quinto: se relajó en hablar en donaires y palabras ociosas, y aunque entre personas graves, que les dañaría menos por su prudencia y caudal; pero era cosa torpísima y feísima para un sacerdote   —CVII→   y Prelado, que sólo ha de decir palabras de espíritu, de verdad y sinceridad, decirlas de donaire y de gracejo; y tales palabras, aunque no fuesen livianas, sino vanas (si en un sacerdote pueden ser vanas sin ser livianas), debe y puede llorarlas como blasfemias.

Lo sexto: estas pasiones las ejecutaba y lo arrastraban o lo llevaban a la vista de innumerables laces, avisos y misericordias, que Dios le daba para que no se perdiese.

Lo séptimo: esto lo obraba, y algunas veces lo procuraba con resistencia de la luz que de Dios recibía, que era grandísima, reprendiéndole con tantas inspiraciones para que no se perdiese.

Lo octavo: para enfrenarlo le mostró Dios un alma, sobre cuya cabeza caían bolas de fuego, y volvían a subir y bajar, dándole a entender que eran sus propósitos, confesiones, misas, obras y palabras buenas tales que no llegaban al cielo; por no rendirse a sus divinas inspiraciones, antes caían sobre él y eran su condenación.

Lo noveno: en todo cuanto obraba, o peligroso, dañoso o dudoso a su alma, le parece que iba echando capas de bronce al cielo, por la parte cóncava, para cerrarlo y que no entrase en él, de lo cual resultaba grandísimo dolor, congoja y aflicción, y acudir a Dios, llorar, pedir, clamar y suspirar; pero nunca se enmendaba,   —CVIII→   porque le era a su flaqueza más fácil el llorar que el enmendarse.

Lo décimo: entre estos peligros, daños y pecados, le parecía que veía el infierno abierto y que le iban a echar en él; con que se volvía a Dios a pedir misericordia, pero sin dejar, como debía, sus culpas, aunque huyendo siempre de ellas y reventando con ellas.

Lo undécimo: en otra ocasión le mostraron un fuego (no sabe si era de purgatorio o infierno, mas de que se espantó muchísimo), dándole a entender el peligro o daño de una alma que había muerto a su vista, insinuándole que así sería de él si no se enmendaba y no seguía los movimientos divinos.

Lo duodécimo: en otra ocasión, soñando, le parecía que le asían los demonios para llevarlo consigo, y volvió pidiendo a Dios socorro y diciendo letanías, que es con lo que se consolaba.

Lo decimotercero: de otras maneras muy notables le manifestaron sus daños y sus peligros viendo muchos sapos, culebras y sabandijas que andaban por donde andaba.

Lo decimocuarto: en otra ocasión recibió al tiempo que le había menester mucho su afligido y perdido corazón, un papel de una persona virtuosa (sin que pudiese saber cosa alguna de lo que pasaba en él) con solas estas palabras: Sursum   —CIX→   corda, dándole a entender sólo con estas palabras que cuidase de levantar al cielo su corazón y no lo arrastrase con pasiones en el mundo.

Lo decimoquinto: en otra ocasión, muy acaso, oyó una palabra de grandísimo desprecio suyo, y se la dijo un hombre que él no llegó a conocer, y lo aplicó este malo y perdido pecador al estado miserable en que se hallaba.

Lo decimosexto: haberle puesto Dios un temor al infierno tan terrible y a la propia conciencia tan formidable, que no tenía ánimo para ver cuadro alguno del infierno, y le sucedía rodear mucho por no ver pintura que lo representase. Imagen de lo que pasaba en él con las luchas de su alma al defenderse de las pasiones del cuerpo.

Lo decimoséptimo: estando en una ocasión en gran peligro o en gran daño, representósele un alma en la figura de su cuerpo, que murió de repente, y se dijo por cierto que se había aparecido ardiendo en las llamas del infierno.

Todos estos avisos y otros de este género, dio Dios a este pecador para que no se perdiese, para que se volviese a Dios y le llamase, y sobra estos no son menores los que se siguen.



