Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Un prólogo de Valera

Leopoldo Alas





No soy bibliófilo: no sé si existirá alguna traducción directa del Fausto en nuestra literatura; pero pienso que no, y esto mismo me han dicho personas que suelen tener buenas noticias en esta materia. Puedo dar, si no por seguro, por muy probable, que la traducción del Sr. English es la primera que se ha emprendido (y esto ya constituye un mérito) vertiendo directamente el original alemán al castellano. La edición es esmerada y lujosa; de un lujo a que no nos tienen acostumbrados los libreros españoles. Siete entregas van publicadas, y por ellas no es posible juzgar del conjunto de la traducción; pero sí de las cualidades de la parte material, por las que sólo plácemes merece la casa de los Sres. English y Gras, que con tal fuerza emprende sus trabajos editoriales. La versión es casi literal; no aspira, por consiguiente, al mérito de obra de arte como tal traducción; procura ser fotografía, y esto, en mi opinión, lo consigue.

A pesar de ser tan recomendables las ventajas de que dejo hecho mérito, la que supera a todas, la que hace de esta publicación un acontecimiento notable, es la siguiente: el libro lleva un prólogo de D. Juan Valera con este modesto título: Algo sobre el Fausto de Goethe; hablemos del prólogo.

Valera es la esfinge de nuestra literatura actual. No importa que él lo niegue, porque tal vez le parezca de mal tono ese   —216→   misterio psicológico en que se le envuelve, porque tal vez aspire a una postura sosegada, olímpica, serena, como la de Júpiter, o como la de Goethe.

Diga él lo que quiera, hablar de Valera es exponerse a no acertar. Que Valera es así, que es de este otro modo... siempre será exagerada cualquier afirmación.

Como decía D. Liborio el de Campoamor, Valera es un si es no es... todo. De lo único que no tiene pelo, es de tonto.

Ahora trata del Fausto de Goethe, y burla burlando hace la monografía crítica quizá más profunda y perfecta de cuantas se han escrito en España; donde, dicho sea de paso, este género de literatura no ha sido ni bien ni muy cultivado.

A Goethe le falta poco, acaso nada para haber merecido el fabuloso número de comentarios que ha tenido Dante; pues bien, entre tantos, ninguno de los que son dignos de estudio fue obra de autor español; Valera es el primero que publica entre nosotros algo acerca de Goethe, algo que valga la pena de leerlo.

Como Valera se basta y se sobra para sentir y sentir por cuenta propia, prescinde de todos los trabajos que han tenido análogo objeto, y nos dice lo que él piensa sobre Fausto y sobre Goethe, que es precisamente lo que queríamos saber; porque para conocer la opinión de Lewes, de Merimé, de Montegut, de Rosenkrank, etc., etc., no necesitábamos de Valera.

Siguiendo el ejemplo del diestro crítico, así como él ha prescindido de lo mucho que sabe de otros autores, voy yo a prescindir de lo muy poco que conozco en el asunto, y con esto libro al lector de la molestia de media docena de citas. Voy a decir sencillamente, qué me parece a mí de lo que le parece a Valera. Comienza nuestro literato por negar la posibilidad de una epopeya en los tiempos que corren. No soy capaz de apasionarme por el pro ni por el contra. Confieso ingenuamente que al ver hoy en tela de juicio tan importantes problemas como la espiritualidad del alma, la vida futura, la finalidad de la creación... y el derecho a la existencia, no puedo, materialmente no puedo tomar a pechos esas disputas escolásticas que consisten en nombres, bien miradas las cuestiones mismas. Si epopeya es algo como la Iliada, creo como el Sr. Valera que no se puede escribir ya epopeyas; pero si el Sr. Canalejas, y otros autores, extranjeros, que como él opinan, tienen   —217→   razón y cabe hacer una síntesis poética de una civilización, aunque sea por muy distintos procedimientos, claro está que la epopeya es un género posible todavía.

