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El uso americano en el Diccionario Histórico de la Lengua Española (Tomo I)

Ignacio Soldevila Durante





Desde sus comienzos es manifiesta y explícita la voluntad tesaurizante del diccionario emprendido en 1948 por el grupo de lingüistas y filólogos reunidos bajo la dirección de Julio Casares en el Seminario de lexicografía que dos años antes se había creado como organismo auxiliar de la Real Academia Española. Entre 1960 y 1972 fueron apareciendo los fascículos del primer tomo. En esta última fecha, tras el fallecimiento de Casares y el paso fugaz de Vicente García de Diego en la dirección del Diccionario, aparece el prólogo del primer tomo cuando la dirección del mismo está asumida por D. Rafael Lapesa, con un equipo encabezado por cuatro académicos redactores, un redactor especial y un censor. En el equipo de reactores y colaboradores se han sucedido en esos años cuarenta y dos redactores y colaboradores, de los que quedan diecinueve en ejercicio en ese año de 1972.

En el prólogo se especifica claramente esa voluntad tesaurizante:

«Nuestro diccionario pretende registrar el vocabulario de todas las épocas y ambientes, desde el señorial y culto hasta el plebeyo, desde el usado en toda la extensión del mundo hispánico hasta el exclusivo de una país o región, española o hispanoamericana, desde el más duradero hasta el de vida efímera [...] En cuanto a los límites espaciales, aspiramos a incluir todo el léxico del español hablado en España y América».


(1972: viii)                


El problema de las zonas de expansión del castellano lo resuelven decidiendo integrar en el diccionario los indigenismos de las lenguas autóctonas «cuando han pasado al español común», y adoptar «criterio más amplio» cuando los términos no han pasado de un uso regional.

En esas condiciones, nos ha parecido oportuno examinar el trabajo realizado dentro del diccionario para dar al uso americano de la lengua el lugar que por razones demográficas y diatópicas le corresponde dentro de tal proyecto. Entenderemos por uso americano, en sentido amplio, cualquier utilización del castellano por americanos hispanohablantes. Dentro de los usos vigentes en América, por descontado, cabe distinguir entre los que se encuentran igualmente en la península o se han encontrado en el pasado (los arcaísmos del español de América), y los que tienen su origen primero en América, sean o no tomados en préstamo a las lenguas indígenas, hayan o no atravesado el Atlántico en algún momento de su historia.

Dada la evolución histórica del español en América, hemos decidido limitar nuestro examen al léxico de los siglos XIX y XX, ya que durante el período colonial las distinciones entre el uso peninsular y el americano son más difíciles de delimitar, salvo para lo referente a los americanismos propiamente dichos. Nos parece que un examen del tratamiento dado al uso americano en estos dos últimos siglos es más significativo y se presta mucho menos a controversias. De cualquier modo, y debido al fenómeno histórico de la emancipación, las normas lingüísticas emanadas de la península pierden credibilidad y el uso regional se diversifica y afirma al no tener que adecuarse a unos parámetros que la metrópoli no puede imponer por la vía legislativa. Solo en la medida en que la Real Academia pudo mantener un cierto prestigio en determinados países y estratos sociales de las repúblicas americanas, éstas respetaron su tendencia normativista. Sin duda es en el dominio del léxico en el que menos se sintieron obligadas al respeto a la norma peninsular, ya que en el mismo se lograba una diferenciación nacionalista, no solo frente a la antigua metrópoli, sino frente a las demás repúblicas de las que, por razones de toda índole, sintieron la necesidad de distanciarse.

