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El corazón no entiende de distancias ni de olvido: la imborrable estela humana de Antonio Buero Vallejo

Patricia W. O'Connor


Universidad de Cincinnati



Según un conocido bolero: «Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón». Tampoco la concibo yo, ni siquiera en el caso de las distancias cósmicas. Aunque ha bajado el telón en su presencia física, el dramaturgo Buero nos seguirá hablando por medio del eterno teatro, y su historia personal servirá a generaciones presentes y futuras como modelo de comportamiento ético. A pesar de que su honradez molestase a algunos, quienes le tratamos a fondo guardaremos el recuerdo de un hombre no sólo recto, sino perspicaz, brillante, sabio, generoso, amable y a veces muy divertido1.

Muchos han expuesto de modo brillante diversos aspectos del teatro de Buero. Esta generación de «bueristas» ha tenido el enorme privilegio de conocer personalmente al autor y así comprender mejor su obra, ventaja negada a futuras generaciones. Como   —112→   Buero, el hombre, está a la altura de su obra en todos los sentidos, me ha parecido apropiado hablar de él de modo personal en este contexto. Mi intervención pretende ser un boceto de tipo «intrahistórico» unamuniano; es decir, propongo dibujar a Buero en aquellos pequeños actos habituales que definen esencias. Como decía Buero a través de su alter ego teatral, Velázquez, «la verdad está en los momentos sencillos». Lo que sigue son viñetas de una amistad que empezó en 1964. Ya que mis humildes pinceles son memorias pasadas a palabras, me gustaría ser poeta, como aquel virtuoso verbal que, en su elegía al amigo desaparecido, dijo algo perfectamente aplicable a Buero: «tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un hombre tan claro... »2.

El carácter de Buero se reveló en nuestro encuentro inicial, que tuvo lugar pocas horas después de llegar yo a Europa por primera vez. Iba a estudiar en Salamanca, e intentando demostrar respeto en este único (pensaba yo entonces) encuentro con el gran dramaturgo al pasar yo por Madrid, me puse un vestido elegante de seda, zapatos de vestir y guantes blancos. Doy estos detalles en prueba de mi poca sofisticación: en los sesenta, nadie se vestía así en España, sobre todo a las doce del mediodía. Pero así me presenté a la puerta de Buero, quien había pasado siete años en la cárcel por haber luchado en contra de los valores burgueses.

Nada más tocar el timbre, me abre una joven guapa y fina con un pañuelo blanco en la cabeza -una de las elegantes doncellas del dramaturgo, me supuse- y me lleva por un pasillo largo hasta una puerta cerrada. Detrás, seguí suponiéndome, estará el dramaturgo en su biblioteca fumando en pipa, en una pose pensativa, sin corbata, quizá, pero ataviado con la típica chaqueta de escritor: mezclilla con coderas. Pero al abrir la puerta, la realidad choca con mi fantasía. En una sala sin libros, el autor estaba dando una chupada final a un cigarrillo que amenazaba con quemarle los dedos. Además, estaba en mangas de camisa, pantalón holgado y zapatillas francamente hechas polvo. Ya confesé que yo iba vestida como para tomar té con la reina. Aunque es una tontería, quería que la tierra me tragase. Pero Buero no pareció darse   —113→   cuenta de mi atuendo ridículo ni de mi zozobra. Sonrió, me extendió la mano y pronto su amable conversación me hizo olvidar mi angustia. Corría el reloj y, cuando la «chica» entra para poner la mesa -estábamos en la sala de estar-comedor, no en una biblioteca-, son casi las tres. Buero me presenta a la joven guapa, que resulta ser su mujer, la actriz Victoria Rodríguez. Luego entran los hijos: Carlos, de tres años, serio y hermoso, con grandes ojos azules, y Quique, un gracioso niño de año y medio. Al despedirse, Victoria me invita al espectáculo en que trabaja esa noche y me cita para almorzar con la familia otro día. Si el suelo me hubiera tragado entonces, y no antes, cuando lo estuve deseando, me habría muerto feliz.

