[Nota preliminar: edición
digital basada en la edición de Madrid, Est. Tipográfico
Sucesores de Rivadeneyra, 1892, cotejada con la edición de Aniano
Peña, Madrid, Cátedra 1991, 13.ª edición, y con la de
Luis Fernández Cifuentes, Barcelona, Crítica, 1993. Las marcas de
foliación corresponden a la edición facsimilar de Madrid, Real
Academia Española, 1974, que reproduce el ms. 2002 de la Real Academia
Española.]
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Prólogo
Nicomedes Pastor Díaz
Era una tarde de febrero. Un carro
fúnebre caminaba por las calles de Madrid. Seguíanle, en
silenciosa procesión, centenares de jóvenes con semblante
melancólico, con ojos aterrados. Sobre aquel carro iba un ataúd,
en el ataúd los restos de LARRA, sobre el ataúd una corona. Era
la primera que en nuestros días se consagraba al talento; la primera vez
acaso que se declaraba que el genio es en la sociedad una aristocracia, un
poder. La envidia y el odio habían callado: los hombres de la moralidad
dejaban para después la moral tarea de roer los huesos de un
desgraciado, y nadie disputaba a nuestro amigo los honores de su fúnebre
triunfo. Todos tristes, todos abismados en el dolor, conducíamos a
nuestro poeta a su capitolio, al cementerio de la puerta de Fuencarral, donde
las manos de la amistad le habían preparado un nicho. Un numeroso
concurso llenaba aquel patio pavimentado de huesos, incrustado de
lápidas, entapizado de epitafios, y la descolorida luz del
crepúsculo de la tarde daba palidez y aire de sombras a todos nuestros
semblantes. Cumplido
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ya nuestro triste deber, un encanto
inexplicable nos detenía en derredor de aquel túmulo; y no
podíamos separarnos de los preciosos restos que para siempre encerraba,
sin dirigirles aquellas solemnes palabras que tal vez oyen los muertos antes de
adormecerse profundamente en su eterno letargo. Entonces el Sr. ROCA DE
TOGORES, levantando penosamente de su alma el peso de dolor que la
oprimía, y como revistiéndose de la sombra del ilustre difunto,
alzó su voz: LARRA se despidió de nosotros por su boca, y nos
refirió por la vez postrera la historia interesante de sus borrascosos,
brillantes y malogrados días. En aquel momento nuestros corazones
vibraban de un modo que no se puede hacer comprender a los que no le sientan,
que los mismos que le hayan sentido le habrán ya olvidado, porque de los
vuelos del alma, de los arrebatos del entusiasmo, ni se forma idea, ni queda
memoria; que en ellos el espíritu está en otra región,
vive en otro mundo; los objetos hacen impresiones diversas de las que producen
en el estado normal de la vida, el alma ve claros los misterios, o cree, porque
lo siente, lo que tal vez no puede comprender. Se ve entonces a sí
misma, se desprende y se remonta del suelo; conoce, ve, palpa que ella no es el
barro de la tierra, que otro mundo la pertenece; y se eleva a él, y
desde su altura, como el águila, que ve el suelo y mira al sol, sondea
la inmensidad del tiempo y del espacio, y se encuentra en la presencia de la
divinidad, que en medio del espacio y de la eternidad preside. Entonces no se
puede usar del lenguaje del mundo, y el alma siente la necesidad de
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otra forma para comunicar lo que pasa en su seno. Tal era entonces nuestra
situación. No era amistad lo que sentíamos; no era la
contemplación profunda de aquella muerte desastrosa, de aquella vida
cortada en flor, la vista de aquel cementerio, la inauguración de
aquella tumba, la serenidad del cielo que nos cubría, la voz elocuente
del amigo que hablaba; no era nada de esto, o más que todo esto, o todo
esto reunido, para elevarnos a aquel estado de inexplicable magnetismo, en que,
en una situación vivamente sentida por muchos, parece que se ayudan
todos a sostenerse en las nubes. ¡Ah! Pero nuestro entusiasmo era de
dolor, y llorábamos (sábenlo el cielo y aquellas tumbas); y al
querer dirigir la voz a la sombra de nuestro amigo, pedíamos al cielo el
lenguaje de la triste inspiración que nos dominaba, y buscábamos
en derredor de nosotros un intérprete de nuestra aflicción, un
acento que reprodujera toda nuestra tristeza, una voz donde en común
concierto sonasen acordes las notas de todos nuestros suspiros. Entonces, de en
medio de nosotros, y como si saliera de bajo aquel sepulcro, vimos brotar y
aparecer un joven, casi un niño, para todos desconocido. Alzó
su-pálido semblante, clavó en aquella tumba y en el cielo una
mirada sublime, y, dejando oír una voz que por primera vez sonaba en
nuestros oídos, leyó en cortados y trémulos acentos los
versos que van insertos al principio de la colección de sus
poesías, y que el Sr. ROCA tuvo que arrancar de su mano, porque,
desfallecido a la fuerza de su emoción, el mismo autor no pudo
concluirlos. Nuestro asombro fue igual a
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nuestro entusiasmo; y
así que supimos el nombre del dichoso mortal que tan nuevas y
celestiales armonías nos había hecho escuchar, saludamos al nuevo
bardo con la admiración religiosa de que aún estábamos
poseídos; bendijimos a la Providencia, que tan ostensiblemente
hacía aparecer un genio sobre la tumba de otro; y los mismos que en
fúnebre pompa habíamos conducido al ilustre LARRA a la
mansión de los muertos, salimos de aquel recinto llevando en triunfo a
otro poeta al mundo de los vivos, y proclamando con entusiasmo el nombre de
ZORRILLA.
