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Miradas desde la periferia

Encuentro y transgresión en la novela histórica de la frontera

¿Qué es una frontera? ¿Tiene sentido seguir hablando de fronteras en el centro de una mundialización que pregona su abolición? -nos preguntábamos al principio y repetimos ahora- ¿Lo tiene en Uruguay, cada vez más integrado y dependiente de sus vecinos, Argentina y Brasil? En efecto, en un mundo que pregona la abolición de fronteras y donde los circuitos de creciente intercambio parecen darle razón, hablar de fronteras puede resultar anacrónico, pero -como ya vimos en el capítulo inicial consagrado al tema- la realidad cultural se resiste a toda simplificación y desmiente día a día el esquema de «un mundo sin fronteras».

En Uruguay, pese a los procesos de regionalización en curso, felizmente es así. La frontera sigue siendo la mejor garantía para la protección de la especificidad nacional, al mismo tiempo que propicia el surgimiento de nuevas realidades lingüísticas, sociales, étnicas y culturales en las zonas limítrofes donde se producen los contactos.

Más allá de la integración económica o de la red de comunicaciones terrestres o fluviales que ha esfumado barreras políticas y geográficas, han surgido «áreas» fronterizas de sorprendente dinámica cultural. En el caso emblemático de Rivera, en la frontera norte del país, la linea fronteriza pasa por el medio de la avenida principal de la capital que se llama Rivera del lado uruguayo y Santa Ana do Livramento, del brasileño. Banderas, monumentos, edificios oficiales y comercios se alinean frente a frente, en una curiosa mezcla de convivencia y de picardía, aunque como ha anotado Rosa María Grillo, si la frontera «divide en dos una ciudad, une dos naciones».

En esa zona de incertidumbres, en la línea sinuosa y movediza donde se producen transferencias, intercambios y «contrabandos», hay una voluntad de «recentramiento» protagónico, ajeno al poder capitalino de Montevideo, la ciudad-puerto en función de la cual se —124→ han tendido las líneas de las que la frontera del norte es su extremo, el confín que linda y separa realidades diferentes en la confluencia de lo que fueron los imperios hispano y lusitano.

Una saga fronteriza enraizada en la historia

Este es el mundo narrativo de Saúl Ibargoyen Islas, un escritor reconocido por una obra poética tan vasta como dispersa que paralelamente ha ido conquistando a lo largo de más de veinticinco años un espacio narrativo bien preciso. En tres volúmenes de relatos Fronteras de Joaquím Coluna (1975), Quién manda aquí (1986) y Los dientes del sol (1987) y en el ciclo de novelas integrado por La sangre interminable (1982), Noche de espadas (1987), Soñar la muerte (1994), completado con Toda la tierra (2000), ha proclamado un «territorio independiente» en las letras uruguayas. A partir de la ciudad de Rivamento en la que ha refundido el nombre de las dos capitales, ha creado un «condado» de indiscutida autonomía ficcional y ha fijado los hitos de una saga que recoge cien años largos de historia del país.

A diferencia de la tensa y dramática frontera que separa los Estados Unidos de México, donde el border es vivido como laceración, como herida sobre la «piel» del mapa, cuya cicatrización es siempre dolorosa, la noción de frontera que emerge en este confín sudamericano es, por el contrario, fluctuante, porque pueden ser «dobles, triples o cuádruples» (Soñar la muerte, p. 18), tener una «largura indecisa» y una «enajenada anchura» y ser aludida genéricamente como «las tales fronteras». La frontera de «dos líneas» de esta saga se mueve como «una víbora», asegura la «estabilidad inestable», donde gente «tan fronterizada» no percibe siquiera «el dolor de dos patrias». La «mistura» está bien «entreverada» -comprueba Cyrino Tamanco en Toda la tierra, la última novela del ciclo; «¡Ansí nunca más nos acercaremos a la modernidad que los nuevos tiempos claman y reclaman!». La frontera, en resumen, está «llenita de agujeros» y cuando «estamos en carnaval, esta frontera vuela».

Sin embargo, en esta encrucijada de imperios, la historia de su independencia no se ha forjado sin dificultades. La saga fronteriza de Saúl Ibargoyen Islas abunda en referencias militares y a la «violencia de botas y fusiles» y a esas «peleas a lanza y sable» de «la antigüedad de nuestra insurgencia» (en alusión a la novela del historiador Eduardo Acevedo Díaz, Lanza y sable). El ciclo se inicia en el periodo del coronel Santos Latour, en el que el autor funde dos momentos de la historia del Uruguay del último tercio del siglo XIX, el de la —125→ dictadura de Santos y la de Latorre. Un período donde a partir del desorden establecido «como una especie de ley que se venía escribiendo a punta de lanza y a filo de espada», se van echando las bases del Estado moderno. Y si la apuesta civilizatoria es clara, Saúl Ibargoyen Islas no puede olvidar las máculas autoritarias que la jalonan. La última la ha vivido en carne propia entre 1973 y 1984.

Coroneles, generales, «centuriones» (como el protagonista de ¿Quién manda aquí?, Nenguno Nadie), son protagonistas inevitables de una historia de la que no sólo son actores, sino «autores» en el sentido literario de la palabra. El coronel Saulo Ambrosiano Ilhas (¿deformación de Saúl Ibargoyen Islas?) tiene sus veleidades literarias y gracias a su situación de «retiro», lejos de las conspiraciones de la capital, inspira con su sordera («Ahora solamente oigo lo que sueño») una comprensión no exenta de compasión, más cerca de El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez que de un Nostromo o de un Tirano Banderas.

Militares que han sido necesarios en algún momento de la historia de Uruguay, parece decirnos Saúl Ibargoyen Islas, aunque nos recuerde en ¿Quién manda aquí? a través de los mecanismos autoritarios del lenguaje, los signos de opresión que el militarismo conlleva. Sus personajes, «milicos», oficiales de grado bajo, brutales e ignorantes, sólo saben obedecer y mandar y transforman el lenguaje en un arma de «doble filo» con la cual se dan y se ejecutan órdenes. Todo militar, a la excepción del grado mínimo y del más alto, tiene que manejarse en ese espectro lingüístico con el cual se obedece al superior y se manda al inferior, dualidad antinómica que, más allá del maniqueísmo que inevitablemente la rige, anuncia las notas esquizofrénicas de la vida de todo «uniformado».

En el ejercicio sangriento del poder, esos militares maltratan y abusan de los indios («los manchados») y de quienes viven en los límites de otras fronteras todavía más fluctuantes. «Hay muertos con frontera cruzándoles el lomo» -recuerda el testigo del relato A usté, que no es de por acá- «Tripas de este lado, aliento del otro». En el tráfico «fronterizo» entre indios y blancos, Juansucho Pocagente, uno de los protagonistas de la novela «coral» Noche de espadas, obtiene de «tan extraño personal espinas de pescado de talla exquisita», ponchos de piel, cerámicas y cuchillos de piedra. En esos «meneos fronterizos», aprende a ser un «seco animal de rígidas mansedumbres» y cuando los indios se ven obligados a retirarse hacia el «difuminado Norte, el nunca visto horizonte», la frontera cambia nuevamente de signo.

Lejos de todo maniqueísmo a la que la propia realidad invita, Saúl Ibargoyen trasciende en Soñar la muerte la simple denuncia de un —126→ orden injusto para descubrir una condición humana signada por el fatalismo, los mitos inmanentes que guían los comportamientos y aseguran la fuerza de las convicciones jaqueadas. Y lo hace con un estilo que, más allá de la originalidad de la lengua fronteriza en que se expresa, recrea palabras en la libertad poética de una madurez creadora que evoca las mejores páginas de Augusto Roa Bastos en Yo, el Supremo y de José María Arguedas, los grandes artífices latinoamericanos del bilingüismo literario. En el vuelo generoso y en la significación simbólica no es ajena una atenta lectura de autores brasileños como João Guimãraes Rosa y Adonias Filho. Del universo de este último, situado en la región de Bahía -narrador que Saúl Ibargoyen Islas conoce bien por haber traducido algunas de sus obras al español- incorpora el tono alegórico y las vastas parábolas existenciales.

Más allá de referentes comunes geográficos y lingüísticos de la zona fronteriza de Rivera en la que Saúl Ibargoyen viviera en su juventud y que ha rememorado y reconstruido en la distancia de su exilio en México, el conjunto de su obra ofrece un sutil y complejo entramado. Temas y personajes se cruzan y se intercalan, se reconocen, completan y explican de un título a otro. El texto fundacional, Las fronteras de Joaquim Coluna, donde el personaje polifacético de Joaquim despliega su condición proteiforme en el ejercicio de oficios múltiples (administrador, vendedor ambulante, vacunador de ovejas y cristianos, comprador de vacas para matar enseguida, desocupado, soldado en la edad de ser muchacho joven, entre otras). Personaje del que es «difícil hablar», ya que «uno nunca sabía si era o no era, si conversaba su poca palabra o si estaba empezando a callarse» (Las fronteras de Joaquim Coluna, p. 33), al traer esa ambigua «presencia de no estar», esa condición de «hombre como de lejos» y en ese «caminar para su adentro» y en esa condición de «hombre con su sed, pero no siempre bebía» (Las fronteras de Joaquim Coluna, p. 33), inaugura la saga para abrirla a todas las posibilidades narrativas. Aunque el destino se descubre como fatalidad a través de la lectura de cartas que despliega la adivina Bemvinda Verticalia en La sangre interminable, Saúl Ibargoyen Islas cree en el libre albedrío y en la fuerza individual, incluso cuando otros personajes de similar simbolismo nominativo, como Andresito Quilombé, Pocagente, Doña Pelona Morte, Nenguno Nadie, van poblando este mundo edificado desde la periferia, pero con vocación de centro excéntrico.

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El lenguaje sin fronteras

Es evidente que detrás del coro polifónico de voces, hay un claro designio: el de preservar un pasado que es parte de la memoria colectiva y un espacio significativo. En el «viaje en el tiempo» que propone en Noche de espadas, Saúl Ibargoyen recopila a través de Don Saulo -tras el cual puede disimularse sin ambages él mismo- el pasado no sólo familiar, sino histórico, de los vínculos que unen el norte con el sur de Uruguay, ese eje sinuoso que va de la frontera con Brasil al puerto de Montevideo. Lo hace recogiendo testimonios que le relatan la fragmentaria visión de una compleja saga que cubre más de un siglo. El pasado se conjuga en tiempo presente, a través de voces confidentes tan diversas como la de su madre, tías (Noemí, Zoreyda y Trifonia), tío (Ambrosiano Ilha Barraganes) y abuelos, a las que se suman voces indígenas (La Guaycará, hija de cacique «medio segundón»), mestizas (su hija Josefayá) y la del «negro» Quilombé. Testigo privilegiado, su madre, al tratarlo de «hijoamigo», le recuerda en nombre de la «corazonitis», ese mal familiar endémico por el cual ha sido tan «madreado» y como desde «bien chavito» empezó a «juntar el palabrerío en frases» (Noche de espadas, p. 49).

