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ArribaSección VI

¿Es la Metafísica la ciencia que más apetece el hombre con apetito natural?


1.- Razón de proponer el problema.

Este problema lo propongo por el Proemio de Aristóteles a la Metafísica, para declarar con ocasión de él algunas cosas que allí nos quedan por declarar, no sea que las pasemos totalmente por alto, o nos sea necesario volver a ellas después. Esta exposición nos ayudará también para encarecer más la dignidad de esta disciplina, que es la más conforme a la naturaleza del hombre en cuanto racional, o mejor aún, su suma perfección natural.

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Aristóteles, en el lib. 1 de la Met., c. 1 y 2, frente a esta pregunta parece abrazar abiertamente la parte afirmativa, es a saber: que el apetito natural del hombre es sobre todo atraído por la Metafísica; y para demostrarlo antepone el axioma: «Todo hombre naturalmente desea saber.» Sentido del axioma: «Todo hombre naturalmente desea saber»

3.- Qué es el apetito innato y el elicitivo.

En esto debemos exponer ante todo la concepción de Aristóteles, y luego la verdad de tal proposición.

Tres términos, pues, hemos de declarar en ella y primero: «apetecer o desear». Debemos suponer en primer lugar la distinción vulgar de dos apetitos: el innato y el elicitivo. El primero se llama apetito impropia y metafóricamente; en realidad, no es otra cosa que la propensión natural, que experimenta cada cosa hacia algún bien; inclinación que en las potencias pasivas no es más que la capacidad natural y la proporción con su perfección, y en las activas es la facultad misma natural de obrar. En todas estas cosas -como se ve- el apetito no añade nada fuera de la misma naturaleza de la cosa o facultad próxima, en virtud de la cual le conviene tal apetito. Ni se puede distinguir en este apetito acto primero y segundo, porque apetecer de este modo no es obrar algo, sino solamente tener propensión innata, tal cual tiene la gravedad hacia el centro, aunque de hecho no obre nada.

El apetito elicitivo es ya propiamente apetito, porque se inclina al bien como bien, y lo puede apetecer por un acto propio. De aquí que haya dos cosas en este apetito (hablamos en las criaturas): una, la facultad de apetición, y otra, la apetición misma. La primera mantuvo el nombre de apetito y se divide en apetito sensitivo y en racional. Este apetito como tal, también es innato si se toma el término «innato» en general, porque fue dado con la misma naturaleza y tiene propensión natural a su objeto y a su acto. Pero como de tal manera es innato, que al mismo tiempo es elicitivo de la apetición actual por la cual tiende formalmente al bien en cuanto es bien, siendo por esto con toda propiedad apetito; se distingue a la vez del apetito puramente innato y del metafórico; y así se ha de entender la primera división.

Lo segundo, es decir, el acto de apetecer, que se llama propiamente apetición, o apetito elícito, no es otra cosa que el acto producido por el apetito eliciente, que ama o desea el bien. Este apetito nunca es innato, al menos en nosotros, de quienes ahora tratamos; a veces, sin embargo, es natural como más abajo ex profeso declararé más.

4.- Cuántos sentidos tiene «natural».

El segundo término que debíamos explicar era: «naturalmente»; pues apetito natural tiene muchas acepciones: a veces se llama natural, lo que fue dado por la misma naturaleza, y no fue producido, v. gr., por la acción propia del mismo hombre, o efección. En esta acepción todo apetito innato es natural, aun el mismo apetito elicitivo; pero no el apetito o acto elícito, como resulta suficientemente claro de la exposición hecha de los términos.

Otras veces se llama natural, lo que se hace necesariamente por la propensión intrínseca de la naturaleza, aunque absolutamente y en sí no sea dado por la naturaleza, sino producido por el apetente. En este sentido es natural al hombre el apetito del hambre o sed, cuando le falta la comida o bebida; y en el mismo sentido el apetito elícito puede ser natural, y de sí lo es siempre en el caso del apetito sensitivo; en cambio, en el caso de la voluntad, aunque a veces lo sea, no lo es siempre, porque es libre.

Omito por ahora la acepción de natural cuando se lo distingue de sobrenatural, sentido en el cual obrando como filósofos naturales -o que proceden con sólo la luz de la naturaleza, como ahora procedemos- todo apetito es natural, ya que la manera sobre natural de apetecer, resultante de la gracia, no puede estudiarse con la razón natural.

Otras veces también se entiende por natural lo que se opone a violento> sentido frecuente en filosofía. De estas dos maneras el apetito elícito, aun el libre, puede ser natural, como consta sin necesidad de demostración. Asimismo, el apetito elícito se llama a veces natural por ser armónico con la naturaleza, y se opone al preternatural o disarmónico a la naturaleza, aun cuando no sea violento. De este modo, el apetito de la virtud es natural; en cambio, el del vicio, no. Se aquí resulta que el apetito al que la misma propensión de la naturaleza añade la necesidad se llamará con mucha más razón natural; y por eso el apetito necesario, aun el elícito, puede con toda justicia llamarse natural.

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En este apetito se suele distinguir una doble necesidad: necesidad en cuanto al ejercicio, y necesidad en cuanto a la especificación. La primera se da cuando el apetito vital necesariamente produce o ejerce el acto de apetición. Esta necesidad se observa fácilmente en el apetito sensitivo; en cambio, en el racional no se experimenta en esta vida, sino solamente en la bienaventurada y sobrenatural, que no entra en el campo de nuestra consideración.

La segunda consiste en que la voluntad si bien no ejerce necesariamente el acto de apetición, con todo si lo ejerce, necesariamente apetece y no se aparta de un objeto determinado. En este caso el acto se denomina necesario en cuanto a la especie, aunque no en cuanto al ejercicio; y por esta necesidad se llama natural, y se diferencia del acto libre bajo todo concepto, tanto en cuanto al ejercicio como en cuanto a la especificación. De este modo apetece la voluntad el bien en común. Y con esto queda ya bastante en claro la ambigüedad de esta palabra.

6.- Diversas acepciones de ciencia.

La tercera palabra era «ciencia» o «saber», que Aristóteles toma indefinidamente. Esta palabra puede aplicarse en general a cualquier conocimiento o inteligencia de la verdad, especialmente a la que es perfecta, única que realiza el concepto propio de ciencia, según el cual se define el saber como conocimiento de una cosa por su causa con evidencia y certidumbre. Y de la, ciencia entendida de este modo, todavía podemos hablar o indefinidamente, o en abstracto; o distributivamente de todas las ciencias, o en particular de alguna; maneras todas ellas de tomar la ciencia que no poco difieren entre sí.

7.- El hombre apetece todas las ciencias.

