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ArribaAbajoActo cuarto


Cuadro primero


Escena primera

 

Salón en casa de MENDOZA adornado con lujo pero en desorden. Dos jóvenes en el fondo tirando a la espada; otros entrando; varios sentados alrededor de una mesa jugando y viendo jugar. OTÁÑEZ y otros criados en pie. PACHECO, entra.

 

PACHECO:    (A OTÁÑEZ.)  ¿Y tu amo?

OTÁÑEZ:   Está aderezándose para ir con Su Majestad a una partida de caza. Supongo que vuestra señoría será del número.

PACHECO:   Sí, cierto.  (Se acerca a la mesa de juego.) 

ROBLEDA:   (Jugando.)  ¡Voto a cribas! A pocas de esas os lleváis todo mi patrimonio.

PACHECO:   ¿Perdéis, alférez de Robleda?

CABALLERO TERCERO:   Para entretener el tiempo mientras que sale el marqués nos hemos puesto a jugar un rato.

ROBLEDA:   Y yo he perdido mi dinero en broma. ¡Por vida de...!

PACHECO:   A bien que ahora no os debe dar cuidado, protegido como estáis por el marqués y favorecido del conde duque.

CABALLERO CUARTO:   Otro golpe y basta: allá va la novia.  (Tiran, dejan las espadas y se acercan al corro.) 

OTÁÑEZ:   En esta casa anda una bacanal continua desde que mi amo se ha hecho marqués.

CABALLERO TERCERO:   ¿Pagáis más?

ROBLEDA:   Lo que me queda, y mil demonios carguen conmigo. (Se levanta de la mesa.) 

RENDONES:   Ya le desvalijaron.

PACHECO:   Creo que todos seréis de la partida con Su Majestad.

RENDONES:   No hay cosa como un rey mozo de buen humor. Todo se vuelve saraos, bailes, cacerías... No hay tiempo apenas para fastidiarse.

MÚZQUIZ:   Pues a fe mía que hay, sin embargo, cosas bien fastidiosas. Supongamos: la antecámara del ministro, la escalera del palacio y la antesala de esta casa. Apenas puede uno andar sino tropezando con una turbamulta de pretendientes, cada uno con su memorial que entregar, y su relacioncita estudiada que encajar al paso.

PACHECO:   Es verdad; parecen pobres en día de jubileo.

CABALLERO PRIMERO:   Esos achaques tiene el ser marqués y favorecido del conde duque.

MÚZQUIZ:   privado del rey.

RENDONES:   Como que le acompaña, dicen, en todas sus aventuras nocturnas y galanteos.

ROBLEDA:   Eso se llama tener suerte. Me acuerdo que en Flandes...

PACHECO:   A él lo que le ha valido principalmente fue el capricho de su prima en meterse monja. Se encontró marqués en un quítame allá esas pajas.

MÚZQUIZ:  Pero creo que la pobre doña Clara no tenía tal vocación, sino que...

RENDONES:   ¡Buen chasco me llevé yo con su profesión! Hubiera apostado a que no tomaba el hábito. Y mucho más habiendo resucitado el difunto.

ROBLEDA:   Ahí tenéis lo que yo digo. No hay como tener un santo en la familia. Todo se vuelve milagros.

PACHECO:   Unos se van al cielo para que otros se vayan en coche al infierno.

ROBLEDA:   Pues, ¡voto a Amberes!, que todavía ninguno de cuantos se han ido al cielo me han dejado a mí su coche...

RENDONES:   Que vos hubierais tomado, aunque hubieran tirado de él cuatro diablos en figuras de hipogrifos.

ROBLEDA:   Aunque hubiera tenido que andar a tajos con el mismo Satanás en persona.

TODOS:    (Risas y aplausos.) ¡Bravo, bravo!

PACHECO:   ¡Bien por el alférez de Robleda!

MÚZQUIZ:   Doña Clara entró monja sin saber qué hacía; algún día puede que la pese.

RENDONES:   Pero al marqués no le pesará; que al no haber sido por eso se llamaría ahora, en vez de marqués de Palma, don Álvaro de Mendoza a secas.

PACHECO:   ¿Sabéis que es un asunto excelente para una comedia? Una marquesa enamorada de un vasallo suyo, un primo que vuelve de Flandes, un desafío con el amante, de cuyas resultas la triste señora entra monja. ¡Voto va!, que es lástima que nuestro don Pedro Calderón no lo tome por su cuenta.

MÚZQUIZ:   Sí, pero no acaba en casamiento, y no está de moda acabar ahora las comedias de otra manera.

ROBLEDA:   Hay hombres de suerte: un desafío le ha proporcionado a Mendoza el ser marqués, y a mí los que hasta ahora he tenido sólo me han causado gastos y cicatrices.

