Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

Algunos símbolos de Eduardo Mallea

Mallea y Hawthorne


John H. R. Polt


University of California, Berkeley



Los críticos que se han ocupado de las obras de Eduardo Mallea han venido asignando, en general, más importancia al contenido ideológico de éstas y su «autenticidad» que a la estructura novelística1. Mas si hemos de valorar a Mallea como artista, no podemos pasar por alto la forma de su ficción; y por esto nos proponemos estudiar aquí uno de sus sistemas de símbolos y su posible fuente.

El mismo Mallea ha declarado que sus primeros libros «fueron escritos sin ajustes a métodos estrictos» y que «su obstinación carece de rigor»; pero en Los enemigos del alma (1950) -dice- ha tratado de crear un microcosmo cuidadosamente ideado, un mundo autónomo2. Refleja esta novela «una tempestad maligna, un círculo de orgullosos, un golfo de espíritus suspendidos sin progresión, la aridez de los que se manejan sin alma»3. Estos «orgullosos», los hermanos Guillén, simbolizan o representan, en el mundo de la novela; a los tres enemigos del alma: Mario, el mundo; Cora, la carne; y Débora, el Demonio4. Pero antes de conocer a estos personajes ve el lector su casa, Villa Rita. En la aislada ciudad del Sur en que habitan los Guillén, Villa Rita es otro microcosmo que los encierra. Es una barrera entre ellos y el mundo exterior, una barrera no sólo física sino también moral, simbólica de la culpa de su familia. Su padre, Juan Guillén, había construido el fastuoso chalet como expresión física de su orgullo; la manifestación moral de este orgullo fue la hostilidad entre Juan y su mujer. A pesar de haber dado muerte al amor conyugal con sus celos y su frialdad, Juan Guillén quiso imponer su superioridad y su dominio; y de estos actos, más que de amor, de orgullo, nacieron sus hijos (págs. 39-40). En ellos ha de fructificar la culpa de Juan Guillén, «la privación de amor»; para la gente de la ciudad esos hijos son una raza aparte, «una herencia de fulgor aciago y lujo estéril dejada por Juan Guillén a la ciudad» (págs. 48; 41; 212-213).

Así, dentro de la economía de la novela, tiene la casa una función triple. Es el recuerdo visible del engreimiento pecuniario de Juan Guillén (su deseo de establecer una familia, una casa); simboliza el pecado de su soberbia, y es la escena en que ha de finalizar el drama de culpa y expiación. Para que pueda cumplir esta última función es necesario que los Guillén queden retenidos en ella; y los retiene allí el odio que sienten hacia la casa y que se profesan mutuamente (págs. 25; 26; 198). Mario y Cora tienen la posibilidad de evadirse por medio del mundo y de la carne; pero sus tentativas de evasión sólo los satisfacen en cuanto inconclusas -esto es, en tanto que les permitan volver a Débora y a Villa Rita para jactarse de su libertad en potencia. Débora, por su parte, es un personaje negativo cuya existencia se caracteriza por su falta de contenido. Ella misma llega a considerarse sólo como un vacío en que tienen eco las acciones y las vidas de los otros (pág. 342). En su soberbia ha rechazado a su único pretendiente y se ha aislado por completo:

Un oscuro y poderoso orgullo le impedía volver los ojos a cualquier imagen teñida de piedad. Rechazaba los auxilios. Repelía por humillante la asistencia. Antes de descender a solicitarlos prefería escapar a las alturas de la peor y más oprobiosa soledad, como un viajero que camina de propósito hacia la tormenta; y no había idea ni ser divino o humano a quien se hubiera resignado a confiar o participar un adarme de sus malogros almacenados. Ningún horror la acosaba como el horror adverso de dar o de pedir. Mataba su necesidad en agraz, del modo como la madre criminal suprime recién dado al hijo de su vientre


(págs. 199-200).                


