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Nueva España: imágenes de una identidad unificada

Antonio Rubial García



A Perla Chinchilla, Pablo Escalante,
Iván Escamilla y Jaime Cuadriello
por su amistad y sus ideas.




ArribaAbajoPrólogo

Para el historiador del Antiguo Régimen, construir la noción de representación como el instrumento esencial del análisis cultural es otorgar una pertinencia operatoria a uno de los conceptos centrales manejados en estas mismas sociedades. La operación de conocimiento está así ligada al utillaje nocional que los contemporáneos utilizaban para volver menos opaca a su entendimiento su propia sociedad1.



Comprar un vestido o una alhaja, poner la mesa para un banquete, inscribirse en una cofradía u organizar una mascarada o una fiesta al santo patrono eran actos que las elites novohispanas (tanto criollas como indígenas) consideraban de suma trascendencia para afianzar su imagen social y (como dice Roger Chartier) para «volver menos opaca su propia sociedad». Como sucedía con todas las elites occidentales del Antiguo Régimen, la mayor parte de sus comportamientos estaban regulados por las normas cortesanas en las que la apariencia y el aparato de representación pública cumplían un papel más importante en el gasto familiar o institucional, que el sentido de la ganancia o del ahorro. En la sociedad cortesana lo que contaba era lo que se hacía, lo que se practicaba y lo que se representaba. Parte substancial de ese aparato lo constituían las «imágenes de prestigio» colocadas en los salones de los palacios, en los templos, en los libros e incluso en las calles como parte del ámbito festivo. Realizadas en su mayoría por artistas nacidos en estas tierras, tales imágenes fueron hechas por encargo de las aristocracias eclesiásticas y civiles novohispanas (aunque a veces también se fabricaron para exportar), con el fin de mantener sus privilegios, de afianzar sus posiciones o de reforzar su prestigio social; en ellas quedaron plasmadas sus visiones identitarias, visiones que tenían que ver con el presente y con el pasado, con los individuos y con las corporaciones, con la propia ciudad, con sus edificios y con su entorno geográfico. En ellas los grupos en el poder plasmaron la imagen que querían dar de sí mismos, de su sociedad y de su historia, imagen que para preservarse necesitaba ser inamovible y forjar exclusiones, dentro de las que estaban, a veces, aquellos a quienes iban dirigidas. «La representación -señala Chartier- se transforma en máquina de fabricar respeto y sumisión, en un instrumento que produce una coacción interiorizada, necesaria allí donde falla el posible recurso a la fuerza bruta»2.

La sociedad novohispana, como todas sus contemporáneas, se movía en un mundo de símbolos (inmersos en todas las formas de representación pública) que producían significados y prácticas y que servían para mostrar la presencia del poder y del prestigio. Por ello las imágenes no pueden ser leídas sólo con los elementos explícitos insertos en ellas; su contenido deberá ser interpretado a partir de la intencionalidad que suponemos tuvieron: quién las mandó fabricar y con qué fin; a qué necesidades individuales o colectivas respondían y en cuál espacio la obra fue colocada; por qué fue elaborado en un cierto formato y con un determinado material y no con otros. A partir de tales preguntas podremos también tener una idea del impacto social de la obra en sus receptores y los usos que ellos le pudieron dar, pues para que el aparato de representación funcione debe ser comprendido y aceptado por quien lo recibe. El análisis se centrará así tanto en la obra, como en su función representacional y en las prácticas que sus comitentes y receptores crearon a partir de ella. Por esta razón, la representación constituye un documento en el que se puede ver no sólo el ordenamiento, la alineación y la jerarquización de la estructura social sino también la ideología que la sustenta, con todos sus prejuicios. En ella se «encarnan de manera visible, la coherencia de una comunidad, la fuerza de una identidad o la permanencia de un poder»3.

Aunque en una sociedad pueden existir una pluralidad de imágenes, sólo aquellas que posean los mecanismos para crear símbolos y representaciones serán las que queden como marca de la existencia de una conciencia grupal. En Nueva España las identidades que dejaron ese tipo de huellas fueron la criolla y la indígena; la primera impuso sus símbolos, la selección de sus temas, su representación de la figura humana y las variantes étnicas de su sociedad con sus gestos, sus actividades laborales y recreativas; la segunda forjó y trasmitió, desde el siglo XVI, sus visiones del mundo prehispánico. Para el análisis de estas definiciones identitarias serán utilizadas imágenes de muy variada procedencia: pinturas de tema religioso, grabados, dibujos sobre papel, exvotos, cuadros de castas, vistas urbanas y retratos. En esas imágenes quedaron plasmados los valores de la cultura hegemónica cristiana generada en la capital, la ciudad de México, que funcionaría como modelo para todo el país; pero no debemos perder de vista que esa cultura también vivió una evolución a lo largo de los tres siglos virreinales y que sus patrones sobrevivieron varias décadas después de consumada la Independencia.






ArribaAbajo Matriz occidental e identidad criolla



Que yo señora nací
en la América abundante
compatriota del oro
paisana de los metales

En donde el común sustento
se da casi tan de balde
que en ninguna parte mas
se ostenta la tierra madre

De la común maldición
libres parece que nacen
sus hijos, según el pan
no cuesta al sudor afanes

Europa mejor lo diga
pues ha tanto que insaciable
de sus abundantes venas
desangra los minerales4.



Sor Juana Inés de la Cruz expresa con estos versos dos de las inquietudes más características de los autores novohispanos de la era barroca: la exaltación de América como una tierra rica en metales y pródiga en todo tipo de mantenimientos y la queja, a veces velada, por la explotación que España (insaciable) hacía de esos recursos. En los términos de la retórica, en los que lo moral y lo emotivo marcaban los contenidos del discurso, los novohispanos fueron creando los conceptos definitorios de su propio espacio (historia natural) y de su pasado (historia moral). Con estos rasgos, y otros muchos, en la Nueva España se conformó la cultura que denominamos criolla.

El término criollo se ha utilizado a menudo con una gran ambigüedad pues define más una situación de nacimiento que una condición social o cultural. Con todo, ya Edmundo O'Gorman había insistido hace varias décadas en el hecho de que el término criollo, desde el punto de vista cultural, debía utilizarse para hacer referencia a una actitud que podía encontrarse tanto en autores nacidos en Nueva España como en peninsulares asimilados a ella. Al hablar en este trabajo de identidad «criolla» la referencia estará siempre circunscrita a dos grupos específicos: los eclesiásticos nacidos en América o en España que, por formar parte de un estamento caracterizado por una fuerte conciencia de pertenencia, fueron aptos para formular coherentemente símbolos e imágenes de identidad y que, a partir de su control sobre los medios de difusión, transmitieron mensajes visuales y discursos verbales capaces de tener un impacto social. Este sector eclesiástico tenía sus centros difusores de valores cristianos en los conventos, en las catedrales, en los colegios y en la facultad de Teología de la Universidad.

Junto al clerical, existía también un segundo grupo, el de los laicos, que promovió los valores caballerescos y amorosos y los códigos de honor y representación pública; en ese ámbito se regularon el ceremonial cortesano y los atributos jurídicos de un estado patrimonialista y se difundió una cultura científica en la que se mezclaban el aristotelismo escolástico con las modernas corrientes cartesianas. Los centros donde se generaba una cultura de este tipo eran la Corte virreinal y las facultades de Derecho y Medicina de la Universidad.

La conciencia de pertenencia, que se encuentra en la base de la búsqueda de una identidad propia, fue producto de una evolución; detrás de sus símbolos se encuentran una serie de inquietudes y necesidades inmersas en un proceso de cambios sociales y culturales. A principios del siglo XVII la identidad criolla está aún mal definida; es un sentimiento difuso centrado en la exaltación de la belleza y fertilidad de la tierra novohispana y de la habilidad, el ingenio, la valentía, la fidelidad y la inteligencia de sus habitantes criollos. Junto a esta adjudicación espacial se comenzaba a definir una memoria histórica centrada en los hechos heroicos de la conquista de México-Tenochtitlan y en una Edad Dorada que se situaba en los tiempos de la evangelización mendicante en Mesoamérica, convertidos ambos en los hechos fundacionales del reino; el primer tema (emitido por los nietos empobrecidos de los conquistadores) insistía en la existencia de un pacto (incumplido) entre España y el reino novohispano; el segundo (promovido por frailes cronistas como Mendieta) veía a la Iglesia de Nueva España como una Jerusalén terrena vencedora de la idolatría y deploraba los ataques de que estaban siendo objeto los frailes. La nobleza indígena (también desplazada), por su parte, inventaba un mundo prehispánico equiparable al pasado bíblico o clásico y desarrollaba la idea de una gentilidad receptora de anuncios providenciales de su redención; por último obispos, jesuitas y mendicantes postularon la necesidad de sacralizar el espacio novohispano con reliquias traídas de Europa y con imágenes aparecidas de forma milagrosa que suplantarían las arraigadas idolatrías.

A menudo la diferenciación con respecto a lo peninsular se iba dando en los niveles de la vida cotidiana, en las prácticas, en el lenguaje, en la convivencia con los indios, con los mestizos y con los africanos. En el discurso, sin embargo, el criollo seguía considerándose a sí mismo por algún tiempo como español, sentimiento que respondía a la actitud despectiva de algunos peninsulares, que lo tachaban de blando, flojo, cobarde, vicioso e incapaz.

A lo largo del siglo XVII esa actitud comenzó a variar y los difusos e inconscientes rasgos de diferenciación se volvieron un poco más sólidos y claros. De la simple exaltación retórica de la tierra se pasó a eruditas descripciones de ciudades, paisajes, productos y costumbres y a una impresionante actividad cartográfica dirigida a apropiarse científicamente del espacio geográfico. La incipiente memoria histórica sobre la conquista y la evangelización se enriqueció con la construcción de un pasado indígena glorioso, equiparable al del mundo clásico europeo, y con la elaboración de una compleja red de hechos prodigiosos centrados en las imágenes milagrosas y en los virtuosos venerables que habitaron la Nueva España. Con estos injertos de memoria histórico-mítica los novohispanos convirtieron a su tierra en un paraíso y a sus compatriotas en un pueblo elegido por designio divino.

