Ana Ozores, La Regenta: Escritora y escritura1
José Manuel González Herrán
Universidad de Santiago de Compostela
Este coloquio que nos reúne parte de una triple consideración de la mujer en su relación con la literatura: como sujeto (autora), como objeto (tema, asunto, personaje: heroína), o como destinatario (lectora). De esas tres dimensiones participa el personaje literario del que hablaré -Ana Ozores, La Regenta de Clarín-, aunque sólo voy a ocuparme de las dos primeras: una mujer de ficción que se nos muestra a la vez como sujeto y como objeto de la literatura, como escritora y como escritura; una mujer que, además de ser escrita (como sus congéneres Pepita Jiménez, Amparo La Tribuna, Sotileza, Rosalía la de Bringas...), también escribe; que es escrita escribiendo (y leyendo).
Según han notado varios críticos2, las ficciones de Alas están pobladas de personajes que escriben, que reflexionan sobre su escribir y sus escrituras; de manera que una parte de la literatura narrativa clariniana es transcripción -más frecuentemente, paráfrasis- y comentario de los textos escritos por sus personajes; o reflexión acerca de los condicionamientos y los límites, la esencia y los objetivos, la función y la responsabilidad de escribir. Pues bien, en esta suerte de escritura autorreflexiva o metaescritura (el texto que explica, comenta o reflexiona sobre la propia naturaleza y la acción de escribir), me importa ahora, más que su dimensión estilística o de técnica narrativa, lo que supone en cuanto a manera de configurar un personaje de ficción, de expresar los matices de su biografía y personalidad. Porque a fin de cuentas, a través de esos textos autorreflexivos3 vislumbramos la figura del escritor consciente de su escritura; conocedor como pocos de lo que es y significa escribir, de sus implicaciones estéticas y morales. Se ha dicho que todo autor se retrata en sus criaturas; y sabemos que Leopoldo Alas puso mucho de sí en Ana Ozores. Veámoslo en una de las pasiones que ambos comparten: la de escribir.
Aunque la sociedad
vetustense está tan influida por la literatura que casi todo
se considera y se vive a través del prisma de lo literario,
la figura del escritor es, en el fondo, algo despreciado e incluso
mal visto. Recordemos, por ejemplo, la escasa consideración,
cuando no desdén o burla, que a sus convecinos les merecen
los escritos de Saturnino Bermúdez4
o de Trifón Cármenes5;
no es mejor la valoración que el relato ofrece de otros
escritores locales, como el Arcipreste don Cayetano
Ripamilán6,
el capitán don Amadeo Bedoya7;
o ese innominado caballero del casino que «tenía un vicio secreto: escribir cartas a
los periódicos de la corte con las noticias más
contradictorias»
(I, 329)8.
Y es que para los vetustenses -no olvidemos que Vetusta es
síntesis y cifra de la sociedad provinciana en la
España de la Restauración- el escritor no es un ser
admirado, sino despreciado o ignorado, cuando no temido. Y
especialmente, la escritora: «-En una
mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir [...] -¿Y
quién se casa con una literata?»
(I,
304)9.
Buena prueba de
ello la tenemos cuando se manifiesta la oculta vocación
literaria de Ana Ozores: «el mayor y
más ridículo defecto que en Vetusta podía
tener una señorita»
(I, 301); descubrimiento que
despierta la suspicacia, el desdén o el inequívoco
rechazo, como si de algo vergonzoso y malsano se tratase:
(I, 301) |
Asistimos así al juicio crítico de los poemas de Anita ante un tribunal literario que mezcla en su dictamen las consideraciones estéticas y las morales, desde unos presupuestos tan hipócritas como ignorantes:
(I, 301-302). |
Como consecuencia de tales dictámenes, Ana, aunque inicialmente no abandone su afición, pasará a considerarla como algo vergonzoso que sólo puede llevarse a cabo clandestinamente, y terminará por rendirse:
(I, 303) |
Pero Vetusta no
perdona ni olvida tan fácilmente; como un aviso de lo que
ocurrirá al final de la novela (tras la caída de Ana
saldrá de nuevo a relucir la estirpe vergonzosa de «la hija de la bailarina
italiana»
10,
que parecía olvidada), su pecaminosa afición por
escribir versos queda como un estigma imborrable: alguien
acuña para ella un mote ridículo, Jorge
Sandio11,
y «mucho tiempo después de haber
abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba
delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se
turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se
hubiera descubierto»
(I, 304).