Siente odio hacia su propia condición y encono e intolerancia hacia sus hermanos (pág. 28). Así como la satisfacción de éstos depende de la frustración de Débora, ella se sostiene con la esperanza de que el fracaso los condenará al mismo aislamiento. El choque que establece Mallea entre Villa Rita y el mundo externo se refleja así en el conflicto doméstico en que la unidad familiar está sustentada por fuerzas destructoras en equilibrio inestable. Este sistema de antagonismos tiene otro reflejo en el remordimiento de cada uno de los Guillén, simbolizado por «los retratos de los tres [que] los miraban, carcelarios» (pág. 25). Dentro del símbolo de la casa (soberbia, culpa), los retratos simbólicos son los espejos morales de los habitantes.

La casa misma reacciona contra sus moradores. Los estrecha con enemistad personal, sobre todo los domingos, cuando sólo hay un mínimo de diversiones posibles; entonces se burla de ellos y se venga de su execración (págs. 224-225). Para los personajes cuyo rencor presencia, Villa Rita es expresión de odio y reproche (pág. 16); y para Débora en especial, es el aliado de sus hermanos, que como ellos escarnece y amenaza (págs. 338, 340). Hacia el fin de la novela, Débora se ve obligada a aceptarla como individualidad, como igual suyo: «Estaban ella, sola, y la casa» (pág. 355). De esta manera se vivifica el símbolo hasta convertirse en espectador y aun en participante de la tragedia de los Guillén.

El equilibrio entre los tres Guillén contrasta con el desequilibrio que su culpa hereditaria establece entre Villa Rita y el mundo. Mallea rectifica este desequilibrio exterior descomponiendo el equilibrio interior. Mario y Cora parecen tener cierto éxito en sus relaciones con los Ortigosa, es decir, en sus esfuerzos por establecer contactos independientes con el mundo de fuera, escapándose así del ambiente viciado de Villa Rita. De este modo Débora se ve privada de su apoyo moral e intenta liberarse a su vez huyendo de la casa; pero la casa, que ya ha adquirido una personalidad, la persigue en sus pensamientos hasta que se da cuenta de que no puede ya vivir aparte de Villa Rita (pág. 349) y de que el problema familiar debe tener su desenlace allí mismo donde nació. Por eso vuelve e incendia la casa, muriendo en las llamas. Así perecen juntos el símbolo de la culpa de Juan Guillén y la persona que más participó en su pecado de soberbia. El fuego es aquí agente de purificación e instrumento propiciatorio; pero después del desenlace trágico, se evade Mallea irónicamente de ese mismo esquema circular que se había impuesto. Resulta que ha sido infundado el temor de Débora: Mario y Cora han fracasado con los Ortigosa; y cuando Débora pega fuego a la casa, se salvan del incendio. Al fin de la novela aparecen como vagas figuras errantes, separados del escenario de sus vidas por el acto de Débora.

Los enemigos del alma tiene corte de drama clásico. Al impulso del destino, se mueven los personajes hacia la expiación de la culpa, heredada del padre y renovada por sus propias obras. Mallea pone de relieve este aspecto de su novela con una cita de Esquilo: «En la antigua mansión, tarde o temprano, cuando la hora decretada llega, de antigua culpa nueva culpa nace» (pág. 211). Y del mismo autor proviene uno de los epígrafes del libro: «Por voluntad de un dios, bajo ese hecho un ministro de muerte se ha criado». Débora, el «ministro de muerte» en quien «de antigua culpa nueva culpa nace», es víctima de la obsesión, casi de la locura, al precipitar la catástrofe; y después de morir ella en el holocausto salen Mario y Cora a la manera de Edipo a empezar una vida errabunda desprovista de objeto. Villa Rita, escenario de la acción y símbolo de la culpa, es el centro de este drama.

Es esencialmente este mismo sistema de símbolos el que utiliza Mallea en otras dos novelas: Las Águilas (1943) y La torre (1950), que son las dos primeras partes de una proyectada trilogía sobre la familia Ricarte. Roberto Ricarte y su abúlico padre Román viven bajo el espectro de don León, fundador de la familia y de la suntuosa casa de campo, Las Águilas, que había de ser «la materialización de una soberbia imbatible frente a las acechanzas de una humanidad perniciosa»5. Don León, inmigrante español de carácter puritano6, se había enriquecido en la Argentina. Su pecado, como el de Juan Guillén, es la soberbia; y su castigo empieza en su vida y alcanza a sus descendientes. Su mujer muere al dar a luz a Román, que crecerá intimidado por la personalidad poderosa del padre. El ostentoso castillejo que había de perpetuar el triunfo de éste presenta grotesca disonancia con la pampa que lo circunda y que es para Mallea el símbolo de las virtudes prístinas de su país. Don León no puede gozar de la casa. Se siente perdido en ella, inferior a ella; empieza a odiarla, y muere considerándola su cárcel, cuyas estancias sombrías le persiguen7. En su descripción Mallea subraya la función de la casa como símbolo de la culpa y el aspecto dramático de la novela:

