Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

El profeminismo en los cuentos de Picón

Ángeles Ezama Gil





Hablar de «profenimismo» al referirse a la narrativa de Jacinto Octavio Picón se ha convertido en un lugar común entre los críticos que se han acercado a la obra del escritor madrileño, desde que Gonzalo Sobejano utilizara el término en la introducción a la edición de la novela Dulce y sabrosa1. Este «profenimismo», precisa Sobejano, se distingue del feminismo porque el autor no propone un programa social de igualación de los derechos de la mujer y el hombre en todos los terrenos, sino sólo algunas reformas en la educación y la vida moral que le permitan a la mujer gozar de una mayor libertad.

Tal propuesta, pese a lo limitado de su alcance, resulta novedad en el panorama general de la literatura española de la Restauración, y habría que relacionarla con el incipiente feminismo finisecular, que no constituye aún un movimiento organizado, sino una suma de esfuerzos aislados, entre los que destacan los de escritores como Adolfo Posada, Armando Palacio Valdés, J. Francos Rodríguez o Felipe Trigo, y escritoras como Sofía Tartilán, E. Pardo Bazán, Concepción Gimeno de Flaquer y Concepción Arenal2. El naciente feminismo decimonónico se manifiesta en las iniciativas para la reforma de la educación femenina propiciadas por los krausistas3, en la lucha por el derecho al trabajo y la mejora de las condiciones laborales4, en la propuesta de liberación sexual de la mujer5 e incluso en los intentos de reforma de una legislación manifiestamente discriminatoria. No obstante, el cambio legislativo necesario para modificar de raíz la situación de la mujer no se opera hasta entrado el siglo XX, gracias al compromiso de mujeres como Margarita Nelken, María de Maeztu, María Lejárraga, Clara Campoamor o Carmen de Burgos, que alientan la creación de asociaciones, la edición de revistas y libros, y la realización de congresos para canalizar las propuestas de reforma6.

Las opiniones de Jacinto Octavio Picón sobre la mujer no se expresan en forma de reflexiones teóricas en artículos o ensayos, sino que han de entresacarse de sus novelas y cuentos. A este respecto, y para comenzar, habría que señalar el papel protagonista que la mujer ocupa en la narrativa piconiana, ya analizado para el caso de la novela por Gonzalo Sobejano, Hazel Gold7 y Noël M. Valis8. En los cuentos la mujer constituye habitualmente el resorte de la acción9, y suele ocupar una posición dominante con respecto al hombre, en situaciones como el acoso sexual («Los grillos de oro»), la seducción («La gran conquista»), la burla («El horno ajeno»), o el triángulo amoroso («El agua turbia»). De este modo, el amor, tema primordial de la narrativa piconiana10, suele presentarse desde un punto de vista exclusivamente femenino, porque, estima Hazel Gold11, es un medio a través del cual la mujer puede alcanzar «la máxima realización de sí misma como persona».

La procedencia social de esta mujer es diversa, aunque Picón manifiesta una clara preferencia por la de la alta burguesía, en la que encarna sus ideas profeministas. Este nuevo prototipo femenino se distingue del que nos ofrece la literatura decimonónica tanto en su aspecto físico, como en su definición social y en su caracterización moral.

En el aspecto físico la mujer piconiana responde al modelo femenino que transmiten la literatura 'sicalíptica' (con Zamacois y Felipe Trigo12 a la cabeza), algunas revistas ilustradas (La Vida Galante13, Sicalíptico, París alegre), espectáculos teatrales musicales (género chico, 'varietés'14) y las revistas femeninas de modas15. Además, en la descripción de esta mujer hay que sumar el gusto por la pintura, connatural al conocido crítico de arte que fue Picón16 (Apuntes para la historia de la caricatura, Vida y obras de D. Diego Velázquez, Discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando sobre «El desnudo en el Arte», crónicas de las Exposiciones de Bellas Artes); este gusto le lleva a elegir modelos clásicos, tanto pictóricos como escultóricos, para construir a sus personajes (Goya, Tiziano, Rafael, Alma-Tadema, Albert J. Moore).

El prototipo femenino más característico de la narrativa piconiana es el de la mujer de la burguesía acomodada, casi siempre independiente, hermosa y marcadamente sensual, de movimientos y ademanes atractivos, y que dispone, además, del dinero necesario para realzar sus encantos naturales, mediante diversos complementos (ropa interior, vestidos, zapatos, perfume).

