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Para una hermenéutica de la prosa vanguardista española

(A propósito de Francisco Ayala)

Ignacio Soldevila Durante


Departement de Linguistique Université Laval QUEBEC (Canadá)



El deslumbramiento que en el público lector y en la crítica literaria produjo la aparición de las extraordinarias obras narrativas de Francisco Ayala, publicadas entre 1944 y 1962 (de «El hechizado» a «El fondo del vaso»), pero conocidas y difundidas en España en un lapso mucho más corto, hizo posible a la vez el recuerdo y la consideración retrospectiva de su obra literaria de preguerra, e igualmente la manera un tanto desprendida con que esta primera parte de su producción, aparentemente desligada de la segunda, se recordó y se consideró. Dijérase que incluso aquellos tratadistas que produjeron estudios monográficos considerables sobre la obra total del escritor y que, por su ubicación fuera de España, pudieron seguir con un ritmo más pausado la aparición de sus libros de relatos y sus novelas a partir de 1944, sólo consagraban unas breves y apresuradas páginas a aquella producción aparecida entre los años 1926 y 1930 y que no serían reeditadas hasta 1969 en el volumen de sus Obras narrativas completas. Las aparecidas en el período 1927-1929 parecen ascuas sobre las que hay que pasar a toda prisa por ser inevitable su consideración en la retrospectiva que debe preceder al estudio de la obra fundamental. Todos ellos parecen respirar profundamente cuando llegan a Los usurpadores.

Cuando, para resumir las opiniones precedentes, hemos procedido a una lectura global de las mismas, nos hemos percatado que de todas ellas se desprende una actitud común: todos consideran su producción literaria de la época vanguardista casi como un bordado inconexo de imágenes y metáforas felices en «acumulación caótica», a la manera de la más aleatoria de las realizaciones surrealistas. Se aplaude el esfuerzo realizado, la inspirada vena metaforizante, un poco como quien perdona a un maestro de la prosa imprudencias líricas de su adolescencia.

Nuestra actitud al respecto no puede concordar en absoluto con la que precede. Nuestra discordancia se puede resumir en la afirmación de que aquellas obras contienen elementos de valor indudable no sólo en sí mismos, sino de imprescindible consideración para el entendimiento cabal de la curva evolutiva de la narrativa ayalina, no tanto desde el punto de vista estilístico como desde la perspectiva de la visión del mundo que se vehicula en toda su obra.

Es indudable, y ello no era difícil de mostrar, que su primera producción literaria, la novela Tragicomedia de un hombre sin espíritu, escrita a los dieciocho años, se inserta en una tradición de literatura humanista española de talante ético que remonta en el tiempo desde Pérez de Ayala y Miró, pasando por los escritores del 98, Galdós y Várela, hasta entroncar con Mateo Alemán y Cervantes. En ella se realiza, desde una postura juvenil reivindicadora de los valores morales y sociales, y con una intención fundamentalmente reformista, un proceso de la sociedad española y de sus estamentos hegemónicos. Una fundamental adecuación parece existir entre esa intención reformista y la sumisión a las formas literarias de la mejor tradición, actitud básicamente idéntica a la que representaban Tinieblas en las cumbres o La pata de la raposa.

Casi sin solución de continuidad, como alentado por la acogida favorable hecha a su primera novela, Ayala emprende y termina Historia de un amanecer, en donde plantea un problema ético-político que en esos primeros años de la dictadura primorriverista, y a seis años de la revolución soviética, era casi inevitable para un joven intelectual. Para superar la tambaleante sociedad arcaica, cuya oligarquía taponaba, a pesar de su evidente decrepitud, el despegue de la sociedad industrial y democrática moderna, había que optar (así se plantea el dilema en la novela) entre una paciente labor de siembra ideológica, respetuosa de las normas de convivencia vigentes, y una ruptura revolucionaria. La inmediatez y la peligrosidad del problema tratado es posiblemente la razón que llevó al joven escritor a situar su relato fuera de contexto histórico determinado en una alegoría utópica, pero en modo alguno ucrónica1.

