Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice




ArribaAbajo

Cuestiones contemporáneas


ArribaAbajo

Sobre la idea de la educación

En el proceso de nuestra educación, es común distinguir la que cada cual hace por sí mismo y la que hace bajo la dirección y tutela del maestro; representándonos, por lo común, estos dos aspectos como dos momentos, dos grados, de todo punto diversos y separados uno de otro. El niño, por ejemplo, se dice, es educado por sus padres, sus mayores, sus maestros; el adulto se educa y aprende por sí propio, aunque valiéndose del medio y de los demás hombres. Y así, en la infancia, el educando es pasivo y receptivo; activos, los que lo rodean. En la edad adulta, fuera ya de tutela, aquél es ya el activo; quizá pasivo, el medio. Para dirigir la educación del niño, están la familia y la escuela; el hombre hecho no tiene -ni ha menester de ellas- instituciones tutelares. Se basta a sí mismo.

Que esta concepción es inexacta, no sólo se deduce de la naturaleza de nuestro ser y actividad, sino que la experiencia lo atestigua de tal modo, que sólo cerrando los ojos bajo la aprensión de la rutina puede pasar inadvertido. Que el niño tiene que poner de su parte para educarse, lejos de recibir pasivamente el impulso con que es uso pensar lo van configurando, como desde fuera, sus padres y maestros, es una verdad que lleva ya andado buen camino en la ideas, aunque no tanto en la práctica. Pues, en ésta, todavía no se reconoce bastante que aun la educación rudimentaria del párvulo es imposible sin la cooperación de su espíritu a la dirección de sus mayores; dirección que (lo mismo para su cultura, elementalísima, que para su conducta en todos los órdenes), por más poderosa, autoritaria e infalible que nos empeñemos en creerla, y por más artística, sagaz, acertada y prudente que ella sea en realidad, nunca pasa de desempeñar la función de un excitante para promover las determinadas reacciones que busca. Cada cual se educa, ante todo, por sí mismo.

Y, en cuanto a la suposición de que el adulto, el hombre hecho, se educa y aprende exclusivamente bajo su propia dirección, la cual aprovecha los elementos que le ofrece el medio, también ha comenzado a quebrantarse ya, merced al reconocimiento, cada vez mayor, de este principio: que el medio social no es tampoco, a modo de una masa pasiva, un material indiferente (pues, ni aun del medio físico cabe decirlo), sino que forma un todo definido y concreto, un grupo de fuerzas, de individuos vivos, más todavía, una persona mayor y más compleja, cuyo espíritu nos gobierna a su modo y por su camino, y a veces con mano de hierro, aunque no pueda articular sus imperativos difusos en la forma que da a los suyos el legislador político. En la educación, como en el Estado, la combinación del self-government con la dirección exterior es absolutamente imprescindible en todos los momentos de la vida. Lo que cambia es tan sólo la proporción, la consonancia, la cantidad, la relación, en suma, entre ambas fuerzas.

La dirección y tutela del período propiamente escolar es, pues, tan sólo una función particular y auxiliar de nuestra autoeducación, pero función constante en la vida social. Aun dejando aparte la tutela continua del medio, aquel período se extiende, a veces con instituciones definidas, que son verdaderas escuelas, hasta todas las edades. Recuérdese que, a las universidades de la Edad Media, aunque, en parte, por diverso motivo (la escasez de libros para el estudio personal), asistían con frecuencia hombres hechos, y hasta científicos de edad madura; y adviértase qué es lo que hoy día representan, por ejemplo, los laboratorios de investigación que dirigen un Wundt o un Berthélot, y adonde acuden igualmente, en busca de ayuda y consejo para sus trabajos, psicólogos y químicos de reputación profesional.

La educación es, en resumen: una acción universal, difusa y continua de la sociedad (y aun del medio todo), dentro de la cual, la acción del educador intencional, que podría decirse, desempeña la función reflexiva, definida, discreta, propia del arte en los demás órdenes de la vida, de excitar la reacción personal de cada individuo y aun de cada grupo social para su propia formación y cultivo: todo ello, mediante el educando mismo y lo que él de suyo pone para esta obra, ya lo ponga espontánea y como instintivamente, ya en forma de una colaboración también intencional.




ArribaAbajo

Grados naturales de la educación


I

Dos momentos parece que desde luego se distinguen en la educación, como se distinguen en la vida por lo que respecta a sus fines y al ejercicio de nuestra actividad en ellos.

En el primero, se forma el hombre, como hombre, en la integridad de sus varias fuerzas, para ser y vivir en la unidad de su actividad, destino y relaciones. Esta obra no tiene límite definido alguno, no se reduce a un período determinado de la vida, sino que comienza con ésta y dura tanto como ella dura. Salvo un accidente (por ejemplo, una perturbación mental), el hombre está siempre recibiendo nuevas impresiones, que excitan en él nuevas representaciones, sentimientos, reacciones de todas clases, y que a la vez educan su energía y aumentan sin cesar así el contenido actual de su conciencia como la forma en que este contenido se entreteje con sus antecedentes.

Pero, sobre esta evolución general, se desenvuelve y va con ella en su espíritu, en mutua solidaridad, una orientación determinada, una vocación principal hacia un lado y fin particular de la vida. Subjetivamente, esta orientación depende, a lo menos en parte, de su constitución natural; socialmente, del medio, sus condiciones y su acción sobre él. El ejercicio habitual de este fin en su producción objetiva forma su profesión. Tampoco nuestra educación para ésta acaba, en rigor, en un momento dado. El abogado, el sacerdote, el maquinista, el labrador, el músico, el botánico, el artesano, el comerciante, el artista, el político van acrecentando cada día, con la experiencia de sus respectivos oficios, su dominio y habilidad en ellos: semper discentes, nunquam pervenientes. La vida entera es un continuo aprendizaje.

Tenemos, pues, que distinguir en ésta y en la educación dos órdenes: uno general, en que el hombre ejercita más o menos concertadamente todas sus facultades capitales; otro especial, en que, según la tendencia peculiar predominante en cada individuo, coopera éste a alguna de las diversas obras que constituyen el sistema de los fines humanos. Ambos órdenes de la actividad son, por igual, indispensables. Si el último corresponde a su vocación interior y nos hace órganos útiles en la división del trabajo social (pues el hombre sin profesión, por culto, inteligente, bueno y honrado que sea, rico o pobre, debe considerarse como un parásito), a su vez, la educación general, que mal o bien se nos impone, nos interesa en todos los restantes órdenes, fines, obras, extraños a nuestra profesión; mantiene el espíritu abierto a una comunión universal y le impide desentenderse de ella y atrofiarse, cerrándose en la rutina del oficio, en la cual, sin ello, inevitablemente cae, aunque este oficio sea el del sacerdote, el poeta o el filósofo. Ambos órdenes de educación se ayudan entre sí, debiendo progresar uno con otro y mediante otro; no en razón inversa, como suele a veces pensarse. Y en ambos, según queda dicho, nos educamos indefinidamente, en diversos grados, más o menos diferenciados en su continuidad y que sólo relativamente dividimos.

Otra tercera dirección, aparte de estas dos -a saber, el aprendizaje de la vida general humana y el de nuestro particular oficio en ella-, ni la hallamos en la experiencia, ni especulativamente podemos deducirla.

Considerada en la límite de la educación propiamente escolar, la primera de estas dos funciones abraza, sin solución alguna entre ellos, todos los institutos consagrados a preparar al hombre para vivir como tal en sus relaciones generales; la segunda, los que procuran ponerlo en aptitud de desempeñar en la sociedad el ministerio a que se destina, sea elevado o humilde, manual o liberal, denominaciones inexactas ya hoy día, por más que aun se conserven, hasta en doctrinas que pretenden renovar cielos y tierra (muchos anarquistas). La escuela general y la escuela especial; no hay lugar, al parecer, para otra tercera escuela.

Ciñéndonos a la primera, también parece evidente que las llamadas enseñanzas primaria y secundaria corresponden a un mismo proceso, del que, a lo sumo, constituyen dos grados, bastante difíciles de distinguir, enlazados solidariamente, merced a la identidad de su fin común, inspirados de un mismo sentido y dirigidos según unos mismos programas, una misma organización y unos mismos métodos. No hay entre ellos otras diferencias que las que en el desarrollo de estos elementos exige la evolución natural del educando y sus facultades, cuya suave continuidad va cada vez pidiendo nuevas condiciones en aquella aplicación. Pues, si tomamos como punto de partida para la segunda enseñanza la crisis normal de la pubertad, lo que precisamente exige esta crisis no es una nueva orientación, ni otros principios, sino -al menos, según lo que parece hoy más admitido- una atenuación en la intensidad del trabajo escolar, exigencia que no basta para formar un tipo de instituciones pedagógicas diferente del de las primarias.

Los más de los pueblos, hoy día, no consideran esos dos grados como tales, sino como dos órdenes que obedecen a conceptos diferentes y no guardan entre sí más que una relación parcial, y aun ésta, vaga. En el sistema reinante, la segunda enseñanza, no sólo se halla separada de la primera bruscamente, sino que, por su origen, como un desprendimiento de la antigua Facultad de Artes (más tarde, de Filosofía), ha conservado su filiación esencialmente universitaria, en su sentido, su estructura, su organización pedagógica, sus métodos, y hasta muchas veces (entre nosotros, por ejemplo) en la formación de su profesorado. La escuela primaria es una preparación general y común para la vida, y tiene en todas partes, por tanto, propia finalidad; la secundaria constituye una preparación especial de ciertas clases, de un grupo social restringido, para las llamadas «carreras universitarias».¿Quién, por ejemplo, a no mediar circunstancias muy excepcionales, busca para sus hijos el diploma del bachillerato en España sin la mira ulterior de aprovecharlo en dichas carreras?

En Inglaterra, y más todavía en Estados Unidos, la situación de las cosas es algo diferente. Los límites entre los tres grados que otros pueblos suelen distinguir en la enseñanza (a los cuales se agrega el de la llamada «educación técnica», tan vaga en su relación como en su concepto) son allí indefinidos y difíciles de precisar. No cabe resolver, por ejemplo, si la grammar school o la high school, por su programa -dejando aparte las lenguas-, sus métodos, su orientación general, la edad de sus alumnos, etc., difieren de los grados superiores propiamente primarios; las grandes escuelas secundarias inglesas (public schools), Eton, Rugby, Harrow, etc., instituciones tan características de aquel pueblo, ya son, acaso, más afines al tipo universitario, y más aún, el college norteamericano, que, semejante a la antigua Facultad de Artes, ya citada, tiene una representación mixta o intermedia de instituto y facultad. Tal vez en ambos pueblos se dibuja ahora cierta tendencia a acabar con esta indefinición, reorganizando la segunda enseñanza según un tipo más o menos unitario, concreto y específico. Difícil es todavía predecir si esta reorganización se hará en el sentido de una mayor aproximación a la facultad, o a la escuela primaria a su completa fusión con ésta, que sería más de desear.




II

El concepto de la universidad y su fin se halla hoy también en crisis; en parte -según ya se ha indicado-, por la organización, cada vez más diferenciada y compleja, de la enseñanza «técnica». Pues si bajo este nombre se quiere entender la que prepara para aquellas profesiones que constituyen una aplicación de las ciencias matemáticas y naturales, no cabe comprender, dejando aparte sus motivos históricos, cómo, por ejemplo, la farmacia, la arquitectura, la medicina o la veterinaria puedan pertenecer a la universidad, en una u otra forma, directa o indirectamente, según acontece entre nosotros, y la agricultura, la ingeniería de montes o la de minas, a la enseñanza técnica. Y si ésta sólo abraza la preparación para ciertas profesiones reglamentadas y organizadas bajo la garantía del Estado, ¿cómo excluir de ella a la abogacía o la medicina? Además, el naturalista, el lingüista, el historiador, el filósofo ejercen también profesiones tan especiales como la tintorería o la construcción de máquinas, y aun a veces reglamentadas, como ocurre con el magisterio público.

También se halla hoy día en crisis el concepto de la universidad, muy principalmente por lo que toca a sus fines sociales. Pero, dejando a un lado este problema, conviene en este momento indicar sólo el que concierne a la organización de sus estudios.

En esto, parece que las ideas actuales oscilan entre dos soluciones.

Una es la de considerar la Facultad de Filosofía (que en los pueblos latinos generalmente se halla dividida en Letras y Ciencias) como la verdadera universidad, que corona la educación del espíritu con la enciclopedia de los llamados estudios «desinteresados» (como si todos no pudieran serlo, o no), excluyendo de ellas las otras facultades actuales, o relegándolas a un lugar en cierto modo más o menos semejante al de las escuelas especiales de ahora. En este concepto, vendría a invertirse la posición respectiva de las diversas facultades de las universidades antiguas. Pues, en ellas, la Facultad de Artes, de que es hoy heredera la de Filosofía, tenía un rango inferior, siendo en realidad una preparación para las facultades llamadas mayores (Derecho, Teología y Medicina).

La otra solución consiste en incorporar, por el contrario, a la universidad todas las nuevas escuelas profesionales cuya enseñanza tenga alcance propiamente científico, sea con igual independencia que las facultades antiguas, sea como departamentos subordinados a éstas. La universidad, en este caso, abrazaría la enciclopedia entera del conocimiento, en su estado actual cada vez, pero con carácter científico (a saber: como escuela y laboratorio para la investigación personal en común), y correspondería, por tanto, en su programa, acaso exactamente, al de la educación general e integral, con sólo dos diferencias: 1.ª El desenvolvimiento de cada uno de los estudios embrionarios (digámoslo así) de ésta en otros tantos organismos independientes y complejos; y 2.ª El carácter propiamente científico de sus métodos; carácter que, sin embargo, no abre un abismo entre éstos y los métodos de la educación general, sino que se halla indispensablemente preparado y como prefigurado ya en ésta, si es digna de su nombre.

En ambos casos, estas crisis, en el concepto de la universidad, y, consiguientemente, en las tendencias para su reforma, es parte de un movimiento general que parece advertirse hacia un plan uniforme de organización, el cual somete a una jerarquía simétrica, compuesta de cierto número de tipos enteramente definidos, la variedad de formas, fines, grados e institutos que hoy presentan las diversas funciones de la educación nacional. Este movimiento es en todas partes más o menos visible; pero sobre todo en el imperio británico y en la América del Norte; porque los demás pueblos, y especialmente los latinos, han andado ya buen trecho por esta vía, merced, sobre todo, a la acción centralizadora del Estado moderno; acción, ya de útiles, ya de perniciosos resultados, pero que debe imparcialmente explicarse, y aun legitimarse en su aparición, por todo un sistema de causas. Entre ellas, no es la menor la profunda degeneración a que en esos pueblos habían descendido las instituciones docentes y la necesidad inevitable de venir a ayudarlas desde fuera (dada su impotencia para valerse por sí mismas) mediante una fuerza tutelar de cultura. Y en el sistema histórico de nuestro tiempo, por desgracia o por fortuna, esta fuerza ¿podía ser otra que el Estado? Todas las demás energías corporativas y sociales se hallaban extinguidas hasta donde es posible.

Pero, de aquí a legitimar el modo, como el Estado ha solido pretender, y aun logrado en parte, convertir la enseñanza en una rama de la administración pública, obrando precisamente en una dirección contraria a la tendencia inicial de este movimiento, hay radical distinción, y ojalá que los pueblos, como Inglaterra, donde se advierte ahora un proceso análogo de readaptación unitaria en esta esfera, aprovechen la experiencia de otros menos felices o menos avisados. Más de ochenta años ha necesitado Francia (¿cuántos necesitaremos nosotros?), donde es cierto que la centralización había sido llevada al máximum, pero donde también lo es que la tradición científica se había mantenido en una continuidad gloriosa (de que nosotros carecemos), para comenzar a desatar las ligaduras que estaban a punto de ahogar su vida universitaria. Por fortuna, para los pueblos de lengua inglesa, su educación nacional podrá ser motejada de anárquica, heterogénea y desorganizada, sobre todo desde el punto de vista unitario, rígido y simétrico, pero no ciertamente de decaimiento y de anemia. ¿Verdad?






ArribaAbajo

La crisis presente en el concepto de la universidad


I

En vez de considerar a la universidad como la más alta esfera de la educación intelectual, a saber, la científica, podemos representárnosla como el superior instituto de la educación nacional en todos los órdenes de la vida, no en ese especial del conocimiento. La universidad, de este modo, tendría, más que carácter profesional (aunque la obra de la ciencia es oficio humano, al igual de los otros), carácter general, constituyendo un nuevo grado del mismo proceso que la escuela primaria y la secundaria, y en continuidad indivisa con ésta.

Ciertamente, nadie soñará en tal caso con que cada discípulo tenga que recorrer toda la inmensa variedad de estudios que la universidad ofrece; el desenvolvimiento que éstos reciben en ella lo hace imposible. De aquí la necesidad de especializar. Pero el enlace entre los diversos estudios de una facultad, escuela, etc., y aun de estos institutos entre sí, debería ser tal, según esa concepción, que el alumno, al proseguir la dirección particular a que le llevan sus inclinaciones y en que se prepara para el desempeño de su profesión, libre o reglamentada, continuase sin interrupción, por una parte, a) recibiendo auxilio para el desenvolvimiento de su personalidad en todos sus aspectos, en la energía física como en el carácter moral; b) y en cuanto a los estudios, participando siempre a la vez, de un modo más o menos intenso, en otras ramas capaces de compensar la preponderancia de la suya, evitando la falta de horizonte de un especialismo exclusivo y manteniendo la conciencia de la solidaridad entre todos los órdenes del conocimiento. Algo de esto se hace en aquellas universidades -verbigracia, en Bélgica- donde el alumno de una facultad, escuela, etc., está obligado a cultivar ciertos estudios de otras.

No hay que entrar ahora a discutir si es mejor este régimen que el régimen de libertad, o si sería preferible una combinación entre ambos: esto depende, en primer término, de condiciones históricas. Desde luego, puede asegurarse que el principio de los estudios electivos o facultativos (optional studies), tan propio de los pueblos de lengua inglesa, y que en Estados Unidos ha recibido gran desenvolvimiento, está quizá llamado a extenderse hasta a las instituciones de cultura general, incluso las primarias, en mayor o menor límite.

Téngase, además, en cuenta que esta cultura general en ninguno de sus grados se diferencia de la especial sino como se diferencia el todo de sus partes. Por ejemplo, al programa usual de la primera y la segunda enseñanza, añadamos todo lo que pide su carácter enciclopédico: ¿cómo puede hoy llamarse hombre culto, por más latín y griego que sepa, quien ignore, verbigracia, lo que es la fotografía, o una locomotora, o tantas otras cosas y procesos industriales, que pertenecen a la experiencia usual y casi universal en todos los pueblos más o menos civilizados? Si, además, transformamos también los métodos corrientes primarios en el sentido de una mayor cooperación personal por parte del alumno; si les asociamos el trabajo manual, sea como una función particular de esos mismos métodos, aplicable a diferentes estudios, si es que no a todos (verbigracia, geografía, geometría, física, química, historia natural, arqueología), sea como una rama especial (jardinería, carpintería, herrería, cartonería, dibujo, modelado, etc.), de suerte que el alumno, no sólo aprenda a conocer, sino a hacer, según el principio del learning by doing..., entonces, entenderemos el enlace entre la educación general y la especial. Y así, vemos cómo, de un modo más o menos reflexivo, ya organizado, ya inorgánico, vienen siempre acompañándose una con otra en la vida; cómo a cada grado de cultura general corresponde un grado profesional análogo; cómo estos grados se van diferenciando y elevando de nivel en relación unos con otros, y cómo ambas series divergentes tienen su principio común en los primeros y más rudimentarios momentos de la fundación educativa escolar. Poco después de comenzada ésta, tan luego como el desarrollo del alumno ya lo consiente, comienza a haber profesiones para todas las edades y para todos los grados de dicha función.




II

Pues esta relación entre la escuela general y la profesional, entre el todo y la parte, no da todavía, sin embargo, suficiente idea de aquel concepto de la universidad, antes aludido, y según el cual constituye ésta un órgano, el más alto en la serie de las instituciones escolares, para la educación total del hombre.