CABALLERO PRIMERO:   ¿Sabéis que al conde de Piedrahita le envía el conde duque de virrey a Méjico?

RENDONES:   Tenía demasiado favor con el rey, y aunque amigo antiguo, era menester quitarle de enmedio.

PACHECO:   Y al padre Rafael, confesor del rey, creo le hayan desterrado también.

RENDONES:   Me alegro. Era el hombre más fastidioso del mundo; siempre echando sermones.

ROBLEDA:   El conde duque lo entiende, y Mendoza ha ganado en eso; porque el fraile no era muy amigo suyo, y en cuanto al conde, le deja una vacante en palacio.

MÚZQUIZ:   El fraile es preciso confesar que era una planta exótica en la corte de un rey joven y amigo de diversiones.



Escena II

 

Dichos y MENDOZA, vestido de caza.

 

MENDOZA:   ¡Hola, caballeros! ¿Qué se murmura? Alférez Robleda, esta vida es algo más, cómoda que la que hacíamos en Flandes.

ROBLEDA:   Sin embargo, yo la trocaría de muy buena gana. En la corte se gasta un sentido.

MENDOZA:   Hoy, señores, iremos con Su Majestad al Pardo, donde se ha de hacer la prueba de los dos mejores sabuesos que se han visto nunca. Es un regalo que el conde duque ha hecho al rey.

PACHECO:   En seguida habrá gran mesa de estado, fuegos, etcétera, y por la noche una comedia famosa de un ingenio de esta corte, en la cual dicen que el rey ha  (Baja la voz.)  tenido parte.

MÚZQUIZ:  Pues en ese caso debe ser buena, y no hay sino preparar las palmas.

ROBLEDA:  Ya andarán listos los alguaciles para llevar gente a la comedia. ¡Es mucha manía de gentes! ¡Tener que ponerlos presos para divertirse!

MENDOZA:   ¿Será ya hora de irnos acercando a palacio?

PACHECO:   Todavía falta más de hora y media.

MENDOZA:   ¡Hola, Otáñez!  (Llevándole a un lado.) 

OTÁÑEZ:   ¿Señor?

MENDOZA:  Me parece haberte oído que tenías que decirme algo.

OTÁÑEZ:   Sí, señor; y con vuestra licencia os diré que ayer mismo vi a don Pedro de Figueroa, pero tan seco, tan pálido, que da lástima, y...

MENDOZA:   ¡Adelante! ¿A qué diablos me vas a hacer su retrato?

OTÁÑEZ:   Con perdón de vuestra excelencia, le vi, como iba diciendo, y él me conoció a mí, pero yo a él como si no le hubiera visto en la vida.

MENDOZA:   ¡Despáchate, o vive Dios...!

OTÁÑEZ:   Señor, en una palabra, me preguntó por vuestra excelencia y doña Clara; a mí me dio miedo, porque temí que supiera mi lealtad por vos y...

MENDOZA:   Bien; Clara es ya monja. Tarde acude.  (Un lacayo entra con muchos papeles, que entrega a MENDOZA.) 

PACHECO:   ¡Qué granizada de súplicas y peticiones!

MENDOZA:   (Dando a uno los papeles.)  Secretario, tomad eso e informadme si hay algo que merezca la pena.

LACAYO:   Un caballero, que no ha querido decirme su nombre, desea hablar con vuestra excelencia en particular.

MENDOZA:   Dile que vuelva otro día, que hoy estoy ocupado.

LACAYO:   Dice que es indispensable ver a vuestra excelencia ahora mismo. Trabajo me ha costado que no entrase hasta aquí como en su casa.

OTÁÑEZ:    (Aparte, a su amo.) Él es, señor; no le recibáis solo; es capaz...

MENDOZA:   ¡Quita allá, necio! ¿Pacheco?

PACHECO:  ¿Qué hay?

MENDOZA:   Retírate con esos amigos a esa otra sala mientras despacho a un importuno que se ha empeñado en hablarme.  (Todos se retiran.) 



Escena III

 

MENDOZA, el LACAYO.

 

MENDOZA:   Que entre.  (Vase el LACAYO.)  ¡Pobre Figueroa! Casi me da lástima del buen hidalgo.



Escena IV

 

MENDOZA, FIGUEROA.

 

MENDOZA:   ¡Embozado tenemos!

FIGUEROA:    (Desembozándose.)  Señor marqués, ¿me conocéis?

MENDOZA:   Muy mudado estáis, a lo que veo, pero si mal no me acuerdo, presumo que sois don Pedro de Figueroa.

FIGUEROA:   Os acordáis perfectamente y creo que no habréis olvidado que me debéis una satisfacción.