Lo de presentarme a su familia enseguida -incluirles en todo- era muy típico de Buero. Adoraba a su mujer y a sus hijos, y lo demostraba abiertamente. Recuerdo la primera vez que vine a España con mis dos hijos y Victoria nos invitó a comer en casa. Aquel día, yo no existía para Buero. Con una alegría casi infantil, enseguida llevó a los niños al salón, se sentó en el suelo con ellos y empezó a cortarles pajaritas de papel como si fuese él un niño más. Hubo en él una alegría especial y huelga decir que enseguida ganó la confianza de los niños, que no sabían que Buero era una persona célebre; simplemente se encontraban a gusto con él. Incluso años después, recordaban y le pedían las fascinantes pajaritas de papel. No creo que los haya tratado con esa delicadeza por ser hijos míos, sino por creer, como le he oído decir, que los niños no están «manchados» aún (lo que implica que a la larga, nos manchamos todos).

Unos veinte años después de nuestro primer encuentro, Buero, Victorita y yo estuvimos charlando en la sala-comedor ya tan familiar, y salió el tema de mi primera visita. Con la confianza que surge de una relación cómoda, les confesé la angustia que sentí sobre mi ingenuidad -inadecuada vestimenta y el pensar que Victoria era la criada-. Aunque ella lo recordaba todo, Buero, quien no sabía qué llevábamos nosotras (ni se habría fijado), confirmó su esencial generosidad al comentar que si alguien tenía que estar incómodo aquel día, era él, por haberme recibido de forma tan poco protocolaria. Ahora reconozco que Buero, recibiéndome en mangas de camisa, había hecho por mí, como yo por él, un esfuerzo. Si yo me había pasado vistiéndome, él simplemente se había vestido.

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A través de los años, Victoria pasó de ser simplemente la mujer de Buero a convertirse en una amiga, mientras que Buero, a quien admiraba más en cada visita, siguió confirmando su imagen de hombre asequible de gustos sencillos cuya actitud era: «como en casa, en ninguna parte». Ya que se levantaba tarde, le gustaba la comodidad y la ropa le traía sin cuidado, tardó poco en recibirme en una bata nada nueva y nada coqueta (de franela gris) que hacía juego con las conocidas zapatillas. Recuerdo incluso un día en los setenta cuando le encontré en traje y corbata. Sorprendida, le pregunté con cierta guasa si ya no había confianza o qué. Se disculpó explicando que como iba a la Academia después de comer... Sí, lo de la bata se había convertido en una especie de broma entre nosotros.

En 1996, se publicó mi libro sobre las contrafiguras teatrales de Buero, proyecto mío para «algún día» durante años. Tardé en comenzarlo en parte porque el tema tenía sus inconvenientes y, al acabarlo, temí que diez o doce datos personales pudiesen molestarle. Como la confianza que teníamos me importaba infinitamente más que el libro, le dejé el manuscrito antes de entregarlo para su reacción. Unos días después, Buero me llamó y me dijo, sin más, «vente». Un tanto intranquila, salí corriendo, y al llegar, él mismo me abrió la puerta, en la bata habitual pero con una inusitada mirada severa y con manos en la cintura. Me pasaron por la cabeza en rápida sucesión unos pasajes dudosos. Buero cerró la puerta detrás de mí con cierta decisión y guardó silencio. Por fin habló, marcando mucho las sílabas: «Tenías que hablar de la vieja bata gris, claro», lo que rompió el hielo, y nos reímos. Por supuesto, lo de la bata no figuraba en mi lista de asuntos posiblemente espinosos. Luego sentados en el sofá verde, me dio su dictamen más serio; que sí, le había molestado «una cosa». «Qué bien», me decía, «¡sólo una!» Habló de modo serio esta vez y cuando aclaró lo que le había irritado, también me sorprendió. Entonces le expliqué -pero sin intentar cambiarle de idea- por qué había incluido «eso». Buero reflexionó un minuto, y luego dijo: «Bueno; vale, déjalo»; de modo que mi libro pasó por una censura ni impuesta ni siquiera sugerida sin tachadura alguna.

Llegar a conocer a alguien es un proceso lento que puede dar tanto sorpresas -como en el caso que voy a contar- como decepciones (ninguna de éstas jamás en mi relación con Buero). Esta escena, en que Buero está vestido y fuera de casa, ilustra otro de   —115→   sus múltiples talentos e intereses. En 1979, Buero y Victorita estaban en Nueva York para un homenaje que habíamos organizado mi marido (Tony Pasquariello) y yo en el 30 aniversario de Historia de una escalera. Estábamos las dos parejas en la discoteca del hotel, y después de charlar un rato, Buero me sacó a bailar. No me suelen faltar energías y me encanta bailar, pero no estaba preparada para lo que me esperaba. A decir verdad, nunca se me había pasado por la cabeza que Buero incurriera en frivolidades de discoteca. Cuál no sería mi asombro, entonces, al encontrarme en la pista de baile con un desconocido. El pausado mito del teatro español me cogió por la cintura con decisión para llevarme al ritmo trepidante que imponía una música parecida al «Bakalao». De vez en cuando Buero se separaba de mí, y como un John Travolta con toques flamencos, montaba su «número»: gestos estilizados de las manos al tiempo que movía el cuerpo rítmicamente; todo esto ante la estupefacción de su partenaire -yo- que luchaba por seguirlo. Al acabar la música, el bailarín extrovertido se esfumó como el «genio» que regresa, por arte de birlibirloque, a su lámpara y, en su lugar, apareció la persona que yo creía conocer. Obviamente Buero bailaba bien, y esa foto sacada en 1953 da una idea de su estilo.