No he recordado aquí esta tarde por
el placer de describir una escena grande y poética. Más
poética y más grande fue seguramente que mi descolorida
descripción, aunque en el torrente de las escenas que a nuestros ojos
pasan ya se haya hundido, y ya casi todos la hayan olvidado. El autor de estas
líneas no podrá borrarla de su memoria. Entonces empezó a
sentir hacia el ilustre poeta a quien las consagra el afecto que con él
le une, y que es demasiado tierno para que no forme época en su vida:
entonces empezó el público a conocer las producciones de este
ingenio; y la impresión que de ellas ha recibido es demasiado profunda
para que no se marque muy distintamente en los anales de la literatura
contemporánea. Pero no ha sido ésta precisamente la razón
de recordar aquella escena. Yo he tomado nota de ella, y la he consignado al
frente de estas páginas, porque aquella original aparición me ha
sugerido las reflexiones que voy a hacer sobre la índole y
carácter de estas poesías.
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Cuando oímos los versos de que
acabo de hacer mención, todos los que tuvimos la fortuna de escucharlos,
sentimos la inspiración que los había dictado, y comprendimos el
idealismo en que estaban concebidos, porque también nosotros
estábamos inspirados, y también nuestra existencia vagaba por las
regiones de lo ideal y de lo eterno. Nos hallábamos al nivel del autor,
a la altura de su mismo genio, y en estado de sentir lo que él tal vez
no hizo más que expresar; porque entonces, como los primitivos poetas,
como los bardos en sus banquetes, como Píndaro en los juegos
olímpicos, tomaba entusiasmo de nuestro entusiasmo, llanto de nuestro
llanto: era el foco del espejo, y reflejábanse en él concentrados
los rayos que tal vez de nosotros mismos partían. Así que a nadie
pudo ocurrírsele que aquella producción no fuese natural,
espontánea, como su mirar, como su acento, como el color de su semblante
y el llanto de sus ojos. Nadie pudo ver en ella la imitación de tal
autor, o los principios de tal escuela: nadie discutió si era
clásica o
romántica,
oriental o
filosófica. Era una composición
de allí, de aquel poeta, de aquel momento, de aquella escena, para
nosotros, en nuestra lengua, en nuestra poesía, en poesía que nos
arrebató, que nos electrizó, que comprendimos, y sobre cuyo
mérito, género y formas no se suscitaron discusiones ni
críticas. Y, sin embargo, el autor la había escrito algunos
momentos antes de aquella reunión a solas en su gabinete, sin auditorio
que le escuchara, y bajo la inspiración de su dolor y de su genio. Si a
solas también la hubiera leído a cada uno de sus oyentes,
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¿hubiera producido el mismo efecto? ¿La hubieran
hallado tan ideal, tan bella, tan original y tan espontánea? No,
seguramente. Para uno hubiera sido incomprensible una frase; otro hubiera
encontrado exageración o falta de verdad en un pensamiento: un
oído
fino hubiera sentido flojo, duro, o arrastrado,
algún verso; un entendimiento metódico observaría la falta
de orden, de conexión y enlace en sus ideas: cuál la
tendría por
vaga, y haría notar que su lectura no
dejaba en el alma ninguna idea fija; y ¿qué más? La mayor
parte tal vez no hubieran visto en ella más que una imitación de
Víctor Hugo o de Lamartine. Pues lo que hubiera sucedido a aquella
composición así leída, sucede todos los días, no
precisamente con respecto al público, sino con respecto a los
inteligentes y críticos, con otras que se han dado a luz. Todos ellos
suscitan las mismas vanas y ociosas cuestiones; y sólo los corazones
sensibles y no gastados, que se entregan de buena fe al ímpetu del
sentimiento, y que unísonos, desde luego, al tono del poeta, vibran con
todas las modulaciones de su laúd y obedecen a todos los caprichos de su
inspiración, se encuentran con respecto a las demás
poesías de este autor en el caso en que todos nos hallamos cuando su
aparición en el cementerio. Entonces su inspiración había
volado sola adonde nuestro entusiasmo voló después:
después su inspiración siguió siempre la misma, tal vez
más poderosa, más alta, más fuerte, más profunda;
pero no siéndonos siempre posible ponernos en la esfera de su
atracción, vemos a veces sus cuadros desde un punto en que no tienen
perspectiva, o no oímos de
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su lira más que el ruido
de los trastes. De ahí la mayor parte de esas disputas y
críticas; de ahí esas frases incomprensibles para los que
quisieran hallar en los versos ecuaciones y silogismos; de ahí ese
gongorismo para los que piensan que la poesía es sólo un modo de
hablar, y no un modo de sentir, una manera de ser; de ahí, en fin, la
pretensión de que estos versos son imitaciones de un autor, o doctrinas
de una escuela, por parte de los que todavía están aferrados en
creer que la poesía es
¡un arte de imitación! y que puede
ser un método de hacer exposiciones de teorías políticas o
sistemas filosóficos. Empero los que tienen corazón y alma, y los
que saben que con el corazón y con el alma, y no con los dedos y con las
palabras, se hacen los versos, saben también lo que significan estas
impugnaciones y lo que hay en ellas de verdadero o inexacto. El autor de este
prólogo está muy distante de creer que sean obras perfectas los
primeros preludios poéticos del amigo a quien le consagra, y el
entusiasmo que le arrebata no le ciega; ha querido, sin embargo, demostrar
cómo muchos de los defectos que se atribuyen a una obra pueden consistir
en el modo de juzgarla; y, sobre todo, ha querido protestar contra ese tema de
que es imitación y amaneramiento de escuela lo que es tan
espontáneo y tan natural como las flores del campo y como las rocas de
los montes. Siglos hay, sí, que inspiran un mismo tono a todo aquel que
los canta, principios, ideas y sentimientos generales, dominantes,
humanitarios, que, presidiendo a una época y a una generación, se
reproducen en todas sus obras y bajo todas sus formas.