En nada se modifican allí las formas literarias con respecto a la precedente novela, salvo en la inevitable elusión de citas y referencias directas a la tradición literaria española. A cambio, la controversia política entre los personajes partidarios de la acción como consecuencia inevitable de la ideología y los defensores de la abstención en aras del mantenimiento de la pureza y del desinterés del ideal, es lo que constituye el fundamento de la trama; a él van encaminados la mayor parte de los episodios y sobre él se construyen antagonismos y protagonismos. El triunfo de la facción activista dentro de la Academia (¿por qué no Ateneo?), que exige el suicidio del adalid y motor ideológico del movimiento, contrario a la lucha revolucionaria, se presenta al lector con un esbozo tan básicamente ambiguo que nos preguntamos cómo ha podido escapar a tan avisados críticos como Keith Ellis2. A pesar de los datos que han podido inducir a ese desenfoque crítico, resulta evidente que queda planteado casi como aporía el dilema entre la pureza de la idea política en la inacción y su mancilla en la praxis revolucionaria. Si años después otro ensayista y pensador igualmente dotado como creador literario, daría respuesta inequívoca en Les mains sales, Ayala nos parece haberlo dejado, si no en la forma aporística que indicábamos antes, tal vez en la vecindad de la solución opuesta a la de Sartre. Parece evidente que el único personaje que queda limpio de toda impureza, traición o corrupción es ese Abelardo sacrificado y sumiso que se adelanta a su autodestrucción estoica, prefiriéndola sin vacilaciones a la posibilidad de ver sus ideales aniquilados en la praxis que se avecina. No por nada la novela tiene su anticlimax final en la visión serena del héroe que «sobre el sillón, más parecía dormido que muerto», de ese héroe que se presiente será entronizado por la revolución como su protomártir al día siguiente de la victoria. La ambigua dialéctica del traidor y el héroe, tan vigente en la reciente literatura y cinematografía, tiene en Historia de un amanecer un agudo y claro precedente.

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En el espacio de menos de un año que media entre la aparición de «Historia de un amanecer» y la publicación de «Hora muerta» en Revista de Occidente, se produce en Ayala una radical mutación en la forma de concebir y estructurar la obra narrativa. Tan sorprendente por su radicalidad y por la brevedad con que se opera, que la comparación con la metamorfosis se nos aparece adecuada. En qué circunstancias se produjo, queda anotado precisa y escuetamente en un texto autobiográfico justamente memorable y citado en repetidas ocasiones:

Al año siguiente, una segunda novela [...] recibida con el demasiado normal comentario de la crítica, me dejó, tras publicarla, insatisfecho, desorientado y persuadido a buscar nuevos caminos. Sí antes había leído en confusión los clásicos, los románticos, Galdós, el 98 y sus epígonos, Pérez de Ayala, Gabriel Miró, ahora, y sólo ahora, entré en contacto con los grupos llamados de vanguardia, y me puse a tantear algo por mi propia cuenta. Varias fantasías alimentaron entonces relatos que -antes de aparecer, algunos, recogidos en volumen- publicó la Revista de Occidente.3



El movimiento literario vanguardista en el que se insertan dichos relatos de Ayala, aparecidos entre 1927 y 1930, llevaba bien puesto el nombre. En él se inscribieron todos los escritos europeos que querían ocupar un puesto de primera línea tanto en la acción destructora del viejo mundo -el literario y el otro- como en la actividad constructora de «un mundo nuevo, dinámico y brillante»: «... Los jóvenes teníamos la palabra»4. Y es justamente esa posesión de la palabra lo que caracteriza ambas vertientes del movimiento: destrucción primera de la prosa realista, la misma prosa aún estilizada por Ayala un año antes de su adhesión, cuando ya las avanzadillas del relato ramoniano habían arremetido contra ella no dejando frase sobre frase, trastocando las querencias entre las palabras, las afinidades sintagmáticas, dispersan de las apretadas filas de la fraseología. El segundo lugar, reconstitución creacionista a partir del magma en el que cada término debe de reaparecer mondo, afiladas las aristas sémicas para la producción de nuevos e insólitos mensajes, en donde se produzca una sintaxis cuajada de descubrimientos, de proyecciones neosignificantes en un más allá que la metaforización ilumina y acaudilla tan profusa como sorpresivamente.