Hasta aquí se ha hablado, con efecto, de esa relación, desde el punto de vista predominante de los estudios, su programa y su método. Pero la educación es obra mucho más amplia: como quiera que abraza la dirección del desarrollo de todas y cada una de nuestras fuerzas, en su conexión mutua y con el fin universal de la vida. Sin duda que, no ya la educación intelectual, sino aun la mera instrucción, que es tan sólo una de sus funciones -y la más receptiva-, sería imposible, si no cooperasen a ellas las energías todas del espíritu. La acción de las cosas mismas excita en nosotros una reacción inevitable, y así, casi sin quererlo, nos vamos enterando del mundo; pero sin el deseo de estudiar, y la voluntad más o menos tenaz y decidida, por subalternos que sus motivos sean, ¿cómo aprender siquiera una mera lección de memoria? No por esto es indiferente el modo de esa cooperación, verbigracia, la cualidad de esos motivos: tanto menos indiferente cuanto más elevada es la obra. El científico -si puede dársele este nombre- que no ama ni busca la verdad por la verdad, esto es, como fin de sus investigaciones, sino como un medio de alcanzar, por ejemplo, una alta representación vana en el concepto de la gente, u otras ventajas análogas, más o menos sustanciosas que esta de la «gloria» -que ciertamente lo parece bien poco-, se verá fácilmente arrastrado por sus motivos de conducta a no dar importancia sino a aquello que puede servirle para lograr su fin superficial; esto es, ordenará su trabajo para obtener resultados tales, que puedan ser comprendidos y aprobados por el grupo social cuyo sufragio solicita; pues el éxito, en este sentido de la palabra, depende de la relación entre la obra y el medio, cuyo estado de cultura, ideas, sentimientos, tendencias, preocupaciones hallan en aquella expresión, a veces, tanto más concorde cuanto menos se eleva sobre el nivel del vulgo y el mercado.

Pero el concepto de la universidad, en este amplio sentido que ahora consideramos -como órgano superior de la educación general humana-, no se reduce a la afirmación de que, aun los fines estrictamente intelectuales, y por consiguiente sus más altas formas científicas, no pueden lograrse sin la colaboración de la vida toda del espíritu y hasta de su régimen y ordenación individual y social. Todavía, aquí, esta disposición general aparece sólo como una exigencia, aunque indeclinable, subordinada, a aquellos fines. Al contrario. Si en ese concepto la vida intelectual, y aun la ciencia, no son ya el fin primordial de dicho instituto, sino, a la inversa, un medio para el fin superior de la formación integral e ideal del hombre (hasta donde es dado auxiliarla mediante la dirección tutelar de una escuela), la universidad tiene entonces más bien por objeto constituir para el joven el ambiente social más elevado posible, donde halle cooperación eficaz, no sólo para su obra en el conocimiento, sino para aquel desarrollo armonioso y simétrico de su espíritu, de sus energías corporales, de su conducta moral, de su vida entera, de la cual esa obra es sólo parte. La universidad científica atiende a la investigación, como a su propio fin; a lo demás, si acaso, en cuanto puede servir de medio para aquél. En la universidad, que diríamos general, el conocimiento y la ciencia representan uno de tantos resortes para elevar la vida en concertada ponderación al más alto grado cada vez posible.




III

Si buscamos ejemplos que, aproximadamente, representen hoy ambos tipos, tal vez podríamos hallar que la universidad alemana corresponde más bien al científico; la inglesa, al general educativo. Por esto, se moteja a la primera, a veces, de cierto exclusivismo intelectualista, que sacrifica el hombre al estudiante, de cierto olvido de lo que podría decirse «humanismo», de cierta dureza y negligencia en la cultura personal y social de sus discípulos; mientras que las universidades inglesas (sobre todo las clásicas de Oxford y Cambridge) son, por el contrario, acusadas de descuidar la formación científica de sus estudiantes, por atender, sobre todo, a su desarrollo general, desde el vigor del cuerpo a la energía de la individualidad y la independencia, al carácter moral, al interés por la vida pública, a la dignidad en la privada, a la nobleza de los gustos, al culto de los respetos sociales y hasta de las buenas maneras; en fin, a desenvolver en él el ideal del gentleman; ideal un tanto semejante (incluso en su limitación) a aquel del ciudadano, más que del hombre, que aspiraba a desenvolver en su educación la Grecia antigua. Sin duda que, con todo esto, las universidades inglesas dan cada día señales de robusto vigor intelectual. Pero su vida, su función, no es mera, ni aun quizá principalmente científica, como lo es, por el contrario, la de la universidad alemana. Aquí, el objetivo fundamental es el culto de la ciencia; allí, formar ese medio social ideal y elevado para la educación de las clases gobernantes, en el cual, la ciencia, como el arte, la religión, la moral, los juegos, todo, toma para la mayoría, inevitablemente quizá, el carácter de uno de tantos elementos que contribuyen a la educación humana. Podría decirse, comparando la vida científica del estudiante alemán y del inglés, que el defecto del primero sería la pedantería; el del segundo, el diletantismo.

Llamar al tipo inglés «educativo» o pedagógico envolvería, sin embargo, error. Pues la universidad alemana (y a su admirable ejemplo las del mundo todo, más o menos rápidamente), como el más alto instituto científico de la nación, es cada vez más y más educativa, sólo que dentro de su peculiar esfera: en la investigación y la enseñanza. Es decir, cada día se va apartando más del antiguo carácter autoritario y escolástico, que era consecuencia del fin (a que principalmente se limitaban antes todas) de transmitir a sus alumnos los frutos más sanamente producidos en la obra de la ciencia, y va llamando a aquéllos a una cooperación más personal en esa misma obra. Usando de una nomenclatura inexacta, pero en nuestro país vulgarísima, se diría que, en vez de enseñarles la ciencia «hecha», quiere más bien enseñarles «a hacerla». Y por esto, si la universidad inglesa es esencialmente educativa, no lo es la alemana menos, sólo que ceñida a su fin particular (científico); mientras que aquélla aspira a serlo en general y para todo, si bien predominando al cabo, con mayor o menor relieve, dicho fin. No olvidemos que sus miembros se han llamado siempre «estudiantes».

La concepción que se podría llamar alemana, de la universidad, aparece llevada a su apogeo, cuando se quiere abrazar bajo aquel nombre, no el instituto especial para la formación del científico, sino la «sociedad para la ciencia misma», el organismo para el cultivo de sus varias funciones, según la propia idea de cada una de éstas. Tal han hecho Krause y Sanz del Río. En la obra de la ciencia, distinguen tres momentos: la conservación del conocimiento adquirido por la Humanidad en la Historia, para su asimilación y progreso ulterior sobre esta base; la investigación de los problemas pendientes en cada época; la comunicación social mediante la enseñanza. La biblioteca, la academia y la cátedra son las tres funciones de la universidad, como institución para la ciencia, con las cuales se enlaza la difusión ulterior de su obra por la imprenta. En este concepto, incluiría la universidad todos los grados de enseñanza, no el superior. Ahrens ha creído hallar en la idea de la «universidad (imperial) de Francia», que comprende en un solo cuerpo todos los centros docentes de la nación -sólo los docentes-, el presentimiento más o menos vago de una organización semejante.

La universidad de la Edad Media ¿se aproximaba más al tipo inglés o al alemán? Allí había enseñanza, vida intelectual, estudios, maestros; pero había también, debido a tales o cuales causas (quizá una de las primeras el desarrollo de aquella intimidad corporativa, tan rica y enérgica), una tutela de la institución, y más aún de sus autoridades, respecto de la vida del estudiante. En todos los órdenes principales de su conducta, se afirmaba esa tutela. Y así, conservando la preponderancia el fin intelectual y didáctico (como, después de todo, acontece también en Inglaterra), constituía aquel instituto una comunidad para la educación moral, religiosa y general de la juventud, tanto como para su dirección en el conocimiento. Es de advertir la considerable diferencia que entre la antigua y la nueva universidad han introducido forzosamente los tiempos. Pero, al contemplar la organización, la disciplina, la vigilancia con que en Inglaterra se atiende, sea por disposiciones y pragmáticas, sea por tradición y costumbre, a todos esos múltiples intereses, desde el estudio a las diversiones, a la vida moral, hasta el hospedaje y la alimentación de los escolares, no se puede menos de pensar que muchos caracteres de las antiguas se han mantenido probablemente, a veces, y a veces restaurado, en las otras, para bien de los pueblos que no reniegan de la continuidad de su vida.




IV

Si atendiendo tan sólo a estos dos tipos, el alemán y el inglés, quisiéramos ahora señalar cuál parece ser el sentido hacia que principalmente se inclina la evolución de la universidad contemporánea, ¿se podría asegurar tal vez que se observa cierta preferencia en favor de este último?...

Jamás el mundo moderno ha visto un movimiento como el actual en pro de la educación general de la juventud. En todas partes, el anterior generoso esfuerzo por la difusión de la mera enseñanza instructiva, donde comenzó sin duda aquel movimiento, va quedando completamente atrás. A la vez, la dirección de toda esa corriente tan poderosa parece que, por una especie de gravitación invencible, tiende a condensarse en la universidad, como su órgano más autorizado y supremo. Ya es la preocupación por el ideal moral, o por la acción de la juventud en pro de ese ideal, o por el bienestar material, o la difusión de la cultura, o la solución de tantos y tantos problemas sociales de nuestro tiempo; ya el movimiento corporativo entre los estudiantes, o su creciente intimidad con los maestros, o su consiguiente participación en el gobierno de las escuelas, que recuerda el tipo de la universidad boloñesa; ya la protección y mejora de las condiciones de su vida, su salud, su higiene (verbigracia, el problema del trabajo), el desarrollo de los juegos corporales, la purificación de sus diversiones y recreos... Por todas partes, se advierte esta solicitud inusitada y vehemente por la educación y esa tendencia más o menos rápida a poner su centro en las universidades.

Verdad es que la escuela primaria participa de este movimiento educativo general, como nunca. En ciertos órdenes, hasta lo inicia y da el ejemplo. La campaña por la integridad de la acción escolar ha tenido ya por consecuencia ese interés por la educación física, por la salud, por las aulas, por el mobiliario, el material, el trabajo manual, la inspección médica, la higiene mental, los juegos, las colonias, las excursiones, los sanatorios, la sopa y la cantina, el vestido y calzado, los baños, los patronatos morales, o para el socorro material, o para la colocación ulterior de los muchachos, o para continuar su cultura... en suma, las «obras escolares y post-escolares». Todo parece cooperar a este movimiento, que transforma los centros de enseñanza en institutos de una protección general, análoga, auxiliar y complementaria de la tutela doméstica de los padres, y casi tan extensa y universal como ésta.

He aquí por qué parece probable que esa transformación, tan enérgicamente iniciada en la escuela del niño, siga acentuándose todavía y extendiéndose a las demás, donde apenas ha comenzado, como acontece en la segunda enseñanza, o en las más de las escuelas técnicas.




V

Ahora, por último, esta tendencia que parece ir prevaleciendo en el concepto y vida de la universidad, ¿merece aprobación o censura? Difícil es decirlo. Cada momento, tipo, grado, del desenvolvimiento histórico tienen su expresión ideal en el mundo del pensamiento, que, en su acción y reacción con las instituciones y la vida social, parece que a veces se anticipa y a veces se retrasa, pero mantiene siempre con ellas una relación indisoluble. Mediante la razón -éste es su ministerio-, puede, ciertamente, el hombre formular verdades absolutas, valederas para todo lugar y todo tiempo, en ninguno de los cuales jamás serán desmentidas, mientras no cambien de raíz las cualidades de nuestra naturaleza.

Así, cabe establecer el ideal absoluto de la conducta humana, y por tanto el de cada esfera determinada de ésta. Pero la forma sensible de ese ideal, su expresión concreta, finita, en un momento dado, para un determinado sistema de condiciones históricas, ésa, varía esencialmente en cada caso, y es imposible deducirla a priori, ni por la dialéctica especulativa de un Hegel, ni por la fórmula mecánica de Laplace. En este punto la previsión del hombre es bien limitada; cada ideal relativo, fruto de su tiempo; y la historia de la filosofía, parte no más de la historia. Por esto, en el pensamiento contemporáneo, tocante al problema que nos ocupa, se advierte una crisis análoga a la que en la práctica de las instituciones universitarias se viene observando, y una orientación también semejante.

La universidad meramente instructiva, como órgano cuya superior función en la sociedad era distribuir mecánicamente una especie de alimento espiritual, una determinada cantidad de doctrina hecha, cerrada y conclusa, que el discípulo no tiene más que entender y asimilarse, puede darse ya por moribunda, aun en pueblos como el nuestro. Éste es punto resuelto.

Sin más que atender a las exigencias de la ciencia, de su cultivo y de la formación de sus investigadores, puede asegurarse con la misma firmeza otra cosa. Toda esa enseñanza, que imaginaba poder contar sólo con la inteligencia, como si fuese una entidad aislada e independiente, y no una función del espíritu todo, uno e indivisible, y apoyándose en sus modos más secundarios, desentenderse, por una parte, de excitar la propia indagación personal, y por otra, del concurso del hombre en el científico, creer indiferentes para el estudio el sentido del ánimo, los motivos morales de la voluntad, la disposición y ordenación de la conducta, está igualmente en la agonía, y ojalá se la entierre pronto en todas partes.

Favor providencial es, sin duda, que, a pesar de esa enseñanza, haya podido haber ciencia en el mundo.

La difusión de los métodos modernos de trabajo, iniciada donde se inician todas las reformas pedagógicas, en la escuela misma de párvulos y primaria, va transformando doquiera las universidades en laboratorios para el trabajo personal y para la formación del espíritu en el sentido, los hábitos y los procedimientos de la investigación científica. Ahora, ¿irán perdiendo poco a poco sus restantes funciones intelectuales, verbigracia, la lección, el curso de exposición sistemática, o las conservarán como una obra de información y cultura en un medio social más amplio y menos homogéneo que sus verdaderos estudiantes, como uno de los tipos de extensión universitaria? Y, en un orden más extenso, ¿quedará la universidad reducida a su misión de instituto para la formación, difusión y educación científicas, o tomarán, por el contrario, el carácter de órganos para la educación general y universal humana? ¿No será quizá el ideal que parece anunciarse, al menos para un porvenir próximo inmediato, el que tal vez se nota en la tendencia de la universidad norteamericana: una combinación de ambos elementos, desenvolviendo en el tipo científico alemán el interés por la educación general de la juventud, y acentuando en el tipo inglés las exigencias de la investigación científica? Y en este caso, ¿no será este tipo el que a la hora presente convendrá favorecer, ayudando el movimiento que parece advertirse en la historia?...






ArribaAbajo

Enseñanza superior


I

Uno de los primeros filósofos y pedagogos alemanes contemporáneos, Paulsen, profesor en la Universidad de Berlín, ha publicado en la Deutsche Literarzeitung un artículo sobre el importante libro La enseñanza superior en Francia, de M. Liard, director de este servicio en la República. De dicho artículo publica un resumen la Revue internationale de Venseignement, resumen interesante para nosotros. Porque, de la comparación que con este motivo hace Paulsen entre la enseñanza de las facultades francesas y las alemanas, así como de la confesión que la Revista hace de la exactitud general de sus juicios, se desprende una lección, que podremos o no aprovechar (no es probable que en largo tiempo la aprovechemos), pero que vale la pena de meditarla.

Sabido es que el sistema alemán y el francés descansan, respectivamente, sobre dos principios opuestos: la autonomía y la reglamentación del gobierno. Las universidades alemanas son corporaciones libres, dotadas por el Estado, que apenas interviene en su régimen exterior; las facultades francesas, sobre todo antes de la República, servicios administrativos, cuyo plan de estudios rígido, decretado por el gobierno, difiere del programa flexible e individual de las alemanas. Éstas, como dice Paulsen, son escuelas de libre investigación científica y filosófica; aquéllas, centros de exposición y preparación para las carreras y diplomas. La superioridad del sistema alemán se ha acreditado de tal suerte, que «en Francia, desde hace veinticinco años, los esfuerzos de los hombres de penetración intelectual se han concentrado sobre este único fin: reformar sus instituciones de enseñanza superior, modelándolas sobre el principio germánico»; movimiento que va a entrar en uno de sus más importantes desarrollos con la reconstitución de las antiguas universidades, merced a la nueva ley presentada en las Cámaras de la República.

Sabido es que el régimen viejo fue obra de Napoleón I, ansioso de someter la educación nacional a la disciplina militar, para convertirla en instrumento de gobierno. Frente a él, presenta Paulsen, como apogeo de la evolución de las universidades alemanas, la creación de la de Berlín, obra (inmediatamente hablando) de la conjunción de dos grandes espíritus: en su génesis interna, de la filosofía y del patriotismo del gran Fichte; en lo externo y político, de Guillermo de Humboldt, el hermano de Alejandro y no menos eminente que él, lingüista, filósofo, autor del famoso ensayo individualista sobre Los límites de la acción del Estado, verdadero hombre de gobierno, que, no obstante su representación conservadora como ministro diplomático (de la Santa Alianza, nada menos), piensa que las universidades no pueden alcanzar el fin que les está asignado «si no viven en la idea pura de la ciencia», resumiendo de esta suerte los deberes del Estado: «concentrar en ellas a los investigadores -maestros y discípulos- y proveerlos de los medios indispensables para vivir y para trabajar: obligaciones puramente externas. En su organización interior, el Estado es incompetente y debe estar convencido de que no es más que un perturbador, tan luego como se le antoja entrometerse en sus asuntos íntimos, y de que las cosas irían infinitamente mejor sin su intervención... desempeña el papel de un cuerpo extraño, que turba las funciones del organismo y sólo consigue disminuir el elemento intelectual, ¡rebajándolo a las vulgaridades de la reglamentación material!... La fuente de la indagación científica es el movimiento del pensamiento filosófico, movimiento que el Estado es impotente para dirigir, e intentaría en vano hacerlo, porque constituye la tendencia natural e instintiva del pensamiento nacional en Alemania». La misión de la universidad es formar discípulos que, al salir de sus aulas, sean capaces «de que se confíe a la conciencia de su libertad y su responsabilidad el defenderlos de la tentación de la pereza, el resistir la torpe seducción de una vida puramente «práctica»; llevando, por el contrario, en sí mismos la pasión de elevarse a las cumbres de la ciencia».

El articulista opone cruelmente a estas palabras aquellas otras de Napoleón, de que «si no se enseña a la juventud a ser republicana o monárquica, católica o atea, el Estado jamás será una nación y descansará sobre bases poco seguras, expuesto sin cesar al desorden y a las revoluciones».

El prestigio de las universidades alemanas, que tendrán sus defectos, sin duda, pero cuyo sistema general parece hoy preferible a todos los pueblos cultos, ha triunfado de muchas clases de preocupaciones en la gran nación francesa, que ha sabido desprenderse del falso patriotismo y sus exhortaciones para que se abstenga de «imitaciones exóticas», ¡y no digamos de imitar a Alemania!




II

Nuestra enseñanza superior, como nadie ignora, tuvo en 1845 una reforma semejante a la napoleónica. Nuestros hombres, como los del primer Imperio, se encontraron con unas universidades decrépitas e impotentes; y bajo la presión de las ideas centralistas, de la impaciencia revolucionaria y de la confianza en la omnipotencia del legislador (confianza que, por desgracia, no parece del todo extinguida), renunciaron a la complicada empresa de una reforma llena de dificultades, creyendo imposible otro camino que el destruam et aedificabo; sólo que, el año 1845, las ideas en Francia habían entrado ya en cierta reacción contra la teoría imperialista, y las fuerzas sociales comenzaban, aunque tímida y lentamente, a rehacerse y a despertar la conciencia de sí propias. A esta causa interna y principal, y no a motivos secundarios, se debió, probablemente, que en nuestras universidades se conservase al menos la apariencia y simulacro, sin disolverlas atomísticamente en escuelas y facultades aisladas, como las francesas. En cambio, el fondo inagotable de cultura científica con que Francia siempre, aun en sus peores tiempos, ha mantenido y mantiene su tradición gloriosa -que nosotros hemos perdido, por causas que todavía en parte siguen actuando-, salvó allí al espíritu nacional de aquella crisis, aunque, de todos modos, fue bastante grave.