Empezando, pues, la explicación de este axioma general por su último término, Arístóteles no habla ciertamente en él de ninguna ciencia singular, cosa evidente tanto por sus palabras, como por la prueba que es general; ni era ésa tampoco su intención, puesto que se vale de este principio general para de él pasar a esta ciencia en particular. Esta razón demuestra además que, aunque los términos de Aristóteles sean indefinidos, sin embargo, tíenen valor de universales por ser doctrinales. El sentido es, en consecuencia: que todos los hombres naturalmente apetecen cualquier ciencia: ya que este apetito se deduce no del concepto peculiar de alguna ciencia en cuanto es esa tal, sino del concepto de ciencia absolutamente; y también porque de otro modo no se pasaría con suficiente eficacia en esa deducción del modo de hablar indefinido al singular.

Eacute;sta es entonces la mente de Aristóteles; y lo que diremos a continuación pondrá de manifiesto con facilidad que tal afirmación así entendida es verdadera.

8.- Las apetece con apetito innato.

Muchos expositores, especialmente Escoto y sus secuaces, piensan que Aristóteles habla en este pasaje del apetito innato; Santo Tomás mismo no se muestra extraño a este modo de pensar, razón por la cual Javelo y Flandria también lo abrazaron.

No se puede dudar que en tal sentido la proposición es verdaderísima, cosa que confirma Santo Tomás con diversos argumentos, cuyo resumen sería: todas las cosas naturalmente apetecen su perfección, operación y felicidad, y la ciencia con respecto al hombre es todas estas cosas, ya que ella es su gran perfección, y su operación, y en ella consiste su felicidad.

En este argumento los dos primeros miembros son comunes a todas las ciencias, y el tercero es propio de ésta, como después expondremos. Por él también yo creo que Aristóteles no excluyó esta interpretación, sino más bien que la supuso. Pero que habló solamente en este sentido, no me parece ni necesario, ni verdadero. Aun el sentido propio de sus palabras nos permite colegirlo así: en efecto, de la dilección y amor de los sentidos deduce el apetito de ciencia; ahora bien, abiertamente habla de amor a los sentidos por un acto elícito, ya que esto es propiamente lo que significa amor, y más abajo afirma de una manera semejante que anteponemos el sentido de la vista a los demás, y esto con amor elícito. Y aunque se podría admitir que Aristóteles en esa demostración habla del acto elícito para de él deducir el apetito natural, ciertamente esa deducción no sería recta si no supusiese que tal amor elícito es también en cierta manera natural. No se puede, en efecto, deducir el apetito natural de cualquier apetito elícito, ya que a veces apetecemos con un acto de voluntad cosas que repugnan a la misma naturaleza: la muerte, v. gr. Por consiguiente, si del apetito elícito deduce Aristóteles el natural, supone que el elícito es también natural, y si el amor elícito de los sentidos es natural, mucho más lo es el amor de la ciencia.

9.- También con apetito elícito.

Debemos además afirmar que el hombre ama la ciencia también con apetito elícito. Esto prueban los argumentos de Santo Tomás que hemos insinuado: ellos, en efecto, prueban indiferentemente del apetito elícito, o de la mera gravitación de la naturaleza; porque el hombre también con ese primer apetito apetece naturalmente su perfección, operación y felicidad; y la ciencia es la operación más perfecta del hombre, y además o la felicidad misma o algo sumamente necesario para la felicidad y bienestar de esta vida.

En efecto: si se trata de la ciencia contemplativa, la felicidad consiste en su operación perfectísima, como se dice en el lib. 10 de la Ética, c. 6; si de las otras ciencias especulativas, ellas sirven a esa superior, y en todas hay gran delectación, pues el contemplar es algo insuperablemente bueno, lib. 2 de la Met., text. 39; si de las ciencias prácticas, para el bienestar aun de esta vida son necesarias, o por lo menos muy útiles.

10.- Exposición de la doctrina de Aristóteles sobre el amor a la vista y a los otros sentidos.

Una magnífica confirmación de esto mismo nos la ofrece el raciocinio de Aristóteles basado en el amor a los sentidos, y en especial de la vista.

Dos tesis propone en ese raciocinio: primera, en el amor a los sentidos, el de la vista es el preferido; segunda, la causa de esto es ser el que más sirve para la adquisición de la ciencia. De aquí deduce una tercera, a saber: el amor de la ciencia es mayor y más natural que el de la vista y el de los demás sentidos. Esta consecuencia parece evidente por sí misma y fundada en aquel principio: «Aquello por lo que una cosa es tal, eso mismo lo es aún más».

La primera de esta tesis ha de entenderse con precisión, para que se pueda hacer debidamente la comparación. En efecto: el tacto puede darse sin la vista, pero no viceversa, porque el tacto es el primero de todos los sentidos y el fundamento de todos los demás. Por esto, si se destruye el tacto, la vista no puede por las solas fuerzas naturales subsistir, ya que ni aun la vida sin el tacto se conserva, lib. 3 Sobre el Alma, c. 12, y lib. 13 Del Sentido y lo Sensible, c. 1. De manera que la vista en cuanto de algún modo incluye al tacto, es más apetecible que el tacto solo; y en otro sentido, en cuanto la pérdida del tacto incluye la pérdida de la vista y no al contrario, es preferible el tacto a la vista, porque el hombre elegiría antes la conservación del tacto que la de la vista si para la conservación del tacto fuera necesario perder la vista. Pero esta comparación entendida así no tiene ningún valor, porque en ella no se cotejan los sentidos singularmente entre sí, sino dos sentidos con algo que en ambos se incluye. La comparación, por tanto, se ha de hacer precisamente en aquello que cada uno por sí mismo confiere.

11.- Comparación mutua de la vista con el oído.

Hemos también de notar que en este lugar Aristóteles habla de un doble amor de los sentidos: uno, por la utilidad, y otro, por el conocimiento. El primero es conocidísimo por sí mismo, y bajo el nombre de utilidad puede englobarse todo bienestar del cuerpo, perteneciente o a su conservación, o al deleite, o a las otras operaciones de la vida humana.

El otro es mucho más propio del hombre, y en orden a él principalmente se compara aquí la vista con los otros sentidos, y a ellos se prefiere.

Aristóteles lo prueba basándose en la experiencia, porque -dice- cuando no vamos a ejecutar nada, preferimos la vista a las demás cosas. La razón «a priori», que es la que más nos interesa ahora, la da en otra proposición; y acerca de ella hemos de notar, en tercer lugar, que hay dos maneras de adquirir ciencia: el aprendizaje y la propia investigación. Para la primera manera, es utilísimo el oído, cosa evidente por sí misma, ya que las voces son signos de los conceptos y el oído el único que percibe las voces; ni obsta el que no perciba su significado, pues basta que sea el órgano propio mediante el cual tal signo llegue a la mente. Pero esta ventaja es accidental y mínima. Es accidental, porque también lo es en cierto sentido esta manera de adquirir la ciencia por el aprendizaje, ya que hablando según la naturaleza de las cosas, supone la otra, y sólo es para suplir la imperfección o negligencia con que los hombres se ocupan en la adquisición de las ciencias. Llamé además mínima esta ventaja, porque también la vista es de gran utilidad para el aprendizaje; en efecto, también la escritura es signo de los conceptos y la escritura se percibe con la vista; de donde resulta, que parecen ser muchas más las cosas que se aprenden con la lectura -operación de la vista- que con la audición1.