De todo había en aquel frente, menos la voluntad de ser mera residencia privada. Y este concierto de ambiciones monstruosas, jugadas como espectáculo en la casa de Ricarte, entristecieron a perpetuidad la fisonomía del castillo, comparable a un personaje de drama a quien el tironeo de mil taras ancestrales dejara al fin, Edipo amargo, preso de todas para la eternidad. ¡Qué magnitud y qué tristeza tenía desde lejos aquel frente medio tragado por la hiedra! Alzado de golpe y súbito del acostamiento infinito del inmenso campo, parecía una apelación a Dios que se quebrara de orgullo en pleno ascenso. Todo el mundo encontraba en el frente algo asaz raro; pero nadie pudo descubrir nunca su mueca. Cuando se abrían las ventanas del segundo piso, la casa parecía gritar.8


Román Ricarte hereda la casa, símbolo de la soberbia de su padre, tanto más inquietante cuanto que le recuerda su propio pecado, la tibieza. Arrastrado a la ruina económica por su ambiciosa mujer, ve en Las Águilas el testigo perpetuo de su debilidad, testigo hostil y tiránico9.

El hijo de Román, Roberto, es el protagonista de La torre, atormentado desde la infancia por un sentimiento de culpa y de tragedia familiar10. Para él es más complejo el significado de la casa, que representa ahora no sólo la soberbia del abuelo, sino también la realización positiva de éste en el dominio de lo material. Roberto cree que la familia de don León ha traicionado la obra del fundador11, y que debe redimirse poniéndose a la altura de su antepasado en el dominio de lo espiritual. De ahí el título de la segunda novela: la «torre» se refiere a la casa y a su doble sentido simbólico como torre de la soberbia y de la construcción material, y como torre de construcción espiritual12.

Dentro de la casa, el retrato de don León tiene el mismo papel de los retratos de los Guillén en Los enemigos del alma: es un reproche continuo para Roberto; le recuerda constantemente la necesidad de salvar a su familia haciendo algo que espiritualmente equivalga a la magnitud física del caserón del abuelo. La figura de éste es para Roberto «una especie de censor tutelar o de juez ante quien él, él en especial, se sentía responsable. No era sólo el antepasado: era el inexorable. El último ojo, aquél de quien no se podía escapar. Dios era otra cosa, Dios podía perdonar; pero aquél no. Aquél era el más potente y el más imperioso, entre todos los juicios»13.

El desenlace que nos ofrece Mallea en La torre no es trágico. Roberto cree que los Ricarte deben abandonar su vida de boato en Buenos Aires y volver a la tierra; él mismo se retira de la ciudad, intentando despojarse de todo contacto superficial. Por consiguiente, los Ricarte expían el pecado de la soberbia con un acto, no de violencia, sino de humildad, la virtud correspondiente. Esta humillación salvadora se refleja simbólicamente en la casa: «La casa estaba vencida; pero el campo, triunfaba. Después de la agonía del invierno, todo cuanto del suelo surgía se levantaba igual que un canto: el verde al sol era la risa de la tierra; los cereales vecinos eran un himno; las madrugadas eran activas»14. El equilibrio restablecido redime la culpa de la familia, que ahora se ve dotada de nuevas fuerzas, según se nos sugiere al final de la novela.