El aspecto físico de este prototipo femenino, descrito de arriba a abajo, es el de la mujer joven, de tez clara, ojos negros o azules, cabello rubio o rojizo, labios rojos, seno abundante, talle esbelto y pies pequeños, v. gr., Luisa en «La novela de una noche» (1899):

Era rubia, la tez blanca, las facciones delicadas, los labios finos y algo pálidos, los ojos grandes y azules; el pelo, tirando a rojo caliente, entremezclado de hebras de oro, parecía pintado y ondulado con habilidad suma. Lo verdaderamente hermoso era el cuerpo; se conocía que no lo llevaba oprimido por el corsé; el pecho, firme y sobriamente modelado, debía de ser precioso y al andar, por el sitio en que bajo la falda se marcaba la rodilla, indicaba a cada paso la proporción admirable de sus piernas.



Claro está que la envoltura carnal aumenta sus atractivos si se acompaña de movimientos y ademanes seductores; los que más se repiten, por su indudable eficacia erótica, son el movimiento de los ojos, la acción de soltarse el cabello, y la de mordisquearse los labios; ojos y labios hablan por Sacramento en el cuento que lleva por título su nombre (1895):

Cuando pretendía agradar, cuando ponía empeño en seducir, aquellos ojos claros, parados, se animaban súbitamente, trocándose de inocentes en maliciosos, y aquellos labios blanquecinos que ligeramente se mordiscaba con un movimiento imperceptible, tomaban color de cereza soleada.



Y el cabello, avalado por la tradición literaria, posee idéntica función erótica, v. gr., la melena de Magdalena en «La hoja de parra» (1893) evoca la de «las venecianas a quienes retrató Tiziano».

Por último, el vestido complementa este conjunto de atractivos y lo incrementa desde el punto de vista erótico17. En las mujeres piconianas destaca por su sencillez y elegancia, y por su doble función de ocultar el cuerpo y sugerirlo. Ropas ajustadas, tejidos transparentes, escotes18, ropa interior, calzado y sombrero, son elementos primordiales en el aderezo femenino y poderosos medios de seducción; los complementos sobran: tal vez algún perfume, nunca joyas. Del atuendo externo, incitante, nos ofrecen una buena muestra las fieles que acuden al templo en «El olvidado»:

Las ropas les cubrían el cuerpo, pero ciñéndolo, plegándose amorosamente, ondulando hasta modelar la forma como lienzos húmedos; dejando las bellezas a un tiempo tapadas y desnudas, vestidas y deshonestas, convirtiendo el paño que oculta en gasa que revela y la gracia que atrae en sensualidad que enerva.



En cuanto a la ropa interior, suele caracterizarse por el refinamiento y el lujo; así, Pepita en «Confesiones» (1892) revela que viste «ropa interior finísima según mi costumbre, porque nadie sabe lo que puede ocurrir», pero, paradójicamente, será un lujoso corsé «de raso azul celeste con lachos de color caña» el que determine su ruptura amorosa con Manolo, al descubrir éste que Pepita le ha mentido sobre su posición social.

La media y el calzado completan por debajo el atuendo femenino, aprovechando su potencial erótico, al convertirse el pie, en el fin de siglo, en una nueva zona erógena19, v. gr., «Eva»:

los pies pequeños, altos por el torso y calzados con zapatitos bajos, dejando ver a cada paso algo de las medias pálidamente azules.



La figura femenina culmina, en su parte superior, con el sombrero, que crece en altura y complejidad en los años finales del siglo20, y sirve también a la seducción, envolviendo a la mujer en un cierto halo de misterio, v. gr., en «La dama de las tormentas» (1990):

finalmente, tenía puesto un caprichoso y gran sombrero de paja con largas cintas, que, envolviéndose el rostro en misteriosa penumbra, realzaba el brillo de sus ojos.



No podemos abandonar este recorrido por la fisiología de la mujer piconiana sin referirnos al controvertido tema del desnudo, sobre el cual el propio Picón reflexiona en su discurso de ingreso en la Academia de San Fernando21. El desnudo, tema frecuente en las Exposiciones de pintura, era representado habitualmente con arreglo a modelos clásicos, evitando la reproducción realista, para eludir la censura22. En la narrativa piconiana el desnudo oscila entre estos dos extremos: en «Rivales» Ester se describe de acuerdo con el canon de belleza clásico, en tanto que Clara, en «Confesiones», manifiesta su preocupación por la representación realista del desnudo fotográfico; el contraste entre las dos estéticas, clasicista y realista, se pone de manifiesto en un relato de Picón publicado en 1990 con el genérico título de «Cuentos»23:

1. Juan pintó a Luisa completa y esplendorosamente desnuda, sin paño, tul ni rama que so pretexto manchase sus admirables carnes o cortara las divinas líneas de su gentil contorno; pero casta, noble, severa; colocada de suerte, en tal postura y con tan admirable expresión de honesta placidez, que sólo podía despertar ideas de adoración y gratitud hacia quien creó tal prodigio de belleza. En la admiración que causaba había algo de plegaria.

