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ArribaAbajo- XXXIV -

Saber vivir


Los franceses suelen quejarse más o menos amargamente del recargo de materias de que sufren los alumnos. «Llevan -decía ayer cierto escritor- un saco que cada año se vuelve más pesado». «Los programas -añadía- están horriblemente recargados. Los alumnos también. Un joven ciudadano que frecuenta la escuela «laica», de su barrio, lleva a las espaldas lo menos cinco kilos. ¡Es enorme!, asusta ver todo lo que hay en ese saco... ¡Cuántos «cursos», tratados, manuales y resúmenes! Todo eso es pesado para los brazos del niño, pero es más pesado aún para su cerebro. ¡Apenas se atreve uno a pensar en lo que tiene que aprender ahora un infeliz muchacho de catorce años! Y cada año los programas se agravan, se complican: todo el bagaje de un Pico do la Mirandola pesaría apenas al lado de lo que nuestros chicos llevan mañana tras mañana a la escuela».

En México andamos poco más o menos como en Francia. Creo que en la Preparatoria nada tenemos que envidiar a los franceses... A pesar de lo cual, yo propondría una clase, un curso, un aprendizaje más, por todo extremo necesario. Esta clase, este curso no sé cómo llamarle; tal como yo le concibo y propongo jamás ha existido en nuestras Escuelas. Sería hasta difícil incluirlo en los programas. Es algo mucho más amplio que lo que nuestros padres llamaban Urbanidad, más práctico que lo que los franceses llaman Civilité; se roza a veces, pero muy poco, con la instrucción cívica, y más, mucho más, con ce savoir vivre, y habrá que establecerlo, no en la escuela primaria, sino lo más tarde posible, cuando están ya próximos los estudios profesionales, o el definitivo ingreso en la vida de los negocios y del trabajo.

Tal vez le llamaría yo a este curso, así de una manera general, Curso de cultura, y serviría para prestigiarnos en el extranjero mucho más que una porción de cosas que, nos cuestan hartas fatigas y harto dinero.

Quizá al explicar mi idea me salga un poco o un mucho de la zona que para mis informes me ha demarcado esa Secretaría; pero juzgo que no será sin provecho.

Para hacerme entender mejor, procederé por ejemplos y descripciones, un poco ajenos en apariencia, pero con más meollo del que muestran a primera, vista.

Quiero suponer que un mexicano llama a las puertas de su Legación en París, Londres, Bruselas, Viena o Madrid. Mi ideal sería que desde el momento en que, gracias a la amabilidad del ministro o del personal de la Legación, aquel mexicano entra, como si dijéramos, en la habitual circulación de la metrópoli, nada, absolutamente nada, le distinguiese del común de los hombres cultos que están en los clubs, en los teatros, en las calles, en los salones de la Legación o en las otras salas mundanas. Ansiaría que adquiriese el tono discreto y elegantemente neutro que aman tanto los ingleses, que son los hombres más bien educados de la tierra. Querría, en suma, que aquel hombre no llamase en absoluto la atención ni por su traje, ni por su aspecto, ni por su gesticulación, ni por el timbre de su voz; que fuese como los otros que le rodean; the right man in the right place.

Tengo la satisfacción de confesar que algunas veces, que muchas veces, acontece así. Pero otras... en cambio... y como estas otras son las que conviene suprimir o modificar, que se me perdone lo agridulce de mi crítica (la cual no se refiere en manera alguna a personas determinadas), en gracia de mis excelentes propósitos de humilde aprendiz de «educador nacional», propósitos que no están, por desgracia, a la altura de mis merecimientos y de mis aptitudes.

Lo primero que hace el mexicano a quien critico, es abrazar fuertemente, en medio de la calle, a los compatriotas o amigos que encuentra y darles unas palmaditas en el hombro. Les llamo palmaditas por nuestro amor al diminutivo, pero ciertamente este diminutivo no lo merecen; porque son en extremo vigorosas.

He visto a un «paisano» saludar de esta manera a un caballero francés conocido viejo, y a la consideración de ustedes someto la cara de estupefacción que puso el dicho caballero.

El mexicano en seguida se pone a hablar. Nos ponemos a hablar, diré mejor, y en lo sucesivo emplearé el plural, por ser menos vejatorio para nuestra vidriosa vanidad. Nos ponemos a hablar en voz alta, muy alta, de tal suerte que todo el mundo, en las terrazas de los cafés, en los tranvías, en los teatros, vuelve la cara con cierta sorpresa. Gesticulamos también de la manera más expresiva. A muchos casi nos es imposible hablar sin gesticular. Las manos con desaforados movimientos, los músculos todos de la cara, completan nuestro discurso. Nuestra voz es regularmente de un metal áspero y está llena de estridencias penetrantes. Es imposible que no se enteren de cuanto decimos los que están a diez metros de distancia, y si no hablan nuestra lengua, la vivacidad de los ademanes y la pirotecnia de los ojos, las pobres manos atormentadas, y el fruncimiento de boca, cejas y frente, les traducirán asaz nuestra conversación.

Si se nos invita a comer, solemos presentarnos con un ligero retardo y encontrarnos con que sólo se nos espera a nosotros para sentarse a la mesa.

Si un amigo que nos acompaña denodadamente durante una hora o dos, desea retirarse, no lo dejamos ir.