En lo que convienen Canalejas y Valera es en que el Fausto no es la epopeya de la edad actual; porque Canalejas afirma que la Comedia del Dante es hoy todavía la epopeya de nuestra edad, y Valera dice que nuestra edad no es susceptible de epopeyas. Sea todo por Dios y como Dios quiera. Que Goethe se propuso escribir algo por el estilo de eso que Valera afirma no ser posible, no cabe negarlo, y nuestro crítico no lo niega; por eso mismo encuentra más valor en el Fausto, porque sin ser lo que tal vez el autor quería, es, con todo, la obra poética más admirable de la literatura moderna.

Pero ¡ay de los poetas que sin el genio de Goethe emprendan imposibles por el estilo! En el doctor Faustino se burla Valera de esas pretensiones, figurándose al protagonista empeñado en la epopeya filosófica que tiene auroras y vislumbres del porvenir. Bueno que el doctor Faustino y el Sr. Henao y Muñoz se pongan en ridículo escribiendo poemas de ambos mundos; pero ¿quedarán también comprendidos en la conminación de Valera, Victor Hugo con su Leyenda de los siglos, y algunos otros grandes poetas que escribieron poemas de esta índole? Yo me permito creer que no es sólo Goethe quien, sin acertar con la epopeya, escribió poemas muy notables.

Por muy breve que el autor del prólogo quisiera ser, es claro que algo tenía que decir del hombre antes de tratar del libro. Si empeñada es la controversia que existe respecto de las cualidades y defectos del Fausto, no lo es menos la que se ha entablado sobre el carácter del ilustre poeta. Goethe tiene entusiastas que aplauden sin reserva todos los actos de su vida; pero, en cambio, escritores muy notables no han ocultado cierta antipatía, respecto del hombre, no respecto del genio.

Chateaubriand pasó cerca de Goethe sin querer visitarlo (acaso tenía miedo de su presencia olímpica); Victor Hugo, sin negar a Wolffgang su grandeza, le niega la calidad de hierofanta que concede a otros poetas como la suprema virtud; entre los críticos, no se diga, yo podría citar alguno, español y muy notable, aunque escribe poco, que no mira a Goethe con buenos ojos.

  —218→  

Valera no podía ser de estos; como que mutatis mutandis Valera, en el carácter, se parece un poco a Goethe. Tiene el afán, como él, de saberlo todo, no por saberlo, sino por verlo en su imaginación de artista: Goethe contempla el mundo como un gran espectáculo, donde lo principal no es la materia misma el substractum de lo que sea, sino el scheinen, el aparecer. Sin embargo, en sentir de Valera, este modo de considerar el universo no hizo de Goethe un indiferente, un egoísta; natural, ante todo, no fue Goethe como los filósofos de la escuela de Fichte hasta el menosprecio de la realidad externa, sino que supo conservar, con estas grandes miras, los instintos más sanos y primitivos, la naturalidad en el sentir y el amor de la vida ordinaria, que suelen perder extraviándose muchos idealistas. En esto pienso que Valera tiene completa razón, y lo prueban los personajes que Goethe creó idealizando la realidad, procedimiento que viene a ser el resumen de su estética. Al disculpar los actos de la vida real de Goethe acaso nuestro crítico peca de benévolo, porque si se explica el abandono de Federica Brion, por ejemplo, no se justifica; y esta divina aparición en la realidad del arcángel, que deja atrás en belleza ideal a cuanto imaginó más tarde el gran poeta, es para su memoria una sombra, porque el perdón sublime de la resignada mártir en vez de borrar la culpa la agrava; cuanto más nos enamoramos de la hija del pastor, tanto más reprensible nos parece la conducta del amante. Acaso cuando tenga los años del Sr. Valera vea yo menos gravedad en esta clase de delitos; pero hoy por hoy, a pesar de la literatura escéptica que priva en este particular, Goethe no merece mi absolución (que tampoco necesita) para sus pecados de amor, porque no pecó por amar mucho, sino tal vez por amar poco. De todas maneras la discusión de esta materia es ocasionada a caer en sensiblerías cursis y la dejo a un lado. En la vida del gran poeta hay otros lunares que no se pueden desvanecer a fuerza de buena voluntad.