Hay con todo una diferencia: casi toda la utilidad de la escritura puede también obtenerse con el oído, y no viceversa, ya que la energía, fuerza y claridad, que hay en la voz para expresar los propios conceptos, no puede suplirse con la sola escritura o vista. Así se cuenta de algunos que carecieron de la vista y fueron doctísimos con la sola audición de los escritos de los otros, o también con la explicación o enseñanza que de viva voz se les proporcionó. En cambio, no me acuerdo haber leído de nadie que siendo enteramente sordo llegase a ser muy docto, y apenas creo que pueda suceder.

No es, pues, en relación a este oficio, cómo Aristóteles compara aquí estos sentidos, sino en relación a la adquisición de la ciencia por la propia investigación. Y en esto no hay duda que la vista y el tacto superan tanto al oído como a los demás sentidos, cosa tan evidente que no necesita prueba.

Sólo queda por establecer una breve comparación entre la vista y el tacto.

12.- Comparación de la vista con el tacto.

En cuarto lugar, hemos de advertir, que una cosa es hablar de lo que es signo -valga la expresión- de una facultad más excelente, y de una aptitud mayor para la adquisición de la ciencia; y otra, del instrumento más apto para la investigación de la ciencia.

Y así el tacto, cuanto al primer aspecto, supera a la vista, porque el tacto es un sentido universal juzgado de parte del sujeto, estando como está difundido por todo el cuerpo; y también es signo de una complexión magnífica y equilibrada; por eso se dice: «Las carnes delicadas son aptas para el ingenio», sentencia más explicada en el lib. 2 Sobre el alma, tex. 24.

Pero la vista, por sí misma y como instrumento para la ciencia, por muchos conceptos supera al tacto. Ante todo por la extensión de su objeto, porque como dijo en este lugar Aristóteles, percibe muchos matices, y se pasea por lo celestial y por lo terrestre, y conoce más a fondo que ningún otro sentido las mutaciones de las cosas, las acciones y las figuras, de todo lo cual nos valemos como de primeros signos e indicios para conocer las cosas.

En segundo lugar, extendiéndose como se extiende hasta cosas sumamente distantes, es más rápida que los otros sentidos para la percepción; la causa de esto es que realiza su operación de un modo más puro e inmaterial y sin alteración material.

En tercer lugar, como lo demuestra la experiencia, graba más profundamente en la fantasía lo que percibe; ello en efecto, se adhiere más tenazmente a la memoria y más fácilmente después se reproduce.

En cuarto lugar, hablando de las cosas en sí, las experiencias visivas parecen ser más ciertas que las táctiles; y aunque Aristóteles, lib. 1 de la Historia de los Animales, c. 15, diga que el tacto en el hombre es finísimo, en ese lugar no compara los sentidos del hombre entre sí y respecto del mismo hombre, sino con los sentidos de los otros animales; y así afirma también que el hombre supera a los otros animales en el tacto y en el gusto, mientras que en los otros sentidos hay muchos que le superan, por lo menos, en determinadas condiciones de sensación (el águila v. gr. en perspicacia y fortaleza de vista); pero no dice que el tacto del hombre supere a la vista en certidumbre y al contrario, sec. 31 de los Problemas, cuest. 18, dice que el tacto trata de superar a la vista.

Cada uno de estos sentidos tiene su certidumbre en orden al propio objeto adecuado; pero a veces falla en los sensibles comunes por una aplicación insuficiente; y tal vez porque la vista siente a lo lejos, y el tacto no, sucede con más facilidad que el objeto de la visión se aplique defectuosamente, y que la vista se engañe. Pero en igualdad de condiciones, cuanto a la aplicación del objeto y a la disposición de la facultad, no hay mayor engaño en la vista que en el tacto; por otra parte, la vista, gracias a su inmaterialidad, percibe con más agudeza su objeto, y bajo este aspecto es más segura; por eso se la utiliza con más frecuencia para llegar a la certidumbre en lo sensible.

Por estas razones, la vista es simplemente más útil para la ciencia, y por esto naturalmente es más amada; hay, por consiguiente, en este hecho un signo, como Aristóteles concluye, de que el hombre naturalmente ama la ciencia.

13.- El apetito elícito de ciencia.

Nos queda por explicar en qué sentido se ha de entender que el hombre apetece naturalmente la ciencia con apetito elícito. No se puede entender esto en el sentido de que el hombre ejerza el amor y el deseo de la ciencia siempre que de ella piensa; ni tampoco que no la pueda despreciar o no querer ocuparse en conseguirla, cosas ambas contra la experiencia; y por consiguiente, no puede este apetito elícito ser natural en el sentido de absolutamente necesario, ni en cuanto a la especificación.

En cambio, este apetito ciertamente puede con toda justicia llamarse natural, en primer lugar, por ser tan consentáneo a la naturaleza y a la natural inclinación del hombre en cuanto hombre. Por eso es exacto lo que dice Cicerón, lib. 2 De los fines: «La naturaleza engendró en el hombre la ambición de encontrar la verdad».

En segundo lugar, se llama natural por ser en algún modo necesario en cuanto a la especificación, porque si bien puede el hombre desdeñar la ciencia, o no quererla con apetito eficaz de buscarla, esto solamente puede hacerlo por causas extrínsecas u obstáculos accidentalmente superpuestos a la ciencia, a saber: por el trabajo o dificultad que trae consigo el estudio de la ciencia; o porque este estudio impide al hombre la búsqueda de otras cosas que él o necesita, o les experimenta afición; y otras razones semejantes. Por eso los que son algo obtusos de ingenio por la dificultad o -como Aristóteles llegó a decir- imposibilidad de alcanzarla, parece que desean menos la ciencia (lib. 6 Política, c. últ.).

Empero, la ciencia por sí misma no puede desagradar, y así, quitadas las dificultades, se la ama con una cierta necesidad, por lo menos cuanto a la especificación.

Esto que es verdadero, sobre todo en la ciencia tomada en común en cuanto ciencia, en proporción también lo es de cualquier ciencia en particular, si en ella se considera el conocimiento de la verdad por sí misma en una materia determinada, pues esta perfección por sí misma es siempre deseable para el hombre. Y si un hombre no ama el estudiar una ciencia por ocuparse en otra, esto se reduce al caso ya mencionado de un obstáculo extrínseco; en efecto, no pudiendo el hombre adquirir ambas ciencias, e impidiéndole el estudio de una la perfecta investigación de la otra, omite la primera para obtener la segunda. Por eso ciertos hombres, llevados de su complexión natural y propia, tienen más gusto por una ciencia que por otra; pero si desaparecieran los obstáculos, o -lo que es lo mismo- si una ciencia no impidiese a la otra, codiciaríamos naturalmente todas las ciencias y no despreciaríamos una por otra.

