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Buero


Manuel Martínez Mediero





Tuve la inmensa suerte de mantener una gran amistad con Antonio Buero Vallejo y con Victorita, ambos queridísimos, y en el caso de Victoria mucho más, desde que dirigida por Alberto Miralles, intervino en mi obra El último gallinero cuando se estrenó por segunda vez en el teatro de la villa de Madrid. A los ensayos iba Buero todas las tardes y reconozco que su presencia era un consuelo, sobre todo cuando éstos se complican, teniendo en cuenta que yo he estrenado la mayoría de las veces, sin ayuda pública ninguna, y aquélla, concretamente, fue con una ayuda que le dieron a Miralles. Desde mi primera publicación guardo las cartas de Buero, en las que dentro de su pesimismo visceral, dejaba siempre algún resquicio para la esperanza. Hasta el extremo de buscarme él mismo empresario para mis obras. Le guardé siempre una veneración inextinguible. La lectura de sus obras obraron en mí la misma función de la luz en mitad de la noche. Buero ha sido un autor luminoso, con obras fundamentales, que nos sirvieron para abrir caminos necesarios. Todas son fundamentales, para Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad, las «históricas» sobre Velázquez o Un soñador para un pueblo, son un modelo de lo que debe ser el teatro historicista; es decir, aquél que no sólo nos muestra la historia como referencia, sino que la utiliza como enseñanza paralela al tiempo en que se vive. Se hizo una muestra en El Club Pueblo de teatro, y fui condenado a representar mi obra El convidado. El enfrentamiento con la censura era tan feroz, que horas antes de la representación mi obra fue prohibida. Entre el público que esperaba estaba Antonio Gala (en su mejor época) y Antonio Buero Vallejo. Fuimos desalojados por la policía y cuando salíamos, Buero con inmenso cariño ante las idas y vueltas de mis viajes desde Badajoz, me dijo:

-Mediero, se va a tener usted que comprar un kilométrico.

Te aseguro, Victoria, que nosotros tampoco lo vamos a olvidar.





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