La
vocación literaria de Ana Ozores es un aspecto al
que la novela dedica especial atención; se ha visto en ello
uno de los rasgos del bovarysmo del personaje12,
como manifestación de la que tal vez sea principal clave del
sentido de la novela: la lucha por la realización personal
en una sociedad eminentemente represora. La vocación
poética de Ana nace en su solitaria adolescencia, unida a
una crisis mística (lo que llama el narrador el
sentimiento de la Virgen, cuya dimensión
autobiográfica han advertido varios
críticos13),
y estimulada por ciertas lecturas: San Agustín, Fray Luis de
León, y sobre todo, San Juan de la Cruz. Como hiciera en su
adolescencia el propio autor, Ana proyecta un libro, una
colección de poesías A la Virgen, cuya
redacción inicia «una tarde de
otoño [...] allá arriba, en la hondonada de los
pinos»
. El relato evoca minuciosamente la ocasión,
con un deliberado propósito de poner de relieve la
comunión de emociones, versos y paisaje:
(I ,274) |
Aparte de otras
cuestiones que en este notable fragmento podrían analizarse
(así, como hizo Sobejano, la manifestación en
él de las condiciones características de la
inspiración romántica: subitaneidad, involuntariedad,
excitación y extrañeza14),
me importa notar en él ese artificio metaliterario
perceptible también en otros momentos de la novela
(así, las antes aludidas cartas del Magistral en el
último capítulo de la novela): el texto que
reflexiona sobre su propia literariedad, describiendo y explicando
las condiciones de su creación. Una creación que se
sustrae a la voluntad y que hace sufrir («los ojos de Ana no veían las letras ni el
papel, estaban llenos de lágrimas. Sentía latigazos
en las sienes, y en la garganta una mano de hierro que
apretaba»
), acaso porque evidencia la dolorosa distancia
entre los sentimientos y la dicción.
Ana se verá obligada a renunciar -como a tantas otras cosas- al juego de escribir versos, que permanecerá en su recuerdo como algo vergonzoso, falso o estúpido; cuando, en el capítulo XVI (fragmento que también Sobejano explicó en un comentario magistral1515), lea en El Lábaro una elegía de Trifón Cármenes,
(II, 67-68) |
Abandonará,
pues, la poesía («también
Clarín acabó por renunciar al verso»
, ha
recordado Oleza a este propósito16);
pero no conseguirán doblegar -ni ella tampoco, aunque
quiera- su imaginación fabuladora17.
Dediquémosle alguna atención, pues, aunque no
produzca textos escritos, es un aspecto que también interesa
a nuestro objeto, como una de las manifestaciones metaficticias de
la novela.
Corresponde
también a la etapa adolescente de Ana (ampliamente evocada
en los capítulos III, IV y V) la primera referencia a esa
imaginación fabuladora de la muchacha, que recrea los
episodios de su propia existencia o fantasea los que quisiera vivir
en términos de ficción. Así, tras referir el
narrador (que evoca todos estos episodios desde la memoria de Ana)
la famosa «aventura de la barca», comenta: «La Regenta recordaba todo esto como va escrito,
incluso el diálogo; pero creía que, en rigor, de lo
que se acordaba no era de las palabras mismas, sino del posterior
recuerdo en que la niña había animado y puesto en
forma de novela los sucesos de aquella noche»
(I, 224).
Aparte del hábil escalonamiento de perspectivas (del
narrador / de la Regenta / de la niña Anita) y de planos
temporales (el presente del narrador / el pasado evocado por la
Regenta / el de los recuerdos que la niña reelabora)
manejado en este pasaje, nos importa advertir cómo el texto
llama la atención sobre la configuración
literaria («en forma de
novela»
) que adopta la evocación y
recreación del episodio por parte del personaje.