Pero esa antigua palabra es portadora de una ideología, es soporte y responsable de una visión del mundo que será necesariamente atacada al tiempo que se busca la destrucción del verbo. Y para Francisco Ayala, ideológicamente indeciso entre la acción y la ensoñación, como se nos aparece el narrador de «Hora muerta», la dopción de la nueva palabra no podía ocurrir sino de manera adecuada a la perplejidad que le caracterizaba, a menos de ser algo superficial y, por consiguiente, pasajero. Parece que, en otros términos y de manera apenas consciente, de no ser respetuosa ése haya sido el veredicto de la crítica frente a esa producción literaria mal llamada «deshumanizada». Ello justificaría al mismo tiempo el malestar y la premura con que se despacha su estudio, incluso cuando -es el caso concreto de J. C. Mainer- tiene como objeto exclusivo una obra de ese período5.

Conviene aquí señalar dos vicios básicos en el enfoque con que se ha visualizado la obra vanguardista de Ayala. El primero consiste fundamentalmente en haberla tratado como obra en prosa poética cuya temática era, cuando no inexistente, al menos incoherente y puro vehículo para el ensartado de metáforas e imágenes brillantes. Precisamente por la densidad y la novedad de la imaginación, se imponía -al menos se nos impuso a nosotros- un acercamiento paciente, lento y reiterativo, que revisara una y otra vez cada encadenamiento de imágenes por ver si, ya adaptada la retina al deslumbramiento previo, no pudiera surgir un diseño que les fuera soporte. Tenemos la convicción de que el paciente asedio nos ha sido fructuoso en ese sentido.

La segunda inadecuación ha sido suponer que el autor, un año antes responsable de un libro de contenidos tan polémicos como los de Historia de un amanecer, hubiese podido, a un año vista, y al grito de ¡viva la bagatela!, echar por la borda un temperamento ético básico en sus primeras novelas y en toda su producción de investigador, ensayista y narrador entre 1939 y el día de hoy, para consagrarse a «la insolencia, al disparate gratuito». Reléase bien el párrafo en que Ayala dice esas palabras. Que «se les invitara» a ello no es afirmar que la aceptación fuera inevitable. Resulta posible interpretar como disparates e insolencias juveniles los resultados de un joven escritor que se estrena con tales eutrapelias. Pero como producción inmediatamente posterior a Tragicomedia de un hombre sin espíritu y a Historia de un amanecer, tal interpretación de los textos equivale poco menos que a una acusación de fraude oportunista, sobre todo cuando se apercibe la clara línea de continuidad entre aquellas últimas páginas de la segunda novela y el comienzo del Diálogo de los muertos. Veremos también cómo, una vez interpuesta la pantalla de trato asiduo, el diseño estructural que aparece en radioscopia se ve claramente fundamentado en una actitud ideológica de natural prolongación de sus precedentes.

En el lugar y momento conflictivos en que se propone a la generación de Ayala, formada en modos de vida provincianos, decimonónicos, de un ritmo lento a la dimensión del hombre, ese programa mundonovista, creacionista, en el que se parte de la destrucción del mundo en que se han criado, para buscar nuevos fundamentos en los modos de vida de la urbe cosmopolita, usufructuadora y secuela de la revolución industrial, de ritmo trepidante, sincopado, deshumanizante -un ritmo impuesto por la máquina automotora, base misma de esa revolución industrial-, en ese lugar y momento hay que esperar una crisis inevitable.

El primer paso, suponiendo que la crisis se resuelva en un abrazar la nueva causa, será la destrucción de lo viejo. Al nivel del lenguaje, la devaluación de los valores semánticos y de sus soportes sintácticos; al nivel de los mitos que vehiculaban, su desmitificación por la puesta en ridículo de la ironización, la utilización cómica y empequeñecedora.