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Pero
entonces la analogía no es el plagio, la semejanza no es la
imitación, ni la consonancia el eco; entonces, por el contrario, la
conformidad es el sello de la inspiración y de la originalidad; entonces
dos obras se parecen, y distan entre sí un mundo entero; entonces dos
autores se imitan sin conocerse; entonces se notan armonías y
correspondencias entre la Biblia y HOMERO; entonces se copian SHAKESPEARE y
CALDERÓN. Es un sol refulgente, que reverbera en todos los cuerpos que
ilumina; es una luna melancólica, que reproducen todos los objetos que
baña con sus pálidos rayos. Sí. El siglo de BYRON, de HUGO
y de CHATEAUBRIAND debe inspirar también a los vates españoles;
pero su inspiración no dejará de ser de ellos y de ser
española, como del siglo y de los objetos que canten. Póngase
cada uno a mirar sus cuadros a la luz que alumbra: verá tal vez en su
fondo el reflejo del cielo que los cubre; pero no colores prestados de ajena
paleta. Fórmese para cada composición un teatro como el del
cementerio, y verán todos en ella la inspiración original, la
naturalidad, la unción, la verdad, la belleza ideal y la celestial
armonía que creyeron ver en la primera; percibirán clara y
luminosamente lo que algunos no comprendieron, se sentirán en la
presencia real de lo que tal vez les pareció visión y quimera,
les sorprenderá la exactitud de lo que creyeron exagerado, y
hallarán, por último, que lo que afectan llamar romanticismo no
es más que la poesía, la naturaleza, la verdad.
A otra serie de reflexiones ha dado
además lugar en mi alma la escena de aquella tarde, reflexiones que
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algunos no comprenderán tampoco, y que otros muchos
comprenderán solamente para fulminar contra ellas el anatema del
ridículo y para acogerlas con la sardónica ironía que
entre nosotros se afecta hacia todo lo que no es materialmente positivo y
humanamente lógico; hacia todo lo que propende a hacer intervenir al
cielo en lo que pasa en la tierra. Yo, empero, que creo en un orden de cosas
superior al orden de los fenómenos que a nuestra razón y a
nuestros sentidos es dado percibir y explicar; yo, que estoy persuadido de que
no se hallan entre nosotros todas las causas de lo que a nuestros ojos sucede;
acostumbrado a ver la mano de la Providencia en los sucesos al parecer
más insignificantes de la vida, no es mucho que la conozca en aquellas
ocasiones en que más ostensiblemente y con más solemnidad quiere
como revelarse a nuestra vista. Sí, un poeta puede confesarlo; puede
decir que cree en las
causas finales, que cree en la
predestinación, y que cree que si la
humanidad toda concurre a la obra que la inteligencia suprema le ha trazado,
cada hombre, y, sobre todo, cada especialidad, concurre a un objeto fijo y
determinado. Sin esta creencia, el libro del mundo es un enigma incomprensible,
y el de la historia un tejido de absurdos. Fiel a esta creencia, y juzgando que
LARRA era algo en la tierra; que en esta nación, en esta
agregación de nulidades, donde su existencia descollaba con tanto
brillo, no en vano sus producciones habían fijado tan vivamente la
atención pública, y que su pérdida dejaba un vacío
no sólo en la literatura, sino en la sociedad; cuando a orillas del
sepulcro del
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malogrado escritor que nos dejaba vi brotar el poeta
que nacía, el hecho era de demasiado bulto, la aparición
demasiado fatídica para no reconocer en el nuevo genio una
misión tan especial como la del primero.