La formación de tal conciencia se nutría de una situación económica floreciente, producto de la minería, la hacienda y el comercio, y del apoyo económico y moral de una aristocracia urbana, promotora y consumidora de bienes culturales. Esa misma conciencia tenía una vertiente política: Nueva España era vista por sus aristócratas como un reino asociado y autónomo dentro de ese conglomerado que era el Imperio hispánico, al cual los novohispanos estaban unidos por un pacto.

A partir de las reformas borbónicas (y como consecuencia de su afán de ejercer mayores controles y de limitar la participación criolla en las esferas del poder) la elite criolla (al igual que los caciques indígenas) reforzaron sus actitudes autonomistas utilizando los símbolos elaborados durante el Barroco. Desde fines del siglo XVII y durante todo el XVIII podemos hablar ya de una cultura criolla relacionada con un conjunto de elementos de identidad y de diferenciación. Sin embargo, esas manifestaciones no constituyeron, como se ha dicho a menudo, una conciencia nacional por varias razones: «primero, porque tales elementos no presentaban una estructura orgánica y eran más bien jirones fragmentarios de conciencia; segundo, por que la necesidad de cohesión e identidad se dio principalmente dentro de la elite y porque la utilización de los términos "patria" y "nación" estaban referidos sólo al grupo de criollos cultos que las acuñó; y tercero, porque por encima de una conciencia nacional que apenas se vislumbraba (el territorio llamado Nueva España estaba poco definido todavía), existía el amor al terruño, a la patria chica, a la ciudad en la que se vivía, por lo que no era posible hablar aún de nacionalismo»5.

Esta cultura criolla partió de tres mecanismos básicos para conformar sus redes simbólicas y sus imágenes identitarias: la imitación, la equiparación y la diferenciación.

El primero de ellos, la imitación, apareció como una condición forzosa del proceso de inserción del territorio que hoy llamamos México dentro de los cauces del cristianismo occidental. Desde entonces se impuso la concepción de un tiempo lineal, que se iniciaba con el Génesis y terminaba con el Apocalipsis, dentro del cual se desarrollaría la lucha cósmica entre el bien y el mal, lucha que abarcaría tanto a los individuos como a las naciones. Del lado de los ejércitos de Dios estaba la Iglesia católica, su pueblo elegido, que compartía su destino con los santos que habitaban en la Jerusalén celeste y con los fieles que pagaban sus culpas en el Purgatorio. Del otro lado estaban las huestes de Satanás seguidas por los infieles musulmanes, por los judíos, por los herejes protestantes y por los pueblos idólatras. Dentro de este pensamiento bipolar y exclusivista, sólo la conversión sincera y el bautismo podían permitir a los segundos pasarse a las filas de la verdadera fe y salvarse. Para el cristianismo, el hombre, el mundo y la historia tenían este solo sentido salvífico dentro del plan trazado por la providencia divina. Los criollos, herederos de la tradición implantada por los religiosos evangelizadores del siglo XVI, configuraron su propia imagen en esos términos: ellos eran un pueblo elegido pues habían nacido en una tierra ganada para Dios después de una lucha a muerte contra el Señor de las idolatrías.

Durante la Edad Media, el mesianismo judeocristiano recibió desde san Agustín un sentido histórico político: los habitantes de la ciudad de Dios, que debían convivir con los de la ciudad de Satanás, podían estar sujetos a un Estado obediente del orden divino y encargado por él para regir a la Jerusalén terrena. A ese mesianismo igualitario se agregó en el siglo X la concepción de una sociedad tripartita (clero, nobleza y campesinado), jerarquizada, estática y sujeta a un orden divino que la trascendía y que señalaba a cada quien el sitio que debía ocupar en el mundo. Los criollos desarrollaron dentro de este esquema la concepción de su sociedad estamental y corporativa donde cada quien ocupaba un lugar predeterminado por Dios. A la cabeza de este sistema jerárquico se encontraba el rey de España, personaje que le daba cohesión a un imperio cristiano y cuya función básica era la defensa de los valores católicos; a él debían fidelidad y obediencia todos sus vasallos, desde el humilde indígena americano hasta el más noble español.

A partir de las últimas décadas del siglo XVI, Felipe II impuso en ese imperio una visión que tenía dos vertientes: una política, centrada en una monarquía católica obsesionada por su lucha contra los protestantes y los turcos, cuyo costo hacía necesario aumentar los recursos financieros y las cargas tributarias; y una religiosa, apoyada en el movimiento de Contrarreforma católica, que fortalecía la posición de los clérigos como rectores sociales, que ejercía mayores controles sobre la religiosidad popular, pero que, al mismo tiempo, daba espacio al culto de reliquias, de santos y de imágenes y a la promoción y exaltación de lo milagroso. Los criollos debieron construir su identidad a la sombra de estas dos vertientes.

Sin embargo, la lejanía de la metrópoli y las condiciones socioeconómicas y culturales de una sociedad autónoma y con fuertes rasgos propios como la novohispana, forjó respuestas marcadas con el sello de la originalidad y la diferencia respecto a las de la metrópoli; aunque tales respuestas correspondían a la matriz cultural común de la cristiandad y casi nunca desbordaron los límites impuestos por la ortodoxia, en ellas podía verse una intencionalidad por marcar diferencias, por delimitar la propia identidad frente al otro, es decir a lo peninsular. Con todo, en muchos casos, la formación de elementos diferenciadores se refleja en aspectos sutiles (como el color de la piel o del cabello de un santo o la pervivencia de temas iconográficos arcaizantes), aspectos que sólo pueden ser descubiertos a partir de la comparación con manifestaciones similares en la metrópoli. A esas adaptaciones que los criollos hicieron de la cultura occidental a su propia realidad las llamaremos mecanismos de equiparación.

Los criollos, deseosos de ser considerados iguales a los españoles, debían demostrar que esta tierra estaba contemplada en el plan divino como un área donde habitaba la divinidad, y tal demostración sólo era posible si constataban que Dios había obrado en ella milagros y portentos como prueba de su protección. Así, junto a la demostración de los beneficios que prodigaban sobre Nueva España los santos y vírgenes tradicionales, la cultura criolla retomó los mitos aparicionistas surgidos en la segunda mitad del siglo XVI (como el de la Virgen de Guadalupe) y los volvió el eje central de su identidad. Las leyendas fueron fijadas por la escritura (con lo cual se propició la expansión del culto) y se les remontó a la Edad Dorada de la evangelización (1523-1550), convirtiéndolas en parte de los hechos fundacionales del reino. Un claro ejemplo de estos anhelos de equiparación es un curioso cuadro de colección particular, en el que la indígena Virgen de Guadalupe es representada como esposa de san José patrono y virrey coronado de Nueva España (reflejo también de la monarquía peninsular) y como madre de un niño blanco, con quienes forma una curiosa y extraña Sagrada Familia mestiza6.

Un segundo aspecto de ese proceso de equiparación fue la promoción del culto a hombres y mujeres que habitaron en las ciudades novohispanas y que las enriquecieron con sus vidas y con sus milagros. Obispos, órdenes religiosas y clero secular los propusieron como protectores del reino y como héroes que mostraban con sus hazañas la madurez espiritual de esta tierra. Sin embargo, los intentos por promover sus procesos de beatificación ante la curia romana tuvieron muy escaso éxito; durante los siglos XVII y XVIII los novohispanos sólo consiguieron la beatificación del mártir en el Japón Felipe de Jesús (1627) y del terciario franciscano Sebastián de Aparicio (1790). La equiparación con Europa llevó también a los criollos a insertar su historia dentro de la historia sagrada, a buscar referentes a su presencia en la narración bíblica con base en hipótesis propuestas desde el siglo XVI. El más conocido de estos casos es sin duda la identificación de santo Tomás, el apóstol perdido de los tiempos bíblicos, con el sacerdote Quetzalcóatl, con lo cual se remontaba la primera predicación cristiana en las tierras del Anáhuac a la época apostólica. Así aparece en un grabado de 1814, abrazado a una cruz y en actitud de catequizar a indios, tanto nómadas como civilizados. Para volverlo valioso, el pasado indígena debía ser cristianizado e introducido en los sistemas referenciales de Occidente.

Con el mito de santo Tomás como Quetzalcóatl, los criollos rebasaban la expectativa de equipararse a la vieja España, se remontaban a las fuentes mismas de la cultura occidental. Esta misma inquietud fue la que los llevó a ver a la Nueva España como la Jerusalén terrena donde la mujer apocalíptica, la Virgen de Guadalupe, se había aparecido para vencer al dragón de la idolatría con la ayuda del arcángel san Miguel. En representaciones del siglo XVIII la ciudad cuadrada de la Jerusalén celeste comenzó a asociarse con México, se le puso el águila y el nopal como emblema y se colocó en su centro el santuario del Tepeyac.

Sin embargo, ni la imitación ni la equiparación muestran al novohispano como un ente cultural diferente del español, el francés o el italiano, que han creado sus propias versiones de la cristiandad occidental católica, aunque siempre dentro de una misma economía simbólica. Lo que podía convertir al criollo novohispano en un ser distinto al católico europeo era su convivencia y permeabilidad con una presencia que no existía en Europa: los indígenas. Con ellos el criollo forjó sus mecanismos de diferenciación.