2. La pintó en la estufa, rodeada de plantas tropicales, tendida en una hamaca, tan arteramente vestida, que parecía desnuda, enseñando hasta media pierna, las medias negras, entreabierto el escote, la sonrisa provocativa, la boca húmeda, el cuerpo laxo, los brazos caídos, y la mirada sensual; todo ella poseída de impureza, figura lasciva, imagen torpe que rodeada de riqueza era sucia, y sin mostrar la carne era viciosa.



En el aspecto social, la mujer piconiana se aparta de la imagen tradicional que transmite la literatura decimonónica, y se acomoda mejor a la progresista que se perfila en escritores como E. Pardo Bazán24 o Felipe Trigo25. La mujer burguesa de los cuentos piconianos rechaza la discriminación de que es objeto en el ámbito educativo, matrimonial y legal, así como la aceptación de los convencionalismos sociales, y apuesta por la libertad de pensamiento y de acción, v. gr., Soledad en «Desencanto»:

piensa como ninguna mujer; lo dice con una libertad que pasma, y con frecuencia, aunque es muy lista y muy buena, hace lo que no se atreve a hacer ninguna.



Tal libertad suele condenar a la mujer a la soltería (como les ocurre a Soledad en «Desencanto» o a Manolita en «La prudente»), porque el rechazo del orden establecido que implica su actitud difícilmente puede ser asumido por el hombre. En otros casos, la libertad de pensamiento femenina conduce a la separación matrimonial, pese a que no existe la posibilidad de alcanzar un divorcio legal26, v. gr., en «Divorcio moral» (1899):

No podemos divorciarnos: lo sé, me han leído el Código; pero yo me separo de él porque siento que el contacto de este hombre me mancharía, como envilecen al marido honrado los besos de la esposa traidora y consentida. Yo creo, don Luis, que ni el honor ni la conciencia tienen sexo. Me ha deshonrado con su delito como yo hubiera podido deshonrarle con mi infidelidad. Seré legalmente suya, llevaré su nombre, y lo que es más doloroso, lo llevará mi hijo; pero no volveré a estrecharle entre mis brazos ni comeré su pan. Quien me comprenda que me juzgue.



La libertad de la mujer alcanza también a la expresión del instinto sexual, como apunta Noël M. Valis refiriéndose a las novelas (en particular, Dulce y sabrosa27); es el caso de cuentos como «Todos dichosos» y «Los grillos de oro»28:

Los primeros meses de casados fueron un suplicio continuo. Enriqueta, que tenía treinta años cumplidos y llevaría diez o doce pensando en el matrimonio, no halló modo mejor de poetizar la situación que hostigarme con la ofrenda continua de su amor. Nos levantábamos tarde; después de almorzar leíamos un rato, cada cual en su butaca... menos cuando se me echaba encima como niña juguetona; salíamos a visitas, donde me llevaba para enseñarme a sus amigas, y en seguida de comer al teatro; allí siempre le daba sueño; nunca vimos el último acto de una ópera; pero en entrando en casa, ¿qué digo en casa?, en cerrando la portezuela del coche, no pensaba en dormir.



A las propuestas hay que sumar las denuncias concernientes al tratamiento y consideración social de la mujer, que se resumen en el cuento titulado «La prudente» (1892) y en su segunda versión, «Genoveva» (1898); aquí se critican la superficialidad en las relaciones de noviazgo, el pobre papel que se le asigna a la mujer en el gran mundo y las deficiencias de la educación femenina:

Me han educado en un colegio; o mejor dicho, mis padres me metieron en un colegio, imaginando que allí me educarían. De allí salí sin otras habilidades que leer medianamente y escribir con bonita letra y mala ortografía, coser menos que medianamente y nada más. Lo que sé lo he aprendido luego, sola, merced a la afición que tengo a la lectura.



En la consideración moral de la mujer es, tal vez, donde Picón se muestra más novedoso. A este respecto hay que señalar que el escritor madrileño es principalmente un moralista, y lo es en tres sentidos: por el estudio moral, íntimo, del personaje, por la defensa de una moral católica, y por la tendencia al aleccionamiento. El estudio moral sitúa a Picón en la tradición moralista que, iniciada en Teofrasto, llega hasta La Bruyère, y se encuentra representada en el XIX en disciplinas como la frenología y la sociología criminal. La defensa de la moral católica, que se traduce en el ensalzamiento de la virtud y la condena del vicio y en la propuesta de una religiosidad auténtica, no excluye una concepción progresista de las relaciones humanas en la que priven actitudes y relaciones 'ilegítimas' cuando las legítimas no son posibles.