Otra diferencia entre nuestra enseñanza universitaria y la que le sirvió de modelo -y cuyas causas son también muy complejas- es la de que entre nosotros la intervención del Estado moderno en la dirección interior de la enseñanza universitaria, en su espíritu y sentido, en sus doctrinas, en sus métodos, ha sido casi nula. Por ejemplo: los programas obligatorios para los profesores, al modo de los franceses, es dudoso hayan llegado a existir; pero no lo es que jamás han regido. En cuanto a la libertad e independencia del profesor (universitario), es casi omnímoda. Cuantas veces la intolerancia, sincera o hipócrita, o el profano interés de los partidos políticos han puesto mano en ella, una reacción más o menos súbita la ha restablecido en su derecho y dado al traste con leyes, decretos y expedientes. Tal aconteció, verbigracia, con los decretos de los señores Orovio y Catalina, en 1866 a 68, como con los del primer de estos señores en 1875, o los del señor Pidal en 1885; y en punto a personas, con la destitución del señor Castelar en 1865, la de don Julián Sanz del Río, don Fernando de Castro, Salmerón, etc., en 1867, la de los ultramontanos en 1869, la de los «krausistas» en 1875; dejando a un lado otras tentativas posteriores, que no han llegado a la condición de delito perfecto. El derecho actual, así legislativo como consuetudinario, y una tradición que no se ha interrumpido, sino para restablecerse cada vez con mayor crudeza, es la libertad individual del profesor, sujeto sólo al derecho común, y la absoluta neutralidad de la enseñanza pública en el orden intelectual, religioso o político. Ultramontanos y librepensadores, republicanos y carlistas, materialistas, idealistas, positivistas, socialistas, radicales, han usado ampliamente este derecho dentro de nuestro régimen de enseñanza, que cuenta ya medio siglo, y hay que añadir que, en general, lo han usado con dignidad y con moderación.

No será, ciertamente, debido este resultado a la cohesión espiritual, ni material siquiera, del magisterio público, sino a otras varias causas, ya a la presión de los tiempos y de Europa, que tiene en estas cosas acobardados a nuestros más soberbios estadistas, ya a la indiferencia común respecto de la educación nacional, no importando cosa mayor a nadie lo que pasa en ella..., con tal que nos cueste poco; quizá a aquella condición recia e indómita, y hasta ingobernable, que desde antiguo se nos viene echando a los españoles en cara. Pero es lo cierto que tal es el estado de hecho y de derecho positivo -el verdaderamente positivo- en la universidad española; y sin pueril jactancia puede asegurarse que no lleva trazas de dejar de serlo, y que cuantas veces, sea por preocupaciones respetables o por motivos torpes y deshonestos, se atente contra él, sólo se logrará perturbar por más o menos tiempo la paz, para volver al orden hoy establecido como derecho común en todos los pueblos cultos. Y aun los espíritus de cerrado horizonte, exclusivistas y sectarios, pero sinceros, que aspirarían, no ya a reducir, sino hasta a suprimir, si pudiesen, la variedad de doctrinas y creencias, so color de anarquía intelectual o moral y en holocausto a los más opuestos ideales (verbigracia, a la unidad católica, o, al contrario, a la destrucción de la Iglesia y aun de todo sentido cristiano), convencidos de su impotencia al fin, tarde o temprano (¡más bien tarde!), acabarán por resignarse a vivir unos junto a otros, apropiándose todos ellos las palabras que al obispo de Grenoble ha tenido que dirigir León XIII: «que deben combatir por la verdad y la virtud, donde quiera que puedan, y asociarse a aquellos hombres que, llenos de rectitud y honradez, se hallan todavía fuera de la Iglesia».




III

La falta de tradición y fondo de reserva científico, que podría decirse, se agrava entre nosotros por la superabundancia de exámenes, que contribuye a mantener la teoría, aun reinante y casi unánime en otros tiempos, de que la universidad es un cuerpo destinado, no a la investigación de la verdad, ni a formar y educar a la juventud para ella, ni aun para ninguna otra cosa, sino a prepararla para los exámenes; ciñéndose, según la frase al uso en el mundo oficial, a exponer «las verdades adquiridas», «la ciencia hecha»: con otros lugares comunes análogos. Todavía, en Francia, esta doctrina (de que apenas queda allí algún que otro vestigio prehistórico, después de veinticinco años de una gloriosa evolución en muy contrario sentido) podía haber tenido cierta disculpa, aunque nunca razón; ¡pero entre nosotros! Allí, aunque quisiéramos olvidarnos de sus facultades, el Colegio de Francia, la Escuela práctica de Altos Estudios, la misma Escuela Normal Superior, eran y son verdaderos laboratorios, principalmente dedicados, ya a la libre indagación científica, ya a la discusión de los más controvertidos y aun «peligrosos» problemas; muchas veces, por medio de la colaboración entre maestros y discípulos.

Se podrá opinar que este sistema es superior o inferior al sistema alemán, en el cual no existe instituto alguno de indagación ni de enseñanza superior a las universidades; por lo general, ni aun sus academias tienen el sentido de las de Francia, que es (si licet...) el nuestro. Lo que no parece, discutible es que caben sólo dos sistemas: el antiguo francés, donde la investigación se hacía principalmente fuera de las facultades, y el alemán, en que se verifica dentro de éstas; una tercera organización de la enseñanza pública, donde no se investigue dentro ni fuera de la universidad, es difícil de concebir; a menos de suprimir la investigación misma. Y en tal caso, ¿cómo se educarán los investigadores? Cuando el estado de la cultura nacional es elevado y el de sus instituciones inferior a él (lo cual, naturalmente, cabe sólo por un corto tiempo), la sociedad general es el medio donde aquéllos individualmente se forman; cuando ambos órdenes están bajos, no se forman en ninguna parte. Y entonces, la misma enseñanza meramente expositiva se reduce más y más cada vez al oficio servil y mecánico de un repaso superficial para los exámenes; oficio que aun los más optimistas no confundirán ciertamente con el de preparar, ni para la indagación de la verdad, ni para ninguna otra clase de funciones, ni para los austeros deberes de una vida grave y digna, propia de seres racionales. Pocos se aterran de la inmoralidad que supone aprenderse el «texto» favorito, sea el que fuere, para dar gusto al tribunal de examen, renunciando a toda convicción personal y adulando servilmente hasta los errores más groseros; inmoralidad que, además, tanto se repite en las oposiciones a cátedras. Pero de aquí viene, sin duda, uno de los más eficaces fermentos de corrupción para nuestra juventud: cuando se la debiera disponer para luchar por crear y realizar un ideal, que no acierta a hallar dentro de sí misma, ni en parte alguna, incluso en la desorientada universidad española de nuestro oscuro tiempo...






ArribaAbajo

La enseñanza del porvenir


I

Uno de los más eminentes fisiólogos del sistema nervioso en nuestro tiempo es, sin duda, el célebre míster Beard, de Nueva York, a quien se deben los primeros estudios, y mucha parte de los más importantes, sobre la neurastenia o agotamiento nervioso, enfermedad conocida a veces por el nombre de este observador («mal de Beard»).

En el libro donde, bajo el título de El Neurosismo Americano, resume sus principales investigaciones, presenta ciertas bases para una reforma de la pedagogía, que evite ese agotamiento del sistema nervioso. De ellas entresacamos algunas, como señal de la convergencia, cada día mayor, que entre los fisiólogos y psicólogos más autorizados se va estableciendo, en punto a la renovación de los sistemas educativos.

En su opinión, estos sistemas, actualmente, lo mismo en la escuela que en la universidad y en la familia, parecen organizados para acabar con la energía nerviosa. La ciencia y el arte de la educación, dice, de tal modo han quedado rezagados con respecto a los demás, que, hasta los últimos años del siglo XVIII, apenas podía decirse que se los hubiese empezado a estudiar científicamente.

Escuelas, colegios, universidades, son todavía doquiera el santuario del medievalismo, mirando más bien a conocer lo ya sabido que a hacer nuevos descubrimientos, y pudiendo esperarse poco de ellos para una reforma trascendental. La política pedagógica de los chinos es, para muchos, la causa de su estancamiento: porque si sus nervios fuertísimos han podido soportar durante siglos tantos exámenes y concursos, ha sido a cambio de renunciar al progreso. Y, sin embargo, en su ejemplo se inspiran todavía, más o menos, todo los pueblos civilizados. La fuerza responde a la fuerza; cierta clase de jóvenes tienden a pedir al maestro más de lo que éste puede dar a sus discípulos; las naturalezas conservadoras se apegan a la tradición; la medianía engendra la medianía. Los organismos docentes son impotentes para salir por sí propios de ese estado, y necesitan que su reconstitución venga de fuera: de los psicólogos, de la psicología de la educación.

He aquí, ahora, uno de los principios cardinales de ésta: «Al Evangelio del trabajo, debe sustituir el Evangelio del reposo».

Los niños de la generación pasada venían estimulados -más bien, arrastrados- al trabajo, en sus formas menos atractivas; porque la filosofía de esos tiempos pensaba que la utilidad es proporcional a la fatiga, y que los métodos de estudiar deben ser aquellos que la experiencia acredite de más molestos y fastidiosos. Olvidaba esta filosofía la necesidad del placer. Hoy, muchas veces, tenemos que apartar del trabajo a nuestros hijos con tanta fuerza como la que empleaban nuestros padres para llevarnos a las aulas, vigilando constantemente, por ejemplo, para impedir que estudien a deshora. Esto es debido, en gran parte, a que psicólogos y fisiólogos han llamado la atención sobre los funestos resultados del exceso de trabajo, no ya sólo cuando se trata de estudios hechos a disgusto, con excitación, con ansiedad y en las malas condiciones higiénicas usuales en la mayoría de las escuelas, sino aun de trabajos gratos, en armonía con nuestros gustos y organización: verbigracia, la música.

El autor expone algunas de las diferencias esenciales que caracterizarán la educación del porvenir, de esta suerte:

a) La limitación cuantitativa del saber, en vez del ansia y del prurito actual, esencialmente memoristas, que parecen dominar en todo, y más peculiarmente en ciertas ramas: verbigracia, en la historia, olvidando que casi todo lo que lleva este nombre hay que considerarlo como un mito; y todavía, de lo que en esta esfera sobrevive a la crítica, no tenemos para qué enseñar sino muy poco, y aun esto, quizá sin dar grande importancia a que se recuerde o se olvide. Que el principio de Beard, evidente como es, sin duda, se halla muy distante de ser todavía reconocido, se observa con facilidad en la enseñanza de todos los países, y con especialidad en el nuestro. Asombra el bagaje de volúmenes que, por regla general, se supone que han de «aprender» los más de los alumnos cada año. Verdad es, en cambio, que sólo los aprenden para los exámenes, olvidando luego casi por entero el inútil fárrago de su contenido, del que apenas sobrenada tal cual islote esporádico. Tanto peor, o tanto mejor: según se mire.

b) Comprendamos que sólo una parte mínima, infinitesimal, de todo el verdadero saber es lo que puede adquirir un individuo, por enérgicas que sean sus fuerzas. Que una cosa sea importante -¿cuál no lo es?- no es razón para que todo el mundo tenga que saberla; lo contrario equivaldría a querer comer todas las sustancias comestibles, porque todas son nutritivas. La ignorancia es una necesidad para el hombre: pues no podemos saber cosa alguna sino a condición de ignorar muchas otras. Tener una idea general (aunque sólida) de aquellas partes de la ciencia más lejanas de nuestra especialidad y el conocimiento más profundo posible de lo que toca a esta última son los dos fines cuya armonía constituye el ideal. La base previa de toda disciplina mental es que el cerebro humano, aun en su más alto grado de evolución, tiene una capacidad limitadísima: necesita olvidar mucho para poder dar a sus fuerzas nuevas aplicaciones. La actual variedad de lenguas muertas y vivas era desconocida a los más grandes genios literarios, que fueron, sin embargo, creadores de sus propias lenguas. Poseer un conocimiento suficiente y sistemático del orden general del saber; orientarnos en sus varias direcciones, hasta conocer cuál es la que más se adapta a nuestra inclinación y a nuestro ambiente, y entonces seguirla: tal es la verdadera victoria en la batalla de la vida. En esta parte, el excelente razonamiento del autor parece un comentario del sapere ad sobrietatem del apóstol.

c) Para el hombre, la suprema necesidad no es el saber, en sí mismo, sino poder servirse de él, según con buen sentido hace el atleta con sus fuerzas (idea muy característica del norteamericano). No importa que un hombre sepa poco o mucho, sino que lo sepa como debe saberlo y sea capaz de concentrar y vivificar sus conocimientos. La disciplina mental perfecta consiste en lograr que todas nuestras facultades cooperen armoniosas con el menor rozamiento y gasto de fuerza posible: entonces, la adquisición del saber que necesitamos, verbigracia, sea para nuestra tranquilidad intelectual, o para ganar nuestros medios de subsistencia, no es más que una especie de diversión que, sin fatiga, nos lleva al corazón de la verdad. Todos los caminos derechos de auto-instrucción sirven para este fin; pero ninguno como el arte de pensar. Sólo que este arte es en el que menos se ha pensado, salvo en las antiguas fórmulas de la lógica, que guardan la misma relación con el razonamiento vivo que una choza de ramas con el árbol de donde éstas se cortaron. El estudio del arte de pensar y de los principios de la evidencia puede ser sumamente atractivo y precioso, aun para las inteligencias menos maduras.

d) La educación no es más que evolución, crecimiento intelectual, que, como todo en la naturaleza, procede sin interrupción desde lo simple a lo complejo. La mente crece como un árbol; podemos contrariar o favorecer su progreso, pero no evitar este crecimiento.

e) El gran secreto de la vida es aprender a olvidar, debiendo proceder con todo el saber que adquirimos como el actor con los papeles que aprende: sin retenerlos en la memoria más que mientras hacen falta, a fin de que dejen hueco para otros. Es una suerte -repite- que la mayor parte del bagaje con que nos cargan en la juventud se nos olvide.

f) El método educativo verdaderamente psicológico, el más económico de fuerzas, tiempo y dinero, es el que emplea todos los sentidos. La inteligencia es como un sentido altamente desarrollado, que conviene nutrir por sus raíces, no por las ramas, como se empeña en lograrlo la educación escolástica. Fröbel, Pestalozzi, Rousseau concuerdan en este principio: que es más fácil y natural entrar en una casa por la puerta que rompiendo los muros. Por fortuna, la naturaleza es más poderosa que nuestros sistemas, a pesar de los cuales, nuestros hijos se enteran de las cosas por medio de sus sentidos.




II

Toda educación debe ser clínica, de observación directa en cada caso. En realidad, puede decirse que saber bien cómo debe ser y cómo será en su día la educación médica equivale a saber cómo debe ser, en general, toda educación.

En efecto: hasta ahora, dice al autor, casi con estas propias palabras, se ha enseñado la medicina de un modo completamente antifilosófico.

Es cierto que, en estos últimos tiempos, la instrucción a la cabecera del enfermo, las operaciones y las demostraciones han mejorado dicha enseñanza; todavía se la comienza, sin embargo, por donde se debería concluir. Para el estudiante, la manera convencional, hereditaria, ortodoxa, es la de tomar los libros de texto sistemáticos, leerlos hoja por hoja, sistemáticamente, también, y asistir a lecciones no menos sistemáticas; dejando para el fin de los estudios, o al menos para el medio, la práctica y la observación individual. Ahora bien, la psicología y la experiencia exigen precisamente todo lo contrario. El alumno debería pasar los primeros años a la cabecera del enfermo, en el laboratorio y en la sala de disección; reservar para los últimos años los principios didácticos y sistemáticos, y, aun entonces, usarlos con suma parsimonia. El orden psicológico, conformándose al cual penetra y se graba más fácilmente cada verdad en el espíritu, no es precisamente el de los libros de texto, que constituyen una fatiga impuesta a la fuerza nerviosa, un dispendio de tiempo y de energía, tal, que a veces, sólo olvidando esos libros y esas lecciones académicas podrán los jóvenes llegar a ser un día buenos médicos.

La primera lección de medicina debería recibirse al lado del enfermo. Antes de leer un libro o de oír una explicación, antes de conocer siquiera la existencia de una enfermedad, el estudiante debería verla; y entonces, después de haberla visto y observado con la guía y las instrucciones del maestro acerca de ella, le serán sus lecturas harto más provechosas que si hubiese hecho lo contrario. El práctico, con tal que posea en cierto grado la facultad de analizar sus propias operaciones mentales, cuando lee la descripción de una enfermedad, de la cual ha visto ya un caso con sus propios ojos, la comprende mucho mejor: como comprende de cuán poco le han servido los libros abstractos, al encontrar ese primer caso, si no los vuelve a leer después de visto. Entonces advierte también que ha olvidado lo que sólo había aprendido para recitarlo en el examen con éxito.

Por el sistema que indico, concluye míster Beard, se aprende en un mes más que en un año por el sistema actual. Además, lo que se aprende así se tiene a mano disponible, y con un gasto de fuerza y tiempo incomparablemente menor. La llamada «enseñanza sistemática» es la más extravagante forma de instrucción. Y ni aun es tal: porque los conocimientos que pretende suministrar no entran en el cerebro del estudiante, sino, a lo sumo, para hacerle retener algún tiempo las palabras con que esos conocimientos se expresan, y repetirlas en el examen, sea de viva voz, sea por escrito. Mientras asisten a las lecciones, se afanan tomando notas y más notas, pero sin comprender real y verdaderamente lo que oyen. Cinco minutos de estudio sobre un caso cualquiera, con ayuda de un maestro experto, le darían a conocer lo que en vano pugna por adquirir en todo un año de explicaciones ex cathedra.

Según el autor, sucede en la medicina lo que en lo demás; y aun puede más bien afirmarse que esta rama de conocimientos comienza a convertirse a las ideas radicales de la nueva reforma. Por ejemplo, hoy acontece que aprendemos las lenguas extranjeras, no como la nuestra, por la conversación y la lectura, sino con la gramática y los diccionarios; en vez de reservar estos libros para grados más avanzados, posteriores ya a la posesión de la lengua misma. Por caro que sea el viajar, que es, sin duda, el mejor método para aprender geografía, cuesta de cierto menos que gastar años y años en la escuela con este fin. Por fortuna, en geografía, como en tantas otras cosas, es muy corta la cantidad de cosas que es preciso saber.

El sistema de lecciones y repasos, completamente antipsicológico, es tan enojoso y forzado para el maestro como para el discípulo; y en las universidades inglesas ha sido reemplazado (hasta cierto punto) por un sistema más acorde con las leyes de la inteligencia. Hay un profesor en la Universidad de Harvard (la más célebre de Norteamérica) a quien el autor ha oído decir muchas veces que, cuando sus alumnos entraban en clase, sentía deseos de averiguar qué era, no lo que sabían, sino lo que no sabían. Este profesor, añade, habría debido nacer en el siglo XX, y quizá en el XXX, porque su filosofía es demasiado sólida y está demasiado bien fundada en la psicología para que pueda verla aceptada durante su vida. En Harvard, hay muchos profesores que, en vez de explicar y preguntar luego acerca de lo que han explicado, responden a las preguntas de sus alumnos; esta inversión de los términos es uno de los pocos rayos de luz que se vislumbran en la enseñanza actual.

Las lecciones o explicaciones puramente orales exigen del auditorio enorme gasto nervioso. Su fruto es imperfectísimo; porque el diálogo, las interrupciones, las revisiones, etc., apenas son posibles; dejando, más bien que un conocimiento concreto de las cosas, una vaga sombra de ellas. Míster Beard considera como uno de sus más gratos recuerdos no haber asistido en toda su carrera de medicina sino a una lección de cada doce (por más que eran a veces brillantes y bien hechas), salvo a las propiamente clínicas. Y añade que, si en su tiempo hubiese habido tantos libros de medicina como hoy, su abstención de los cursos sistemáticos habría sido completa. La utilidad de estos cursos es sólo que acostumbran al oyente a soportar cosas penosas y hasta perjudiciales. La lectura y la revisión de lo que aprendemos, volviendo siempre a la intuición de lo que estudiamos, la conversación con los que saben más que nosotros sobre el asunto, es trabajo grato, vivificador, y que, en vez de acortar la vida, la alarga, evitándonos la bancarrota del sistema nervioso. Uno de los más grandes trabajadores del mundo actual, Edison, es al mismo tiempo uno de los hombres más sanos que Beard ha conocido, merced a su excelente método de trabajo intelectual.

El escaso interés que despertaron unas conferencias teóricas que en cierta ocasión dio el autor, comparado con el entusiasmo que promovió al repetirlas acompañadas de experimentos, es uno de los hechos que más le hicieron comprender el papel extraordinario del sentido de la vista en la enseñanza.

En cuanto a los exámenes, concursos y oposiciones, parecen inventados, dice, por alguno que haya querido más bien atormentar que beneficiar a la humanidad, aplicando aquella errónea filosofía, antes mencionada, de que todo lo que es desagradable es útil, y que la acumulación (temporal y momentánea) de hechos constituye la verdadera sabiduría y da la exacta medida de la fuerza cerebral. Pero el más gran necio puede hacer el mejor examen; mientras que ningún hombre discreto puede siempre decir lo que sabe.