En otras ocasiones la niña se servirá de su imaginación novelera para crear ámbitos ficticios en los que refugiarse; o para disfrutar placeres desconocidos aunque intuidos; sirva como muestra este texto, que Diane F. Urey ha citado y comentado18 con un detenimiento que aquí yo no puedo permitirme:
(I, 250-251; 289) |
Aunque, en sentido estricto, me salga de los límites fijados por la protagonista de mi comunicación (Ana Ozores, escritora), me parece interesante advertir (como ya notaron Beser19, Baquero Goyanes20 y Rutherford21) que también otros personajes de la novela participan -como aquella- que de lo que esa imaginación fabuladora o narrativa; que si no escriben ficciones, al menos las imaginan, y que gustan de contar historias (reales o fantaseadas) de acuerdo con modelos y convenciones propios de los géneros narrativos.
Y no parece casual
que sean precisamente Fermín de Pas y Álvaro
Mesía -los dos pretendientes de la dama- quienes
más destacadamente muestren tal capacidad. Del Magistral
recuerda el narrador que «años
atrás había pensado en escribir novelas [...]; lo
había dejado, no por sentirse con pocas facultades, sino
porque le hacía daño gastar la imaginación.
'Las novelas era mejor vivirlas'»
(II, 271-272). Por eso,
cuando intuye que Ana está dispuesta a entregarse
espiritualmente a él, piensa que acaso sea esta la
ocasión de vivir una de aquellas novelas imaginadas en su
juventud:
(II, 273 y 292) |
Por su parte, el rival Mesía también pondrá en juego sus dotes de narrador para iniciar el último y definitivo asalto de su asedio a la joven casada, con el viejo recurso de referirle, convenientemente adornada, su biografía afectiva:
(II, 380) |
Advirtamos
cómo el autor hace gala también en esta
ocasión de su fino juego de modalización,
introduciendo en la voz del narrador registros de la del personaje
que cuenta, de manera que podamos percibir el tono y estilo de su
relato; pero retomando sus prerrogativas en un comentario en el que
califica -descalifica- y caracteriza literariamente la
narración de su personaje, concluyendo su paráfrasis
con este comentario: «... y otras cosas
por el estilo, todas de novela perfumada»
.
Otro de los
aspectos de Ana-escritora que importa atender para nuestro
propósito es su intensa actividad epistolar. De las
abundantes cartas que a lo largo de la novela se escriben, la mayor
parte corresponden a la protagonista y son objeto de especial
atención: se suelen reproducir literalmente, a veces
acompañadas de comentarios -del narrador o de otros
personajes- sobre su forma, tono o contenido. Así sucede con
la breve que remite a su director espiritual, excusándose
por no haber acudido a comulgar: «¡Jesús, qué carta!
-exclamó doña Paula con los ojos clavados en su hijo
[...] Esa carta es de una tonta o de una loca»
(I,
499).
Alguna otra cuyo texto no se transcribe es comentada por el narrador a través del recuerdo o impresión de la propia Regenta; una impresión que desborda la mera textualidad para incidir en la materialidad del papel escrito, como objeto que une espiritual y físicamente a redactor y destinatario:
(I, 582-583) |
La carta no es
sólo un texto; es también una clase de papel, una
tinta («la carta del Magistral, escrita
en papel levemente perfumado, y con una cruz morada sobre la
fecha»
), una caligrafía determinada, incluso una
manera de mover la mano: factores que el narrador se interesa en
señalar, pues también forman parte del diálogo
epistolar: «Se vistió de prisa,
cogió papel que tenía el mismo olor que el del
Magistral, pero más fuerte, y escribió a don
Fermín una carta muy dulce, con mano trémula,
turbada, como si cometiera una felonía»
(II,
117-118). Y si importa cómo se escribe la carta, no menos
importa cómo se lee; la descripción y circunstancias
de su lectura y la exposición de sus efectos son aspectos
que condicionan y precisan el sentido del mensaje: «Rompió el sobre con dedos que temblaban y
leyó aquellas letras de tinta rosada que saltaban y se
confundían enganchadas unas con otras. Adivinó
más que descifró los caracteres que se evaporaban
ante su vista débil»
(II, 413).
