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Del canon a la periferia

Encuentros y transgresiones en la literatura uruguaya

Fernando Aínsa

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Del canon a la periferia. Encuentros y transgresiones en la literatura uruguaya reelabora, organiza y reúne una serie de ensayos y trabajos críticos presentados en distintos foros internacionales y publicados en suplementos culturales, revistas universitarias y libros colectivos alrededor de una preocupación común: la cultura y la literatura uruguaya percibida en su original singularidad, pero vertebrada en la latinoamericana y en la más vasta occidental, a las que pertenece por vocación y destino.

Una integración que se articula a partir del canon forjado en la plural expresión creativa de la generación del Novecientos, anclaje cultural que otorga no sólo referentes sino un sentido al quehacer literario ulterior. Creación fundacional que brinda un sólido punto de partida a la especificidad uruguaya, el Novecientos es también ejemplo de esa universalidad enraizada que -aún debatiéndose con los dilemas entre tradición y modernidad y entre arraigo y evasión que la fragmentan y estrían- caracteriza el proceso de la cultura nacional hasta nuestros días. Más allá de los avatares de los modelos estilísticos en que se ha ido expresando esa búsqueda de identidad a través del quehacer literario, el proceso ofrece una sorprendente coherencia que no ha podido quebrarse en los períodos más sombríos -como lo fuera el de la dictadura (27 junio 1973- 1.º marzo 1985)- ni bajo la insidiosa erosión económica y social que el país ha padecido y padece desde que aparecieron las primeras «grietas en el muro».

Desde esta perspectiva se han ordenado las diferentes partes y capítulos que componen Del canon a la periferia. En la primera -«Identidad y frontera»- hemos reunido tres ensayos complementarios. Si el primero intenta definir una posible «geografía espiritual uruguaya», sin ceder a la tentación del nacionalismo, en el segundo recordamos cómo las fronteras que protegen las diferencias que hacen su especificidad, son al mismo tiempo el pasaje que propicia encuentros y transgresiones. Ambivalencia de la frontera y de toda zona fronteriza que orienta un recentramiento hacia los «bordes» y hacia una «periferia» que ya se insinúa en la narrativa, tal como —8→ analizamos en la cuarta parte, «Miradas desde la periferia». En el ensayo sobre la celebración patriótica y la fiesta del carnaval apuntamos a la misma metáfora: una celebración que pretende definir un corpus de signos identitarios se desmiente (¿una forma de completarse?) en la subversión carnavalesca que su misma enunciación propicia.

En la segunda parte -«El canon del Novecientos»- y lejos de toda pretensión de agotar el tema, adelantamos dos atractivas direcciones para investigaciones futuras, de las que sólo apuntamos su interés. En primer lugar, cómo se forja a partir del escritor dandi y bohemio la figura del intelectual comprometido que ha tenido tanta significación en el Uruguay contemporáneo. Indicios que apenas hemos rastreado en algunos textos; pistas que deberían invitar a otros a bucear en hemerotecas y bibliotecas.

En segundo lugar, a partir de las propuestas de un texto canónico como el Ariel de José Enrique Rodó, propuesta de un espíritu crítico y renovador, tan ecléctico como proteico, pero profundamente imbuido de vocación americanista, invitamos a recuperar -en este tercer milenio iniciado con tan desconcertantes como agoreros signos- esa «vigilancia e insistencia del espíritu crítico», que propició en Rumbos nuevos, y «la desconfianza para las afirmaciones absolutas» con la que subrayaba de modo cartesiano la importancia de la «duda» metódica. Desbrozado su pensamiento de la retórica que lo envuelve, queda ese mensaje que invita a aconsejar en vez de asegurar, a pensar por sí mismo en vez de dictar fórmulas y principios, a ser el permanente «removedor de ideas» y «tematizador de inquietudes», como lo calificara Carlos Real de Azúa.

En la tercera parte -consagrada a «Las grietas en el muro» que se descubren en el Uruguay que hasta ese momento había podido contemplarse satisfecho en el espejo del mundo- proponemos tres lecturas que se inician en 1939, con el final de la Guerra Civil Española y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, y se ahondan progresivamente en el tejido cultural, social y político del país. En la primera, consagrada al exilio español, recordamos la generosa acogida de Uruguay a los transterrados (del que puedo dar personal testimonio) y el enriquecimiento consiguiente que le brindaron figuras como Margarita Xirgú, Eduardo Yepes, José Bergamín y Benito Milla.

No por azar 1939 es también la fecha de publicación de El pozo de Juan Carlos Onetti que renueva y consagra un nuevo canon no sólo uruguayo, sino continental, que abriría las compuertas de la profunda —9→ transformación de las letras de América Latina, perspectiva y toma de conciencia que, a partir de los años cincuenta, han marcado las letras del país. Dos capítulos de esta tercera parte lo abordan directamente. En el primero analizamos Los aborígenes de Carlos Martínez Moreno, novela que integra con perspicacia una reflexión ensayística sobre la revolución boliviana de 1952 y los inevitables reflejos que se envían entre sí la cultura europea y americana.

La lectura y la influencia de la obra de Onetti no se cerró con su desaparición en 1994. Tomando el tema de la muerte como leitmotiv, abordamos en «La muerte tan temida» el revés de las preguntas y «el alma de los hechos» que subyace en el universo del escritor que más influencia ha proyectado sobre la narrativa uruguaya. Es justamente esa influencia la que abre la reflexión de la cuarta parte sobre esas «miradas desde la periferia» que no son más que un recentramiento desde la descolocación, la marginalidad (cuando no la marginación) y la extrañeza en la que la realidad ha empujado a sus escritores.

Una mirada que -en «la alegoría inconclusa» de una narrativa que está felizmente lejos de haber dado su última palabra- sigue pendiente de las obras de quienes, más allá del desencanto del tiempo presente, están poseídos del desasosiego que hace a la buena literatura.

Origen de los textos publicados

Este libro, aunque no continúa cronológica o temáticamente Nuevas fronteras de la narrativa uruguaya (1960-1993), integra sus capítulos en una misma preocupación y dedicación a la literatura y cultura nacional, ya presente en aquellas páginas. Como fuera el caso entonces, aunque guiado por un propósito de ir sistematizando una visión de lo que es un proceso ininterrumpido de creación, esta obra se ha ido escribiendo a la merced de una vida profesional donde «las afinidades electivas» por obras y autores no han podido marcar todas sus etapas. Pese a ello, creemos que el esfuerzo de recopilación, ensamblaje y reescritura del conjunto es lo suficientemente coherente para invitar no sólo a su lectura, sino (lo que es más importante) a la de los autores estudiados.

En todo caso, los fundamentos, argamasa y cimientos, sobre los que se ha edificado Del canon a la periferia, están ahí y deben ser mencionados por su orden. Así, «La búsqueda de la identidad como quehacer literario» recoge lo esencial del discurso de ingreso a la Academia Nacional de Letras del Uruguay como Miembro correspondiente, pronunciado el 8 de julio de 1997. Por su parte, el ensayo —10→ sobre la frontera reproduce con ligeras correcciones el texto publicado por el Boletín de la Academia Nacional de Letras (Montevideo, 7, enero julio, 2000). El capítulo «Máscaras de la fiesta celebración patriótica y subversión carnavalesca» fue presentado en el coloquio internacional sobre «La fiesta en América Latina», organizado por el Centre de Recherches Interuniversitaire sur les Champs Culturels en Amérique Latine (CRICCAL) en París en mayo del 2000, en el cual participaron las uruguayas Milita Alfaro y Norah Giraldi.

El texto «Del intelectual dandi y bohemio al intelectual comprometido en Uruguay» reelabora una ponencia leída en el marco del VI Congreso internacional del Centro de Estudios de Literaturas y Civilizaciones del Río de la Plata (CELCIRP), celebrado en Nueva York en junio de 1998 y la conferencia «Dandis y bohemios en el Uruguay del Novecientos. Una relectura contemporánea», pronunciada en la Universidad de Navarra ese mismo año y publicada por la revista Rilce en 1999 y por Cuadernos Americanos (Vol. 6,72, UNAM, México, 1998).

A lo largo del año 2000 tuve la oportunidad de participar activamente en las celebraciones conmemorativas de los cien años de la publicación de Ariel de José Enrique Rodó, realizadas en la Universidad de Florencia, en el Instituto Cervantes de Milán y en la sede de la UNESCO, París. En Florencia, Martha Canfield, una activa uruguaya en tierra italiana, había auspiciado unas jornadas alrededor de la traducción italiana de Ariel que ella misma había propiciado. En Milán, gracias al esfuerzo de Antonella Cancellier, autora de una excelente edición crítica de Ariel en italiano, publicada en la prestigiosa editorial de Bologna «In forma di parole», el Instituto Cervantes y el consulado uruguayo en esa ciudad organizó asimismo una jornada de estudio sobre Ariel. El texto del capítulo «El centenario de Ariel, una lectura para el tercer milenio» recoge el prólogo a esa edición italiana, tal como fuera modificado y actualizado para su publicación en el número del Boletín de la Academia Nacional de Letras del Uruguay consagrado a «Los cien años de Ariel» (8, julio-diciembre, 2000).

En realidad, con encomiable previsión germánica, los trabajos alrededor de los cien años de Ariel habían empezado en la Universidad de Erlangen Núremberg en febrero de 1999, donde tuve el placer de compartir las jornadas del coloquio con Belén Castro, Mabel Moraña, Jorge Arbeleche y Teresa Cirillo. Allí conocí a Svend Plesch de la Universidad de Rostock, con cuya amistad me honró desde entonces.

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«La perspectiva americana de Rodó desde el Capitolio de Roma» fue publicado como introducción a la edición italiana de El camino de Paros traducida y editada por Rosa María Grillo (Sulla strada de Paros, Salerno, Oedipus Edicione, 2001), profesora de la Universidad de Salerno y apasionada difusora de la literatura uruguaya en Italia. Gracias a Grillo se organizó el Congreso Internacional de estudios sobre el tema «Italia y Uruguay: culturas en contacto» el 8 y 9 de mayo de 1995, origen del texto «Los reflejos de la identidad en el espejo» sobre Los aborígenes de Carlos Martínez Moreno, ensayo que fuera ulteriormente reproducido por Cuadernos de Marcho en Montevideo y que se incluye aquí bajo el título «El destierro europeo de Los aborígenes americanos».

«El exilio español en Uruguay» recoge y actualiza ligeramente un ensayo publicado con el mismo título en Cuadernos Hispanoamericanos (473-474, Madrid, noviembre-diciembre, 1989) en ocasión del 50 aniversario del fin de la Guerra Civil Española (1939-1989). Una versión anterior había sido publicada en Italia en el volumen colectivo Aspetti e problema della letteratura in esilio negli anni 1933-1975 y una posterior por Cuadernos de Marcha.

El ensayo sobre Onetti refunde en un texto único una serie de artículos conmemorativos escritos a su muerte en 1994: el de Plural en México, Diablo texto en Valencia, la Universidad de Lieja y Cuadernos de Marcha en Montevideo. A ellos se sumaría el homenaje organizado en World Literature Today por Djelal Kadir, un estadounidense de origen turco, ferviente onettiano converso gracias a los cursos dictados por Emir Rodríguez Monegal en la Universidad de Yale. Ha quedado en el estribo, tal vez para un próximo libro, el tributado en la UNESCO (París) en diciembre del año pasado, 2001, bajo el título Nuevas lecturas críticas, en el que se reunieron fervientes onettianos como Nicasio Perera San Martín, Edmundo Gómez Mango, Maryse Renaud, Juan Carlos Mondragón y los de más reciente data como Julio Premat, Néstor Ponce y Jean-Philippe Barnabé.

Ahondando en el tema de la frontera, el capítulo sobre la narrativa de tema fronterizo de Saúl Ibargoyen Islas reproduce el publicado en Entorno, revista de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (México) y en Casa de las Américas (La Habana, septiembre 2001).

El capítulo «Marginales, descolocados y excluidos» retoma algunas ideas presentadas en el Coloquio internacional, «Locos, excéntricos y marginales en las literaturas latinoamericanas» celebrado en la Universidad de Poitiers y organizado por el CNRS en junio de 1996 y —12→ sitúa en su perspectiva a toda una generación de escritores analizados en el último capítulo.

Finalmente, el capítulo «La alegoría inconclusa», desarrolla y amplía el capítulo sobre cuatro cuentistas contemporáneos adelantado por El País Cultural de Montevideo en septiembre del 2001 y formará parte de un panorama sobre el reciente cuento latinoamericano que coordina Carmen de Mora, de la Universidad de Sevilla, varios de cuyos capítulos ya pueden ser consultados en la página web «cuentosenred.com». Este ensayo es asimismo un fragmento de un trabajo en curso sobre las últimas tendencias de la narrativa uruguaya en el que estoy trabajando en la actualidad.