Según el censo de 1960, había en España cerca de 31 millones de habitantes, y según documentos de 1963, 221 millones en la América hispánica. Según las proyecciones estadísticas de la demografía, confirmadas por los censos más recientes, hemos de considerar para América ya duplicada la cifra anterior en este fin de la década de los ochenta. Salvo en tres países del cono sur, en los que el crecimiento demográfico es comparable al peninsular (1% anual), se prevé un lapso de 25 años para la próxima duplicación. Todo estudio lingüístico que aspira a dar una imagen fiel de la realidad del uso lingüístico español debe tener en cuenta la impresionante realidad demográfica. Evidentemente, los datos brutos de la demografía pueden ser ponderados antes de sacar conclusiones sobre la proporción equivalente de datos lingüísticos que en tales estudios hay que respetar. La primera ponderación consistirá en establecer las respectivas curvas del crecimiento demográfico peninsular y americano desde la independencia hasta hoy, para ajustar proporcionalmente la cantidad de datos documentales aportados a la nómina de acuerdo con la diferencia entre tales curvas. Si la proporción en torno a la década de los 60 sería de 1/14, tal proporción disminuiría en dirección a la fecha de 1820, y debería crecer de cara al futuro. La segunda ponderación se refiere a la relación entre las cifras brutas de la demografía y las del uso idiomático. En efecto, el castellano no es la única lengua de uso, tanto en la península como en el continente americano, por lo que las cifras deben ser reajustadas sustrayendo de ellas las de los unilingües de las otras lenguas del área. Por otra parte, cabe reflexionar sobre la cuestión del conocimiento insuficiente del castellano en los bilingües en situación normal o, como es el caso, de diglosia. Si, por una parte, se puede tener la tentación de excluir a los bilingües por su conocimiento insuficiente del castellano; por otra, la importancia de ese conocimiento a-normal de la lengua en la evolución de la misma no puede ser ignorado, ya que es uno de los fundamentos (nos parece) de la diferenciación del idioma. No nos referimos únicamente a la importancia de las lenguas indígenas en la evolución del castellano de América, sino también a las diferencias originadas ya en la misma península (fundamento, por ejemplo, de las teorías andalucistas o atlantistas sobre el español de América) y que en su expansión, dispersión geográfica y consiguiente diversificación, se ha tenido que ir amplificando... Igualmente nos referimos a las situaciones de bilingüismo nacidas de las grandes corrientes migratorias del XIX hacia América que están, sin duda y por ejemplo, en la base de las características de la variedad rioplatense. Dichas corrientes migratorias no aportan solo a América millones de italoparlantes, sino también bilingües gallegos, por ejemplo, con sus peculiaridades de uso del castellano. Otras ponderaciones son igualmente factibles e inevitables cuando se trata de documentación del uso lingüístico del pasado. En efecto, hasta hace un cuarto de siglo los recursos documentales eran exclusivamente de procedencia escrita. Por consiguiente, entra en juego la proporción de datos impresos o manuscritos disponibles de ambos lados del Atlántico para su recogida, despojo e incorporación al banco de datos. Otras ponderaciones, aunque posibles, nos llevan por caminos dudosos. Por ejemplo, si se intentan reajustes de la proporción en función de la importancia respectiva de los datos. Por ese camino entramos en cuestiones tan poco científicas como las de evaluar el peso que han tenido respectivamente las realizaciones lingüísticas del presidente de una república o un premio Nobel de literatura por un lado, y por otro, las de un oscuro oficinista o un obrero apenas capaz de expresarse por escrito. Pero la importancia respectiva que en la historia del español tienen, por ejemplo, los graffiti de Pompeya o las listas de malas palabras del gramático Probo, por una parte, y el epistolario de Cicerón, por otra, exigen de nosotros la más exquisita prudencia. Sea como fuere, tampoco la Real Academia, por lo que respecta muy particularmente a los datos del siglo pasado, podía ser más papista que el Papa, como veremos luego.