  —CX→  

ArribaAbajo Capítulo XXII

Raras misericordias que Dios usó con este pecador para que del todo no se perdiese


Cuanto este desdichado pecador más obraba y caminaba en su dato, tanto y con más beneficios inefables le iba Dios previniendo y aplicándole el remedio.

El primero: Haberle conservado Dios el dolor de ofenderle y el ansia de no ofenderle, de suerte que no tenía hora de quietud, ni consuelo para ofenderle, ni gozo, sino sólo al no ofenderle.

El segundo: haberle conservado la penitencia, lágrimas, dolor y el clamar y orar a Dios, defendiéndose y levantándose en cayendo, siempre afligido y llorando.

El tercero: hacerle que huyese las ocasiones y que anduviese con una inquietud terrible, peleando, ya herido, ya hiriendo; pero siempre encontrado con lo malo y aborreciendo lo malo, y   —CXI→   lo mismo malo que hacía, aborrecía y lo mismo que aborrecía, lo obraba y lloraba, y si hay pena del infierno en este mundo, es la que este pecador y alma perdida padecía al dejar a Dios y volverlo a cobrar y al querérselo quitar, queriéndolo él defender y al no querer él dejarlo y llevarlo sus pasiones arrastrado a que dejase a quien antes quería dejar la vida que no dejarlo.

El cuarto: no haber perdido en todo este tiempo el hacer penitencia, disciplinarse y traer cilicio todos los días, confesar y recibir al Señor. Y aunque puede ser que el decir misa fuese con bien grande imperfección; pero cuando él se disponía y confesaba, diera la vida al cuchillo por disponerse muy bien.

El quinto: haberte Dios librado de grandísimas caídas y da que no fuese mayor su perdición y sacado de las uñas y boca del lobo infernal a esta pobre y flaca oveja, haciéndole que hiciese una confesión general (sobre muchas que había hecho, y la última con grandísimas lágrimas y dolor) desde entonces por la divina bondad, ha andado cada día más desasido y creciendo más en la ansia de tener purísima la conciencia.

Lo sexto: haberle dado Dios desde esta confesión general confianza de que no le había de dejar y habiendo frecuentemente oído luego que la hizo y algunos días después le decían en lo   —CXII→   interior de su alma, repetida y frecuentemente al llorar y hacer penitencia de sus culpas, entonces y después estas palabras: Hec inutatio dexterae Excelsi. Dándole esperanzas de que de allí adelante ya serviría a Dios mejor y con más desasimiento, que no le ofendería, ni sería tan malo como hasta allí.

El séptimo: haber hecho esta confesión general en el mismo convento, y llorado en el mismo coro, en donde veintitrés años antes la Virgen Santísima le ofreció a su hijo preciosísimo, cuando selló en su alma los sentimientos del amor divino, que siempre le han acompañado en todos tiempos y partes.

El octavo: estando diciendo misa en un altar de la imagen de un Santo Cristo, devotísimo, bajarle gran lluvia de dolor de sus pecados y sentir en su alma que caía de las llagas y de todo el cuerpo de aquella imagen de Jesucristo, Señor Nuestro, un mar de sangre sobre él, que consumía sus culpas, y reconoció grandes efectos de enmienda desde entonces.

El noveno: haberle quitado aquel horror que tenía al Infierno, restituido a más nobles motivos de su dolor, que son los que tuvo de servir por servir, amar por amar, padecer por padecer por Dios, para Dios, con Dios y en Dios.

Lo décimo: haberle librado Dios, con gran   —CXIII→   consuelo suyo, de diferentes lazos y peligros, y estar diciendo siempre su corazón, dando gracias a la infinita bondad de su redención: Laqucus contritus est, nos liberati sumus.

Lo undécimo: haberle parecido ya a su alma que aquellas capas de bronce que iba echando con sus culpas, para tener cerrado el Cielo, se habían abierto y desaparecido con la sangre que derramó aquel Señor; con que oraba con más santa confianza y lloraba con consuelo, y le nacía en el alma la esperanza del perdón que antes tenía, si no perdida, no poco desconfiada y amortiguada.



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