Esta apuesta al futuro indica que la reflexión iniciada en 1970 con Las trampas de Onetti, proseguida en los siete ensayos de Tiempo reconquistado (1977) y Nuevas fronteras de la narrativa uruguaya (1960-1993), está lejos de haber terminado. Mientras haya literatura uruguaya y mientras tengamos la energía suficiente para mantenernos al día de su cada vez más diversificada producción, seguiremos escribiendo sobre un quehacer que es también el de los críticos. Pasión y ganas no nos faltan.

Zaragoza/Oliete, febrero 2002

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Identidad y frontera

La búsqueda de la identidad como quehacer literario

La tensión entre lo particular y lo universal, la conflictiva relación entre creación literaria y expresión de identidad nacional es, sin lugar a dudas, el problema más acuciante al que debe hacer frente el crítico literario cuando aborda la narrativa de cualquier país de América Latina. Aun cuando no se quiera caer en la tentación del nacionalismo, analizando obras y autores en la exclusiva perspectiva de los límites geográficos del país donde nacen y se generan, no es posible evitar los términos de una antinomia que divide y polariza toda aproximación crítica.

La literatura uruguaya no es una excepción. Pese a que sus escritores más representativos han trascendido las fronteras -de Julio Herrera y Reissig a Juan Carlos Onetti- no puede prescindirse, cuando se los estudia o sitúa en el contexto de la historiografía literaria, de su inserción en la tradición cultural del país. Esta identificación puede parecer reductora, especialmente cuando se erige en categoría definitoria exclusiva. Una obra queda reducida a ser expresión de la literatura de una nación, lleva la etiqueta de un origen, aunque en los hechos participe legítimamente de otras preocupaciones estéticas, sociales o existenciales que son privilegio de la condición humana. Sin embargo no lo es tanto como podría parecerlo, ya que siempre texto y contexto se explican y complementan en el seno de la historia y merced a los intensos procesos de transculturación a que está sometido en permanencia.

Al abordar estos temas a lo largo de los años, tanto en ensayos sobre literatura uruguaya como en el más vasto de la latinoamericana1, no he dejado de plantearme «dudas cartesianas» que ningún «discurso del método» crítico me ha resuelto. En los lejanos días en que empecé a trabajar sobre la obra de Juan Carlos Onetti, creía que —14→ la creación literaria debía ser analizada en forma autónoma, prescindiendo lo más posible de todo análisis contextual, lo que intenté reflejar en Las trampas de Onetti (1970). Hoy en día no estoy tan seguro de ello. En todo caso, tengo más dudas que entonces.

Entre otras dudas, transmito desde esta primera página, las más acuciantes: ¿a partir de qué momento se pasa de una escritura individual a una expresión colectiva y representativa de una nación?; ¿dónde terminan las influencias y dónde empieza la autenticidad? O la duda más obvia, pero no por ello más fácil de responder: ¿se necesita de un número mínimo de escritores para hablar de identidad nacional?; mejor aún, ¿hablar de literatura nacional es un problema de número o de la conciencia difusa o claramente expresada de formar parte de una colectividad?

Consciente de estas interrogantes, he preferido encarar el marco de la literatura uruguaya al que he ceñido el trabajo crítico, como un concepto operativo imbricado en la historia y la voluntad cristalizadora de un pueblo, identificado por rasgos y signos que siento como propios.

Hablar de literatura uruguaya -como puede ser hablar de literatura paraguaya, nicaragüense o ecuatoriana para otros- es un modo de establecer un campo de estudio con límites geográficos definidos y referido a una producción cultural que, más allá de las corrientes estéticas en que se reconoce y gracias a las cuales se diferencia de otras literaturas, está marcada por los jalones de su historia.

Una historia que es también americana y con la cual Uruguay comparte un destino y muchas de las expresiones que han hecho del continente uno de los polos más activos de la creación literaria del siglo XX. Desde esta perspectiva, la diferencia uruguaya es más contextual que textual, ya que el nivel de la lengua -más allá de algunas modalidades estilísticas- no basta para identificar una obra como nacional.

El corpus que define y organiza «lo uruguayo» como un todo, del que la narrativa es una de sus expresiones, pero no la única, es el destino común en que está inmerso nuestra colectividad y con el cual se relacionan, en forma interdependiente y transdisciplinaria, ensayos culturales, políticos, antropológicos, sociológicos, históricos y hasta periodísticos, en una tensa urdimbre intertextual de ramificaciones abiertas a todo tipo de afinidades, influencias y correspondencias. De ese reconocimiento mutuo surge esa sensación de pertenencia y «creencia» en una identidad común.

Sin embargo, no se puede olvidar que toda escritura es el resultado de un proceso genético que, en su origen, es siempre —15→ personal, visceral y solitario, aunque luego se inscriba en lo social y aun en lo institucional de un país determinado. Sin escritura individualizada, personal y original, no hay literatura de ningún tipo -local, nacional o regional- un aspecto que no siempre tienen en cuenta los políticos y «comisarios» de la cultura al dictar valores y conductas, al establecer jerarquías y exclusiones, al otorgar premios y decidir quiénes son los «Clásicos nacionales».

La universalidad enraizada

En la doble perspectiva del texto y su inevitable contexto, del individuo y de la comunidad a la que pertenecemos, he concebido este trabajo crítico, un modo de recordar que la buena literatura rebasa siempre las fronteras de una patria determinada para participar en la aventura colectiva de la humanidad.

Para ello -y por lo pronto- no hay que temer aperturas e influencias. La peculiaridad de nuestra identidad no se diluye ni se aliena en su participación en el mundo, en ese saber compartir con otros una misma condición humana. Por el contrario, nuestro «derecho a lo peculiar» se enriquece con esa apertura de fronteras. Debemos insertar la especificidad uruguaya en la universalidad, pero en una «universalidad enraizada», porque -como ya lo precisara Mariano Picón Salas- «no se puede ser universal en lo abstracto». Si nuestra «comarca» está en el mundo, es porque creemos en la boutade del poeta portugués Miguel Torga: «Lo universal es lo local, menos los muros».

Sin embargo, aceptar esta perspectiva no es siempre fácil. No todos lo entienden así; no todos lo quieren así, porque el tema de la identidad no es neutro y ahora menos que nunca.

En efecto, en los últimos años se han multiplicado en artículos, ensayos, libros y discursos, referencias a la identidad de América Latina y a la nacional de cada uno de sus países. Se reivindica la identidad hasta en plataformas y programas políticos y la creación literaria no escapa a la mágica resonancia de alusiones implícitas o directas presentes en los géneros más diversos, de la poesía a la narrativa, pasando por el teatro y el ensayo. La atención dispensada al tema de su configuración a través de la ficción lo prueba desde los ángulos más diversos: coloquios, seminarios y congresos, volúmenes colectivos e individuales consagrados al tema, donde se han ido echando las bases de una auténtica metodología crítica para la lectura de la narrativa en la perspectiva de la problemática de la identidad, empresa en la que personalmente estoy empeñado desde hace más de veinticinco años.

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Por esta razón no debe extrañar que empiece por afirmar algo que puede parecer exagerado. Estoy convencido de que buena parte de lo que entendemos por identidad cultural de América Latina y en nuestro caso por la uruguaya, se ha definido gracias a la literatura, a esas páginas de nuestra prosa y de nuestra poesía donde cristaliza sutil pero intensamente un modo de ser o un paisaje.

Son la poesía y la novela -esta última bautizada con solemnidad por José Ángel Valente como «género de la emancipación»- pero también el cuento, los que completan eficazmente el trabajo de estudiosos de otras disciplinas, como ensayistas y filósofos, contribuyendo así en forma activa a la búsqueda y definición de los signos propios y específicos de lo que se entiende por «identidad cultural».

En poemas y novelas se vertebran con eficacia los principios identitarios y se configuran denuncias de grupos oprimidos o minoritarios, poniendo de relieve contradicciones y ambigüedades, la riqueza y polivalencia de la realidad, difícilmente admisible en otros géneros. A través de la literatura se condensan y cristalizan arquetipos, símbolos e indicios de la especificidad del continente con una variedad y polisemia que no tienen otros discursos, como pueden serlo el político, sobre todo cuando es reductor o maniqueo, o el sociológico y antropológico, en general más dependiente de modelos teóricos o ideológicos importados. Incluso los datos estadísticos y las informaciones científicas y objetivas resultan secundarios frente al poder evocador de una imagen o la sugerencia de una metáfora.

En esa autenticidad, en esa «veracidad» que en forma paradójica puede tener la ficción se reconocen autores, personajes y lectores. Gracias al esfuerzo de condensación imaginativa que propicia la literatura, algunas novelas pueden llegar a presentarse como la esencia de una cultura, definiendo y categorizando lo que puede ser una «visión integral» individual, local, regional, nacional o continental de lo americano. Es la identidad desgarrada, dividida o atormentada de América Latina la que surge con singular fuerza de muchas páginas de creación. Resulta evidente, pues, que a través de la indisoluble pareja que forman lo real y lo imaginario en la historia del continente, la realidad misma se enriquece culturalmente.

De ahí la indisoluble unión con que aparecen identificados pueblos y obras literarias. Son «los libros que hacen los pueblos» -como gustaba decir Ezequiel Martínez Estrada- para referirse a la «paternidad inversa»: el libro que hace al pueblo que lo escribió y cuyo ejemplo paradigmático sería la Biblia. La identidad de muchos pueblos ha cristalizado así en textos representativos como la Ilíada, la Eneida, el Kalevala, el Cantar del Mío Cid o As Lusiadas, proceso —17→ que se prolonga en la novelística histórica del romanticismo y en los grandes ciclos realistas y naturalistas del siglo XIX. Tal es el caso en Europa de La comedia humana de Balzac, de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, de muchas novelas de Zola y de la narrativa rusa de Gogol, Tolstoi y Dostoievski. Los ejemplos se repiten en las grandes epopeyas nacionales de Asia, cuyos caracteres identificatorios son fundantes de una identidad nacional e, incluso, regional como es el caso del poema épico del Ramayana en el sudeste asiático.

No otra cosa sucede en América. No otra en Uruguay.

La variedad y la densidad cultural de Paraguay emerge de la obra de Augusto Roa Bastos con una dimensión desconocida hasta ese momento. Pareciera como si la «lectura ficcional» de su historia nacional, a través de obras como Hijo de hombre y de Yo, el Supremo, se hubiera enriquecido gracias a la narrativa, aunque esa riqueza existiera en forma «inédita» en la propia realidad. Mitos, símbolos y una diversidad cultural que el discurso antropológico, económico, sociológico o político no había percibido en su rica complejidad, se han «develado» gracias a la ficción.

En Perú, difícilmente puede imaginarse la identidad andina sin la representación literaria forjada por El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría o Todas las sangres y Los ríos profundos de José María Arguedas, conciliando antropología, mitografía y ficción en el complejo esfuerzo por vertebrar una condición indígena fragmentada. Lo mismo puede decirse de Miguel Ángel Asturias para Guatemala y de Graciliano Ramos y João Guimarães Rosa para el Brasil rural y de Rómulo Gallegos en Venezuela. Del mismo modo, la representación del mundo gauchesco pasa inevitablemente por el arquetipo creado por el poema Martín Fierro de José Hernández y el Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes en Argentina y Los tres gauchos orientales de Antonio Lussich en Uruguay. Arquetipo del gaucho que se prolonga en nuestro país en el «paisano» de los cuentos de Juan José Morosoli, Julio Da Rosa y, sobre todo, en los cuentos y novelas de Enrique Amorim y las Crónicas de Justino Zavala Muniz, sin olvidar el gaucho «naturalista» de Javier de Viana o el «existencial» de Francisco Espínola y Mario Arregui o la interesante apertura temática y estilística de la «neo-gauchesca» de Mario Delgado Aparaín.

La geografía espiritual uruguaya

Todos estos autores propician un conocimiento sensible y cabal de la identidad de pueblos y naciones, tanto en el área rural, como en la urbana. Para esta última, basta recordar el carácter fundacional —18→ de su componente urbano en ciudades como México, Buenos Aires y Lima a través de novelas como La región más transparente de Carlos Fuentes o Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal y en la narrativa de Julio Ramón Ribeyro. Montevideo también ha tenido sus «fundadores» literarios. Recordemos las novelas de principio de siglo de Mateo Magariños Solsona, Las hermanas Mammari, Valmar y Pasar, la poesía montevideana de Emilio Frugoni, los cuentos y novelas de Carlos Martínez Moreno y Mario Benedetti, creadores de una «geografía espiritual» en la que se reconoce un paisaje urbano tan singular como melancólico.