-No, hombre -le decimos-, quédese.

-Tengo una cita.

-¿Con quién? ¿Dónde? ¿A qué hora?

Es imposible (tan cariñosos así somos) que nos resignemos a dejar ir a un amigo que quiere absolutamente irse. Lo obligamos a que mienta para ver si se libra de nosotros, y a última hora le proponemos que deje sencillamente plantada a la persona que, afirma, le espera.

Otra de nuestras características es la susceptibilidad.

El señor Presidente de la República dijo en reciente ocasión, si mi memoria no me es infiel, que el mexicano tenía más presentes sus derechos que sus deberes.

Esta frase es de una absoluta verdad. Llevamos nuestros derechos en la alforja delantera, como el del cuento llevaba las faltas de los demás, y nuestros deberes en la alforja que penden sobre la espalda... para no verlos nunca o lo menos posible. Y como solemos exagerar la noción de nuestros derechos, así como la amplitud de nuestros merecimientos, nos juzgamos acreedores a una suma tal de finezas, de atenciones, que son prácticamente irrealizables y que los otros no podrían jamás dispensarnos. De aquí la susceptibilidad turbulenta y vidriosa, los sentimientos con los amigos, los odios y malas voluntades. Cuando viajamos por el extranjero, esta susceptibilidad crece hasta adquirir proporciones irritantes por servirnos.

Ciertamente, al hacer el inventario de todas estas pequeñas flaquezas pienso que no somos nosotros los únicos que en América adolecemos de ellas; que son más bien defectos hispanoamericanos; pero a mí, naturalmente, me interesan de una manera especial mis compatriotas, hago hincapié en ellos, guiado por mi ensueño de que el mexicano jamás difiera por su cultura de los extraños, aun en los medios más refinadamente cultos.

Ahora bien: ¿cómo corregir todos estos (y algunos otros) pequeños defectos, que tanto obscurecen el papel decoroso y aun brillante que podemos representar en el mundo?

Esos defectos, en todos los países civilizados, se corrigen en la escuela.

En la escuela, decíamos en días pasados cambiando ideas a este propósito la ilustre doña Laura Móndez de Cuenca y yo, es donde los niños sajones aprenden.

A hablar en voz baja.

A no gesticular demasiado.

A mantener quietas las manos.

A no mirar a las gentes con mirada insistente y curiosa, sean cuales fueren su traje y sus maneras.

A dejar la mayor suma de libertad posible a los otros.

A no hacer preguntas indiscretas.

A no pretender obligar a un amigo a que beba o coma con nosotros.

A no quitar el tiempo con visitas interminables a las gentes ocupadas.

A no disgustarse ni sentirse porque los extraños no nos abruman a consideraciones.

A vestir y peinarse «como todo el mundo».

A hablar lo menos posible de nosotros mismos, a dominar nuestras exaltaciones.

A cumplir, en suma, el sabio precepto inglés: «Vivir... pero dejar también vivir a los otros».

Entiendo yo que una clase especial para enseñar estas y otras cosas análogas que constituyen la difícil ciencia de convivir con nuestros semejantes, nos puliría y afinaría de tal suerte que un mexicano honraría a su país por la distinción de sus maneras, como de hecho lo honran muchos, dondequiera que estuviese y fuese cual fuese su origen.

¿De qué le sirve a un joven de diez y seis años resolver ecuaciones de segundo grado o haberse leído todos los textos, si no sabe ni comer, ni sentarse, ni hablar, ni saludar a una dama, ni hacerse amable a los otros, ni dominar sus iras, ni vestir con sobriedad, ni ser, en fin, en todas partes, el hombre adecuado en el lugar adecuado?

Los mexicanos viajamos mucho, es decir, que la Patria envía a todas partes spécimens de sus diversos núcleos sociales. ¿No sería prudentísimo educarlos antes en ese ritmo del bello y decoroso vivir, del movimiento mesurado y justo haciendo de cada uno de nosotros un hombre armonioso?

La fealdad física de alguno de nosotros, ni mayor ni menor que en otros muchos países, para nada nos estorba. Yo he visto japoneses que no son precisamente Antinoos, pero que han adquirido una desenvoltura tan elegante y discreta, que no desdicen al lado de ningún teutón rubio de cara de dios wagneriano.

«¡Puerilidades!» -dirán algunos, sobre todo entre esos hombres que ni se peinan ni se cambian de camisa con una frecuencia ejemplar, que suelen hasta ser pozos de ciencia... pero pozos un poco turbios...

¿Puerilidades? ¡Ah, no! felizmente para México, habrá muy pocos que lo digan.

Quien ha hecho lo más hace lo menos. Hemos logrado, gracias a un régimen sabio, que se tome en serio a nuestro país en todas partes... ¡Procuremos que individualmente se nos tome en serio también!

Yo llegaría hasta sugerir el establecimiento de clases de civilidad para adultos.

En ellas los que no hemos podido afinarnos en razón de las excesivas labores y penalidades de nuestra vida, puliríamos esa faceta que le falta a nuestra personalidad.

Yo de mi sé decir que no me avergonzaría de asistir a una de esas clases.

¿Y vosotros, amigos míos?

Me he salido en esta vez del margen demarcado a mis informes; que se me perdone en gracia de mi buena voluntad.