14.- Consecuencia.

Con todo esto fácilmente aparece qué es en el hombre este apetito: si se trata del apetito elícito, nos consta que es un acto de la voluntad -eficaz o por lo menos ineficaz y de mera complacencia- que es profundamente natural, y se conserva aún en los que no se ocupan o eligen eficazmente dedicarse a la ciencia.

Si se trata de la gravitación natural, podemos considerar esta gravitación como inmediatamente dirigida a la ciencia misma, y así no es otra cosa que el mismo entendimiento y su capacidad, que lo orienta hacia la ciencia como a propia perfección. En el entendimiento, en efecto, pasa con el apetito de ciencia lo mismo que se observa en la materia prima, en que el apetito de la forma no es otra cosa que la misma materia y su natural capacidad; y en cualquier otra potencia, en que el apetito de su acto no es algo añadido a la potencia sino su constitución y aptitud natural.

Y si la gravitación natural se considera como orientada hacia la ciencia por medio del apetito elícito, no es otra cosa que la voluntad del hombre, que está del mismo modo naturalmente inclinada a todas las perfecciones del hombre. La voluntad, cierto, no apetece tener ciencia, pero apetece naturalmente el querer la ciencia para el hombre o para el entendimiento; y en este sentido decimos que la gravitación natural está orientada hacia la ciencia por medio del acto elícito.

15.- El apetito natural de saber llega a su grado sumo cuando se dirige a las ciencias especulativas.

Con esto, queda suficientemente explicado el axioma general: «es innato al hombre el apetito natural de ciencia».

Bajo este principio se ha de entender también que este apetito es máximo cuando se dirige a las ciencias especulativas, que se buscan por el solo conocimiento de la verdad. Ésta parece haber sido la intención tácita de Aristóteles en todo el desarrollo del capítulo primero de este Proemio; y para explicación de ello distingue y relaciona entre sí todas estas cosas: memoria, experiencia, arte, ciencia -implícitamente dividida en ciencia por la obra o utilidad, y ciencia buscada por sí misma- y por último añade la sabiduría.

16.- Explicación de algunas expresiones de Aristóteles en el Proemio.

En primer lugar dice que el sentido fue dado por la naturaleza a todos los animales, pero sin explicar lo que es -cuestión que no tiene que ver con la presente- ni afirmar que todo sentido fue comunicado a todos los animales, sino indefinidamente el sentido; ni suponer nada más que ser éste el grado más imperfecto de conocimiento. Después añade que los animales brutos, además del sentido, tienen a veces memoria y una como prudencia natural, llegando algunos hasta ser capaces de enseñanza, pero participando todos ellos poco o nada de la experiencia. Téngase en cuenta aquí que Aristóteles con el nombre de sentido entiende también el conocimiento sensitivo que sólo se realiza en presencia de su objeto, sea por medio de los sentidos internos, sea por el sentido común interior o fantasía, pues engloba bajo el nombre de sentido todo lo necesario para sentir en presencia del objeto; ahora bien, en todos los casos es necesario algo de fantasía o imaginación para sentir aún externamente, y en consecuencia, es común a todos los brutos el usar de imaginación, como lo es el sentir.

Cuanto a la memoria, trae aparejada consigo cierta fuerza interior para conservar las especies y usar de ellas en ausencia de los objetos, de manera que pueda uno recordar las cosas que percibe con los sentidos, aun cuando no las tiene presentes en lo que toca a los sentidos externos. De esta facultad dice Aristóteles que hay algunos animales que la tienen, pero que no todos; mas no declara cuáles son en particular éstos o aquéllos.

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Sin embargo, comúnmente se piensa que tienen memoria los que pueden propia y perfectamente moverse de un lugar a otro distante, o con un movimiento de avance por la tierra, o volando por el aire, o nadando en el agua; ya que la memoria parece haber sido dada a los animales con el fin de que puedan trasladarse a un lugar distante, para huir o buscar lo que de algún modo han experimentado como nocivo o útil. Ni es dificultad el que algunas veces pueda el bruto moverse a un lugar distante sin hacerlo por algún recuerdo, como evidentemente sucede en los recién nacidos, porque en ese caso el movimiento es excitado por un objeto algo distante o va errante y como vagando a la ventura.

18.- ¿Tienen memoria las moscas?

Es muy incierto lo que aduce Aristóteles para afirmar que las moscas no tienen memoria, a pesar de que se trasladen de un lugar a otro muy distante, pues la razón que le mueve a decir esto es el ver cómo al ser arrojadas de un sitio vuelven al mismo una y otra vez, y esta razón, como se ve, no tiene fuerza, ya que esto puede muy bien suceder por el hecho de que las moscas vuelvan arrastradas por el recuerdo que conservan del placer que allí experimentaron, o bien por la fuerza del apetito, o finalmente porque ese objeto de algún modo les está siempre presente por medio del olfato o la vista, y así son atraídas por él con gran vehemencia. Sólo de los animales que poseen únicamente el sentido del tacto o del gusto podemos afirmar con verdad que carecen de memoria, puesto que no aparece en ellos ninguna señal o efecto que lo pongan de manifiesto, ni tampoco se ve qué utilidad les podría proporcionar.

19. -¿Qué clase de prudencia existe en los brutos?

Cuando Aristóteles dice que algunos brutos juntamente con la memoria tienen prudencia, hay que entender esto en un sentido traslaticio y no en sentido propio; porque no discurren, ni adquieren hábitos de manera que puedan juzgar de las cosas que hacen, sino que obran las más de las veces movidos por un instinto natural, cual conviene a su naturaleza en estas circunstancias, y con él prevén lo futuro como si realmente raciocinaran. De lo cual se deduce que aquí prudencia se toma en un sentido metafórico.

Pero alguno podría objetar: de lo dicho parece resultar que esta prudencia no es otra cosa que el instinto de la naturaleza, pero este instinto lo poseen también los otros animales que carecen de memoria; y si esto es así, ¿por qué Aristóteles atribuye la memoria con más especialidad a algunos animales? En esto Javelo, lib. 1, cuest. 7, da la impresión de no distinguir entre el instinto natural y la prudencia de los animales, y concede todo cuanto parece probar la objeción dicha, o sea que en todos los brutos existe esta prudencia, opinión que atribuye a Santo Tomás. Pero, a no ser que sea cuestión de palabras, este modo de hablar no creo sea de Aristóteles, como lo prueba la razón arriba propuesta; y aun en ciertos casos no cabe ni la metáfora, pues existen ciertos animales -hasta entre aquellos tal vez que poseen memoria- tan estúpidos, que ni metafóricamente se puede decir que están dotados de prudencia. Por esto Aristóteles no dijo que todos los animales que tienen memoria tienen esta prudencia, sino que algunos de estos animales la poseen.