Un efecto muy
ilustrativo se produce cuando el relato transcribe, una
después de otra, sendas cartas de Ana a sus dos
médicos (del cuerpo y del alma, respectivamente),
dándoles noticia de su situación y estado, pero con
términos, estilo y tono muy diferentes. Como corresponde a
la diversa relación que mantiene con cada uno de ellos,
hasta la firma es distinta: «Anita Ozores
de Quintanar»
, en la que escribe al médico;
«Ana Ozores»
(ni el diminutivo
que infantiliza, ni la marca social evocada por el
apellido del esposo), en la otra. Como no puedo cotejar aquí
con detalle ambas misivas, citaré alguno de sus fragmentos,
con especial atención a los comentarios del narrador.
Con Benítez la Regenta emplea un aire desenfadado, con alguna broma privada:
(II, 443-444) |
También hay familiaridad con De Pas, pero en un registro muy diferente; el diálogo que la carta imagina y las alusiones veladas o sobreentendidas parecen querer suplir los añorados coloquios espirituales de las dos almas hermanas:
(II, 445) |
Del mismo modo, son diferentes las maneras y actitudes -incluso la caligrafía con que ambas cartas se redactan:
(II, 442-445) |
La carta de Ana más demoradamente tratada en la novela es la muy larga e importante del capítulo XXI:
(II, 255-256) |
Observemos que el
texto resalta el valor de la escritura como medio indirecto de
expresar, mediante una adecuada retórica, cosas
difíciles de decir de viva voz; es una carta, como he
escrito en otra ocasión22,
«plena de confidencias y promesas que
cabría interpretar como amorosas, bien que este amor
esté expresado y disfrazado de retórica
cuasimística»
. El relato nos hurta el momento de
la redacción; en punto y aparte, tenemos ya la misiva camino
de su destinatario: «La carta, de tres
pliegos, la llevó Petra a casa del Provisor»
;
tampoco asistimos a su lectura, pero sí se nos muestran sus
efectos. «Cuando su madre le llamó
a comer, don Fermín se presentó con los ojos
relucientes y las mejillas como brasas»
(II, 256). La
paráfrasis y transcripción de fragmentos de esta
carta, merecen una demorada atención a lo largo de varias
páginas; para ello el narrador, que veló los momentos
de su redacción y primera lectura, nos permite asistir a la
complacida relectura que, en un ámbito especialmente grato y
en una hermosa mañana de finales de mayo, lleva a cabo De
Pas23.
Aparte de los fragmentos de la propia carta que se transcriben, la
narración refiere esa relectura, situando las reflexiones y
emociones de quien lee en un adecuado marco ambiental, en un
recurso similar al que antes comenté, en el episodio que
recreaba la redacción de los primeros versos de Ana.
