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Aproximación a la literatura infantil


Juan Cervera Borrás



Doctor en Filosofía y Letras
Profesor de Escuela Universitaria de Formación del Profesorado de E. G. B.





La literatura infantil como disciplina de estudio no existe. Ni en las Facultades de Letras ni en las de Pedagogía ni en las de Psicología. Ni siquiera los futuros maestros de E. G. B. se ven invitados a penetrar en ella de forma oficial, reposada y suficiente. En el mejor de los casos un tema dentro del cuestionario de Didáctica de la Literatura o de Historia de la Literatura, según los vaivenes y períodos por los que pasan los planes de estudio, se creerá tal vez más tapadera obligada que válida solución para que la ausencia no sea excesivamente llamativa.

Esta ausencia ha contribuido no sólo al desconocimiento de la literatura infantil -prácticamente como objetivo de investigación- sino a su descrédito. La literatura infantil queda así fuera del aula, y, en consecuencia, la iniciación del niño en la literatura se hace a través de la literatura pensada para adultos.

Las derivaciones de esta práctica son múltiples. Su enumeración y estudio conducirían a un terreno cuya exploración nos alejaría de la faceta preferentemente literaria, meta inicial de este intento de aproximación.

No obstante, el marco obligadamente histórico en modo alguno ha de ser óbice para la penetración en las intenciones y capacidades educativas de la literatura infantil, no siempre bien conocidas, y por ello precisamente, en ocasiones, negadas.

Este es, por ahora, nuestro principal objetivo.




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¿Existe la literatura infantil?

La duda sobre la existencia de una literatura que pueda calificarse como infantil apunta a un objetivo vario.

Si la negación insinuada en la pregunta pretende ser constatación e incluso protesta por su insignificancia, habrá que contrastar su realidad, mejor o peor conocida, con la larga lista de organismos, entidades, premios, ferias, semanas, y demás afirmaciones de un hecho que pugna por atraer el interés del ciudadano. Tal vez entonces, como consecuencia del análisis, haya que pedir responsabilidades por el desajuste existente entre los medios tomados o exhibidos para potenciar la literatura infantil y los resultados conseguidos, visiblemente desproporcionados.

Si la duda se cierne sobre la calidad de esa literatura infantil, para hallar respuesta adecuada convendrá examinar la realidad actual bajo el prisma de las implicaciones ideológicas, sociales y económicas que la condicionan.

Y tanto en este puesto como en el de negársele su identidad como infantil a causa de sus orígenes confusos, las consideraciones de tipo histórico en torno a su nacimiento, formación y desarrollo son absolutamente imprescindibles.

Pero conviene notar que la pregunta «¿existe la literatura infantil?» con frecuencia toma el cariz casi dogmático de la negación de su necesidad. Para quienes tal sustentan la literatura infantil no debe existir, por innecesaria, como no debe existir una literatura para la tercera edad, al igual que no debe existir una literatura para blancos o para negros, para proletarios o para burgueses. Para éstos no existen más que dos tipos de literatura: la buena y la mala. Y cada cual, en ese inmenso campo, ha de escoger la que le convenga.

Los niños seleccionarían así -¿o lo harían los adultos por ellos como ahora?- los autores o fragmentos de obras más apropiadas para ellos con menos avales y alicientes que en el momento actual...

Aparte lo utópico de esta concepción, hay que reconocer que su aceptación como sistema supondría notable agresión. Por una parte se invalidarían los avances en la especialización de los autores, patente sobre todo a partir del siglo XVIII, y por otra se ignorarían estérilmente las aportaciones de la psicopedagogía, valiosísimas en este sentido.




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Los orígenes de la literatura infantil

El empeño por esclarecer el período inicial en el tiempo de la literatura infantil tiene que ir acompañado de los criterios necesarios para distinguir esta literatura para niños de la literatura para adultos o simplemente para todos.

Pero las dificultades para el establecimiento de estos criterios no puede llevarnos a posponer el reconocimiento de los hechos, piedra básica para la historia. Y los hechos nos indican claramente que existe un tipo de literatura destinada a los niños. Este hecho indiscutible -nos gusten o no los productos que se destinan a los niños- nos obliga a estudiar esta literatura a través del prisma del niño y a catalogarla a priori como literatura infantil.

Por tanto es forzoso reconocer, partiendo de los hechos, que en el siglo XVIII, como consecuencia de la preocupación por la infancia, aparece una producción editorial pensada en exclusiva para los niños, producción que marcará el punto de partida histórico para la literatura infantil.

Las llamadas lecciones de cosas, los consejos morales vertidos a través de fábulas y narraciones constituyen los principios de este tipo de publicaciones de alcance social que necesariamente hay que fijar en este período tanto para el libro como para la revista.