Buero tenía otra cualidad también sorprendente. Ya sabemos que daba poquísima importancia a la ropa; teniendo en cuenta sus valores, se podría uno suponer, con razón, que despreciaba la vanidad. Sin embargo, nuestro autor se sabía atractivo. Recuerdo que en los setenta se dejó una pequeña barba. Yo le encontraba enormemente interesante así, pero un día, su suegra le dijo que esa barba le envejecía, e ipso facto, Buero se la afeitó. Más o menos en esa misma época, mirando juntos un montón de fotos suyas sacadas en distintas épocas, él señaló su preferida, porque allí, decía, se encontraba guapo.

Más adelante, Buero llegó a deprimirse ante el espejo que le confirmaba los implacables estragos del tiempo. Se daba perfecta cuenta de su lugar en el campo profesional, pero no le hacía ninguna gracia que le llamasen «clásico»; le sonaría a «mayor» o, peor todavía, a «desfasado» o «pasado de moda». A pesar de su vanidad personal y su orgullo profesional, o quizá por esas mismas cualidades, por encima de todo quería ser recordado como buena persona.

Saltamos ahora a 1996. Se acercaba el ochenta cumpleaños de Buero, y quería hacerle algún regalo, pero no un insípido detalle   —116→   de protocolo. A menudo había llevado algún detalle a la familia, pero rara vez a él. ¿Por qué? Pues porque Buero era realmente antimaterialista; un socialista muy auténtico. Entonces tuve que pensar mucho. ¿Qué podía hacerle gracia? Quería que se riera, porque en esos años, se reía ya tan poco... Ya le había sorprendido con varias bufonadas, como por ejemplo ponerme una nariz postiza de payaso. Por fin se me ocurrió la solución: ¡una bata nueva! Además, le hacía falta. Cuántos años podía tener ya la tan conocida? Aunque mi idea estaba bien, en Estados Unidos, no sería nada fácil encontrar una bata gris sin otros colores o detalles frívolos. La gracia era regalarle una bata parecida a la que tenía; además Buero era tan fiel a sus gustos como a sus amigos. Después de mucho buscar, encontré un modelo con sólo una tira en azul marino -tono serio- en la manga. Compré la bata.

Poco después, llevé un grupo de alumnos graduados a ver teatro en Madrid. Nada más llegar a España, fui a casa de Buero y lo encontré, claro, en la vieja bata gris. Con cierta fanfarronería le entregué el regalo envuelto de modo rimbombante en papel de tonos chillones. Antes de permitir que lo abriese, sin embargo, le desafié al juego de las adivinanzas: ¿Qué hay dentro del paquete misterioso? Qué poca imaginación tenía el gran dramaturgo de repente; a cada respuesta equivocada, le regañaba con: «¡frío, frío!». Por fin, y viendo por su expresión que Victorita se daba perfecta cuenta de lo que le había traído, di a su marido un suspenso en el juego y permiso para abrir el paquete. Yo observaba con intenso interés su lucha con la cinta, el papel y la caja. Cuando por fin sacó el contenido, éste hizo el efecto esperado: Buero se rió.

Mis alumnos en Madrid habían hecho en Cincinnati el seminario sobre el teatro de Buero. Como me habían oído hablar de la vieja bata gris, al marcharme aquel día, dije a Buero medio en broma, pero intentando plantar la idea, que él tendría que llevarla cuando viniesen a conocerle. Otra vez la mirada severa. «No; no me pondré la vieja bata gris», me dijo de modo exageradamente teatral, ojos en blanco. Después de la pausa dramática, y dándole al asunto un giro maravilloso completamente inesperado, añadió con una sonrisa juguetona, «¡Me pondré la nueva!».