MENDOZA:   Yo estoy Pronto a dárosla. Mi suerte ha cambiado mucho de un año a esta parte; tengo favor en la corte, y si queréis serviros de mi influjo, os lo ofrezco con toda cordialidad,

FIGUEROA:  No pretendo nada en palacio, y aunque pretendiera, tampoco me valdría de vos. La satisfacción que os vengo a exigir es de otra naturaleza.

MENDOZA:   Ignoro entonces en qué puedo serviros, señor don Pedro.

FIGUEROA:   Por frágil que sea vuestra memoria, no habréis olvidado el lance en que tuve yo hace año y medio la desgracia de salir herido.

MENDOZA:   Y en verdad que os cobré afición por vuestra bizarría, y me alegro que la herida no tuviera peores consecuencias. Pero sois demasiado rencoroso, señor don Pedro.

FIGUEROA:   Para vos las consecuencias fueron las que deseabais, En cuanto al desafío, no os tengo rencor. Vuestra buena suerte os valió como hubiera podido valerme a mí. Pero, señor don Álvaro, añadisteis al agravio una superchería, indigna de vuestro nacimiento.

MENDOZA:  Moderad vuestras palabras, porque no quiero enojarme con vos. Deseo pagaros en algún modo lo que os debo, y voy a hablaros con franqueza. En el mundo, el que no trabaja para sí es un necio. Vos llamáis superchería a un artificio inocente y de que me fue forzoso valerme. Hice creer a Clara que habíais muerto, y vuestras cartas todas vinieron a mi poder, interceptándolas, para que no llegasen a sus manos. Influí con el ministro para que os hiciese salir poco después en posta con una comisión a Nápoles desesperado y creído de que Clara os había olvidado. Podrá pareceros esto lo que quiera, pero ya está hecho; y como se suele decir, a lo hecho, pecho, señor don Pedro. Clara es ya monja y está fuera absolutamente de vuestro alcance; la manzana, pues, de la discordia, ha desaparecido, y no hay ya motivo para reñir. Vuestra pasión al cabo de tanto tiempo se habrá enfriado y mucho más no teniendo esperanzas de qué alimentarse. Seamos, pues, amigos, y será mejor.

FIGUEROA:   ¡Amigos! Vos sois un mal caballero.

MENDOZA:   Silencio. Os perdono esa bravata en gracia de las ofensas que os hice. Ved si Puedo serviros en algo, y retiraos,

FIGUEROA:   Don Álvaro, vengo decidido a morir o a mataros. Si no salís al campo conmigo juro a Dios que os atraviese aquí mismo de una estocada.

MENDOZA:   Ya os probé en otra ocasión que mi espada valía más que la vuestra; ahora os digo que soy marqués de Palma y vos sólo un hidalgo, mi vasallo, con quien no me corresponde medir la espada, ni igualarme nunca.

FIGUEROA:   Más noble que tú ¡infame! Mil veces más noble y más honrado que tú. Sales o te mato aquí mismo.

 

(Desenvaina la espada. PACHECO y los caballeros acuden a los gritos.)

 

MENDOZA:    (Con calma.) Estoy desarmado; envainad esa espada, que no quisiera que os tomasen por un vil asesino y tener que echaros a palos de mi casa.

FIGUEROA:   ¿Tú a mí? ¡Perro!

 

(Le tira una estocada y MENDOZA se retira. Los caballeros acuden, cogen a FIGUEROA por detrás y lo desarman.)

 

PACHECO:   ¿Qué es esto? ¡Detenedle!

MENDOZA:    (Tomando la espada de mano de PACHECO.) Dejadle, señores, don Pedro de Figueroa se exaltó demasiado y tiró de la espada en un momento de ira. Tomadla, don Pedro; sois muy digno de ceñirla. Ved en qué puedo serviros.

FIGUEROA:   Os rodea y defiende ahora mucha gente. Oh, algún día, señor marqués, algún día quizá y en mejor paraje nos encontraremos.  (Vase.) 

PACHECO:   Ese hombre está loco.

ROBLEDA:  ¡Al cabo de año y medio, con lo que sale!

MENDOZA:   Ea, caballeros, no hay que hablar más de eso. ¡A palacio! El rey nos está esperando.





Cuadro II

 

Una celda. A la izquierda del espectador una ventana a la huerta con una cruz de hierro. En el fondo una puerta por la cual se verá un largo claustro con un farol a lo lejos, y en último término la gran puerta del coro. Al lado de la reja en el mismo fondo una mesa con su reclinatorio, un libro y escribanía de barro. En la pared, una imagen de la Soledad alumbrada escasamente por una lámpara moribunda. Al otro lado una arcón grande y más próxima la cama con un rosario pendiente a la cabecera y una pila de agua bendita. Algunos sitiales de baqueta. Noche oscura.