Lo mismo sucede con las novelas históricas que, en el siglo XIX y principios del XX, resaltan, muchas veces mejor que un estudio historiográfico, las modalidades de formación de las naciones hispanoamericanas. El proceso debe ser examinado ahora en su contexto y desde una adecuada perspectiva. El esfuerzo intelectual que se cumplió en ese período no sólo era para fundar una nación con los jirones y los despojos heredados del pasado colonial y de las guerras civiles que sucedieron a la Independencia, sino para crear un país viable y realmente independiente, echando las bases de un Estado capaz de funcionar en el contexto internacional.

Si se piensa -por hablar una vez más de nuestro país- cómo la identidad histórica ha adquirido su vertebrada perspectiva a partir de la obra novelesca de Eduardo Acevedo Díaz, podemos percibir la verdadera importancia de lo que afirmamos. Es interesante recordar cómo el novelista Acevedo Díaz siente que el discurso historiográfico y político que él mismo practicaba, no le basta para representar la identidad de su país y apela a la ficción para darle esa fuerza vital, esa «encarnación» fundante de la nacionalidad que buscaba con tenacidad. Sus artículos teóricos sobre la novela histórica son, en este sentido, muy ilustrativos. Algo parecido ha sucedido con Cirilo Villaverde en Cuba y con la visión entre épica y testimonial de las novelas sobre la revolución mexicana, cuya contribución a la conciencia de la «mexicanidad» contemporánea es indiscutible.

«La literatura es una respuesta a las preguntas sobre sí misma que se hace la sociedad» -ha recordado Octavio Paz en Tiempo nublado- al subrayar la intrincada complejidad de las relaciones entre realidad y literatura en América Latina: «La relación entre sociedad y literatura no es la de causa y efecto -nos dice-. El vínculo entre una y otra es, a un tiempo, necesario, contradictorio e imprevisible. La literatura expresa a la sociedad; al expresarla, la cambia, la contradice o la niega. Al retratarla, la inventa; al inventarla, la revela».

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Buena parte de la problemática de la identidad latinoamericana se vincula a esta necesidad de elaborar «modelos de autoctonía», basados en rasgos tipológicos nacionales o globalmente válidos para la propia comunidad y para el continente, gracias a los cuales la proclamación del derecho de cada pueblo a proteger sus valores espirituales y culturales comunes no queda limitada a una dimensión programática, cuando no voluntarista.

Lógicamente, estos modelos deben ser percibidos en una dimensión que vaya más allá de lo que puede haber sido una corriente filosófica «de moda» importada desde Europa. La americanización consiguiente de escuelas, modos de pensar, direcciones estéticas en que esos modelos se han revertido, no debe verse como una simple copia mimética, sino como un apasionante ejemplo de la transculturación de que ha sido capaz Latinoamérica.

En forma burlona, pero significativa, Rubén Darío se preguntaba en francés: «A qui pourrait-je imiter pour être original?», anunciando la que sería la postura del cosmopolitismo asumida plenamente por los modernistas. Esta actitud la han retomado los autores contemporáneos en la medida en que repiten la experiencia de extraer de las más diversas culturas los componentes que pueden ser útiles a su proyecto. Gracias a influencias conscientemente acaparadas son capaces de traducir en creaciones complejas formas de resistencia y de voluntad de autonomía de la que sólo es capaz la obra literaria. Ejemplos de novelas latinoamericanas contemporáneas de inteligente asimilación de técnicas y procedimientos narrativos foráneos puestos al servicio de una temática o un motivo local, no faltan para probarlo. ¿Podría imaginarse -por ejemplo- La muerte de Artemio Cruz sin una inteligente lectura de Proust y de Joyce por parte de Carlos Fuentes?; ¿existiría la ciudad mítica de Santa María sin la poderosa influencia, reconocida por el propio Onetti, del «condado» de Yoknapatawpha de William Faulkner?; ¿habría llegado a la periferia de la realidad uruguaya Hugo Burel sin el propio Onetti y la «mirada descolocada» de Julio Cortázar?

El proceso de influencias recíprocas es, en efecto, aceptado hoy en día por escritores de diferentes culturas. Las relaciones que habían sido unidireccionales en el pasado -el foco de Europa irradiando influencias y modelos hacia el resto del mundo- se han transformado en un juego de espejos múltiples, favorecido en buena parte por un sistema de comunicaciones que interconecta el planeta en un mismo plano de horizontalidad, pese a las flagrantes asimetrías que deforman la realidad latinoamericana.

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Esto es lo que ha sucedido con escuelas y modelos literarios, cuyas sucesivas aportaciones han resultado fundamentales en la definición de la problemática de la identidad nacional de los países americanos, al mismo tiempo que han mantenido y alimentado una compleja relación de influencias y reflejos culturales entre Europa y América. Si el romanticismo ayudó a expresar lo americano «independiente» para diferenciarse del neoclasicismo hispánico, permitiendo afianzar la idea de nación y del «espíritu del pueblo» con la recuperación del lenguaje popular y modismos locales que asumió el costumbrismo, fueron luego el realismo, el naturalismo, el modernismo y las posibilidades expresivas de sucesivas vanguardias, especialmente el surrealismo, los que encarnaron los términos del justo diálogo.

Las razones estéticas de cada época

Cada época construye su modelo de representación del mundo, modelo local, nacional o regional, verdadera tipología identitaria nutrida de símbolos y mitos, cuando no estereotipos. Esas ideas a priori sobre la identidad se estructuran a veces en verdaderas concepciones, quedando otras a nivel de intuición o formas genéticas de pensamiento artístico. Como afirmara Dámaso Alonso: «cada época tiene su razón estética, aunque unas épocas no entiendan la razón de otras».

Sin embargo, la identidad cultural no puede limitarse a la enunciación de una suma de rasgos variados, aunque posean su propia especificidad; toda cultura nacional, especialmente si se la ciñe a la cultura de una época histórica determinada, contiene un núcleo que, independientemente del nombre que se le dé, guarda relación con todos los componentes de la cultura, incluso con los más remotos, y este sistema de relaciones se hace más complejo a medida que se desarrolla. Como ha señalado el crítico formalista ruso Gaidenko: «La conciencia estilizadora no puede concebirse como una simple suma de diversas manifestaciones de la cultura; es un conjunto de orientación ideológica y de concepción del mundo, que informa todas las esferas de la actividad humana e imprime su sello a todos los productos de la cultura tanto material como espiritual».

Empleando la expresión de «conciencia estilizadora», Gaidenko procura captar un estilo único que relacione las estructuras filosóficas, epistemológicas y artísticas de una época determinada, por lo cual cada pueblo al acumular su experiencia histórica, se acostumbra —21→ a enfocar el mundo bajo su propio punto de vista. Los modelos de cada época resultan así importantes en la configuración de las imágenes de la identidad. Basta pensar en la fórmula de idiosincrasia del modelo barroco, del romanticismo nacionalista, del positivismo (especialmente en un país como Brasil) y, más recientemente, el marxista con todas sus variantes estéticas y críticas, para comprender la función estructurante que han desempeñado en la integración y representación de la identidad.

Para definir una identidad nacional estamos convencidos de que hay que investigar los «estilos expresivos» y la naturaleza del discurso literario nacional en esta perspectiva desprejuiciada de una creación que «no teme las influencias» y que integra hábilmente asimilación y transculturación.

El creador latinoamericano y, en menor pero no menos intensa proporción, el uruguayo, se ha debatido entre estas dos visiones en conflicto y las polémicas de la crítica han girado alrededor de nociones como tradición e innovación, continuidad y ruptura, integración y cambio, conservatismo y evolución, cuando no revolución, evasión y arraigo, aperturas hacia otras culturas y repliegue aislacionista y defensivo sobre sí misma. Los movimientos centrípeto y centrífugo que han marcado la historia cultural del continente, parecen lejos de haber sido superados y alimentan todavía los debates sobre la identidad. Sus paradigmas literarios son las novelas Los pasos perdidos de Alejo Carpentier para el centrípeto y Rayuela de Julio Cortázar para el centrífugo.

La batalla entre las fuerzas centrípetas y las centrífugas que operan en el interior de la sociedad y entre éstas y otras sociedades, parece la única garantía de esa condición de «organismo vivo y cambiante» que caracteriza la identidad. Las imágenes y las representaciones de lo americano en la ficción y la poesía se han forjado en base a dicotomías surgidas en la oposición de estas fuerzas que se presentan como contrarias y negándose mutuamente: lo rural y lo urbano, lo nativo y lo foráneo, la barbarie y la civilización, la bucólica arcadia del paraíso americano y la caótica violencia, la pobreza crítica y la riqueza ostentosa, el obtuso conservatismo y la revolución voluntarista. En nombre de estas antinomias no resueltas, América defiende con celo, tanto sus particularismos como sus relaciones internacionales cada vez más interdependientes; preconiza la unidad continental, mientras exalta reivindicaciones nacionalistas o se debate en querellas locales.

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Los dilemas de la tradición y la modernidad

En este contexto, la expresión artística oscila entre tradición y modernidad, un ruralismo de raíz «nativista» y un urbanismo cosmopolita, y recorre la gama del naturalismo, del realismo social y lo fantástico, pasando por el «realismo mágico» y lo «real maravilloso». La historia literaria que la encarna y resume está hecha de apasionadas polémicas y de polarizadas dicotomías entre formas exaltadas de compromiso e invitaciones al escapismo y la alienación, entre lo que el crítico chileno Cedomil Goic llama las «contradictorias aspiraciones de búsqueda de identidad y afirmación nacional por un lado, y de europeización y modernización al mismo tiempo, por el otro».

Para el primero -el movimiento centrípeto- la autenticidad y las verdaderas raíces de la identidad se preservan en el interior secreto de América y en el pasado arcaico recordado con nostalgia, tal como sucede con las civilizaciones indígenas prehispánicas a las que se idealiza retroactivamente. Formas de vida sencillas y expresiones autárquicas, exógenas y bien diferenciadas, tanto en lo étnico como en lo cultural, se reivindican como válidas en un mundo amenazado de aculturación y homogeneización. En este movimiento centrípeto las visiones prospectivas se tiñen inevitablemente con valores del pasado, exaltan el arraigo, la tradición, el mundo rural y «primitivo», la autoctonía, la autarquía y formas de vida autosuficientes. En la narrativa, este movimiento de repliegue hacia lo raigal nutre el indianismo, el indigenismo, el criollismo, el mundonovismo, el nativismo, el exclusivismo regionalista y expresiones de nacionalismo literario y de americanismo estético.

Desde este punto de vista -el del movimiento centrípeto- el examen de la historia de las ideas y de los movimientos artístico-literarios permite rastrear una terminología que ha insistido en «reivindicar nuestro pasado», «fomentar valores propios», «buscar la autenticidad», «combatir las ideas foráneas», «evitar la alienación», «ser fieles a nosotros mismos» y, más recientemente, denunciando la desculturación, cuando no el «imperialismo cultural», todas ellas expresiones de la preocupación sobre una identidad amenazada por las tendencias uniformizadoras del mundo exterior. En ese marco se han sucedido planteos y teorías alrededor del «ser americano», la «idea de América», la americanidad, la «conciencia nacional», la «expresión» y la «originalidad americana», nociones como «idiosincrasia», «autoctonía», «peculiaridad», conceptos que encarnan los problemas a escala local, nacional o regional.

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Por el contrario, para el segundo -el movimiento centrífugo- la identidad americana es el resultado de un juego inevitable de reflejos entre el Viejo Mundo (o si se prefiere la llamada «cultura occidental») y el Nuevo, espejos que se reenvían signos, imágenes, símbolos y mitos de todo tipo, como centro de aluviones inmigratorios, de un variado y profundo mestizaje y de una transculturación abierta a influencias y a culturas provenientes de todos los horizontes.

América Latina -como ha señalado Leopoldo Zea- tiene un doble pasado, una doble herencia: la propia y la de Europa, por lo que no puede prescindir de su pasado propio ni del de Europa, lo que es justamente su especificidad y el origen de buena parte de sus antinomias. Alienada, cuando no excéntrica a la propia realidad del «país interior», la identidad resultante del movimiento centrífugo es plural y su diversidad, la mejor expresión y resumen del mosaico étnico y cultural del mundo, en definitiva de su universalidad. Es la América mestiza, mayoritaria y plural, la que mejor define esta identidad configurada día a día en un proceso de creación y recreación permanente. Este movimiento privilegia lo que América tiene de incorporación y enriquecimiento sobre lo que es simple ruptura y prefiere los ejemplos de encuentros y de mezclas creadoras, abigarradas y «multiversales», relaciones interculturales atravesadas por aprendizajes, asimilaciones, enfrentamientos, resistencias, choques, apropiaciones o intercambios suficientemente positivos -y no por ello menos conflictivos- como para apostar a su apasionante resultado.