Don Saulo será, pues, el encargado de darle «ligazón» a esas «historias desparramadas por los cementerios y los días de ahora mismo», superposición del pasado y del presente. Noche de espadas será la materia prima del relato ulterior que deberá escribirse a partir de esas voces que sólo hablan, como ante un grabador. «Yo le hablo, le falo un poco, usté traduce -le dice Andresito Quilombé-. Yo soy la solita voz, usté la lengua, la letra» (Noche de espadas, p. 29). Se podrá anotar además que el poeta tiene «la chance» de «inventar la verdad».

La lengua, la letra, la invención de la verdad, pero también un rescate del patrimonio lingüístico de la frontera. Ibargoyen Islas otorga credenciales literarias al lenguaje fronterizo hecho de infiltraciones mutuas de castellano y portugués y recupera la vitalidad de voces indígenas, especialmente las de raíz guaranítica, aunque observe que los indios son «personal» más bien de murmuraciones que de palabras, manejando el discreto silencio del sometimiento al «poder del blancaje» y anote que no todos los que escriben («o chismean») sobre ellos saben de lo que hablan. Para ello, Saúl Ibargoyen Islas asume la lengua en sus posibilidades de expresión integral, ósmosis apasionante de influencias y culturas en mulata «mixturanza».

Este rescate lo hace sin pintoresquismo, folclorismos o reivindicaciones localistas. La tensión y la resistencia del encuentro, pero también la «mistura» y las nuevas expresiones que toda dialéctica —128→ fronteriza implica, se reflejan en el texto, pero no limitan su narrativa. Porque Saúl Ibargoyen Islas va más lejos.

Si una rica expresión cultural hecha de trasiego y contactos emerge del reconocimiento casi antropológico de la región y de su pasado, su gozoso inventario sirve, al mismo tiempo, de pretexto para una imaginativa invención, especialmente a nivel lingüístico. Ibargoyen da rienda suelta a las posibilidades de juegos de palabras, a los neologismos y a una pirotecnia verbal, donde es difícil establecer etimologías y distinguir el localismo de la pura creación, aunque -como hace en Soñar la muerte y en la recopilación de sus relatos en Cuento a cuento complete sus obras con glosarios. Porque no hay que llamarse a engaño. Saúl Ibargoyen Islas también recupera arcaísmos, incorpora anglicismos usados en el área del Caribe y palabras del español centroamericano, como ha anotado Rómulo Cosse.

La invención se traduce en búsquedas formales, en originales incursiones temáticas, en transgresión fecunda de códigos, en recreación lingüística, donde hasta los referentes toponímicos son engañosos, aunque apenas disimulen con ligeras alteraciones la denominación real: Rivamento por Livramento, laguna Merino por la laguna Merín, Montevideú por Montevideo, Bahía del Este por «las extranjerizadas playas» de Punta del Este, la «avenida central, la 18 de Julio», Porto Triste por Porto Alegre, Barón de Río Preto, por Barón de Río Branco. Incluso las alusiones al poeta Ferdinando Persona, apenas disimulan al poeta Pessoa.

En esta recreación -como ha señalado el prologuista de la edición mexicana de sus cuentos completos, Alejandro Expósito- «nunca sabremos con certeza hasta dónde llega el autor como creador de un metalenguaje ficcional y hasta qué precisa frontera llega el lenguaje de la frontera. Pero este enigma, lejos de constituir una falla estética, deviene enriquecedor del mundo narrado».

Superando la antinomia que ha opuesto tradicionalmente la ciudad al campo y una narrativa nativa y arraigada al cosmopolitismo urbano, la apuesta de Ibargoyen es creadora. Se trata de «inventar» un mundo al inventariarlo, un espacio que resulta tan real como imaginario. Si bien otros escritores como Enrique Amorim, Eliseo Salvador Porta y José Monegal habían escenificado, respectivamente, sus ficciones en los departamentos fronterizos de Salto, Artigas y Cerro Largo, incorporando la fluidez dialectal de su expresión oral a una prosa vigorosa y emblemática, ninguno lo había hecho con tan explícita vocación fundacional. Alfredo Gravina, autor de Fronteras al viento -con cuya amistad se honrara el propio Ibargoyen Islas- había anunciado una dirección de la que ahora se recorre el camino.

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Las fronteras existen para ser cruzadas

Decíamos en el capítulo «La frontera como límite protector de diferencias» sobre las fronteras que Marguerite Yourcenar recordaba que el emperador Adriano amaba las fronteras -los «limes» o límites del imperio- porque le conferían libertad. Le proporcionaban también extrañeza y le propiciaban quimérica fertilidad intercultural. La literatura de Saúl Ibargoyen Islas invita a esa transgresión libertaria: su misión es cruzar los puentes que tiende sobre las diferencias, asegurar que las «señales» de la creación crucen las barreras levantadas por los seres humanos, eliminando prejuicios y abriéndose genuinamente al otro. Este saludable ejercicio es muchas veces festivo y recupera una cierta sabiduría popular en dichos y creencias. «Quien no conoce, no vive, ciego queda, ve y nada puede ver» (Las fronteras de Joaquim Coluna, p. 65), nos dice convencido o comprueba como «cada uno lleva puesta la edad de la mujer que se ama» (Noche de espadas, p. 50). Más malicioso recuerda que «Dios da una sola opotunidá, y a veces se descuida. El diablo regala muchas, y a veces las aproveinta. ¡Qué diabluras haría Dios si el diablo le permitiera!» (Las fronteras de Joaquim Coluna, p. 31). De ahí que «cuando el Diablo quiere ahorcar, Dios le alcanza la piola» (Las fronteras de Joaquim Coluna, p. 60). Lejos de todo facilismo sabe que no porque uno sea «débil o pobre o esté jodido» significa que «sea bueno» (Noche de espadas, p. 40). Más prosaicamente: «¡Quien no da carne, no procura asado!»

Confrontada en permanencia con la diferencia, con las asimetrías, con la discontinuidad, con fronteras de todo tipo, la obra narrativa de Saúl Ibargoyen ha contribuido a hacer todavía más elásticos los límites existentes. En esta «ausencia de límites y confines», en ese «espacio abierto que asimila y neutraliza lo diverso, lo otro, lo bárbaro y lo desconocido» (R. M. Grillo), Saúl Ibargoyen Islas se debate en la «ardua» dialéctica de «fronterizar y universalizar», como él mismo ha confesado.

Su creación está en los márgenes -o en la «marginalidad»- de los límites trazados por el orden reinante: roza o proclama la herejía, cruza el borde, asegura el «contrabando» de ideas y tendencias, aunque a veces parezca claudicar cuando comprueba que «la esperanza era como un lujo». Como un equilibrista condenado a hacer piruetas en la línea divisoria, su obra ha sido el ariete que penetra clandestinamente el territorio extranjero para apropiárselo y hacerlo suyo, recordando -como su héroe central, Joaquim Coluna- que «no tuvo fronteras en su sangre».

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Marginales, descolocados y excluidos

Parece hoy obvio recordar que el personaje de la novela contemporánea está descolocado existencialmente y que ya no posee la situación privilegiada que lo situaba en el eje central del universo. La pérdida de la imagen antropocentrista en un mundo estable y absoluto, está jalonada de tantos antihéroes descentrados poblando con su angustia, náusea, detresse o indiferencias varias las páginas de la narrativa del siglo XX, que la condición de outsider y marginal ya no sorprende a nadie. Un desajuste que todos coinciden en señalar como origen de la profunda renovación del género narrativo, tanto en lo formal como en lo sustancial, y cuyos reflejos estéticos resultan apasionantes.

El ensalzamiento de la condición errática y desarraigada, del vagabundeo, de la marginalidad controlada y decidida como una opción de vida, se inaugura con el romanticismo y se prolonga hasta fines de los años sesenta, pasando por las sucesivas expresiones simbolistas y vanguardistas. A lo largo de estos ciento cincuenta años se ha hecho del elogio de la auto-exclusión una virtud del artista y del escritor bohemio y se ha ido instaurando una verdadera tradición de la «anti-tradición» que han consagrado sucesivas escuelas y movimientos literarios.

Ser marginal, reivindicar la impertinencia y la locura como un derecho a la diferencia, optar por la excentricidad, salirse del sistema, fuera de las opciones mayoritarias, elegir el sesgo tangencial o la línea oblicua a la que la creación invita son apuestas individuales o de grupo con que la ruptura se consagra. La provocación, las agresiones perpetradas a las normas establecidas han podido ser actitudes asumidas como un programa, cuyas notas iniciales fueron las del «dandismo excéntrico» que inauguró «Baudelaire y Compañía», según la aguda definición de Roger Kempf121, «culto a la diferencia» que puede leerse como denuncia del centro, sus reglas y el canon establecido. Descentramiento desenvuelto a favor del cual se dibujan con un trazo sulfuroso y de cenizas aventadas, las fronteras nunca bien delimitadas de una literatura que puede calificarse tanto de marginal como de heterodoxa, pero donde los «malditos» han desempeñado el papel de subvertir los códigos instituidos.

Esta orientación opta voluntariamente por situarse al margen del mundo que nos rodea y se reconoce en la tradición de la literatura rusa del siglo XIX, -especialmente Gogol, Goncharov, Chejov y Dostoievski- y en el desasosiego que recorre la literatura europea del —131→ siglo XX con autores como Remarque, Musil y su «hombre sin atributos», Kaika y su emblemático «K», Celine, Barbusse, Gadda y Pessoa. Sus antihéroes se encarnan en los «pequeños seres», «almas muertas», «extranjeros» (El extranjero de Camus), que pueblan el «mundo del subsuelo»122. Estos personajes, que inspiran tanta ternura como rechazo, encontraron a partir de los años veinte una segunda patria en el «destierro» del Río de la Plata y se prolongarían sin dificultad en Roberto Arlt (Los siete locos y Los lanzallamas), antes de desembarcar en la narrativa uruguaya.

Han sido estos autores los encargados de ir más lejos en la marginalidad de un discurso que prefiere bordear los límites de lo real sin llegar a franquearlos, anunciando lo insólito, cuando no fantástico, que se descubre gracias al sesgo oblicuo de la mirada. Al descolocarse han dado a la cotidianidad una original dimensión en profundidad y han señalado en forma ostensible las contradicciones de una realidad a la que perciben como absurda.

Los textos marginales resultantes han recogido la efervescencia ácida de un desajuste y anunciado, al franquear los límites de lo aceptado, la posible clausura de una forma tradicional de «hacer» literatura, aunque las maniobras de descontextualización y de «deshistorización» de toda expresión marginal se haya presentado como una anomalía. Esta línea es, tal vez, la dirección más clara que se percibe en la actualidad: proyectar alegorías y mitos desde la realidad, trascender lo cotidiano por la desmesura y el absurdo, derivar conscientemente de lo colectivo a una descolocación individual.