Empeñarnos en considerar como literatura infantil algunos pasajes de la lírica y de la épica iniciales, por el simple hecho de que pudieran gustar a los niños o porque les resultan más inteligibles que el resto, equivaldría a inventarnos una prehistoria de la literatura infantil que en cada país, se confundiría erróneamente con los balbuceos de la propia literatura. En Grecia sería con los poemas homéricos, en España con las jarchas o con el Cantar de Mío Cid. Y así sucesivamente.

Si nuestro punto de partida se fija en aquellos textos cuyo primitivismo y simplicidad, hábilmente vertidos, ejercen atracción sobre el niño posterior, tendremos que pensar en los ingenuos Miraclos, de Berceo, o en los intencionados apólogos didácticos de trasfondo oriental, de Calila e Dimna o del Libro de Patronio, para no retrotraernos a las Fábulas de Esopo. Pero esto sería distorsionar los hechos ya que tales libros no fueron escritos para niños y teniendo presentes sus exigencias.

Ni siquiera libros con intención pedagógica y destino individual como Doctrina pueril, de Raimundo Lulio; o los Diálogos, de Luis Vives, por contener Diálogos escolares. En estos libros, como sucederá luego con Los pastores de Belén, que Lope de Vega dedicó a su hijo Carlos Félix, se tiene más presente al lector adulto que al niño agraciado con la dedicatoria.

Otra cosa sería la posibilidad de incluir como literatura infantil alguna parcela del teatro escolar, concretamente algunas de las obras del denominado teatro de los jesuitas, en las que puede verse claramente cómo el hecho de tener como destinatarios a los niños condiciona los temas, el lenguaje y hasta los recursos escénicos. Un estudio minucioso de estas obras de los siglos XVI y XVII, bajo este punto de vista, nos podría conducir a conclusiones si no definitivas por lo menos interesantes.

Mientras tanto lo justo será que sólo cataloguemos como literatura infantil, desde sus orígenes, la que se imaginó y se escribió para ellos bien sea como fruto de creación, bien como transformación de la narrativa oral de carácter popular y tradicional.

La antigüedad de los temas y sus formas originarias pasan a tener interés secundario frente a la adecuación que distintas épocas se ha creído la más oportuna para el niño, principal destinatario de estas narraciones recopiladas y transformadas para él. Sus nuevas formas constituyen el testimonio más válido para acreditar cómo se ha entendido la literatura infantil en los distintos períodos de su corta historia.




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Una hipótesis de estudio

Al encarar la evolución de la literatura para niños y adolescentes a través del tiempo hay que desechar el paralelismo absoluto con la literatura para adultos del momento. Por supuesto que en cada época encontraremos muestras de obras destinadas, o simplemente destinables, a los niños y adolescentes que, por lógica, están fuertemente teñidas del espíritu reinante en el resto de la literatura. Pero como contrapartida pueden aducirse también, sobre todo al contemplar la literatura como hecho social y compulsar tiradas y ediciones, otras muestras que probarían la radical discordancia que el grueso de los libros publicados para niños ofrece con las tendencias del momento. Piénsese, por ejemplo, que en estos últimos años, en plena efervescencia de literatura infantil antiautoritaria, desmitificadora y liberadora, hay en el mercado español más de ochenta ediciones de Caperucita Roja, considerada en los antípodas de dichas corrientes.

Un hecho de estas proporciones expresa elocuentemente cómo los intereses de la industria editorial, la rutina de los padres, o sencillamente la coexistencia de ideas diametralmente opuestas, puede neutralizar, o por lo menos reducir a mera curiosidad, los intentos innovadores del momento. Y al decir esto no pretendemos anticipar ningún juicio de valor sobre tales tendencias.

Por eso, aceptando a grandes rasgos que la literatura para niños y adolescentes propiamente tal tiene siglos de existencia, nos atrevemos a esbozar para ella tres amplios espacios, que no períodos cronológicos, identificables más por las condiciones de las obras representativas que por la fecha de su aparición.

Estos espacios serían:

- espacio de equilibrio, en el que se integraría el espíritu del clasicismo.

- espacio de crecimiento, con predominancia del espíritu del romanticismo.

- espacio de revisión, con inclusión del espíritu del realismo y tendencias que se le pueden asimilar por su afán reflexivamente aleccionador.

Quede bien claro desde el principio que estos espacios, ni asimilables a la literatura de adultos ni encerrados en compartimentos estancos, forman parte de una hipótesis de trabajo que justifica no solamente por el afán de clasificar sino por la necesidad de matizar y esclarecer las tendencias que han dominado y dominan el panorama de la literatura infantil. Y, por supuesto, de manera indirecta afectan a los criterios empleados para su crítica o valoración.