Que sepamos, la Real Academia no ha realizado hasta ahora un recuento de los datos disponibles en función de su procedencia, para hacer una evaluación de los mismos en esta perspectiva. No estando los datos del DHLE integrados en una memoria electrónica, y no habiéndose hecho tampoco el recuento manual de los mismos, los ocho millones de fichas que en 1970 constituían el acervo léxico del seminario no nos sirven como punto de partida, ya que ni sabemos cuántos datos pertenecen al período que nos interesa (ss. XVIII-XX) ni cómo se reparten en diatopía. En esas condiciones, nos queda otro procedimiento, sin duda menos preciso que el anterior, pero estadísticamente significativo. Se extraen de la nómina de aproximadamente 7200 títulos, que constituyen el catálogo de textos utilizados para el primer tomo, las obras redactadas en los siglos XIX y XX. La cifra obtenida es de aproximadamente 3600 títulos. Estos textos son sometidos a una clasificación según la zona de que tratan en el caso de ser obras lexicográficas (diccionarios, vocabularios, etc.) y según la nacionalidad del autor en los demás casos. De este modo se obtiene una cifra de textos que usan o se refieren al uso americano de una parte, y de otra al peninsular. En algunos casos los textos se contaban dos veces, una en América y otra en España (La gloria de Don Ramiro de E. Larreta, o Tirano Banderas del Valle-Inclán son dos ejemplos típicos) lo que equivalía a anular su valor estadístico. Hecha la selección, obtenemos los siguientes resultados:

Textos peninsulares:2401
Textos hispanoamericanos:844

La proporción, por consiguiente es de un texto hispanoamericano por cada tres peninsulares. El número de textos del catálogo refleja sin duda alguna la realidad de la biblioteca de la Real Academia. Si su seminario de lexicografía hubiera dispuesto de los fondos mínimos para su funcionamiento, podría haber recurrido a una explotación compensatoria de los fondos de la Biblioteca Nacional, o del Instituto de Cooperación Iberoamericana (antes Cultura Hispánica), como también podría haber acudido a las grandes bibliotecas de América, obteniendo microfilmes o fotocopias. No es, pues, por desconocimiento científico, sino simplemente, por incapacidad financiera, por los que la Academia, en su nómina de autores y textos, no refleja ajustadamente la realidad del uso. Otra cuestión es la de las responsabilidades frente a tal estado de cosas. Como antiguo redactor del DHLE (entre 1954 y 1956, y luego entre 1970 y 1972) sabemos muy bien en qué condiciones de precariedad, por lo que a financiación de la empresa se refiere, ha vivido el seminario de lexicografía, que no solo no tenía los fondos suficientes para mantener permanentemente un equipo de redactores experimentados, sino que se vio frenado en un intento de introducción del tratamiento de datos por ordenador. En efecto, en el período de 1970-72, don Rafael Lapesa encomendó a quien suscribe la tarea de hacer todos los preparativos técnicos necesarios para ello, incluyendo la preparación de un programa adecuado a las máquinas de la generación entonces disponible en el centro de cálculo de la Universidad Complutense. Nuestra Universidad Laval de Québec participó técnica y financieramente en nuestro trabajo, con la colaboración de nuestro colega Antonien Tremblay. Una vez terminados los trabajos y presentado el proyecto, la comisión de la Academia encargada de aprobar la dotación de fondos para su realización, votó en contra, y la utilización de los ordenadores, consiguientemente, no se llevó a cabo. La situación del seminario, en lo que a autonomía y dotación de fondos, seguía siendo la misma hasta recientemente. Esta situación afecta tanto a la estabilidad de la plantilla como al incremento de los datos en general.

Sería injusto atribuir la responsabilidad de este estado de cosas a la Real Academia Española, y mucho menos a su Seminario de lexicografía. El Estado español es el primer responsable de la situación precaria en que el seminario ha subsistido durante los cuarenta primeros años de su existencia. En segundo lugar, y en principio, el proyecto del DHLE había sido respaldado y asumido por el conjunto de las Academias de la Lengua de los distintos países de la comunidad hispánica, y éstas tenían y siguen teniendo la responsabilidad de suministrar al Seminario de lexicografía la información, la documentación y la experiencia pertinentes para que la obra del DHLE refleje la realidad americana. Desconocemos la historia exacta de las relaciones de la Academia española con sus hermanas americanas y de éstas con sus respectivos gobiernos para poner en práctica los principios de la pactada colaboración interacadémica. Pero lo cierto es que, prácticamente, apenas dos academias han cumplido, en parte, su misión: la colombiana y la argentina. En ningún caso debe asumir la Academia española la responsabilidad primera por los resultados desproporcionados que se nos ofrecen en el primer tomo del diccionario. Cabe, en cambio, afirmar que la Academia ha pecado de excesiva prudencia. En efecto, dadas las condiciones de trabajo en que el seminario iba confeccionando los fascículos del DHLE, y la persistente falta de soporte financiero y de cooperación interacadémica, la Academia, como corporación a la que se le atribuye la máxima competencia en el idioma, podría haber hecho más enérgicas presiones y, en cierto modo, amenazar con poner término o al menos suspender la publicación del DHLE hasta que las condiciones de producción correspondiesen a lo que de ella cabía esperar. ¿Hubieran tenido algún efecto tales gestos? En los años de la dictadura, es posible dudarlo. Pero desde 1976, en un régimen democrático sensible a la opinión y a la imagen pública de la clase política, no nos caben apenas dudas.