Los alumnos llegaron a su casa unos días después, nerviosos y llenos de temor reverencial, un poco como yo aquella primera vez hace ya tantos años. Yo quería que viesen a «mi» Buero, y   —117→   sabía que, quizá por timidez, él podía dar la impresión de frío o distante3Con ese temor y con un deseo de expresar agradecimiento, llevamos una generosa ración de percebes y una botella de buen vino tinto. Pero no había nada que temer: Buero nos recibió con su flamante bata gris, todo sonriente y espléndido. Pareció realmente a gusto con el detalle del aperitivo, y durante los 90 minutos que pasamos con él, Buero era la persona que yo conocía: abierto, ingenioso y lleno de un suave buen humor. Al despedirse de nosotros en la puerta, los alumnos le daban las gracias por la visita. Buero dijo que lo había pasado muy bien con nosotros, y después de una pausa, echó una mirada hambrienta hacia el plato en que antes había percebes, y añadió: «¿Estáis ocupados mañana a la misma hora?». Huelga decir que los alumnos salieron encantados. Por mi parte, salí con un sentimiento de ternura imposible de expresar, viendo que mis alumnos, algo conocedores y muy admiradores de su teatro, ya querían también al hombre. Aquel día, Buero nos hizo un regalo impagable que todos llevaremos dentro para siempre.

En toda relación auténtica, hay no sólo experiencias divertidas y risas sino también momentos dolorosos y lágrimas. Esta anécdota tiene un poco de todo e ilustra otra vez la bondad de Buero. Tuve, hace siete años o así, un incidente desagradable y estúpido en el metro. Nada más llegar a casa, llamé a Victorita para desahogarme del «cabreo». Como ella no estaba, me desahogué con el marido. No esperaba en absoluto su reacción: enseguida iba a acompañarme al metro para resolver el asunto. El que Buero estuviese dispuesto a vestirse e ir a un sitio tan deprimente para apoyarme en algo sin verdadera importancia lo dice todo. Me conmovió tanto su inesperado gesto que de repente -y sorprendiéndonos a los dos- me eché a llorar. Él, pensando equivocadamente que lloraba por el incidente de marras, aumentó tanto las ofertas de ayuda como las palabras de consuelo, lo que provocó otra ola de lágrimas que imposibilitaba cualquier explicación. Ante lo absurdo del equívoco, yo ya no sabía si lloraba por la dulzura de Buero o si lloraba de la risa de no poder aclarar el verdadero motivo   —118→   del llanto. Sólo pude explicarme cuando Victoria, al volver a casa, me llamó para enterarse de qué diablos había pasado en el dichoso metro. Unos días más tarde, en el salón familiar, Victorita, Carlos y yo reímos juntos -y creo que Antonio esbozó una sonrisa- recordando la escena disparatada del llanto, sobre todo recordando que yo no había vertido una sola lágrima en un incidente desagradable y estúpido con la nefasta brigada político-social de Franco que sí tenía importancia.

Yo soy sólo una de muchas personas -hombres y mujeres- que han querido a este Quijote moderno que vivía su compromiso social. No dudaba en firmar protestas a favor de personas maltratadas durante la dictadura, aunque tales actos le perjudicasen. Exactamente como favorecía a los débiles, recibía en su casa desinteresadamente a profesores, alumnos y escritores jóvenes. Hace unos meses, un beneficiario de la bondad de Buero me recordó su caso, seguramente representativo.

Este catedrático actual estudió en nuestro programa de Madrid hace 20 años, y en varias ocasiones me habló de unos arquetipos bíblicos que creía ver en el teatro de Buero. Un día sugerí, ante su asombro y entusiasmo, que hablase con el mismo autor. Poco después, tuvo una experiencia que marcó el rumbo del resto de su vida. Me recordó que al hablar con Buero en su casa no le cabía en la cabeza que realmente estaba ante el dramaturgo internacional y «mito» español (término suyo) que tanto admiraba. Enseguida decidió escribir su tesis doctoral sobre el tema tratado; además añadió este hombre -siendo ya profundamente religioso y moral- que Buero le había inspirado para ser una persona mejor.