Otros, tomando esta metáfora en un sentido más riguroso, opinan que sólo se puede llamar prudentes a aquellos animales que obran por la memoria del pasado para prever lo futuro, o como para elegir algún medio. De esta opinión es Fonseca, quien, a su vez, cita a otros. Empero parece muy exagerada esta manera de ver, porque no hay que exigir tanta propiedad en las metáforas. Y así cuando Jesucristo dijo: «Sed prudentes como las serpientes», no quiso significar este obrar por la memoria del pasado, sino la destreza natural con que la serpiente guarda su cabeza, como muy bien lo interpretaron los Santos. Y del mismo modo decimos de la hormiga que es prudente, porque acumula su alimento en invierno.

Por lo tanto, esta prudencia de los animales no es sino una habilidad especial con que el instinto natural los dirige, y que aparentemente imita la prudencia del hombre, como lo dijo en general Aristóteles en el lib. 1 de la Historia de los Animales, c. 5, y en particular de muchos, lib. 9, c. 6 y siguientes; en el cap. 7 afirma además que este género de prudencia es más común en los animales inferiores que en los superiores. En ese mismo lugar, hace mención de otras muchas cosas, que, según dice, son propias de esta prudencia, aunque no deban su origen a la memoria del pasado, sino más bien a ese como instinto natural con que los animales imitan a los hombres. No en todos los animales se encuentra la prudencia de este modo; pero los animales que la tienen siempre están dotados de memoria, no porque la prudencia se funde en la memoria, sino porque el mismo grado de perfección de que están dotados los hace participar de la memoria. De donde resulta que estos animales ya naturalmente prudentes, por la memoria de las cosas se hacen todavía más prudentes. Según esto, se puede decir en favor de la segunda sentencia que esa habilidad natural merece el nombre de prudencia precisamente cuando, por así decirlo, es cultivada y perfeccionada por la memoria. Y sobre el uso de este término basta con lo dicho.

20.- Animales capaces de enseñanza. ¿Oyen las abejas?

Añade Aristóteles que algunos animales no sólo tienen memoria, sino que además son capaces de enseñanza, mientras que otros no lo son. A esta última clase dice que pertenecen los que tienen memoria pero carecen de oído, porque el oído es el sentido de la enseñanza; y aunque la vista también ayuda para la enseñanza, y en ciertos casos vemos algunos brutos -los perritos, por ejemplo- que son enseñados y domesticados mediante algunos signos externos; sin embargo, esto nunca se realiza sin alguna cooperación del oído, mediante el cual se les excita y llama para que se den cuenta de los signos.

Como ejemplo propone Aristóteles las abejas, de las cuales con todo se disputa vehementemente si oyen o no, como el mismo Aristóteles enseña, lib. 9 de la Historia de los Animales, c. 40.

Plinio, lib. 11, c. 20, afirma que oyen, cosa que al fin y al cabo, parece lo más probable considerando los signos y experiencias que esos autores refieren. Enseñan, en efecto, que algunos sonidos halagan y atraen a las abejas; además, que entre ellas mismas emiten ciertos sonidos cuando quieren emprender la fuga, o al ser despertadas o convocadas para dormir. En esto basa Alberto una división probable del oído: oído del sonido como tal, y oído de la voz como sonido articulado; y afirma que las abejas lo tienen de la primera clase, pero no de la segunda, requisito necesario para ser capaz de enseñanza.

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Acerca del primer género de animales, es decir, de los capaces de enseñanza no hay nada que observar, fuera de que esta enseñanza ha de entenderse también metafóricamente, como la prudencia; ya que se dicen capaces de enseñanza los animales que por costumbre se habitúan a acercarse cuando se los llama con cierto nombre, o a reunirse cuando oyen un determinado sonido o voz, o a huir cuando perciben cualquier otro signo. Todo lo cual hacen con el solo instinto natural, supuesta la memoria y la experiencia de tal signo o voz.

Aristóteles sostiene que todos los animales que tienen oído son capaces de enseñanza. Tal vez sea verdad, pero es difícil creer que esto conste por experiencia en todos los animales, y sin la experiencia no veo cómo se puede afirmar esto de todos los animales aéreos y acuáticos. Menos arriesgado es limitarse a afirmar que todos los animales capaces de enseñanza tienen oído, y quizás también vista, memoria y una prudencia metafórica o sagacidad.

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Como consecuencia saca Aristóteles que los brutos viven de imaginaciones y memoria, que apenas participan de la experiencia, y que se clasifican en tres categorías, de las cuales la última incluye a la primera, por lo que las primeras se entienden con exclusión de las siguientes. Los animales imperfectos viven solamente con una imaginación imperfecta, y además poseen también el sentido del tacto y aun el del gusto; otros más perfectos, a la imaginación agregan únicamente la memoria; otros, finalmente, más capaces de enseñanza que los precedentes, se dice que participan de cierta imperfecta experiencia, y se adiestran mediante la repetición de actos y la costumbre, como con una experimentación. En seguida explicaremos más detenidamente por qué tal experiencia se denomina imperfecta. Del hombre, en cambio, dice que vive de arte y razón, y declara esto en lo que resta del capítulo antes de empezar a tratar su tema. Con toda razón une ambas cosas, porque ninguna de las dos parece bastar sin la otra, por lo menos para una perfecta regulación del hombre; la razón, en efecto, que es un don natural, no basta si no se la cultiva con el arte; y el arte siempre exige utilización de la razón y una atenta consideración, para aplicarse a su obra.

23.- La experiencia tiene por campo solamente lo singular. La experiencia propiamente dicha es peculiar del hombre.

En tercer lugar afirma que en los hombres la experiencia es generada por la memoria: «Porque -dice- muchos recuerdos de una misma cosa forman la totalidad de una experiencia».

Aquí se ofrecía la ocasión de declarar extensamente qué es la experiencia y si pertenece al sentido o al entendimiento; lo mismo, si es un hábito de juicio o de aprehensión, cómo se produce y a qué tiende. Pero como estas cosas son más propias de la psicología y Aristóteles sólo las toca incidentalmente, nada advertimos sino que Aristóteles enseña abiertamente en este pasaje que el objeto de la experiencia no es lo universal, sino lo singular, pues dice: «A la experiencia pertenece el saber que tal cosa alivió a Calías, atacado por tal enfermedad, y lo mismo a Sócrates, y lo mismo a muchos tomados cada uno por sí; pero el saber que alivia a todos los atacados por una determinada enfermedad, eso ya pertenece al arte». Y más abajo prueba que para la acción es más útil la experiencia que la sola ciencia o arte, porque la acción tiene por campo lo singular. Por consiguiente, no pertenece a la experiencia deducir de los singulares lo universal, sino solamente un juicio firme y pronto en lo singular.