Los presentimientos que hasta ahora he tenido, fundados en esta opinión,
no han sido nunca vanos; el que aquella tarde tuve no lo ha sido tampoco. Los
acentos del nuevo bardo sorprendieron desde luego y arrebataron. Agitado de la
calentura del genio y de la maravillosa fecundidad de que le ha dotado el
cielo, en pocos meses ha lanzado al público una multitud de
composiciones, que no pasaron efímeras, como la mayor parte de las
fugitivas producciones de nuestros días, o conocidas sólo de los
inteligentes, como las de épocas anteriores. Recibidas ora con
admiración, ora con extrañeza, ora con entusiasmo, ora con
desagrado, según las ideas y carácter de cada uno, no lo han sido
nunca con indiferencia. Leídas y releídas, decoradas y
oídas y recitadas por todos, el ansia con que se buscan los
periódicos donde se publicaron algunas ha obligado a recogerlas en la
presente colección. Y no sólo en elogios y alabanza ha consistido
su popularidad. También son ellas las que más críticas e
invectivas han suscitado; también han sido parodiadas y puestas en
ridículo e imitadas por malos poetas, que es la más infeliz
parodia; también han sido tachadas de inmorales, de incomprensibles, y
hasta equiparadas en algún artículo de periódico a los
discursos de varios
célebres oradores de nuestras actuales
Cortes. Pues bien; esta novedad y admiración, esas sátiras e
invectivas, esas imitaciones de la
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medianía y esas
hostilidades de la envidia son el grande éxito, la corona del talento,
el sello de la especialidad. Parece que nuestra época se afanaba en
producir un poeta que estuviese a su nivel y en armonía con ella; que
fuese como el representante literario de la nueva generación, de sus
ideas, de sus sentimientos y creencias: varios jóvenes, al parecer con
esta esperanza y con éxito más o menos feliz, se habían
presentado hasta ahora en la escena, y el público no dejó de
vislumbrar en ellos ráfagas de nueva luz, y sentir aliento de nueva
vida; pero a la aparición de ZORRILLA ha visto ya el oriente de un astro
muy luminoso. Tibios todavía sus primeros rayos, han despertado en su
derredor todo un hemisferio de poesía; y si aún no ha nacido el
sol, estrellas muy resplandecientes se eclipsaron ya ante su brillante
crepúsculo. Si sus preludios marcan una aurora, sus cantos
sellarán una época; si su aparición ha sido
fatídica, su poesía será providencial; si el eco de su voz
ha sobrecogido y su primera inspiración fascinado, muy trascendental y
poderosa será la influencia que debe ejercer, y más anchurosa de
lo que se cree la esfera de acción en que debe obrar su impulso.
¿Cuál será, empero,
esta acción? ¿Cuál será el desarrollo de este
germen? ¿Cuál será este fin? Yo he podido adivinarlo, pero
no me atreveré a predecirlo, porque los arcanos del destino no se
explican, ni los vuelos del genio se calculan. Permítasele, sin embargo,
a un alma también poética formar esperanzas; y para formularlas y
para dar una idea de las conjeturas que sobre lo futuro se presentan a la
fantasía, permítasele
—16→
entrar en explicaciones del
aspecto bajo que las cosas presentes se ofrecen a sus ojos. La
imaginación, la amistad, el entusiasmo, podrán ejercer grande
influencia en este análisis; pero el corazón, el sentimiento, la
fantasía, son el único
método analíticoaplicable a las
obras de un poeta.
En el estado actual de nuestra indefinible
civilización, la poesía, como todas las ciencias y artes, como
todas las instituciones, como la pintura, la arquitectura y la música,
como la filosofía y la religión, ha perdido su tendencia unitaria
y simpática, y sus relaciones con la humanidad en general, porque no
existiendo sentimientos ni creencias sociales, carece de base en que se apoye y
de lazo que a la humanidad la ligue. Sin poder proclamar un principio que la
sociedad ignora; sin poder encaminarse hacia un fin que la sociedad no conoce,
ni dirigirse hacia un cielo en que la sociedad no cree, la poesía,
dejando una región en la que no hallaba atmósfera para respirar,
se ha refugiado, como a su último asilo, a lo más íntimo
de la individualidad y del seno del hombre, donde, aun a despecho de la
filosofía y del egoísmo, un corazón palpita y un
espíritu inmortal vive. Pero el hombre en su aislamiento es el
más miserable y desgraciado de los seres. La Providencia ha hecho
necesaria para su dicha y su perfectibilidad la asociación;
asociación que no es el agregado de muchos individuos de la especie
humana, sino el conjunto de las facultades que en común poseen, la
comunión de sus ideas y de sus sentimientos, de la inteligencia y de la
simpatía. Mas hay épocas tristes
—17→
para la humanidad,
en que estos lazos se rompen, en que las ideas se dividen y las
simpatías se absorben; en que el mundo de la inteligencia es el caos, el
del sentimiento el vacío; en que el hombre no ejercita su pensamiento
sino en el análisis y en la duda, y no conserva su corazón sino
para sentir la soledad que le rodea y el abismo de hielo en que yace. Entonces
el genio puede volar aún, pero vuela como el Satanás de MILTON,
solitario y por el caos: el sol le causa pena, la belleza del mundo, envidia.