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El espacio de equilibrio

Si para este espacio de equilibrio, con predominio del espíritu clásico, escogemos como figuras representativas a Perrault, los hermanos Grimm y Andersen, es a conciencia de que, interpretando arbitrariamente la cronología colocamos al cortesano y clásico Perrault junto a los eruditos, románticos, filólogos y folcloristas hermanos Grimm y al proletario danés Andersen, poeta y viajero incansable.

Atrevimiento imperdonable sería alinear los Cuentos de Perrault, de la última década del siglo XVII, con los hermanos Grimm que irrumpen en 1812 y con los de Andersen cuyas primicias hay que situar casi a mediados del siglo XIX, pues aparecen en 1835. Pero el atrevimiento se excusa cuando se descubren en todos ellos características que los aproximan en sí mismos y en el uso que, de las tradiciones por ellos escogidas, se hace posteriormente.

Su común origen popular les concede por un lado un halo de fantasía y por otro un sello de ejemplaridad que se han convertido en arquetípicos en la literatura infantil. Las tradicionales virtudes de sumisión, resignación, obediencia y una cierta astucia con ribetes de cazurrería han sido supuestos básicos de este tipo de literatura. La fantasía, y a veces simplemente la capacidad de diversión, atrae el gusto de los niños. Su moral ejemplar inspira la confianza de los adultos que ven en este tipo de cuentos garantía asegurada para contribuir a la educación de los niños.

Para muchas personas los cuentos, -los cuentos para niños por antonomasia y en exclusiva-, serán los que nosotros hemos osado situar en este hipotético espacio convencionalmente llamado de equilibrio o clásico.

Sin embargo, estos cuentos han sido duramente atacados por una crítica que les atribuye efectos nocivos sobre el niño. La evasión del mundo real, la alineación, el exceso de ensoñación se tomarán, como consecuencias directas. Creerá descubrir esta crítica a su vez que los adultos han creado y empleado estos cuentos como instrumento de manipulación para imbuir a los niños de la necesidad de aceptar en su vida roles preestablecidos, fijados y mantenidos con el fin de defender como inamovible una sociedad establecida que se resiste al cambio.

Aunque no es nuestro propósito terciar en la polémica, si cabe recordar que los ataques encuadrados en la primera imputación, la de evadir al niño su entorno real, reciben su refutación más contundente por parte de psicoanalistas como Bruno Bettelheim, profesor de la Universidad de Chicago, que, en su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas, defiende que este tipo de cuentos proporciona al niño respuestas válidas a sus conflictos y necesidades vitales. Para Bruno Bettelheim estos cuentos ofrecen a la reflexión del niño situaciones conflictivas que el protagonista -con quien se identifica el niño fácilmente- consigue superar gracias a la actualización d e virtudes y valores que se contagian en el niño.

En cuanto a la acusación de utilizar estos primitivos cuentos para manipular y mentalizar al niño colocándolo al servicio de la sociedad establecido, no cabe la menor duda de que puede tener una cierta validez, si se acepta que cada época crea los instrumentos necesarios para defender los que considera valores esenciales. Habría que matizar no obstante que estos cuentos, en su mayoría de origen popular, no fueron creados para niños, sino para adultos; la acomodación al niño ha sido posterior. Pero la aceptación del juicio peyorativo en su totalidad no resolvería dudas importantes que podemos sintetizar así:

1.º ¿La sociedad que dio origen a estos cuentos tenía la conciencia de grupo o de clase tan desarrollada como la actual? ¿Era capaz esta sociedad de programar una mentalización para los creadores de relatos populares como puede hacerlo ahora al partido dominante desde el poder en una dictadura o procedía espontáneamente?

2.º Aún aceptando -lo cual parece mucho aceptar- los anteriores supuestos, hay que preguntarse nuevamente: ¿Por qué estos cuentos, creados para otra época, al servicio de una sociedad distinta de la actual, siguen teniendo vigencia en la actualidad? ¿Sólo razones de inercia, de interés de grupo o de lucro abogan por su pervivencia? ¿O habrá otras razones de tipo psicológico? ¿No será tal vez porque todo niño, en toda época, al despertar a la vida consciente tiene necesidad de recorrer unas etapas psicológicas comunes y fundamentales en lo esencial, pese a los cambios que la sociedad ha ido imponiendo en los ambientes sucesivos?




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El espacio de crecimiento

Si el espacio que hemos denominado de equilibrio se caracteriza por esa serenidad en la cosmovisión soñada como ideal para el niño, el espacio de crecimiento presentará rasgos de ruptura. Si el primero encaja en el espíritu del clasicismo, el segundo se mirará más en el espejo del romanticismo.

El amplio espacio físico del mundo como marco y las exploraciones, conquistas y aventuras como materia narrativa; un aumento de vida urbana con proliferación de problemas trepidantes; la exaltación de tipos humanos marginados o singulares, traen como consecuencia no una actitud equilibrada y sumisa, como la del espacio anterior, sino posturas rebeldes y arriesgadas, o por lo menos intranquilas.

