Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaActo quinto


Cuadro primero

 

Salón del palacio de MENDOZA. El fondo va a dar al jardín y está ceñido de una verja con puerta en medio. Las ramas de los álamos y frutales, los pámpanos, flores y frutos del tiempo entran en el salón y lo refrescan. El jardín iluminado. Un desordenado banquete en el salón: manjares, platos, vinos, helados, adornos de lujo, pero en desorden. Dos puertas laterales.

 

Escena primera

 

MENDOZA, PACHECO, ROBLEDA, MÚZQUIZ, FORTUNA, BEATRIZ, DOROTEA, MARGARITA, CRIADOS. Están sentados a la mesa, gritando y cantando, etc.

 

MENDOZA:  Amigos, en mi vida...

CABALLERO PRIMERO:   Callarse, callarse...  (Sigue el murmullo.) 

ROBLEDA:   La dama es muy dueña de elegir como quisiere: ¿Me oís, señor Rendones? Dejaos de hurgarme la cólera, amiguito: vamos, hermosa Dorotea, como se os antoje, sin rodeos.

MENDOZA:   El buen Robleda está más vivo que un azogue.

DOROTEA:  ¡Ja, ja, ja! Si no me dejan, señor alférez, yo no puedo... ¡Ja, ja, ja!

ROBLEDA:   Os he dicho que la dejéis hablar. ¡Voto al dios Baco...! ¿Cómo estamos aquí?

RENDONES:   Alférez, menos fieros, que yo no tengo ganas de hacer sino mi gusto.

ROBLEDA:   ¡Cómo!  (Levantándose.)  Salid...  (DOROTEA deteniéndole.)  Aquí, aquí; a mi lado os quiero yo. Nada de eso.  (RENDONES tararea.) 

ROBLEDA:   Dejadme señora.

 

(FORTUNA y BEATRIZ se levantan con las copas.)

 

FORTUNA Y BEATRIZ:   ¡La canción, la canción...!

PACHECO:   ¡Allá va...! ¡Soldados!  (Con una botella echando vino en las copas.) 

 

Todos se levantan y cantan el siguiente:

 
CORO:
¡Oh, caiga el que caiga!, ¡más vino!, ¡brindemos!
A aquél que más beba loores sin fin
con pámpanos ricos su frente adornemos,
aplausos cantemos al rey del festín.

TODOS:   ¡Victor, víctor, bien...!  (Se sientan.) 

MENDOZA:   Amigos, así me gusta. Esto es lo que yo quiero. ¡Alegría, alegría! Que la hiel de los pesares se endulce con el licor de los vasos.  (A los criados.)  Muchachos, ¡retiraos, despejad, maestre-sala.  (Vanse los criados.) 

CABALLERO PRIMERO:  ¿Qué tal el vino de Grave, señor Robleda?

ROBLEDA:   Para mí como el de Yepes y el de Chipre; todos asombrosos; preguntádselo a esas botellas de Jerez que ruedan sobre la mesa sin una gota.

MENDOZA:   Niña Fortuna, bellísima morena, ponte esa flor en los cabellos, que quiero coronarte por reina de la fiesta.

FORTUNA:    (La toma.) Gracias, marqués; por complaceros la coloco en mi cabeza.  (Lo hace.)  Que si obrase libremente me la prendería en el lado del corazón.

MENDOZA:   Me has vencido, hermosa.

FORTUNA:   ¿De veras, don Álvaro? Reparad que os oyen estas damas y podrían reñiros quizás...

BEATRIZ:   (Picada.)  ¡Qué disparate! No, a fe mía: no me metería yo en semejante cosa.

MARGARITA:   Contigo nadie puede competir Fortuna, que el nombre sólo te abona.

FORTUNA:   ¿El nombre sólo? Me dejas obligada, Margarita.

MARGARITA:   Dispensadme que no responda; porque debo atender al agasajo de estos caballeros. No tengo un instante mío.

FORTUNA:    (Aparte.) La envidia las quema.

BEATRIZ:   (Idem.)  ¡Fea orgullosa!

MARGARITA:   (Idem.) ¡Fatua, soberbia!

FORTUNA:   Marqués, ¿es así como decíais? ¿Os parezco bien?

MENDOZA:   ¡Divina! Con los ojos me atraviesas el alma, Fortuna, muerto me tienes.

FORTUNA:   ¡Lisonjero! No tanto, no quiero yo...

DOROTEA:   (A ROBLEDA.)  ¡Ja, ja, ja! Pues me he de reír de vuestras ocurrencias. El vino os trae alborotada la cabeza. ¿A dónde vais? ¿Qué, tan fea os parezco?

ROBLEDA:   Voime donde quiero, que no estoy de burlas. No puedo estar más tiempo sentado, volveré.  (A RENDONES tocándole el brazo.)  Señor galán, ¿habéis visto la que traigo al lado?  (Señala a su espada.) 

RENDONES:   Tengo la copa llena. Esperad a este trago.

CABALLERO SEGUNDO:   (En pie.)  ¡A cantar!

MENDOZA:   ¡Que cante el poeta!

MÚZQUIZ:    (En pie.)  ¡Mi vaso está vacío!

CABALLERO PRIMERO:   (Se lo llena.)  Bebed, que se os aclare la voz.

CABALLERO SEGUNDO:

¡Silencio...! ¡Silencio...! Luego nosotros.