Por ejemplo, la conducta de Goethe respecto de Fichte, deja mucho que desear. A lo sumo aceptaré la explicación figurada que nos da Heine. Goethe, dice, era en la corte de Weimar como uno de esos dioses muy grandes que caben en templos muy chicos, porque están sentados: si se levantaran romperían la techumbre con la cabeza. Comprendiéndolo   —219→   así Goethe no quiso levantarse y consintió que Fichte fuese maltratado como ateo, enemigo del Estado.

Valera va, sin duda, más lejos de lo necesario en su panegírico de Goethe; pero tiene el acierto de no disculpar al poeta fraguando teorías morales ad hoc; rechaza, por tanto, esa hipótesis estético-moral, según la que el genio es tal vez una enfermedad y necesita otra esfera moral muy diferente de la moralidad que sirve para el vulgo de los mortales. El buen instinto de Varela se revela contra semejante teoría, que no ha dejado de ser defendida por talentos muy notables.

Acaso en nuestra patria no falte quien en calidad de genio, se permita ciertos abusos de confianza con la moral estricta, que digan lo que quieran es igual para todos.

Sin embargo, Valera aunque siga al sentido común, no puede menos de ser original, y sienta una teoría muy verosímil para disculpar a su modo a los poetas que no son todo lo buenos que debieran. Dice que el poeta, como el orador, ha de ser vir bonus, que nadie expresa bien lo que no siente en realidad; pero añade que lo que falta a veces a los poetas es la constante y perpetua voluntad de ese bien. Tiene razón; pero esto no sólo les pasa a los poetas: ser buenos de intención hasta el momento en que más se necesita esa bondad, les sucede a muchos; el caso no es sentir el bien y amarlo: la verdadera fuerza moral está en resistir la tentación.

Pero dejo ya las consideraciones de Valera acerca del autor del Fausto. En el próximo artículo veremos lo que el autor de las Ilusiones opina de la obra maestra de Goethe.

Por hoy concluyo dando la enhorabuena a nuestra literatura porque se ha enriquecido con una obra que, siquiera sea de reducido tamaño, es profunda y notable, por pertenecer a un género apenas cultivado en España.

*
* *

Son estas obras del genio que se llaman La Iliada, La divina comedia, El Quijote, El Fausto, medida del progreso de nuestras más altas facultades; en estos dechados del arte hay mucho más de lo que puede ver cada cual en las distintas circunstancias de la vida: son, como la naturaleza, un libro abierto en que puede leer cada edad y cada hombre páginas muy distintas. ¡Qué diferente impresión la que produce el   —220→   poema de Goethe, por ejemplo, allá en la adolescencia, la edad triste, de la que causa al joven vigoroso de espíritu, que lucha contra los vanos sueños por un lado, y por otro contra la invasora prosa de la vida vulgar y mezquina que nos asedia, y al fin casi siempre nos conquista! Profundos sarcasmos, lecciones de experiencia dolorosa, gritos de desesperación; todo eso lo mira el adolescente sin entenderlo, aunque piensa que bien lo entiende y penetra; confunde con su vaga tristeza, que no tiene motivo a no ser el presentimiento, aquella tristeza del sabio aburrido y hastiado que se queja de heridas reales y palpables. Después el joven, que siente como una voluptuosidad misteriosa, espiritual, casi mística, la fortaleza del ánimo, desdeña la abdicación de Fausto, y sólo vuelve a tenerle en estima cuando se arroja a vivir en todos los espacios y en todos los tiempos, a agotar el vivir pensándolo todo, sintiéndolo todo. Y dicen que pasada la edad de la fuerza, al declinar la vida, el drama de Fausto adquiere a los ojos del lector más profundo sentido, y que se ve en aquella primera escena de la primera parte el triste compendio de la existencia invertida en vanos afanes, en trabajo infructuoso; muere la fuerza y no muere el deseo; lo que se desdeñó por vulgar y perecedero, se busca y ansía como si fuera bien infinito.