Abundando en nuestra idea de no situar estos espacios en etapas cronológicas determinadas y coincidentes con el desarrollo de la literatura en general, hay que reconocer, no obstante, que la consagración del cuento para niños se realiza precisamente en gran parte durante el romanticismo. La aparición de los cuentos de Grimm y Andersen así lo confirma. Por eso tal vez los cuentos, y sobre todo las narraciones largas con cierto sabor romántico, con temas como los que acabamos de señalar, se desplazan sobre todo hacia la segunda mitad del siglo XIX y penetran profusamente en el XX. Su plasmación literaria ya no será el cuento, sino la novela, que convivirá con el cuento. El cuento, centrado en realidades más concretas y cercanas al niño, con sus características de posibilidad, verosimilitud y fantasía. La novela de aventuras, con estructura y horizontes mucho más amplios.

El espacio de crecimiento arranca por lo menos del temprano Robinson Crusoe, de Defoe, aparecido en 1719, aunque no escrito para niños en su versión original. Después aparecerán otras cumbres tan elevadas como La isla de tesoro, de R. L. Stevenson, publicada por entregas entre 1881 y 1882. El león de Damasco, de Emilio Salgari, o Colmillo blanco, de Jack London, en 1905.

Por otra parte la combinación de realidad y fantasía, presente en la literatura infantil desde el cuento, dará frutos tan significativos para este espacio y período como la ciencia-ficción que en manos de Julio Verne produce El viaje de la Tierra a la Luna o Veinte mil leguas de viaje submarino, o esa deliciosa serie de disparates que son Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, en 1865, o Peter Pan, de J. M. Barrie, en 1906.

Piratas, indios, policías; naufragios, conquistas, atracos; peripecias de todo tipo, riesgo, valentía; redescubrimiento del mundo, emancipación, creación del propio yo. Todo esto hace que el niño lector y sobre todo oidor de bellas fantasías de tradición oral, se transforme en el adolescente lector solitario de arrebatadoras e intrigantes aventuras, que unas veces provocarán su entusiasmo y otras su sonrisa escéptica. Mediante este ejercicio se pasa del conocimiento de realidades próximas al de otras realidades o posibilidades lejanas y fascinantes.

La evolución de la joven literatura para niños y adolescentes parece seguir trayectoria paralela a la transformación psicosomática que experimentan sus, destinatarios.

Ante el hecho caben dos consideraciones fundamentales:

1.ª Muchos de los libros insertados en estos espacios no fueron escritos inicialmente para adolescentes y mucho menos para niños. Fueron éstos quienes, introduciéndose en las lecturas, como luego se introducirán en la vida, de los adultos, se los apropiaron, previa adaptación o no.

2.ª La fuerza educativa está en ellos en proporción directa de la superación de riesgos por parte de los protagonistas y de la capacidad de inserción de los mismos en la vida normal, tras la purificación impuesta por la peripecia vital, que recoge la novela. Rousseau, como es sabido, establece que el Robinson «será el primer libro que leerá su Emilio. Durante mucho tiempo constituirá toda su biblioteca y siempre ocupará en ella un lugar destacado...».

La isla del tesoro, de Stevenson, es una reflexión sobre la audacia y su compromiso con el deber. Poco importan las circunstancias en que audacia y deber se ven envueltos. La reciedumbre de los tipos humanos y lo poético del tratamiento son suficientes para justificar y avalar una narración que podría haber sido horripilante.

Con evidente exageración podría afirmarse que cuanto se contiene en estos dos espacios apuntados es espontáneo. En ellos tanto lo literario como lo educativo sería, en muchos casos, consecuencia directa de una actividad, la de escribir, que lleva anejas esas condiciones. Algo así como si los autores hubieran procedido por instinto y las derivaciones educativas de su obra no fueran intencionadas ni queridas.

Patrocinar hasta sus últimas consecuencias esta tesis, que ya de salida hemos calificado como exagerada, sería desconocer la esencia de la literatura. Pero ver programadas en todas las obras segundas intenciones, de acuerdo con ideas posteriores a las obras, es creer que la literatura ha estado siempre dirigida, cuando precisamente ha sido constante ejercicio de discrepancia.

Fernando Savater abunda en este criterio cuando, dejándose llevar del exabrupto, afirma: «Si alguien me previene del imperialismo de Tarzán o de que Sherlock Holmes es un canto a la represión policial, le dedico una de esas sonrisas que hacia afuera significan «¡si usted lo dice!» y hacia dentro suponen «¡pobre cretino!» (Cuadernos de Pedagogía, número 36, pág. 24. Barcelona, diciembre de 1977.)