ArribaAbajo Los indios como tema. Exclusiones e inclusiones

Generalmente hablando son los ingenios tan vivos que a los once o doce años leen los muchachos, escriben, cuentan, saben latín y hacen versos como los hombres famosos de Italia. De catorce a quince años se gradúan en Artes [...]. La universidad es de las más ilustres que tiene nuestra Europa en todas facultades [...] Salamanca se honra de tenerla por su hija. Y al cabo de tantas experiencias preguntan si hablamos en castellano o en indio los nacidos en esta tierra. Las iglesias están llenas de obispos y prebendados criollos, las religiones de prelados, las audiencias de oidores, las provincias de gobernadores [...] y con esto se duda si somos capaces. La corte de Nueva España está llena de caballeros y eclesiásticos que con gentileza e igualdad siguen la corte en sus pretensiones, y con todo nos tienen por bárbaros. El reino está lleno de títulos, hábitos militares, tantos y tan nobles caballeros que no se halla en España tronco noble que no tenga acá rama [...] y dicen que somos indios7.



A principios del siglo XVII, cuando el agustino criollo Juan de Grijalva escribía estas palabras, el ser llamados indígena era para los criollos una señal de oprobio, sobre todo porque, como se puede observar en el epígrafe, ellos querían ser considerados como españoles de primera. Esa misma carga negativa sobre lo indígena se puede observar en un cuadro pintado por Luis Juárez en una fecha cercana a la crónica de Grijalva donde se representa a un rubicundo arcángel san Miguel venciendo a un Satanás con facciones indígenas; además del fuerte contenido racista que denota la obra, detrás de ella podemos encontrar una definición del cristianismo muy novohispana, en la que se ha suplantado al Islam o al Protestantismo de Europa por la Idolatría. En el cuadro, además, la lucha no se lleva a cabo en el ámbito celeste previo a la creación del cosmos sino en una tierra con árboles y montañas, con lo que se hacía referencia a un hecho actual: las idolatrías seguían vivas en las comunidades indígenas como lo mostraban las obras de Jacinto de la Serna y Hernando Ruiz de Alarcón. Sin duda, la visión que tenían Grijalva y Juárez estaba todavía fuertemente influida por la idea de los misioneros del siglo XVI: el mundo prehispánico era demoniaco como lo demostraban los sacrificios humanos, los cultos idolátricos y la presencia obsesiva de la serpiente como símbolo religioso.

Sin embargo, frente a esa imagen negativa del pasado indígena, los misioneros forjaron también la imagen de una cristiandad de hombres y mujeres devotos, humildes y sumisos, desapegados de los bienes terrenales e injustamente explotados por los españoles. Con estos indios fieles, los frailes habían construido una Iglesia apostólica primitiva, reflejo de la Jerusalén terrena, que además de vencer al Demonio, repararía con sus miembros las pérdidas sufridas por la Iglesia a causa de la herejía protestante. Esta visión alimentó la defensa que hicieron los religiosos y algunos obispos de las comunidades indias durante los siglos XVI y XVII y convirtió a los naturales en modelo de vida cristiana para los españoles. Desde la Historia de fray Toribio de Motolinía, hasta la obra del obispo Juan de Palafox De la naturaleza del indio, el clero peninsular vio con paternalismo a estas dóciles, capaces e inocentes ovejas de su rebaño.

Al mismo tiempo que se forjaba esta imagen positiva sobre el indio cristiano de Mesoamérica, y como oposición retórica a él, los frailes misioneros primero y después los autores criollos, crearon una figura opuesta: el salvaje chichimeca demoniaco y pagano. La guerra del Mixtón, y el inicio de la devastadora conquista del Bajío entre 1550 y 1590, dieron la pauta para tal construcción, siendo una de sus primeras manifestaciones las escaramuzas, mitotes o mascaradas en las que participaban indios vestidos de chichimecas junto con otros ataviados a la mesoamericana, como las observó y registró fray Antonio de Ciudad Real en Tlaxcala y en la frontera michoacana con Nueva Galicia entre 1584 y 15898. Con esta mezcla de danza de moros y cristianos y rituales guerreros indígenas, los evangelizadores pretendían dar una enseñanza moral: las fuerzas del bien (los mesoamericanos fieles a Cristo) vencían a las del mal (los chichimecas paganos que atacaban misiones y fuertes españoles).

Ese modelo aparece también en un grabado de la Retórica cristiana de fray Diego Valadés en el que un fraile con su grupo de colaboradores indígenas lleva a cabo la evangelización de unos chichimecas semidesnudos y portando arcos y flechas. Al catalogar a los grupos del norte como salvajes, se les codificaba en un esquema retórico aparecido en Europa desde los primeros contactos con América. En esos tiempos, su representación plástica quedó fijada en el estereotipo del indio brasileño pintado en un grabado alemán en 1505, que lo mostraba desnudo, utilizando arcos y flechas como armas y taparrabos y penachos de plumas como vestimenta. Aunque esa imagen está todavía ausente en la plástica novohispana del siglo XVI (como lo muestran los grabados de Valadés y los frescos de Ixmiquilpan), para los siglos siguientes fue la que se impuso como modelo; con esas características de indio europeizado se representó desde entonces tanto al chichimeca como al apache en cerámica, en cuadros de castas, en grabados y en pinturas emblemáticas.

De este último género sobresale una conocida como el Verdadero retrato de la Virgen de Guadalupe, obra de José de Ribera I Argomanis fechada en 1778. En ella, el bárbaro aparece de frente con penacho, pectoral y faldellín de plumas y con un carcaj a la espalda en claro contraste con el cristiano, rapado, vestido y ofreciendo flores a la Virgen que se posa sobre el águila y el nopal. Además de la inclusión de estos símbolos prehispánicos en su campo simbólico, la Guadalupana era la figura novohispana que insertaba con mayor profusión la otredad indígena, tanto por sus rasgos autóctonos como por la presencia del indio Juan Diego.

Frente al nómada aún sin cristianizar y, por lo tanto, sin asimilar, el indígena civilizado prehispánico se había convertido para el siglo XVIII en algo propio, en un elemento diferenciador de los criollos frente a España. Es muy significativo al respecto el título de la obra del jesuita Francisco Javier Clavijero, Historia Antigua de México, en el que se ha asimilado el mundo indígena anterior a la conquista a la historia patria y se le ha vuelto una parte indispensable del pasado criollo de Nueva España9. Sin embargo, esta inserción no había sido un proceso sencillo; debieron superarse muchos prejuicios y producirse diálogos constantes entre los clérigos peninsulares y criollos y los nobles indígenas desde el siglo XVI hasta el XVIII para conseguirla.

Durante la primera centuria, la «recuperación» del pasado indígena se había dado sólo como un medio para poder extirpar mejor las idolatrías que se consideraban demoniacas. Sin embargo, hay autores como fray Bernardino de Sahagún y fray Diego Durán que muestran cierta admiración por lo que ellos consideraban una alta civilización a la manera de las de Grecia, Roma o Egipto. Esta actitud hacia el mundo indígena debe entenderse dentro de la visión del otro que se elaboró en el Renacimiento. El pensamiento occidental cristiano medieval, basado en una visión bipolar del cosmos, tendía a excluir al otro, al que no pertenecía a la esfera de la verdadera fe. Pero a partir del Renacimiento a veces se invirtieron esos términos, sobre todo como un recurso retórico moral para criticar la corrupción e infidelidad de los europeos; el salvaje americano podía representar una verdad que permitía a Occidente descubrir sus propios valores perdidos. Las culturas no cristianas podían ser rescatadas por sus enseñanzas morales.

Esta recuperación del pasado indígena azteca se reforzó a principios del siglo XVII con la edición en 1615 de La Monarquía indiana de fray Juan de Torquemada. Éste era el primer texto impreso sobre tales temas, recopilaba materiales inéditos de los cronistas del siglo XVI (las obras de Sahagún y Durán habían sido confiscadas) e incorporaba los documentos aportados por los nobles indios y mestizos contemporáneos de fray Juan (Tezozomoc e Ixtlixóchitl entre otros) conocedores de las tradiciones antiguas. Esta recuperación histórica del mundo prehispánico coincidió con la expansión del hermetismo y con el sincretismo introducido por la Compañía de Jesús; ambas coadyuvaron en la inserción del mundo prehispánico en la sabiduría universal nacida en Egipto y extendida por Grecia, Roma, India y China. Sin embargo, en fray Juan de Torquemada, y en todos los autores posteriores a él, lo indígena quedaba estereotipado dentro del parámetro de lo azteca, con lo cual se diluían los matices de esa enorme variedad étnica y cultural que era el mundo prehispánico.

A partir de Torquemada, el criollo comenzó a ver con mayor interés al mundo indígena anterior a la conquista, al que convirtió en un timbre de gloria y de orgullo. A fines de la centuria otro franciscano, fray Agustín de Vetancurt, incluía en su Teatro Mexicano (1698) una importante sección dedicada a los aztecas con la intención de que se les considerara como parte del pasado de su patria10. Muy conocidas son también las alusiones al mundo indígena en la extensa obra poética de sor Juana Inés de la Cruz, y, sobre todo, en los trabajos de Carlos de Sigüenza y Góngora quien además se dedicó a rescatar papeles antiguos y a estudiar códices. Ese pasado podía validarse además gracias a las premoniciones providenciales que algunos de sus sabios habían recibido de la llegada del cristianismo a su tierra y a la presencia del apóstol santo Tomás como primer evangelizador de ellas.

Uno de los puntos centrales de este rescate se dio alrededor de la figura del emperador Moctezuma, quien aparecía en biombos y enconchados como un rey ricamente ataviado con coronas y plumas, sentado sobre elaborados tronos barrocos protegidos por palios de finas telas y, a menudo, junto con su consorte, como símbolo de América en las representaciones de las cuatro partes del mundo. Moctezuma, convertido en el rey de México, avalaba con su presencia la existencia de un reino anterior a la conquista y de un pacto por el cual Nueva España se insertaba en el Imperio español, pero conservando los privilegios que Moctezuma había conseguido al entregar el reino a Cortés11.