Podría argüirse que, a pesar de las condiciones precarias con que se han venido produciendo los fascículos, éstos dan una idea suficiente y no demasiado alejada de la realidad que se aspiraba a reflejar. Ello sería cierto si, en lugar de las aspiraciones totalizadoras iniciales del proyecto, tal como se manifiestan en el citado prefacio, se hubiera optado por objetivos más de acuerdo con los efectivos y los datos disponibles en los momentos en que se redactó. Por que si se afirmase que el DHLE aspiraba a reflejar fundamentalmente la norma lingüística culta peninsular, secundariamente la americana y en último término, la popular, nada tendríamos que objetar a los resultados obtenidos, salvo el hecho de no contar con un número ideal de datos comparable al de otras empresas organizadas con parecidos objetivos y respaldadas por una infraestructura de tratamiento de datos por ordenador. El seminario de lexicografía que obra en poder del director desde 1985. Resumiendo dicho informe, hemos confrontado el total aproximado de 5500 entradas o lemas que constituyen la microestructura del primer tomo del DHLE con nuestros ficheros personales, todos con información del uso, resultado de treinta años de lecturas al margen de nuestra actividad profesoral, dedicada básicamente a la literatura y a la lexicología peninsular. Los resultados son los siguientes (datos de 1982, hoy superados):

1.-Palabras que no constan en el DHLE-I:185 (HA:6)
2.-Acepciones de palabras 199 (HA:24)
3.-Testimonios anteriores a la primera datación del DHLE171
4.-Testimonios posteriores a la ultima datación del uso:374
5.-Anulaciones de hápax,
-lemáticos:
-de acepción:

 53
 40
6.-Testimonios únicos (referidos a palabras que el DHLE no tienen ejs. de uso):120 (HA:15)
7.-Testimonios añadidos a las palabras o acepciones para los que no hay sobrante en el DHLE (sin contar 5 y 6):296 (HA:49)
8.-Variantes gráficas: 11 (HA:1)
9.-Modificaciones a la descripción diatópica: 32
10.-Erratas graves y errores: 17

Como se desprende de este último dato, la calidad del acabado de los artículos del DHLE es excelente. La competencia del equipo de redacción no está aquí puesta en entredicho, a pesar de que podría mejorarse notablemente en algunos aspeaos, especialmente en la técnica de la definición o en el proyecto de redactar los artículos por orden alfabético. Pero el corpus con el que está obligado a trabajar, no solamente es cualitativamente deficiente (se evaluaba en más de la mitad el tiempo dedicado por los redactores a la verificación y a la corrección de las fichas antes de utilizarlas) sino que cuantitativamente, como hemos visto, puede ser notablemente mejorado con las fichas de un solo lector marginal. Si comparamos las cifras de datos lexicográficos de que dispuso (en memoria de ordenador) el Trésor de la langue française de Nancy para su diccionario de los siglos XIX-XX (800 millones) con las del primer tomo del DHLE para toda la historia del léxico castellano (unos diez millones de fichas manuales o xerocopiadas), las conclusiones son obvias en lo tocante a la fidelidad cuantitativa y estadística de éste último. También el Trésor francés ha tenido que sufrir de compresiones presupuestarias al nivel de publicación, por lo que comparativamente, nuestro DHLE, en su primer tomo, es mucho más rico en datos explícitos, que la citada obra, para el período equivalente. No obstante, y por tener sus datos acumulados en memoria de computadora, y con logiciales adecuados, Los investigadores interesados en la lexicología francesa o en cualquier otra rama del saber que necesita de datos textuales de dicho período, tienen acceso directo e inmediato al conjunto de los datos a través de una red de difusión, con terminales. Uno de ellos, en la Universidad de Chicago. Otro tanto estará en condiciones de hacer el equipo del diccionario italiano de la Crusca, que viene durante años acumulando datos en computadoras en el centro de datos de la Universidad de Pisa.