Su poesía es solitaria como él, y como él triste y
desesperada. Canta o más bien llora sus infortunios, su cielo perdido,
el fuego concentrado en su corazón, las luchas de su inteligencia y las
contrariedades de su enigmático destino. Sus relaciones con la
naturaleza no pueden ser expansivas, ni sus relaciones con los hombres
simpáticas. Replegado en su individualismo, sus relaciones con Dios
podrán aún ser muy vivas; pero sólo en su presencia, si la
reconoce, y sólo tal vez en el universo, si ha renegado de la
Providencia, los himnos que debían consagrarse a una religión de
amor serán solamente gritos de desesperación y de impío
despecho, o extravíos de un abstracto y estéril misticismo. Tal
es, a mis ojos, el carácter de la época presente; tal es
también su poesía; la poesía dominante, la poesía
elegíaca actual: poesía de vértigo, de vacilación y
de duda; poesía de delirio, o de duelo; poesía sin unidad, sin
sistema, sin fin moral ni objeto humanitario, y poesía, sin embargo, que
se hace escuchar y que encuentra simpatías porque los acentos de un alma
desgraciada hallan dondequiera su cuerda unísona, y
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van a
herir profunda y dolorosamente a todas las almas sensibles en el seno de su
soledad y desconsuelo. ZORRILLA ha empezado, y no podía menos de
empezar, por este género. Hijo del siglo, le ha pagado también su
tributo de lágrimas; ha pasado por bajo el yugo de su tiranía; ha
llorado también a solas, y ha dado al viento sus sollozos; ha golpeado
su frente de poeta contra el calabozo que le aprisionaba; ha forcejeado por
quebrantar cadenas que no son lazos; ha invocado el auxilio de un Dios, y ha
renegado del cielo; ha cantado el éxtasis de los bienaventurados y
saludado a la Reina de los ángeles, y ha lanzado gemidos de
desesperación infernal y llamado en su socorro la muerte y la nada.
Y cuando la fuerza expansiva de la
inspiración, arrancándole de su individualismo, le lanzó a
más ancha esfera y le hizo recorrer, a pesar suyo, la sociedad que se
agitaba a su alrededor, no se deslumbraron sus ojos con el brillo que
despedía el oropel de la civilización, sino que, intuitivamente
penetrantes, bien conocieron sobre el lecho de oro y púrpura a la
enferma que agonizaba abandonada y sola, y bien acertaron a ver más
allá, bajo la suntuosa lápida del sepulcro cincelado, la
brillante mortaja de seda y pedrería, pronta a cubrir la fetidez de un
cuerpo presa ya de la gangrena y de la muerte.
El instinto perspicaz de su
inspiración le ha representado al mundo moral en su espantosa
anarquía y desnivel, en su desorganización y fealdad. Y
arrebatado a tal vista de un vértigo de tristeza y amargura,
asomó
—19→
a sus labios aquella risa horriblemente
sardónica con que el hombre, en el último extremo de
desesperación y miseria, escarneciendo a los demás y a sí
mismo, pregunta al cielo como burlándose qué es lo que tal
desorden significa, duda si se debe tomar a serio la suerte de la humanidad,
mezcla reflexiones profundas y terribles con sátiras amargas y
ridículos contrastes, y entre el llanto de un funeral hace oír
las carcajadas de una orgía. Entonces, evocando la sombra de Cervantes,
tiene con ella el singular diálogo en que nuestro poeta se mofa de sus
tiempos tan a su sabor (si bien con otra hiel y tristeza) como aquel genio
inmortal parodiaba los suyos. Entonces, personificando en
Venecia a todas las naciones degradadas y a
todos los pueblos corrompidos, después de haber descrito, en versos
dignos de CALDERÓN y de BYRON, la grandeza de su antiguo poderío
y el polvo y cieno en que desde su elevación se hundieron,
repentinamente
levanta una carcajada para apagar sus gemidos,
y termina su fúnebre canto entre la báquica algazara de un
festín, como se suele ver en tiempos de peste y mortandad entregarse los
hombres a desórdenes y excesos, para apurar los goces de su existencia,
amenazada entre la embriaguez de los placeres. Y, por último, en otro
momento de inspiración más poderosa y más profunda,
abarcando de un solo golpe de vista eminentemente sintético el cuadro de
todos los vicios y de todas las monstruosas desigualdades de la sociedad, la
pinta de una sola pincelada en cuatro versos dignos de la pluma de LAMENNAIS, y
que equivalen a todo un volumen de filosofía, en que,
—20→
dirigiendo sobre el banquete de la vida una mirada más terrible
que la de DANIEL sobre el convite de BALTASAR, dice que
Unos cayeron beodos,
Otros de hambre cayeron,
Y todos se maldijeron,
Que eran infelices todos.
Empero lo que más caracteriza al
genio es no ser exclusivamente órgano de la época en que vive y
presentir la que nace en medio de las inspiraciones de lo que existe.