 

Escena primera

 

CLARA arrodillada ante la imagen. Entra TERESA, criada suya.

 

TERESA:   El convento está en un profundo silencio. Todas las religiosas se han retirado al descanso. Miedo causa el atravesar los claustros. No se pierde un sonido. El aire de los patios, el rumor de las pisadas, las sombras siempre en movimiento, todo infunde una especie de terror... ¡Pobre señora! ¡Una marquesa acostumbrada al lujo, al regalo de su casa, en las fiestas y la alegría de sus primeros años, y ahora siempre vertiendo lágrimas...! Tan afligida ¡infeliz! Hace un momento que me hablaba de su única pasión, de sus desgraciados amores, resuelta, esperanzada. Ahora solloza, está rezando a la Virgen. Voy a llamarla.  (Se dirige a CLARA y se detiene.) 

CLARA:   ¡Madre mía! ¡Madre mía! Tened lástima de mi dolor. Miradme, reina de los cielos, volved los ojos a vuestra criatura desamparada. No me abandonéis en tan amargo desconsuelo.

TERESA:   (Conmovida.) : ¡Señora! ¡Señora!

CLARA:   ¿Quién me llama?  (Se levanta, sobresaltada, conoce a TERESA y prosigue con dulzura.)  ¿Eres tú, Teresa? Yo creí que estabas durmiendo. ¿Por qué no te vas a gozar del sueño?

TERESA:   ¿Y cómo queréis que os deje sola en este estado, siempre llorando? Hace un momento que salí de aquí. He paseado, como me dijisteis, todo el monasterio. Todas duermen: no se siente nada: la noche es muy oscura, muy triste... don Pedro sin duda está esperando a que os acordéis de él.

CLARA:   (Vivamente afectada.)  ¿Dónde está? Desde esta tarde no le he vuelto a ver. En la iglesia, junto a las luces del altar; el coro de las religiosas cantaba los oficios; yo tenía mis ojos clavados en él, pero los suyos en vez de responderme seguían contemplativos al humo de los inciensos. ¡Desventurado! Él preguntaba al Altísimo por el corazón de su esposa y nadie le respondía.

TERESA:   Por vuestra vida que no os entreguéis al abatimiento. Pensad en que don Pedro vive, en que sabe vuestras desgracias y vuestra fidelidad.

CLARA:  ¡Qué vive! ¿Y quién sabe si su aparición en el mundo no es el último martirio que me esperaba? ¡Ay...! ojalá hubiera yo sucumbido mil veces a la falsa noticia de su muerte. Pero, Señor, ¿dónde, cuándo cometí yo crímenes que merezcan lo severo de la ira con que me estáis afligiendo? ¿Qué es de vuestra justicia, Dios mío? Los malvados triunfan y se ríen de vuestra cólera terrible. ¿Cuál es, en la tierra, el premio de la virtud?

TERESA:   Vuestras penas y vuestro continuo lamento me traspasan las entrañas. Escuchadme, os ruego; yo no puedo sufrir que os consumáis así en la agonía. Reanimad vuestro valor; antes me hablabas de otro modo. Ya hace más de ocho días que tenéis noticia de su existencia y ¿aún andáis remisa cuando se trata de verle? A fe mía que vos misma sois el mayor enemigo de don Pedro y de vuestra felicidad.

CLARA:  Teresa, ¿qué has dicho? ¡Yo enemiga de Figueroa? Tú no sabes lo que pasa dentro de mi alma, lo que yo lucho por apagar el fuego en que estoy ardiendo; este fuego que otra vez vuelve a prender con más furia que nunca, ahora que debiera estar apagado en el tiempo y la penitencia. ¿Que no quiero verle? ¿Y quién lo pudiera desear en el mundo con más violencia que yo? ¡Desventurada! ¡Es imposible...!  (Abatida.)  La religión, mis votos, el sagrado recinto en que hallo... ¡Qué poder sería bastante a defendernos del remordimiento, de la tortura, de un horrible sacrilegio...! ¡jamás, jamás...! ¡No nací yo, triste, para ser dichosa!

TERESA:   Y, ¿por qué no, con la confianza de vuestra conciencia?, ¿por qué queréis oponeros a vuestro destino? Seguid el rigor de vuestra estrella doña Clara. Dios os está viendo y el mundo no puede juzgaros. ¿No tenéis fe en la protección del cielo?