El Sr. Valera, que ya no es joven y que es sabio, como Fausto, comprende toda la verosimilitud de aquella venta del alma que Fausto entrega al demonio, sin miedo, porque Mefistófeles es un diablo de baja estofa que no puede arrastrar consigo, para siempre, un espíritu como el de Fausto. Lo que sí puede es distraerle, sonsacarle y hacerle perderse por tiempo en el laberinto de la vida sensual, limitada por estrechos horizontes. La interpretación que da el Sr. Valera de las relaciones entre Fausto y Mefistófeles, me parece ajustada al pensamiento de Goethe y sumamente ingeniosa. Es la verdad, y hasta los economistas hablan de esto, que las recompensas que suele encontrar el sabio en la vida, no corren en el mercado como moneda de ley, y no hay que culpar de tal desgracia a la sociedad, que vive como puede, ni al libre cambio, ni a la concurrencia especialmente: es que los sabios, abstraídos con sus meditaciones, no saben lo que más falta les hace, que es vivir: pues bien, Mefistófeles es la sagacidad artera, el espíritu mezquino del negocio y la trampa, es un diablo de   —221→   mundo, por decirlo así, que puede enseñar al doctor todas las socaliñas y malas artes que son indispensables en este valle de lágrimas para vivir con la gente. En cuanto Fausto vuelve a las andadas, a las aspiraciones ideales, a los ensueños metafísicos, Mefistófeles no le entiende; en lo que le sirve maravillosamente es en la intriga, es su trotaconventos; diablo rufián, no entiende para qué Fausto quiere visitar la región de las madres, y en cambio, en la Valpurgis demuestra que está entre los suyos, que aquella vida del sábado, del aquelarre, es su elemento natural y propio.

Con razón se extasía el Sr. Valera ante la imagen de Margarita, la más hermosa criatura de Goethe, y acaso de la literatura moderna.

Margarita es el triunfo de la burguesía en el arte; de la clase media de la poesía, si vale decirlo en estos términos. Tomada de la realidad, de la vida que parece más prosaica y vulgar, Margarita es, sin embargo,


«.............. el tipo de belleza ideal
que flota en las entrañas como un sueño».



Sus primeras palabras en el poema, que tan bien traduce el poeta italiano en aquella frase:


«Io non son damicella
ne bella.....................».



ya la rodean de un aroma misterioso y dulce de violeta... Su modestia y su honestidad le parecen al diablo murallas casi inexpugnables; y esto mismo es incentivo para Fausto, que hasta en sus devaneos necesita algún objeto digno de su ambición. Goethe ha idealizado a la menagere, que dicen los franceses, a la mujer de su casa, que decimos nosotros; ya es anuncio de esta apoteosis aquella frase del estudiante: «la mano que el sábado coge la escoba es la que mejor os acaricia el domingo». Margarita cuenta a Fausto sus quehaceres: «tenía una hermanita que se murió»; daba mucho que hacer, ¡pero ella la quería tanto!...

Sí, bien hace el crítico español en estimar como lo mejor del Fausto la creación de Margarita; de este episodio del poema, que mejor dicho es el principal asunto de toda la primera parte, se deriva una literatura completa, que muchas veces ha degenerado en la trivialidad y en la prosa menos artísticas;   —222→   pero no por culpa del genio que supo mantener esta realidad de todos los días en la región de las ideas eternas.

Admito de buen grado la teoría estética, que se ha confundido muchas veces con el realismo, de la idealidad de lo real.

Si Platón dudaba que para ciertas nociones de objetos ordinarios hubiese correspondientes ideas, contradigámosle enhorabuena, y admitamos que lo ideal, como el éter, lo penetra todo, y en todo se puede ver cuando se sabe mirar; quizá por el contraste de la apariencia humilde y del fondo bello nos seducen más las obras de arte que, como el Divino Maestro, ensalzan a los que se humillan; pero no nos apasionemos por este extremo cerrando de este modo los ojos a otros horizontes de la belleza.

Se ha negado por muchos a la segunda parte del Fausto el mérito que en la primera todos reconocen, y se le ha negado, porque así como antes Goethe se mueve en el mundo real, en este segundo vuelo llega a lo ideal directamente y lo trae a la realidad individual del arte por medio de la alegoría y el símbolo.