¿Puede imaginarse una identidad hecha de esta diástole y sístole de aperturas y repliegues, de influencia y asimilaciones? Creemos que sí, especialmente cuando vemos cómo muchas veces la apertura universal para recibir influencias se da en el seno de obras que, al mismo tiempo, revalorizan fuentes originales de la cultura y recuperan olvidadas tradiciones y mitos de profundas raíces y en ese rescate identifican sin esfuerzo los signos que unen la historia cultural propia con las fuentes de la literatura occidental, las judeocristianas, latinas y griegas.

Esta nacionalización y americanización de mitos, símbolos, leitmotivs, imágenes que parecían exclusivas de la cultura europea constituye, tal vez, una de las características más apasionantes de las expresiones artísticas contemporáneas. El inventario de mitos, símbolos y el reconocimiento de un ethos cultural común, pueden contribuir a esta tarea de definición identitaria, cuyos paradigmas más explícitos ya surgen de las mejores páginas de la literatura americana. En ese contexto se reconocen las imágenes contrapuestas del hombre histórico y las del hombre esencial, reencontradas en el seno de un neo-humanismo de contenido renovado.

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La narrativa que integra tantos «opuestos» en una misma obra ha superado la oposición tradicional entre hispanistas e indigenistas, entre formalistas y artistas comprometidos, entre realistas y fantásticos, donde la antinomia «fondo-forma» se ha reducido a «un campo de líneas sucedáneas para la ilusión de un debate». En este contexto, modernidad y tradición ya no son nociones tan excluyentes como se creía. Los elementos del orden tradicional -por muy arcaico que sea- se reagrupan y mezclan con los indicios o elementos innovadores para producir un orden nuevo, donde se perpetúa con variantes una forma de la tradición, lo que son ajustes de supervivencia y continuidad cuyos signos pueden rastrearse en toda sociedad tradicional.

Este carácter de proceso «no terminado» de la identidad, en la medida que se pretende abierta y dinámica, resulta fundamental para entender el replanteo permanente de su problemática, donde la búsqueda parece ser más importante que su definición. En efecto, a través del proceso dinámico de representación y creación, la capacidad del escritor objetiva en cuentos y novelas los aspectos que considera significativos de la realidad, acción de identificación que supone, al mismo tiempo, un proceso de desobjetivación de valores existentes para su reelaboración en nuevas formas expresivas.

La posibilidad de poner en «tela de juicio» expresiones culturales que no están cerradas históricamente, permite subrayar un aspecto dinámico del concepto de identidad esencial en la perspectiva literaria: la reescritura permanente de las obras del pasado y la vigencia representativa de personajes y episodios de la historia. Por esta razón, siguen escribiéndose estudios sobre Sor Juana de la Cruz, Pablo Neruda o José Carlos Mariátegui; por eso Cristóbal Colón sigue siendo un codiciado personaje novelesco y las crónicas y relaciones de la conquista se releen como textos novedosos. Nada está dicho definitivamente. Toda obra está abierta e inconclusa y mantiene el interés y la actualidad de su texto, aunque la dificultad surge cuando se quieren definir los paradigmas para situar los elementos de una realidad que se sabe cambiante.

La transmisión de la identidad (¿herencia cultural?) debe ser percibida, entonces, como un quehacer, más que como un conocimiento que se hereda como un patrimonio constituido de una vez para siempre. Ello se traduce en obras demitificadoras (cuando no demistificadoras), en la reescritura permanente de una cierta visión oficial de la historia como hacen en Uruguay escritores como Alejandro Paternain o Tomás de Mattos, en la exasperada expresión de y sobre minorías, grupos marginales o marginalizados sometidos —25→ a los valores identitarios de la mayoría, en una narrativa tensa y dividida entre el diagnóstico de una dura realidad y la esperanzada aspiración a un mundo diferente.

Y, no sin cierto asombro, se descubre desde esta perspectiva que una visión universal del ser americano no pasa necesariamente por las categorías clásicas de la llamada cultura occidental. Sin reivindicarlo en forma explícita, y sin hacer de ello una plataforma programática, América, Uruguay, se pueden sentir, por fin, dueños de su propio destino literario, es decir, de su esperada madurez histórica, más allá de las antinomias en que se ha opuesto su sobresaltada historia.

Por ello, la posibilidad de concretar gracias a la literatura una identidad uruguaya, ha permitido radicales saltos de la imagen hacia formas que parecen más cercanas de la utopía que de la pura creación. El contenido desiderativo, esta insistencia en lo que «debería ser» que surge de nuestra poesía y de nuestra prosa, le han dado su fuerza, pero también la angustiada sensación de que el proceso no está terminado, que hay mucho por hacer, que hay muchas páginas por escribir.

El soñado ser latinoamericano, el buscado ser uruguayo, no sería más que un «ser que todavía no es», como lo proyectaba Ernst Bloch en El principio esperanza, búsqueda que se plasma metafóricamente en el libro -la novela, el cuento, el poema- que todavía no se ha escrito. La auténtica identidad surgiría de ese quehacer literario, por suerte inconcluso, al que están felizmente abocados los espíritus más creativos de Uruguay.

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La frontera como límite protector de diferencias o como zona de encuentro y transgresión

¿Qué es una frontera? ¿Tiene sentido seguir hablando hoy de fronteras en el centro de una globalización que pregona su abolición? ¿Lo tiene en Uruguay, cada vez más integrado con sus vecinos, Argentina y Brasil? Estas interrogantes, en un mundo que pregona la abolición de fronteras y donde existen circuitos de creciente intercambio, parecen dar razón a quienes consideran que hablar de fronteras es anacrónico. En el caso de Uruguay, inmerso en el proceso de regionalización que el Mercosur impulsa, con más razón.

Sin embargo, la realidad cultural se resiste a esta simplificación y desmiente día a día el esquema de «un mundo sin fronteras». La frontera sigue siendo la mejor garantía para la protección de la especificidad nacional, aunque su significado sea diferente al que tuvo en el siglo XIX y más de la mitad del siglo XX. Para entender la dimensión actual de una noción que explica buena parte de la historia y de las diferencias culturales que la literatura, entre otras expresiones culturales, subraya, vale la pena aventurar algunas ideas alrededor del tema. En este capítulo lo intentaremos a partir de la proyección antinómica de la noción misma: frontera como límite protector de diferencias y frontera como espacio de encuentro y transgresión.

«Una herida mal curada»

En una encuesta realizada hará unos años en la ciudad de Laredo en la frontera entre Texas y México2, a la pregunta de «¿qué significa para usted la frontera?», un 21% de los entrevistados afirmó que la frontera aparta y divide, un 40% sostuvo que une y acerca lo que por naturaleza es diferente y el resto aventuró que toda frontera es «algo específico», ya que funda en una franja territorial una zona distinta a los espacios situados de uno y otro lado de su borde. Más allá de los porcentajes aleatorios de la encuesta y el interés casi paradigmático de la frontera que separa México de los Estados Unidos, esa frontera por excelencia del continente americano, la frontera que Carlos Fuentes llama «cicatriz de una herida mal curada» herida que «amenaza con abrirse y sangrar de nuevo», lo que interesa destacar al principio de este ensayo teórico sobre el tema de la frontera es la diferente percepción que provoca su indiscutible valor representativo y simbólico y las antinomias que genera.

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Porque si una frontera resalta y protege las diferencias existentes de uno y otro lado de la línea que la marca, también las pone de relieve, cuando no crea otras diferencias, tal es la proyección cultural de todo límite político, más allá del natural geográfico. Al mismo tiempo que separa y divide, toda frontera, atrae e incita al contacto entre quienes están de uno y otro lado de su línea divisoria, aunque sea con tensiones o confrontaciones. La frontera difícilmente puede dejar de ser la «membrana» a través de la cual respiran los espacios interiores que protege, «respiración» que asegura las influencias e intercambios inherentes a su propia supervivencia, por muy autárquica y cerrada que se pretenda. Porque, si bien protege y propicia contactos, la frontera funda nuevos espacios en sus propios límites. Allí se amortiguan las diferencias más flagrantes y surgen nuevas realidades lingüísticas, sociales, étnicas y culturales: las de las llamadas «zonas fronterizas».

Estas variantes de la noción de frontera están reflejadas en el título de este capítulo, construido alrededor de una antinomia y una interrogante. Espero que su planteo pueda contribuir a un debate inaugurado desde que las fronteras existen y que el marco teórico en que está concebido pueda aplicarse a un país como Uruguay.

Para ser lo más claro posible, dividiré las páginas que siguen en dos partes. En la primera trataré de explicar la dialéctica de la más notoria de las antinomias del signo fronterizo: es decir cómo la frontera protege las diferencias del territorio que enmarca y, al mismo tiempo, genera nuevas diferencias que no existirían sin ella.

En la segunda, desarrollaré tres ideas que son fundamentales en la noción de frontera:

-el límite fronterizo como expresión del poder que lo instaura y mantiene;

-la zona fronteriza como espacio diferente;

-la significación del pasaje fronterizo y la transgresión del límite. Estas ideas nos permitirán, finalmente, comprender el papel de la literatura en la protección y ensalzamiento de las diferencias (lo que se llaman «señas de identidad») y en la transgresión de los límites establecidos, función antinómica que funda y explica en buena parte la dinámica de la literatura latinoamericana, en la que la uruguaya se inscribe.

La frontera protectora y generadora de diferencias

La frontera sirve para proteger los espacios donde operan y se desarrollan energías culturales propias. Si bien «la frontera contiene en el ámbito que ella perfila, las esencias peculiares que constituyen —28→ lo diferencial de su personalidad, los legítimos objetos de su amor propio»3, desde nuestro punto de vista -en tanto que zona de tensión que define lo que está en su interior- la frontera supone también una situación límite.

La frontera contribuye a definir esa noción de «modo de vivir» que conlleva la idea dominante de «peculiaridad» en un medio dado, lo que suele reivindicarse como identidad. La necesidad, por no decir lo inevitable de las fronteras, se evidencia en esta legitimación y protección de lo diferente que enmarca en sus límites.

Esta función es generalmente defensiva, de preservación de tradiciones y valores propios, de autoafirmación frente a los demás. En estos casos, la frontera delimita un lugar, un tiempo en la historia, es la «piel» de un cuerpo social, el contorno de una imago en el interior de cuya línea sitúa el espacio del «adentro» al que brinda seguridad y a cuyo exterior -el espacio del «afuera»- relega al «otro», lo que es desconocido o diferente, extraño y hasta peligroso, el territorio «enemigo» del que se protege erigiendo barreras. Basta pensar en la función defensiva y protectora que cumple la frontera para garantizar la soberanía de pequeños países limitando con grandes potencias, como es el caso de Uruguay entre Argentina y Brasil. Gracias al valor simbólico de esta línea protectora se atenúan presiones, se evitan asimilaciones forzadas, persecuciones y estragos o simplemente se reivindica una identidad con la fuerza que da la palabra escrita.

Sin embargo, al mismo tiempo que protege diferencias, la frontera genera e inaugura divisiones entre espacios contiguos que no siempre serían diferentes por su naturaleza, tanto geográfica como social o cultural. El límite que fija la frontera puede ser en sí mismo una forma de fundar diferencias donde no existían con anterioridad. Toda creación se inaugura por una repartición instauradora de límites espaciales, es «fundadora de la diferencia» y -como recuerda Claude Raffestin- explica el mito del origen de la humanidad en todas las cosmogonías. Basta pensar en las «particiones» de la creación del mundo y las fronteras que se establecen en el mismo Paraíso del Génesis4.

La diferencia induce a la creación de límites en un proceso dialéctico donde la línea divisoria no es siempre arbitraria, sino el resultado de una relación entre los espacios de uno y otro lado. Si hay fronteras naturales -cadenas montañosas, ríos- otras se definen por «marcas» en muros, alambrados, construcciones o simples trazados geométricos en los mapas con que se representan. Si la cordillera de los Andes separa «naturalmente» Chile de Argentina, pese a las similitudes entre las zonas culturales fronterizas en ambas vertientes, en otros casos no queda ni el subterfugio geográfico para —29→ justificar la frontera política. Tal es el caso de la ambigua división política en los «llanos» entre Colombia y Venezuela.