Sin embargo, esta condición idealizada de la automarginación romántica ha ido cediendo en estos últimos años a un individualismo crispado, exasperado en sí mismo, pero sin soporte, sin asidero, donde seres desamparados frente a la sociedad cargan su individualidad como un peso difícil de asumir. El desencanto y la resignación invitan a ponerse a «un lado de la sociedad»; la elitista automarginación de antaño, se ha convertido en una expulsión, en una marginación cruenta.

De la marginalidad a la exclusión

El tema de la marginación se ha vuelto fundamental en una sociedad cuya repartición estructural aparta, expulsa y divide de acuerdo a usos y costumbres la serie de gestos aceptados y aquellos que fijan los límites donde empieza el espacio de la transgresión posible. La exclusión como fenómeno colectivo en esta época de disonancias extremas, funda el acto por el cual se margina una —132→ palabra, se la expulsa del sistema y de lo aceptado. Es esa exclusión horizontal -como señalara Michel Foucault en su ensayo sobre la locura, cuya propuesta metodológica123, resulta interesante a efectos de este enfoque sobre la marginalidad en la narrativa uruguaya contemporánea: «Interrogar una cultura por sus experiencias límites, es cuestionarla, en los confines de la historia, sobre un desgarramiento que está en el nacimiento mismo de esa historia»- la que, a través de instituciones, reglamentos, saberes, técnicas y de múltiples dispositivos sutiles, divide y reparte los papeles de la sociedad entre los que acepta y los que rechaza.

Porque, es posible preguntarse: ¿hasta dónde la marginación es una vocación deliberadamente asumida o es el resultado de un sistema que expulsa hacia sus bordes, que excluye a quienes no aceptan las reglas y convenciones de la corriente mayoritaria, exclusión que ha sido flagrante en el período de la dictadura que viviera Uruguay entre junio de 1973 y noviembre de 1984?

No parece exagerado decir que a la tradicional división de la sociedad en clases, asistimos ahora a una insistencia en la áspera separación entre incluidos y excluidos. Debe entenderse que no estamos hablando de exclusión y de marginación como el anuncio de una fractura o de la existencia de grietas en el sistema, sino de la nueva precariedad instaurada para algunos, donde no todos los «semejantes» viven en la relación natural de «interdependencia» de que hablaba Durkheim para explicar el funcionamiento de la sociedad.

Porque ahora el problema parece ser otro. Estamos frente al hombre sometido a las pruebas de la incertidumbre y de la precariedad de una sociedad que lo amenaza y agrede. El ser humano ha perdido su lugar privilegiado en el cuerpo orgánico en el que naturalmente se integraba y no sabe navegar en la corriente mayoritaria que impone ritmos y tensiones para los que no está preparado.

La sociedad actual expulsa inexorablemente hacia los bordes, pone al «margen de» a todos aquellos cuya debilidad les impide sostenerse en las aguas turbulentas en la que sólo algunos saben navegar al socaire de certidumbres banalizadas. La realidad hiere con sus constantes agresiones la peculiar sensibilidad de estos seres que ven «demasiado hondo y demasiado» -como confiesa el anónimo protagonista de L'Enfer de Henri Barbusse- y que no parecen estar preparados para enfrentarla. El sistema empuja hacia las «orillas» del sistema, a una forma de «exilio» interior a las «conciencias desdichadas» (Hegel) y a los poseedores de virtudes incomprendidas por las mayorías. Así se va creando ese grupo de descartados, proscriptos, expulsados que se reconocen entre sí, aceptan y se resignan poco a poco a una condición colectiva de seres marginalizados.

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Como resultado de esta invitación al exilio interior, al replegarse sobre sí mismo, a salirse del «gran cauce», a «hacerse a un lado», asistimos al auge de un individualismo negativo de signo diferente al individualismo ensalzado por la cultura occidental, aquel que estaba centrado sobre el desarrollo del «sí mismo», esa cultura de atención y complacencia, cuando no egoísta, que giraba alrededor de la problemática del «yo».

El proceso de «desocialización» actual y de desarticulación de los grandes sistemas de «integración» social, ha agudizado las expresiones de desafiliación, de desenganche, de desestabilización y de vulnerabilidad de las posiciones seguras que parecía garantizar el patrimonio histórico y cultural, individual y colectivo heredado en el que se reconocía, mal que bien, todo creador y toda obra literaria.

Inestable, confuso y amenazado, el marginal, si por un lado se siente abandonado y excluido, parece haber ganado, al mismo tiempo, una agresiva independencia. En el espacio generado entre el abandono y la persecución se gesta y encuentra el impulso de creación y el equilibrio de la literatura excéntrica, es decir, esa literatura que surge fuera del centro, oblicua y marginal, desajustada en relación con lo que son las atribuciones que se le asignan como misión. Instalados en la fragilidad de las zonas intermedias, los creadores buscan un espacio donde integrar una sensibilidad aguzada en un mundo que maneja otros valores y que por ello los «empuja» fuera del sistema.

Entre el desasosiego y el desencanto

La tendencia de la visión oblicua que ha potenciado la descolocación de la narrativa uruguaya contemporánea tiene en Juan Carlos Onetti a su mejor antecedente, quien, a diferencia de lo que sucedía en la literatura europea, la asume sin angustia existencial y sin dramatismo, imbuido de esa resignación y esa aparente «indiferencia moral» que caracteriza a sus personajes, esa galería de almas solitarias que, como Eladio Linacero en El pozo, se vuelven «por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas».

Disparate y fantasía que emanan de los nimios gestos cotidianos que retrazan los cuentos de Feliberto Hernández, un autor que invitó creativamente a los autores «realistas» de los años cuarenta y cincuenta a transgredir subversivamente los límites de lo visible. Su herencia la recogen y diversifican los excéntricos marginales de L. S. Garini; los «maniáticos» y «mareados» de Julio Ricci; el realismo tenso y exasperado, rozando lo extraño y fantástico de Armonía Somers; los heterodoxos relatos de Héctor Galmés donde no se sabe qué hacer «con tanto cariño sin objeto ni futuro; el tono asordinado, gris y —134→ entristecido que apenas salva el humor negro de Miguel Ángel Campodónico; la inclasificable y creativa exploración de géneros y subgéneros de Mario Levrero; los hostiles territorios que recorren los extranjeros de Cristina Peri Rossi y las provocativas paradojas de la condición humana de Tarik Carson, heterodoxias que se prolongan en los autores que analizaremos en el capítulo siguiente.

Juan Carlos Onetti ha sido -en este sentido y una vez más- el precursor. Al hablar de la figura del «indiferente moral», del «hombre sin fe ni interés por su destino al que aludía en su epígrafe de Tierra de nadie124, al novelar con sombrío patetismo la vida de antihéroes encerrados en sus habitaciones, como Eladio Linacero en El pozo o Brausen en La vida breve, de observadores no comprometidos del quehacer ajeno como Díaz Grey o Jorge Malabia, empresarios derrotados de antemano como Larsen, eternos diseñadores de proyectos que no se ejecutan como Aranzuru, fue trazando una galería de personajes descolocados, voluntariamente marginales, capaces de decirse, como Díaz Grey, «exigimos que la gente de Santa María nos imaginara apartados, distintos, forasteros, y hacíamos todo lo posible para imponer esa imagen»125.

En una primera aproximación, la descolocación epigonal de muchos personajes de Onetti participaría de esa condición del homo absurdus que caracteriza al hombre contingente del siglo XX y que los filósofos inscriben en el proceso de destrucción de las pretensiones del absoluto de las ideologías normativas. Basta pensar en los inmigrantes, «forasteros», desocupados, prostitutas, artistas ambulantes y periodistas bohemios que protagonizan sus cuentos y novelas. Algunos son extranjeros por su propio origen: la danesa Kirsten en Esbjerg, en la costa; la inglesa Molly en La casa en la arena; los judíos Stein y Gertrudis y Raquel, hijas de alemanes en La vida breve; el alemán Von Oppen, el comendattore italiano Orsini y el sirio, llamado el turco, en Jacob y el otro. Si los inmigrantes no son entusiastas pioneros del pasado, los «nativos» son apartados y marginales por su profesión. Artistas de teatro en Un sueño realizado, bailarines en la Historia del caballero de la rosa..., artistas trashumantes en Mascarada o casi circenses en Jacob y el otro, prostitutas como Ester en El pozo, Rita en Para una tumba sin nombre, María Bonita, Irene y Nelly en Juntacadáveres, Magda en Cuando, entonces. La mujer de Risso en El infierno tan temido es artista de teatro y el mismo Risso pertenece a la bohemia periodística, como Lanza, Malabia, Linacero y Larsen que había trabajado en la administración del diario El liberal de Santa María antes de convertirse en proxeneta y triste monologante de Cuando entonces. Hasta el comisario de —135→ policía Medina en Dejemos hablar el viento, es médico y pintor y lleva una existencia marginal y fuera del circuito de «los normales». Su amante Frieda von Kleits es alcohólica, lesbiana y frustrada cantante, y, por lo tanto, una excluida de la sociedad.

A partir de este difícil equilibrio entre la virtud de la marginalidad y la penalización de la exclusión que inaugura Juan Carlos Onetti, están hecha buena parte de las «experiencias límites» de la narrativa uruguaya contemporánea, donde la temática urbana ha incorporado al realismo tradicional una visión sesgada, oblicua, donde sentimientos de extrañamiento se mezclan ambiguamente con el de una melancólica resignación, ese progresivo desencanto en que se apacigua el desasosiego.

El malestar -ese desasosiego que inmortaliza Fernando Pessoa en El libro del desasosiego y que Freud definió como el Unheimlich126 recorre la narrativa de una serie de autores que cabalgan entre las generaciones del 45 y del 60 y abren las puertas a una dirección renovada de las letras uruguayas que se prolonga en la actualidad, autores que al explorar las posibilidades tangenciales de lo imaginario, oscilando entre el realismo, lo fantástico o lo simplemente absurdo, afianzaron esta línea original de expresión común. Más allá de las diferencias entre generaciones y de las obras analizadas en Nuevas fronteras de la narrativa uruguaya (1960-1993), a cuyas páginas me remito127, otros autores como Gustavo Seija y Carlos Liscano ahondan en esta dirección, hecha más del desencanto que de la lúdica descolocación que consagrara Julio Cortázar en sus cuentos y novelas.

La tentación de la huida

Autor de una breve novela sobre el mundo de los basurales de los suburbios montevideanos y las duras condiciones de supervivencia de sus poblaciones empobrecidas -La cantera (1970)- Gustavo Seija abunda en los temas de la marginalidad y el desamparo en Como una flor en la arena (1977), un conjunto de relatos que entreabre las compuertas de lo fantástico que se percibe en las fisuras de la realidad cotidiana. Manejando los resortes de un realismo alegórico, lejos del «realismo sucio» ahora en boga, los seres desamparados de Seija se salvan por la tenaz perseverancia con que se resignan ante las adversidades, como los inmigrantes de Gringos (1997) o los «pobres rondados por el fracaso y la miseria» -como los calificara Omar Prego Gadea- que habitan el Hotel de cuarta (1995). La miseria humana se agazapa en los cuartos de esa «casa de pensión berretona» —136→ de donde saldrá «la saga de sueños y esperanzas de aquellos que nunca saldrán de los sueños y las esperanzas» -según los prologara Julio Ricci -historias individuales integradas en un destino colectivo gracias a un género híbrido -«cuentinovela»- que Seija improvisa y maneja con solvencia.