CLARA:   ¡Ah! ¡Si yo pudiera abrir mi corazón y descubrirle! Yo llamaría a los más insensibles y les diría: mirad, mirad, soy una pobre huérfana, nací acariciada de la fortuna, en medio de la opulencia y de los placeres; pero las riquezas no me infundían sino desprecio y aburrimiento. Un instinto de amor irresistible, pasión divina, nació conmigo, acompañó los juegos de mi niñez, y a las puertas de mi primera juventud, me presentó todas mis ilusiones, los encantos de mis ensueños virginales cifrados en un hombre, en un ángel de cariño y de salvación. ¡Ah! Desde entonces todo fue para nosotros tinieblas y naufragio. El mundo nos hizo la guerra, mis deudos me abandonaron a mi suerte y cuantos me conocían se olvidaron de mi pesar. ¡Y yo le lloré muerto! De noche, en mis delirios, llame a la losa de su sepulcro y la eternidad se abrió delante de mí. Pero vive, respira aún, repite el nombre de su Clara y la busca por todas partes. ¡Yo quiero verle, yo muero por estrecharle en mis brazos, por oírle decir que me ama como el primer día!

TERESA:   ¿Y por qué no? Atended: os repito que todos duermen, que no hay peligro ninguno. Ya sabéis los medios que tengo en mi mano para hacerle entrar sin ser notado. Es temprano: yo sé que no se retira hasta muy tarde: que pasa las noches enteras rodeando los muros del convento por adquirir noticias vuestras. Corro a avisarle. Ni marido el demandadero está pronto a sacrificarse por vos; él tiene la llave de la primera puerta.  (Enseña una llave.)  Y aquí la de la clausura, como os ofrecí ayer. Adiós, señora, valor y esperanza. Pronto abrazaréis a don Pedro.  (Vase.) 



Escena II

CLARA:   ¡Espera, detente, oye! Se fue. ¡Cuántos peligros...! Pero Figueroa no querrá, no debe entrar hasta aquí, sería perdido sin remedio. Los suplicios más horrorosos le amenazan... el castigo del cielo... pero ¿qué digo? El me ama, sí, yo lo sé... acudirá corriendo a mi voz. ¡Insensata! ¡Yo soy quien le entrega a la muerte...! La muerte... Pero nadie le arrancará de mis brazos, nadie podrá separarnos, si él muere, moriré yo también: él me sonreirá y yo con mis manos halagaré su frente mientras respiro. Juntos descansaremos de tanto padecer; y si la muerte no es igual a la vida, con ella acabarán nuestros infortunios. Me parece que oigo pasos... ¡Silencio! Siento una opresión, una zozobra... ¡Ah!

 

(Abrese la puerta.)

 


Escena III

 

La ABADESA con luz.

 

ABADESA:   No te asustes, hija mía. Soy yo, que pienso en ti, que vengo a consolar tus aflicciones. Hace algunos días que me llaman la atención tus inquietudes. Estás desmejorada, hermana Clara: ¿qué sientes hija? Tus antiguos pesares se iban ya mitigando: ¿qué nuevas tribulaciones?

CLARA:   (¡Dios mío, que angustia! ¿Qué va a ser de nosotros?) Madre abadesa, yo no sé con qué podría pagar el interés que os tomáis por mí. En este momento iba a entregarme al descanso.

ABADESA:   Vamos, me alegro, sí, descansad. Durante el sueño se adormecen también los rebatos con que el enemigo suele atormentar la imaginación. Os lo he dicho muchas veces; yo también en mi juventud sufrí combates muy recios de las pasiones. Mis pensamientos en la soledad volaban tras los recuerdos mundanos y en mi corazón fluctuaban miserablemente. Pero la penitencia, la oración, las lágrimas del arrepentimiento. Endulzaban mis amarguras, y fortalecían mi espíritu.

CLARA:   (¡Qué martirio! Yo estoy en ascuas. Va a llegar.) Os ruego, madre, que no renovéis mi dolor. No queráis despertar en mi memoria...

ABADESA:   Tienes razón, hermana, voy a ver de dejarla al momento. Pero me ha de prometer retirarse a su lecho, y no dar rienda a su desconsuelo. Te recomiendo la lectura de mis libros piadosos. Medita sobre ella, y encontrarás cómo el Señor aflige a sus siervos para acrisolarlos y castiga irremisiblemente a los que le ofenden.

CLARA:   No sabéis lo que yo amo vuestros santos consejos, son tal vez el único alivio de mis males... pero... ahora...no sé... está tan adelantada la noche... mis fuerzas desfallecidas... quizá podría reposar algunas horas.

ABADESA:   (¡Desgraciada joven!) Adiós, hija mía, me voy al recogimiento. Si te parece conveniente enviaré una de las hermanas para que te haga compañía.

CLARA:   (Creo que se sienten pasos...) No, madre abadesa, no. La presencia de cualquiera me sería perjudicial. Os acompañaré a vuestra celda.

ABADESA:   Está cerca; yo iré sola. Buenas noches, Clara. Encomiéndate de veras a la pureza de la Virgen.