El límite, en tanto que línea trazada en forma simbólica o real, instaura un orden que no es únicamente de naturaleza espacial -la frontera que separa el «aquí» del allá, lo que encierra en su perímetro y lo que excluye- sino algo mucho más complejo, ya que las fronteras geográficas y políticas conforman en buena parte las fronteras sicológicas de sus habitantes. Creencias, prejuicios, estereotipos, tópicos, imágenes y símbolos, variantes lingüísticas, prosperan al socaire de fronteras que, aun tildadas de artificiales, legitiman diversas expresiones de nacionalismo o patriotismo.

En efecto, los límites naturales -un río, un lago, una cordillera- no diferencian tanto las naciones entre sí como las divisiones políticas o económicas que se establecen a partir de la demarcación que ese accidente geográfico permite. Lo diverso es generador de fronteras en la misma medida en que la frontera es creadora de diversidad: regiones que se proclaman estados soberanos; espacios comunes estallando en ambiciones locales. Tal es el caso, por ejemplo, del área de la antigua civilización maya, geográfica y culturalmente única en el pasado y hoy atravesada por las fronteras de tres países: México, Honduras y Guatemala. Paradójicamente, el que fuera un espacio común en el apogeo histórico de la cultura maya, está hoy parcialmente incomunicado entre sí. Lo mismo sucede con el área cultural aymará repartida entre el norte de Chile, el oeste de Bolivia y el sur de Perú. En otros casos, a la división territorial se suma la lingüística, resultado de la dominación colonial diversa, como sucede en el área cultural de las Guayanas, fragmentada entre el francés, el inglés, el holandés y el español. El ejemplo se repite entre Belice y la parte oriental de Guatemala.

Es bueno recordar, en este contexto, que buena parte del origen de la independencia de los estados latinoamericanos a lo largo del siglo XIX proviene de la fragmentación de un territorio que pudo ser una «patria común» en el sueño utópico de unidad continental a la que aspiraba y por la cual luchó Simón Bolívar. Los cinco países centroamericanos y, posteriormente, Panamá, como lo fueron en América del Sur, Ecuador y Bolivia, se independizaron por razones que podrían parecer históricamente secundarias, muchas veces en nombre de la ambición de un caudillo o de un interés imperial espurio como fuera el caso de Panamá, hoy un Estado legitimado que reivindica con orgullo su propia identidad frente a Colombia de la que fuera provincia. Las fronteras brotan como heridas de conflictos y —30→ rivalidades personales o nacionales y se transforman con el tiempo en las cicatrices metafóricas del momento histórico que las generaron. La geografía depende muchas veces de la historia o, simplemente, no puede ignorarla. Ello resulta claro cuando entre países sin fracturas geográficas (montañas, ríos u obstáculos «naturales»), étnicas, culturales o lingüísticas, las fronteras se cierran por razones políticas o religiosas. En estos casos, la frontera se asegura con el aislamiento y el encierro. Su modelo es la «Gran Muralla» de China rodeando un imperio al que protegía en la medida que lo encerraba en sus confines; su símbolo es la noción de «bárbaro» con que los griegos definían lo que estaba fuera de los límites de su lengua y de su cultura. En estos casos, el pensamiento o el libre curso de la imaginación que desbordan con facilidad los límites establecidos, están constreñidos por las reglas, ritos, creencias, arquetipos, tópicos y hasta lugares comunes con que se justifican ideológicamente la existencia de fronteras. Porque es evidente que la frontera puede consagrar en forma maniquea divisiones y asegurar la fe, el dogma y las creencias que encierra y controla en su perímetro, desterrando interrogantes y dudas, condenando influencias y fecundaciones mutuas. Son las fronteras de naciones y patrias, las fronteras de religión, partido, sexo o clase social, las barreras que se levantan para proteger lo sagrado, la verdad y el absoluto de herejías, heterodoxias y disidencias. Son las barreras consagradas por el miedo a todo lo que se ignora del «otro».

La frontera se proclama, también, como garantía del derecho de propiedad -«esto es mío, esto es tuyo»- un derecho que se marca en forma abrupta por puertas, barreras, cerraduras y carteles ordenando «Prohibido pasar». La frontera fija los límites de hasta dónde se puede llegar, lo «tolerado» y «admitido», los niveles estamentarios de la diferencia en que se funda toda dominación y dependencia, por donde pasan también -bueno es recordarlo- las desigualdades que fundan las diferencias y las injusticias de las cuales América Latina ofrece tantos tristes ejemplos. Fronteras económicas y de subdesarrollo, fronteras sociales y psicológicas, lingüísticas, étnicas y culturales, entre mayorías dominantes y minorías sin posibilidad de expresarse, proliferan en un continente marcado por su diversidad y por las desigualdades que las agudizan hasta el límite de lo insoportable.

Fronteras de naturaleza diversa se han multiplicado así en el mundo, variando según las épocas y las circunstancias históricas, reproduciéndose en todas las escalas: en el seno de cada país, ciudad, barrio, grupos sociales y de trabajo e incluso entre familias. —31→ Sin llegar a referirse a las «fronteras interiores», las fronteras mentales con que cada individuo parcela su intimidad, a veces entre zonas ambiguas o conflictivas de la personalidad, hay que admitir que la frontera es el único modo de delimitar la forma de un cuerpo y una existencia o de poner límites a la propia conciencia.

Cada lugar es la frontera de otro lugar, cada ser humano es la frontera del «otro», la que permite, justamente, ser uno mismo frente a los demás, límites gracias a los cuales se puede decir «yo soy yo, tú eres tú». En tanto que membrana protectora, la frontera demarca lo que es «uno» y la «otredad» del resto del mundo. La verdad es que es difícil imaginar un mundo sin fronteras desde el momento que toda actividad humana tiene límites fijados por condicionantes y criterios variables, ya que frontera es separación y separar quiere decir delimitar y hacer independientes elementos contiguos.

No es de extrañar, entonces, que el cruce de una frontera esté reglamentado y su violación se penalice. Ese mismo ritual codificado por la autoridad es el que otorga el derecho de paso de un lado al otro del límite, función controlada por los mecanismos que lo legitiman: aduanas, pasaportes, visas, puestos fronterizos donde se enarbolan banderas y signos emblemáticos de uno y otro territorio.

Este reverso de la medalla es importante para entender la ambigüedad del signo fronterizo: por un lado, esa necesidad de fijar límites para proteger diferencias, idiosincrasias, identidades culturales amenazadas y, por el otro, el riesgo de que la frontera aísle y corte todo contacto fecundo con el exterior para transformarse en generadora de falsas diferencias y, lo más grave, en la celosa «guardiana de ignorancias».

De ahí que la naturaleza de la frontera sea dual y ambivalente y su vigencia se justifique alrededor de sus propias contradicciones para enmarcarse en dicotomías más amplias y universales, cuyos aspectos positivos se confunden siempre con los negativos. Para mejor comprender estas antinomias -y tal como lo adelantamos al principio- desarrollaremos tres ideas complementarias del signo de la frontera: el límite como expresión del poder que lo instaura y mantiene; la zona fronteriza como espacio diferenciado y el pasaje de la frontera como contacto o transgresión.

Los límites territoriales del poder

La frontera es el resultado de una voluntad que se esfuerza por legitimar cultural o políticamente su existencia. En su origen hay siempre una autoridad, un poder que ejerce la función social del ritual y de significación del límite que instaura y controla: lo que es —32→ territorio propio y lo que es «extranjero». El origen de todo límite es, por lo tanto, intencional y es la expresión de un poder en acción. El límite fronterizo establece el «hasta donde» llega la autoridad que lo define y controla. De ahí la voluntad expansionista de unos, las tensiones y reivindicaciones fronterizas de otros, las «anexiones» y conquistas que modifican el trazado de las fronteras a través de la historia, las influencias que los confunden, cruzan y transgreden.

Toda línea fronteriza se concibe, entonces, a partir del centro que proyecta su propia periferia. El espacio interior cuyo perímetro es la frontera puede ser tanto un «campo de libertad» como de opresión y violencia y en él se legisla la estructuración del territorio que controla y donde se manifiesta el poder de un designio social, político o ideológico. Toda ideología nacional se funda en un territorio delimitado y realzado por sus fronteras, donde usufructúa la autonomía que le da su poder efectivo. Límite de alcance «energético en tanto fija un campo de actividad que defiende celosamente, la frontera física es una situación límite, donde se agudizan las circunstancias, los intereses y los problemas que son comunes a su hinterland; es decir, a toda la «persona histórica a la cual le sirve como de rostro o frente», ya que una frontera geográfica no es sino «un frente de avance que se ha estabilizado»5. Llega hasta donde su poder se lo permite; hasta donde empieza el «frente» del «vecino».

Hay pues una gestión interna y propia del espacio al que se refiere la frontera, división territorial en la que se expresa un poder. La frontera es un instrumento que pone en funcionamiento un verdadero «sistema sémico», cuyo lenguaje de representaciones simbólicas es tan sutil como variado. La división entre estados crea en el seno de la propia organización que administra los distingos que hacen más explícitas las fronteras, por ejemplo las banderas, escudos, barreras y señales varias, uniformes militares o aduaneros.

El énfasis nacionalista «tiñe de colores locales la visión de las personas desde su infancia, fijando en el subconsciente fronteras políticas predeterminadas y consagrando diferencias existentes. El carácter lineal de la frontera contemporánea se legitima en la demarcación, lo que Raffestin llama «la fijación de la frontera»6 y en su representación en mapas e imágenes con que se «funcionalizan» sus trazados precisos. El mapa abstrae y al mismo tiempo subraya la noción de frontera con los colores diferentes con que ilustra cada territorio, «coloración» que se prolonga en la visión desde un territorio determinado y que, por lo tanto, varía según el punto de vista asumido: el lado de la frontera en que está situado.

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La frontera, una vez instaurada, cumple una función que necesita justificarse. Por ello pone énfasis en la diferencia que enmarca en sus límites. Si la frontera no establece esas diferencias tiende a borrarse, a ir desapareciendo, por lo que necesita de una mínima «superficie de fricción», donde la situación fronteriza establece una contigüidad que puede ser tanto de contacto privilegiado como de riesgo y enfrentamiento, de apertura y permeabilidad o de hostil aislamiento, pero en todos los casos necesita ser subrayada y recordada en permanencia.

Una expresión extrema de la noción de frontera puede ser ideológica: la Nicaragua sandinista defendiendo sus fronteras por las armas; la isla de Cuba, aislada y con sus fronteras bloqueadas, aguzando controles y protegiendo el espacio interior de agresiones externas. En estos casos, la frontera necesita de un aparato propagandístico y militar para legitimar y mantener la existencia de un límite que no es sólo geográfico, sino temporal, histórico: la diferenciación entre el «antes» y el «después» de un proceso que le es propio y que reivindica y protege con orgullo. La vocación de estas fronteras ideológicas es doble: por una parte, proteger su espacio interior y, por la otra, transgredir el límite que la aísla para exportar las ideas del propio sistema que sustenta. Estas fronteras instauran dos mundos al oponerlos, los regulan por la tensión, los diferencian y, aunque parezca paradójico, los vincula a través de la confrontación.

La frontera obedece, además, a realidades antropológicas y geográficas (criterios culturales, étnicos, religiosos o lingüísticos) que se afirman en las identidades nacionales en que cristalizan cuando se proclaman estados soberanos. Los sentimientos difusos de pueblos y comunidades encuentran una mejor expresión en la simplificación que puede dar una nación de límites reconocidos. En otros casos, la frontera brinda garantías de supervivencia. Tal es el caso del Río de la Plata y el esfuerzo por diferenciarse que ponen los uruguayos desde su orilla, tratando de subsanar una relación no simétrica y desproporcionada frente a Argentina y su potencial absorbente. De allí el énfasis que se pone en marcar las diferencias, lo que distingue. En forma más evidente, México protege su frontera norte gracias al énfasis nacionalista de su política cultural que proyecta incluso en los estados anexados por los Estados Unidos en el siglo XIX y hoy penetrados por la ósmosis étnico-cultural de la inmigración desde el sur y de las raíces que reivindican los propios habitantes de los estados de Texas, Nuevo México, Arizona y buena parte de California.

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La línea fronteriza puede ser también arbitraria. Tal es el caso de muchas fronteras políticas entre estados donde se han separado áreas etno-culturales de origen unívoco, sobre cuyos valores identitarios se superponen los de las naciones enfrentadas de un lado y otro, énfasis patriótico no siempre justificado por la realidad humana que divide artificialmente. En el triángulo de la zona de Arica, Tacna y la frontera boliviana, la nación Aymará, cuya identidad cultural nadie discute, se ha fraccionado en los territorios de tres países -Chile, Perú y Bolivia- enfrentados desde mediados del siglo XIX.