La narrativa de Carlos Liscano se divide entre la trashumancia, la inquietud del viajero, exilado o emigrante, que busca un alivio imposible cambiando de domicilio y de país; y la tentación del universo oclusivo, cerrado, del cuartel, la cárcel o el hospital psiquiátrico ofreciendo la seguridad que brinda la rutina. «Uno es así, aún no ha llegado y ya quiere marcharse, como si las cosas fueran a mejorar porque uno cambie de lugar»128, se dice al inicio de El camino a Itaca (1994), una novela-saga sobre las aventuras tan patéticas como humorísticas del «meteco» Vladimir, entre Estocolmo y Barcelona y con alusiones a un país sudamericano que estuvo sometido a una dictadura, Uruguay. Con un cierto cinismo protector, sin mucha autoestima, Vladimir, apenas llega a un lugar siente la necesidad de irse a otro: «Vale decir, estaba en lo mío, movimiento perpetuo, siempre tratando de ver qué hay del otro lado de la montaña. Ya sentía cosquillas bajo los pies»129.

Pese a que comprueba que siempre «uno viaja consigo mismo a todas partes, es el que es, en Siberia o en la Luna. Esto no tiene arreglo. Después que se nace nada tiene arreglo, uno ya es el que va a ser, mierda o cielo para toda la vida» o no deja de evadirse a un espacio onírico, una cabaña al modo de la que imagina en Alaska Eladio Linacero en El pozo, aunque deba convivir lidiando con la picardía de otros inmigrantes indocumentados, jerarquizados para explotarse mutuamente y se conforme con ser «extranjero en todas partes» y a ejercer los más bajos menesteres para sobrevivir: lavaplatos, repartidor de periódicos, envasador de mejunjes en una fábrica de «cosméticos» de mala muerte, regenteada por un compatriota explotador.

Excluido del sistema, Vladimir encuentra una lógica en la rigidez administrativa de un hospital psiquiátrico. Allí comprueba que «yo no sé si cuando uno está loco dice de verdad lo que siente o también hace como todo el mundo, se inventa mentiras para sostener alguna forma de vida social»130. En todo caso, viviendo bajo el orden reglamentario sospecha que es posible una forma de la felicidad. «La felicidad no existe, pero uno puede inventársela -se dice, aunque no esté muy convencido. No, no, la felicidad era la búsqueda, había que seguir, arriesgar. La felicidad no estaba en resignarse, en no buscar más, en encontrar una rutina posible y a ella atenerse»131. La alternativa no puede ser más antinómica: seguir buscando o resignándose a una rutina programada.

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Esa forma de rutina existe también en Memoria de la guerra reciente (1993), donde un conscripto a la fuerza padece la ambigua y desazonante atracción por la condición cuartelera. Liscano ofrece una lectura tan sugerente como insidiosa de cómo alguien puede encontrar su razón de ser en el progresivo sometimiento y condicionando su vida a tareas absurdas: vigilar con horarios fijos una roca, copiar folletos en inglés, y decirse luego satisfecho «para el hombre de uniforme su vida es la disciplina, un constante obedecer y ser obedecido, un ajustarse a normas, instrucciones, horarios»132.

El reglamento y las órdenes forman el «andarivel dentro del cual uno se mueve». Fuera de él está «la indisciplina, el castigo corrector». En forma simplificada la disciplina se justifica por las sanciones. «La sanción es una de las herramientas primordiales de la vida castrense»133 nos dice con cierto regodeo satisfecho el protagonista, enfrentado a la relación esquizofrénica inherente a la condición militar, donde unos aplican y firman sanciones y otros las reciben y ejecutan y la mayoría se ven obligados al doble ejercicio de mandar al subordinado y obedecer al superior.

Abundando en consideraciones sobre una vida que inspira tanto el rechazo como la contradictoria atracción por la condición colectiva de la institución militar, el protagonista se dice: «No hay comida para uno sino rancho para la compañía, el batallón. No hay vestimentas individuales sino uniformes idénticos. El individualismo no tiene cabida entre hombres de armas, sólo el talento y la emulación generan las diferencias de la responsabilidad»134.

La institución militar es más importante que los individuos que la integran. El «Espíritu de Cuerpo», así con mayúsculas, moviliza y da sentido a su vida. Si al principio se había dicho que «uno entiende que, para bien o para mal, una vez que la vida ha cobrado sentido ya no existe otra actividad a la que pueda consagrarse»135, puede confirmar al final que «si existir pudiera transformarse en un hábito, al cual uno no desea renunciar, si eso fuera verdadero, yo estaba dispuesto a aceptarlo»136, una forma resignada y sencilla de creerse integrado y, por lo tanto, feliz.

La construcción de mundos alternativos, estructuras paralelas regidas por sus propias leyes, entre el realismo oblicuo y lo fantástico, propician formas de evasión en las que se refugia la conciencia marginalizada. Es este un recurso cada vez más frecuente en una narrativa que ha comprobado que no puede modificar lo real y que no se resigna a desdramatizarla por el humor. Veremos en el capítulo siguiente cómo de esa oscilación entre la herencia de Onetti por un —138→ lado y de Felisberto Hernández por el otro, enriquecida por las atentas lecturas de lo mejor de la literatura universal, está hecha la mejor cuentística uruguaya contemporánea.

La alegoría inconclusa

El relato uruguayo de estas últimas décadas, si bien participa de la polifonía temática y el estallido formal que puede reconocerse en la narrativa latinoamericana a partir de los años sesenta, prosigue en lo esencial las lineas estéticas inauguradas por Juan Carlos Onetti (1909) y por Felisberto Hernández (1902). Por un lado, profundiza la mirada descreída y la postura deliberadamente «descolocada» y marginal (sino marginada) del «hombre sin fe ni interés por su destino», definido por el propio Onetti, y -por el otro- explora las fronteras de un realismo sesgado y oblicuo, ensanchado hasta los límites del absurdo y lo fantástico, gracias a la incursión en las «tierras de la memoria» que propicia Felisberto.

Ambas tendencias -aunque originalmente diversas, cuando no opuestas- coinciden, sin embargo, en operar al margen del corpus canónico y del «gran cauce» de las corrientes en boga, mayoritariamente realistas. Su estética y su temática invitan a «hacerse a un lado» y a un replegarse sobre sí mismas, obedeciendo a una vocación minoritaria de autoexclusión. En la confluencia de estas líneas complementarias, donde marginalidad y fantasía pueden explicarse recíprocamente, surge esa visión sesgada del mundo, esa percepción particular, ángulo de coincidencia entre sensibilidad estética y filosofía existencial, vivencia del absurdo más que teorización angustiada sobre el sinsentido, postura de base y desajuste, a partir de la cual se proyecta y elabora la poética de una corriente de escritores que en el Uruguay de hoy puede considerarse mayoritaria.

En efecto, la producción cuentística uruguaya de las últimas décadas ha hecho de ese espacio su línea de mayor fuerza creativa: trascender lo cotidiano por la desmesura y el absurdo, proyectar alegorías y mitos degradados desde la irrealidad, derivar conscientemente de lo colectivo a una descolocación individual. A ello ha contribuido no sólo la tradición literaria inaugurada por El pozo (1939) de Juan Carlos Onetti y Por los tiempos de Clemente Colling (1942) de Felisberto Hernández, sino la propia historia reciente del país.

Entre junio de 1973 y marzo de 1985 Uruguay vivió bajo una dictadura donde la censura, la represión, el exilio y las diferentes —139→ formas de resistencia interna, marcaron de tal modo la vida cultural que buena parte de la producción literaria se vio obligada a «situarse» coyunturalmente en relación a lo que eufemísticamente se llamó el «proceso». Si los escritores mayores sufrieron la fractura y la desarticulación del sistema de integración solidaria que se había «modelizado» desde el principio de siglo hasta fines de los años cincuenta, como una pérdida cultural evocada con rabia y nostalgia, los más jóvenes, especialmente los nacidos a partir de los años cincuenta, crecieron en la orfandad y en la ausencia de referentes. Agotadas las expectativas y creencias en posibles realidades alternativas generadas en los esperanzados años sesenta, desmoronadas las utopías de las que apenas habían tenido sus ecos voluntaristas, estaban privados de ilusiones. Todo los empujaba a la desafiliación y a un desenganche no sólo literario, sino vital.

Este divorcio acrecentó social y políticamente lo que era ya una marcada y significativa postura literaria: la sensación de vivir un exilio interior que conducía en forma irremediable a una visión marginal y sesgada de una realidad que no podía ser abordada frontalmente. No es extraño, entonces, que al restablecerse la normalidad democrática el 1.º de marzo de 1985, la escritura ya estuviera irremediablemente marcada por ese enfoque y postura.

Desde entonces, la producción cuentística reflejaría las apasionantes posibilidades que la descolocación propiciaba: la transgresión de géneros, la provocación temática, los insólitos puntos de vista, las realidades especulares insinuadas «detrás de la puerta», esa articulación «entre el dentro y el fuera» con que George Simmel abre y cierra, según las ocasiones y el oficio de los «cerrajeros», el espacio que separa el realismo de lo fantástico que tan sugerentes aplicaciones encontraría en la veta abierta por Onetti y Felisberto.

El progresivo despojamiento de certidumbres, auténtico paradigma de la nueva cuentística uruguaya, pero en cuyos signos se reconoce la misma desconcertada temática que recorre las mejores páginas de la narrativa universal contemporánea, genera ese «umbral» que permite el pasaje del escepticismo al descubrimiento de nuevos territorios ficcionales. Gracias a una sensibilidad aguzada por un contexto que la empujó fuera del sistema y la hizo excéntrica, desajustada en relación a lo que eran las atribuciones que le asignaba el canon como misión secular, la ficción se ha instalado desde entonces y hasta ahora en la fragilidad de las zonas intermedias, donde se gesta tanto el impulso de creación como su púdico repliegue.

Los antihéroes de los relatos de Ricardo Prieto (1943), Gustavo Seija (1943), Tarik Carson (1945), Teresa Porzecanski (1945), Elbio —140→ Rodríguez Barilari (1953), Juan Carlos Mondragón (1951), Hugo Burel (1951), Leonardo Rossiello (1953) y Rafael Courtoisie (1958), como los de las novelas de Carlos Liscano (1949) y Silvia Larrañaga (1953)137, ahondan en ese «sinsentido» que fragmenta y estría la realidad y exploran (y explotan literariamente) la miríada de reflejos irreales y «surreales» en que se descompone el «orden de las cosas» establecido. No se trata, en ningún caso, de una literatura fantástica pura, sino más bien de un realismo oblicuo o «ensanchado». El realismo se distorsiona en grotesco o se multiplica en alegorías de interpretaciones ambiguas, cuando no contradictorias. Sin embargo, sus leyes no han sido totalmente abolidas, aunque sí transgredidas o soslayadas con ironía. Se ha invitado a la «desobediencia» sin proponer la subversión. Se esquiva su cumplimiento, sin derogarlas perentoriamente.