Puede en sentido lato llamarse experiencia cualquier percepción de un singular: así puede decirse que uno ha experimentado que el vino embriaga, aunque sólo una vez le haya pasado o lo haya visto en otro. Pero como, según advierte Hipócrates, la experimentación es engañosa, propiamente por experiencia no se entiende el conocimiento de un único singular, sino el de muchos singulares, como dijo Aristóteles. Más aún, para una experiencia propia y perfecta no basta experimentar un mismo efecto muchas veces, pues esto también lo pueden hacer los animales brutos de quienes Aristóteles dijo que participan poco de la experiencia porque no tienen más que el simple recuerdo de los singulares que han percibido por el sentido; para una perfecta experiencia se requiere además alguna comparación de los mismos singulares entre sí, lo cual es propio del hombre, y por eso afirmó Aristóteles que de la memoria le venía al hombre la experiencia, porque muchos recuerdos de una misma cosa totalizan una experiencia.

«De una misma cosa», dice, pero no individual y singular de manera que para la experiencia baste acordarse muchas veces de un único y mismo efecto percibido con el sentido, porque esta repetición produciría un recuerdo más rápido de tal efecto pero no la experiencia. Este «una misma» lo entiende en el sentido de semejanza y conformidad de circunstancias; y para esto es necesaria la comparación de los singulares por el recuerdo v. gr. de que tal medicamento hizo bien a Pedro aquejado de tal enfermedad y lo mismo a Pablo; pues si no hay suficiente semejanza, frecuentemente parecerá darse experiencia, cuando en realidad no se da. De aquí proviene que la experimentación sea muchas veces engañosa.

De manera que como queda explicado, una experiencia de tal tipo, que comience por el sentido, y se complete por la mente y por la razón, es propia del hombre. Consecuentemente, no consiste en un conocimiento aprehensivo, sino en un juicio, del que procede cierta habilidad, que dispone al hombre para juzgar que tal efecto suele proceder de tal causa. Esta habilidad quizás no es otra cosa que el recuerdo de los efectos singulares, aunque no bajo todo respecto, sino sólo en cuanto comparados entre sí y encontrados semejantes; mediante lo cual conocemos que proceden de la misma o semejante causa. Y con esto, queda dicho ya bastante acerca de la experiencia, atendido lo que conviene en este lugar.

24.- Servicios que la experiencia presta al arte y a la ciencia.

En cuarto lugar agrega Aristóteles que el arte es generado por la experiencia, y que si bien nos proporciona un conocimiento más perfecto que la experiencia, sin embargo, para la acción, difícilmente basta sin ella.

Ante todo conviene advertir sobre este pasaje que en él Aristóteles usa indiferentemente los nombres de ciencia y arte, como el contexto lo manifiesta; pues aunque por otros respectos sean virtudes distintas, bajo cierto aspecto el arte es un tipo de ciencia, o por lo menos en lo que toca al asunto presente su noción se identifica con la de ciencia.

Además, nótese que la ciencia o arte puede ser de dos clases: una llamada «quia», que se limita a demostrar que una cosa es así; otra, «propter quid», que da la causa. De la primera fácilmente se entiende que sea hija de la experiencia, porque deduce que las cosas son tales o poseen tales propiedades basándose únicamente en los efectos percibidos con la experimentación. Mas Aristóteles manifiestamente no habla aquí de esta ciencia, sino de la perfecta y «propter quid», pues al afirmar que los que poseen el arte son más sabios que los que sobresalen por su experiencia de las cosas, da como razón que «aquéllos conocen la causa y éstos no»; por tanto, por arte y ciencia entiende la ciencia que versa y enseña la causa de las cosas y aunque con muchas palabras y señales explica el que los que poseen el arte sean preferidos a los que obran por mera costumbre o experiencia, todas vienen a resumirse finalmente en esto: que los que poseen el arte conocen «propter quid» y la causa de las cosas. En consecuencia, al decir que el arte es la floración de la experiencia, se refiere al arte arquitectónico y «propter quid».

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Pero esta afirmación no deja de tener sus dificultades, porque la experimentación humana es falaz, como dije repitiendo a Hipócrates; y aun concediendo que a veces sea cierta con la certidumbre propia de los sentidos, esta certidumbre parece inferior a la requerida para la ciencia; máxime si se tiene en cuenta que la experimentación no es universal, es decir, no se extiende absolutamente a todos los singulares, y la ciencia comprende también los singulares que no han caído bajo la experiencia. A veces, es cierto, podemos basarnos en lo que experimentamos para deducir lo mismo de los singulares que no cayeron bajo experiencia, mas esta deducción es muy débil y a lo más bastaría para la ciencia «quia», pero no para la «propter quid».

Otra dificultad además ocurre: ¿esta proposición de Aristóteles: «el arte es floración de la experiencia», es sólo indefinida, como suena; o bien se ha de tomar como doctrinal o universal, de modo que nunca la ciencia o el arte se genere en nosotros por otro camino?

26.- Cómo la experiencia causa la ciencia «propter quid».

A la primera dificultad se responde que su argumento prueba que la experiencia no puede por sí y propiamente ser causa del arte o de la ciencia «a priori», pero no el que no sea ocasión o condición necesaria que prepare el camino a la adquisición de la ciencia.

Esto fácilmente se entenderá teniendo en cuenta que para la ciencia de por sí se requieren dos cosas: la verdad que se sabe o demuestra, llamada conclusión; y los principios, gracias a los cuales se sabe o demuestra. Ahora bien, la ciencia de la conclusión, de por sí, depende solamente de los principios, porque siendo ciencia «a priori», como dijimos, el medio del cual por sí misma se deduce no es la experiencia, sino la causa del efecto que experimentamos; por consiguiente, si los principios que contienen la causa de la conclusión pudiesen saberse o entenderse claramente sin la experiencia, la ciencia de la conclusión de ningún modo dependería de la experiencia. Ahora bien, el conocimiento evidente propio de los principios no nace de ningún medio, sino inmediatamente de la misma luz natural, al conocer el significado o concepto de los extremos. Hablamos de los principios primeros e inmediatos, porque si son mediatos, ellos mismos serán conclusiones demostradas, y del mismo tipo exactamente que todas las otras verdades sabidas «a priori». Por tanto, por sí, tampoco los principios inmediatos se conocen por la experiencia como medio propio, pues de ser así se conocerían, no como principios, sino como conclusiones demostradas «a posteriori», y sabidas por la ciencia «quia» y como tales no podrían llegar a generar la ciencia «propter quid» de la conclusión, ya que ninguna causa puede producir un efecto más noble que ella misma.

Por consiguiente, no queda más sino que la experiencia se requiera para la ciencia como guía del entendimiento en la exacta inteligencia de las nociones de los términos simples, las cuales entendidas él solo con su luz natural ve claramente la inmediata conexión de ellas entre sí, primera y única razón de prestarles asentimiento.

27.- ¿Es posible que la ciencia se genere sin la experiencia?