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El espacio de revisión

El descubrimiento de un espacio de revisión, animado en parte por el espíritu realista, supone, de acuerdo con nuestra hipótesis, que la literatura infantil ha desbordado ya el sencillo «instruir deleitando» de sus inicios para penetrar conscientemente en el terreno de la crítica, la denuncia, la propaganda y hasta la mentalización. Es decir que ha dado un paso más en su marcha hacia la educación y, consiguientemente, se ha problematizado junto a ella.

Por supuesto que estos pasos no se han dado todos a la vez, y, por descontado también que la progresión tiene grados que no consiguen eliminar estadios anteriores, ni siquiera los que hemos denominado espacio de equilibrio y de crecimiento, lo cual contribuye a la complejidad de la literatura infantil.

En efecto en este nuevo espacio añade la faceta de homologarse con la literatura de adultos en lo referente a la toma de conciencia del desajuste existente entre el ideal apetecido y la realidad. Aparecen la revisión y la crítica, y, aunque las soluciones apuntadas a los problemas denunciados sean muchas veces pura evasión de la realidad, ésta queda reflejada a veces a través del prisma de equilibrio al que deben ajustarse las conductas, pero a veces como simple punto de convergencia de injusticias y crueldades permanentes.

Por otra parte, de la conjunción de los dos elementos del binomio, literatura para niños y actitud crítica, es lógico que en el campo de la denuncia de realidades crueles e injustas se dedique un capítulo muy importante a los niños de infancia desgraciada por diversas causas.

Como casos de denuncia social aparece en 1852 La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, obra que la propia autora arreglará para niños muy pronto. El tío Tom, a pesar de su condición de esclavo se siente feliz mientras pertenece a un dueño bondadoso. Pero cuando éste, por apuros económicos se ve obligado a venderlo el bueno de Tom experimenta las consecuencias de su lamentable e injusta situación de esclavo.

También la triste condición del indio queda reflejada en Calzas de Cuero, de James Fenimore Cooper. La trágica historia del genocidio que se cierne sobre los indios de ciertas tribus, tuvo, gracias a este libro, repercusión mundial. Tanto ésta obra como la anterior, para el adulto representan una toma de conciencia de las injusticias cometidas contra indios y negros; para el niño han de ser además motivo para educar sus sentimientos humanitarios.

Como es sabido, tras las producciones cimeras en cualquier género aparece siempre una serie de imitaciones, continuaciones y mixtificaciones que diluyen y difunden el espíritu compendiado en las obras maestras que les sirven de modelo. Los frutos de la potente imaginación de Karl May son un ejemplo de este tipo de obras que lejos del documento de Feminore Cooper aprovecharon no obstante la imagen del indio idealizado creada por él. Su abundante producción tuvo amplia difusión entre lectores jóvenes y adolescentes.

En el siglo XX esta acción complementaria y subsidiaria de difusión de ideas y de modelos se ve ampliamente reforzada por los medios de comunicación social de los cuales el tebeo y el cine -posteriormente la televisión- adquieren importancia capital.

La inserción del niño como protagonista dentro del mundo de la injusticia social denunciada debe remontarse al pícaro español con Lázaro de Tormes a la cabeza. Pero si nos ceñimos al ambiente de la literatura infantil y justamente en este espacio de revisión que navega ente la conmiseración del romanticismo y el documento del realismo hay que contar con Dickens como promotor. Su David Copperfield, su Oliver Twist y el tratamiento que da a sus niños en general se erigen como modelos de los niños desgraciados para la literatura infantil posterior mucho más que Cenicienta.

De los niños explotados por el desarrollo industrial se pasa a los pequeños metidos a deshollinadores y limpiachimeneas.

Ver en cambio tan sólo facilidades para planteamientos cómicos, como harán posteriormente las «películas de risa» que tanto prodigan el caso del deshollinador que se cuela por una chimenea, sería quedarse en la corteza.

El niño deshollinador se ve identificado, aunque sólo sea de momento con el negro desgraciado y discriminado a la vez.

Esto es lo que destaca con claridad meridiana en The water babies (Los niños del agua), de Charles Kingsley, aparecido en 1862. En este libro Tom, uno de esos chiquillos utilizados como limpiachimeneas, cae equivocadamente en el dormitorio aseado y limpio de una niña acomodada que descansa en su muelle cama como si fuera un ángel. Tom ve reflejada en un gran espejo su «fea, negra, andrajosa imagen, con los ojos legañosos y los restallantes dientes blancos». Tiene la sensación de ser un negro frente a la niña doblemente blanca, por nacimiento y por posición social. El contraste es injusto y desolador. Los chillidos de la niña asustada por la súbita aparición, atraen a la niñera que ahuyentará al desgraciado e inoportuno deshollinador.