CLARA:   Ella os acompañe, madre abadesa.

ABADESA:   No salgas, no.

CLARA:   Soy hija de obediencia. Me quedo por vuestro mandato.  (Vase la abadesa.) 



Escena IV

CLARA:   ¡Se fue! ¡Ah! Respiro. Un enorme peso me estaba ahogando. ¡Si vendrá Figueroa! ¡Si vendrá! Yo ya no podría vivir sin verle. Sí: el cielo lo dispone, yo no hago más que obedecer su influjo. Y si no, ¿qué es lo que quiere exigir de mi debilidad...? Mis votos... Mi renuncia a todos los goces de la vida. ¿Y cuándo he querido yo renunciar a mis purísimos amores? ¿Pero son ahora puros como el primer día? ¿No he pronunciado un juramento terrible? ¡Dios mío! Tú penetras en lo más escondido de mi alma. Don Pedro había muerto; yo nada tenía que esperar de la vida. ¡Él vive, él vive! ¡Yo no soy dueña de mí misma...! ¡Bendito el día en que le volví a ver, y bendito mil veces el lazo que nos une!  (Entreabre la puerta y mira hacia el claustro.)  ¡Un embozado...! ¡Yo tiemblo...! ¡Él es! Teresa le acompaña... Así... ¡nadie los oye...!  (Con asombro.)  ¡Virgen Santísima!  (Corre a la imagen.)  Haced que llegue salvo a mis brazos.  (Cae de rodillas.) 



Escena V

 

CLARA, TERESA, DON PEDRO DE FIGUEROA.

 

TERESA:   ¡Siempre detrás de mí! ¡Más despacio, más despacio!  (Desde fuera.)  Esa es la puerta; sujetad la espada... no metáis ruido... está sola.  (Mirando a la escena.)  Adiós, caballero: entrad.  (Vase, haciendo entrar a FIGUEROA.) 



Escena VI

 

CLARA, FIGUEROA.

 
 

(Entra FIGUEROA, CLARA le reconoce y se arroja a sus brazos.)

 

CLARA:   ¡Don Pedro!

FIGUEROA:   ¡Clara!  (Pausa.) 

CLARA:   ¡Esposo mío!

FIGUEROA:   ¡Al fin te vuelvo a oprimir contra mi corazón, después de tanto tiempo, de tantos suspiros!

CLARA:    (Recordando.)  Soltad, soltad. Estamos vendidos. Esa puerta...  (Corre hacia la puerta y cierra con cerrojo.) 

FIGUEROA:   (¡Mis ojos la han vuelto a ver! Pero, ¡en qué sitio!) ¡Vendidos! ¡Mi acero...!  (Empuña la espada.) 

CLARA:   No hay cuidado. Otra vez, amor mío, abrázame. Siento un placer... una sensación celestial. Figueroa... encanto de mis ojos... ¿Has suspirado por mí? ¿Te has acordado de tu Clara?

FIGUEROA:   ¿Y tú me lo preguntas, alma mía? Un solo instante no has faltado de mi memoria. ¡Tan hermosa! Siempre enamorada, siempre llorando mi falsa muerte.

CLARA:   ¡Infame don Álvaro!

FIGUEROA:   ¡Sí; infame, maldito, hombre vil y sin fe! Hoy más que nunca, desde la opulencia y el favor cortesano desprecia las santas leyes del honor, y se atreve a insultar a la desgracia. Pero no crea el traidor que ha de escapar a mi venganza. Yo te juro...

CLARA:  ¡Don Pedro! No, callad, no penséis en esa quimera. ¿Qué te importa Mendoza y su perversidad si tienes aquí a tu Clara para hacerte dichoso? ¡Mendoza! No quiero que le nombres jamás. Ese nombre es fatal para nosotros. Háblame de tu amor, don Pedro, de ese amor que yo he consagrado con mi llanto.

FIGUEROA:   Sí, Clara, sí, de mi amor. Nosotros no debemos pensar más que en nuestro amor. ¿No es verdad, alma mía? Ya estamos unidos, ya somos felices para siempre. Tenemos derecho a serlo. Hemos comprado esta felicidad con lágrimas, con Sangre, con pesares muy profundos.

CLARA:   Pues bien, seremos dichosos, el mundo entero envidiará nuestra suerte.

FIGUEROA:   Viviremos el uno para el otro, lejos de los hombres y de sus engaños, olvidando lo pasado, sin cuidarnos de lo que pueda suceder.

CLARA:    (Con arrebato, que siempre va en aumento.) Siempre entre delicias ¡ídolo mío! Gozaremos juntos de todos los deleites de la naturaleza, de la brillantez del día, respiraremos los aromas de la mañana. Buscaremos el placer en los misterios de la noche, y la soledad, que sabe nuestro secreto, se regocijará en nuestra aventura,

FIGUEROA:   (Con emoción.)  ¡Clara!