Buero no sólo era asequible, sino que contestaba puntualmente de su puño y letra las cartas que muchos hispanistas le escribíamos. En ese sentido, estamos también en deuda con Victoria, cuya tolerancia y generosidad con el tiempo de su marido eran tan admirables como lo era su deleite en el cariño de los demás por él. Con una seguridad merecida, nos ha dejado hablar a solas con Buero durante horas sin interrumpir ni poner mala cara. A menudo, como en broma, le aseguraba con inocencia exagerada que mi amor por él era platónico. Y lo era, pero no me di cuenta de la complejidad de ese sentimiento hasta el otoño de 1997. Leyendo la prensa madrileña en casa por internet, vi con horror este titular: «Buero Vallejo hospitalizado por hemorragia digestiva».   —119→   Llamé enseguida, pero todos estaban en el hospital. Después de un par de horas de angustia insoportable, me tranquilizan con la noticia que Buero parecía ya fuera de peligro. Hubo más lágrimas, pero esta vez de alivio, porque había esperanza de volverle a ver, articularle mi agradecimiento y decirle cosas que yo misma no había tenido en cuenta.

Aunque Buero sí salió de esa crisis, nunca se recuperó del todo. Su precaria salud, el paso del tiempo, las decepciones y, de modo especial, la muerte de su hijo, Enrique, a los 24 años, dejaron huellas en su cara y en su espíritu. El rostro que yo conocí, cuando Buero tenía 48 años, era maduro y sofisticado, con un toque candoroso absolutamente atrayente que, más tarde, se volvió escéptico. Cuando los achaques le dejaron sin fuerzas y sin voz, cambiaron muchas cosas, incluida mi manera de ser con él. En nuestras conversaciones, a menudo le había llevado la contraria precisamente para escuchar sus apasionados razonamientos. Su coloquio sobre teatro, arte, socialismo, parapsicología, el fluir del tiempo, los misterios del cosmos y otros temas filosóficos constituía un banquete de ideas que yo ingería con deleite. Si entonces predominó el factor intelectual, después pesaba más el afectivo: yo no perdía oportunidad de comunicarle que ocupaba un lugar fundamental en mi vida, y no sólo la profesional.

Hablé de esta metamorfosis en mi comportamiento a Ana Diosdado, y ella me comentó: «Le gustará ese cambio». Reflexioné un momento y me di cuenta de que no lo sabía; yo simplemente quería -o necesitaba- expresarme así. Más tarde, conté a Buero lo que había dicho Ana, y le pregunté qué le parecían estas no acostumbradas palabras y gestos de cariño. Mientras esperaba su respuesta, apenas respiraba, porque Buero era capaz de ser brutalmente franco; quizá me diría que le molestaban; o podría expresar indiferencia con una mueca y «bah...». Por fin, me miró de esa manera suya tan directa, y me contestó muy simplemente: «Me gustan».

Pero supongo que antes le transmitiría mis sentimientos de modo oblicuo, retorcido y académico dedicando tantos estudios a su teatro. Justo la semana pasada, encontré (¿por casualidad?) en el ordenador una de las pocas cartas que no le escribí a mano (como decía Buero, nos castigábamos mutuamente con nuestra letra difícil). En esta carta, le felicité por su cumpleaños y le agradecí los muchos regalos simbólicos que, sin ser mi cumpleaños,   —120→   me había hecho, todos infinitamente superiores a cualquier objeto material. Entonces le señalé algunas cualidades suyas especialmente admiradas. Cito sólo un trozo: «Te has atrevido a enfrentarte con las furias de la vida y de tu propia vida, y cuando te ha herido la visión, no has cerrado los ojos... Eres un héroe mucho más importante que los teatrales, porque tienes el valor de examinar la existencia, viviendo en carne propia la búsqueda frustrante de la verdad, sabiendo de antemano que [en esta vida] no la vas a encontrar».

Unos meses después de escribir yo esas líneas, Buero enfermó y emprendió el camino difícil. Sin embargo, ese tiempo penoso tenía su razón de ser: permitió que el académico acabase, y con un equilibrio impresionante, el texto de su vida. En el terreno profesional, presenció en 1998 la magnífica reposición de La Fundación dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente en el María Guerrero. Le ilusionó no sólo la calidad del montaje, sino volver a estrenar en un teatro nacional, ya que le daba la sensación (y le cito) «de no estar tan muerto como algunos piensan». Allí recibía masivas y fortalecedoras infusiones de amor al ver, cuando salía a saludar con el reparto los sábados, que toda la sala, se ponía de pie, aplaudiendo calurosamente con gritos de «¡Bravo, Buero!». En 1999, presenció el añorado estreno de su última obra, Misión al pueblo desierto. Sugiriendo la existencia de una inteligencia organizadora, este estreno tuvo lugar en el mismo teatro -el Español-, que le había lanzado a la fama cincuenta años antes con su primera obra, la que, a su vez, había impulsado la renovación del teatro español.