El Sr. Valera, aunque no oculta que su literatura predilecta es la que se conserva fuera del brutal realismo, pero tratando objetos de la realidad finita, tangible, sabe, sin embargo, considerar el mérito posible de otras esferas no menos legítimas en el arte, y ateniéndose con su buen sentido de hombre de talento al to meson de Aristóteles, y despreciando los extremos a que se entregan ciertos espíritus mezquinos, admite la belleza de la alegoría y de los otros procedimientos artísticos, propios para la representación literaria de la belleza ideal, no abstracta, como suele decirse equivocadamente.

En la segunda parte del Fausto no hay esa profunda filosofía que han querido encontrar los fanáticos de Goethe; ni debía ni podía haberla.

Hay, sí, un sentido filosófico, una tendencia ideal, y esto legítimamente, sin que por ello decaiga la obra ni mucho menos deje de ser artística, como ha supuesto algún crítico que más sirve para promotor fiscal que para crítico.

Según esa crítica que sólo quiere en el arte caballeros andantes si llevan camisas en la maleta (según el consejo del castellano de la venta), sobra de hoy más en la poesía toda representación de lo invisible, de lo infinito y eterno. Adiós   —223→   poesía religiosa, adiós odas y elegías de los profetas, cantos del Mahabarata, y todo lo que eleve el alma sobre la materia y lo finito. Este positivismo de perro rabiado que se apodera en nuestros días de algunos señores que no queriendo discurrir niegan las facultades más nobles del hombre, este positivismo-anemia ha invadido el arte a última hora y causará grandes estragos si no se le va a la mano. Había dicho el positivismo francés que es superficial, pero no tanto como el nuestro, que la metafísica llegaría a ser pura poesía; pero aquí lo entienden de otro modo y ni para el arte les sirve lo ideal, lo que se levanta sobre sus cortísimos alcances. Este positivismo ya no admite lo eterno femenino, por ejemplo, y en punto a femenino se queda con la planchadora de su casa, que no es eterna, pero es real, palpable, en una palabra, positiva. Lo más triste en el nuevo propósito no es la extravagancia, pues mayores las ha habido, es la pobreza del intento, que acusa la pobreza de las facultades, un cansancio prematuro, una atrofia censurable.

Viene todo esto a cuento, porque ayer mismo un órgano de ese positivismo de candil decía que ni en el Fausto de Goethe, ni en el Manfredo de Byron, ni en el Ahusverses de Quinet, ni en El diablo mundo de Espronceda existía el arte verdadero. Y ¿por qué no decir lo mismo de la comedia del Dante y de todo el arte alegórico derivado de aquella epopeya?...

Quédese esto aquí, porque fuera descortesía para con el señor Valera tratar con más despacio este punto incidental; pero el autor del prólogo al Fausto me perdonará esta indignación episódica, comprendiendo su justicia. Si el crítico ha de seguir en sus juicios tan sólo sus aficiones pasajeras (hijas quizá de su mediano gusto y cortos alcances) y sentarlas como dogmas estéticos, ¿en qué abismo de vanas disputas va a caer ese ministerio, que no diré que sea sagrado, pero que al fin es respetable?

Aprendan del Sr. Valera todos los que tengan determinadas preferencias, a sacrificarlas en aras de la verdad y de la justicia; y si quieren una receta, también estudiada en la conducta del Sr. Valera, oigan esta, que vale por cualquier otra: pocas teorías inventadas de sopetón y a gusto del fabricante, mucho respeto a la tradición del gusto, que es acaso la que le merece mayor entre todas las tradiciones, y sobre todo... versate   —224→   mane, etc., etc. ¡Pero qué se puede esperar de quien hace alarde de no saber... ni latín! El Sr. Valera, que conoce los clásicos y a los modernos, que ha vivido con la imaginación en todos los mundos del arte, que sabe la parsimonia con que se debe hacer uso de las teorías estéticas de última hora, y cuán malas suelen ser las exclusivas, jamás escribirá críticas por el estilo de las que censuro; y en cambio, no tiene más que mover la pluma para producir trabajos tan notables en este género difícil de la estética aplicada, como el prólogo de que he hablado, cuya lectura aconsejo a mis lectores.





Indice