III

Hasta aquí el extracto. Por él se ve claramente que, ante todo, en el fisiólogo americano, el verdadero sentido del método intuitivo no se oscurece por el peso de la tradición. Con efecto, es frecuente encontrar bajo el nombre de este método una combinación en que la exposición teórica va seguida de los datos objetivos; verbigracia, demostraciones, experimentos, etc. Sin duda que sistema, el cual representa una transición, necesaria tal vez, entre la antigua explicación teórico-dogmática y la verdaderamente intuitiva, constituye un progreso apreciable. Pero recordemos que la naturaleza del procedimiento intuitivo no está en confirmar a posteriori la exactitud de una exposición previa, sino en llevar de la mano al alumno, para que él mismo, partiendo de los datos que se le presentan, pueda resolverlos en un sistema de conceptos. La explicación previa, además, podrá ser un resumen de lo que otros, o el profesor mismo, han visto; cosa imposible, si el ver no hubiera precedido al entender.

Este principio, en sí mismo, suscita ya hoy, por fortuna, escasa oposición; pero, en las aplicaciones, flaquean con frecuencia aun sus más decididos apóstoles. ¿A cuántos de éstos, por ejemplo, no admirará la idea de comenzar por la clínica la medicina, a pesar de que ya hoy parece fuera de duda -a muchos, si no a todos- que la anatomía debe empezar, no por discursos de cátedra, sino por la disección?

De igual suerte, a las excursiones al campo, a los museos, a las fábricas (como antes queda dicho de los experimentos), se las tiene ya como ilustración y confirmación excelentes de las lecciones orales; pero pocos ciertamente reconocen todavía que deben constituir el primer momento, no el segundo, de una enseñanza objetiva. Por ejemplo, los trabajos de gabinete, en geología, tienen necesariamente que venir después de los trabajos de campo.

Y, sin embargo, ésta es la ley. Un caso de conciencia en una clase de moral; la observación de un fenómeno, o la discusión de un concepto, en otra de psicología, de botánica, de lógica, de física, no son ejemplos para ilustrar una doctrina, sino la base, la materia, el objeto mismo de la investigación y discusión, o, para decirlo de una vez, de la enseñanza.






ArribaAbajo

O educación, o exámenes


I

Cuando se recuerda que, en el último Congreso Pedagógico de Madrid, se derrochó tanta oratoria en pro de los exámenes (cuya supresión había recomendado la Sección de Enseñanza universitaria), y si se tiene en cuenta la extraña defensa que de semejante institución se ha hecho poco ha en el Consejo de Instrucción pública, apoyada en declaraciones y hechos inexactos, no puede creerse inútil insistir uno y otro día sobre este punto; en particular, para mostrar cómo las opiniones más autorizadas en los principales pueblos reclaman, con mayor energía cada vez, la abolición, no sólo de esas supuestas «pruebas», sino de todas las demás prácticas análogas: oposiciones a cargos públicos, a premios, pensiones, etc. Y esto, teniendo en cuenta que, fuera de España, es rarísimo hallar la plaga desarrollada en los términos a que ha llegado entre nosotros; verbigracia: los exámenes anuales por asignaturas, especialmente en la universidad, y las oposiciones directas a cátedras, apenas existen en ningún pueblo donde la enseñanza se encuentra en situación próspera.

Por ejemplo, en Inglaterra, se introdujo en nuestros días el sistema de la oposición para becas y pensiones (fellowships, scholarships) y para empleos del Estado, como un correctivo contra el favoritismo y un medio democrático de abrir por igual las puertas de la vida a toda clase de personas, por desconocidas que fuesen. Pero, al igual que en otros muchos órdenes, el remedio ha concluido por parecer que tiene dudosa ventaja sobre la enfermedad; y acaba de publicarse una protesta contra ese régimen, suscrita por más de 400 autoridades, de tanta importancia como los filólogos Max Müller y Sayce; los naturalistas Grant Allen, Bastian, Carpenter, Dewar, William Crookes, Warner; el profesor Bryce, actual ministro de Comercio; el venerable autor de la Educación de sí mismo, Stuart Blackie; lord Armstrong, el famoso industrial; el pedagogo Oscar Browning, los filósofos Harrison y Romanes (muerto recientemente, como asimismo los historiadores Freeman y Froude, asociados también al movimiento); el doctor Chrichton Browne, una de las primeras autoridades europeas sobre higiene mental y escolar; Pridgin Teale, que lo es en higiene física; Spencer Wells, el gran cirujano; los sociólogos Aveling, mistress Besant, mistress Cuninghame Graham (la autora de la Vida de Santa Teresa), el austero Haweis, el semianarquista Auberon Hebert; Kidd -cuya Evolución social es ahora el libro de actualidad de Inglaterra-; el pintor Burne Jones; el ilustre asiriólogo Layard, que acaba de morir (tan conocido en España, donde fue embajador); el director del Journal of Education, Storr, y un número considerable de profesores, examinadores, escritores, pedagogos, prelados, diputados, pares, industriales, etc.

He aquí los principales fundamentos de su protesta, publicada con el expresivo título de El sacrificio de la educación al examen.

La administración y los maestros tratan al niño como un instrumento que hay que preparar para ganar dinero del Estado (en forma de pensiones y empleos de todas clases), como se educa a un potro para las carreras; sin miramiento alguno respecto de su porvenir, destruyendo su robustez y su resistencia a las enfermedades, ya inmediatamente, ya a la larga, y con ella su mismo vigor intelectual y moral para el trabajo. La emulación, una de las formas inferiores de la lucha animal por la existencia, desmoraliza, obliga a desatender los fines superiores de la educación y hace imposible la diversidad y originalidad en ésta, imponiendo a todos un tipo único: el que ha de dar la victoria en el concurso. El maestro, esclavizado a una tarea servil, no puede consagrar lo mejor de sus fuerzas a aquello que más responde a su vocación y que él realizaría con superior desempeño, sino a ese ideal de satisfacer a los examinadores: todo lo demás es, o perjudicial, o cuando menos artículo de lujo, a que no hay tiempo ni posibilidad de atender. Mientras tanto, por su parte, el discípulo tiene que encogerse de hombros ante la idea nueva, la investigación original, el punto de vista personal y fresco, que es lo único que puede despertar su interés, abrir su espíritu, dilatar su horizonte, fortalecer su inteligencia y su amor al saber y al trabajo. ¿De qué le sirve todo esto en el examen?...

En tales condiciones, la opinión pública, atraída artificialmente hacia el éxito en esas luchas, es imposible que forme idea de la verdadera importancia de la educación nacional, de su estado, sus tipos, sus necesidades. No hay más que una necesidad: ser aprobado, llevarse la nota, el premio, la plaza.

El sacrificio de las facultades superiores, a la rutina; el rápido olvido de lo que de ese modo y con tal fin se «aprende»; el cultivo obstinado de la superficialidad para tratarlo todo, compañera inseparable de la incapacidad para tratar a fondo nada; el deseo, no de saber, sino de parecer que sabemos; la presión para improvisar juicios cerrados sobre cosas arduas y difíciles, que engendra la osadía, la ligereza, la falta de respeto, la indiferencia por la verdad; la subordinación de la espontaneidad y la sinceridad al convencionalismo de las respuestas a un programa; la habilidad para cubrir con la menor cantidad de sustancia el mayor espacio posible; la disipación y anarquía de fuerzas; el disgusto de todo trabajo que no tiene carácter remunerativo... he aquí los gravísimos males de un sistema pedagógico, al cual los autores de la protesta llaman «un cuerpo sin alma», que trae consigo por necesidad la corruptio optimiy suprime las más nobles influencias para una sana educación.

Pues, por este camino, al joven ya no le importa comprender el mundo en que vive, las fuerzas que ha de manejar, la humanidad a que pertenece, ni trazarse un ideal elevado para su conducta. A este ideal, se sustituye otro, separado de aquél por un abismo, y que, salvo para el desesperado esfuerzo de una exigencia momentánea, es completamente infecundo. Y, hasta a aquellos que son capaces de sentir otra clase de estímulos, se les fuerza a doblegarse a la conquista del éxito, la fama y el dinero. Los firmantes notan, en este punto, lo que todo profesor y aun todo hombre de mundo está harto de observar: el fenómeno, frecuentísimo, de estudiantes brillantes y victoriosos, que luego jamás han logrado rebasar el límite de una vulgar insignificancia. Sus fuerzas mentales y sus fuerzas morales: todo llevó en ellos el mismo camino de perdición. «Parecía que habían agotado el conocimiento y vencido en la lucha de la vida, cuando apenas habían cruzado el umbral de uno y otra».

Si por examen se entendiese la constante atención del maestro a sus discípulos para darse cuenta de su estado y proceder en consonancia, ¿quién rechazaría semejante medio, sin el cual no hay obra educativa posible? Pero, justamente, las pruebas académicas a que se da aquel nombre constituyen un sistema en diametral oposición con ese trato y comunión constante. Pues, donde ésta existe, aquél huelga, y, por el contrario, jamás los exámenes florecen, como allí donde el monólogo diario del profesor pone un abismo entre él y sus alumnos. La situación del primero es como la de un libro de texto que hubiera que oír leer a horas fijas. Y, para esto, pueden bien suprimirse el profesorado y sustituir (con ventaja) las aulas por bibliotecas: para los auditivos, se podrían sacar lectores, que merecerían este nombre más que los de la Edad Media. La enseñanza es función viva, personal y flexible; si no, ya está de sobra. El libro será siempre obra más meditada, reposada y concienzuda que la lección de cátedra, algo expuesta a las ligerezas y extravíos de la improvisación; a menos que el maestro se limite a recitar un sermón, previamente aprendido de memoria. Pero, en tal caso, está más de sobra todavía.

En cuanto a los que defienden el examen como prueba de la enseñanza que da el maestro (opinión bastante arraigada antes en Inglaterra con respecto a las escuelas primarias, en el pésimo sistema del payment by results, hoy ya felizmente derogado), cualquiera otro medio sería preferible: la publicación de libros, de trabajos, de resúmenes e informes acerca de la obra realizada en cada curso: la inspección. Todo valdría más y tendría mayor exactitud.




II

A esta protesta colectiva añaden todavía algo por su cuenta cierta parte de sus ilustres firmantes. Elijamos entre ellos.

Max Müller dice que hace cuarenta años él mismo reclamó se abriesen las carreras civiles al mérito, mediante examen, acabando con los antiguos métodos de nombramiento para los cargos públicos (reforma llevada a cabo por el ministro liberal Trevelyan); pero que urge ya poner coto a los abusos del sistema. «En mi universidad (Oxford) -asegura con autoridad irrecusable-, el placer del estudio ha acabado; el joven no piensa sino en el examen. Verdad es que, sin libertad, aquel placer no puede existir, y no se le deja libertad alguna: los textos y la dirección forzosa de todo el trabajo escolar, que no le permite extraviarse a la derecha ni a la izquierda, le van produciendo de año en año una verdadera "náusea", que comienza por el fárrago indigesto cuya deglución se le impone, y acaba por extenderse a todo libro, al verdadero estudio y a la ciencia. Así -añade- se envenena la mejor sangre de la nación».

¿Qué diría el gran lingüista ante los serviles métodos que entre nosotros imperan y frecuentemente comprometen el éxito (escolar) de un alumno que se ha permitido estudiar y trabajar a conciencia, pero sin «aprenderse» el texto favorito del examinador?...

La medianía, dice, gana con el sistema; pero ya no hay más que medianías. «Inglaterra (como los demás pueblos entrados por este camino) va perdiendo de día en día sus antiguos atletas intelectuales, que llevaban la cabeza a sus compatriotas, y, si la historia nos enseña algo, ninguna nación puede ser grande sin grandes hombres». A su entender, en la universidad, el remedio estaría en dar gran libertad al candidato para elegir, así sus asuntos como el modo de probar su competencia en los ejercicios de grado (téngase en cuenta que estos ejercicios son allí, como en casi todas partes, el único examen). En cuanto a las oposiciones para obtener cargos públicos (no cátedras, que allí, como en casi todas partes también, se proveen por otros sistemas), opina que sería mejor reducirlas a una prueba de ingreso, seguida de un período de prácticas, al fin del cual se formaría ya un juicio fundado y decisivo acerca del aspirante.

Y todavía, en una entrevista que acaba de celebrar hace muy poco con un reportero, sobre la necesidad de la reforma universitaria, añade lo que sigue: «Sufrimos tristemente estos continuos exámenes; estropean y desmedran a nuestros jóvenes, que no tienen tiempo ni ocasión para ser perezosos; ahora bien: mis antiguos compañeros perezosos son principalmente los que luego han sido hombres de mérito. Porque yo creo en la pereza inteligente (cultured), que da al hombre tiempo de leer para sí. Pero ved esos exámenes: porque un hombre sabe exactamente qué es lo que tiene que leer muchas veces, página por página, llaman a eso "estudio"...»

Para Freeman, el ilustre historiador, cuyos restos descansan en nuestro suelo, el examen ha llegado a ser el fin fundamental de la vida universitaria; una especie de deporte, sólo que dirigido, no a desarrollar, sino a atormentar al discípulo, al cual no se le pide ya que aprenda cosa alguna en realidad, sino que la retenga en la memoria hasta que se le pregunte en el gran día. Freeman no quiere ni aun exámenes de ingreso.

La universidad es hoy, afirma, un cuerpo, cuyos miembros se ocupan, respectivamente, no en estudiar, sino en examinar, o ser examinados, con los necesarios intervalos para prepararse a ello y para olvidarlo todo en cuanto pasa. El atiborramiento cuantitativo de pormenores ordenados (cramming, bourrage)reemplaza a la dirección científica y pedagógica del maestro para los estudios personales del discípulo, que es la obra de la enseñanza universitaria (si es que no de toda enseñanza, pudiera añadir); como el cuaderno de apuntes, para tomar notas de ese «preparador», sustituye a la atención intensa, a la comunicación entre ambos y a la lectura, ya individual, ya en común, de los grandes autores; principal elemento, en sentir de Freeman, para formar una cultura desinteresada. En su opinión, los exámenes debieran por completo suprimirse. Con el sistema actual, dice, no puede uno comenzar a estudiar hasta que acaba de examinarse. Y esto, en el caso de que no haya perdido ya las ganas. De seguro que estos axiomas no son novedades para los profesores, ni para los estudiantes españoles.

Harrison, el autorizado jefe del positivismo ortodoxo o comtista en Inglaterra, no es menos expresivo. Su punto de vista en la cuestión de los exámenes es que, habiendo sido éstos instituidos para servir a la educación, han acabado por invertirse los papeles. De aquí dos nuevas profesiones: la de examinador y la de preparador para el examen, verdadera maquinaria que a todos nos coge y moldea, sea cualquiera nuestra situación social, obsesionados siempre por el afán de aprender... una serie de respuestas a un programa dado. Con error, sin duda, piensa Harrison que este mal es menor en la enseñanza primaria; por más que reconoce que el recargo intelectual (over-pressure) es, «en sus nueve décimas partes, al menos, obra del examen, y no del estudio».

En otro orden, en la provisión de cargos públicos, opina que si confiamos el gobierno supremo de la nación a ciertas personas, bien podemos confiarles el nombramiento en igual forma de sus colaboradores y subordinados, que es cosa harto menos grave; sobre que el procedimiento actual es desastroso, porque pervierte el espíritu entero del país.

Y bien podría añadir que, en la provisión de empleos por oposición, examen comparativo, etc., no hay tales supuestas garantías contra el nepotismo. Por ejemplo, entre nosotros, un consejero intrigante de Instrucción pública puede llenar el profesorado de hechuras suyas, si le place, arreglando los tribunales. Y si es cierto que a veces logra justicia un candidato honrado y benemérito, ¿acaso no acontece otro tanto con todos los sistemas posibles? ¿No hay diputados, ministros, jueces, directores, etc. -pocos o muchos, pero algunos-, dignos de sus cargos y nombrados sin oposición? Pretender que cabe hallar un mecanismo exterior para asegurar la moralidad interna del espíritu es cosa hoy ya reconocida como una de las mayores utopías. Se explica el proceso de la formación de esta teoría; pero ya no es lícito poner en ella una mayor confianza que en la piedra filosofal o en el elixir macrobiótico. Aquí, como en otros particulares -verbigracia, en los tribunales de justicia-, hay que volver los ojos al arbitrio judicial.

Con razón dice Harrison: «Ninguna persona de buen sentido que necesita un secretario de confianza, o un colaborador literario, u otro sujeto a quien encargar una misión de responsabilidad, consentirá que se lo nombren por oposición; llamar a esto «examen» -añade-, es una farsa; pero farsa que ejerce sobre la educación un efecto análogo al que las apuestas ejercen sobre los deportes higiénicos y nobles».

El examen, dice (análogamente a como ya se ha visto que se expresa Freeman), es, como otras muchas cosas: bueno, cuando es ocasional, sencillo y espontáneo; pésimo, cuando es reglamentario, mecánico y solemne, que es justamente cuando se llama examen. Así, mientras un discípulo está menos «preparado» para éste, tanto mejor; y cuanto más discrecional y libremente obra el examinador, menos perjuicios causa: todo, al revés de como se entiende hoy, en que el procedimiento discrecional tiene en su contra el fantasma del favoritismo. Es muy dudoso -añade- que ninguno de nuestros grandes hombres de ciencia, historiadores, jurisconsultos, etcétera, pudiese responder a un programa de examen, cuyas cuestiones tiene, sin embargo, el pobre graduando en la punta de los dedos... De seguro, éste no olvidará (hasta que se examine) «los cinco elementos» de tal cosa, los «siete períodos» de tal otra, los §§ 1, 2, 3 de tal lección, con sus subdivisiones , , ... A veces, el examen oral, si llega a ser una conversación algo libre, es menos malo que el escrito; pero, otras, causa una excitación nerviosa dañosísima.

Y, a propósito de esta última observación de Harrison. Un distinguido profesor español defendía el examen precisamente por esta especie de «gimnasia» nerviosa; así se podría también defender la conveniencia de las convulsiones epilépticas para adquirir soltura de movimientos. ¡Y era médico!

Todas las críticas ponen gran empeño en condenar el mecanismo nivelador del examen, por cuyos resultados se planta una etiqueta al alumno en su «hoja de estudios», o más bien «de exámenes», que nada tienen en realidad que ver con el estudio, ni con las aptitudes del interesado, salvo para examinarse. Saber no es lo mismo que saber responder a un programa. El objeto es tan diferente, como las facultades que respectivamente exigen uno y otro fin. Una clase de inteligencia, de laboriosidad y hasta de memoria es la que se requiere para estudiar las cosas, y otra para aprender los manuales o apuntes de clase. El programa es la medida del universo: lo que no está en él, no lo han de preguntar en el examen; y lo que no han de preguntar en el examen, ¿para qué sirve?

Otro eminente inglés, el famoso antropólogo Galton, refiriéndose, todavía más que a los exámenes, a las oposiciones, que son su lógica consecuencia (y tanto gusto dan entre nosotros), dice en un libro reciente, que un candidato puede dar a conocer en esos ejercicios comparativos ciertas cualidades personales del momento: pero no el giro que tomará después. Se da una indebida preferencia a la viveza de las facultades receptivas, a las inteligencias precoces y despiertas, en esas pruebas, que no dan indicación alguna del carácter, tendencias y sentido del joven, del espíritu latente que habrá de manifestar y desarrollar en su conducta ulterior. Los exámenes tratan del presente, no del porvenir, y, sin embargo, dice, ese porvenir, lo que hará después ese joven, es en realidad lo único interesante.

Añadiremos a estas observaciones las que, con otro motivo (la educación técnica), dirige sobre el particular un hombre, muy inteligente en la teoría, pero sobre todo de la más alta competencia en la práctica industrial, donde ha obtenido toda clase de éxitos: el famoso fabricante de cañones, lord Armstrong.

Para él, una educación que pretende llenar de cosas concretas la inteligencia, en vez de despertarla, y que, en lugar de estimular las facultades creadoras, las comprime bajo la presión de la vulgaridad, la uniformidad y el mecanismo, es funesta. Y hasta llega a preferir la autoeducación de aquellos hombres como un Stephenson o un Watt, un Davy o un Arkwright, un Faraday, un Dalton, y otros muchos que no aprendieron en ninguna escuela el camino de sus grandes obras, salvando así su originalidad. Su feliz «ignorancia» (académica y escolástica) les permitió desplegar aquellas facultades geniales. El desarrollo de éstas, no la administración por mano ajena de un material de conocimientos muertos, debe ser el objeto fundamental de la educación, juntando el menor gasto de energía mental con la mayor armonía entre el desarrollo corporal y el del espíritu y con el mayor placer posible; en suma: un desenvolvimiento del tipo del jardín froebeliano, cosa incompatible con la importancia que hoy se da al pormenor almacenado, el desdén con que se trata las agotadas fuerzas del discípulo y el prurito de la epidemia de exámenes.