CLARA:   Todos nuestros deseos van a verificarse, viviremos muchos años en un paraíso de ilusiones, sin un día de dolor, sin un fantasma que venga a turbar la paz de nuestras almas. La misma muerte respetará nuestra juventud, y esperará nuestro último abrazo para trasladarnos juntos al seno de Dios. ¿No crees tú que hemos acabado ya de padecer?

FIGUEROA:   (Reflexivo.)  ¡Desgraciados! ¡Quién sabe si tendrán fin nuestros infortunios! Vuelve de tu mágico delirio, Clara. Mírame, soy tu amante, tú eres mi único bien, mi única esperanza en la tierra. Pero, advierte ¿no ves donde nos hallamos, los muros que nos cercan, tanta oscuridad...? ¡Esa lámpara que parece velar sobre un sepulcro!...

CLARA:   ¡Ay don Pedro! ¿Por qué me afliges de esa manera? ¿Por qué despiertas los remordimientos que dormían en lo más hondo de mi pecho? La ira de Dios nos amenaza. La religión inviolable, sagrada...

FIGUEROA:   Sí, la realidad nos llama, Clara. Es preciso que atendamos a sus voces; a cada momento son más imperiosas. Ese hábito que te cubre... ¿no piensas tú en ese hábito?

CLARA:  ¡Ah! Sí. ¡La esposa de Jesucristo! ¡Los juramentos...! ¡Un sacrilegio! Don Pedro ¿no te compadeces de mi terrible situación? ¿Qué puedo yo hacer, desventurada de mí?

FIGUEROA:   ¡Qué! ¿No lo sabes, Clara? ¿Lo dudas siquiera un solo instante? ¡Cruel! ¿Es así como tú eres capaz de corresponder a mi amor? Sí, tú no puedes dudar de mi amor: por ti he arrostrado peligros, he desafiado la furia de la desgracia; por ti he profanado la santidad de estos lugares. Por verte, por estar a tu lado, por una sola mirada de tus ojos he considerado yo como pequeño y despreciable cuanto podía ofrecerme la vida. Porque creí en tu pasión, porque la juzgaba tan grande como la mía y te imaginaba superior a tu misma hermosura con un alma de fuego y de entusiasmo. Hace un momento que tus palabras vibraban en mi corazón. ¿Por qué, dime, por qué con tan vivos colores me pintabas un cielo si no estabas resuelta a acompañarme a él?

CLARA:   Ten piedad de mí Figueroa, no quieras perderme y perderte para siempre.

FIGUEROA:   ¡Alguien viene!

CLARA:   (Escuchando.)  ¡Silencio! ¡Silencio...! Es el viento en los álamos de la huerta. Esa ventana... ¡Ah!, cuántas veces, esposo mío  (Con pasión) , cuántas veces fatigada de la oración, apoyada en la cruz de esos hierros, desvanecida y melancólica, repetía yo tu nombre y buscaba tu imagen al través de los reflejos del crepúsculo en las remotas nieblas del horizonte o entre los vapores flotantes de la oscuridad... Tú escuchabas mi invocación, encanto mío, yo veía tu rostro, divisaba tu figura; ora iluminada y radiante volando hacia mí y deslumbrando mis ojos, ora gigantesca, taciturna y opaca deslizándose por entre los brazos, acompañada de sombras. Entonces yo te seguía con mis suspiros y el llanto se agolpaba a mis ojos.

FIGUEROA:   Calla, calla, no prosigas. Los momentos son preciosos: la noche toca a su fin. Escucha mis palabras, Clara, y decide de nuestra suerte. Yo he jurado no apartarme de ti, no abandonarte jamás. Pues bien, quiero que me sigas, que huyamos de aquí ahora mismo.

CLARA:   ¡Huir! ¡Huir de la vista penetrante de Dios! ¡Romper los votos que pronuncié en su nombre...! ¿Y dónde podríamos ocultarnos? ¿Ignoras que llevamos una maldición sobre nosotros y que hasta los más indiferentes nos perseguirían para entregarnos a una muerte ignominiosa? ¡Ah!, ¡no, nunca! Tiemblo por ti, don Pedro, la idea sólo me estremece. Jamás me resolveré a sacrificarte.

FIGUEROA:  ¿Y qué piensas que sucedería si me encontrasen aquí donde estoy, en tus brazos quizá... entonces dime, ¿qué piensas tú que sucedería?

CLARA:   ¡Qué horror! Pero tú te irás. Nadie sabrá que has penetrado hasta aquí. Todas las noches vendrás a ver a tu esposa, y el cielo piadoso se aplacará con mis súplicas.