La alusión, la parodia, la ironía que habían sido los subterfugios con que la creación expresó el rechazo a la censura y la represión durante el periodo de la dictadura, se han convertido en eficaces resortes de descompresión y desdramatización de «la realidad sin sentido» del mundo situado de este «lado de la puerta». Reírse de sí mismo o de las situaciones narradas es una forma de desplazar el enfrentamiento maniqueo y de eludir categorizaciones o dogmatismos que se consideran inútiles. El mérito de no tomarse excesivamente en serio, evita hacer de la escritura algo triste, solemne o trascendente. El humor se transforma en el arma corrosiva con la cual se desnudan los tics, tópicos y personajes arquetípicos de la sociedad. Un humor que denuncia los abusos del poder, la burocracia, las inercias y rutinas de una realidad fracturada y viviseccionada con un frío escalpelo, pero cuyo fume pulso de escritura está guiado por un afecto entrañable del cual se adivina su secreto temblor.

Los nuevos centros de la periferia

Cuatro autores del período lo demuestran en forma palmaria: Ricardo Prieto, Teresa Porzecanski, Hugo Burel y Rafael Courtoisie. Los hemos elegido -entre otros que podrían haber figurado igualmente en este grupo como Elbio Rodríguez Barilari, Leonardo Rossiello138 o el propio Mondragón- por ser representativos del cuento uruguayo más reciente que explora los límites de lo real en la dirección analizada: Prieto llevando la transgresión a su paroxismo expresivo; Porzecanski elaborando una estética hecha de la fractura de los ritmos corporales, dolorosa desestructuración a partir de la cual construye un lenguaje en el que apenas se disimulan los fragmentos sanguinolentos de sus partes; Burel ahondando en los territorios —141→ periféricos y en la melancolía del desarraigo a través de relatos construidos como cuidadosos mecanismos de relojería; Courtoisie haciendo estallar los géneros con una provocadora prosa, donde se debaten obscenidad y fina metáfora poética.

Los cuatro autores incursionan, al mismo tiempo, en otros géneros. Courtoisie en la poesía y la novela, Burel en la novela y Prieto en el teatro y la novela, aunque también ha frecuentado ocasionalmente la poesía. Porzecanski en la novela y los estudios antropológicos, área en la que goza de un respetable reconocimiento. Pese a que un amplio espectro de formas breves que Porzecanski y Courtoisie exploran con espíritu vanguardista difuminan las fronteras entre poesía y prosa, es el cuento riguroso y formal en su estructura, pero abierto y polifónico en su temática, el que practican todos ellos con oficio y eficacia, haciendo del «ángulo sesgado» un punto de vista con el cual la realidad se colorea de renovados e inesperados tonos. Analizamos a continuación la obra cuentística de los cuatro autores propuestos. Lo hacemos por el orden cronológico de su nacimiento.

Las feroces transgresiones de Ricardo Prieto

Ricardo Prieto (1943), desde una sólida y reconocida experiencia como autor teatral vanguardista en la mejor tradición de Ionesco, Adamov y Beckett, se ha incorporado con Desmesura de los zoológicos (1987), La puerta que nadie abre (1991) y Donde la claridad misma es noche oscura (1994) a la línea de los «heterodoxos» uruguayos que han hecho estallar los estrechos límites del realismo en el ángulo oblicuo de la mirada transversal de lo extraño y lo absurdo inscrito en lo cotidiano. Su puerta aunque sea «la que nadie abre» -como titula uno de sus volúmenes de cuentos- es, en realidad, la más sugerente desde el punto de vista alegórico.

En Desmesura de los zoológicos, presentado a modo de álbum fotográfico, Prieto crea antropomorfizados insectos «kafkianos» capaces de reprochar la gordura de los muslos de la mujer sobre la que se instalan (Usurpación), cuenta un suicidio «indirecto» a través de una ceremonia de zoofilia con una serpiente venenosa (Aprendizajes) y describe un acto de necrofilia con la esposa que acaba de morir a la cual, tras treinta años de matrimonio, no sabe si ama u odia (No es bueno morirse solo).

Con tono de predicador apocalíptico, relatos como Venganzas del porvenir recuerdan que «el porvenir no debe contarse», algo que «acatan casi todas las personas sensatas. Una sensatez que anuncia los peligros de la lógica librada a sí misma en Jugando sola: «Lo peor —142→ que puede ocurrirle a una mujer que tiene una sola mano es perderla. Si la pierde por una apuesta lo que le ocurre es absurdo. Si, finalmente, la apuesta la hace con una parte de sí misma, el absurdo se vuelve incomprensible»139. Amputada en forma progresiva de sus extremidades en juegos a los que se libra solitariamente, Dionisia Font anuncia la autodestrucción a la que sucumben otros antihéroes de Prieto: los que se devoran a sí mismos, los que se penetran para desaparecer en el interior del ser amado, los que interponen extraños monstruos en el centro de juegos eróticos, todos ellos oficiantes de ceremonias secretas regidas por estrictas normas no develadas. La desmesura de los zoológicos no es otra cosa que un bestiario alucinante, como surgido de las descripciones del Apocalipsis de San Juan o de un cuadro de Jeronimus Bosch, en todo caso poblando con lúbricos y aterradores seres un universo viscoso digno de Lovecraft.

En La puerta que nadie abre, los límites ya han sido franqueados y Prieto proyecta auténticas alegorías a modo de metáforas continuas, proposiciones de simultaneidad de sentidos que lanza, con cierto agresivo regodeo, a la faz del lector desprevenido. Estamos, tal vez, en otro planeta, donde todas las transgresiones son posibles. Sus pobladores, divididos entre primarios, esotéricos, eróticos y brujos comparten un destino grotesco e hiperbólico, difícilmente soportable, en todo caso expresión de una imaginación liberada y desbordante, donde, como ha sugerido Mercedes Ramírez, no es «difícil conjeturar que por detrás del siniestro desfile de criaturas insólitas practicantes de ritos asqueantes o insoportables»140, haya una experiencia de sufrimiento que legitime «aquella parafernalia del horror».

En Donde la claridad misma es noche oscura, Prieto aparentemente se ha calmado, aunque la cita bíblica del Libro de Job que da título al volumen de cuentos: «tierra de espantosa confusión, donde la claridad misma es noche oscura», anuncia nuevas ordalías. El mundo pesadillesco es ahora el de viejos caserones que pueden ser tanto la nostálgica morada que abrigó la felicidad, como el descalabrado refugio donde se aísla un solitario, un universo poblado de niños portadores de una inocencia que es siempre mancillada en un mundo regido por leyes implacables (Otro pescado muerto). En el cuento que da título al volumen, se narra la más sórdida de las historias posibles: el amor incestuoso y homosexual entre dos hermanos bajo la tolerante mirada de un padre de vida disoluta, relación propuesta en forma exhibicionista para asegurar así la «consolidación» de una «definitiva transgresión».

El inventario de crueles ignominias de estos cuentos se revela al fin igualmente feroz que la de las obras anteriores donde había sido —143→ explícita. La violencia conyugal a la que asiste el niño protagonista de La lámpara, el despojamiento de una casa a una anciana como invitación al suicidio finalmente consumado de Un lugar de este mundo, la tensión a la que está sometido el hogar sobre el que va progresivamente reinando Manuela, la sirvienta de la casa (Manuela), no dejan ni un resquicio a la piedad o al perdón. Por ello, con tono de resignado entregamiento, digno del mejor Onetti, Prieto narra en Sin protestar cómo un jubilado sin aspiraciones acepta sin resistencia la injusta acusación de haber seducido a una niña de comportamientos provocadores, tal vez porque Ricardo Prieto cree -como ha sugerido Gustavo Seija- que «estamos inmersos en la abyección, el egoísmo, las bajezas de una escala de valores que no conocemos ni nos importa que exista».

Los cuerpos desintegrados y la construcción del lenguaje de Teresa Porzecanski

Con obsesiva tenacidad, los cuentos y relatos de Teresa Porzecanski (1945) son una dolorosa comprobación de la fragilidad del cuerpo humano y lo difícil que es mantener el equilibrio de la mente que debe regir funciones fisiológicas y ritmos circulatorios bajo la constante amenaza de su desarticulación. Su prosa, hecha de la agotadora tensión que esa vigilancia de la armonía del propio cuerpo conlleva, está llena de alusiones a la rutina y a las tentaciones de locura que invitan a trasponer los límites de una identidad cuestionada. Con frecuencia cede a esa invitación y entonces el relato resbala hacia otras formas narrativas o estalla, como un caleidoscopio, en los fragmentos de cuerpos sanguinolentos lacerados y miradas que no se reconocen en los espejos que las reflejan. La deconstrucción corporal se revierte así en una trabajosa articulación lingüística capaz de expresarla. Son las «construcciones» que Teresa Porzecanski propone desde el propio título de una de sus obras clave -Construcciones (1979)- edificación por el lenguaje de lo que ha sido demolido en la propia entraña, desechos orgánicos transformados en novedosa materia narrativa.

La empresa es deliberada y se ha ido precisando a lo largo de siete volúmenes que se han completado, entrelazados y complementarios, reiterados y concomitantes, desde El acertijo y otros cuentos (1967) hasta Nupcias en familia y otros cuentos (1998). El proceso creativo no ha sido lineal, sino un permanente cuestionamiento de los puntos de partida iniciales, variantes de un mismo texto, acotaciones, repeticiones y apostillas de volúmenes que son antologías de otros, —144→ pero acompañados de novedosas inflexiones circulares, al modo de un pensamiento que se fuera desenroscando en la medida que otros anillos se repliegan con pavor sobre sí mismos.

Obra singular en las letras uruguayas contemporáneas, Teresa Porzecanski ha hecho de sus cuentos auténticas alegorías iniciáticas. Por lo pronto, de iniciación al lenguaje. La entrada en el lenguaje es para la autora de La respiración es una fragua (1989) como un paseo a lo largo de palabras encadenadas en corredores truncados, laberínticos y llenos de «puertas falsas, inconducentes y maléficas». Este recorrido permite la invención de un mundo -del que forma parte la ficción- gracias a un «sacrificio de definiciones que crepitan y se exhuman y renacen», función subversiva que ejecuta violentando las palabras y asociándolas en forzadas parejas metafóricas, no siempre desentrañables. Se trata de desbaratar el rígido ordenamiento de las sílabas, ya que «la alternancia estricta de consonantes y vocales» es el resultado de «una insoportable mediocridad». Si bien inicialmente el lenguaje es una «ciudad desierta», se puebla en su prosa de una espesa, cuando no opresiva, vegetación barroca. Las frases se retuercen como lianas que van ahogando sentidos y acepciones reconocidas, para abrirse a los abismos insondables de otras que habrá que ir bautizando con dolores de parturienta.