El mundo escolástico tiende a exagerar el valor de ese material concreto y cerrado y a rebajar el de la capacidad, y, sin embargo, ésta es la que hace hombre al hombre. Cuando éste pueda andar, no hay que llevarlo de la mano, sino ponerlo cuanto antes en condiciones de que adquiera las dos cualidades fundamentales para la vida, y para toda profesión, sea cual fuere: independencia de espíritu y firmeza de carácter. Saber no es poder, contra lo que tantas veces se afirma, sino sólo una condición para poder. Con ella, y sin las restantes, el individuo nada hará en el mundo, incluso en el orden del conocimiento y en la profesión del científico.

Como es sabido, Armstrong se llama también uno de los más ilustres científicos ingleses, el presidente de la Sociedad Química, que, en su inaugural de este año, dice (en un país como el suyo, cuyo número de exámenes ya lo quisiéramos nosotros para las más desahogadas de nuestras carreras): «Hoy día, muchachos y muchachas son víctimas del excesivo aprendizaje de lecciones, y en número creciente, de año en año, van cayendo en las garras del demonio de los exámenes, que amenaza convertirse en el más implacable monstruo que el mundo haya conocido jamás en la realidad ni en la leyenda. A cualquier maestro que tenga que tratar con estudiantes recién salidos de las aulas, preguntadle su opinión acerca de ellos. Os dirá que, en la inmensa mayoría de los casos, tienen poca o ninguna aptitud para valerse por sí, poco deseo de saber cosas, poca o ninguna capacidad para observar, poco deseo de razonar sobre lo que ven o tienen que demostrar y ningún sentido de la exactitud, satisfaciéndose con cualquiera clase de trabajo, por negligente que sea; en suma: que no saben ni inquirir ni adquirir, y como suelen ser flojos, dejan perder las ocasiones que se les ofrecen para ello. Sin duda, una gran parte, por naturaleza, vale mentalmente poco; pero de ningún modo puede decirse que la mayoría sean ineptos por sí, sino víctimas de una enfermedad adquirida».

«Necesitamos forzosamente hallar remedio a tal estado de cosas, o perecer, enfrente de la aterradora competencia actual. Muchachos y muchachas tienen que aprender, desde los primeros momentos de la escuela, a hacer y a juzgar... y ser educados para descubrir las cosas por sí mismos. En lugar de ponerles en las manos resúmenes condensados (para aprendérselos), preparémoslos para que manejen libros de consulta y adquieran hábitos de investigar y descubrir; que estén siempre trabajando; es decir, aplicando sus conocimientos a resolver problemas. Es calumniar a la especie humana decir, como dicen muchos, que los niños no pueden pensar y razonar y que sólo se les puede enseñar hechos. La primera infancia es la edad en que esas facultades son más visibles, y es probable que el fracaso en la manera de ejercerlas sea lo que las atrofia».

Si esto se dice en un país donde, comparativamente con el nuestro, apenas hay exámenes, júzguese qué concepto merecería allí el sistema nacional, que tanta parte tiene en nuestra insignificancia intelectual y científica.

No ha mucho tampoco, un escritor australiano de gran competencia, Catton Grasby, en su libro sobre La enseñanza en tres continentes (Europa, América, Australia), afirma que los exámenes «no dan exacta medida de la inteligencia del alumno y, a menudo, ni siquiera de sus conocimientos; son perniciosos para su bienestar intelectual, moral y físico y causa de cierta cantidad de inmoralidad, en varias formas, por parte de discípulos y maestros». Fracasan en su propósito, pues todos saben que el trabajo es tanto mejor y más concienzudo cuanto más libre. «El mayor mal, sin embargo, de los exámenes, como criterio de los resultados de la enseñanza, es la falsa opinión que engendran sobre el fin de la escuela: la idea de que la educación consiste en el conocimiento de unos cuantos hechos y en la aptitud para ejecutar unas cuantas operaciones mecánicas, no en el poder de pensar y en el amor al conocimiento».

Concluiremos con la opinión de dos escritores alemanes de la representación más opuesta. Wille, el apóstol de la «filosofía de la emancipación», llama al examen «instrumento de tortura para profesores y alumnos, que sólo prueba, no si se hallan formados, sino nivelados militarmente, según el tipo de las normas prescritas». Y si inspira cierta desconfianza a la masa este pensador radical, anarquista, oigamos lo que dice Paulsen, el filósofo idealista y espiritualista, el mesuradísimo profesor de Berlín; teniendo en cuenta, además, que lo dice al frente del monumental libro donde las universidades alemanas quisieron dar cuenta de su estado, y aun complacerse de él (no sin razón), en la Exposición de Chicago: «Todos los medios coercitivos para estimular al estudio» (asistencia obligatoria, plan de estudios impuesto, prelación de asignaturas, exámenes de curso, etc., de todo lo cual aquéllas por su bien carecen) «son inútiles, porque sólo obran sobre las apariencias, no sobre la realidad, que no sufre coacción; y perjudiciales, porque debilitan el espíritu de independencia y de responsabilidad personal... Son cosas propias de la Edad Media» (sobre lo cual insiste también, por su parte, otro profesor francés, M. Compayré, en su reciente Historia de las Universidades), «inconcebibles ya hoy en las universidades alemanas. En especial, los exámenes no sirven para hacer aprender, y mucho menos para hacer trabajar científicamente; a lo sumo, podrían obligar a aprender de memoria manuales y apuntes, catecismos de preguntas y respuestas, que de seguro nacerían entonces» (y, en efecto, nacen: ya sabemos todos cómo entre nosotros prospera esta abominable literatura), «para ayudar a salvar el obstáculo». «A este miserable resultado "positivo", se juntan los más graves efectos negativos: la perturbación de las relaciones entre maestro y discípulo y de las relaciones con la ciencia, que, impuesta, se haría aborrecible, hasta para los que ahora con más libre inclinación se consagran a ella».

«En Rusia, añade, hay planes de estudio oficiales para cada carrera, asistencia obligatoria, exámenes de fin de curso, notas; y ¿cuál es el resultado?...» «Se deja de asistir a las clases, para prepararse a los exámenes; desempeñan gran papel los apuntes litografiados, que tienen un precio muy alto; o el profesor taquigrafía sus lecciones, para luego preguntarlas en los exámenes...» «La escuela de la libertad es una escuela peligrosa; pero no hay otra. El noble y grande Schleiermacher ha dicho que «el fin de la universidad no es hacer aprender» (para eso basta el libro y, en ciertos respectos, con ventaja), sino excitar en el joven una vida enteramente nueva y superior, un verdadero espíritu científico, cosa que jamás pueden lograr la coacción... ni las prácticas exteriores... por modos mecánicos». Y, en otro lugar, con motivo de los exámenes de Estado, dice Paulsen que, aun éstos, son «desagradables y perjudiciales para examinandos y examinadores»; coartan «la libertad de estudios científicos; conducen a los repasos y compendios», etc.

Basta por hoy. El lector habrá experimentado, sin duda, cierta impresión extraña al ver que algunas de las cosas que Paulsen cuenta de la enseñanza rusa pueden literalmente decirse de la nuestra. ¡No está mal consuelo!






ArribaAbajo

Vacaciones

El problema de las vacaciones se renueva con tanta frecuencia como desorden en nuestro pueblo, uno de los que peor lo han resuelto; si se puede llamar solución al desbarajuste legislativo y administrativo que entre nosotros reina sobre el particular. Las familias y la sociedad en general, los profesores, los poderes públicos, parece que se han propuesto de consuno, a fuerza de vacilaciones, contradicciones, torpeza y falta de principios, que sea totalmente imposible averiguar qué es lo que prefieren, si que los estudiantes trabajen o que no trabajen.

En cuanto a estos últimos, en su masa general, son los únicos sobre cuyos deseos sabe uno siempre a qué atenerse; deseos nada extraños, si se tiene en cuenta, uno por uno, todos los elementos de que depende que tenga nuestra enseñanza tan escaso atractivo para sus alumnos. Hay en ella, a despecho de la buena voluntad de muchos, todo un sistema de influjos y condiciones pedagógicas, o más bien, antipedagógicas, que, casi irremisiblemente, tienden a educarlos... para la ignorancia, la vulgaridad, el ocio, y hasta el vicio. Por esto tiene algún interés (aunque este interés sea, por el momento, principalmente teórico) enterarnos de las discusiones que de tiempo en tiempo suscita este asunto en los principales pueblos donde, sin embargo, se halla, por lo común, planteado menos irracionalmente que entre nosotros.

En Bélgica, por ejemplo, ha publicado no ha mucho la Prensa una serie de artículos más o menos apasionados sobre las vacaciones. Unos aprueban las vacaciones, pidiendo para los alumnos el derecho «de esparcirse bajo el cielo azul, entre los montones de heno y los haces de espigas, en una hermosa comunión con la Naturaleza». Otros contestan que, tratándose de las clases menesterosas de las ciudades, puede decirse que sus hijos no aprovechan aquellos períodos de descanso sino en el arroyo de la vía pública, cuando no en la trastienda de sus padres, o en el fondo del nauseabundo tubo que sirve de patio a sus viviendas. «Poco tiempo ha, y en una escuela primaria, nada menos que de Bruselas, entre 50 niños de ocho a diez años, había 45 que jamás habían salido de las calles, ni visto en toda su vida un campo de trigo». ¿Qué tiene de extraño que, en Madrid, con ocasión de las colonias escolares del Museo Pedagógico, se haya comprobado este ejemplo en proporciones muchísimo mayores?

Los padres, por su parte, sometidos a la necesidad del trabajo diario, protestan contra las vacaciones, durante las cuales no saben qué hacer con sus hijos, ni tienen tiempo ni medios para atenderlos. El Ayuntamiento de Bruselas pretende obviar en parte a este inconveniente, multiplicando en ese período las excursiones escolares, los juegos y ejercicios gimnásticos, etc.

Los pareceres de profesores y médicos se hallan divididos en la cuestión. Para los unos, las vacaciones son un medio de combatir el recargo mental, ya de los alumnos, ya de los maestros. Otros piensan que el abuso existe más bien que en el exceso del trabajo, en lo antihigiénico de su mala dirección; más bien en el malmenage, que en el surmenage. «Comprendo muy bien, dice un escritor, la emoción que debe producir en el profesorado, como en la magistratura, la amenaza de reducirles sus vacaciones, esto es, su privilegio de seis a ocho semanas de holganza: la inmensa mayoría de los hombres ejercen sus profesiones como una imposición, sea del hambre, sea de otras muchas circunstancias, no con el amor íntimo y el goce de una vocación espontánea:

Tout homme a dans son coeur un rentier qui sommeille.



«Un trabajo que exige por necesidad dos meses de descanso, añade también, no es un trabajo, sino una enfermedad; ni la vacación un descanso, sino una convalecencia». En las escuelas medias, o secundarias inferiores de Bruselas (¿qué diremos de España?), de cada cien días del curso, hay sólo cincuenta y nueve de clase y cuarenta y uno de vacaciones, y en las primarias, algo más trabajadoras, sesenta y cuatro y treinta y seis, respectivamente.

En general, ni unos ni otros contendientes protestan contra toda clase de vacación, esto es, de descanso periódico. Los adversarios de las vacaciones a lo que se oponen es a la suspensión del curso académico por muchas semanas, durante las cuales se deshace en gran parte la obra de la enseñanza, y se pierden los hábitos de trabajo; cuando éste se reanuda, exige una serie de esfuerzos, por desgracia, siempre deficientes. Oigamos las discretas palabras de M. Mabille, en la Revue Pédagogique Belge: «La higiene del trabajo no consiste en trabajar bárbaramente tres días, seguidos por otros dos de reposo absoluto, sino en trabajar todos los días un tiempo moderado, alternando con regularidad el descanso y el trabajo. De aquí la necesidad sentida y consagrada de un día de descanso a la semana. ¿Es posible figurarse una sociedad en la cual se suprimiesen los domingos, para reunirlos todos al fin del año, suspendiendo la vida social durante cincuenta y dos días consecutivos? ¿No sería irracional? Pues esto es lo que ocurre en materia escolar».

Un argumento en pro de las vacaciones largas es que dejan tiempo al estudiante para aprender a vivir en medio de la sociedad; a lo cual se responde que, además de que siempre debe quedar tiempo para ello en un régimen escolar sensato, la escuela es una preparación y una disciplina para el trabajo, que constituye precisamente el primer asunto de la vida social que hay que aprender. «No sólo tendrá el estudiante que ganar el pan cotidiano en medio de una áspera lucha, sino que, además, si es inteligente y desea mejorar su condición, y por cima de esto desenvolver y perfeccionar su propio espíritu, se impondrá un trabajo personal supletorio y libre; para todo ello, el hábito del trabajo enérgico y continuo, aunque hecho en condiciones higiénicas y refrescado y reanimado constantemente por suficientes descansos normales, forma la mejor preparación; no el arrancar de las aulas al estudiante una tercera parte del año».

En opinión de M. Mabille, «la organización racional del trabajo escolar sería un sistema de vacaciones periódicas de una semana cada dos meses, por ejemplo, y de quince días cada semestre».

Un sistema análogo ha propuesto en Francia, para la segunda enseñanza, M. Maneuvrier, cuyo pensamiento se condensa en la expresiva fórmula: beaucoup de loisirs, peu de vacances. Y un médico, el doctor Strachan, ha sostenido en el Congreso de Educación de Londres, siguiendo esta misma tendencia, que sólo debe haber un mes de vacaciones al año; pero con tal de que ninguna escuela tenga clase más que medio día. Naturalmente, se refiere a escuelas primarias y a todas aquellas donde el trabajo se halla organizado. En las demás, verbigracia, en nuestras universidades, ningún alumno está obligado (por ley) a tener más de tres clases diarias, que equivalen a aquel medio día. El doctor Strachan se opone también a que los estudiantes de primera y segunda enseñanza tengan que añadir a sus clases un trabajo hecho en casa; lo cual aumenta el tiempo diario de descanso. Y no le falta en verdad fundamento: cosa análoga hacemos en la Institución Libre. En la universidad, naturalmente, la supresión del trabajo individual fuera de las cátedras, de los laboratorios y los seminarios, ¿es posible?...

Además, se debería organizar estas vacaciones mismas: sobre todo, tratándose de alumnos de corta edad, a fin de evitar las dificultades que las familias poco acomodadas experimentan para ocupar a sus hijos durante aquel tiempo de una manera útil, y aun para divertirlos. Un niño encerrado en una casa estrecha, donde no puede moverse sin molestar a su familia, porque no tiene quien le pueda llevar a otro sitio, ni ocuparse de él, es una perturbación, y su aburrimiento tal, que sólo puede desear las vacaciones... cuando se aburre todavía más en la escuela. En cuanto al estudiante universitario, ¡qué poco se le educa para que en las vacaciones pueda valerse por sí, ya para el trabajo personal, ya para saber divertirse! Las más veces, ni aun el vicio alcanza a sacarlo de su aburrimiento.

En Inglaterra, el sistema que reina, sobre todo en la segunda enseñanza, es el de tres vacaciones al año, el cual dividen en tres trimestres (terms), que terminan en Navidad, en Pascua y en junio. Cada trimestre viene a constar de unas trece semanas, y las vacaciones, todas juntas, suman otras trece (es decir, otro trimestre), en aquellas escuelas donde más las prolongan, y unas diez en las restantes; sabido es que, en Inglaterra, no hay en este punto uniformidad impuesta por el Estado.

En general, parece que en todas partes viene acentuándose más o menos una tendencia en pro de las siguientes reformas:

1.ª Reducción de las vacaciones del verano aun solo mes, próximamente, teniendo en cuenta sobre todo, sea la necesidad de variar de medio y horizonte, sea nuestra costumbre de salir en esa estación al campo, o a la orilla del mar; es decir, de acercarnos algo más a la naturaleza, de la cual nos mantiene usualmente tan apartados la actual centralización y aglomeración morbosa de la vida en las grandes ciudades modernas. Esta centralización es, sin duda, un mal; pero ¿existe? hay que contar con ella.

2.ª Aumento, durante el curso, del número de períodos de vacaciones cortas, cuya extensión oscilaría, según los casos, entre una y tres semanas.

3.ª Disminución, en cada día, de las horas consagradas a clases y trabajos, aumentando las destinadas al descanso, juego, recreo, etc., y a la vida social, cuyo aprendizaje trae consigo cada día mayor número de deberes, y cada vez más graves, para la juventud escolar.

En suma y ante todo: una distribución más higiénica y pedagógica del tiempo total del año.

Añádase todavía el gran número de causas que contribuyen a la fatiga y agotamiento, ya de alumnos, ya de profesores, y que los pedagogos vienen estudiando, especialmente en la escuela primaria, pero cuya investigación desde ésta, se va extendiendo a todos los grados; la duración excesiva de las clases; lo insuficiente del descanso entre ellas; la igualdad entre las de la mañana y las de la tarde (que deben ser mucho más cortas); los malhadados exámenes, que van convirtiendo las llamadas «profesiones liberales e intelectuales» en un mecanismo desespiritualizado, al modo de un mandarinato chino; el cultivo malsano de la emulación, mediante premios, notas, cuadros de honor, oposiciones y concursos; el prurito cuantitativo del profesor, que confunde el inútil fárrago de pormenores con la profundidad y solidez (cuando, por necesidad invencible, calidad y cantidad está en razón inversa), y que imagina que todo lo que él dice, lo enseña; el rigor en la asistencia del alumno, inspirado en la preocupación de que una falta a cátedra supone la pérdida de cierta cantidad de doctrina, imposible ya de recuperar, la falta de condiciones higiénicas en los locales (verbigracia, la mala temperatura, iluminación y ventilación, que imponen al sistema nervioso un esfuerzo, a veces cruel y siempre superior al que le pide el trabajo intelectual de por sí... ¿Qué más? Higienista hay que llama la atención sobre al agotamiento que produce en los alumnos la necesidad de subir y bajar frecuentemente la escalera en los intermedios de las clases, primarias, universitarias o de todos géneros.

Las personas observadoras y que se interesan y preocupan por el estudio real de estos problemas, no sólo no se sonreirán de esta enumeración, sino que bien fácilmente la alargarían. De las demás, ¿qué decir? Prediquemos más y más, hasta que se les desbaste la corteza.




ArribaAbajo

La higiene de las vacaciones


I

Se pueden definir las vacaciones, grosso modo, diciendo que son períodos consagrados a descansar del trabajo profesional. Esto se entiende para aquellas personas (y son, hoy por hoy, casi todas las que hacen algo en el mundo) a quienes, por su culpa o la ajena, no es dado combinar de un modo permanente el trabajo y el reposo durante todo el año.

Sea lo que quiera, vacación significa siempre descanso. Pues, sin embargo, fisiólogos e higienistas de la mayor autoridad ponen en duda la equivalencia entre estos dos términos. Y como acaso el pueblo que más lleva de frente y a la vez los problemas de la educación y de la vida es Inglaterra, allí es donde recientemente ha habido, en periódicos científicos, revistas y aun diarios, una larga polémica, cuyos resultados finales conviene dar a conocer entre nosotros.

Pero, antes, preguntémonos: ¿y qué es descansar? Dos tipos hay de descanso, que conoce todo el mundo: el sueño y el cambio de ocupación. El primero no da, en verdad, lugar a duda. La actividad interior del espíritu se repliega sobre sí misma, relájanse más o menos (según lo profundo del sueño) sus relaciones con el mundo exterior y pierde de este modo todo un orden de excitaciones, que es tal vez el que más la fatiga y fatiga el cerebro. El puro pensar y discurrir produce cansancio también, pero es incomparablemente inferior al de esa complicada trama, ese vaivén de acciones y reacciones, que para nosotros comienza en la impresión de los sentidos. Al menos, en la esfera intelectual, o sea en lo que toca a la formación de nuestro conocimiento mediante el pensar (en todas sus facultades), nada hay que consuma tan considerable cantidad de nuestra energía psicofísica. Por esto, sea que durante el sueño se suspenda la actividad de la conciencia, como piensan unos, sea que continúe ejercitándose, pero aislada de los objetos que nos rodean, según creen otros, sin que tengamos siempre memoria de este ejercicio, el gasto de energía mental y nerviosa disminuye por extremo mientras dormimos, salvo en los casos de ensueños penosos, de pesadillas.