Así HOMERO adivinó los tiempos de LICURGO y de SOLÓN;
así VIRGILIO casi pertenece al cristianismo y a la Edad Media;
así el DANTE apenas se concibe cómo haya escrito en el siglo
XIII; así CERVANTES, en una edad caballeresca todavía,
predecía y aceleraba el prosaísmo del siglo XVIII; y por eso el
instinto de todos los pueblos ha reconocido siempre en la inspiración
poética el don de la profecía. El genio actual conserva
aún reconcentrado todo lo que en la humanidad debía haber y todo
lo que habrá sin duda, porque todavía sus gérmenes
existen, no en la sociedad, pero sí en los individuos; para él
aún puede haber creencias, y virtudes, e ilusiones, y amor, y
abnegación, y heroísmo, e interés, que no sean de la
tierra, y un pensamiento de Dios, una memoria del cielo, una esperanza de
inmortalidad. Por eso nuestro poeta no tardó en conocer que la
poesía a que le arrastraba su siglo era estéril y transitoria,
como debe serlo esta época de desorganización y de duda, como
debe serlo el egoísmo que nos disuelve y el escepticismo que nos hiela,
y, parándose en su carrera
—21→
y apartándose de la boca
del Tártaro, adonde caminaba, y subiéndose a un puesto más
avanzado y más digno de su misión, ha visto la naturaleza bella,
risueña, iluminada, viva y animada como Dios la creó, para servir
de teatro a la virtud y a la inteligencia del hombre; y tiñendo su pluma
de los colores del iris y de los celajes del Oriente, ha dirigido a la
humanidad palabras de amor y consuelo, himnos de bendición y alabanza al
Creador.
¡Bello es el mundo! ¡Sí! ¡la vida
es bella!
Dios en sus obras el placer derrama.
Entonces, en medio del negro horizonte que
le circundaba, una brisa de esperanza agitó su alma y un rayo del sol
del porvenir iluminó su frente; empero su musa, antes de lanzarle en las
profundidades de lo futuro, quiso anudar en su espíritu la cadena de las
tradiciones, sin las que no hay sociedad ni poesía, y llevarle a
recorrer primero los venerables restos de lo pasado. Su imaginación
debía encontrar todavía en ellos una sociedad homogénea y
compacta de religión y de virtud, de grandeza y de gloria, de riqueza y
sentimiento, y su pluma no pudo menos de hacer contrastar con lo que hay de
mezquino, glacial y ridículo en la época actual, con lo que
tienen de magnífico, solemne y sublime los recuerdos de los tiempos
caballerescos y religiosos. Y el primero entre nuestros poetas que ha sentido
la necesidad de buscar en estas creencias y tradiciones los gérmenes de
grandeza y sociabilidad que abrigaban, y que es preciso desenterrar de los
abismos
—22→
de lo pasado los tesoros del porvenir, ha sido
también el primero a dar vida poética a nuestros olvidados
monumentos religiosos, y a poner en escena las sagradas y grandiosas
solemnidades que hacían las delicias de nuestros padres. Bajo su pluma
vemos levantarse de entre el polvo y el cieno que la cubren como un sepulcro
olvidado, la severa capital del imperio godo, revestida del armiño de
sus reyes y de la púrpura de sus prelados, guerrera como sus
héroes y sus armas, religiosa y política como sus concilios:
trocada después por el árabe voluptuoso en una mansión de
placeres, asistimos a sus fiestas y a sus torneos y caballerescas justas,
perfumados de los aromas de Oriente, adornados de galas, plumas, seda y
pedrería, y respirando el aliento de las huríes de Mahoma; pero
en seguida vemos alzarse gigantesca, y descollar por sobre todas estas
memorias, la catedral primada, símbolo arquitectural del cristianismo,
con los estandartes de piedra de sus torres, con las lenguas de bronce de sus
campanas, y presenciamos los sagrados ritos de la religión más
bella que ha existido sobre la tierra, oímos el órgano cantando
sus solemnes misterios por la
céntuple garganta de los tubos de metal,
y escuchamos a la par el canto de los sacerdotes, el crujir de sus
tisúes y brocados, y nos deslumbra el brillo de mil lámparas
reflejado en el oro de los altares y en los diamantes del tabernáculo; y
prosternados con el pueblo que asiste a tan grandioso espectáculo, nos
embriagamos de luz y de armonía, de aroma de incienso y de música
del cielo, y se apodera de nosotros el éxtasis que remeda
—23→
en la tierra el arrobo santo de los bienaventurados. En aquel momento los
gemidos de dolor cesan; los sollozos de amargura, los ayes de impotencia y
despecho se convierten en lágrimas de santa ternura y en himnos de
esperanza; el desprecio de la vida y el odio a los hombres da lugar a la idea
de la inmortalidad, premio de una existencia de virtudes y amor. La sociedad
que veíamos dispersa sobre la superficie de la tierra, reunida bajo las
bóvedas del templo, nos parece no tener más que un sentimiento,
una voz, una
oración que elevar al cielo con el humo
de sus ofrendas; allí están todas las artes; allí
está la música, la pintura, la escultura, la arquitectura, todas
concurriendo a un fin común, todas formando un concierto de los talentos
del hombre: el templo abarca toda la vida; la religión completa el
cuadro de la poesía, como es la clave de la sociedad; y al volver de
nuestro arrobamiento, al sentirnos en la realidad de nuestra existencia, no
podemos menos de consagrar un suspiro de pesar por esos bellos tiempos que se
han perdido; un ¡ay! por esos placeres de nuestros padres, por esa fe que
alimentaba su vida; una lágrima por esa religión abandonada; un
movimiento de sagrado respeto hacia las venerandas reliquias que de ellas nos
quedan.