Invirtiendo el principio del discurso del método cartesiano -«Pienso, luego existo»- los personajes de Porzecanski pueden decirse: «Yo, o sea mi cuerpo, mis venas latiendo, el endemoniado ritmo de la vida», toma de conciencia de la compleja riqueza de los fluidos corporales y las funciones fisiológicas ajustadas como un mecanismo de relojería, que sólo hace más patente el equilibrio frágil proclive a la desarticulación y al desarreglo. Cuando un cuerpo cae desde un tercer piso -como en «Intemperie»- los pedazos se descolocan, como «liberándose violentamente del engranaje de la circulación que los habrá mantenido ligados por un artificio aglutinante de rutina». No es extraño que se pregunten, en el borde del desquicio, «si los cuerpos pueden conservar vidas fragmentadas en sus partes amputadas» o si «tal vez les quede algo de aderezo en sus tendones o un dispositivo, que no su voluntad, los ensamble con los automáticos vaivenes de los astros» («Pedazos»). La conclusión es fatalmente negativa: «Hay quien nos disgrega del todo. Siempre. Al final».

El yo tiene, pues, un «límite inseguro y temeroso», irreconciliable y probablemente inexistente, a pesar de la «paradoja» de un cuerpo marcado, con «carne diferenciada distintiva elegida para ser tú, producida para llevarte y desplazarte» («Los otros», Construcciones). —145→ La identidad, estructurada gracias a esos ritmos sanguíneos circulatorios, temperaturas corporales, capacidad respiratoria, número de leucocitos en la orina, glándulas funcionando «ajenas a las decisiones», está continuamente amenazada por el desequilibrio y una automarginación que invita a la paranoia. Así, de golpe, un ritmo corporal hecho de una rutina no cuestionada se desarticula y estalla en fragmentos que un mórbido coleccionista etiqueta, como el protagonista de «Hobbies» (Ciudad impune), para descubrir con horror que la pieza que le falta es su propia pierna.

Otra pierna, una pierna suelta, abandonada y enterrada entre escombros y basura, emerge y reclama una atención que la indiferencia de los pasantes desmiente en el relato «Pedazos», aparente ajenidad que termina siendo propia. «Y abandonar mi cuerpo ya sin aliento sepultado allí con los escombros. Y la pierna. Dejé también la pierna, que todavía respiraba. La tuve que condenar a su propia agonía». En otros casos, el «inventar personajes», lo que es privilegio de la escritura -como sucede en «Identificación» (Esta manzana roja, 1972)- puede ser un torpe recortar cuerpos por el medio, con «piernas hacia un lado y entreverado el tronco», aunque en el papel carezcan de volumen y no puedan «alcanzar muchos suspiros». Los personajes a sí construidos se observan a sí mismos. Buenaventura en «Manías» (La respiración es una fragua) se contempla como parte de un cuerpo desintegrado, en «su ropa apergaminada, como una piel ya adherida al cuerpo, gris y previsto, irremediablemente moldeado».

Del mismo modo, la digestión aparece como un proceso donde los «nobles alimentos», una vez ingeridos, «rondan el vientre depravado» y «los minerales locos se modifican con ansia competente en ese intestino grueso». El estómago se «regodea» con los alimentos y segrega «jugos gástricos», peptonas y grasas, se hincha y se retuerce, para segregar «las mucosas sus palpitantes jugos», un modo de exaltar la provocadora confrontación entre los estómagos satisfechos y el hambre que ronda alrededor de cocinas pletóricas de ollas humeantes y desperdicios de comidas: «El hambre exasperada, petulante, imperiosa, el pobre hambre engañada, tierna, postergada». A veces, ese hambre sólo aspira saciarse comiendo «una humilde manzana roja». A este fruto simple, exaltado en el título de uno de sus volúmenes de relatos -Esta manzana roja (1972)- se opone el líquido viscoso llamado sopa de legumbres o el postre «nadando en el meloso océano de azúcar derretida».

Las funciones fisiológicas primordiales -lo que Julia Kristeva llama en Pouvoirs de l'horreur la «semiótica de la suciedad»- son —146→ evocadas por Porzecanski en su cruda y cotidiana ritualidad: el excremento que recorre el intestino como «una casa conocida, esperada»; ese «defecar en paz y largamente hasta deshacerse de las propias entrañas» o el «defecar solemnemente hasta las maldiciones» («Tercera apología») o el triste «orinarme encima a los cuarenta y tantos años de respetabilidad, cagar solemnemente mientras engullo una manzana», aunque en otros casos la locura pueda sospecharse subyaciendo en la normalidad, cuando se anuncia que «la tía defeca gusanos verdes» que trepan por las paredes del retrete como «tallarines flagelados». En el colmo metafórico se puede hablar de «lírico excremento».

El cuerpo, cuando se observa con minucia, puede provocar sorpresas. Al ir mirando sus propias partes en un microscopio -como hace Rogelio en una de las «Historias de locura» que componen el volumen Historias para mi abuela- se puede culminar en una alucinante autogénesis: un darse a luz a sí mismo «entre sangres y delirios». «Lo vio aparecer entero, pequeño y enrojecido: el ser humano primero que él también había sido». Un nacimiento que en otras ocasiones se define como «un mejunje arbitrario de probeta» («Primera apología», Esta manzana roja). Un mejunje que es el resultado de una relación sexual que en la confusión de los cuerpos convierte a los seres en hermafroditas. En ese entrelazamiento surge el «espacio de nadie, donde nadie es ninguno, y todos, esa gelatina oseosa y fusionada que empapa las carnes como una mermelada, iguala los cuerpos y los sosiega».

Esta condición sexual ambigua que el travestismo del «señor Minimores» lleva al grotesco, reaparece en la mujer condenada por brujería a ser quemada, consciente que su herejía es la «más grande de todas, esa procacidad de ser mujer». Al mirarse en el espejo, poco antes de ser conducida a la pira, se ve reflejada en una silueta superpuesta a la de su verdugo, el Gran inquisidor, en una ambigua condición de andrógino y con líneas borrosas allí donde «toda definición no alcanza, y nada alcanza, porque los nombres no están hechos de sustancia» («Herejías»).

Pese a todo, nacer y morir son parte de un proceso que no sólo está en los extremos de una existencia -como generalmente se lo entiende- sino que pueden confundirse. Rogelio cuando «se da a luz», en realidad se está muriendo y lo hace «tan dulcemente» que su nacimiento no se empaña con esta muerte simultánea.

Muerte que puede ser el cumplimiento de un sueño: estar suspendido en una hamaca tendida entre dos árboles en un apacible jardín. En «En vilo», el viejo operario de taller y de filtros que agoniza, pide —147→ que se abra un ropero de «olores rancios» en cuyo fondo tenebroso ha guardado durante treinta y cinco años una hamaca que nunca pudo desplegarse en el estrecho apartamento donde ha vivido. «Soñar con la hamaca me tuvo suspendido en la vida», confiesa, un modo de «estar en vilo». La muerte le llega así, también dulcemente, ascendiendo en la hamaca desplegada, «suspendido de nadie, sostenido por nada». Si la muerte natural culmina en levedad, la tortura a la que es sometida la protagonista en «Herejías» no hace sino descoyuntar las articulaciones de un cuerpo «con profunda entrada entre las piernas» para convertirlo en «un objeto que se agrietaba sin razón y sin pausa».

En los sucesivos círculos concéntricos que van del propio yo al mundo circundante, el espacio de la casa ocupa un lugar privilegiado en la obra de Teresa Porzecanski. El cuerpo desarticulado se prolonga en hogares construidos a su imagen y semejanza, como una prolongación antropomorfizada de miembros y articulaciones en habitaciones y salones que reflejan el carácter de sus habitantes. La casa se transforma así en un «animal escondido en el interior de una vulva tornasolada», con sus propias emociones, estados de ánimo y caprichos, al modo de «una larva contráctil que adoptaba las formas del pensamiento». En estas casas donde hay que sacudir «el pegajoso moho de encima de los muebles» o con salones que «tienen demasiado de algo» y «un excesivo olor a encierro y a excrecencia», se contrapone también la rutina y el desarreglo. Aunque, en algunas «todos los días se encadenan al arreglo imperturbado de la cómoda, del cuarto de la casa» («Visitas»), otras provocan la «oscura pasión por los rincones» a la que sucumbe Begonia, la protagonista del relato que lleva ese título -«Oscura pasión por los rincones»- aquellos que son «más recónditos y menos visibles, las esquinas obtusas, deformadas, las cerraduras indóciles de los baúles, la fetidez de las subterráneas cloacas». En esas casas se puede sentir «la respiración jadeante» de sus muros y corredores y descubrir con pavor que bajo la superficie difusa de los muebles, se esconden agazapadas los espectros de piel cetrina de los antepasados.

Ya en 1970, Mercedes Ramírez señalaba que Porzecanski era no sólo «creadora de mundos, ámbitos y atmósferas inquietantes», sino que los elaboraba con «un estilo nuevo en el panorama de nuestra actual narrativa» para el cual se servía con igual naturalidad y fuerza de «la Biblia, de la ciencia ficción o de la realidad inmediata». El resultado era para su prologuista: «una extraña y bella combinación de Apocalipsis y diagnóstico, vertebrada por su amor a los desheredados de la tierra»141.

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Los años no han hecho sino confirmar y ahondar este tenso diálogo, porque se adivina en la Teresa Porzecanski que escribe impactada por la violencia imperante en el mundo, el intrincado intercambio de referentes entre el ámbito privado y la esfera pública. En «Disturbios abajo» (Ciudad impune) se invaden mutuamente, al punto de que un tumulto que parece un juego de «engranajes que se enroscan», observado desde lo alto de un edificio, termina extendiendo sus «garras» sobre el hombre que lo contempla cada vez más excitado. Los individuos que se pelean y matan entre sí en la plaza vecina, «grupos humanos que se aparean en junturas cada vez más próximas», lo impulsan a la inesperada violencia de arrojar por la ventana a la mujer indiferente que tiene a su lado. En otros casos, el contexto tiene el nombre de Montevideo, una ciudad donde todo cambia en forma subrepticia hacia la «curiosa topografia» de héroes que se conduelen por «la imposibilidad de sus quimeras» y los jubilados se arraciman como «palomas luciendo esa mirada de ave, lateral y sin párpados». Capital de un país donde sus habitantes, que cada vez son menos, han perdido su rostro («Inoportuno») o viven a las orillas de un arroyo Pantanoso de «agua morosa y amarronada en la que flotaban objetos infames».

En otros relatos, finalmente, bajo la descripción de un mar que se aparece como espacio «espeso y licuoso» y donde sumirse es probar que es el «único sitio donde el hundimiento es verdadero», brota la sombra ominosa de los «desaparecidos». Arrojados al mar, sus olas los devuelven a las playas como medusas verdosas resbaladizas y blandas como magmas, pero con los ojos abiertos con «interrogantes de pavor».