Si pasamos ahora de Mallea a la obra del autor norteamericano Nathaniel Hawthorne, vemos que un sistema similar de símbolos expresa el mismo tema de culpa ancestral en The House of the Seven Gables (1851). En esta novela, como en Las Águilas y La torre, el edificio adquiere ya en el título una importancia simbólica inmediata; y con su descripción empieza y termina el primer capítulo. Su creador lo concibe como un rostro amenazador y como corazón «con vida propia, lleno de recuerdos ricos y sombríos»15. Mediante esta especie de proposopeya, la casa animada puede expresar orgullo (pág. 24) y tener «aspecto meditabundo» (pág. 43). Cuando Hepzibah Pyncheon trata de escaparse de ella con su hermano Clifford, la casa la sigue, obligándola a ver siempre el escenario de su vida anterior. «¡Este viejo caserón estaba en todas partes! Más rápido que el ferrocarril, transportaba su gran bulto pesado y se situaba flemáticamente en cualquier lugar hacia donde [Hepzibah] mirara»16.

Esta casa es la representación física de un crimen ancestral, el crimen del Coronel Pyncheon contra el «brujo» Matthew Maule. El origen de este crimen ha de buscarse en «'el deseo desordenado del viejo puritano de plantar y fundar una familia. ¡De plantar una familia! Esta idea es el origen de la mayor parte del mal y del daño que cometen los hombres'»17. En otras palabras, el motivo del Coronel Pyncheon es el orgullo, como lo es el de don León Ricarte y de Juan Guillén; y como éstos, el Coronel no puede disfrutar de los resultados de sus esfuerzos. Muere el mismo día señalado para un espléndido banquete inaugural18, y cae sobre la casa una adustez perenne. Por lo mismo que cada nueva generación de los Pyncheon se niega a rectificar el yerro del Coronel, la familia reincide continuamente en su culpa (pág. 34), de acuerdo con la creencia de Hawthorne de que «el acto de la generación pasajera es la semilla que puede y debe producir fruto bueno o malo en época lejana»19.

Para estas generaciones la «Pyncheon House» tiene un significado comparable al de Villa Rita. Mantiene contra el mundo externo, del que separa a sus habitantes, una hostilidad implacable. Se vuelve aún más lúgubre al compararla el autor con la brillantez de una mañana de domingo que Hepzibah y Clifford habían pensado pasar en la iglesia. No pueden llevar a cabo este deseo; no pueden pasar más allá de la calle de enfrente, donde exclama Clifford: «'¡No tenemos ningún derecho entre los hombres, no tenemos ningún derecho fuera de esta vieja casa que lleva una maldición y que por consiguiente estamos condenados a rondar como espectros!'»20. Los detiene allí ese destino que, según expresión del misterioso huésped Holgrave, está «'preparando su quinto acto para una catástrofe'»21 en este escenario del primer acto. Vemos también aquí la relación con la forma dramática; la novela misma es concebida como un «'largo drama de culpa y de retribución'» (pág. 375). En este drama, la casa les recuerda a los Pyncheon el crimen sobre el cual fue fundada y cuya expiación por medio de un fuego purificador pide el mismo Holgrave (pág. 221) posibilidad vislumbrada por Hawthorne y realizada por Mallea en Los enemigos del alma.

Como en Los enemigos del alma, el pecado del antepasado se repite en uno de los descendientes. El juez Jeffrey Pyncheon, reencarnación física y moral del Coronel, también ha cometido un crimen, pero ha hecho recaer la culpa sobre su primo Clifford. De esto proviene la diferencia entre la solución del problema de los Pyncheon y la que vemos en la novela de Mallea. Los padecimientos del inocente Clifford, el afecto constante de su hermana Hepzibah y la muerte casi sobrenatural del juez purgan la culpa original. Se ve la reconciliación en el casamiento de la sobrina de los Pyncheon, la joven y pura Phoebe, con Holgrave, que se revela ahora como descendiente de Matthew Maule. El autor liberta a los Pyncheon redimidos de la casa simbólica; la abandonan para vivir en el campo. Con el florecer de «Alice's Posies» en el techo de la casa, la naturaleza sencilla y pura triunfa, como en La torre, sobre el símbolo de la soberbia y culpa humanas22.

Dentro de la casa emplea Hawthorne un retrato simbólico, el del Coronel, que les recuerda a los descendientes el pecado de que son culpables. Este cuadro tiene además una conexión directa con los crímenes del Coronel y del juez, puesto que oculta la escritura -ya sin valor- de las tierras cuya posesión los Pyncheon han pretendido durante siglos.