A pesar de la solución fantástica que introduce Kingsley, el planteamiento lleva aneja la crítica social. Tom, acosado por la niñera, huye a través de la ventana, escapa de una multitud de perseguidores y se sumerge en el agua que necesita para limpiarse. Se convierte así en un niño de agua. Y emprende el descenso a las profundidades del mar. Tras pasar algunos días felices en la Bendita Isla de San Brendan, descubre a su antiguo dueño, el deshollinador adulto que lo introducía a él por las chimeneas, apresado a su vez en ellas. Con la ayuda de una hada liberará a su dueño del suplicio de la chimenea y conseguirá el favor de la angelical niña en cuyo blanco dormitorio irrumpió inesperadamente al principio de la aventura.




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Definición de la revisión

La profundización en el espíritu de revisión ha llevado a la literatura infantil a definirse en el sentido de su mediatización. Se ha creído que influir sobre los niños a través de ella equivale a influir en los hombres del mañana, lo cual no deja de ser cierto. En consecuencia se ha sometido a la literatura infantil a un proceso de aproximación a la de adultos, si no en los métodos, sí en los temas y en las intenciones.

El equilibrio entre fantasía y realidad, que parecía dibujarse para muchos como la fórmula ideal desde el punto de vista educativo, se ha roto en favor de la realidad. Y el mismo sentido de la educación que se servía de símbolos generalizadores por un lado y apuntaba a actitudes básicas, amplias y por tanto válidas para múltiples y variadas situaciones ha cambiado de enfoque para fijarse en puntos concretos.

En manos de quienes así entienden la literatura infantil no tiene porqué ésta presentar, por ejemplo, una lucha genérica entre buenos y malos, reflejo de otra todavía más genérica entre el bien y el mal. Ahora tiene que decírsele al niño quiénes son los buenos y quiénes los malos para que los identifique necesariamente según el criterio del autor.

¿Supone esta actitud avance hacia una estructuración ideal de la literatura infantil desde el punto de vista educativo? ¿No será más bien un retroceso hacia el adoctrinamiento y la manipulación? Será más educativo para el niño proporcionarle unos datos no exentos de interpretación partidista y subjetiva que provocar su raciocinio para que él vaya elaborando sus propios criterios?

Por poco que se examinen una serie de obras recientes se llegará a la conclusión de que el antiguo lema, válido para la literatura infantil desde su principio, de «instruir deleitando» se está transformando en «instruir amargando». De la gravedad del hecho en sí y en sus consecuencias convendría tomar conciencia.

Podríamos decir que esta mediatización de la literatura infantil la ha llevado al partidismo, si no tuviéramos que reconocer que el proceso ha sido inverso, es decir que ha nacido de él y al servicio de ideologías totalitarias que, desde el poder, han impuesto sus consignas y han ejercido un dirigismo indiscutible.

La aparición de un fenómeno de tales proporciones y características ha condicionado poderosamente la producción a partir del segundo cuarto del siglo XX.

Las reacciones han sido varias y han determinado por lo menos tres actitudes fundamentales por su importancia y extensión:

1.º El dirigismo de las ideas totalitarias que aboca al monolitismo.

2.º La libertad de expresión que conduce a la mayor diversificación.

3.º Una toma de conciencia universal ante la importancia de la literatura infantil.




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El dirigismo

Como dice Bettina Hürlimann, en los países occidentales, como Alemania e Italia, un tiempo sometidos a regímenes dictatoriales, las presiones de los gobiernos sobre la literatura infantil y juvenil se ejercieron a través de medidas indirectas como prohibiciones y retirada de cupos de papel, pero nunca alcanzaron los grados de sistematicidad y programación manifiestos en la U. R. S. S. a través de un dirigismo absoluto que ni siquiera se disfraza con las galas del paternalismo o del desarrollo.

En la U. R. S. S. y demás países comunistas la literatura infantil ha pasado a ser poderoso instrumento de mentalización. La misma Bettina Hürlimann confiesa que el libro infantil soviético ofrece un mundo excitante y lleno de vida, de «tensión y enseñanza, falseamiento grandioso de la Historia y educación política», donde los ideales primitivos del comunismo se transparentan con mayor claridad que en el resto de la vida soviética.

Pippi Mediaslargas, situada entre los razonables y serios muchachos que pueblan la literatura soviética sería «la más escandalosa antagonista». Los niños protagonistas soviéticos se mueven siempre «por el afán de un mundo mejor en un sentido fijado por completo dentro de un contorno material».

Los triunfos del trabajo, los logros del proletario, las victorias bélicas a la sombra de su propia ideología, los hallazgos de la ciencia, la hermandad universal y la paz como meta son temas enfocados desde el punto de vista positivo, siempre que miren hacia adentro de la Unión Soviética y de los países comunistas.

Todo esto es sabido. No obstante la confirmación de los propósitos de dirigismo y programación, así como de su alcance y objetivos, se aclaran mucho más a partir de hechos representativos y de palabras autorizadas.