En tres series de cuadros enconchados con el tema de la conquista Juan y Miguel González pintaron por encargo del virrey Conde de Moctezuma escenas con el palacio imperial de Tenochtitlan, donde se podía admirar un salón galería con los retratos de los emperadores mexicas. En dos de ellos aparecen dos tronos bajo el escudo del águila y el nopal, como símbolo de los dos poderes que regían al imperio: el indígena de Moctezuma y el nuevo que lo suplantaría, el de Carlos V. El tema de estos enconchados nos recuerda la obra de Carlos de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, en la que los señores prehispánicos eran propuestos como modelo de buen gobierno al Virrey Marqués de la Laguna en el arco triunfal que costeó el Ayuntamiento para su entrada a la capital. En el texto que describe el arco, el autor convertía a los indios en descendientes de Neptuno, nieto de Cam y bisnieto de Noé y asociaba a los mexicanos con la cultura egipcia. El texto describía además cómo fueron pintados los doce reyes en el arco triunfal. Moctezuma II estaba «adornado con imperiales y riquísimas vestiduras» y sacaba de las fauces de un león perlas, oro y plata como símbolo de su liberalidad12. Tanto Sigüenza como los hermanos González se referían a los aztecas de acuerdo con los códigos retóricos cortesanos de su época, para hacerlos comprensibles a sus mecenas los virreyes, de quienes obtendrían un pago (en el caso de los segundos) o una prebenda personal (en el del primero). Detrás de estas versiones retóricas de un pasado indígena imperial (a la romana) se buscaba acabar con la discriminación hacia los criollos y crear imágenes de prestigio. El mundo indígena prehispánico no era aún visto como el pasado de los criollos, sino sólo como un medio para dar a la patria un timbre de orgullo, para cambiar la imagen que de ella tenían los europeos, que no creían que en América se diera nada bueno13. Con todo, junto a la recuperación que Sigüenza hacía del pasado con las armas retóricas de su tiempo, estaba también su interés científico de anticuario por preservar y coleccionar códices, mapas y documentos indígenas.

A ese rescate iniciado por Sigüenza a fines del siglo XVII se unieron a principios del XVIII las opiniones de Juan José de Eguiara y Eguren, quien dedicó varios capítulos de su Biblioteca Mexicana a la cultura náhuatl, dentro de la cual Netzahualcóyotl ocupaba su lugar como parte de la República de las Letras. De manera simultánea se exaltaban las lenguas indígenas, consideradas como ricos instrumentos de comunicación por su amplio léxico, y tiempo después autores como Clavijero alababan su capacidad para expresar conceptos y su belleza; actitud de reacción a los proyectos ilustrados de extinguir las lenguas nativas y al poco aprecio en el que las tenían los obispos peninsulares14. Finalmente, gracias a autores como Veytia, Clavijero y León y Gama la historia indígena prehispánica se convertía en una parte básica de la identidad mexicana. Hasta entonces comenzaba a ser posible pensar en términos de nación.

Con todo, lo indígena siempre había estado presente como elemento clave en la definición de identidades desde el siglo XVI, siendo la representación alegórica de Nueva España su ejemplo más acabado. La primera representación de esta imagen apareció en dos pinturas de la Historia de Tlaxcala del cronista mestizo Diego Muñoz Camargo, en donde se la presenta como una cacica con huipil y xihuitzolli o diadema, muy posiblemente asociada con la Malinche, que junto con los tlaxcaltecas fue la más fiel colaboradora de Cortés. Desde entonces, ese personaje alegórico aparecía en «todos los actos solemnes que recordaran el refrendo del pacto colonial: paseo del pendón, entradas de virreyes y arzobispos, exequias y juras reales; incluso en otros acontecimientos festivos o devocionales, como estrenos de templos, beatificaciones y juramentos de patrocinios»15. Aparecía también en las representaciones teatrales, como nos lo dejan ver las anotaciones al Divino Narciso de Sor Juana y su «Sarao de las cuatro naciones» al final de Los empeños de una casa.

De esta visión proviene una América que ofrece su corona de oro a la Iglesia, junto con las otras partes del mundo, en el Triunfo de la Iglesia que pintó Cristóbal de Villalpando en la sacristía de la Catedral de México. Lo interesante de la alegoría es la combinación de elementos sacados de la tradición europea (el lagarto/iguana a sus pies sale de la Iconología de Cesare Ripa) con las alusiones al mundo indígena, como el águila encima de un nopal que porta sobre su cabeza, el bezote y las orejeras de oro de su rostro y el penacho de plumas verdes (que el barroco asoció como atributo de poder de los emperadores mexicas) atado a su brazo. Desde el siglo XVI, el águila y el nopal, emblemas de la ciudad de México-Tenochtitlan se habían insertado como un elemento constante dentro del universo religioso novohispano. Para el siglo XVIII tanto la alegoría de Nueva España como el escudo con el águila, se convertirían en los símbolos principales de la identidad criolla, junto con la Virgen de Guadalupe y Felipe de Jesús, a quienes a menudo acompañaban. Al igual que pasaría con su nombre, la ciudad de México extendería su escudo emblemático a todo el territorio, que para el siglo XVIII recibía la denominación de «reino de la América septentrional».

Hasta ahora, los criollos habían utilizado la imagen del indio prehispánico como un vehículo muy útil para crear y consolidar su propia definición de nación. Pero existió un elemento más que se agregó a ese complejo sistema en el que convivían alegorías europeas, imágenes del pasado indígena y símbolos nacidos en Europa y en Nueva España: la presencia del indio contemporáneo a los autores y pintores virreinales.

Para ellos los indios eran la plebe urbana, «paciente en el padecer, gente que siempre aguarda el remedio de sus miserias y siempre se halla pisada de todos» según lo expresaba Carlos de Sigüenza y Góngora en su Teatro de virtudes políticas16. Pero también eran los hombres viciosos, que embriagados por el pulque podían robar, incendiar y destruir, como los describía el mismo autor cuando hizo la relación de la rebelión que asoló la ciudad de México en 1692. Resulta por demás significativo que la cultura criolla haya invertido los términos en los que concibieron al indígena sus pastores peninsulares. En ella, el mundo indígena anterior a la conquista perdía la carga demoniaca que le dieron los frailes del siglo XVI, pero en cambio el indio contemporáneo se convertía en un ser perezoso, borracho e hipócrita. El indio había sido aceptado sólo como parte de lo propio histórico; el del presente seguía siendo excluido.




ArribaAbajo Bajo el manto protector de los santos

En todas las provincias y reinos de esta América Septentrional se ha mostrado la gran Madre de Dios y Señora Nuestra, propicia y liberal en sus favores. Porque al paso que la religión verdadera se ha ido dilatando en ellas, han ido creciendo las misericordias de esta Soberana Reina, en que muestra cuánto le agrada el ver extendida la fe de su Hijo en este Nuevo Mundo. De lo cual serán prueba manifiesta los muchos santuarios milagrosos que en él tiene, que son como patentes oficinas de su piedad17.



En 1709 el Virrey Duque de Alburquerque encargaba al pintor J. Arellano un lienzo que describía el traslado de la imagen de la Virgen de Guadalupe a su nuevo santuario recién concluido («oficina de su piedad» como lo llama el jesuita Juan Antonio de Oviedo en el epígrafe). En él quedó plasmado no sólo un ceremonial religioso que manifestaba la gran devoción de la capital a su protectora y madre celestial, sino también el modo como la sociedad novohispana se representaba a sí misma en el ámbito festivo.

Resalta en primer lugar el aparato teatral que se desplegó en el atrio y que convirtió éste en un «espacio de mexicanidad»: Moctezuma y su consorte entre los gigantes de cartón que simbolizaban las cuatro partes del mundo; el mismo emperador junto con Cortés en una danza de la conquista; el dragón de la idolatría (o tarasca) jalado por chichimecas desnudos y emplumados; y en la procesión, como único acompañante de la milagrosa imagen de Guadalupe, una escultura del beato Felipe de Jesús colocado sobre un águila de batientes alas en su nopal.

Un segundo elemento que llama la atención es precisamente el modelo jerárquico que presenta esa procesión. La encabezan las órdenes religiosas, en el estricto orden de su llegada a Nueva España, seguidas por una cofradía de notables y por el Cabildo de la Catedral con el Arzobispo; detrás de la Imagen vienen los miembros del Ayuntamiento capitalino precedidos por sus maceros, el Consulado de comerciantes, la Universidad, los tribunales de cuentas, la Audiencia y el Virrey. Al igual que en las procesiones del Corpus Christi, en ésta se remarca la idea de que cada corporación representaba un órgano del cuerpo social, que era, según el dogma, el cuerpo místico de Cristo. Estamos así ante una sociedad que se definía a sí misma en términos estamentales y corporativos. En los estamentos (clero, nobleza y tercer estado) se incluían los sectores que regían y encabezaban a la sociedad, no sólo por su poder económico o político sino (sobre todo) por una serie de privilegios legales, fueros y exenciones tributarias. En las corporaciones, en cambio, se agrupaban la mayor parte de los sectores sociales organizados en gremios, cofradías, provincias religiosas o comunidades indígenas, instancias de representación social por medio de las cuales los individuos podían hacer valer sus derechos ante el Estado, organizarse legalmente y recibir asistencia.

Es claro en el cuadro de Arellano que de la procesión oficial estaban excluidos los indios; pero es también significativo que aparezcan en una pequeña procesión alternativa a la derecha del lienzo cargando en andas a los santos de sus parroquias, Santiago y san Agustín, símbolos religiosos de su sentimiento corporativo. Para los indios, como para los criollos, la presencia de esos protectores celestiales era una garantía de salud y fertilidad, tanto para el individuo como para la colectividad, y una protección contra las fuerzas del mal. Los municipios, que tenían la obligación de velar por sus habitantes incluso en el ámbito sobrenatural, eran los encargados de elegir o sortear abogados celestes con quienes se establecía un contrato: a cambio de proteger al poblado de ciertas desgracias, sus fieles celebrarían su día con novenarios, misas, exvotos, cirios, limosnas, peregrinaciones y fiestas. Los elegidos podían ser tanto los santos europeos (los guerreros, los fundadores de las órdenes misioneras o las vírgenes españolas e italianas) como los propios (las innumerables imágenes de la Virgen María, Felipe de Jesús y Rosa de Lima)18.