Un notable parecido entre las protagonistas de The House of the Seven Gables y Los enemigos del alma viene a reforzar la semejanza del simbolismo de uno y otro autor. Hepzibah y Débora, las dos con nombres del Antiguo Testamento, son solteronas que viven aisladas, encerradas en sus respectivas casas. Altas, severamente vestidas, tiesas y algo torpes en sus movimientos, no son precisamente feas; pero algo en su comportamiento infunde temor23. Como Débora, Hepzibah «en su dolor y su herido orgullo... se había pasado la vida despojándose de amigos; por propia decisión había arrojado lejos de sí el apoyo recíproco que las criaturas necesitan por mandato divino»24. Había rechazado también los auxilios divinos; incapaz de asistir a la iglesia, tampoco puede aprovecharse de la oración en su hora de crisis. «Su fe era demasiado débil; la oración, demasiado pesada para alzarse así, volvió a caer sobre su corazón, como una masa de plomo. La hirió con la seguridad desconsoladora de que la Providencia no se inmiscuía en estos mezquinos yerros del individuo para con su prójimo, ni tenía bálsamo alguno para estas pequeñas agonías del alma solitaria, sino que, de un golpe, derramaba su justicia y su misericordia ampliamente, como el sol, sobre medio universo. Por lo mismo que era tan vasta, no era nada»25 Las dos mujeres intentan huir de la casa, símbolo para ellas de la culpa y del aislamiento de que son víctimas; en cada caso permite el novelista que la memoria y la presencia casi personificada de la casa persiga al personaje, hasta que dándose cuenta de la imposibilidad de la evasión, vuelve al teatro en que está predestinado a finalizar su drama.

La diferencia entre las conclusiones corresponde a las causas diferentes de la condición de las dos protagonistas. El orgullo y rencor de Débora son egoístas y gratuitos, y la llevan a un fin trágico. Hepzibah también hace años que vive «sin otro acompañamiento que el de una sola serie de ideas, un solo afecto y un amargo sentimiento de injusticia»26; pero esta injusticia es la cometida contra su hermano. El orgullo de Hepzibah proviene del amor herido, pero no del amor propio; y este padecimiento inocente, junto con el de Clifford, es la expiación que luego se expresa en el amor de Phoebe y Holgrave.

Vemos entonces en Mallea todos los elementos esenciales que componen el sistema de símbolos usados por Hawthorne, aunque no los hallamos todos en una sola novela del autor argentino. Los enemigos del alma, que, entre las novelas de Mallea, es la que más se acerca en general a la obra de Hawthorne, también se diferencia mucho de ella en la conclusión, realizando la expiación violenta cuya posibilidad sólo insinúa el norteamericano. La solución que al fin adopta éste está mejor reflejada en La torre.

Aunque Mallea conoce bien las literaturas de lengua inglesa, no se reconoce deudor de Hawthorne ni le menciona en sus libros; y sin embargo, al ver un tema hawthorniano expresado por una serie de símbolos que a cada paso nos recuerdan los de Hawthorne, surge la cuestión de si el conocimiento de este autor tuvo alguna parte en la génesis de las novelas del argentino. Pero en caso de que esto fuera así, habría que señalar una transformación importante. En la novela de Hawthorne, el retrato tiene una función física en la trama; la casa está físicamente construida sobre la tierra robada a Matthew Maule; y los pecados del Coronel y del juez son también crímenes. Los personajes de Mallea se mueven más entre abstracciones, sobre todo en La torre, donde la solución no consiste en nada tan específico como un casamiento, sino en alcanzar, de manera algún tanto enigmática, un estado espiritual. Los símbolos de Hawthorne tienen, pues, una relación bastante directa con la realidad física, mientras que los de Mallea se aproximan -como es de esperarse en el mundo moral de sus novelas- a la metafísica. A la expresión de este mundo metafísico ha dedicado Mallea sus mayores esfuerzos, y esperamos que estas notas puedan ayudar a la comprensión de los medios que utiliza para este fin.





  Arriba
Indice