Volviendo a nuestros datos sobre el uso americano, todavía cabe examinar con más detalle las cifras que hemos ofrecido. Así se evidencia otro tipo de distorsión menos aparente pero tal vez igualmente importante desde el punto de vista de la pertinencia de los resultados obtenidos en el primer tomo del DHLE. Nos referimos a la fundamental distinción entre mención y uso léxicos. El DHLE, aunque no de manera sistemática, ha venido, en la práctica, distinguiendo entre estos tipos de material lexicográfico: el directo, procedente de un uso del término dentro de un contexto frástico, y el directo, procedente de una mención fuera del contexto frástico, resultado del trabajo de recopilación de un lexicógrafo. Sin entrar en la cuestión de graduar la mayor o menor validez de los distintos modos del uso lingüístico al que recurre el DHLE, es evidente, o nos lo parece, que cualquiera de ellos es más fiable, desde el punto de vista de la realidad y del modo y las circunstancias del uso, que los proporcionados por mención lexicográfica. El seminario de lexicografía, aunque no lo explicite, así lo entiende, y el examen de la proporción de datos que utiliza en el DHLE procedentes de una y otra fuente es revelador al efecto. De los 2757 textos peninsulares utilizados en el período que examinamos, solo 356 dan información del tipo mención, mientras que 2400 la dan de uso. La proporción es, pues, de 13% para el primer tipo de información, frente a 87% para el segundo. Examinemos ahora los datos sobre los textos americanos: de los 844 textos contabilizados, 282 dan información de mención frente a 562 de uso. La proporción aquí es de 66% para los de uso, frente a 44% para los de mención. Así pues, no solo por la desproporción cuantitativa, sino por la cualitativa, la información sufre desajustes en su descripción de la realidad. Un diccionario histórico, en estos tiempos de mutación del quehacer lexicográfico, no solo por la aparición de los ordenadores, sino por los progresos en la reflexión teórica lingüística, debe ser un instrumento de trabajo disponible y abierto a consultas no solo de tipo léxico-semántico, sino morfológico y sintáctico. Es la gran ventaja que tienen los diccionarios que dan datos de uso en unidades frásticas frente a los que solo dan una información de mención descontextualizada.

La Academia es, sin duda, consciente de las condiciones en que trabaja el seminario de lexicografía, y de la insuficiencia de su producto en las condiciones actuales ya que nuestro informe, aunque no tan explícito y elaborado en lo tocante a la desproporción entre los datos peninsulares y americanos, obra en su poder desde 1985, aunque ningún signo de que algo haya cambiado aparece en los fascículos del segundo tomo aparecidos hasta ahora1. Es más, nos consta por reciente informe de D. Rafael Lapesa, que desde 1949 éste estableció una lista con centenares de autores de América para ir despojando e integrando los datos en el acervo de la Academia. Si no se ha completado este trabajo, no se puede achacar a desinterés del Seminario, sino a la simple carencia de medios y de personal. Su equipo actual, víctima de reiteradas promesas oficiales siempre incumplidas, algunas muy recientes, tiene razones más que suficientes para desesperar.