No es extraño, entonces, que la protagonista de «Visitas» pueda decirse frente a los pizarrones escolares: «Estoy en una crisis deforme de todo el raciocinio, de la lógica toda, de la interpretación activa», cuando siente que se difiere el juicio aprendido. La locura tiene una finalidad tan contradictoria como el ingreso deliberado en su sinuoso y complejo territorio, tal como lo propone Porzecanski. A la locura se llega gradualmente por «un lapsus virtual de soluciones», por un «ingresar sabiamente en un largo desvarío», para «sentir directamente lo invisible, ampliar la evidencia de lo obvio para que no sea necesario saberlo» y también para «sustituir el miedo por el escalofrío, las buenas costumbres por el terror más vivo».

En este nuevo espacio -el de la locura percibida como «cauce levemente alterado»- se moverán con soltura los cuerpos reencontrados con sus más complejos reflejos. Gracias a ella, su —149→ narrativa se instala en el sesgo oblicuo y la descolocación que caracteriza la narrativa uruguaya contemporánea. La «ardua labor» que propone la autora de Construcciones da la pauta de un penoso, pero gratificante túnel a recorrer para «descubrir el universo recóndito de las propias entrañas». Sin embargo, sus desconcertados héroes, aunque decidan «aniquilar el orden», pueden vivir asidos nostálgicamente a los mitos perdidos de la infancia, como el protagonista de una de las «Historias para mi abuela», quien a los cuarenta y cinco años sigue escribiendo esperanzadas cartas a los reyes magos: «le escribiré mi octogésima quinta carta a los reyes magos» para inundarlos con los deseos postergados de una vida entera. Postergación y deseos con los que si bien se desestructura un cuerpo, se construye un lenguaje y se mantiene viva una esperanza.

La melancólica periferia de Hugo Burel

Hugo Burel, eficaz constructor de «máquinas narrativas» -como lo ha calificado Elvio E. Gandolfo- invita, a través de pulcros relatos, al pasaje sutil del minucioso realismo cotidiano a lo inexplicable y lo hace con el ligero estremecimiento que anuncia que una situación ha podido bascular, sin dificultad, hacia otra dimensión de lo posible. En sus novelas lo insinúa142, pero es en los volúmenes de cuentos Esperando a la pianista (1983), El vendedor de sueños (1986), Solitario Blues (1993), El elogio de la nieve (1995) y la reciente antología que reelabora y reúne algunos de ellos, El elogio de la nieve y doce cuentos más (1998), donde ha aforado los procedimientos narrativos, auténticos mecanismos de relojería, con los cuales coloniza la periferia del espacio real para crear un personal territorio con fronteras abiertas a lo insólito.

En esa «realidad periférica» regida por una melancolía en la que apenas se disimula la falta de acción, el acomodamiento y esa resignación paralizante, crítica y reflexiva, que caracteriza la orilla «oriental» del Río de la Plata, Burel instala a los integrantes de la «barra» que protagonizan El elogio de la nieve, un relato emblemático que mereciera en 1995 el Premio internacional Juan Rulfo. La «retórica fácil» que la deshilachada conversación del grupo «entusiasta y compadecido», abrazando una vez más el «ritual de la amistad», enhebra con una calculada «dosis de lugares comunes», simboliza esa «medianía» con la que se identifica al Uruguay de hoy en día. Alguien del grupo anuncia que esa noche puede nevar, algo que nunca ha ocurrido en ese país sin montañas, apenas «suavemente ondulado» que «sólo puede permitir la lluvia, la llovizna, la tanguera garúa».

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«La medianía inclaudicable del país sin extremos de temperatura, sin cumbres ni abismos y sobre todo, sin nieve en cualquiera de sus posibles versiones»143, impide «imaginar» que pueda nevar. Sin embargo, la posibilidad de que algo «excepcional» ocurra desencadena una animada polémica que Hugo Burel maneja como pretexto para construir una sugerente alegoría: «Sería lindo que nevara», dice uno con «un signo de esperanza» que los otros «ya habían perdido»; «Nieve para todos o para nadie», sentencia un opositor; «Lo único que le falta a este gobierno es hace nevar», afirma el más viejo del grupo. Otro cree que «ya ha nevado» y que la noticia ha sido ocultada y finalmente hay quien considera que «la nieve es un invento del gobierno para distraer a la opinión pública de los verdaderos problemas de la sociedad»144.

Si es perceptible que en esa lánguida y resignada marginalidad está detrás Juan Carlos Onetti y Raymond Chandler, Burel no se queda en el gesto y la postura a la que invita acodarse al borde del camino para mirar cómo pasa la «caravana de la vida con sus cantos y risas». En sus cuentos hay también una apuesta lúdica de filiación cortazariana y el azar de esos «dados» con que Dios juega con el destino de los mortales (Los dados de Dios, 1997, se titula justamente una de sus novelas), pero, sobre todo, están presentes la incorporación de los recursos ficcionales y los ágiles resortes de intriga y acción de la buena «literatura negra».

Como parte de su estrategia narrativa, Burel ha escenificado varios de sus relatos en un balneario imaginario de la costa atlántica, Marazul, verdadero arquetipo de esos «microcosmos» en los que han buscado refugio otros escritores uruguayos, al modo de la ciudad de Santa María de Onetti. Basta pensar en Juan Carlos Legido (1923), Jorge Musto (1927), Enrique Estrázulas (1942), Hugo Giovanetti Viola (1948), creadores de otros tantos «balnearios» costeños. Marazul repite el prototipo de espacio concentrado donde desplegar la personal «comedia humana» del autor. Edificadas en forma desordenada frente a playas batidas por un fuerte oleaje y el viento salobre del océano, sus casas semiabandonadas y cerradas fuera de temporada son la morada ocasional de personajes que viven sentados frente al mar, «con la expresión de quien aguarda un suceso extraordinario, una catástrofe o una maravilla»145.

Allí se refugia el estafador del relato La alemana y el escritor falto de inspiración de Indicios de Eloisa. Los personajes cruzados de ambos relatos, son apenas testigos de las peripecias que se van insinuando lentamente y sin prisas. Aunque el protagonista del segundo relato confiese que «la única verdad que me interesa es la verdad literaria», no puede evitar sucumbir a la inquietante sensación —151→ de ir descubriendo (¿o imaginando?) los ingredientes dispersos de una tragedia entre los objetos y recuerdos de una casa que ha abierto, tras veinte años de haber estado cerrada. A pesar de no querer involucrarse en una historia que, en definitiva, no le concierne («muy a pesar de nuestra ignorancia», se dice) los ateridos inquilinos van ahondando en carne propia los estigmas de heridas nunca cicatrizadas. Lo hacen como si adivinaran a través de un espejo la expresión de alguien que acaba de «descubrir una falla en la perfecta trama de un tapiz», para terminar borrando los propios «indicios» de una historia que, a lo mejor, fue de otra manera.

Un «viejo chalé» de Marazul, «herrumbrados goznes» que exhalan «un crujido sordo» al abrir la puerta, polvo depositado sobre muebles y objetos, reaparece en Marina, un relato donde la rutina del veraneo de la madura «señorita» Lupe se ve interrumpido por la irrupción de una desconocida sobrina, hija de una hermana de la cual está distanciada. Sutil y empapado de una ternura encubierta de dureza.

Sin embargo, Marazul cobra su verdadera dimensión de espacio mágico en Solitario blues, un relato donde la irrupción de lo fantástico, tal vez no sea otra cosa que fragmentos de una memoria olvidada o una poesía encarnada en ese «edén engañoso y desierto». En el balneario apenas habitado por «un par de pescadores y un almacenero holgazán que estiraba el verano bebiéndose todas las cervezas que le quedaban», el protagonista escucha en los momentos más inesperados una música de la que no puede identificar su origen. Llega y se va con los ramalazos del viento sobre el rumor de las olas y en las notas de un blues tocado al piano cree adivinar una melodía vagamente familiar. Otras veces es un saxo o un contrabajo el que completa la repetitiva y elusiva melodía. Cuando comprueba que nadie más que él la escucha, se pregunta si «tal vez la música fuera un límite, una frontera interior que acababa de cruzar en tránsito hacia otra región de sí mismo»146.

En ese cruzar fronteras, el relato La perseverancia del viento propone un verdadero salto al vacío. Un aburrido burócrata descubre que es posible evadirse durante las horas de la exasperante rutina de la oficina a una minúscula isla paradisíaca «navegando en una tapita de gaseosa» en el centro de su escritorio lleno de papeles y expedientes. Allí pasa las tardes, zambulléndose en las cristalinas aguas color turquesa de una playa, mientras se acumula el trabajo y las reclamaciones jerárquicas sobre su mesa. Esa escapatoria, al modo cortazariano de Isla al mediodía, parece un mero recurso de la imaginación, pero se va volviendo imperiosa y, cada vez más real, al punto de que el protagonista podrá escaparse definitivamente a ella, —152→ para descubrir, demasiado tarde, que lo espera una muerte horrenda: morir calcinado en una explosión atómica. La isla, «su isla», no era otra que Mururoa, donde los franceses hacían sus experienciales nucleares.

Un «salto» similar se produce en Contraluz, cuando Boris Stolowicz, un derrotado personaje de cincuenta y seis años, marginalizado hasta por su propia esposa, decide quitarse toda la ropa y salir desnudo a la calle. Contra lo que podría esperarse, lo absurdo no es el gesto que lo impulsa a ese desafío, sino el hecho de que nadie parece notarlo: todos están «demasiado preocupados por sus pequeñas vidas, deambulando en el calor como una manifestación de ciegos»147. «Con la sensación de regresar de un sueño», el protagonista va cruzando esquinas, entra en un banco donde «los contables parecían eternizados en operaciones complicadísimas, ajenos a los cajeros y al público» y no consigue llamar la atención. Retoma al final su vida rutinaria, siempre desnudo, y en el bar que siempre frecuenta juega su diaria partida de ajedrez, sus nalgas húmedas y descarnadas sintiendo la dureza de la silla de cármica.

La melancólica periferia de la obra de Hugo Burel se ensancha en Pincelada de azul sobre gris, donde el protagonista está solo y «recuerda una ciudad atardecida, la emoción de una espera y la trepidante urgencia del que huye. Pero sabe que el recuerdo no es propio: lo ha inventado todo con aplicación y minucia. Puede evocar tranvías que jamás ha tomado y calles de precaria arquitectura»148. «Incapaz de seguir huyendo o de esperar a alguien que no vendrá», puede incluso instalarse en esquinas que «nunca habrán de pisarse».

En realidad, desde sus primeros volúmenes de relatos, Esperando a la pianista y otros cuentos (1983) y El vendedor de sueños (1986), Burel había abordado temas que flotaban ambiguamente entre el realismo y lo fantástico. Los celos y las pasiones entre maniquíes fabricados con diversos materiales (yeso, cartón y plástico), mientras esperan amontonados en un depósito industrial el destino de la vidriera en que serán exhibidos, animan un universo concentrado y opresivo, desarrollado con habilidad en el espacio de un cuento (Belzebuth), donde la crueldad y la violencia sigue siendo, pese a la condición de «muñecos» de los maniquíes, el privilegio de los seres humanos.