Para esta sociedad no existía una ruptura entre el mundo material y el sobrenatural. La convivencia de los simples mortales con hombres y mujeres santos, vivos o difuntos, y con los ángeles, hacía posible la creencia en el milagro, ya que por su íntima amistad con Dios ellos podían fungir como intermediarios de sus favores y posibilitar la ruptura de las leyes naturales. El prodigio se realizaba a menudo a través de imágenes y reliquias, cuyo uso, autorizado y controlado por la Iglesia, recibió un gran impulso a partir de la Contrarreforma. Estos elementos constituían núcleos donde confluían una gran cantidad de símbolos y prácticas, y cuyo impacto se reforzaba con un desbordante aparato ritual y festivo y con una fuerte incidencia social afianzada en el corporativismo, representado por las cofradías, los gremios, los cabildos y las provincias religiosas.

Las imágenes que representan con mayor claridad esta relación son aquellas llamadas de «patrocinio», en las que las figuras de santos o de vírgenes protegen bajo su manto a familias, autoridades civiles y eclesiásticas u órdenes religiosas y cuya presencia iconográfica fue constante durante los tres siglos virreinales. A partir del último tercio del siglo XVII, los protegidos en tales representaciones se vuelven con mayor frecuencia retratos individuales, aunque con su actitud y entorno exalten su participación corporativa, pues muchos de estos cuadros deben asociarse con las cofradías y con las advocaciones que las protegen como las del Rosario, el Carmen o la Merced. Es muy significativo que estas representaciones se comiencen a dar precisamente en el momento en el que se está afianzando la identidad criolla y se multipliquen durante del siglo XVIII, en tanto que en el mundo europeo tienden a desaparecer en la iconografía hasta extinguirse por completo19.

Los «patrocinios» más comunes son aquellos que muestran a la Virgen que protege bajo su manto a una orden religiosa representada tanto por sus fundadores, como por sus miembros vivos, siendo las más numerosas las de los carmelitas y los dominicos, que aparecen representados en grupos compactos. En el siglo XVIII las composiciones de los «patrocinios» ampliaron sus espacios; bajo el manto protector se colocaron mayor número de gente y a menudo los rostros antes estereotipados se convirtieron en retratos. Al mismo tiempo se concentró la atención en unas cuantas figuras protectoras, entre las cuales la de san José tuvo una presencia sobresaliente.

De patrono de Nueva España (Segundo Concilio Provincial de 1555) el padre putativo de Jesús pasó a ser tutelar de los dominios españoles en 1676 y modelo de patriarca, sabio y consejero de los reyes, sin dejar su más popular (y accesible a la identificación mestiza) oficio de carpintero. En el siglo XVIII los novohispanos lo representaron coronado y lo volvieron símbolo de su virreinato pues, como su homónimo José, virrey de Egipto, era considerado gobernador de Nueva España. En estas tierras fue común pintar bajo su manto protector a las jerarquías civiles y eclesiásticas.

Un ejemplo de estas imágenes se encuentra en el colegio jesuítico de Tepotzotlán, donde aparece representado el rey Felipe V y el papa Clemente XII con sus séquitos de eclesiásticos jesuitas y laicos venerando al patrono de Nueva España. El cuadro pintado por José de Ibarra en 1735 representa un aparato idealizado de dominación simbólica. Al poner al Rey y al Papa como pilares de la sociedad, se sacraliza al poder espiritual y temporal que tales figuras representan, aunque en esos tiempos la relación entre ambos estaba lejos de ser tan armónica como se pinta. Tiempo después, el Concordato de 1753 entre la Monarquía española y la Santa Sede reforzaba los controles del rey sobre la Iglesia dentro del todo el Imperio. Por otro lado, la presencia de los jesuitas detrás del Papa no deja de ser significativa, sobre todo por los ataques que la Compañía de Jesús comenzaba a sufrir por parte de la nueva política regalista, que la llevaría hasta su expulsión de los dominios españoles unos años más tarde.

La mayoría de los patrocinios fueron pintados para ser colocados en los templos y conventos, espacios públicos donde el valor social de representación podía tener impacto sobre sus destinatarios: los fieles y las comunidades religiosas. Entre las corporaciones de regulares (provincias) y seculares (cabildos catedralicios) se libraba lo que Norbert Elias llamó «una incesante lucha de competencia por las oportunidades de status y prestigio»20. Pero algunas de esas pinturas también fueron hechas para ser colocadas en las salas de linajes o en las capillas domésticas de los palacios. Ejemplo claro de este tipo de retratos familiares es de la familia de los Condes de Peñasco, acaudalados terratenientes que se mandaron pintar bajo el manto protector de una imagen de la Virgen del Rosario. Los Condes, en primer plano, ofrecen su corazón a la Virgen mientras sus hijos y nietos elegantemente vestidos, quedan bajo su protección. Todos los retratados miran hacia el espectador, salvo el patriarca que dirige una mirada de súplica a la Imagen. La devoción religiosa parece ausentarse ante las actitudes cortesanas (modeladas por una conducta calculada en la que los afectos están regulados por rígidos códigos), y ante una vestimenta que muestra el estatus y las ocupaciones (hay un clérigo) de los miembros de la familia.

Junto a estos cuadros de patrocinio, marcados por el carácter cortesano, se encontraban aquellos que tenían como función dar testimonio de un hecho milagroso y agradecer al santo por cuya intercesión de había obtenido tal dádiva de Dios. Los exvotos o retablos de gratitud rara vez eran corporativos, constituían una respuesta individual ante un favor recibido y eran productos de la devoción popular; muchas dolencias, accidentes y calamidades ocasionadas por epidemias y terremotos quedaron impresos y minuciosamente descritos en sus imágenes y cartelas en las que se resalta la imposibilidad de una solución natural a tales desgracias. Aunque a veces ostentaban la firma de artistas conocidos, los exvotos eran por lo general obras anónimas, mientras que sus patrocinadores aparecían siempre con sus nombres. A pesar de la mediatización de los clérigos, son estos beneficiados, su fe y el prodigio los actores de la escena. En el exvoto «el doliente, la súplica y la respuesta del santo parecen ser tres momentos y tres espacios distintos en una secuencia narrativa»21.

Los exvotos virreinales que se conservan, sin embargo, no nos muestran como beneficiados a los grupos marginados. En los de curación de enfermedades (que son los más numerosos) aparecen mercaderes y terratenientes, o sus esposas, en sus lechos de dolor ricamente cubiertos de doseles y damascos, detrás de decorados biombos y asistidos por una nutrida concurrencia: sirvientes, hombres y mujeres prominentes, médicos solícitos y sacerdotes beneficiados por sus dádivas testamentarias22. Así aparece, por ejemplo, el alférez mayor don Diego de Acevedo en un exvoto dedicado al Santo Cristo que le dio la salud. El mismo nivel económico presentan los liberados de la muerte segura por accidentes, entre los que ocupan un lugar destacado las caídas del caballo, como el exvoto de don José Manuel de Guebara ofrecido a san Diego. Incluso en los «retablos» que parecerían tener un carácter más popular (como el que muestra la milagrosa recuperación del pequeño hijo de María Galindo y Agustín Pérez de Moncada ante la imagen de san Juan Nepomuceno), las mujeres mestizas que ahí se representan podrían pertenecer a una clase media acomodada. No podía ser de otra forma dado el costo que debieron tener esas obras de arte y la dificultad de los miserables para sufragar un gasto así.

Al igual que en el cuadro de Arellano, tanto los patrocinios como los exvotos hacen patente de nuevo una exclusión, aunque no racial, por lo menos sí socioeconómica. Existe con todo un tipo de pintura en el que la imagen de la sociedad que se muestra bajo el manto protector de los santos es de absoluta igualdad. Se trata de los llamados «Cuadros de ánimas», enormes lienzos colocados detrás de altares especiales para celebrar misas por los difuntos. Su finalidad era doble: reforzar la creencia en el Purgatorio (atestiguada por las visiones de monjas y beatas), para promover las limosnas que como capellanías o como bulas de Santa Cruzada recibían la Iglesia y el Estado; y publicar el poder intercesor de la Virgen, de san Miguel y de los santos para sacar a los fieles de tan enojoso trance, así como el de los objetos (escapulario carmelita, cordón franciscano, rosario dominico o cinto agustino) promovidos por cada orden religiosa como ayuda para salir del trance.

Los promotores de estas imágenes, las cofradías de ánimas, eran corporaciones con miembros provenientes de todos los grupos sociales y llegaron a ser tan populares que no había iglesia donde no se pusiera un altar de ánimas promocionado por esas cofradías. Reforzadas por sermones y escritos, los cuadros tenían carácter devocional, pero también didáctico para orientar las conciencias, promover conductas virtuosas y evitar las viciosas. A veces los donantes se hacían retratar en ellas por una limosna (pues las cofradías de ánimas no poseían rentas), pero generalmente las figuras representadas son arquetípicas. En ocasiones, en las predelas de los cuadros, aparecen plasmados actos litúrgicos que las cofradías realizaban ante los altares de ánimas con misas, procesiones y ofrendas.

En esos lienzos las ánimas eran mostradas desnudas, gesticulando, con expresiones faciales y posturas corporales que denotan resignación, sufrimiento y petición. Algunas de esas almas portan atributos de poder (coronas, mitras o tiaras), otras la tonsura que distingue a los clérigos de los laicos, pero tales atributos no son signos de jerarquía sino de igualdad escatológica. A menudo, como en el cuadro de Acatzingo que incluimos en esta selección, las ánimas presentan rasgos étnicos propios de los negros o de los indios. En el Purgatorio, a diferencia de lo que pasaba en la sociedad se hacía efectivo el dogma de la comunión de los santos. Ahí las tres Iglesias que formaban el Cuerpo Místico de Cristo (la triunfante que habitaba en los cielos, la militante que vivía en la tierra y la purgante que penaba sus culpas) se comunicaban en una perfecta armonía, libres de las diferencias sociales y étnicas23. Era, junto con el cielo y el infierno, un espacio de inclusión.