Confío que el interés del ejemplo justifique la
extensión de la cita:
(II, 256-257 y 260) |
De todo cuanto la
Regenta escribe en la novela, sin duda alguna lo más
importante y pertinente a nuestro objeto es, por diversas razones,
el Diario que redacta en el capítulo XXVII. Aunque
varios críticos24
han comentado la relación de la novela de Alas con la
autobiografía de Santa Teresa de Jesús, importa notar
cómo esa relación se manifiesta especialmente a
propósito de las Memorias de la Regenta, cuyo
modelo (y no sólo en la intención, sino
también en el tono y el estilo) es el libro teresiano, que
ella misma había leído en su convalecencia («Ana leyó en su lecho, a escondidas de don
Víctor, los cuarenta capítulos de la Vida de
Santa Teresa escrita por ella misma»
[II, 252]). No
me detendré aquí en desarrollar por menudo el
análisis de esa relación intertextual, que
ofrecería conclusiones sugestivas para nuestro
propósito; me limitaré aquí a señalar
alguna observación, referida a los aspectos metaliterarios
del fragmento. Como sucede con otros ejemplos que hemos comentado,
el relato se detiene a describir el momento y circunstancias de la
escritura (precedida, en este caso, por la lectura):
(II, 446) |
El fragmento comienza precisamente con una reflexión acerca del sentido y función de esa escritura, y la transcripción se interrumpe con unas consideraciones que introducen en el texto la propia acción y el momento de escribir:
(II, 446-448) |
Siguen varias
páginas que transcriben fragmentos seleccionados de ese
Diario de la Regenta; la voz de Ana es interrumpida por
alguna intromisión de la del narrador, alusiva a la
escritura («aquí la letra de la
Regenta se hace casi indescifrable para ella misma»
[II,
449]); o que, en interesante alarde omnisciente, resume -como
innecesario para el lector de la novela- el contenido de los
fragmentos no leídos por su autora («Pasó Ana, sin querer leerlas, algunas
hojas. En ellas había escrito la historia de los días
que siguieron al de la procesión, famosa en los anales de
Vetusta»
[II, 450]); y comenta los sentimientos que la
relectura provoca en su protagonista: «Después de las hojas del libro de
memorias que se referían, a su modo, a la materia que va
reseñada brevemente, Ana encontró, y en ella se
detuvo, la página en que rápidamente había
reflejado sus impresiones al entrar en el Vivero [...] Leyó
con deleite aquella página, no recreándose en el
estilo, sino en los recuerdos»
(II, 455). Concluida esa
lectura, cuyo objetivo no es otro que el de ayudar a que el
personaje se ponga en situación, haciéndole revivir
los momentos evocados, puede reanudar su escritura: «Ana, después de leer estas y otras
páginas, escribió sus impresiones de aquellos
días»
(II, 459).
He de concluir. No
sin antes recordar (supremo sarcasmo de la novela) que,
además de Ana, alguien más lleva un diario
en la casa: su esposo Víctor. Como otros vetustenses,
también Quintanar escribe, aunque en su escritura
los asuntos no se correspondan con el estilo: «Todos los días había que palpar
el vientre y hacer preguntas relativas a las funciones más
humildes de la vida animal; don Víctor, que no se fiaba de
su memoria, siempre reloj en mano, llevaba en un cuaderno un
registro en que asentaba con pulcras abreviaturas y con estilo
gongorino, lo que al médico importaba saber de estos
pormenores»
(II, 185-186).
Pero volvamos a Ana Ozores, nuestra escritora. De todo lo aquí expuesto cabría extraer conclusiones de índole más o menos sociológica -en la línea de una cierta crítica literaria feminista- acerca del papel y situación de la mujer (y de la mujer escritora) en la sociedad española de la Restauración25. No ese el aspecto que, al menos ahora, a mí me interesa, porque he preferido enfocar mi interpretación en otra perspectiva, la que se refiere a la propia actividad, a la acción de escribir (en este caso, por parte de una escritora, y además, ficticia).
Recordé antes el tópico según el cual todo autor se retrata en sus personajes: mi lectura de La Regenta (y lo mismo la que podríamos hacer de sus demás relatos), muestra con cuánta frecuencia las criaturas de Alas comparten con él la vocación, el compromiso, la angustia y el placer de escribir. De modo que las reflexiones del autor a través de la escritura ficticia alcanzan así una dimensión más profunda: hay tanta o más verdad en la literatura de los escritores inventados que pueblan sus relatos que en la de muchos plumíferos, grafómanos y vates tronados -con nombre, apellidos y obra publicada- a quienes el crítico Clarín vapuleaba sin piedad. Mas su respeto compasivo por la frustrada vocación literaria de Ana y la minuciosa atención con que recrea sus diversos ejercicios de escritura (los poemas adolescentes, las novelerías soñadas, las confidencias del diario, las cartas privadas...) nos confirman también su íntima e insobornable convicción acerca de la dignidad de ese trabajo -el oficio de escribir- al que dedicó casi treinta y cuatro años de su corta biografía.