La zona fronteriza como espacio diferenciado

La frontera si bien se representa como una línea es, en realidad, una «zona» que sufre las influencias de los espacios que divide. Su carácter «relacional» es evidente. La frontera más cerrada y controlada no puede evitar las relaciones de vecindad que instaura entre los lados que separa. Las comparaciones son inevitables y los contactos se suceden tanto en el intercambio como en la diferencia, ya que: «Toda situación fronteriza implica relaciones de contigüidad física y de oposición o cuando menos de diferencia entre dos complejos de intereses»7.

En la franja fronteriza operan las fuerzas centrífugas que animan la vocación expansiva del espacio que la impulsa hacia la periferia (espíritu de frontera, la frontier del idioma inglés, la tensión cultural) o las fuerzas centrípetas que la refieren al centro que la gobierna y desde donde se la controla y se consagra el derecho positivo que la legitima. En ella puede darse en forma más explícita la pugna entre la tradición reivindicada y codificada por el centro y la innovación que penetra y erosiona desde la periferia fronteriza, dialéctica del movimiento centrípeto y centrífugo que consideramos fundamental para explicar la identidad cultural de América Latina.

Las capitales de los estados que son fronterizos operan como centro de las propias realidades nacionales, aunque estén situados en su periferia geográfica, generalmente sobre la costa, como sucede con Buenos Aires en Argentina, Lima en Perú y Montevideo en Uruguay, contradicción estructural que pretendió corregir Brasil levantando la capital de Brasilia a partir de una voluntad política de «recentramiento» en un centro geométrico del territorio nacional.

La zona fronteriza es, en todo caso, el «límite extremo» respecto a un centro; es la anticipación de otra realidad, por lo que en sus componentes culturales existen siempre indicios de lo que está más allá del límite que la separa de los otros, por muy cerrada que se —35→ pretenda y por muy estrictos que sean los controles para mantener la integridad de lo que protege en su perímetro. Sus habitantes tienen siempre el sentimiento de haber nacido en el «borde» de la diferencia, lejos de la cultura hegemónica del centro al que están referidos, ante algo que los sitúa ante otro espacio, donde se puede ser testigo de contactos, voyeur del otro, de lo que está más allá de lo que se conoce. En ese confín se puede ser «extranjero» por el simple hecho de cruzar un límite que es más próximo que la lejana capital. Tal es el caso de la frontera de Uruguay con Brasil, en el departamento de Rivera y su capital emblemática cuya línea divisoria pasa por la avenida central.

En estos casos, la frontera se confunde con el confín, el punto más lejano en relación a un centro. Esta visión ha permitido la boutade de Alberto Zum Felde: «Nosotros los habitantes del Río de la Plata, vivimos en el confín del mundo». Sin embargo, lo normal es que el perímetro fronterizo represente la zona de más aguda sensibilidad de cada pueblo, «algo así como la piel de su cuerpo colectivo»8.

Conquistadora o defensiva; abierta o protectora, la dialéctica de las fuerzas centrífugas o centrípetas que operan en la frontera revelan la dinámica de las sociedades referidas a su periferia o a su centro, según los casos o los momentos históricos. Basta pensar en la dinámica fronteriza de países como Estados Unidos y Brasil, «espíritu de frontera» expansivo, alimentado por asentamientos humanos sucesivos en el confín al que han accedido progresivamente. En estos casos, puede hablarse de una «membrana periférica» que se expande en la medida en que su vocación centrífuga se afianza, presencia imperial, cuando no imperialista, en algunos casos, simplemente «pionera» en otros.

Sin embargo, la frontera geográfica desde finales del siglo XIX tiende a concretarse en la línea precisa que han demarcado y legitimado tratados o convenciones. La supervivencia de puntos litigiosos no dejan de ser excepcionales, aunque puedan tener valor emblemático o de reivindicación periódicamente utilizada por razones políticas circunstanciales, como los conflictos peruano-ecuatoriano o chileno-argentino.

Pasaje y transgresión del límite

Decía Marguerite Yourcenar que el emperador Adriano amaba las fronteras -los limes o límites del imperio romano- porque le conferían libertad. Le proporcionaban también extrañeza y le propiciaban quimérica fertilidad intercultural. La frontera, podríamos añadir nosotros, ofrece novedad, impulsa hacia lo desconocido.

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La frontera invita a pasar del otro lado, a su transgresión, a borrar los límites que se sospechan creados artificialmente. Parece paradójico y en parte lo es sostener que las fronteras están hechas para ser cruzadas. La meta es cruzarla, atravesarla, trasponer la línea fronteriza, aunque esté ligada a otra lengua, raza, ideología o religión. Por eso la frontera genera expresiones culturales y relaciones de intercambio basadas en la disponibilidad recíproca de los espacios que separa, porque la noción de frontera contiene en sí misma sus límites y sus errancias: permite soñar con la diversidad cultural, con la liberación de los encierros mal tolerados. En este caso no es inútil preguntarse: ¿cuál es, en definitiva, la vocación esencial de la frontera: ser división o pasaje?

Metafóricamente, la frontera combina la noción de división con la de pasaje. Las fronteras entre individuos se atenúan y permiten contactos, cruzamientos, transgresiones inevitables para mejor comprender al «otro», instauran la forzada convivencia y la tolerancia. De un modo optimista puede llegar a afirmarse que la frontera no es punto divisorio, sino lugar de encuentro.

Por otra parte, si la frontera es la piel que envuelve un cuerpo social, traza el límite del mundo peculiar que protege, es una piel que respira y que posee la facultad sensitiva de comunicarse con el mundo, porque toda piel delimita la extensión de un sujeto y ayuda a percibir el mundo desde el exterior. La frontera como membrana permeable permite la ósmosis de campos culturales diversos. De ahí, entre otros signos, la ambivalencia que rodea el signo fronterizo: esa piel permeable, verdadera metáfora sensible del cuerpo social y cultural que protege, no puede prescindir de su carácter orgánico y, por lo tanto, variable y sometido a influencias.

Se puede apostar, entonces, a que no es posible eliminar las fronteras, sino que hay que confrontarse con ellas, como tampoco se puede optar por mantenerlas completamente cerradas. En definitiva, hay que plantearse la necesidad de aprender a vivir a «través» de las fronteras, en la porosidad y en la ósmosis del cuerpo social e individual que respira, en la intimidad protegida de una identidad y en el intercambio que da elasticidad a todo límite.

De ahí -por fin- la importancia del arte y la literatura como espejos en que se reflejan estas contradicciones, asegurando al mismo tiempo contactos, pasajes y transgresiones.

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Literatura y frontera

Hablar de literatura y frontera en América Latina significa reproducir a escala de la creación el esquema antinómico trazado hasta ahora: por un lado, una voluntad de repliegue y arraigo, la fundación de «microcosmos» cuyas fronteras se protegen de influencias externas, ese movimiento centrípeto de una narrativa en que se reconoce lo mejor del interior secreto del continente, esos pueblos emblemáticos de Macondo (García Márquez) y Rumí (Ciro Alegría), Comala (Juan Rulfo) y Santa María (Juan Carlos Onetti), los sertãos y las veredas del Brasil en la obra de João Guimãraes Rosa, los «viajes iniciáticos» remontando el Orinoco de Alejo Carpentier.

Por otro lado, la literatura se abre a influencias, al «cosmopolitismo», al internacionalismo de un movimiento centrífugo cuyo juego de espejos pasa por Europa y Estados Unidos para mejor explicar América Latina. Viajes iniciáticos de otro signo y hacia otros polos -París, Roma, Madrid o Nueva York- proclaman la abolición de las fronteras en nombre de una condición humana universal que no niega sus raíces, sino que las busca en el reflejo de otros espejos. El viaje «de ida y vuelta» de Oliveira en Rayuela de Julio Cortázar es el mejor ejemplo de una larga tradición literaria latinoamericana de viajes a Europa cargados de significación cultural y donde la abolición de fronteras es la premisa inicial para definir una identidad originaria.

Claro que, más allá de su temática, la literatura es por su propia naturaleza una actividad de frontera, aunque muchas veces no haga sino «homologar» en metáforas y ficciones los conflictos, los sentimientos y las divisiones emergentes de una situación fronteriza. En tanto que meta-estructura, la creación literaria se conecta con otras estructuras y a través del establecimiento de diferencias, supera las fronteras en nombre de la unidad de la condición humana que ponen de manifiesto esas mismas diferencias. La literatura parece no tener fronteras, aunque sea representativa de un pueblo o nación, ya que las obras de creación no pertenecen a un país, sino a la humanidad.

La literatura invita, por otra parte, a la transgresión; su misión es cruzar los puentes que tiende sobre las diferencias, asegurar que las señales de la creación crucen las barreras levantadas por los seres humanos, eliminando prejuicios y abriéndose genuinamente al otro. Confrontada en permanencia con la diferencia, con las asimetrías, con la discontinuidad, con fronteras de todo tipo, una buena obra literaria contribuye a hacer elásticos los límites existentes. Tal ha sido el caso de la literatura disidente esforzándose por demoler fronteras, como ha sucedido en Europa con la obra de Kundera y de —38→ Milosz, en México con la obra de los escritores que recuerdan una identidad cultural común vigente en buena parte en Texas, Arizona y Nuevo México.

Es más, puede llegar a sostenerse que una obra de creación, en la medida en que es innovadora, se sitúa estéticamente en una «zona fronteriza». La creación está en los márgenes -o en la «marginalidad» de los límites trazados por el orden reinante: roza o proclama la herejía, cruza el borde, asegura el contrabando de ideas y tendencias, es el equilibrista condenado a hacer piruetas en la línea divisoria, es el ariete que penetra clandestinamente el territorio extranjero, la tierra prohibida. Toda ruptura de fronteras se traduce en búsquedas formales, en incursiones temáticas, en transgresión fecunda de códigos. Este pasaje, esta tensión es imprescindible a toda creación que se pretenda viva9.

Sin embargo, aun propiciando pasajes y puentes, hay riesgos que amenazan a la literatura «sin fronteras» y al realismo «sin orillas» precisas: la desconstrucción sin «simpatías» y afinidades naturales que subyace en la «crisis de la crítica» de la actualidad, el pregonado fin de la utopía, la pérdida de la «patria interior» de que hablaba Fernando Pessoa, la capacidad de ser atravesado por los mensajes cruzados de la «aldea planetaria» que fragmentan y alienan al individuo.

Porque también hay una literatura que depende del tiempo y espacio en que vive su autor, del lenguaje propio que utiliza y en el que imprime su marca personal dependiente de la vasta trama histórico-geográfica que lo rodea y en la que, como la araña sobre la tela que ha tejido pacientemente, se balancea, aun pensando que lo hace sobre el vacío. En Uruguay, Enrique Amorim, Eliseo Salvador Porta y José Monegal han escenificado, respectivamente, sus ficciones en los departamentos fronterizos de Salto, Artigas y Cerro Largo, incorporando la fluidez dialectal de la expresión oral a una prosa vigorosa y emblemática. Por su parte, con explícita vocación fundacional, Alfredo Gravina en Fronteras al viento y, sobre todo, Saúl Ibargoyen Islas en tres volúmenes de relatos: Fronteras de Joaquim Coluna (1975), Quién manda aquí (1986) y Los dientes del sol (1987) y en el ciclo de novelas integrado por La sangre interminable (1982), Noche de espadas (1987), Soñar la muerte (1994), completado recientemente con Toda la tierra (2000), ha proclamado un «territorio independiente» en las letras uruguayas en la zona fronteriza del norte. A partir de la ciudad de Rivamento en la que ha refundido el nombre de las capitales de Rivera (Uruguay) y Santa Ana do Livramento (Brasil), ha creado un «condado» de indiscutida autonomía ficcional —39→ y ha fijado los hitos de una saga que recoge cien años largos de historia del país recentrada fuera del polo montevideano. A la narrativa de Ibargoyen Islas consagramos el capítulo «Encuentro y transgresión en la novela histórica de la frontera».

Pese a estos esfuerzos, cuyos ejemplos se multiplican en todos los países de América Latina, conflictos no dirimidos dividen a «provincianos» y «extranjerizantes», la «capital-puerto» al «interior-campo», arraigados a desarraigados, tradición a modernidad, cultura endógena a cultura exógena, periferia a metrópolis, celosos guardianes de la identidad a entusiastas transculturadores, puristas a mestizos, fronteras abiertas a fronteras cerradas.

Al hablar de literatura, el signo ambivalente de la frontera se alza una vez más como metáfora de significación mucho más amplia que el límite geográfico que traza. Su sentido es referente obligado de toda creación. Por vivir sus contradicciones en carne propia es, tal vez por ello, que los creadores son quienes más conocen el exilio y la escritura la que mejor refleja la frontera interior que divide la conciencia del escritor entre patria de origen y la condición de apátrida, la que se hace eco del desgarramiento que conlleva la expulsión fuera de fronteras. La frontera es vivida entonces como una laceración, una herida sobre la «piel» del mundo y sobre la propia, cuya cicatrización es siempre dolorosa. Su línea no se borrará nunca, por mucho que se lo pretenda, por mucho que lo proclamen tratados y acuerdos de integración política o económica.