ArribaAbajo Patrocinio indígena ¿identidad indígena?

Y después acá que Dios crió, y vinieron los hijos por la divina voluntad de Dios, el uno se llamaba Miguel Omacatzin y Pedro Ca Pollicano, que ellos son los mayores de todos los que quedaron y Dios les puso en el corazón diciendo o conversando entre estos dos amigos, y dijo el uno: aquí no tenemos a quien volver los ojos ni ha de venir de otra parte el que nos ha de decir lo que hemos de hacer [...]. Y luego los dos que eran como padres de todos se consultaron el que habían de tener por patrón, y aquella noche se estaban acordando qué santo habían de escoger y el dicho Miguel Omacatzin no estaba dormido y vio un hermosísimo español que lo llamaba por su nombre y le dijo: Mírame que ya estoy aquí que me deseáis a que yo sea vuestro patrón. Yo me llamo Santiago que es mi gusto que yo os ampare. Y el dicho Miguel Omacatzin quedó muy espantado a que le hablase aquel santo24.



La historiografía tradicional ha visto a los pueblos indígenas como entidades explotadas y marginadas de un sistema colonial que las sometió y cuyo resurgimiento se dio a partir de la Independencia. Ambas afirmaciones deben ser matizadas. Las comunidades indias del virreinato presentaron una gran vitalidad y se amoldaron a los esquemas legales y religiosos del conquistador, con tan buenos resultados, que gracias a ello pudieron mantener una cierta autonomía y sobre todo una gran cohesión interna.

Esta situación fue propiciada tanto por los frailes, como por las autoridades virreinales desde el siglo XVI, con la creación de un esquema legal que contemplaba una república de indios separada de la de españoles y a la cual se le otorgaron una serie de privilegios y exenciones: las concesiones de tierras del común (fundo legal) que no podían ser enajenadas; la conservación de sus lenguas autóctonas; un gobierno electo por los ancianos (cabildo) que fue controlado por una nobleza rica y de prestigio (caciques); una iglesia consagrada con un santo patrono; la organización de instituciones comunales (cofradías, hospitales, cajas de comunidad); la exención en el pago de alcabalas y la creación de tribunales especiales de justicia civil y eclesiástica para ellos.

El pueblo de indios nació así como una entidad corporativa; sus dirigentes administraban las finanzas de los bienes comunales de las cajas, se hacían cargo de las principales fiestas religiosas y representaban al pueblo en los litigios y en los actos ceremoniales (como la recepción de virreyes, obispos o alcaldes mayores). Desde el siglo XVI el estado español estableció con ellos un pacto que los dirigentes indios supieron usufructuar muy bien.

Por otro lado, estas comunidades tuvieron continuos contactos con el mundo cortesano español. Cada año se reunían en el palacio virreinal los gobernadores de los pueblos principales para la ceremonia de la entrega de las varas de mando, ceremonia que se repetía en las alcaldías mayores con los dirigentes de los pueblos de cada región. Las comunidades tenían continuamente pleitos en el Juzgado de indios de la Audiencia e iban en peregrinación a los santuarios de las capitales o, cada dos o tres años, a comprar la Bula de Santa Cruzada25. Todo ello los hizo familiarizarse con el ámbito cultural de los criollos y provocó la inserción de muchos de sus elementos en las formas de representación indígenas desde el siglo XVI.

Uno de los ejemplos más significativos de esa interacción fue el uso de la escritura con caracteres latinos que, junto a las pinturas sobre papel de tradición prehispánica, se convirtieron en instrumentos legales para defender sus derechos. El proceso se intensificó a raíz de los cambios introducidos por la nueva política agraria de Felipe II y por la amenaza sobre las tierras comunales que trajo consigo la expansión de la propiedad española desde fines del siglo XVI. Las comunidades indias se vieron forzadas a defender sus propiedades por medio de las composiciones (legalización de tierras ante la Corona), de los pleitos judiciales y de documentos probatorios llamados «títulos primordiales». Éstos eran papeles escritos con letras latinas pero en las lenguas autóctonas, a veces con sencillas ilustraciones, y conservados en los archivos de los cabildos indígenas en un cofre con tres llaves. En ellos se guardaba la memoria de la fundación mítica del pueblo, realizada a menudo por órdenes de un santo a sus caciques a principios del siglo XVI, como el caso de Santiago Sula transcrito en el epígrafe. Por la forma del discurso, los títulos primordiales estaban relacionados con la transmisión oral (por sus advertencias, consejos y reprimendas y por sus reiteraciones que parecen fórmulas), pero también con documentos pictográficos antiguos26. Por su carácter de documentos probatorios existen numerosas copias y las que conocemos pertenecen a los años finales del siglo XVII, al XVIII y hasta al XIX27.

En los títulos se insiste en los temas que merecían ser recordados por la memoria colectiva. El primero y central son las tierras comunales, cuya demarcación se describe con gran minucia, y alrededor del cual giran los demás. El segundo es el de la conquista, hecho que se menciona como algo útil que permitió demarcar las tierras de cada pueblo; a excepción del de Santo Tomás Ajusco en el que están presentes la tristeza y el lamento, la conquista se evoca como el inicio del pacto original entre la comunidad y el rey. Después se menciona la congregación del pueblo, el bautizo de los caciques, la elección del santo (como padre fundador) y la construcción de su iglesia como elementos legitimadores. Por último está el tema de las epidemias como castigo divino, pero también como parte del proceso de la pérdida de las tierras. A veces éstas son consideradas como parteaguas, mucho más significativos que la misma conquista28.

En las ilustraciones, como las del pueblo de Ocoyoacac, las imágenes centrales están relacionadas con los caciques fundadores, con el culto cristiano y el bautismo y con los ancianos que conservan la tradición. Escritos y pinturas fueron así no sólo documentos legales, sino también muy útiles instrumentos en la transmisión de la memoria histórica colectiva.

Emparentados con los «títulos primordiales» están los llamados mapas, grandes lienzos que se solían colgar en las oficinas de las mayordomías de los templos, tal como los vemos todavía en los pueblos. En el de san Andrés Ahuashuatepec, el santo patrono aparece en el centro como «testigo de honor» flanqueado por Cortés, por la Malinche, por los reyes prehispánicos (los que hicieron el pacto) ataviados con penachos de plumas y por cinco caciques, vestidos a la española para marcar su diferencia con los macehuales. Este mapa es uno de los varios que se conservan de la región de Tlaxcala, zona privilegiada por sus fuertes sentimientos localistas donde resurgió la idea de un antiguo senado de caciques originarios que para dejar constancia de ese estatus nobiliario y los derechos que conllevaba, hacían pintar a sus caciques fundadores con cacles de oro, ricas capas y escudos de armas.

En el lienzo de san Bernardino Chalchihuapan, dependientes del señorío de Cholula, se representan 15 cuadretes con imágenes que se hacen pasar por escenas pintadas en el siglo XVI. En él aparece «la participación militar de ese pueblo en la consecución del reino, con la mediación portentosa de la Virgen de los Remedios, la captura de los prisioneros gentiles, que se visten de pieles, y su sometimiento tributario [...] la alianza de los señores con el nuevo orden sellada por medio de las aguas del bautismo y [...] como epílogo un impensable recibimiento de su embajada ante el trono borbónico para recibir sus correspondientes títulos comunales»29. En el lienzo, que recuerda mucho a los títulos primordiales, la noción de pacto entre el rey de España y la comunidad indígena es más importante que el dato histórico de un Carlos V vestido con casaca y peluca como si fuera Carlos III.

La mayor parte de estos mapas, así como las copias más recientes de los títulos primordiales, fueron hechos en una época de crisis para las comunidades indígenas. Entre 1766 y 1784 se eliminó la autonomía financiera de los municipios y se les sometió a la vigilancia y las decisiones del gobierno virreinal con el objetivo de reducir los egresos destinados a las fiestas religiosas (comidas ceremoniales, corridas de toros y los fuegos pirotécnicos) y encauzarlos hacia las escuelas30. Por otro lado los obispos borbónicos eliminaron numerosas cofradías que no tenían autorización episcopal y limitaron su funcionamiento adscribiéndolas al control de los curas párrocos. Cofradías y hospitales, que habían servido para reforzar los vínculos sociales y en algunas zonas para salvaguardar la propiedad comunal, sufrían con ello un duro golpe. Ambas reformas tendían a limitar el manejo de los fondos comunitarios por parte de los gobernadores y de los cabildos indígenas, que para entonces estaban ocupados ya por mestizos31.

En ese contexto, la pintura se convertía en el género de representación más idóneo para las elites indígenas, quienes por medio de ella se mostraban como miembros destacados de la sociedad, en nada menores a los españoles. Por ello, al igual que lo hacían los criollos, los caciques indomestizos acudieron a los hechos fundacionales del reino para legitimar unos privilegios que les estaban siendo arrebatados. Esta nobleza se mostraba a sí misma como colaboradora en la conquista, hecho que sin ella no habría podido llevarse a cabo; y sobre todo se hacía pintar en el acto de recibir el bautismo durante la primera etapa evangelizadora. En un lienzo colocado en la capilla bautismal del templo de Tonantzintla (Puebla) junto al bautizo de Cristo en el Jordán, los caciques del pueblo colocaron una escena de los señores de Tezcoco recibiendo el agua sacramental, agua que significaba al mismo tiempo conversión y alianza. Es por demás significativo la equiparación en dignidad y presencia de los señores indígenas con Cortés y los españoles colocados frente a ellos en el cuadro.