La segunda parte de la dificultad es más extensa, pero tiene su lugar propio en el lib. 1 de los Analíticos Posteriores, c. 14 y 18, por lo cual expondré sólo brevemente mi modo de pensar.

Hay algunos2 que en absoluto y sin ninguna restricción ni distinción piensan que la ciencia o el arte, para formar el juicio en los principios necesita la experiencia entendida con todo rigor, de forma que nunca baste el conocimiento experimental de uno u otro singular, sino que sea preciso experimentar muchos y compararlos entre sí, y encontrarlos todos uniformes y sin diferencia. La razón es que antes que el entendimiento lleve a cabo todo este trabajo, no puede asentir con absoluta certeza natural, tal cual en los primeros principios se requiere; porque la misma luz de nuestro entendimiento es débil e imperfecta, y si la experiencia no la ayuda, es fácil que se alucine; como también al contrario, la misma experiencia es engañosa de por sí, si el entendimiento no atiende vigilantemente con su luz a las nociones de las cosas, y a la intuición de la conexión de los términos en sí misma. Este modo de pensar se atribuye a Aristóteles en varios lugares, a saber: lib. 1 de los Primeros Analíticos, c. 31, y lib. 2, c. 23 y lib. 1 de los Analíticos Posteriores, c. 14, y lib. 2 de los Analíticos Posteriores, cap. últ., sin que falten intérpretes antiguos que parezcan entenderlos así.

Con todo, si se habla de la experiencia propiamente dicha, me parece que se ha de distinguir, tanto en los principios mismos como en el modo de adquirir la ciencia. Dije: si se habla de la experiencia propiamente dicha, porque si se trata en general de cualquier conocimiento sensible necesario para la aprehensión e intelección de los términos, claro es que se requiere para el conocimiento de los términos, pues todo conocimiento nuestro empieza por el sentido; pero ésta no es propiamente experiencia, la cual -como consta por lo dicho- consiste en un juicio o en un hábito de juicio, y fue sin duda la que Aristóteles tuvo en vista.

Ahora, hablando de ésta, hemos de distinguir, ya que no todos los principios son iguales. Hay, en primer lugar, uno que otro generalísimo y conocidísimo, a saber: «Cualquier cosa es o no es»; «Es imposible que una misma cosa juntamente sea y no sea»; y para conocerlos no se requiere ninguna experiencia, sino solamente la aprehensión, inteligencia o explicación de los términos. Es más: estos principios apenas pueden reducirse a una experiencia positiva, porque aunque podemos experimentar de cualquier singular el que existe, el que entonces no carece de existencia no lo podemos experimentar positivamente con un experimento distinto del mismo con el que aparece que existe, sino que solamente lo percibimos con la inteligencia, una vez explicados los términos. Y esto parece tan evidente por sí mismo, que no necesita otra prueba. Podemos con todo servirnos de un ejemplo para mayor explicación: si quisiéramos llevar al asentimiento de esos principios a un hombre inculto que por la ignorancia de los términos no sabe asentir a ellos, ciertamente no haríamos uso de ninguna nueva experiencia, sino únicamente trataríamos de explicarle los términos de tal manera que entendiese que esa cosa que él ve existente, no puede absolutamente no existir.

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Fuera de estos principios tan evidentes, en los cuales -según mi opinión- apenas puede ponerse en tela de juicio el que no necesitan propia experiencia, hay otros muy universales y comunes a casi todas las ciencias, por ejemplo: «Todas las cosas iguales a una tercera, son iguales entre sí»; y «El todo es siempre mayor que su parte»; y «Si de cosas iguales se quitan iguales cosas, lo que queda es también igual». En éstos hay que distinguir si el conocimiento de tales principios se adquiere mediante la propia investigación, o mediante la enseñanza. Si se adquiere de este segundo modo, creo que no es necesaria la experiencia propiamente dicha, sino que supuesta la que basta para un claro conocimiento de los términos y explicadas suficientemente por la enseñanza sus nociones, sin otra experiencia puede el entendimiento, usando su luz, asentir con la evidencia y certidumbre requerida.

La razón es que lo que se necesita para este asentimiento evidente -sea la experiencia, sea cualquier otra declaración de los términos- se necesita según aclaramos en la primera parte de la dificultad, no como razón formal del asentimiento, ni tampoco como principio por sí mismo eficiente o productor del acto de asentimiento, sino como aplicación adecuada del objeto. Y no hay ninguna razón suficiente que persuada que la experiencia entendida en todo rigor -en cuanto incluye la intuición, comparación e inducción de muchos singulares- sea necesaria para la suficiente aplicación de estos principios, por la suficiente aprehensión de los términos y la inteligencia y apta conexión de sus nociones. ¿Por qué, pues, no podrá esto suplirse con la enseñanza, empleando a lo más uno que otro ejemplo sensible que, apenas penetrado suficientemente por el entendimiento, haga aparecer inmediatamente evidente por sí misma la verdad del principio?

La experiencia misma lo confirma: para admitir estos principios en la enseñanza, nadie espera una inducción basada en muchos singulares, ni tampoco un conocimiento experimental, sino que -supuesta una mediocre diligencia en el maestro- todos entienden facilísimamente la noción de los términos y en seguida con la mente intuyen su verdad.

29.- La experiencia de los principios es generalmente necesaria en la investigación personal de las ciencias.

En cambio, los que adquieren las ciencias con sola la investigación personal, necesitan de la experiencia para el conocimiento de estos principios, porque sin ella y sin la ayuda extrínseca del maestro y de la enseñanza, no se puede ni proponer estos principios, ni conocer la noción de sus términos de un modo que baste para prestarles un asentimiento evidente.

El testimonio de Aristóteles confirma esto mismo, y la práctica lo enseña suficientemente. La razón es que nuestro conocimiento intelectivo es muy limitado e imperfecto, y depende mucho del sentido; por eso, sin ayuda suficiente no puede avanzar con bastante certidumbre y firmeza.

De aquí nace -como anotó Aristóteles, lib. 8 de la Física, c. 3- el que frecuentemente los que confían mucho en el entendimiento y abandonan el sentido, yerran fácilmente en las cosas de la naturaleza. Sin embargo, conviene en esto hacer alguna restricción, y entenderlo nada más que como regla general; porque podría haber alguien dotado de tal ingenio, y que tan atenta y reflexivamente examinase las nociones de «todo» y de «parte», por ejemplo, en un solo singular que con esto inmediatamente percibiese la verdad de todo el principio. Así dicen los teólogos del alma de Cristo que con sola la potencia natural de su ingenio, sin especial ayuda sobrenatural, de un solo fantasma deducía muchas verdades o principios. Y es que el medio de la experiencia no es tan necesario por sí mismo, que no pueda suplirse de otra manera.