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Máscaras de la fiesta, celebración patriótica y subversión carnavalesca

La fiesta tradicional busca simbólicamente insertar el pasado en el presente de la vida de una comunidad, reviviéndolo por el período de su duración. En esos momentos de «efervescencia» colectiva, donde la conciencia común se lleva a su más alto grado de «solidaridad» -al decir de Emile Durkheim- se recuerdan los orígenes míticos o históricos de un pueblo con ceremonias, desfiles, representaciones alegóricas, bailes o músicas. La conciencia social se magnifica y trasciende a través de la representación teatral o el rito solemne de que se inviste o, por el contrario, propone un simulacro de desacralización, inversión o «transgresión» del orden social normalizado. La fiesta instaura, en todos los casos, una «sobre-realidad» que modifica el orden en que se inscribe. Aun sin pretender fijar una tipología única sistematizada, la importancia y variedad de las fiestas en el mundo ha llevado a sostener que «no existe una sola comunidad humana que no organice fiestas para marcar acontecimientos religiosos, cívicos o culturales»10. Uruguay no es una excepción a esta regla, pese a su breve historia como nación independiente y a la carencia de un pasado prehispánico suficientemente intenso como para haber marcado fiestas y celebraciones con la impronta de la «vuelta a los orígenes» que tienen en otros países del continente.

El doble signo que ensalza el orden colectivo (celebración patriótica), como el que propicia su transgresión (fiesta del carnaval) se reconoce en las máscaras que ha asumido la fiesta uruguaya desde los inicios de la nacionalidad hasta nuestros días. Ambas, a través de las «descargas de actividad» que suscita el «todo social viviente» -en los que Franz Boas y Marcel Mauss han concentrado los polos ontológicos de la «dramática social» de la fiesta- ponen momentáneamente «entre paréntesis» la rutina cotidiana. Si una -la patriótica- es disciplinada por naturaleza y se asume en la representación oficial en la que desfiles y ceremonias obedecen a comportamientos rituales y encarna símbolos emblemáticos (himnos, banderas, uniformes...) en los que se reconocen los ciudadanos, otra -la del carnaval- invita a una espontánea participación, donde reglas y jerarquías se han abolido ilusoriamente en aras de una mayor permisividad y donde los papeles de actores y espectadores están apenas diferenciados.

La fiesta de prestigio, la ceremonia conmemorativa y celebratoria, para cuya función de conservación de valores establecidos se derrochan recursos en nombre del viejo principio del espectáculo, panem —41→ et circenses, impone una estructura teatralizada que puede llegar a ser mística y que siempre es simbólica, esas «alucinaciones simbólicas» de que habla Jean Duvignaud11. Por el contrario, los «desarreglos tribales» y las explosiones colectivas con intenso protagonismo de masas, con la que se identifica la fiesta del carnaval, se presentan como rituales de subversión, inversión de roles y simulacros de rebelión, aunque autores como Huizinga invoquen la gratuidad del juego instaurado y su aparente falta de «utilidad», en la medida en que una vez transcurridos los días festivos se reinstaura la «normalidad».

Fiestas de participación y fiestas de representación

Espectadores de unas y actores de otras, los papeles asumidos en la fiesta tradicional se han ido atenuando en la medida que las sociedades al modernizarse se han hecho más complejas. El fenómeno perceptible en Europa es también notorio en Uruguay, donde las fiestas de participación, esas fiestas que Goethe, entusiasmado con el carnaval romano, llamaba la fiesta que «se brinda el pueblo a sí mismo», se han transformado en fiestas de representación, fiestas que se le dan al pueblo.

El director teatral uruguayo Gustavo Adolfo Ruegger, comprueba que «de actor del Carnaval el uruguayo pasó a ser espectador» y ahora es «balconeador de la diversión ajena». Con cierta ironía completa: «la iluminación millonaria de la principal Avenida, los también millonarios carros alegóricos, el carro de bomberos que vomitaba papelitos por sus mangueras, las agrupaciones desfilando, las reinas de aquí y las traídas de allá, etcétera... son otras tantas invitaciones a sentarse y mirar»12. En la misma dirección, en la obra teatral de estructura «murguera», El regreso del gran Tuleque, Mauricio Rosencof acota: «¿Qué hacemo? ¿Nosotro? Atuamo. ¿Qué vamo a hacer? Ellos balconean. Nosotros atuamo. ¿Algui en tiene que atuar, no?»13.

Si bien con el transcurso del tiempo se ha producido en Uruguay lo que la historiadora Milita Alfaro llama el «disciplinamiento del carnaval», podríamos completar por nuestra parte -y jugando con sus propias palabras- que se ha producido la «carnavalización del disciplinamiento» en la celebración patriótica. A ello ha contribuido el hecho de que la fiesta patriótica de vocación eminentemente cívica ha sufrido episódicas «militarizaciones» y un progresivo desfasamiento entre las creencias y sentimientos populares y la rígida preservación y conservación de modelos oficiales, ritualizados en desfiles militares e ideologizados en actos conmemorativos de victorias cuestionadas o Tedeums in gloriam de Presidentes autoritarios o generales de —42→ turno. Si en el desfile del Carnaval por antonomasia, el corso, un cierto orden militar repite el admirado aplauso de las multitudes que lo siguen a su paso desde calles y balcones, es bueno recordar que los militares también se han disfrazado en el carnaval uruguayo. Las «comparsas de milicos» se autorizaban a finales del siglo pasado y los batallones desfilaban con sus auténticos uniformes, aunque cubiertos de grotescas caretas, «carnavalización del ejército» que puede parecer hoy sorprendente, sobre todo porque al mismo tiempo existía la prohibición de que ¡los civiles pudieran disfrazarse de militares!

El carnaval «bárbaro» de antaño caracterizado por batallas campales donde se arrojaban baldes de agua no siempre limpia, huevos de avestruz o rellenados de tintes coloreados o de agua de olor (o «mejor dicho de hedor», como se anota con precisión olfativa)14 se reglamenta y organiza en desfiles de carros alegóricos, corsos, tablados y conjuntos («murgas», parodistas, dúos dinámicos, troupes) que aspiran a subvenciones y premios municipales instaurados por la Comisión de Fiestas, organismo oficial encargado de administrar y coordinar espacios, tiempos y modalidades de un carnaval cuya complejidad organizativa (iluminación pública, ordenamiento del tránsito, seguridad ciudadana) ha asumido como indiscutido cometido del Estado.

Si por un lado la fiesta patria se ha parodiado -«carnavalizado» en la terminología bachtiniana- especialmente por los excesos «patrioteros» del período de la dictadura entre 1973-1985, por el otro, el carnaval se ha institucionalizado al mismo tiempo que ha ganado credenciales de cultura alternativa o contracultura. En las letras de protesta o de crítica sociopolítica de sus «murgas» y en las emblemáticas «despedidas» cantadas en coro y en falsete, al son de bombos, platillos y redoblantes, en los «tablados» levantados en las esquinas de los barrios montevideanos, se recuperan no sólo fragmentos de una espontánea poesía popular, sino el rico mosaico de una fiesta con variadas influencias y originales expresiones autóctonas tras un acelerado proceso de sincretismo que la ha convertido en la expresión multicultural por excelencia de Uruguay.

Rondallas, cuplés de zarzuelas, comparsas y «tunas» estudiantinas y, sobre todo, las «murgas» de Cádiz (especialmente «La Gaditana», troupe que visitó Uruguay a principios del siglo XIX) son los aportes que se rastrean provenientes de España; el teatro en la calle, la commedia dell'arte15, los carros alegóricos desde Italia. En el carnaval del siglo XIX uruguayo se imita la fiesta «a la veneciana» y se llega a decir que los «farolitos japoneses» transforman la montevideana avenida de 18 de Julio en «un petit Paraíso capaz de rivalizar en todo —43→ con el Boulevard de los italianos de París». En resumen: «la Venecia del Plata ya nada tiene que envidiarle a la Reina del Adriático».

Las batallas de flores del Carnaval de Niza llegan desde Francia y se adoptan los confetis y serpentinas, «una de las invenciones más peregrinas del esprit francés», según anota un periodista finisecular y unos años después completa un diario local: «La serpentina es la Francia, es el espíritu parisién puesto al servicio de la alegría galante». De ellas derivará la criolla «batalla de los papelitos». El baile más pretendidamente refinado de los Pierrots, en los que se despliegan los míticos disfraces de Pierrot y Colombina, funda el «carnaval galante» al que aspira la burguesía uruguaya naciente para compensar los desmanes del «carnaval de la plebe». Sin embargo, como recuerda Ramón Collazo («El Loro»), popular autor, compositor y director de la Troupe de los Atenienses, en el carnaval del «Bajo» de Montevideo se autorizaba disfrazarse a las prostitutas, por lo que no dejaba de ser paradójico ver llegar a los hombres ataviados de Pierrot buscando a su Colombina16.

En África están las raíces del candombe y su rica coreografía de escoberos malabaristas, temblorosos abuelos y gordas «mamás viejas», desfilando en «las llamadas» al ritmo frenético de tamboriles, cuyas lonjas se templan en fogatas improvisadas en las esquinas de Montevideo. Las comparsas de negros «lubolos» se organizan en agrupaciones de «morenos» y en «asociaciones de color» de nombres tan pintorescos como: Pobres Negros Orientales, Esclavos cubanos, Habitantes del Sahara, Nación Lubola, Estrella de África, y portan estandartes como si fueran cofradías religiosas o masónicas y ondean enormes banderas desplegadas a lo largo de sus desfiles.

El rey Momo sustituye al clásico e hispánico Marqués de las Cabriolas en el encabezamiento de los corsos que recorren las principales avenidas. «Tenemos labios gruesos y grandes, / casi tan grandes como un riñón (...) mas ni los blancos, con ser tan blancos / nos aventajan en corazón», recitan los integrantes de los Nyanzas. Julio César Puppo («El Hachero»), cronista de época, lo testimonia en: «En carnaval, es más carnaval todavía»17. Sin embargo, aunque aceptados como parte de los festejos, no faltaron comentarios despectivos sobre «el fastidioso espectáculo de la negrada polvorienta y sudorosa» y una abierta reprobación a aquellos que tenían la manía de «embetunarse la cara a fin de imitar a la raza más atrasada del mundo»18.

Más recientemente, la influencia del Carnaval de Río, con su despliegue de carros alegóricos encabezados por la Reina del Carnaval que se elige todos los años y los contagiosos ritmos de las «escolas de Samba», se ha incrementado, al punto de «descentralizar» el tradicional carnaval montevideano a ciudades fronterizas como Melo o Rivera.

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La primera celebración patriótica: las fiestas mayas

La fiesta del carnaval uruguayo ha sido objeto desde sus orígenes de relatos costumbristas y amenos artículos periodísticos, lo que constituye un invalorable acervo documental que han utilizado los estudiosos que se han acercado al tema. Una copiosa e ineludible bibliografía -de la que incluimos al final de la segunda parte una selección- respalda este creciente interés, especialmente a partir del período de la dictadura (1973-1985), durante el cual, bajo el disfraz y la máscara del carnaval, la oposición y la crítica al régimen encontró una vía de expresión y un eficaz escamoteo a la censura.

Este ensayo invita a una lectura paralela de la celebración patriótica y la fiesta del carnaval, aventurando un nuevo campo de investigación posible. Máscaras de afirmación o de disimulación, referentes contrapuestos entre el orden del ser y el del parecer, estructura narrativa que se cuenta a sí misma o se refleja en la otredad simbólica «travestida» en uniformes y disfraces, forman parte de un doble discurso que, más allá de sus diferencias, apela a similares recursos simbólicos.

Las llamadas fiestas mayas (por el mes de mayo en que se conmemoraba la independencia nacional) empezaron a celebrarse en Montevideo el 25 de mayo de 1816. Momentáneamente abandonadas en años sucesivos, cobraron renovada vigencia al instaurarse la llamada Patria Nueva en 1830. Saludar «el sol del 25 con himnos y alocuciones patrióticas» se inscribió en la secularización e institucionalización de las fiestas que habían propugnado los ideólogos de la revolución francesa Mirabeau y Talleyrand para reforzar los sentimientos cívicos y dar un contenido místico a la Fiesta de la Razón y al ensalzamiento de la nación. Procesiones transformadas en desfiles patrióticos, misas en ceremonias, fiestas religiosas en fiestas patrias. En su nombre, Saint Just llega al extremo de preconizar «el levantamiento de las masas» y la «guerra nacional» contra las instituciones tiránicas y brindar a las celebraciones un contenido casi místico, filosofía a la que se adhieren las flamantes repúblicas hispanoamericanas.