En cuanto al otro modo de descansar (despiertos), ya las dificultades para concebirlo son mayores. Sin duda, leer una novela equivale a descansar (salvo en lo que se refiere al sentido de la vista) para quien ha estado todo el día haciendo números en el escritorio de un banquero; no para el crítico apremiado con urgencia a su estudio, a fin de dar sobre ella juicio. Una buena caminata por el campo es descanso para un espíritu fatigado de intenso trabajo sedentario: no para el peatón que lleva la correspondencia, ni para quien va ansioso de llegar adonde teme encontrar una desgracia. En suma, el carácter de la actividad que en cada caso predominantemente ejercitamos; la relación con el estado del espíritu; la libertad o la necesidad de ese ejercicio; el fin con que lo realizamos; el medio exterior, el hábito y tantas otras cosas, son parte para que, a una misma ocupación, la llamemos alternativamente, ya «trabajo», ya «descanso».

Esto se refiere a lo que podríamos denominar el lado subjetivo del problema. Para el vulgo (entendiendo por tal los hombres faltos, no de inteligencia, de nociones, datos, sentimientos, etc., sino de ideal, esto es, de un sentido universal de la vida y de nuestra parte y obra en ella), la distinción más usual entre el trabajo y el descanso es que el primero tiene carácter de obligación profesional; mientras que la actividad ejercitada por un estímulo puramente interior, emancipada de la presión externa, no es trabajo a sus ojos, sino recreo, diversión, placer, y, por relación al trabajo, descanso. Este punto de vista no es siempre exacto, sin embargo. Lo es, tan sólo, en cuanto afirma que la aplicación grata de nuestras facultades, y por consiguiente su empleo por propia inclinación a un fin libremente elegido, no trae consigo aquel elemento de contrariedad que acompaña a toda lucha entre la necesidad exterior y la interna (cuando no van a una), aumenta el gasto de nuestras fuerzas, y, por tanto, la fatiga, y se expresa en un sentimiento de repugnancia y disgusto. Mas tan pronto como el trabajo profesional es a un tiempo trabajo de vocación, desaparece aquella contrariedad; y la distinción consiguiente que, entre ambos órdenes de actividad, forzosa y libre, penosa y grata, hallaba antes una observación incompleta, desaparece asimismo.

Pero hay cierto criterio objetivo para deslindar estos dos conceptos: la intensidad del ejercicio, o sea, el cuánto de actividad gastada. Por grato que sea su empleo, puede fatigar y agotar el organismo, y hasta acabar con él: ora se trate de estudios graves, ora de una partida de ajedrez; ya de un ejercicio muscular, ya de una emoción exaltada; de una serie vertiginosa de variadísimas impresiones como de un monótono discurso o una excesiva caminata, o el placer de un vicio. Todo puede cansar y agotar. Los efectos de la sensualidad bastarían para acreditarlo. Mosso ha notado con razón la diferencia que media entre el agotamiento (objetivo) y su sensación (subjetiva). Puede añadirse que el placer retrasa el punto inicial de dicha sensación, si es que no tal vez hasta el de la fatiga misma objetiva, como da a entender Lagrange.

Por este lado cuantitativo es por donde una misma ocupación, sea la que fuere, ora nos cansa, ora nos sirve de reposo. Téngase en cuenta, sin embargo, lo siguiente:

a) Ante todo, nos importa distinguir entre el cansancio que podría llamarse «fisiológico» y el «patológico», «morboso», o como se quiera decir. El primero es una condición higiénica de la vida, un excitante de sus funciones normales el segundo, un mal, un daño para ellas, de que, por tanto, debe huirse. A éste naturalmente se refieren las observaciones del presente artículo.

b) En otro orden, además, el límite y medida del cansancio perjudicial nunca es idéntico, no ya para todos los individuos, mas ni aun para todos los estados de un sujeto dado. Pero siempre existe un límite -aunque diferente, sin duda-, más allá del cual es indispensable la reparación de la fuerza gastada, que ya no puede dar más de sí. Cuando este caso llega, es insuficiente el descanso de la nueva variación. Precisa entonces disminuir la intensidad de ese gasto: sea relajando la acción muscular, sentándonos, tendiéndonos, etc.; sea la del espíritu, calmando nuestras emociones, dejando flotar nuestro pensamiento, vaga, indefinida y perezosamente, de unos a otros objetos, sin concentrarlo decididamente en ninguno, ni tratar de profundizar en sus adentros; sea, en fin, llegando hasta el sueño, que es el grado máximo de descanso. La razón de esta necesidad es que, en último extremo, toda nuestra actividad, con sus varias formas, fines, grados, nace de una sola fuente. Si no toda fatiga es inmediatamente central; si los órganos todos poseen cierta autonomía, en ninguno de ellos reside el poder maravilloso de fabricar fuerza, la cual tienen que tomar en definitiva de un caudal único.




II

Estos principios deben ser tenidos en cuenta para el problema del descanso, no sólo en las vacaciones, sino en toda la vida: así en los días de fiesta, como en la alternativa de trabajo y reposo, inexcusable en los mismos días de labor. El hombre que trabaja desmedidamente, sin combinar esta alternativa en el grado debido, agotando su actividad, extenuándose, es vano que se empeñe en pedir a uno o dos meses de vacación, cualquiera que sea el uso que haga de ellos, fuerzas para los diez u once restantes. Si, además, en vez de someterse a estas condiciones, añade la fatiga de una vacación mal empleada a la fatiga del trabajo ordinario, menos todavía logrará la reparación de su energía. El cambio de actividad es siempre descanso, sin duda, mas sólo a condición: 1.º, de que sea grato, y 2.º, de que la intensidad con que nos aplicamos al nuevo objeto no pase de una cierta medida, variable en cada caso. Al niño que, en una escuela al uso -donde todas las enseñanzas responden por completo a la tradicional idea de que el trabajo tiene que ser penoso-, pasa de un objeto de estudio a otro, le falta la primera de estas dos condiciones; el obrero manual que despliega una fuerza muscular enérgica durante muchas horas al día y roba luego al sueño tiempo para leer una novela, va contra la segunda; y lo mismo el hombre agotado por trabajos mentales que pretende curar su fatiga por medio de deportes violentos.

Acaso (y sin acaso) no se tienen en cuenta todos estos extremos en las discusiones que, tocante al asunto, queda dicho se han suscitado recientemente en Inglaterra; pero siempre hay un principio que resalta de esas discusiones: todo ejercicio, sea el que fuere, gasta fuerza, y, por tanto, más allá de un límite dado, cansa. De este principio nace inmediatamente una regla de conducta: si nos hemos excedido en aquel ejercicio, hasta fatigarnos, no podemos inmediatamente pasar sin peligro a otro ejercicio distinto, pero igualmente intenso; sino que entre ambos conviene que haya un período de cierta remisión general en todas las actividades de nuestro organismo. En otros términos: llegadas nuestras fuerzas al punto de fatiga, la variación cualitativa es insuficiente, hace falta la cuantitativa. Así, algunos higienistas recomiendan que, por ejemplo, si la vacación de una persona cansada ha de durar un mes, gaste esa persona la primera semana en el mayor reposo, o sea -para usar sus mismas palabras- «reduzca su actividad a aquel mínimum indispensable para las necesidades más elementales de la vida». Sólo después de este período puede y debe venir con provecho un ejercicio más o menos vivo, según los individuos y los casos, que establecerá ya la compensación cualitativa: los trabajos intelectuales, los musculares, las lecturas, los viajes, la música, el paseo, la conversación, los juegos atléticos, etc., son, respectivamente, descanso unos de otros.

Cualquier educador, maestro, padre, puede comprobar por sí mismo la exactitud de estas ideas, como la hemos comprobado, por ejemplo, los profesores de la institución Libre. Al principio, las dos horas, de doce a dos, que separan en ésta las clases de la mañana y las de la tarde, se destinaban, después del almuerzo, a excursiones, en que iban alternando por turno todos los alumnos, distribuidos en pequeños grupos. Con ser tan varios siempre, y las más veces tan atractivos para ellos el asunto y la forma de estas excursiones, los muchachos que las hacían volvían siempre a la clase de la tarde más cansados e incapaces de sostener su atención que los otros. Suprimimos, en vista de este resultado, las excursiones a esas horas, y desapareció el fenómeno, salvo, naturalmente, la fatiga que siempre ofrecen las clases de la tarde respecto de la mañana, sobre todo en los niños más pequeños.

Otro tanto puede decirse de las excursiones fuera de Madrid: a Toledo, Alcalá, Segovia, Ávila..., a la sierra misma. Durante muchos años, han estado verificándose en los domingos, observando el lunes igual cansancio, distracción y necesidad de reposo, aun cuando los muchachos hubiesen dormido muchas más horas que de costumbre. Por esto, todas las excursiones propiamente de enseñanza las hacemos ahora en días de trabajo, al menos siempre que es posible, es decir, casi siempre; estimando, además, que una excursión para estudiar arqueología o geología, u otro asunto análogo, forma parte esencial de la clase misma, en vez de ser un complemento de ésta. Las expediciones que todos los domingos hacemos al campo, con objeto meramente higiénico o atlético (pedestrianismo, alpinismo, etc.), combinado con la contemplación y goce del paisaje, surten el mismo efecto que las de estudio, en proporción a su mayor o menor energía. Y si nuestras partidas de juego de los miércoles por la tarde no llegan comúnmente a este resultado, consiste en su corta duración (de hora y media a dos horas, en invierno), que los mantiene dentro del límite de un ejercicio muy moderado, aunque suficiente para la mayoría de los alumnos que en ellas toman parte. Para algunos más robustos, es poco, salvo durante la primavera, en que, por ser las tardes más largas, se prolongan algo las partidas. En cambio, a los más débiles les basta el paseo de seis a siete kilómetros que hay desde la Institución al campo de juego, paseo para el cual -naturalmente- han ido preparándose y fortaleciéndose por grados. Claro está que sólo los mayores van tan lejos.

Nosotros mismos, los adultos -se comprende que en diversa proporción, según el vigor de cada cual-, experimentamos los propios efectos en nuestras excursiones, ejercicios y juegos. Por ejemplo, las partidas de foot ball, rounders, etc., que se verifican los domingos, cuando ocupan únicamente la mañana, dejando libre el resto del día para un reposo casi absoluto en el campo, constituyen una combinación muy superior a la de aquellas otras que duraban mañana y tarde, y cuyos efectos sentíamos todos (particularmente los más endebles) en el mal trabajo del lunes.

Nuestras excursiones de todo un día mejor arregladas son las que se realizan los sábados, porque así la fatiga, sea corporal, sea mental o de ambas clases, tiene a su disposición para repararse todo el domingo. Cuando han de durar varios días, son por la misma causa preferidos los períodos de vacación: la Navidad, la Semana Santa, el verano.

Todavía hay más. Sabido es que en la Institución, entre clase y clase, median siempre de diez a quince minutos de descanso; es raro que una clase pase de tres cuartos de hora, y ni aun llega a esa duración tratándose de los párvulos. En los primeros tiempos, algunos de esos intermedios los destinábamos a la gimnasia de sala. La experiencia nos dio pronto a conocer que no bastaba variar las ocupaciones para proporcionar el descanso; después de la gimnasia se podía contar, todavía menos que antes, con la fuerza de atención y de trabajo escolar de los muchachos. Coincidiendo esta observación con la mudanza de local, y pudiendo ya disponer de un jardín, la sustitución de los ejercicios gimnásticos en los intermedios por el juego al aire libre (juego más o menos organizado) nos ha dado muy otros resultados. Y ahora, en estos momentos, Mosso hace notar exactamente el mismo fenómeno y en idénticos términos, recomendando ese sistema, que nosotros habíamos ya adoptado, de eliminar la gimnasia de los intermedios. Los pedagogos franceses insisten también en que la gimnasia no se convierta en «una lección más». Pero esta aspiración es difícil de conseguir mientras se entienda la gimnasia (según suele entenderse) como ejercicio casi exclusivamente muscular, en que apenas toma parte la fantasía ni se interesa con viva emoción el espíritu.

Se notará que en lo que antecede se habla indistintamente de ejercicio y cansancio, lo mismo mentales que musculares. Sin embargo, Galton, a quien tanto se debe en estos asuntos ha dicho que «cuando un hombre experimenta fatiga corporal, presenta síntomas muy semejantes a los de la fatiga mental; pero las consecuencias son completamente distintas... El hombre se acuesta, y los músculos descansan. Mas al hombre mentalmente cansado, el enemigo sigue fatigándolo en las penosas horas del insomnio». Ahora bien, la opinión de Galton pide cierta reserva. Cualquiera que tiene costumbre, por poca que sea, de ejercicios musculares algo enérgicos, verbigracia, caminatas, sabe por experiencia que, pasando del límite antes indicado (límite que, naturalmente, es distinto, aun para un mismo individuo), el insomnio se presenta de la misma manera. Y, recíprocamente, todos sabemos que un cierto cansancio mental, oír un discurso pesado, una lectura fastidiosa, produce, sin embargo, también sueño; no insomnio. La razón quedó ya señalada, que no hay en nosotros sino una sola fuente de energía, y de ella gastan lo mismo el cerebro que el músculo.




III

Todo esto prueba que, en realidad, no es tan fácil descansar como a primera vista parece; y justifica el reciente libro de una escritora norteamericana, miss Call, sobre La facultad de descansar; facultad que juzga casi por completo perdida en nuestro tiempo. «Ni aun durmiendo -viene a decir- sabemos descansar; y aun tendríamos mucho que aprender del salvaje y del niño. La cabeza o el brazo de un niño dormido pesan, según la frase vulgar, como un plomo; mientras que los de una persona de cierta edad parecen mucho más ligeros de lo que deberían parecer, porque los músculos de esa persona, es sumamente raro que no estén más o menos contraídos». La relajación muscular sólo acompaña al sueño profundo. Por esto puede contribuir para darnos a conocer la salud del sistema nervioso del que duerme.

La explicación es obvia, aunque ignoro si la alega miss Call (cuyo libro sólo de referencia conozco, por una crítica acerca de él). Sabido es que el músculo excitado con demasiada frecuencia llega a no poder relajarse por completo, adquiriendo una verdadera contractura, difícil de corregir; y el vértigo de la vida moderna, con su constante movilidad muscular y nerviosa, central y periférica, es la causa fundamental de la pérdida de ese arte del perfecto reposo. Origen semejante tiene el llamado calambre de los escritores, que debiera más bien llamarse «de los escribientes», y que es por cierto frecuente entre los estudiantes, por la malhadada costumbre de los apuntes minuciosos y rápidos en la clase, tan dañosos en todos sentidos. Y se observa que en la patria de aquella autora, los Estados Unidos, donde, por multitud de circunstancias muy complejas, la agitación es quizá más violenta que en ninguna parte, es donde la neurastenia ha sido primeramente estudiada y aun recibido nombre («enfermedad de Beard» o «americana»). Una señora inglesa recomienda a las personas que, por una u otra causa, no pueden sustraerse a este vértigo, el remedio que ella emplea para descansar: pasarse, de cada ocho días, uno en la cama, casi a oscuras, procurando dormitar, y sin levantarse más que para bañarse y comer.

Por esto, no sé qué pensar de la teoría de miss Call, de que el descanso pueda aprenderse merced a una especie de gimnasia adecuada. Sin la higiene, y la educación, y el arte de la vida entera, y, fisiológicamente hablando, el gobierno del sistema nervioso, puede dudarse de la eficacia de los ejercicios meramente musculares y tópicos que recomienda.

No sé si todo el mundo sabe dormir; pero lo que sí es cierto es que no todo el mundo sabe descansar. ¡Cuántos, por ejemplo, fatigados de un trabajo excesivo, anulan casi por entero el tiempo de reposo con que lo interrumpen, gastando ese tiempo en cualquiera otra ocupación subsidiaria! Los profesores, por ejemplo, que dan lecciones a domicilio y van leyendo por el camino de una a otra casa el periódico, en el tranvía y hasta a pie, son un buen caso. Y, sin embargo, la naturaleza misma nos advierte a cada instante con señales que debieran precavernos contra esos abusos. Toda persona que pasea mucho por el campo con un libro sabe que, las más veces, no sirve éste más que para aumentar el peso que transporta, y vuelve sin haberlo abierto; a menos de violentarse, para sobreponerse al estímulo con que la incitan a un plácido y bienhechor abandono la contemplación del paisaje y el goce restaurador del aire libre. Sabido es que, en los institutos destinados a lo que se llama la «curación por el asoleamiento», se prohíbe a los enfermos leer mientras reciben la acción del sol, a fin de evitar una importante causa de pérdidas nerviosas.

Otro efecto análogo pueden notar las personas que aplazan la discusión de asuntos graves para las horas de paseo por el campo. Experimentarán tal contrariedad y dificultad para hacerlo, por largo que sea el tiempo de que dispongan (verbigracia, un día entero), que sólo a costa de ímprobos trabajos y nada beneficiosos esfuerzos podrán quizá vencerla: cuando creían contar con más tiempo para tratar lo que les preocupaba, encuentran que nunca han tenido menos.

Igual fenómeno pueden observar, al fin de la semana, cuantos trabajan mentalmente con más o menos exceso -en relación con su resistencia individual-. En estos casos, el agotamiento, la excitabilidad, el mal humor del sábado son indiscutibles. Por esto, aparte de la conducta higiénica que debe cada cual seguir conforme a sus fuerzas, conviene de todos modos, en cierta clase de vida y trabajos al menos -verbigracia, en la vida escolar-, interrumpir la semana por un día, o medio siquiera, de descanso. Nosotros, en la Institución, destinamos a este fin la tarde del miércoles; y por mi parte, la costumbre inglesa de añadir todavía la del sábado me parece excelente. Es consecuencia rigurosa de sanos principios higiénicos y muy adecuada para reponer las fuerzas, de modo que podamos contar ya con ellas el domingo y emplearlas en algún ejercicio de cierta intensidad: juegos corporales, excursiones, etc.

Pero, ¿qué digo al final de la semana? Al final de cada día, se repite el mismo hecho: todos, no sólo los fisiólogos, sabemos que, por la noche, nos sentimos cansados; que el sueño nos restaura; que el despertar, en condiciones normales, es un renacimiento; con otras muchas cosas, más o menos vulgares, pero que importa conservar presentes.




IV

Dejando aparte los principios generales de conducta que la higiene impone en cuanto a la relación del trabajo y el descanso, conviene resumir los resultados de todas las anteriores ideas, con aplicación a la higiene de las vacaciones. Ya se sobrentiende que se trata sólo de consejos generales, que cada cual ha de adaptar a su individualidad.

1.º Cuando el espíritu ha trabajado demasiado, sea intelectual, sea afectivamente (v. gr., después de haber sufrido profundas y dolorosas emociones, que nos agotan), o sea, cuando experimentamos un cansancio, que el sueño no basta a reponer, y que, por tanto, se va acumulando de día en día y necesita para repararse un régimen especial, debemos procurar ante todo un período de descanso cuantitativo tan absoluto como sea posible: hasta que el equilibrio de las funciones, la normalidad del sueño, el estado de humor y ánimo, la sensación general de bienestar -guía inequívoca de la higiene del individuo- nos adviertan la restauración del agotamiento objetivo del organismo y de la energía psicofísica. Entonces, y sólo entonces, podemos emprender un ejercicio de distracción y recreo más o menos intenso ya, según los casos: esto es, podemos entrar en el descanso cualitativo, engendrado por el cambio de actividad.

2.º Para auxiliar eficazmente este descanso, lo mismo el cuantitativo que el cualitativo, es un elemento de suma importancia el cambio de medio, que nos sustrae a las impresiones habituales de lugares, cosas, personas, conversaciones, negocios, cuya continuidad contribuye a agotarnos. A este efecto, nada puede compararse con el campo. El aislamiento, la acción del paisaje, la serenidad, sencillez y ritmo uniforme de la naturaleza y de la vida rural, tan opuestos a la complejidad de los intereses de una profesión urbana, aun la menos complicada, nos devuelven rápidamente la tranquilidad y el equilibrio y armonía de nuestras fuerzas, y alejan por tal modo de nuestro ánimo las preocupaciones cuya presión nos agobiaba, que, aun subsistiendo sus causas, se diría que desaparecen para nosotros. No en balde es la naturaleza compañera y contraria a la par del espíritu, que en su comercio encuentra, precisamente por el influjo del contraste, la reanimación de sus decaimientos.