Tal es el efecto de las variadas y
profundas sensaciones que este poeta sabe excitar con su maravilloso canto; tal
es el cuadro que presentan a mis ojos las páginas de un libro donde
algunos no verán tal vez más que figuras dislocadas, versos
inconexos, ideas contradictorias; tal es el pensamiento unitario trascendental
—24→
y profundamente filosófico que resulta de estas
inspiraciones, la idea moral que preside a su redacción, y el hilo de
unión que liga con una trama invisible, pero fuerte, los varios trozos
de este mosaico precioso. Pero este pensamiento y esta moralidad la
buscarán en vano los que crean hallarla en máximas y en tiradas
de sentencias. Para lectores de esta clase no ha escrito ZORRILLA, ni a la
verdad yo tampoco. La filosofía de que yo hablo es una filosofía
viva, animada, que transpira y brota en las cosas y no en las palabras, como un
jardín delicioso inspira ideas de placer, como la armonía de un
concierto infunde sentimientos de amor o de melancolía, como la vista
del cielo y las maravillas de la naturaleza proclaman la existencia de
Dios.
Sin embargo, se me dirá: ¿ha
sido el pensamiento que yo descubro el pensamiento del autor? ¿Tuvo
presente el objeto que yo le asigno, al obedecer a las inspiraciones que le han
dictado sus cuadros fantásticos y sus armoniosos himnos? ¿Ha
pensado por ventura en el fin social de sus versos, y ha pretendido enlazarlos
en un conjunto regular y en un sistema poético, el joven genio que no ha
hecho acaso más que ceder al ímpetu de su imaginación en
una hora de arrebato, y en fijar con la pluma las instantáneas
imágenes, las fugaces sensaciones que pasaban por su existencia, tal vez
para no recordársele jamás? ¿Ha descendido a estas
consideraciones filosóficas, a este análisis moral y religioso de
sus obras, a este cálculo previo del plan de sus trabajos? No, sin duda;
y si hubiera sido capaz de concebirlo, no lo hubiera sido de realizarlo; el
genio no
—25→
raciocina, y los poetas, como todas las especialidades
del mundo, no tienen la conciencia de lo que son: cumplen su destino sin
saberlo, e ignoran la teoría de la obra misma que son llamados a
edificar, y el poder de los principios mismos que vienen a proclamar y
difundir. Por eso los que viven a su inmediación suelen juzgarlos con la
mayor inexactitud cuando creen ufanos que sólo ellos están en el
secreto del genio; y porque ellos ven de cerca una tela tiznada de borrones y
manchada con informes figuras, piensan que son ilusiones y fantásticas
quimeras los primores que otros ven de lejos en un cuadro lleno de verdad y de
vida. Ellos no ven más que al individuo donde debían ver al
poeta; no ven más que al autor, cuando debían examinar la obra, y
miden al Escorial por la estatura de HERRERA. Oyen los lamentos de un hombre en
cuyo rostro suele brillar la alegría, y no saben que son los gemidos de
una generación entera los que se exhalan de su pecho, y el llanto de
todo un siglo el que humedece las cuerdas de su lira. Ven al mortal afortunado
acaso quejarse de una sociedad en que es amado, en que vive tal vez en el seno
de los placeres, y no saben que a un alma eminentemente simpática no le
bastan los placeres de una existencia sola, y que la esponja de su
corazón embebe y derrama la amargura de diez millones de infelices. Ven
al hombre del mundo tal vez indiferente e incrédulo, predicando la
religión y los misterios, y no conocen la terrible
personificación del siglo ateo, obligado a arrastrarse al pie de los
altares, buscando un resto de fuego que reanime su helada existencia, e
implorando
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por gracia al cielo una creencia, un rayo de verdad que
alumbre a la humanidad y la enseñe la senda de su destino en la
espantosa noche del escepticismo que la circunda. No. Ellos no ven ni al hombre
moral siquiera, al individuo en sus interioridades, en sus ilusiones, en sus
flaquezas, en sus contrastes y en sus misterios; no ven más que al
hombre uniformemente vestido del café y del paseo, del teatro y de la
orgía; al hombre que se modela por los demás, y que se hace
más superficial, más pequeño, más material y
positivo de lo que es en el fondo de su corazón, y luego exclaman:
¡He aquí el hombre! ¡He aquí el filósofo!
¡He aquí el poeta! Pero la sociedad sólo ve el genio,
sólo contempla y admira la creación de la inteligencia y de la
inspiración. Él se la lanza como la Pitonisa el oráculo,
como la estatua de MEMNÓN su armonía; ella la recibe, ella la
descifra, ella la comprende.