A modo de conclusión esperanzada, podríamos decir que el ritmo excesivamente lento de la producción del diccionario, que tantas veces nos ha causado una irritación e impaciencia insoportables, resulta ahora, a la luz de estas carencias documentales, paradójicamente beneficioso. Puesto que no se ha pasado de la primera letra del alfabeto, aún es hora de construir un banco de datos léxicos adecuado a los objetivos del diccionario, y utilizarlo para el resto de la empresa diccionarística. Al final, o mejor paralelamente, si la capacidad del Seminario se incrementase como es de estricta necesidad, la parte correspondiente a la primera letra podría recomponerse, como estaba ya planificado, por haberse aumentado considerablemente los datos desde 1960 y, sobre todo, a partir de los años 70. Es evidente que para ello el equipo del seminario debe aumentar sus efectivos y aprender a explotar las capacidades del ordenador sin dejarse inundar por los millones de datos disponibles. Para ello, junto a la creación del banco electrónico de datos léxicos, es necesaria la intervención de un equipo de programación que tenga presentes las necesidades y objetivos de la empresa diccionarística. Pero además, un banco de datos de ese tipo debe de servir al conjunto de la comunidad de estudiosos de la cultura en todas las disciplinas en las que el lenguaje, como portador de información, interviene, y no solamente al diccionario histórico, con ser éste suficiente motivo para su creación.

Estamos a tres años vista de 1992, fecha que muchos hispanohablantes quieren celebrar y muchos otros nos limitamos a conmemorar. A unos y a otros nos puede unir, lo venimos diciendo desde hace años, un proyecto como este, fundamentado en la única realidad aceptable para todos resultante de la vieja empresa colonialista: la existencia de un gran idioma de comunicación del que se puede y se debe estudiar a fondo su extensión, su riqueza, su funcionamiento, sus variedades, para mejor entendimiento de todo y entre todos. Esperar que la Academia Española cargue con semejante responsabilidad sin el apoyo del Estado es, dadas sus estructuras y sus escasos medios, totalmente irrealista. El Instituto de Cooperación Iberoamericana, el Ministerio de Cultura y el de Educación, están en estos momentos capacitados desde el punto de vista financiero para establecer ese banco de datos en la sede académica, o bajo el control y supervisión de la misma, y abrir cabeceras y terminales de ordenador en las distintas academias hispanoamericanas, (sin olvidar la de Estados Unidos) para la integración de los datos del in-put y la disponibilidad y circulación del out-put, siguiendo y amplificando el ejemplo del Trésor de Nancy.

En estos momentos, muchos de los grandes periódicos y editoriales del mundo hispánico ya producen sus textos con ordenador, de modo que la transmisión e integración de sus producciones impresas en dicho banco podría ser automática e instantánea, siguiendo, incluso, el principio legislativo del depósito legal. Existen ya también instituciones universitarias en América y en otros países donde florece el hispanismo, que poseen bancos de datos lingüísticos que podrían integrarse en esa gran central. Pensamos en el equipo dedicado al estudio del español de México dirigido por L. F. Lara en el Colegio de México, en el grupo de hispanistas pioneros en el tratamiento de datos, agrupados en torno a la AATSP y su revista Hispania pensamos en los medievalistas de la Universidad de Madison, en los del diccionario médico medieval de Salamanca, en los hispanistas alemanes del diccionario medieval, en los investigadores agrupados en la joven Asociación española de lingüística aplicada, en el banco de datos sobre el léxico de la prensa española de David Mighetto (Suecia) o en los de nuestra Universidad Laval de Québec: el de Silvia Fraitelson Weiser para los trabajos del DIASLE, y el del equipo de dialectólogos sobre el área del Caribe (LAAL-LIRD) Muchos más grupos e investigadores aislados existen de los que no tenemos recuerdo o conocimiento en el momento de redactar este texto. Hay ya numerosas concordancias, publicadas o inéditas, de textos hispánicos realizadas por estudiosos de distintas universidades y centros de investigación. Todos estarán dispuestos a aportar sus datos con la perspectiva de tener a su disposición el inmenso conjunto resultante.

Como podría haber dicho Martín Alonso Pinzón en Moguen cada palo está dispuesto a aguantar su vela. La nave almirante de la Academia está dispuesta a aparejar. Falta que Su Majestad el Estado se decida a establecer la dotación. Del otro lado espera América, esta vez sí, de veras, con los brazos abiertos, para el común descubrimiento de nuestra lengua.





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