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Hay, finalmente, otros principios que son particulares y propios de cada ciencia, y en éstos verosímilmente es necesaria la experiencia y comparación de muchos singulares, para un asentimiento firme y evidente; y esto, no sólo en el caso de la investigación personal -cosa evidentísima- sino aun en el caso de la enseñanza. En efecto: el concepto de los términos en estos principios no es tan conocido y fácil que cualquier exposición de ellos baste, si el que aprende no los compara con los singulares que conoce, y no ve que coincide exactamente con ellos y con todo lo demás que de tales cosas ha experimentado; y además no le consta que jamás han sido puestos en tela de juicio.

Por otra parte, hay casi siempre en estos principios tanta dificultad, que en ellos apenas se llega al asentimiento por sí mismo evidente -que es el propio de los principios-; y generalmente se permanece en la inducción y en el conocimiento «a posteriori». Esto es señal de que para obtener el asentimiento evidente partiendo de solas las nociones bien conocidas de sus términos es necesaria mucha experiencia: mayor en el caso de la investigación personal, alguna por lo menos en el de la enseñanza; aunque siempre el más o el menos dependerá de la diversidad de ingenios.

31.- Diversas divisiones de la ciencia.

En quinto lugar propone Aristóteles la división de las artes o ciencias (ya hemos advertido que estos nombres se usan aquí indiferentemente) en ciencias prácticas y ciencias especulativas; su diferencia está en que las prácticas se dirigen a la actividad o bienestar de la vida, y las especulativas sólo al conocimiento de la verdad. Las prácticas también tácitamente las subdivide en necesarias para la vida y convenientes para la delectación (se entiende la sensible). A la primera clase pertenecen las artes mecánicas, por ejemplo, la de zapatería, etc., o la medicina y otras semejantes; en la segunda, parecen incluirse las artes llamadas liberales, como la música, la pintura y, en una palabra, todas las que tienen por objeto deleitar los sentidos.

De todas éstas separa la ciencia especulativa que se detiene en la contemplación de la verdad y solamente por ella existe, de manera que siguiendo el recto y mejor orden de la naturaleza -aunque traiga consigo gran delectación- no se la busque por la delectación, sino por ella misma; y la delectación sólo en cuanto ayuda a la función de la consideración y contemplación de la verdad, con mayor quietud y perseverancia. De tal característica deduce con toda legitimidad, que esta clase de ciencia es superior a la otra; y que los dedicados a la contemplación de la verdad por ella misma, han de ser tenidos por más sabios. Es, en efecto, más noble lo que es por sí mismo, que lo que es por otra cosa; además, lo más precioso en el hombre es la contemplación de la verdad, y ésta es tanto más excelente cuanto se ocupa en cosas más elevadas y que no se ordenan a la práctica. Hasta aquí Aristóteles.

32.- Conclusión de todas las expresiones de Aristóteles ya explicadas.

De todo esto, Aristóteles parece -como dije- concluir que el apetito de saber dado al hombre por la naturaleza, tiende ante todo a la contemplación de la verdad por sí misma, ya que ésta es la suprema operación del hombre. De lo cual se deduce consecuentemente la tesis que se proponía, a saber: que este apetito está más inclinado a las ciencias especulativas que a las otras, porque se ordenan a contemplar la verdad por ella misma. Pero con esto no se afirma que el apetito de saber no nos atraiga también a las ciencias prácticas, sino sólo que lo hace con más ímpetu hacia las especulativas.

33.- Las ciencias prácticas suelen también apetecerse por el solo conocimiento de la verdad.

Tal vez se pregunte alguno: ¿pueden las ciencias prácticas apetecerse por el conocimiento de la verdad, deteniéndose en él solo, sin buscar utilidad alguna de hecho?

Algunos parecen afirmar que en realidad no pueden los hombres apetecer las ciencias prácticas buscando la ciencia únicamente, sino que las pretenden sólo por el obrar.

Sin embargo, aunque la diferencia entre la ciencia práctica y la especulativa esté en que la práctica de por sí se ordena a la obra y la especulativa no -como se expondrá en su debido lugar-, esto no impide que la ciencia práctica próxima e inmediatamente proporcione el conocimiento de alguna verdad; más aún, esto es necesario, pues de lo contrario no sería ciencia. Ahora bien, todo conocimiento de la verdad es de por sí amable, aunque no proporcione otra utilidad, porque de por sí es una gran perfección de la naturaleza intelectual. Y en consecuencia las ciencias prácticas también son apetecibles en razón del conocimiento de la verdad, aunque se detengan en él, y no se ordenen al obrar.

Confirma esto mismo el que si fuese de otra manera, en realidad no se desearían en virtud del apetito de saber, porque se desearían solamente como medios, y el medio como tal no se desea sino en virtud de la tendencia a un fin; y así, la música se desearía en virtud del apetito de deleite o lucro, y lo mismo en otros casos; pero no en virtud del puro apetito de ciencia, siendo así que son verdaderas y en su género perfectas ciencias.

La experiencia también lo muestra: muchos hay que se deleitan en el ejercicio de estas ciencias, no por el obrar o por la utilidad, sino solamente por el saber.

Con todo, por lo general, no se buscan si no es por alguna utilidad humana, por ser esto más conforme a la orientación y fin de esas artes, y también porque frecuentemente lo agradable al sentido o las necesidades y deleites son más atrayentes; fuera de que si la ciencia hubiera de ser buscada únicamente por la verdad, el hombre la buscaría en otras ciencias más nobles, máxime siéndole imposible dedicarse juntamente a todas.

En resumen: si las ciencias prácticas son ciertamente apetecibles, mucho más lo son las especulativas, si se atiende al apetito del hombre en cuanto hombre, y el bienestar humano y las necesidades no lo impiden.

34.- Solución total del problema.

Por fin, de todo lo dicho se concluye la afirmación propuesta: la Metafísica es lo más apetecible para el hombre en cuanto es hombre, tanto con apetito natural, como con el racional si se lo ordena con toda perfección.

Aristóteles al fin del mismo capítulo da como prueba tácita el que entre todas las ciencias especulativas, como hemos explicado en la sección anterior, ésta es la que más merece el nombre de sapiencia por ocuparse en las primeras causas y en los principios de todas las cosas. Ahora bien, si las ciencias especulativas son las más apetecidas de todas, y entre ellas ésta es la suprema, será ciertamente de por sí la más apetecible.

Por último: el apetito mayor del hombre es aquel que tiende a su felicidad natural, la cual se adquiere por medio de esta ciencia, o mejor consiste en la perfecta posesión de ella. Porque esta felicidad, como se enseña en el lib. 10 de la Ética, está puesta en la contemplación de Dios y de las substancias separadas, contemplación que es el acto propio y el fin principal de esta ciencia: por consiguiente, la felicidad natural consiste en el acto de esta ciencia, y así el apetito de ella es el más conforme tanto a la naturaleza como a la recta razón.

Lo único, pues, que falta es el que con toda diligencia y entusiasmo nos ocupemos en la investigación de ciencia tan perfecta.