Ya en 1916 Máximo Gorki, que luego asumiría la responsabilidad de orientar y fomentar la literatura infantil y juvenil en la Unión Soviética, muestra su preocupación por lo que ha de ser a su juicio esta literatura. Al encomendar «al camarada Romain Rolland» una biografía de Beethoven para niños, le da cuenta de haber encargado otras vidas como la de Edison y la de Colón, y él mismo se compromete a escribir la de Garibaldi y a responsabilizarse de la edición de todas estas biografías.

Considera la «emoción», «la fogosa ironía» y «el hablar siempre en broma» como recursos adecuados para dirigirse a los niños. Pero ante las posibilidades no ya de desviacionismo sino de pluralidad de criterios, sentencia cautelosamente después de 1932:

«Hay concepciones demasiado distintas sobre un asunto importante y básico: el de la educación de los niños para hacer de ellos socialistas en un Estado que se esfuerza con éxito, por organizarse según principios socialistas, pero que aún no ha coronado esta realización. Los niños de hoy deberán llevar a cabo algún día esta organización, estos niños que viven en condiciones contradictorias, en las condiciones del pequeño, cotidiano e ininterrumpido combate que ha de sostener el pequeñuelo socialismo contra el gigante individualismo, contra un gigante al que han estado alimentando sin cesar los siglos e incluso los milenios. ¡En eso es en lo que hay que pensar!».

Y prosigue Gorki explicitando cada vez un poco más:

«Afirmo que es necesario revelar a los niños en forma serena los graves crímenes cometidos por los Krupp y los Thyssen, a fin de que en ellos nazca el desprecio y la repulsa contra el crimen, pero no el temor ante los criminales. Sin embargo, el odio de clases debe surgir de la íntima repulsa contra el enemigo, contra un enemigo en el que se ve a un ser de orden inferior. No debe brotar el tenor ante la fuerza de su cinismo y de su brutalidad, como provocada, aunque sin darse cuenta de ello, antes de la Revolución, una sentimental literatura infantil, una literatura que era absolutamente incapaz de emplear un arma tan mortífera como la carcajada.»

Y terminamos con otro testimonio del propio Gorki:

«La literatura infantil burguesa y prerrevolucionaria transmitía, a pesar de todo, a los niños una cierta representación del mundo: a los niños más pequeños con cuentos de hadas y libros de imágenes; a los mayores con historias y relatos originales y traducidos.»

«Convendría escribir libros -no sólo uno, sino varios- en los que se pusiera de manifiesto todo cuanto la física y la química han proporcionado a la humanidad y todo cuando pueden proporcionarnos todavía aún a nosotros en las condiciones de nuestra estructura socialista.» (Los subrayados anteriores son nuestros.)




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La libertad de expresión

La libertad de expresión es un hecho en Occidente. Sus consecuencias para la literatura infantil y juvenil, siempre matizadas por la condición de los destinatarios, se hacen patentes en la producción. Frente al dirigismo y monolitismo soviéticos que incluso intentan eliminar los rastros de individualismo en la educación de los niños, la literatura infantil occidental se levanta como una encrucijada de tolerancias en la que todo es posible.

Revisionismo de todo tipo, tendencias políticas e ideológicas plurales, incluida, por descontado, la marxista, encuentran cabida en la literatura infantil occidental a despecho de intereses de país, de grupo y de clase, cosa que, naturalmente, no puede suceder en la Unión Soviética.

Las muestras más curiosas indudablemente radican en el campo político e ideológico. A veces señalan un cambio de orientación rotundamente opuesto a tendencias anteriores, y, en todo caso, resultan brillantes ejercicios de autocrítica sobre el pasado, reciente o remoto.

Así en Alemania se predica la tolerancia para con el extranjero en El color de la piel es cosa secundaria y El gran campamento, de H. G. Noak. También en Alemania se otorgó en 1961 el premio al mejor libro infantil en alemán a Niños estrellas, de la holandesa Clara Asscher Pinkhoff, que narra los sufrimientos que pasa un niño por el simple hecho de ser judío. O Cuando Hitler robó el conejo rosa, de Judith Kerr, relato autobiográfico de una niña judía cuya familia se ve obligada a tomar el camino del exilio y salir de Alemania.

En los Estados Unidos se escriben libros sobre problemas de integración racial como No hay sitio para Eva, de Catherine Marshall.

Y la crítica de la guerra y sus horrores se nos ofrece, por ejemplo en Sadako quiere vivir, donde el escritor austríaco Karl Bruckner, presenta la vida de una chiquilla de la tristemente célebre Hiroshima. Esta actitud dista mucho de los cantos a los triunfos bélicos obtenidos por el proletario que tanto se prodigan en el ambiente soviético.

