Se consolida el hogar pequeñoburgués, surge la clase media revolucionaria. En ese ámbito los ornamentos operan de manera sistemática para unificar el pequeño mundo que allí habita, unos cuantos objetos-símbolo, unos cuantos gestos, un tipo de mirada. Y en síntesis, una artificialidad total. Ya empieza el ready made.
Se huye de la naturaleza: sus elementos se han deslindado y aparecen mutilados y estratificados: existe lo necesario no para vivir sino para enaltecer un tipo de vida, totalmente suspendida en el vacío del estereotipo y en la percepción almibarada de la plenitud. No hay necesidades, la vida es una fiesta: los trajes lo denotan.
En el universo perfectamente delimitado de la carta postal se leen entonces mensajes definidos. Una carta postal con novia enfundada delicadamente en un velo deja trasparentar su pureza y su dedicación; ya tiene su enamorado y su clave es sencilla y fija, semejante a la que vemos en las letras redondas y caligrafiadas (o hasta mecanografiadas) en los manuales de correspondencias. Sólo que en estas postales las correspondencias son escasas y tan limitadas como el estrecho margen del rectángulo con que se encuadra la foto. Y las variantes son muy pocas: son actitudes designadas, gestualización pura o alfabetos simplísimos de comportamientos amorosos.
Evocan, como ya he dicho, una ligereza, nunca una profundidad, apenas si tienen perspectiva y su espesor es el de un pétalo de rosa. Así, el mundo amoroso no se desparrama, no se difumina, apenas se contiene. Y se contiene porque en el interior de la postal se ha colocado, en fotografía, el sentimiento exacto, aquel que nunca puede rebasar sus límites. Es el justo medio que la decencia permite.
Y no puede rebasar sus límites porque el sentimiento amoroso retratado en las lánguidas postales de los años veinte ya no existe o si existe se integra de inmediato a la cursilería evidente de la sensibilidad del tiempo en que se hicieron los retratos. Digo que ese sentimiento no existe porque está perfectamente echado, caracterizado por ciertas poses limítrofes, totalmente posadas, y, ¡valga la expresión!, para que el azar no intervenga en nada y permita que haya un control estricto del mensaje que ha de ser masivo, uniformante dentro de esa clase, regulando el sentimiento y el concepto de amor y de familia, porque eso sí es absoluto, este amor sólo puede desembocar en la familia.
La moda se imbrica en la moral. La moda y la moral presuponen de inmediato la existencia precisa de una cotidianeidad y los reglamentos característicos que conforman y moldean el sentimiento. Aquí sólo se puede amar de una manera: se ama con elegancia, con dignidad, con decencia. Y por ello el novio va vestido de frac y la novia lleva los velos con pudibunda sonrisa. Ambos llevan los labios pintados y él una flor en el ojal, y esa flores, naturalmente, un fragmento del azahar que corona con precisión renacentista la frente de la novia. Y el sentimiento amoroso se encarta desde Italia, viene envasado de origen, es importado y suele venderse cotidianamente en los mercados de la capital, en los de Oaxaca, en los de Querétaro, por ejemplo, donde todavía hace muy poco tiempo era posible encontrar esas postales.
¡Extraña fatalidad! ¿Pero es así? ¿Es verdaderamente una fatalidad? ¿No significa algo dentro del contexto en donde pulularon esas cartas postales?