FIGUEROA:   No lo creas, mujer irresoluta, no lo creas. No me iré, no daré un paso sin llevarte conmigo. Aquí, aquí me encontrarán a tu lado, y conocerán todos el exceso de mi amor y la tibieza del tuyo.

CLARA:   Figueroa, si me amas, si no te complaces en mi desesperación, aléjate, pronto, no podemos desperdiciar un solo minuto. ¿No tiemblas al imaginar tu proyecto? ¡El infierno! La hora va a sonar, la criada no ha venido a avisarnos, algún riesgo nos amenaza...  (Párase a escuchar y prosigue.)  Ya se siente movimiento. Las religiosas van a salir hacia el coro. Sálvate, huye.

FIGUEROA:   Tú te has olvidado de quién soy, Clara. He dicho que no saldré sin ti: ¿me entiendes? Pierdes el tiempo en vano si piensas que el temor podrá reducirme. Mi único temor es el de vivir sin ti.

CLARA:   No, no saldrás: ¡ya es imposible! ¡Imposible!  (Escuchando.)  Nos han sentido: ya vienen...  (Óyese ruido por fuera.)  Sí, sí, don Pedro, todo lo que tú quieras.  (Mira a todos lados desalentada.)  Estoy resuelta a todo...  (Le coge de la mano.)  Te seguiré, te seguiré... pero por mi vida, por lo que más aprecies en el universo ¡no hay más salvación para nosotros! ¡Yo también moriría desesperada!  (Óyense golpes en la puerta.) 

UNA VOZ:  Abrid, hermana Clara.

CLARA:   ¿Lo ves?, ¿lo ves? Sígueme, ocúltate, esposo mío...  (Le lleva hacia el arcón, abre y toda trémula, exclama:)  ¡Aquí, aquí, por el cielo santo...!  (Redoblan los golpes.) 

FIGUEROA:    (Ocultándose.) Clara, ¿me seguirás? ¿Eres mía?

CLARA:   ¡Tuya, tuya para siempre! ¡Tuya hasta la tumba!  (Cierra con llave.)  ¡Cielos, valedme! ¡Yo me muero!  (Cae desmayada sobre un sitial.) 



Escena VII

 

Los mismos. La ABADESA, MONJAS, una NOVICIA.

 
 

(Salta el cerrojo a los golpes y entran las monjas. Empieza amanecer. La luz penetra por la ventana de la huerta y por la gran puerta del coro que está en el fondo del claustro.)

 

ABADESA:   ¿Qué es esto?  (Entrando.) 

MONJA PRIMERA:   Miradla; está muerta: fría... Algún accidente como los que a menudo la acometen... ¡Y creíamos que no la volvería...!

NOVICIA:  ¡Qué confusión!  (Aparte.)  juraría haber oído la voz de un hombre.

MONJA SEGUNDA:  ¡Pobrecita! No respira...

ABADESA:   ¡Agua, agua, corriendo!  (La novicia no sabe dónde acudir.) 

MONJA PRIMERA:   Pronto, Lucía: allí está el agua bendita.

NOVICIA:    (Corriendo hacia la pila.)  Será lo mejor. ¡Dios la socorra!  (Lleva el tazón del agua.) 

ABADESA:   Venga, venga por aquí.

MONJA SEGUNDA:   Ya vuelve en sí: abre los ojos.

ABADESA:  ¡Clara, Clara! ¡Hija...!

CLARA:    (Volviendo.) Sí... ¿quién?... no... ¡Es falso, es falso! ¡Ah!

MONJA SEGUNDA:   ¡Le ha atacado a la cabeza!

ABADESA:   ¡Dios nos libre...! ¡Infeliz...! A ver... echadla aire. Probemos a llevarla a mi celda: la reclinaremos en mi cama, y las madres se quedarán a cuidarla mientras yo asisto en el coro a la comunidad.

MONJA PRIMERA:  ¡Ánimo, hermana Clara! Pruebe a sostenerse, y la sacaremos de aquí.

CLARA:   ¿Dónde? ¡No...! ¡Nunca...! ¡Nunca...!

ABADESA:   Llevadla, llevadla.

CLARA:   ¡Ay...! ¡No! ¡No!

 

(Se esfuerza y cae otra vez sin sentido. La ABADESA hace señas a las monjas para que se la lleven, y ellas la sacan.)

 

ABADESA:   Cierre esa puerta, Lucía.  (A la NOVICIA.)  Lléveme la llave, y ruegue a Dios por la madre Clara.  (Vase.) 

NOVICIA:  Traiga el agua, cierre la puerta.  (Con despique, al salir.)  ¡Pobres novicias! ¡Cuándo seré yo madre profesa!  (Vase cerrando de golpe.)