Por último, la tendencia al aleccionamiento es característica del cuento decimonónico e inseparable del desenlace de los relatos piconianos, cf. el prólogo a Cuentos de mi tiempo29:

Para instruirnos es la ciencia; para mejorarnos la moral; para deleitarnos el arte, donde hallan las fuerzas fatigadas alivio y el espíritu ennoblecido recompensa. Si la obra artística ilustra el entendimiento y depura la conciencia, tanto mejor; pero su misión es ser bella, y lo mismo puede realizarla inspirándose en la fe, descorazonada por la incredulidad, o herida por la duda. Tal creo, y sin embargo quise poner en estas humildes páginas algo que levantase el ánimo, y moviera la conciencia contra injusticias y errores de que el arte puede ser, si no remedio, espejo, si no enseñanza, aviso.



Para aleccionar, el narrador prefiere recurrir a una moralización implícita, que se deduzca de los hechos presentados y no se formule directamente, como muy bien apuntaba H. Peseux-Richard en 191430; de ahí que la participación del lector resulte fundamental en la constitución de sentido del relato.

La caracterización moral de la mujer piconiana la aleja del prototipo femenino frecuentado por la literatura de la Restauración. Así, en tanto que la preocupación primordial de éste reside en el desarrollo y preservación de la 'virtud'31, la mujer piconiana tiene un concepto más elevado de la moral, y se presenta como superior al hombre, tanto en la concepción del amor como en la estimación propia32.

Por lo que se refiere al amor, ya hemos señalado que es el tema capital de la narrativa piconiana, un amor que, apunta Sobejano33 implica la satisfacción de los cuerpos y la coincidencia de las almas, v. gr., en «Amores románticos» (1893):

Felisa, menos trágica, más moderna, y sobre todo más femenina, se limitó a procurar saber si Manuel amaba y deseaba en ella algo superior a la envoltura carnal. Luego de sentirse amada en espíritu, toda hermosura le parecía poca para que él la gozase.



El amor es patrimonio de la mujer, que lo dispensa a todos los hombres sin tener en cuenta su posición social, como hace Pepita en «Confesiones» (1892). En la relación amorosa las mujeres piconianas defienden la autenticidad, y, consiguientemente, rechazan las convenciones sociales al uso, como hace Doña Luisa en «Filosofía» (1893):

no envilezcamos el amor, que es don del cielo, ni comprándolo en el mercado, ni arrebatándoselo al prójimo, ni celebremos la unión santificada hasta que cada cual esté seguro de hallar su media naranja. Dos seres libres que se aman pueden ser pecadores, pero son dos... y acaso felices; en el amor robado los desdichados son, por lo menos, tres o cuarto... eso si no hay hijos de por medio.



Esta mujer exige también del hombre que esté dotado de elevadas cualidades morales; por ello, la soltería es preferible a una elección desdichada, cf. «Desencanto» (1906):

Mientras no me salga al paso un hombre a quien yo crea digno de mi cariño y no me persuada de que realmente le amo... soltera me quedaré.



Para la mujer casada desdichada la separación («Divorcio moral») y el amor libre («Doña Georgia» -1892-, «La última confesión» -1901)34 son las únicas opciones en una sociedad que no admite el divorcio. Por último, el ménage à trois, tácitamente aceptado por todas las partes, es la única salida a una situación de triángulo amoroso insoluble («Rivales»: Beatriz, Ester, Juan).

Por otra parte, la estimación propia de la mujer la convierte también en un individuo moralmente superior, v. gr., «Genoveva» (1898):

lo realmente notable, en Genoveva, era una idea tan alta y noble de la propia dignidad, que sin llegar a ser orgullo ni mucho menos vanidad, el respeto que a sí misma se profesaba, parecía fundamento de todas sus condiciones morales.



o Soledad en «Desencanto»:

Lo que principalmente sentía era cierta molestia, casi un poco de humillación al observar que una mujer era capaz de más valor de conciencia y espíritu de justicia que él para considerar las cosas de la vida.



Los ejemplos de grandeza moral femenina se multiplican en la narrativa piconiana: Rosa, en «Divorcio moral», decide separarse de su marido al saber que su fortuna ha sido obtenida por medios ilícitos; Julia, en «El retrato» (1890), reconoce la inferioridad moral de su marido, incapaz de manifestar gratitud para con el hombre que les ha hecho ricos; Luisa, en «Caso de conciencia» (1892), se coloca por encima de su devota hermana Teresa al admitir como hermana a una hija ilegítima de su padre, que Teresa es incapaz de aceptar; Rosa, en «Rosa la del Río» (1900), manifiesta su superioridad sobre Mariana al impedir que ésta caiga en el adulterio; Adela, en «El pobre tío» (1897), es muy superior, moralmente, a sus dos hijas, frívolas y egoístas.

En fin, la actitud profeminista manifiesta en los cuentos de Jacinto Octavio Picón le sitúa en la avanzadilla de los pocos intelectuales que, en el fin de siglo, apuestan por una nueva definición de la mujer, sustancialmente distinta de la anterior en el aspecto físico y social, pero sobre todo en el moral.





 
Indice