Para los caciques del siglo XVIII, una escena del bautizo de sus predecesores en la etapa de la fundación del reino los convertía a ellos en cristianos viejos, con lo que quedaban liberados del estigma de la idolatría. Pero algunos fueron más allá, haciendo uso del mito criollo de la predicación del apóstol santo Tomás como Quetzalcóatl, se pintaron recibiendo la predicación de su boca y venerando la cruz que traía. Así los pinta un lienzo encargado a Juan Manuel de Yllanes por Ignacio Faustinos Mazihcatzin, descendiente de la nobleza indígena de Ocotelulco y cura párroco de Yehualtepec. Los caciques tlaxcaltecas con trajes a la española, junto con su pueblo, asisten atentos a la predicación arengados por una alegoría de Nueva España que parece vaticinar su próxima redención, mientras una mujer que amamanta, quizás al futuro pueblo cristiano, mira al espectador. El lienzo formaba parte de un conjunto, del que nos quedan los bocetos acuarelados, que incluían representaciones de Juan Diego con la Virgen de Ocotlán, de Diego Lázaro con san Miguel, de don Nicolás de Dios Puizón, indio cacique del Perú, de Catarina Tegakovita, la venerable india iroquesa adscrita a la misión jesuítica francesa de Canadá y el martirio de los niños de Tlaxcala. En una extraordinaria visión americana, este sacerdote indomestizo hermanaba las glorias de su patria chica con las de los indígenas de otras latitudes, para mostrar a Tlaxcala como primera sede del cristianismo novohispano y a los indios como sujetos de una elevada espiritualidad y como discípulos fieles de la predicación apostólica32.

Es muy significativa la inclusión en la serie de los niños mártires (dos de ellos hijos de caciques), tema que recibió una amplia difusión en el mundo indígena desde el siglo XVII y que fue central para afianzar la identidad de los tlaxcaltecas a fines del XVIII. La exaltación de esos niños se convirtió en una prueba fehaciente del importante papel que jugó su nobleza en el proceso evangelizador, tan destacado como el que había tenido en la conquista militar. Entre 1795 y 1803 se pintaban dos enormes lienzos en la parroquia de Atlihuetzia en Tlaxcala con el tema del martirio de esos niños y en uno de ellos el cacique, aunque pagano e idólatra, aparece vestido con una lujosa capa de plumas y un penacho de grabado europeo, mientras su mujer porta un rico huipil con encajes de Holanda.

Esta imagen de riqueza y refinamiento es la que nos dejan ver también los numerosos cuadros donde la nobleza indígena se hizo retratar como donante y de los que tenemos muestras desde el siglo XVI. En el relieve del altar mayor del templo de Xochimilco, bajo el patrocinio de san Bernardino, aparecen en primer plano un devoto cacique con su mujer; mientras que ella luce un huipil a la indígena, él viste a la española y hasta su rostro podría confundirse con el de un peninsular si no fuera por la tilma atada a su hombro.

Cuando los caciques indomestizos se mandaban retratar, sus mecanismos de representación eran los mismos que los de los españoles y criollos (vestido rico, culto religioso, pasado glorioso, retratos como donantes, hasta el lenguaje formal); en esos términos impuestos por la cultura dominante se definía su actuación pública, ante la cual debían mostrarse como cristianos viejos, como gente civilizada y como vasallos fieles del rey. La identidad indígena se construyó así a partir de los patrones occidentales (a cuyo sistema los caciques pretendían estar integrados) y haciendo uso de los mismos mecanismos de identificación y equiparación que los criollos. Con todo, la tradición indígena era la que daba a estos caciques mestizos su imagen de autoridad y su signo de estatus privilegiado, derivado del carácter corporativo de sus comunidades. En ellos, el uso de lo indígena como una estrategia de diferenciación se volvió desde el siglo XVI un mecanismo básico de supervivencia frente al español, pero también (y sobre todo) frente al criollo33.




ArribaAbajo Los espejos de una sociedad plural

Esta [la sociedad novohispana] se compone de diferentes castas que han procreado los enlaces del español, indio y negro: pero confundiendo de tal suerte su primer origen que ya no hay voces para explicar y distinguir estas clases de gentes que hacen el mayor número de habitantes del reino. Degenerando siempre en sus alianzas, son correspondientes sus inclinaciones viciosas, miran con entrañable aborrecimiento la casta noble del español y con aversión y menosprecio al indio. No se acomodan a las honradas costumbres de aquel ni a las humildes y algo laboriosas de éste, y a la verdad, pudieran bien compararse las castas infestas de Nueva España [coyote, lobo, tente en el aire, saltaatrás] a las de los verdaderos o supuestos gitanos de la antigua34.



En un biombo del siglo XVIII que se encuentra en el Museo de América de Madrid (que muestra un paraje de san Agustín de las Cuevas en Tlalpan) los pinceles han dado vida a ese abigarrado y colorido mundo descrito por el autor anónimo citado por Hipólito Villarroel en su testimonio, aunque sin la carga negativa y de exclusión que éste les daba. Al fondo aparece retratado el siempre presente mundo indígena con sus trajes y sus fiestas; en una de las escenas se muestra un mitote (un a de las danzas denominadas «de mecos») en el que guerreros tigre que parecen salidos de un códice antiguo (con sus chimalli y adornos mexicas) bailan junto con indios chichimecas emplumados y semidesnudos semejantes a los salvajes creados por la imaginación europea doscientos años atrás. Cerca de ellos se lleva a cabo una fiesta de desposorios, con sus fuegos pirotécnicos, su música y sus pantomimas. En el primer plano, es representado el mundo mestizo dando vueltas en el palo volador, cantando y peleando acompañado del infaltable pulque; la escena es contemplada por una pareja criolla que monta a caballo detrás de unos nopales.

Lo que mostraba esta vista (como muchas otras realizadas por los pintores criollos desde la última década del siglo XVII) era una sociedad muy mestizada en la que convivían los diversos grupos étnicos, una sociedad que hacía patente la inutilidad de las leyes que separaban a la población en dos repúblicas y que ponían cortapisas a las uniones entre gente de diferente color de piel. En efecto, a la mezcla de sangres entre españoles e indígenas que se dio desde los primeros días de la conquista, se agregó muy pronto la presencia de esclavos africanos y asiáticos, lo que forjó una sociedad cada vez más plural y compleja; en ella, sin embargo, el paradigma social se seguía definiendo en los términos occidentales y, a partir de ellos, en sus imágenes se continuaban estableciendo exclusiones e inclusiones.

En el siglo XVIII hizo su aparición en Nueva España un género pictórico que mostró esa diversidad y esas definiciones: los cuadros de castas. En ellos se describen (por lo común) 16 escenas, con grupos de familias nucleares, con sus actividades laborales y con sus objetos, alimentos, plantas y animales, identificados todos por medio de leyendas. Esta pintura nació bajo las condiciones de un mercado europeo de coleccionismo, cuya curiosidad y afán «científico» demandaba escenas exóticas y clasificadas en los términos esquemáticos del movimiento ilustrado, recurriendo a recetas europeas para representar los tipos físicos (por ejemplo el esquema de familia nuclear a menudo inexistente entre los grupos marginados novohispanos); pero sin duda en ellos también quedaron plasmados muchos aspectos de la realidad social que sus autores contemplaban diariamente.

En las primeras series pintadas durante las décadas iniciales del siglo XVIII, se puso un énfasis especial en el lujo. En el cuadro denominado De español e india produce mestizo de Juan Rodríguez Juárez (uno de los más tempranos del género) aparecen figuras de medio cuerpo lujosamente ataviadas con joyas y ricas telas sobre fondos neutros. Aunque no se representara un hecho común (pues no se daban los matrimonios entre nobles criollos e indias), con esta obra (y con otras contemporáneas) se trataba de exportar la imagen de un virreinato pleno de riqueza, para contrarrestar los prejuicios europeos sobre América, actitud que también aparecía reflejada en la retórica.

Aunque difundir esa imagen favorable del virreinato siguió estando en la mira de los pintores a lo largo de la centuria, a partir de 1750 el espectro social representado se amplió y junto al lujo también se plasmó la miseria. En una serie firmada por Miguel Cabrera (1763) las primeras ocho pinturas, donde el dominante racial es el español, muestran a los personajes con atuendos lujosos y dos de ellos en actividades relacionadas con el comercio. En el resto, donde los componentes predominantes son el indio y el negro, los oficios modestos y los vestidos raídos son los elementos comunes. En todos los cuadros de esta segunda época se agregaron a las escenas, además, las frutas y objetos de la tierra, como la piña que aparece en el cuadro de Cabrera, De mestizo e india, coyote. En algunas series de esta etapa, las peleas familiares son parte de la acción, y en varias de ellas son las personas de sangre negra (a las que por el estigma de la esclavitud se les daban cargas de atavismo y degeneración), las que son mostradas como más proclives a la violencia. En uno de estos ejemplos (el del cuadro llamado De español y negra nace mulata) la pelea se desarrolla entre un oficial del ejército español (de los llamados «blanquillos» del segundo regimiento de América) contra una negra criolla que parece ser la dueña del merendero que sirve de escenario a la acción. Además de la violencia intrafamiliar, de la que hay numerosas constancias en los archivos judiciales, lo que se deja notar en éste y otros muchos cuadros del género es el abundante número de mujeres independientes, administradoras de un negocio propio y sustentadoras de la economía familiar.

A pesar de esas muestras de violencia, las actitudes negativas no son comunes en los cuadros de castas. Por lo general la visión que ofrecen es de gente trabajadora, cuya diversión siempre se da de manera moderada, incluso en aquellos espacios (frecuentemente representados) donde se departe alrededor de una batea de pulque. Ese ambiente de agradable bienestar es el que nos muestra el cuadro De mulato y española sale morisco, en el que el tema central es el juego de cartas amenizado por la ingestión de chocolate en un jardín paradisiaco. En él se muestra el ámbito doméstico como un espacio de convivencia y de intercambio entre las etnias. Sorprende además la presencia, constante en muchos cuadros, de un hombre de color que desposó a una mujer blanca, cuando lo constante era la relación inversa. La imagen de la dama negra ataviada con vistoso atuendo (¿la abuela o la sirvienta?) es otro elemento que nos habla de la fuerte comunicación interracial que se dio en el ámbito doméstico, donde las tradiciones culinarias, mágicas, lingüísticas y narrativas de cuatro continentes se entrecruzaban y mestizaban.