El segundo paso, la visión potenciadora de ese mundo y de ese hombre nuevos que se buscan en el más allá de la destrucción. En literatura esa potenciación se ha de vehicular exclusiva y necesariamente por el lenguaje y su más adecuado instrumento, la exploración metafórica que impulsa al lenguaje hacia la estructuración de una nueva Weltanschauung. Pero si ello ha de ser en el marco de un idioma, sólo podrá realizarse a través de la explotación de los materiales preexistentes una vez sometidos a la limpieza y desnudamiento en que consistiera el primer paso de la revolución innovadora6.

Pero en el caso de Ayala, como lo hacía suponer su trayectoria anterior y posterior, la empresa hubo de resultar ardua y dolorosa y no hubo de resolverse nunca en uno u otro sentido7. El pasado -esa «hora muerta» que justamente titula su primer y quizá más significativo relato del período- sigue apelando cálidamente, como una entraña materna, y precisamente a través de uno de los productos del mundo nuevo: el cine. La llamada lacerante que el pasado le hace desde la pantalla en la figura de una dama «de las que yo admiraba tanto en mis carnavales infantiles», contiene un mensaje imperativo: recuperar el pasado -la hora muerta- con todos sus elementos evocativos «en el seno del XIX», «abierto como una granada» (la minúscula del grafismo no debe distraer de la ambivalencia del término, fruto y topónimo a la vez) en la casa de su recordada infancia, en su «entraña maravillosa» con «algo de cueva de Montesinos». Una casa decimonónica superviviente en la cosmópolis moderna le servirá de sucedáneo. De ella saldrá el protagonista llevándose nuevos retazos de memoria -que simboliza el perro disecado.- La deserción no pasa inadvertida de donde se sigue la inevetable persecución del triador que sólo encontrará escapatoria -otra vez- en otro lugar sucedáneo de los recordados: el jardín de colegio. Allí surge la imagen de la niña amada de la infancia, ya evocada en la primera secuencia del relato, cuando, en un momento de la descripción de la urbe cosmopolita, la presencia de una niña cortocircuita la galería de retratos típicos para hundir la memoria en la oscuridad del recuerdo granadino, iluminado por la referencia a la Virgen de los gitanos, que lo ubica perfectamente. La tragedia de la irreversibilidad del pasado está subrayada en la interposición del plano de agua estancada entre los ojos de la niña y los del narrador protagonista. Esa imagen es la que reaparece para poner fin al relato en términos reiterativos.

Sobre ese diseño estructural (presente cosmopolita / pasado decimonónico / presente / pasado) la lectura del texto como sucesión de oposiciones críticas, cortocircuitos y penetraciones agresivas de uno en otro, permite situar todas y cada una de las imágenes y metáforas en su función adecuada y precisa. Desaparece la supuesta «enumeración caótica», la «prosa por la prosa», el «asunto de poca importancia», la «carencia todavía más visible de argumento» que eran los diagnósticos de la crítica previa8. Sería ofensa a la sensibilidad del lector dar un solo ejemplo probatorio más de lo que afirmamos. Reléase el texto de Ayala para ver cómo se estructura la historia sobre el modelo de la narración de un sueño, respetando sus incongruencias, la manera sincopada y exenta de nexos discursivos y lógicos entre las secuencias, todas ellas interpretables, sin embargo, al nivel psicoanalítico, como elementos del mensaje fundamental: el combate entre el pasado vivido y el futuro programático prosigue en el presente inestable y movedizo que pretende estar ya instalado en la futuridad ideada. Un presente no por desorientador y laberíntico menos provisto de diseño riguroso y exacto. ¿Se ha señalado la importancia de ser «Hora muerta» el único relato en primera persona de toda la producción vanguardista de Ayala?

Toda ella, excepto «Erika ante el invierno», responde a la misma irresoluta contradicción de valores en conflicto, a la que este último texto parece aportar una respuesta (así sea manifiestamente ambigua, como lo pudo parecer «Historia de un amanecer» en el otro extremo). Es esa «Erika ante el invierno» a la vez texto epilogal y liminar de una nueva época. La presunta primavera mundonovista que se anunciara no estaba por llegar: el invierno se eterniza y en él muere la joven Erika sin haber frutecido. El largo invierno de las dictaduras fascistas (por mucho que prometan rientes primaveras) y de las guerras destructoras se cierne inevitable sobre Europa, raptada por ese toro motorizado de amenazantes cuernos que Erika intuye en la «moto mugidora» de Hermann. El sacrificio sangriento del inocente niño Friul a manos del padre carnicero se iría a multiplicar al infinito en los espejos de la Historia inmediata9.