En su etapa final, Buero recordaría con nostalgia, como otras personas, diversos hedonismos suyos, como la morcilla, el chorizo, los sesos rebozados, los bizcochos borrachos, etc. Sospecho, sin embargo, que su mayor placer, aparte de estar tranquilamente en casa con Victoria, era fumar, actividad que, por su enfisema, tenía que practicar casi a escondidas. En una ocasión, y solo en casa, Buero abrió la puerta a un periodista cuya visita no se había apuntado. Más tarde, éste escribía que Buero, quien le había recibido en una bata que delataba quemaduras de colillas, había aceptado encantado todos los cigarrillos ofrecidos y que no apagaba ninguno hasta llegar al mismo filtro4.

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En este período, ya muy consciente yo de la fragilidad de su vida, mi primer acto al llegar a España era ir a casa de Buero. Saboreaba mi tiempo con él y sabía que cada despedida podía ser la definitiva. La que resultó serlo -fue en marzo de este año 2000- representa un recuerdo agridulce. Ya que Buero no quiso salir de casa, ni siquiera para ir con la familia a aquella taberna donde nos servían delicias de su pueblo (Guadalajara), le pregunté si podía satisfacerle algún capricho. Buero lo pensó un minuto y luego susurró con la poca voz que le quedaba que quería fumar. Habiendo previsto (o por lo menos, esperado) esta respuesta, saqué del bolso, como por arte de magia, un paquete de cigarrillos de su marca preferida. Se le iluminaron los ojos cuando le coloqué uno en la boca y se lo encendí. Continuando el juego, yo, la típica norteamericana arrogantemente antitabaco, saqué otro, lo encendí con alarde y, ante su asombro, me lo fumé con él. Durante esos minutos, parecía estar realmente a gusto. Victorita inmortalizó la escena en mi última foto con él. Me encanta su expresión, que para mí decía «¡¡¿Fumando tú?!!». Pero quizá tenga razón una amiga norteamericana que lee la mirada de otra forma: «¿Pero estás echando a perder ese pitillo, loca? ¡Yo podía haberlo aprovechado luego!».

Un mes después de ese cigarrillo, el 23 de abril, unas sincronicidades parecían indicar otra vez un orden cósmico incluso humanizado. Haciendo un esfuerzo titánico y en silla de ruedas, Buero fue al María Guerrero, teatro de tantos encuentros, éxitos y recuerdos importantes. Allí se había iniciado la relación determinante de dos vidas al hacer Victoria el papel de Daniela en Hoy es fiesta (1956), interpretación que le mereció el Premio Nacional. En ésta, su última salida en vida, Buero vería a su mujer triunfar en La visita de la vieja dama (de Dürrenmatt), obra en la que (otra curiosa coincidencia) tuvo un papel principal la actriz que había hecho el papel de Elvira en el estreno de Historia de una escalera (1949)5 . Aquella noche, Buero saludó y se despidió de mucha gente. Era como atar cabos sueltos, porque justo seis días más   —122→   tarde, un 29 (como el día en que nació), volvió al María Guerrero con Victoria, pero con los papeles cambiados: ella le acompañó a él cuando más de seis mil admiradores le dieron la ovación -muda, ésta- desfilando respetuosamente por su capilla ardiente. Ahora, desde la otra orilla luminosa, Buero ha completado otro círculo, el último de todos, al alcanzar la visión definitiva. Al cerrar los ojos a la ardiente oscuridad de la vida, los abrió de otra manera y en otra dimensión, ya sin límites de ningún tipo. Ya ve y comprende perfectamente esas veladas verdades tan asiduamente buscadas a lo largo de su existencia.

Por supuesto que me entristece pensar que ya no gozaré de la incomparable compañía de Buero; y que tampoco veré directamente su honradez, su generosidad y su sentido del humor. Pero numerosas e imborrables imágenes forman una hermosa estela que acompaña, guía, alecciona y da una extraña alegría. A menudo visualizo a Buero en esa habitación al final del pasillo, donde nos conocimos y donde nos despedimos. Le veo sentado en el sofá, envuelto en una entrañable bata, fumando en pipa y a punto de iniciar un brillante comentario. Lo seguiré viendo y escuchando, porque el corazón no entiende de distancias ni de olvido, y no deja nunca de querer.





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