Pero la revisión no se detiene aquí y autores occidentales del momento no rehuyen el realismo con derivaciones complejas. Aparecen problemas tan actuales como el planteado por Las dos Carlotas, de Erich Kastner, sobre la separación matrimonial; o el de los niños subnormales reflejado en Todos tenemos hermanos pequeños, de J. M. Espinás, y No os llevéis a Teddy, de R. Friis; o el niño acomplejado como Zapatos de fuego y Sandalias de Viento, de Ursula Wolflel; o el niño fugado del hospicio como en Rasmus y el vagabundo, de Astrid Lindgren.

La censura para libros infantiles y juveniles en los países occidentales donde existe o ha existido no ha conseguido encauzar la producción ni frenar la libertad de expresión. Indudablemente en su haber podrán contabilizarse algunas limitaciones, pero lo cierto es que hasta en la propia España, en años de censura, pudieron aparecer obras como Historia de una muñeca abandonada, de Alfonso Sastre, que es una versión a nivel infantil de la lucha de clases, y otras obritas, también de teatro para niños, como Asamblea general y El raterillo, de Lauro Olmo, cuyos mensajes politicosociales está en completa contradicción con la ideología entonces en el poder.

Además en los países occidentales con censura para la literatura infantil, al no ejercerse de forma férrea como en la Unión Soviética, los autores se han dedicado a burlarla creando una situación entre grotesca y maliciosa que indudablemente es de lo menos indicado desde el punto de vista educativo para el niño.

Por otra parte en el mundo occidental las corrientes antiautoritarias, liberadoras, emancipadoras, desmitificadoras, anticonsumistas y demás tienen fuerte representación en la literatura infantil.




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La toma de conciencia universal

Esta realidad compleja y conflictiva de la literatura infantil ha despertado la atención de organismos internacionales como se ha apuntado al principio. Estos organismos van desde los de carácter confesional hasta los que se ocupan de política cultural de forma amplia, como la UNESCO.

La mayor parte de sus acciones va encaminada a crear un estado de opinión que fomente una literatura infantil capaz de contribuir a educar socialmente al niño y en modo alguno a enfrentar a unos con otros alimentando rencores y odios basados en prejuicios de raza, de historia, o por los nacientes nacionalismos.

Una de estas entidades, la Organización Internacional del Libro juvenil, más conocida por IBBY, de las siglas de su denominación en lengua inglesa, International Board on Books for Young People, como contribución al Año Internacional del Niño ha lanzado un documento en el que se exhorta a todos a comprometerse a trabajar para asegurar a todos los niños primero «la facultad de leer» y en segundo lugar la capacidad de disponer de «una amplia y rica selección de libros que respondan a sus intereses y necesidades».

Se pretende que los niños «estén provistos de ideas e ideales y de la información e inspiración que necesitan para hacer un mundo mejor».

Y se parte de la base de que «más urgente aún» que el libro de texto «es la necesidad de una amplia variedad de libros para la lectura voluntaria y de entretenimiento».

Para éstos da la IBBY algunas pautas y sugerencias:

  • Libros de fantasía para ensanchar su imaginación, para guiarlos a cimas de inventiva artística o exploración científica jamás soñada anteriormente.
  • Libros que fomenten la amistad, la paz y el entendimiento: libros que presenten a otras personas con un medio de vida diferente; libros que presenten una variedad de grupos y culturas étnicas de manera positiva y no estereotipada.
  • Libros que preparen a los niños para vivir en armonía en un mundo interdependiente.
  • Libros que les hablen de su propia herencia étnica: historia, fábula, leyenda y folclore; libros escritos e ilustrados por personas íntimamente asociadas con su propia cultura, para alentar su propio desarrollo y darles un sentido de identidad personal.
  • Libros que aunque reconozcan el valor de las diferencias culturales, sin embargo subrayan las muchas cosas compartidas por toda la humanidad; libros que hablen de las necesidades humanas básicas y de los derechos humanos; libros que fomenten la preocupación por la tierra, el pequeño planeta en el cual vivimos.
  • Libros que estimulen el conocimiento de las primeras letras: libros que sean fáciles y al mismo tiempo interesantes, que mantengan en los principiantes el deseo de perfeccionar sus conocimientos.
  • Libros que inciten y alienten el espíritu de averiguación, para que los jóvenes se vean estimulados a seguir leyendo y aprendiendo.
  • Libros que muestren distintas profesiones y que den a los lectores juveniles los conocimientos prácticos necesarios para poder bastarse a sí mismos.
  • Libros para ampliar su comprensión de las vidas y problemas de otras personas y por tanto que les den una nueva percepción de sus propias vidas y problemas.
  • Hermosos libros con ilustraciones que despierten su sensibilidad; cuentos de hadas para maravillarse; historietas cómicas para reírse; relatos conmovedores para sus sentimientos.

Difundir estas ideas será un medio práctico para contribuir a tomar conciencia sobre la importancia del libro infantil y juvenil.






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Bibliografía

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