El amor de un enano y una mujer barbuda de un circo provincial en el relato Sofía y el enano, se pone a prueba en una alocada fuga y termina el día en que la «fenómeno» de la mujer barbuda logra transformarse en una hermosa joven, es decir, un ser «normal». El enano deja de amarla. Esta alegoría sobre lo bello y lo monstruoso en —153→ un cuento de estilo ágil, deja espacio para la respiración irónica y el tono burlón.

En la obra de Burel, más que en ninguna otra de los autores analizados en este ensayo, se da la creativa y armoniosa integración de la rica herencia de Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández. En sus cuentos se consagra esa mirada sesgada y el ensanchamiento de los límites de lo verosímil por el absurdo y la irrupción de lo fantástico en la vida cotidiana que caracteriza a los universos reconciliados de ambos autores.

Una dirección que Burel asume en forma «programática» en Solitario Blues, al prologar su propia obra buscando establecer los «hilos de unión» que la unen. Por eso nos dice: «la verdad necesita menos de la verosimilitud que de la credulidad» y en Cuento breve para lector derrotado hace intervenir a un lector que pide al autor: «invéntame una historia, basta de interpretar la de los otros».

Los «provocadores violentos» de Rafael Courtoisie

Rafael Courtoisie es un ejemplo de escritor polifacético que maneja con solvencia la crítica, tiene un reconocido oficio poético y se ha asegurado un indiscutido lugar en la nueva narrativa con los libros de cuentos El mar rojo (1991), El mar interior (1992), El mar de la tranquilidad (1995), Agua imposible (1998) y Tajos (1999). En estos relatos no sólo se conjugan buena parte de las características de los escritores analizados en las páginas precedentes, sino que se trascienden en una original polivalencia expresiva, porque Courtoisie maneja diferentes registros poéticos y narrativos en el seno de un mismo relato.

Los pasajes entre los géneros son múltiples. Cambio de estado (1990) y Estado sólido (1996) se presentan en su bibliografía como poesía, cuando su forma es la de apólogos, textos breves, fabliaux de raíz más burlona que portadora de moralejas. Tajos, catalogado como prosa, maneja un lenguaje poético cargado de metáforas que borran las pistas de la linealidad del relato. «La poesía le gana al relato; lo inunda, lo bautiza, le señala al libro su pertenencia», ha sugerido Mariella Nigro.

Estos referentes poéticos aparecen en la propia estructura de la prosa de Courtoisie. La trilogía de los mares (El mar interior, El mar rojo, El mar de la tranquilidad) donde entre 1990 y 1995, condensa la producción de sus cuentos, alude a esa condición líquida del líquido amniótico -«ese mar interior en el que nacemos», nos recuerda- y a —154→ la de «gran placenta de la humanidad, con toda su variabilidad, sus profundidades, sus monstruos y sus orillas plácidas», según completa. Carga simbólica, «politonalidad» que cruza los géneros, aboliendo barreras como invitación a la polisemia y a una secreta convivencia de distintos sistemas de creencias, lo que pueden ser los signos de la condición posmoderna en que vive, pero que no necesariamente asume.

En este proceso acelerado de trasvasamiento de géneros abiertos a modalidades anacrónicas como leyendas, baladas (Balada del guardameta), parábolas (El regreso de Lázaro), apólogos chinos (Los cuentos chinos) y hasta relatos del far west (La velocidad de las uvas y algunos de la serie Indios y cortaplumas), Courtoisie se ejercita gozosa y estéticamente en el «realismo sucio». La violencia invasora, la crueldad gratuita, el sexo brutalizado, la tensión urbana, el racismo rampante, el sojuzgamiento de las sociedades indígenas (desde México a Tierra del Fuego), son temas de textos presentados como un auténtico inventario de los males contemporáneos.

Courtoisie va más allá en esa aproximación múltiple de la realidad, al hacer de la «estética de los prismas» de Borges, un verdadero credo de su narrativa. En ese explorar géneros conexos no se conforma con transgredir las reglas con que se los define, sino que asume una actitud provocadora, de auténtico desafío. La síntesis y la concisión de la poesía, esa regla que hace del poema «núcleo esencial» que se retiene y sigue «obrando en la vida» se integra en una prosa cada vez más cortante. Su última producción cuentística, Agua imposible (1998) y Tajos (1999), abrevia las frases, las hace tajantes, sacudidas y trepidantes, hasta llegar a someterlas a un ritmo audiovisual, de auténtico videoclip narrativo. Es más, al desplegar una prosa poética rica en metáforas y en sugerentes imágenes, el autor desconcierta por el chocante realismo de sus descripciones. Así, el «verse colgar» las partes «tristes, arrugadas» frente al espejo del protagonista de Vida mía, un gordo que se autodefine como «foca eréctil, plena de culo», voluminoso trasero que descubre «pegado» a su espalda para llegar a masturbarse mirándoselo reflejado. En Algo feroz, donde se narra la reiterada violación del protagonista Santillán por su propio padre, el lenguaje escatológico -culo, cagar, leche, puto, bolas, pelotas, huevos, «miedo de mierda», putear- es parte de un relato desazonante e incómodo.

El realismo sucio de Courtoisie se distorsiona sin dificultad en grotesco o se multiplica en alegorías de interpretación contradictoria. En todos los casos, su escritura no se encierra en un molde, si no que, por el contrario, se abre a los propios enfrentamientos de la sociedad —155→ actual. En forma divertida, resume en El temblor los nuevos conflictos generacionales en ciernes, a través del hijo que le reprocha a su padre la inutilidad de su militancia revolucionaria y, sobre todo, que no hubo, en realidad, diferencias entre «custodios y custodiados».

«Si sabré bancar, mirá -se dice indignado el padre- que aguanté que el pendejo de mierda de mi hijo, el entrañable culo sucio Pedro, que era un mocoso cuando me llevaron al Penal, viniera drogado de un concierto de rock a tirarme su lástima europea posmoderna, su conmiseración de injertado en el Primer Mundo, a decirme que la revolución es una payasada trágica, a decírmelo a mí, tan luego». En resumen, el diagnóstico del hijo es que «lo tuyo ya fue», dramático estribillo final que anuncia el fin de una época y el inicio de otra de la que sólo se conocen los signos del rechazo que conlleva.

«Lo tuyo ya fue», pero si lo fue en efecto, otras expediciones vitales (y literarias) están en marcha, tras las cuales se adivinan los signos de un neohumanismo emergente no sólo en los relatos de Courtoisie, sino en el conjunto de la literatura uruguaya, por no decir latinoamericana. «Un humanismo que pretende introducir la sospecha como arma contra la tonta sabiduría de los dómines», como ha sugerido Hugo Achugar y que no supone un regreso a las consignas de antaño sobre la misión liberadora de la literatura.

Los cuentos de Courtoisie prescinden de los esquemas maniqueos del pasado. «Antes había Este y Oeste, había Muro. Para cualquiera de las partes había claramente Buenos y Malos» -recuerda en La caída del muro- cuando se podía creer con tranquilidad que «los Buenos eran unos y los Malos otros, no importaba quién, el asunto estaba claro». Un mundo que para los del Sur resultaba fácil, ya que bastaba echarle «la culpa a uno u otro lado, indistintamente, y el mundo, como en el tango, seguía andando». No es extraño, entonces, que ahora se sienta que «acabaron de jodernos: tiraron el Muro».

Ironía y sátira que hacen del cuento La tierra de promisión un texto de humorismo negro, de Ultimátum una filosófica (y divertida) reflexión sobre las diferentes percepciones del tiempo, de Oreja una excelente exploración de un mundo lumpen en el cual se descubren sin dificultad los ecos delictivos de un procedimiento policial o de espionaje político y de Anís descalza una explícita decodificación paródica del etnologismo pintoresco con que se alimenta una cierta ecología. Hay ingeniosas maneras de «desmoralizar al enemigo» en Diversiones, una parodia militarista en La revuelta, fórmulas matemáticas convertidas en materia de ficción literaria en Eratóstenes y una variedad de registros a los que se pueden añadir, el inventario —156→ de curiosos oficios como «rellenador de botellas de whisky» y «vendedor de elefantes» (Tajos) o los juegos que arriesgan caminar por los pretiles de la locura y el desdoblamiento de identidades (Una de dos).

En esta experimentación permanente, en esa empresa ficcional que Rosario Peyrou percibe bajo la advocación de vivir «la literatura como exorcismo», Rafael Courtoisie confirma la vitalidad de la cuentística uruguaya que ha optado por instalarse en el ángulo oblicuo que propicia una visión tan perspicaz como abierta.

Otros narradores más jóvenes, incorporados en estos últimos años a la creación, lo ratifican al seguir proyectando sus ficciones en ese mundo fragmentado, donde lo «no-terminado», lo «inarmónico» campea sobre las ruinas de la utopía. Como parte de una alegoría inconclusa están abocados a seguir escribiendo desde la postura descolocada por la que han optado, descubren que en realidad, son ya tantos que son mayoría: la más confortable de las paradojas a las que puede aspirar la escritura del «otro lado» en la que se han instalado con tanta dignidad profesional como eficacia narrativa.

Bibliografía utilizada de y sobre Saúl Ibargoyen Islas en el capítulo «Encuentro y transgresión en la novela histórica de la frontera»

Novelas de Saúl Ibargoyen Islas

Cuento a cuento (Reúne los libros de relatos, Las fronteras de Joaquim Coluna, ¿Quién manda aquí?, Los dientes del sol), México, Eón, 1997.

La sangre interminable, México, El nido del ave Roc, 1982.

Noche de espadas, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1987.

Soñar la muerte, Montevideo, Proyección, 1994.

Toda la tierra, México, Eón, 2000.

Crítica sobre Saúl Ibargoyen Islas

Aínsa, Fernando, Nuevas fronteras de la narrativa uruguaya, Montevideo, Ediciones Trilce, 1994.

Cosse, Rómulo, «Saúl Ibargoyen: la metáfora fronteriza», Fisión literaria, narrativa y proceso social, Montevideo, Monte Sexto, 1989.

Grillo, Rosa María, «El portuñol. De espacio fronterizo a espacio literario», Fundación, 2, Montevideo, noviembre 1994.

Bibliografía de libros de cuentos de los autores analizados en el capítulo «La alegoría inconclusa»

Ricardo Prieto (1943)

Desmesura de los zoológicos (1987)

La puerta que nadie abre (1991)

Donde la claridad misma es noche oscura (1994)

Teresa Porzecanski (1945)

El acertyo y otros cuentos (1967)

Historias para mi abuela (1970)

Esta manzana roja (1972)

Intacto el corazón (1976)

Construcciones (1979)

Ciudad impune (1986)

Nupcias en familia y otros cuentos (1998)

Hugo Burel (1951)

Esperando a la pianista (1983)

El vendedor de sueños (1986)

Solitario Blues (1993)

El elogio de la nieve (1995)

Rafael Courtoisie (1958)

El mar interior (1990)

El mar rojo (1991)

El mar de la tranquilidad (1995)

Cadáveres exquisitos (1995)

Agua imposible (1998)

Tajos (1999)