Es bueno recordar que en ese debate interviene activamente Rousseau, quien en su Lettre à d'Alembert sur les spectacles prefiere la fiesta en la que las conciencias individuales se fusionan en una intensa participación, más que la representación teatral en la que se proyectan emociones humanas encarnadas en figuras imaginarias. En la fiesta -sostiene- se expresa esa «voluntad general» tan próxima a su idea del «contrato social».

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En la recopilación de Tradiciones y recuerdos, Montevideo antiguo, Isidoro de María relata la forma «dignísima» en que se celebraron las primeras fiestas mayas. Un tablado construido en la emblemática Plaza Matriz de Montevideo sirvió de escenario a un acto cuyos protagonistas fueron niños de las escuelas portando gorros frigios (azul, rojo y blanco) congregados con sus maestros al pie de una pirámide decorada con inscripciones patrióticas del poeta Bartolomé Hidalgo, algunas de las que rezaban así: «Ved el gran Mayo, bravos Orientales; mirad a Mayo hermoso», o «La Libertad a nuestro patrio suelo / descendió en carro de oro; / rompió el horrible yugo, calmó el lloro, / y alegre se vio el cielo, / y al disputar los meses esta gloria / dijo la Libertad: Mayo y Victoria»19.

Una salva de artillería saludó al «sol del 25», ese sol que aparece representado en forma sonriente en la bandera uruguaya, y el coro de los asistentes entonó los versos del poeta Francisco Araucho: «Los siglos veneran / del astro la gloria, / que vio la victoria de la Humanidad. / Y siempre que asome / su faz refulgente / diga reverente la posteridad. / Al sol que brillante, / y fausto amanece, aromas y cantos / América ofrece». Anota Isidoro de María cómo estaban «todos alegres y perfectamente ordenados» asistiendo por primera vez «a un acto popular de civismo, en que el dulce nombre de patria oían de todos los labios y pronunciaban los suyos, aprendiendo a rendir culto a las glorias de Mayo»20. Los niños desfilan por las calles, a cuyo paso salen «damas patrióticas exaltadas vivando entusiastas a la patria y arrojándoles caramelos y confites, lo que desorganiza la ceremonia. En el marco de esa «cívica fiesta» se inaugura la primera Biblioteca Pública de Uruguay independiente, a la que asiste, según De María, lo «más distinguido en la sociedad de Montevideo» y donde se canta un himno alegórico compuesto por el mismo Araucho, cuya primera estrofa vale la pena reproducir: «¡Salve, Biblioteca! / Taller del ingenio, / escuela del genio. / Vida del saber. / Colmada te mires / de preciosos dones / y jamás pregones / del tiempo el poder»21.

No por azar, el primer carnaval de la llamada Patria Nueva se celebra en Montevideo en 1830, el mismo año en que se consagra la Constitución22.

Carnaval: la fiesta de las fiestas

A diferencia de la celebración patriótica inspirada en la fiesta cívica de la Revolución Francesa, el carnaval tiene antecedentes en el período colonial y hereda la ambigua atracción y rechazo que provocan sus excesos y violencia. La festividad se debate entre la —46→ permisividad que propicia la «subversión» a la que invita y las reglamentaciones y prohibiciones a su libre expresión. La historia del carnaval montevideano oscila entre períodos de libertad y períodos de represión.

Así, en 1848 se prohíbe «disparar armas de fuego, cohetes con que se pueda dañar, arrojar aguas inmundas, tirar huevos de avestruz... arrojar sobre los individuos bolsas, tarros o cosa alguna con que se les pueda hacer mal». Pocos años después, por decreto del 7 de marzo de 1870 se prohíbe completamente «el juego de Carnaval del modo como se ha practicado hasta la presente época» que «nos separa del grado de civilización a que hemos llegado»23.

En otros casos, excesos son en ciertos casos propiciados por los propios gobernantes. Cuenta José Fernández Saldaña en Historias del viejo Montevideo como «el dictador Latorre, militarote compadrón y atrevido, daba mal el ejemplo, junto con algunos de sus ministros, bombardeando con huevos a los que pasaban delante de su casa en la calle Convención»24. Latorre es señalado en las crónicas de la época por ser «el más activo tirador de bombas junto a sus ministros» y por jugar «a bombazos y huevazos, como un desacatado», acompañado de varios jefes militares. Este gusto no es privilegio de dictadores. El Presidente Lorenzo Batlle desde los balcones de su casa empapa a los transeúntes con «furor horripilante», según describe otra crónica. Algunos como el dictador Santos o el presidente Juan Idiarte Borda utilizan los recursos del carnaval con finalidad política, cuando no puramente demagógica. La connotación peyorativa no excluye la amalgama de carnaval y política. Si hay heridos y, a veces muertos, se recuerda que lo mismo sucede en manifestaciones y actos políticos y en las propias elecciones democráticas.

En una atmósfera que algún alarmado cronista tilda de «vértigo infernal donde palpita la depravación y la orgía» y en la que «el desenfreno aturde y corre peligro la inocencia», más de «un hombre atrevido, beodo tal vez, pone su grosera mano sobre una madre de familia o sobre una candorosa niña» y en la que los «maridos respetables son objeto de burla y chacota» desenfreno que aturde y pone en «peligro la inocencia». Se dirá en una crónica de la época que el carnaval es «la bête noire de los maridos celosos»25, aunque se recomiende que «al que no le guste, que ayude y se entregue a piadosas oraciones cristianas. Pero que deje divertirse en paz a quien precisa, para experimentar sensaciones verdaderas, mojar a baldes a su vecino o achatarle la nariz de un huevazo»26.

En este contexto, no es extraño que la fiesta sufra también la censura y las presiones de las cofradías católicas que llevan al —47→ presidente Herrera y Obes por decreto del 7 de marzo de 1892, a suprimir «el juego de Carnaval en todo el territorio del Estado» por «originar frecuentes desgracias entre el pueblo» y dificultar «el desenvolvimiento del trabajo por la abstención que impone a las clases ocupadas de la sociedad durante los días hábiles que absorbe». El «pretexto a los haraganes para no trabajar», el «fomento a la holgazanería» y «el semillero de bochinches e inmoralidades» que señalan algunos, tiene, sin embargo, su reverso en la revitalización de las Carnestolendas que decide en 1909 Daniel Muñoz, Intendente de Montevideo, al instaurar premios y estímulos para las diferentes manifestaciones artísticas: carros alegóricos y conjuntos, bailes en locales cerrados, desfiles y agrupaciones diversas. El mismo Intendente, a la sazón ameno cronista, cuenta, bajo el apodo de «Sansón Carrasco», lo divertidos que eran los carnavales de «antaño y ogaño», donde se arrojaban baldes y agua y se tiraban huevos de avestruz y «otras armas por el estilo» a los transeúntes al grito de «¡A los güevitos de olor / pa las niñas que tienen calor!».

El entusiasmo permite en algún momento sostener que «el Carnaval parece ser entre nosotros la verdadera fecha patria, pues en ningún aniversario de la nación, se gasta tanto dinero para solemnizarlos»27. Esta reforma del carnaval es saludada como «preludio de otras reformas más graves y trascendentes», por lo que se recomienda: «¡A la obra, pues, y no desmayemos! ¡La regeneración de la Patria será el hermoso fruto del esfuerzo de los hombres de buena voluntad»28.

Lejos de este entusiasmo oficial, artistas e intelectuales juzgan con dureza estas manifestaciones populares. El poeta Roberto de las Carreras condena «la gracia imbécil» de las «máscaras tristes y aburridas» y siente compasión por «el pobre diablo de nuestro carnaval, con el traje de sus antiguos resplandores, viejo y raído»29. Por su parte, Julio Herrera y Reissig anota irónicamente que en el «recreo afrodisíaco» del carnaval, las uruguayas «salen sin calzones» y en esos días de «locura» toman una «vacación de la abstinencia» y de «las pesadas tareas de sus deberes conyugales». «Las amuebladas lucen una tablilla como la de los trenes que dice completo». Resultado: «los asilos se enriquecen a los nueve meses de estas grandes alegrías»30.

Otros, como Emilio Frugoni, secretario general del Partido Socialista uruguayo, califica el carnaval en el periódico La Voz del Pueblo como «una fiesta inmoral y bochornosa alentada por la burguesía para adormecer las energías contestatarias de los trabajadores»31. La prensa obrera de la época, en su afán concientizador, denuncia «una —48→ cosa tan inmoral y bochornosa como el Carnaval» y recomienda a los trabajadores no prestarse a esas «macacadas» y sugiere que si «un obrero obediente y sumiso» quiere disfrazarse que lo haga de «carnero o, mejor, de burro». Los únicos desfiles encomiables son los de «obreros alegres y sonrientes», vivando a compañeros en huelga.

Décadas después, Mario Benedetti, aunque munido de un cierto sentido del humor, se alarma ante las letras «verde limón» de las murgas y considera que «en la forma que estos mafras festejan ahora el Carnaval, no hay hiena que se ría». En resumen: el Momo uruguayo está más lejos del Carnaval de Schuman que del Triste de Fabini o como escribirá en el relato Cleopatra: «el carnaval es un exultante dechado de frivolidad»32.

El juego de disfraces de «La vida breve»

Es Juan Carlos Onetti quien, en su relato Mascarada (1943) y en la novela La vida breve (1951), hace ingresar creativamente el carnaval en la dimensión de juego de identidades, máscaras y disfraces con que se lo caracteriza hoy. La pulsión liberadora, pero al mismo tiempo el escamoteo de identidades que el carnaval propicia, abren y cierran La vida breve, marcándola con el signo de la precariedad y el artificio en un mundo cuyos límites se deshilachan en las fronteras de lo surreal.

Desde entonces, el carnaval adquirirá credenciales literarias. Mauricio Ronsecof en El regreso del gran Tuleque (1986) propiciará el inevitable sincretismo entre el teatro popular y el ritmo y la estructura de la tradicional «murga» uruguaya, pasando por los recursos de la commedia dell'arte.

Al mismo tiempo, participando de la corriente de estudios que han rehabilitado la fiesta del carnaval, especialmente el de Michail Bachtin sobre el carnaval y la fiesta en la tradición medieval y renacentista, Le carnaval de Romans de Le Roy Ladurie, El Carnaval. Análisis histórico-cultural de Julio Caro Baroja, en el más vasto espectro de los estudios sobre cultura popular, se han desarrollado estudios historiográficos en Uruguay. Merece citarse la completa y fundamental historia social del carnaval de Montevideo realizada por Milita Alfaro, del cual ya se han publicado dos volúmenes, la antología de textos A máscara limpia, anotada por Carlos Cipriani y Murgas: el teatro de los tablados de Gustavo Remedi, así como el antecedente El Carnaval de Montevideo (1967) de Paulo Carvalho Neto. De todas estas obras, necesariamente basadas en fuentes escritas, en especial periodísticas, surge la evidencia que, aun como —49→ crónica, comentario o artículo de costumbres el carnaval ha sido un tema clave en la vida colectiva de Uruguay.

Por el contrario, la celebración patriótica con su carga de significados y su utilización ideológica, cuando no paródica o «carnavalizada», no ha sido, a nuestro conocimiento, objeto de similares preocupaciones, aunque La patria en escena de Emilio Irigoyen inaugura una línea de auspiciosos estudios33. Al proponer en este capítulo un paralelo entre ambas manifestaciones, invitamos a posibles estudios futuros, ya que sugerentes fuentes documentales esperan en las hemerotecas ser analizadas por la nueva generación de investigadores. En esta época de crisis de identidad, hurgar en el pasado puede ayudar a explicar mejor nuestro desconcertante presente y dar pistas para navegar en el futuro.

En todo caso, el carnaval, considerado «la fiesta de las fiestas»34, tiene credenciales culturales acreditadas y su supervivencia, en grandes urbes como Montevideo, se protege y fomenta. Lejos de aquel «carnaval de los palurdos, del tarro de pintura y del pomo de a litro», despreciado por las elites de antaño, se reconoce hoy que la fiesta del carnaval es «tanto purificadora como catártica, donde el participante va al extremo de sí mismo para emerger diferente, indiferente, apaciguado o más exigente»35.

Es posible preguntarse, entonces, como hace el poeta Alain Borne en Les fêtes sont fannées si el recuerdo feliz de las fiestas no es más verdadero que la propia felicidad36. En todo caso, no sin cierta nostalgia, puede decirse que en Uruguay, así lo parece.

Bibliografía básica

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