3.º Que, a medida que el exceso ha sido mayor, se impone mayor vacación, no hay para qué demostrarlo. El ideal sería trabajar en condiciones tales, que la reparación cotidiana, a lo sumo la semanal, fuera suficiente. Las vacaciones son un mal, pero que corrige otro mal, no menos grave. El germen de razón que hay en su fondo es éste. Por ejemplo, después del absurdo y brutal agotamiento de los exámenes, cuya preparación y angustias llegan a veces hasta a acabar con la salud de los examinandos (accidentes nerviosos, perturbaciones mentales... hasta suicidios), y cuya ejecución causa verdaderas enfermedades a los profesores de alguna conciencia, que no acaban de «curtirse» en su funesto oficio; después de un esfuerzo de esta índole, ¿cómo suprimir las vacaciones, cuando así y todo son insuficientes en más de una ocasión? El doctor Simarro, con respecto a los estudiantes, y Mosso, con respecto a los profesores, han reunido observaciones muy tristes, pero muy interesantes, que cualquiera persona de experiencia en la materia puede confirmar y hasta ampliar.

4.º El discípulo, si su esfuerzo no ha sido excesivo, o ha reparado ya la fatiga, no conviene que suspenda en absoluto todo trabajo mental en vacaciones largas. Los efectos de esta suspensión son detestables: el niño o el joven, desacostumbrados del ejercicio intelectual, necesitan luego, para reanudarlo, un esfuerzo, que significa un gasto innecesario de energía. En la Institución, recomendamos por esto algún ligero trabajo, destinado a mantener ciertos hábitos mentales y que no sea, por ejemplo, tan desagradable como el estudio de los libros «de texto» (por fortuna, suprimidos entre nosotros, y de que sólo hace uso el alumno por sí, privadamente, cuando llega para él el absurdo período de la preparación para los exámenes). Durante muchos años, mientras hemos contado con personal suficiente, no ha habido vacación completa en el verano para nuestros discípulos; y hacia este sistema de «cursos solares», de doce meses (sólo interrumpidos por vacaciones cortas), parece que tienden hoy muchos pedagogos, cuyas ideas comienzan a ensayar en algunas partes. Los «cursos de vacaciones», que cada día ofrecen mayor número de universidades, obedecen al mismo principio, y son a la vez una distracción para el estudiante que ha hecho en otra localidad su curso ordinario.

Ahora, que el profesor deba o no abstenerse por completo de estudios y esfuerzos mentales durante este período, depende de su estado. A veces, se observa que el agotamiento producido por la clase es tan peculiar y distinto del que nace de otro género de trabajos intelectuales, lecturas, redacciones, etc., que, después de algunos días de reposo, personas cansadas de hablar (una de las cosas que más fatigan) y de la tensión de ánimo que supone el tener que atender a sus discípulos, experimentan alivio y reparación grata, dedicando parte de sus vacaciones a hacer un libro, por ejemplo, en lugar apartado, tranquilo y conveniente para la higiene del alma y del cuerpo.

No hay para qué seguir, ni menos pretender acabar la materia. Con alguna experiencia y observación de los demás y de sí mismo, cualquiera persona de buen sentido puede continuar estas reglas de conducta hasta el infinito, contribuyendo a aminorar los efectos de ese rápido agotamiento y esa lenta reparación de los centros nerviosos, que constituye la desastrosa neurastenia.








ArribaAbajo

La universidad de Oviedo


I

La universidad española, ¿resucita? En casi todas ellas se advierte alguna señal de vida y anhelo por volver a la corriente científica, de que tanto tiempo hemos vivido apartados, y servir así viribus et armis a la grave misión, no sólo intelectual, sino ética, que les corresponde en conciencia, como directoras de la educación nacional. En cuanto a sus publicaciones, la importante Revista de Aragón cuyo interés crece cada día, aunque oficialmente es sólo expresión de la labor intensa y animosa del núcleo activo que forma el alma de la universidad de aquella región; precisamente por esto mismo puede, en realidad, ser considerada como órgano efectivo de su escuela. Ahora, la de Oviedo, dando la autoridad y el nombre de la corporación, comienza sus Anales. No hay que decir la profunda impresión que en esta casa han de hacer tales signos del tiempo.

Según la certificación que abre sus páginas, la idea de los Anales partió del señor Posada, y fue aceptada unánimemente por el claustro, que confió su dirección a los señores Buylla y Altamira, consignando para sus gastos parte del donativo que uno de sus buenos hijos, el doctor Calzada, hizo a la universidad recientemente.

El libro, después de este interesante documento, lleva al frente un Prólogo del rector, señor Aramburu, explicando la idea de los Anales e insistiendo, singularmente, sobre el fin de estrechar por su medio la intimidad con las universidades de la América latina, así como exponiendo el plan del Ebro, conforme a las diversas funciones en que se distribuye la acción universitaria: educación general de la juventud, enseñanza académica, investigación científica o de seminario (en el sentido alemán del vocablo), propagación de la cultura en las clases «intelectuales» (bien necesitadas de ello) y en las populares mediante la «extensión universitaria», y hasta colonias escolares de vacaciones.

Siguen a este Prólogo, se podría decir nueve secciones: a) La Universidad de Oviedo. b) La enseñanza de cátedra. c) Excursiones escolares. d) Escuela práctica de estudios jurídicos y sociales. e) Extensión universitaria. f) Colonias escolares. g) Bibliotecas. h) Leopoldo Alas. i) Apéndices.

I.- La primera de estas secciones comprende, acerca de la Universidad:

1.º Un Resumen histórico, en el cual el vicerrector, señor Canella, compendiando otras publicaciones en que ha estudiado con más amplitud el asunto, expone rápidamente su origen (debido a la munificencia del arzobispo Valdés en la segunda mitad del siglo XVI), sus vicisitudes, así en sus relaciones sociales y exteriores, como en su vida interna; su edificio, su galería de retratos de hijos ilustres y otros cuadros, y sus dependencias.

2.º Un como prospecto de la Universidad actual, en su «vida nueva», por el decano de Derecho, señor Buylla, trazando los gérmenes, antecedentes y evolución del espíritu que (más de prisa de lo que podría suponerse, al ver adonde ha llegado) ha ido elaborando la presente fase. En ella, la personalidad de la corporación «se rejuvenece y se regionaliza» bajo el influjo, sobre todo, como no podía menos, de la vida internacional; verdad es que su profesorado ha puesto, y pone, singular empeño en entrar cada vez más en comunión más íntima con ésta. La reforma de los métodos y la ampliación social de su actividad, son, puede decirse, los dos puntos que condensan ese sentido.

3.º El señor Urios, decano de la nueva Facultad de Ciencias, que, desde 1895, ha venido a aumentar la acción de la escuela asturiana, describe su estado tan precario, y casi diría miserable, como es uso entre nosotros, donde ni el Estado ni las comunidades dotadas de grandes recursos, y que sostienen enseñanzas superiores (demasiado ceñidas al patrón oficial por motivos, tal vez, que no merecen grande excusa), muestran interés bastante sincero para esta clase de estudios,

II.- La enseñanza de cátedra presenta dos tipos de trabajos: a) de los profesores, así de Derecho como de Ciencias, dando cuenta de los procedimientos que emplean en sus clases; b) de los alumnos, cuyas memorias forman parte de la labor ordinaria hecha en las aulas. La característica de la renovación de los métodos que, en gran parte, revela esta sección, puede condensarse en los siguientes términos: 1.º Las elecciones o explicaciones clásicas pierden importancia, sustituyéndoles el diálogo del maestro con sus discípulos. 2.º A consecuencia de esto y de las notas, excursiones prácticas y diarios de los alumnos, la clase tiende a ser cada vez más un laboratorio para el trabajo personal de éstos, bajo la dirección del profesor; cambiando el estudiante su función pasiva, de oír y conservar lo que se le da ya hecho y conservarlo, en labor activa, mediante que va formando cada cual por sí, y en su límite, su propio conocimiento de las cosas.

III.- En el capítulo de las Excursiones escolares, estudia el señor Sela este procedimiento educativo de primer orden, no sólo para enseñar, sino para que el profesor viva en contacto con sus discípulos, tenga facilidades extraordinarias para conocerlos de un modo más personal y sólido, intime afectuosamente con ellos y pueda influir en su conducta general como hombres, dirigiendo su educación en otros aspectos que el puramente escolástico, desde el moral al estético y al físico, inspirándoles, por ejemplo, el amor «a la naturaleza, haciéndoles respirar aire puro y saludable, y ejercitar sus fuerzas con juegos y largos paseos a pie, al mismo tiempo que recogen in situ materiales y datos para sus estudios». Tal es la concepción de las excursiones que desenvuelve el señor Sela, enumerando a continuación algunas de las que, profesores y alumnos, han verificado en estos últimos cursos, ya a los monumentos de Naranco, a Santa Cristina de Lena, iglesias de Sograndio, Priorio, Argüelles y Noreña; ya a los establecimientos industriales de Trubia, Lugones, Faro, Mieres y La Felguera; ya a las cárceles y juicios orales, o a los registros, o a recoger en las costumbres derecho civil «vivo»; ya a estudiar la organización floreciente del comercio en Gijón; ya al interior y a la costa para estudiar la historia natural de la comarca...

Concluye esta parte con dos informes de dos alumnos sobre sendas excursiones: una al cerro del Naranco y sus antiguos templos (señor Recalde), y otra a la fábrica de Trubia (señor González Granda).

IV.- Llega a la vez a la Escuela práctica de estudios jurídicos y sociales, cuya creación (hace siete años) explica el señor Posada, por razones análogas a las que motivaron en Alemania la de los seminarios, a cuya labor especialista se asemeja la de esta escuela; además, procura atender a la vez a completar la cultura general de los alumnos, tan increíblemente descuidada entre nosotros, en la mayoría de los casos, como es notorio. En cierto sentido, también el seminario alemán puede llamarse un instituto complementario, no ciertamente de la enseñanza secundaria, y aun primaria, como aquí es forzoso que lo sea, pero sí de los cursos (Vorlesungen), ya más o menos elementales, ya magistrales, de los profesores de facultad; como lo son todavía, por otro estilo, y fuera de éstas, en París, el Colegio de Francia y, más aún, la Escuela práctica de Hautes Études. Así lo seguirán siendo, sin duda, mientras la universidad conserve el doble carácter que aún tiene según el señor Posada, a saber:

a) Preparatorio para los exámenes conforme a un programa sistemático y, por consiguiente, forzosamente elemental, aun consagrando a su «explicación» años y años. Buen ejemplo es de ello la enseñanza del Derecho en España, una de las más largas del mundo, quizá la más larga, y no obstante, y sin quizá, una de las más superficiales también del mundo.

b) Científico, y, por tanto, no expositivo, sino indagativo y especial, monográfico; tendiendo a la superior cualidad posible del conocimiento, personalmente formado, y no a la mayor cantidad del aprendido, y dejando las noticias generales y la información sistemática elemental a los manuales (para los visuales), o a cursos orales, análogos y anteriores (para los auditivos). Esta concepción es la que Francia (y, a su ejemplo literal, nosotros) aplica exclusivamente a los estudios del doctorado en ciertas facultades; no es ahora ocasión de discutir.

Las vicisitudes y tanteos por que ha pasado la Institución en sus comienzos, son una de las cosas de mayor interés que tiene el libro todo; como que en ello asistimos a la génesis espiritual del naciente organismo. Sigue la nota de los diversos problemas en ella tratados hasta hoy y la descripción de su forma actual; después viene uno de los discursos con que el rector suele inaugurar la Escuela práctica en cada curso (el del 97-98), y concluye esta parte con cuatro monografías sobre El carpintero ovetense, en el tipo de las de Le Play y Maroussem, hechas bajo la dirección del señor Buylla, por los alumnos señores Álvarez Pérez, la 1.ª; González Wes y Pérez Fernández, la 3.ª; Secades Caces y Forero del Busto, la 4.ª; la 2.ª no lleva firma. Este importante trabajo (de que ciertamente maestro y discípulos estarán harto más satisfechos que de las absurdas pruebas de los exámenes de curso) tal vez facilite el camino a este género de investigaciones. Así sea.

V.- La Extensión universitaria y la Escuela práctica, son quizá los dos factores de mayor relieve en la Universidad de Oviedo, completados, por supuesto, con la renovación general de los métodos. El señor Sela es también aquí el encargado de historiar y describir aquélla en sus Memorias del 98-99, del 99-900 y del 900-901, así como su concepto y sus precedentes en las conferencias de Zaragoza (1893), Barcelona (1897), etc. Ya en 1869, durante su memorable rectorado, el benemérito don Fernando de Castro inauguró esta acción social de cultura en la Universidad de Madrid con aquellas Conferencias dominicales, destinadas, especialmente, a la educación de la mujer; pero que asistía numeroso público de uno y otro sexo, y que fueron el punto de partida de la Escuela de institutrices y de la Asociación para la enseñanza de la mujer, que sigue viva, por fortuna; ejemplo seguido en otras ciudades, y singularmente en Valencia. Y en cuanto a la enseñanza del obrero e intimidad de la universidad con él, intimidad tan educadora para ambos, el propio don Fernando de Castro abrió en gran número de centros oficiales de enseñanza escuelas nocturnas, cuyas clases desempeñaban, mezclados, profesores y estudiantes. Acción análoga ejerció por entonces también, en la mencionada ciudad de Valencia, el inolvidable rector de su universidad, Pérez Pujol, a quien tanto debió la clase obrera de su tiempo.

El señor Altamira, en su discurso inaugural de 1898, abogó por la Extensión, y, recogiendo esta iniciativa, quien propuso y obtuvo del claustro su establecimiento, fue el malogrado Leopoldo Alas, glorioso e inolvidable maestro, cuyo verdadero apostolado del ideal tardará probablemente, y por desgracia, en hallar digno sustituto en Oviedo y en España toda. El cuadro de los trabajos de la Extensión ovetense abraza cursos de dos tipos muy distintos (como se podrá juzgar por muchos de los enunciados de sus asuntos): de estudios superiores y de vulgarización, unos y otros explicados en la universidad. Abarca también excursiones de arqueología y arte, y conferencias y cursos dados en otros centros, dentro y fuera de Oviedo, especialmente de obreros, que, según el señor Sela, muestran verdadero afán de cultura, a diferencia de las clases «directoras», a las cuales, en general, parece que, por lo visto, les basta con la posesión del poder político y social. Avilés, La Felguera, Gijón, Bilbao, Trubia, Mieres, Salinas, han sido las localidades adonde la universidad ha llevado su acción bienhechora. -He aquí las personas y los temas de la Extensión desde el principio hasta 1901:

El rector, señor Aramburu. -Origen del reino de Asturias (además de varios discursos inaugurales sobre los fines de la Extensión).

Alas (don Leopoldo). -Filosofía contemporánea. -Historia y progreso. -El materialismo económico. -La moralidad y la juventud asturiana. -Los hebreos. -L'Aiglon, de Rostand.

Altamira. -Leyendas de la Historia de España (el suelo, la raza, Sagunto, moros y cristianos). -Orígenes de la España moderna. -Historia de España. -Hübner y Riaño. -Pérez Galdós y la Historia de España. -En qué consiste la civilización. -Bibliotecas populares. -Programa de enseñanza obrera. -La ópera alemana moderna (Mozart, Beethoven, Wagner). -Óperas alemanas de asunto español. -La Tetralogía de Wagner. -Lecturas literarias.

Álvarez (don Melquiades). -Historia contemporánea. -El Renacimiento.

Álvarez Casariego. -Física y Química.

Aparicio. -Teoría de la luz.

Ayuso. -Industrias asturianas. -Alimentos vegetales.

Bayón. -Cuestiones cosmológicas.

Buylla (don Aldolfo). -Las grandes instituciones económicas del siglo actual. -Instituciones mercantiles. -Instituciones obreras. -La cooperación. -Misión social de la industria. -Economía, industria e industrialismo. -El socialismo. -Cuestiones económicas. -Enseñanza popular.

Buylla (don Arturo). -Higiene del obrero. -Dignidad del obrero.

Canella. -Instituciones locales de Derecho civil.

Cejador. -La literatura clásica y la estética moderna.

Clavería. -Alimentación del obrero.

Fernández Echevarría. -Astronomía popular.

Fernández (don Marcelino). -Protohistoria asturiana.

Gutiérrez (don F. de A.). -El ahorro postal.

Jove y Bravo. -Los derechos políticos. -La ciudad antigua.

Labra (don Rafael M.). -El fin del siglo en el orden internacional.

Moliner. -El Sanatorio de Porta-Coeli.

Mur. -La geometría de n dimensiones. -Geometría superior. -Formación de la tierra y origen de la hulla. -Productos derivados de la hulla. -Curiosidades científicas. -Transformaciones de los productos. -Electricidad. -Máquinas de vapor. -Los explosivos.

Orueta. -Radiaciones catódicas y sus derivadas. Corrientes de alta tensión y gran frecuencia.

Posada. -El sufragio en los principales Estados. Educación cívica. -Ruskin. -Organización del gobierno en los pueblos modernos. -Geografía descriptiva. -Educación del obrero. -La cooperación. -La moral y los derechos políticos.

Redondo. -Antigüedades asturianas (lecciones y excursiones). -Historia de un obrero.

Ribera. -El cemento. -La construcción y la Exposición de París.

Rioja. -Los animales inferiores. -El cangrejo de río. -Los crustáceos. -Esponjas y corales.

Sela. -Viajes por España. -Geografía descriptiva. -Geografía comercial. -El mapa de España. -La Exposición de París de 1900. -Las costas españolas del Mediterráneo. -El conflicto anglo-boer y el reparto de África. -Educación moral. -Historia del siglo XIX.

Torre. -Meteorología popular.

Urios. -El agua. -Lecciones de cosas (física).

Las proporciones de este índice tienen por objeto dar idea de la variedad de tipos y grados de la Extensión.

Auxiliaron esta obra, ya para las demostraciones prácticas de que ha sido acompañada, siempre que ha sido posible (experimentos, proyecciones, ejecución de trozos musicales, etc.), otros profesores, ayudantes, alumnos y personas particulares, siendo de advertir que, si bien la mayoría de los que han tomado sobre sí la empresa pertenecen a la universidad, con ellos han venido a cooperar toda clase de personas: profesores privados, del seminario eclesiástico y de otros centros docentes; ingenieros, médicos, sacerdotes, abogados, artistas, etc.

VI.- Tal vez sea la Universidad de Oviedo la primera que ha emprendido, hasta ahora, la obra de las colonias escolares de vacaciones, afirmando de esta suerte, a la par, su espíritu humanitario y un sentido de intimidad entre ella y la educación primaria, que sólo de poco tiempo a esta parte comienza a abrirse camino en Europa y América, aunque en otras distintas direcciones. Buen ejemplo de que, en esta idea, no va fuera de lo que el nuevo espíritu hoy pide, ha dado el último Congreso internacional de enseñanza superior, en cuyos resúmenes.

Puede verse el creciente interés con que ésta va tomando los problemas de la escuela primaria (a ejemplo, sobre todo, de Inglaterra y Suiza), que antes tan ajenos parecían a sus fines.

Según la Memoria del señor Posada, desde 1894 venía organizando la universidad asturiana sus colonias para los niños pobres de la capital; últimamente, y merced al entusiasmo del señor Villaverde, maestro de Pola de Laviana, las ha podido extender ya a los de este pueblo, San Martín del Rey y Langreo. El señor Posada hace un bosquejo de lo que son estas colonias en su verdadero concepto; de sus antecedentes entre nosotros, a partir de la primera (del Museo Pedagógico, 1887); de su historia en Oviedo, cuya universidad ha enviado ya ocho (unos 150 niños) a la playa de Salinas, proyectando otra alpina de los niños de Gijón al puerto de Pajares, y proponiéndose construir un modesto albergue ad hoc, para el cual ha comenzado a reunir fondos. En este verano, la universidad hace dos colonias, cada una de 20 niños: la 1.ª, de los concejos de Langreo, San Martín del Rey Aurelio y Laviana, desde el 13 al 31 de julio, la 2.ª, de Oviedo, durante el mes de agosto. La suscripción para construir el edificio alcanza a unas 2.000 pesetas.