El texto es igualmente epilogal en lo tocante a su andadura estilística. Salta a los ojos que se ha abandonado la alta concentración metafórica, que las imágenes se hacen raras y sus perfiles tienen trazos expresionistas en este texto cuya escritura es de un rigor y una precisión no por inmediatos y escuetos menos admirables. En él quedan, quintaesenciados, todos los valores del período que precede, y anuncia claramente la etapa que nueve años después -1939- da comienzo en otro texto aparentemente epilogal -Diálogo de los muertos- y, sin embargo, anterior y anunciador de la dimensión por la que se ha de circular para hacer una lectura profunda de todos los relatos de Los usurpadores y La cabeza del cordero, excepción hecha, naturalmente, de La vida por la opinión, a la vez epilogal y pórtico de un nuevo modo de enfrentarse con el mundo devaluado de la posguerra (1945-1968).

Todos los textos situados entre «Hora muerta» y «Cazador en el alba», pues, aceptan sin dificultad una lectura que considere en ellos bien un elemento del pasado que se pretende situar en escorzo humorístico-irónico -no sin la inevitable melancolía contradictoria («El Gallo de la Pasión», «Susana saliendo del baño»)-, bien un elemento mundonovista («El boxeador y un ángel»; «Polar, estrella») o, en fin, un enfriamiento de elementos de ambos mundos en el que, de manera típicamente ayaliana, o bien uno de ellos obtiene una pírrica victoria (en Medusa artificial el triunfo de lo viejo está simbolizado en la sucedánea ejecución del maniquí; en Cazador en el alba el triunfo del mundo nuevo está simbolizado en la conversión al pugilismo del soldado campesino, y en la entrega de la joven Circe ciudadana), o bien la partida queda en tablas, como ocurre en «Hora muerta».

La actitud de la crítica de posguerra frente a la obra vanguardista de Ayala está involuntariamente alegorizada en un simple dato editorial, en torno a Cazador en el alba. En su primera edición -1930- aparece como portada una ilustración -que se puede ver en las páginas prológales de sus Obras narrativas completas- que luego fue parafraseada para la edición de bolsillo de Seix Barra en 1971. Al comparar ambas portadas, aparentemente idénticas por la composición y el tema, se evidencia que la primera ha captado el sentido del texto, y que la segunda lo ha desnaturalizado de tal modo que resulta incomprensible.

En la primera ilustración aparece claramente la disparidad de ambos personajes, cada uno de ellos representativo de un elemento en conflicto: de una parte, el campesino, mal encerrado en el estrecho uniforme de caballería; de otra parte, la mujer de Cosmópolis, medio hembra asequible, medio esfinge inalcanzable, frente a la cual el hombre antiguo queda deslumbrado, helado. En la segunda ilustración, la de 1971, el campesino ha sido sustituido por un joven cosmopolita, burgués, que guarda la misma postura, frente a una muchacha de gesto alegre y confiado, simple niña de Serrano y exacta réplica de su pareja, en quien el gesto de deslumbramiento pierde todo significado, como se pierde el contraste entre ellos.

Cazador en el alba aparece, como los demás textos de la época, después de sometido al tipo de análisis semejante en todo al que hemos ejemplificado con «Hora muerta», como un texto igualmente riguroso, estructurado y coherente. Esperamos haber convencido al lector avisado de la necesidad de una lectura nueva y distinta de todos ellos. Urge, pues, para la crítica responsable una revisión de criterios, ya que la visión hoy vigente de la prosa vanguardista española no resiste a un análisis adecuado y pertinente de sus textos, en los que aparece revelada, de manera no solo neta, sino quizá única, la situación dilemática y conflictiva de los intelectuales españoles de una generación en un momento crucial de su devenir.





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