Sí, poeta: la sociedad te
comprenderá mejor que los sabios y que los eruditos. Tus mágicos
preludios no serán perdidos ni infecundos. Sigue a tu grandiosa carrera;
avanza de tu aurora a tu porvenir de gloria y esplendor. Tú has cantado
los dolores del corazón, los misterios del alma, las maravillas de la
naturaleza y el poder de la inspiración. Tú, manchado de polvo y
de fango el cuadro chillante y desentonado de una civilización
anárquica y desnivelada; tú has matizado con los tintes de la luz
de oriente las sombras de la edad pasada, y nos has mostrado una luz
todavía encendida en el fondo de los antiguos sepulcros. Sigue. El
destino tal vez te reserva otra carrera y te prepara otra corona;
—27→
tu poesía se lanzará hacia un nuevo período más
brillante y más filosófico; tú conoces que lo presente no
es digno de ti; pero debes saber también que lo pasado es
estéril; que lo que ha muerto una vez no resucita jamás, y que es
ley de la Providencia que la humanidad no retroceda nunca. El porvenir te
aguarda; ese porvenir misterioso que se cierne sobre la Europa, y con cuyos
encantos soñamos como se sueña en la adolescencia con las gracias
de una querida que se forja el corazón. Esa edad por que la juventud
suspira; esa edad invocada por los votos de nuestros corazones; esa edad,
tierra de promisión en este desierto para nuestras fervientes y
religiosas esperanzas, tuya es, y antes que nosotros debe llegar a ella esa
fantasía, que a velas desplegadas boga por el mar de los tiempos. A tu
musa está reservado pintar esas maravillas desconocidas y rasgar a
nuestros ojos el velo a cuyo través ahora ni vagamente se trasluce.
Tú sólo serás capaz de realizar en tus proféticas
creaciones ese apocalipsis de la inteligencia, esa época de
reorganización y de armonía en que la grandeza de los antiguos
tiempos se multiplique por la belleza y progresos de la civilización
moderna, despojada ésta de su egoísmo como aquéllos de su
barbarie; en que una ley universal de justicia, sabiduría y libertad
reúna en una común familia las naciones, ahora aisladas, y en que
una religión de amor y paz realice sobre la tierra el glorioso destino a
que la humanidad es llamada.
Sí, poeta. Tal vez tus versos nos
pinten lo que los políticos no se atreven a calcular; tal vez a tu canto
se
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revele lo que a la filosofía no le es dado prever. La
Providencia no te ha hecho aparecer en vano; y pues que te evocó de una
tumba, tú debes saber cosas que los mortales ignoramos.
Cumple, pues, tu misión sobre la tierra.
No importa que los que a sí mismos se desprecian; los que no se creen
nacidos con fin alguno; los que piensan que existen arrojados por el acaso,
como piedras, en el pozo de la vida; los que niegan la previsión de la
inteligencia suprema, la divinidad del espíritu humano, su imperio sobre
el mundo, y los que, a trueque de no reconocer los privilegios del genio,
nieguen también su existencia, hayan ridiculizado esa frase tuya, y
tomen un pensamiento de piedad por un pensamiento de soberbia. Tú,
empero, que crees en ella porque oyes dentro de ti la voz divina que te la
dicta, sigue sereno, a pesar de las tempestades que en el horizonte asomen, la
inspiración sublime que te lleva a otro mundo. Yo te he visto partir, mi
querido amigo; yo también había querido lanzarme en ese
océano; pero, delante de ti, he recogido mis velas, y me he quedado en
la ribera, siguiéndote con mi vista y con mis votos. Sí; yo, en
mis ilusiones, había creído también que tenía una
misión que cumplir. Has venido tú, y me queda una bien dulce,
bien deliciosa: la de admirarte y de ser tu amigo.
Madrid, 14 de Octubre de 1837.
NOTA DEL EDITOR. Para demostrar la exactitud de los vaticinios
hechos por el señor Pastor Díaz en este prólogo, he
creído oportuna su inserción antes del drama que ha creado al Sr.
Zorrilla la reputación que goza en el mundo de las letras.
La acción en Sevilla, por los años
de 1545, últimos del emperador Carlos V. Los cuatro primeros actos pasan
en una sola noche. Los tres restantes, cinco años después y en
otra noche.
Hostería de Cristófano
BUTTARELLI. Puerta en el fondo que da a la calle;
mesas, jarros y demás utensilios propios de semejante lugar.
—35→
Escena I
DON JUAN, con antifaz, sentado a
una mesa escribiendo,
CIUTTI y
BUTTARELLI, a un lado esperando. Al levantarse el
telón, se ven pasar por la puerta del fondo máscaras, estudiantes
y pueblo con hachones, músicas, etc.
(Se oyen dar las ocho; varias personas
entran y se reparten en silencio por la escena; al dar la última
campanada,
DON JUAN, con antifaz, se llega a la mesa que ha
preparado
BUTTARELLI en el centro del escenario, y se dispone
a ocupar una de las dos sillas que están delante de ella. Inmediatamente
después de él, entra
DON LUIS, también con antifaz, y se dirige a
la otra. Todos los miran.)
—64→
Escena
XII
DON DIEGO,
DON GONZALO,
DON JUAN,
DON LUIS,
BUTTARELLI,
CENTELLAS,
AVELLANEDA, caballeros, curiosos y
enmascarados.
(Se sientan. El Capitán
CENTELLAS,
AVELLANEDA,
BUTTARELLI y algunos otros se van a ellos y les
saludan, abrazan y dan la mano, y hacen otras semejantes muestras de
cariño y amistad.
DON JUAN y
DON LUIS las aceptan cortésmente.)
(DON DIEGO, levantándose
de la mesa en que ha permanecido encubierto mientras la escena anterior, baja
al centro de la escena, encarándose con
DON JUAN.)
(Las rondas se llevan a
DON JUAN y a
DON LUIS; muchos los siguen. El Capitán
CENTELLAS,
AVELLANEDA y sus amigos quedan en la escena
mirándose unos a otros.)