VII.- Los datos que sobre la Biblioteca universitaria publica a continuación el señor Díez Lozano en su nota, forman el más bochornoso contraste con las esperanzas que todo lo anterior suscita, y sólo admite comparación con el de los demás servicios análogos en otros centros; digna señal, todo ello, de la indiferencia, casi constante, de los gobiernos por la educación y la cultura, en cuya reforma rara vez pone mano sino a tontas y a locas, o sólo en pequeñeces, que inflan aparatosos, o como los Reyes Católicos en la de los abusos de su tiempo: cuando les viene bien a sus intereses de partido, si es que no a otros aun más personales e inferiores. «Reducidas la mayor parte a meros depósitos de libros antiguos, de escaso interés para quien desea seguir el movimiento contemporáneo...», dice, con razón, el señor Díez Lozano, que están nuestras Bibliotecas públicas. Para deslumbrar a los «isidros» en Madrid con el caserón deficiente, pero aparatoso, de la Biblioteca, se han gastado escandalosas sumas; para los libros, que hasta ahora parecía ser el fin con que se construían esos edificios, como no son cosa de visualidad, toda miseria es poca. «Ya tienen los españoles Biblioteca», decía con ruda ironía, no ha mucho, un profesor extranjero al visitar la Nacional. «Ahora no les falta más que libros». Rara fortuna es para la Universidad de Oviedo, con no llegar a lo mucho que merece, haber podido remediar, en parte, la falta de su biblioteca con la especial de la Facultad de Derecho, formada con grandes esfuerzos, obteniendo a veces para ella una consignación particular de algún ministro discreto; con todo lo cual, este instrumento de trabajo (sin el que es inútil hablar de reforma interna de la enseñanza, ni de volver la cara a Europa, sino a África) llega a contar... hasta unas 1.000 obras, echando por largo, según la nota del señor Posada.

VIII.- Concluyen los Anales insertando fragmentos de los dos sentidos estudios sobre Leopoldo Alas, que, a raíz de su muerte, publicaron los señores Buylla y Altamira. No podía tener final más noble.

IX.- Siguen los Apéndices, a saber: 1.º, dos Circulares de la universidad: una, a los centros docentes de la América española; otra, a las colonias de españoles establecidas en aquella comarca, 2.º, las Proposiciones que al Congreso hispanoamericano, de 1901, presentaron el rector y los señores Canella, Buylla, Alas, Posada, Jove, Sela, Altamira y Álvarez, sobre las relaciones políticas, jurídicas, sociales, intelectuales y, especialmente, pedagógicas entre los pueblos hispanoamericanos y su antigua metrópoli; 3.º, el Dictamen del claustro sobre el proyecto de ley de autonomía universitaria del señor García Alix (1900), dictamen redactado por el señor Sela y votado por unanimidad; 4.º, el Cuadro de enseñanzas y profesores de la universidad; 5.º, nota de las Publicaciones de dichos profesores.

Estos apéndices sirven de mucho para confirmar la impresión general que da el libro.

De su lectura, alguna que otra enseñanza hay que sacar. A saber: que en una tierra como ésta, querida, seca, desdichada, de España, donde por ahora toda miseria espiritual y material tiene su asiento, basta, sin embargo, la firme voluntad honrada de un puñado de gente animosa, puesta al servicio de un ideal, para crear un núcleo social de vida que, con ser, como es, sólo un comienzo, maravilla verlo crecer y prosperar y dar fruto, en medio del erial de nuestra educación pública, abriendo camino a la esperanza entre los propios, y atenuando nuestra vergüenza ante los extraños.

Otra lección y otro ejemplo da el libro, en este tiempo de hipertrofia política: ¡hay modo de servir al deber nacional y, por nacional, juntamente humano, fuera de los Parlamentos, de las secretarias de Estado, y hasta de los gobiernos de provincia! Cierto; el modo como sirve fieramente a su patria esa universidad, no es, ni con mucho, tan aparente y vistoso. Pero, sin llegar a la «paradoja» de San Simón, el pensador que aclara los abismos de la realidad, el industrial que abarata y ennoblece la vida, el labrador que nos alimenta, el artista que remueve nuestras almas, el religioso que las lleva a respirar lo divino, el artesano que nos viste, el educador que nos desembrutece, ¿quién sabe?, tal vez, como María, no sean los que eligieron la peor parte. Hasta se da uno a pensar si quizá la obra menos estéril de nuestro menguado Parlamento sea, no la efímera, vertiginosa y dislocada de la legislación, en cuya pomposa suficiencia tantos ingenuos ponen todavía la esperanza, sino esa misma función oratoria de que tanto maldecimos; pero donde, en ocasiones (contadas), se salva, al menos, de la común miseria y culpa la personalidad del individuo, y salen siempre a volar por el mundo las ideas puras, vivas y refulgentes, hasta cuando atraviesan labios que mancha la mentira.

A ese grupo de maestros, que de tal modo sirve a su deber, cuidemos todos de no empujarlo por la fácil pendiente que, en este desierto del espíritu, donde el obrero tantas veces se ensoberbece y pudre, nos lleva a ver, en el primer montón de piedras que amontonamos al azar, un Gurisankar, a cuyo lado la Gran Pirámide es una casa de cartón. No está, es verdad, el peligro en ellos, sino en nosotros, en los que, con adhesión un tanto pasional e inquieta, amigos, discípulos, compatriotas, los vemos trabajar y nos sentimos tan prontos a la hipérbole, como a lamentar la más endeble resistencia que hallan en su camino: sombras naturales, compañeras de cuantas obras se hacen, como ésta, al sol y al aire libre. Cuánto cuesta esa labor, y todas; cuánta lucha, no sólo exterior, ¿qué vale eso?, sino interna; cuánta duda, oscuridad, desmayo; cuánto golpe de la dura experiencia hay que sufrir, es cosa que de antemano sabe y tiene calculado, por aproximación al menos, quien lo intenta.

Pero ellos, mirando a su alrededor y hacia arriba, han sentido en sus propios adentros el vacío, el nadismo, será mejor decir, de nuestra enseñanza -no la llamemos educación- nacional; y junto con esto, un interés profundo por todos los bienes reales de la vida, y entre ellos, por las cosas intelectuales; y un amor casi desesperado, y una piedad, y una angustia entrañable, por este pobre pueblo harapiento en la carne y el espíritu; y han querido poner mano en su remedio, en la labra del alma nacional, no sólo por el joven, cuya formación era el tema literal de su oficio, sino mediante el niño, y el obrero, y las clases todas que a su alcance se agitan, aun las vanas y frívolas, que el trabajo no ha redimido todavía de la insignificancia, de la vulgaridad y del tedio.

Mañana quizá vendrán la mujer, el anormal, el delincuente... El programa se pierde en lo infinito; y si tuviesen tiempo para enterarse de estas cosas nuestras -tan pequeñas en el mundo presente-, las universidades, que hoy llevan por ahí fuera el gobierno de los espíritus en la educación, probablemente sorprenderían en él a veces perspectivas extrañas. ¿Qué más da? Lo que ellos no logren, lo harán otros. Mientras conserven el afán de aprender, humildes, como hoy, de Alemania, la solidez de la investigación científica; de Francia, el amable humanismo universal; de Inglaterra, la formación enérgica del individuo y de la raza; de Norteamérica, la audacia de los métodos pedagógicos; de los pueblos jóvenes o renacientes, la rapidez para ganar su puesto en la historia del día; y de ir haciendo aquí de todo ello, lo que nuestro estado y sus limitaciones consientan, huyendo de la calentura de una construcción cerrada, prematura, omnisciente, nacional, castiza, con que el seudopatriotismo se recrea en la autofagia, van bien: pueden luchar serenos; son felices. Viven en medio del hervidero de los más grandes problemas que hoy remueven las almas; ponen en ellos su corazón ferviente, y su intuición meridional, y sus fuerzas, pocas o muchas, pero sanas; y ven poco a poco surgir de entre sus manos una como tenue neblina, en el fondo de la cual apenas se diseña un germen vago, pero germen que es ya el principio de un mundo. ¡Oh filisteos! No les compadezcamos. ¿Qué más quieren?




II

Por segunda vez aparecen los Anales de esta universidad dando cuenta pública de su obra. Su división es semejante a la del volumen I.

Al Prólogo del rector, señor Aramburu, siguen el discurso que pronunció en el festival académico de Madrid en 1902, y la descripción de la visita que el rey y el príncipe de Asturias hicieron a la universidad en agosto del mismo año.

Entrando a continuación en la Vida interna de la escuela, se da idea de los procedimientos de enseñanza en algunas cátedras de las Facultades de Ciencias, Filosofía y Letras y Derecho, a saber: las prácticas de mineralogía y botánica (señor Martínez) y las de zoología (señor Rioja); el método seguido en el curso preparatorio de derecho (señor Álvarez Amandi), en el de historia del derecho español (señor Altamira) y en el de derecho político comparado (señor Posada); luego vienen los testimonios que de sus trabajos en clase dan los discípulos: el señor Pérez Bances, de economía; el señor Martínez y G. Argüelles, de hacienda y de derecho constitucional español; el señor Sempere, de derecho político comparado; el señor Buylla, de derecho civil, y el señor Iglesias, de derecho internacional. Particularmente interesantes son los asuntos de estos trabajos, por su actualidad y vida.

La sección que sigue se refiere a una de las principales características de aquella universidad: la Escuela práctica de estudios jurídicos, especie de seminario, cuyos experimentos, frutos, tanteos y planes expone el señor Posada, y de cuya obra deponen dos memorias de sus alumnos: una, sobre los tratados de España en el siglo XIX (señor Alas); otra, sobre el libro de Maroussem, Les enquêtes (señor Torner), leído en la escuela como preparación para una monografía sobre el obrero rural asturiano, que complete la del curso anterior sobre el carpintero.

La Vida exterior de la universidad ha sido fecunda en este tiempo. De la parte que tomaron en la Asamblea universitaria de Valencia (1902), sus representantes don A. Sela y don Melquiades Álvarez, da cuenta una nota sobre los trabajos de aquel congreso; el señor Altamira resume su participación en el de Ciencias históricas de Roma (1903); el señor Palacios, primer pensionado que la universidad ha tenido en el extranjero, publica un capítulo de su memoria (sobre «Educación social»), que al regresar presentó al claustro; el señor Traviesas, antiguo alumno de Oviedo y pensado a su vez por la Universidad de Madrid, ha dado a los Anales otro sobre sociología (que fue el asunto de su estudio en los pueblos de lengua francesa; el señor Buylla, colegial en Bolonia, un informe sobre la enseñanza de la química en aquella universidad. Estos trabajos son de interés; algunos lo tienen muy grande, y todos muestran el afán con que cultiva la escuela de Oviedo su vida de relación, que en este orden es para ella vida de asimilación y nutrición también.

De la Extensión universitaria, otra de sus notas, y de las más importantes, no sólo por su desarrollo, sino por su cualidad, nos habla el señor Sela en sus memorias sobre los dos cursos de 1901-1902 y 1902-1903. En el primero de éstos, los trabajos se dividieron en cuatro grupos:

1.º Conferencias en la universidad, con carácter de cultura general y dirigidos a un público mixto; inauguradas por el rector, comprendieron, ya series de lecciones, ya lecciones sueltas. Las series fueron: Instituciones históricas asturianas (señor Canella); Baudelaire (señor marqués de Valero); Hauptmann (señor Altamira). Las segundas, una sobre el rayo (señor Cabañas) y otra sobre la combustión (señor Urios).

2.º Conferencias pedagógicas para los maestros, a cuya obra quiere colaborar singularmente esta universidad, siguiendo el movimiento iniciado en otros países, donde cada vez se van enlazando con mayor intimidad todas las funciones de la educación y la enseñanza y dislocándose al par las antiguas jerarquías. El señor Canella inició este orden de trabajos, tratando del derecho usual.

3.º Clases especialmente destinadas a los obreros, y que son como el germen de la llamada «Universidad popular», que cada año se va delineando en la obra de la de Oviedo. En estas clases, donde fue preciso limitar la matrícula a 50 alumnos, se ensaya una enseñanza familiar, que ponga en comunicación más estrecha y fecunda a maestros y discípulos. Derecho, economía, educación cívica, historia de la civilización, cosmografía, ciencias naturales, lengua y literatura castellanas, fueron los asuntos confiados a los señores Canella, Buylla (don A. y don B.), Posada, Jove y Beltrán. Las clases terminaron, como de costumbre, con una reunión familiar en la universidad, donde obreros y profesores acentúan su solidaridad con un sentido que el señor Sela pone con suma intención de relieve. Vale la pena de trasladar aquí algunas de sus palabras: «Ojalá podamos repetirlas (estas reuniones) con frecuencia, mezclando en ellas a las representaciones de todas las clases sociales y procurando que fraternicen con los dignos obreros manuales, que, tras una jornada fatigosa, vienen a estas aulas a nutrir su inteligencia y fortalecer su voluntad, los estudiantes de profesión, estos obreros cuya jornada legal es tan corta y que suelen andar lejos de todas las empresas en que quisiéramos ver empeñada a la juventud cuantos de veras la amamos». «No olvidemos tampoco que a tales fiestas y otras que se organicen (sesiones literarias y musicales) debe concurrir la familia del obrero con nuestra propia familia...»

Complemento de las clases populares fueron las excursiones de obreros al Museo Arqueológico, la catedral, las iglesias de Naranco y algunas fábricas, bajo la dirección de los señores Redondo, Altamira y Sela.

4.º Lecciones fuera de la universidad -que es como la extensión se inició en Inglaterra y América-. Los señores Posada, Mur, Altamira, Arias de Velasco, Buylla (don Arturo) y Sela, dieron en el Centro Obrero de Oviedo lecciones y cursos sobre la enseñanza popular, las corrientes alternativas, el Quijote, el carácter moral de la educación, la tuberculosis y la historia contemporánea. En otros centros y círculos de Langreo, Gijón, Avilés, Trubia, Mieres, Salinas, casi todos los profesores ya citados, con los señores Albornoz, Aparicio, Álvarez Casariego y Crespo, explicaron sobre Historia de España, cuestiones económicas, problemas de educación, instituciones obreras, el Quijote, educación popular, transformaciones de la energía, Víctor Hugo, Teoría de los explosivos, filosofía de la historia y cooperación.

En la memoria referente al curso de 1902-1903, da cuenta el señor Sela de los trabajos de la extensión en el mismo y de la creación de una Junta local en Gijón, cuyo éxito ha sido grande. El señor Rioja explicó en la universidad su zoología popular; el señor Aramburu, unas lecciones sobre don Agustín Argüelles; el señor Posada, tres sobre el socialismo marxista; el señor Altamira continuó las suyas sobre Hauptmann, Ibsen y el teatro catalán contemporáneo; el señor Arias de Velasco dio varias sobre la religión y el derecho; el señor Fernández (don M.), tres acerca del romanticismo; y los señores Orueta, Adellac y Acebal, una cada uno, respectivamente, sobre bacteriología, el cancionero popular aragonés y el malogrado literato asturiano don Juan Ochoa.

En los centros de Oviedo, Avilés y Trubia, en el Círculo Republicano de Mieres y, muy especialmente, en Gijón, los profesores y demás colaboradores ya citados, cuyo número crece cada día, han dado ya cursos, más o menos extensos, ya lecciones y conferencias únicas sobre los siguientes asuntos: gremios, el feminismo obrero, los corales, el contrato colectivo de trabajo, las instituciones políticas, el albañil, las luchas sociales, el teatro de Iglesias, el de Shakespeare, la cuestión de Marruecos, los electroimanes, el saneamiento urbano, la química experimental, la idea de patria, las instituciones obreras contemporáneas, los arácnidos, la telegrafía sin hilos, el valor práctico de la cultura, la historia de España, la zoología, los crustáceos, la costa española del Mediterráneo, Asturias en el siglo XIX, el presupuesto de Instrucción pública, las falsas necesidades económicas, la electricidad, la literatura catalana, el derecho internacional, la historia general, la de España, el sufragio, la botánica, la lengua castellana, las instituciones locales, la economía, la cosmografía, el derecho usual, la química, los microbios, las enfermedades infecciosas y la higiene, el polo Norte, la energía eléctrica, la arquitectura, Salamanca, la respiración, la atmósfera, las ciencias médicas y sus similares en el siglo XIX, la tuberculosis, las ciencias físicas, la astronomía...

La extensión iniciada ahora por las Universidades de Valencia, Barcelona y Granada, constituye el asunto de la última parte de la memoria del señor Sela.

La del señor Miranda, secretario de la Junta local de Gijón, es un motivo más de esperanza en este orden de vida y de cultura. Los señores Orueta, Meredíz, Adellac, La Torre y el citado señor Miranda, a los cuales se unieron luego el director del Instituto, el alcalde y los señores Belaunde y Escalera, formaron el comité que ha organizado la extensión de una manera digna de estudio y con el éxito que demuestran las cifras. Las conferencias semanales, en el instituto, han contado con un promedio de 300 oyentes, entre ellos muchas señoras; los cursos populares, dados en diferentes centros obreros de la localidad, un promedio de 30 a 80 alumnos. Un rasgo interesante es el de la excursión mixta de obreros y estudiantes del instituto a visitar los monumentos de Oviedo.

Para determinar la índole de la verdadera «Universidad popular», cierran esta parte de los Anales dos estudios: uno de ellos un nuevo fragmento de la memoria del señor Palacios, donde expone el origen, evolución y carácter de esta clase de instituciones, especialmente en París; el otro, un resumen del señor Posada determinando la naturaleza de la acción propia de la universidad oficial, para crear la popular, como hija, derivación y radiación suya, así como sus tanteos y sus frutos en esta línea.

En la obra de las Colonias escolares de vacaciones, que esta universidad ha tomado como parte de su función social (caso raro, tal vez único), los señores Fandiño y Villaverde, maestros y directores, respectivamente, de las colonias de Oviedo y Laviana, dan cuenta en sendas memorias de sus campañas; la primera cuenta ya nueve años, y ha llevado 141 niños, cuya regeneración detalla con amor; la segunda, en tres años 65; todas han ido a la playa de Salinas.

En 1901, crearon los estudiantes de Oviedo su Unión escolar, según expone en su nota uno de ellos, el señor Méndez Saavedra; conferencias y lecturas, biblioteca y certámenes científico-literarios, representan el aspecto intelectual de esta asociación; un gimnasio, un club de foot-ball y otros juegos: el de educación física y recreo.

Concluye este libro con 13 Apéndices: 1.º, una reimpresión del Homenaje que al conde de Campomanes hizo en 1790 la universidad (que tanto le debió), con motivo de su nombramiento para el gobierno del Consejo de Castilla, figurando, por cierto, entre los festejos la representación de un drama alegórico y una comedia seria, por los catedráticos; 2.º, la reseña de la colocación de una lápida en memoria del inolvidable Leopoldo Alas, en la calle que hoy lleva su nombre, y de otra, en la cátedra donde enseñó el gran maestro; 3.º, la ponencia del señor Sela, sobre «Fin y organización de las universidades», en la asamblea universitaria de Valencia de 1902; 4.º, las conclusiones acerca de este tema, aprobadas por dicha Asamblea y redactadas por los señores Torres Campos (don Manuel) y Sela; así como las referentes a la conveniencia de seleccionar los alumnos a su ingreso en facultad y a las condiciones de un buen régimen escolar universitario (ponentes, los señores Benito y Simonena), a los medios de dar mayor intensidad al trabajo del profesorado en las universidades -que buena falta hace- (señores Unamuno y Traveset) y a las condiciones jurídicas de la libertad de enseñanza (señores Olóriz [don Rafael] y Calvo); 5.º, una moción de la universidad, sobre el presupuesto de Instrucción pública, llamando la atención del gobierno de un modo sumamente preciso y concreto sobre los principales puntos de su reforma; 6.º, las comunicaciones relativas al Congreso de Ciencias históricas de Roma de 1903; 7.º, la reclamación del claustro contra la centralización en Madrid de las pensiones universitarias de estudios en el extranjero, decretada por señor Allendesalazar; 8.º, el acuerdo en favor de la supresión del instituto de Tapia; 9.º, el dictamen de la Facultad de Derecho acerca de la memoria del señor Palacios; 10.º, la exposición, antes citada, del libro de Maroussem, que no se pudo incluir en su lugar debido; 11.º, el anuncio de los compendios de las conferencias y cursos de la extensión universitaria, utilísima publicación que se vende a un precio ínfimo; 12.º y 13.º, el cuadro de enseñanzas y profesores de la universidad, y una noticia de las últimas publicaciones de éstos.

1910.










Arriba
Anterior Indice