El otro ámbito de convivencia reflejado en los cuadros fue el laboral. En uno que se titula De negro e india nace lobo está representado un ambiente poco común en la pintura virreinal; una hacienda y trapiche de azúcar. En él queda de manifiesto la extendida presencia de africanos en estas empresas hasta el siglo XVIII y su pronta asimilación al ámbito indígena por la falta de mujeres de su etnia. La imagen del negro en la sociedad virreinal había sufrido para entonces muchos cambios; de ser seres rebeldes y peligrosos asociados a menudo con el Demonio se fueron transformando en personajes del folclor urbano, como aparecen en algunas obras de Sor Juana. En los cuadros de castas sucede un cambio similar con la imagen del indio, el cual, de ser una figura emblemática o histórica pasó a convertirse en un «tipo popular» más.

En los cuadros de castas podemos observar dos estrategias de representación social. Por un lado su misión consistía en imponer orden en una sociedad confusa y subrayar la preeminencia de los grupos blancos (españoles) sobre los demás, de ahí que ellos sean los que inicien las series. «El despliegue de la idea de la familia servía para naturalizar la jerarquía generalizada que se representaba en las pinturas de castas. Puesto que la subordinación de la mujer al hombre y del hijo a la madre se consideraba como natural, otras formas de jerarquía social podían representarse en términos familiares para patentizar que las diferencias sociales eran categorías naturales»35. Insistir en la jerarquización era un medio de garantizar la subsistencia de un sistema en el que las rupturas se hacían cada vez mayores.

Además de la jerarquía, en los cuadros de castas la principal estrategia de representación insistía en que la estratificación de la sociedad estaba determinada por la raza, clasificada en una taxonomía aparentemente rigurosa; sin embargo en el vestido, en las actitudes y en los ambientes domésticos y laborales se nos muestra una realidad muy distinta y lejana al de la rigidez racial. De hecho, la expansión económica del XVIII había permitido el ascenso social de muchos grupos de color. Ya desde la centuria anterior el término social de diferenciación utilizado comúnmente no era el racial, sino otro que se relacionaba con la representación: la calidad de la persona. Tal apelativo tenía que ver con el oficio, la legitimidad de nacimiento, la manera de vestir, la pertenencia a corporaciones y cofradías de prestigio36. Por otro lado existía una gran permeabilidad que permitía transitar fácilmente de una etnia a otra. La insistencia en la diferenciación por la vestimenta fue una constante en todo el periodo virreinal, como lo muestra un bando que rezaba: «... porque en poniéndose el indio capotes, zapatos y medias y criando melena, se hace mestizo y a pocos días español libre del tributo, enemigo de Dios, de su iglesia y de su rey»37. La necesidad de normar la forma de vestir como un medio para imponer límites sociales, sólo era prueba de lo común de tales transgresiones. Mestizos y mulatos habían asimilado las exigencias de representación de la sociedad cortesana criolla y la utilizaban para blanquearse.

Para gente de tan diversa calidad como eran los mestizos, los mulatos y los africanos, cuyo único distintivo era compartir un color de piel más o menos obscuro, era imposible reconocerse a sí mismos como un grupo cultural con identidad propia. Aunque entre ellos existiera una espesa red de relaciones sociales, de vínculos clientelares y de mecanismos de solidaridad, no poseían un sentimiento de grupo, ni una norma social u oficial que los diferenciase, ni símbolos o instituciones que les dieran sentido de comunidad, ni una elite intelectual que los construyese. Mientras que los indios tenían sus lenguas, sus propiedades y sus instituciones comunales y los criollos sus símbolos de identidad y su historia inventada, lo cual les permitía forjar una conciencia de identidad, los mestizos, mulatos y los africanos no poseían modelo alguno para autodefinirse. Hablaban castellano, trabajaban y dependían de los españoles y de los criollos, cuyo patrón definía sus normas de vida. Ciertamente habían desarrollado muchos mecanismos de resistencia, manipulando la legalidad que a veces trataba a todos los ciudadanos por igual y a veces hacía distinciones raciales, pero sus esfuerzos no sobrepasaron la línea de la supervivencia.

En los documentos se denomina a los mestizos «gente vil y despreciable» y se les culpa de pervertir a los indios con sus vicios y con su rebeldía. Se les asocia con la ilegitimidad de nacimiento por lo que se les excluye de algunos oficios y dignidades (como el sacerdocio). Los términos de exclusión ahora son morales. En una serie de cuadros del pintor zacatecano Juan Gabriel de Ovalle sobre la pasión de Cristo, los personajes negativos son pintados con el color de la piel obscuro, mientras los «buenos» son los blancos con rasgos españoles. Al igual que sucedía con el indígena, la exclusión aquí es la tónica que rige la representación.

Sin embargo, frente a esta actitud discriminatoria tenemos las poesías festivas de Sor Juana (las llamadas ensaladillas) en las que aparecen indios, criollos, mestizos y mulatos cantando con sus propias voces pero vistos todos como «hijos de la patria». En ella, y en muchos autores del siglo XVIII la patria mexicana ya no era sólo una palabra que definía la tierra, el término abarcaba también a todo un pueblo. En sus escritos, al igual que en las pinturas de castas, se reflejaba la convivencia nacida de dos siglos de mestizaje. Con todo, a diferencia de lo que había pasado con lo indígena, lo mestizo no fue integrado en el campo simbólico de la identidad criolla. Su presencia formaba parte del paisaje social, pero no era considerada como lo propio ni como lo específico novohispano. El mestizaje era una realidad ineludible, pero no era un timbre de orgullo que pudiera mostrarse dentro del aparato de representaciones patrias.






Arriba Epílogo

A mediados del siglo XIX se estaba pintando un cuadro de «patrocinio» que en la actualidad se encuentra en la pinacoteca de La Profesa. En él, la Virgen acoge bajo su manto protector a un grupo de mujeres de diversos estratos y condiciones sociales: una burguesa, una monja, una indígena, una mestiza. En el cuadro se puede notar la nueva concepción que el siglo XIX tiene sobre la mujer y sobre su papel como promotora de la devoción doméstica; también se descubre una visión integradora que rebasa el corporativismo virreinal e incluye a todos los grupos de la sociedad. Pero lo que más nos llama la atención es que varios lustros después de consumada la Independencia, todavía siguiera funcionando un género pictórico (el patrocinio), reflejo de una concepción religiosa que había cambiado muy poco desde el siglo XVI.

De hecho, la Iglesia no perdió con la Independencia sus muchos privilegios económicos y sociales y la religión católica siguió teniendo todo el apoyo oficial, además de una fuerte presencia entre las masas y las elites. Es por ello que una parte considerable de las imágenes que pintaban a los mexicanos seguían expresándose en cuadros religiosos. Ejemplo claro de esto fue el exvoto, retrato de una sociedad en cambios, donde se reflejan todas las vivencias cotidianas de la violencia (asonadas políticas, asaltos de caminos), pero que es muestra al mismo tiempo de una religiosidad que continuaba depositando todas sus esperanzas en la protección de los santos. La conciencia de identidad del criollo y del indígena del periodo virreinal, que se había forjado dentro de una matriz más religiosa que política, rebasaba los años de la Independencia y se convertía en uno de los pilares de la conciencia mexicana, conciencia que iba tomando poco a poco rasgos nacionales. El guadalupanismo de los siglos XIX y XX constituye un claro ejemplo de ello.

Con todo, no cabe duda que la entrada de la modernidad provocaba profundos cambios en la sociedad mexicana del siglo XIX y fomentaba una visión más laica del mundo, visión que permeó obviamente las nuevas tomas de conciencia identitaria. Sin embargo, el proceso de secularización, los avances tecnológicos y científicos y la fuerte presencia de la esfera de lo privado y de la intimidad, propios de esta modernidad laica, ya se habían comenzado a perfilar en las elites de la sociedad ilustrada virreinal desde mediados del siglo XVIII. En este sentido podemos considerar los cuadros de castas como un antecedente de la pintura costumbrista mexicana, y al periodo virreinal tardío como el ámbito donde tomaron cuerpo y consistencia «nacional» varios de los símbolos de la futura patria mexicana. De hecho, la misma representación de esa patria como una india con flechas y carcaj siguió funcionando después de la Independencia y casi con los mismos atributos que poseía la alegoría de Nueva España. En una litografía fechada alrededor de 1822 la patria aparece como una india chichimeca sentada sobre un dócil león (¿España?) y rodeada de los símbolos y figuras «novohispanos» (águila, nopal, maguey, lagarto, árbol florido, volcanes) que comparten el campo semántico con otros de carácter republicano (bandera, acta de Independencia, América rompiendo las cadenas que la ataban al Viejo Continente). Esta patria india tiene una actitud pensativa y optimista.

En abierto contraste con esa imagen está un grabado anónimo aparecido en el calendario de Galván de 1848, un año después de la guerra con Estados Unidos. Ahí, la República mexicana está vestida y ataviada como la cacica novohispana y flanqueada por una cornucopia de la abundancia, por un nopal y por una fecha, 1821. Pero, debajo de esta visión optimista aparece un abismo al cual se precipitan tanto la riqueza como la patria, quien cae desesperada38. Sin duda para los hombres de 1847 la invasión norteamericana fue un duro golpe para la integridad nacional, aunque en el futuro este hecho se convertiría en uno de los principales catalizadores de la conciencia nacional. De hecho entre esta fecha y la guerra de reforma es cuando podemos marcar el foral de una época. En muchos aspectos el virreinato no termina en 1821 sino hasta entonces, aunque sus bases religiosas y algunos de los rasgos de su indigenismo sigan presentes hasta nuestros días.



 
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