 

Canta el poeta MÚZQUIZ

 
Alegres los ojos,
borracho el semblante
la copa espumante
en alto a brindar:
rebosen los labios
en besos y vino,
y al néctar divino
dé fuerza el azahar.

CORO:
¡Oh, caiga el que caiga!, ¡más vino!, ¡brindemos!
A aquél que más beba loores sin fin
con pámpanos ricos su frente adornemos,
aplausos cantemos al rey del festín.

ROBLEDA:  Afuera, afuera, señor Valiente.  (A RENDONES, mientras el poeta canta.)  Salid conmigo, que si no, ¡voto a Santiago!, que os arrastre por los cabezones.

RENDONES:   Os escuece lo de la dama... ¿Eh? Pues vamos a los jardines, y cuidado con caeros, que estáis un poco desnivelado...

ROBLEDA:   ¡Mejor cuchillada...!

 

(Vanse durante el coro.)

 

DOROTEA:   ¡Señores, señores, que se van! ¡Un lance! ¡Una riña!

MÚZQUIZ:   ¿Cómo? ¿Quién?

DOROTEA:   Rendones y Robleda: desafiados.

CABALLERO PRIMERO:   ¡Hola! ¡Haya paz!, a la mesa todo el mundo.

DOROTEA:   ¡Van a matarse!

MENDOZA:   ¡Ea! ¡Dejadlos! ¡Hacen bien: que se maten!

TODOS:   Dejadlos que se maten.

MÚZQUIZ:   Por mí, dejadlos, luego sabremos lo que ha sucedido.

DOROTEA:    (Aparte.) Rendones es muy sereno; pero ¿quién sabe? Corro a ver si los encuentro.

BEATRIZ:  ¡Dorotea! ¡Dorotea! ¿A dónde vas?

PACHECO:   Si quiere verlos, ¡qué diantres!, que los vea reñir.

MENDOZA:   ¡Que se diviertan! Aquí todos son libres, a nadie se le debe cortar su intención. El caso es pasar el tiempo alegremente.

MUCHOS:  ¡Bien dicho!

CABALLERO PRIMERO:    (En pie.)  ¡Brindo!

TODOS:   ¡Brindis, brindis! Escuchad.

CABALLERO:  Por el oro de las Indias, y las mujeres de España...

VARIOS:

¡Viva Fortuna...! ¡Viva Beatriz...! ¡Margarita!

 (Muchas palmadas: el poeta, poniéndose en pie, canta.) 

Volcanes requeman
Mi frente encendida,
Más alma, más vida,
Crecer siento en mí:
Torrentes de vino
Las mesas esmalten,
En mil piezas salten
Cien copas y mil.

CORO:
¡Oh, caiga el que caiga!, ¡más vino!, ¡brindemos!
A aquel que más beba loores sin fin
Con pámpanos ricos su frente adornemos,
Aplausos cantemos al rey del festín.

 

(Por la puerta del jardín entran, cogidos del brazo y bulliciosos, DOROTEA y RENDONES, repitiendo la última parte del coro con grandes risotadas.)

 

PACHECO:    (Brinda.)  ¡Caballeros, a la salud de los maridos! ¡Porque el cielo los mantenga en su ceguedad...!  (Muchos beben.)  Amén, amén.

MENDOZA:   A ver, sepamos, Dorotea, ¿qué es de nuestro alférez?

RENDONES:   Nada, poca cosa, señor don Álvaro.

MENDOZA:   Le habéis atravesado de banda a banda... ¿O qué diablos habéis hecho?

RENDONES:   Os vais a morir de risa: escuchadme: Salimos..., yo iba muy fresco, porque no he bebido de provecho; pero mi hombre, haciendo regates y dando traspiés..., «donde os acomode», le digo. «Chito! Marchemos de callada», respondió, y poco después me dice: «¡Alto! Aquí estamos bien; nadie se mueva, el enemigo está encima...», yo me preparaba al lance, cuando la voz de Dorotea, que llamaba: «Caballero, caballero». Vuelve Robleda la cabeza, desenvaina y grita con fuerza...«¡España y Santa Teresa! ¡A ellos! ¡Victoria, victoria!» Decir esto y caer hecho un lío sobre las murtas del laberinto, todo fue uno. Yo acudí, Dorotea llegó, y procuramos levantarle, pero en vano. El campeón se empeñó en dar el asalto, y sin moverse del sitio seguía voceando: «¡No hay cuartel, no hay cuartel! ¡Ostende por el archiduque!»

TODOS:   (Riendo.)  ¡Bien!

RENDONES:   Allí le dejamos panza arriba encarnizado en los protestantes.

MUCHOS:  ¡Bravo por el veterano! No haya miedo que se le escape la plaza.

MARGARITA:  Vamos a verle: le pondremos una corona de mimbres y le traeremos en triunfo.

ALGUNOS:  ¡Sí, sí, la corona!

MÚZQUIZ:   Mejor sería dejarle. Que le dé la luna. A ver si la bolsa se le llena de escudos, o si le deja encantado alguna bruja.

PACHECO:   Le conviene tomar el fresco..

DOROTEA:  Es mejor que se refresque.

MENDOZA:   Te acompañaré, Fortuna.

FORTUNA:   Sí, marqués, quiero verle voceando en medio del jardín. Me divierte mucho ver un hombre alegre.

MENDOZA:   Voy contigo, hermosa. Aquí tienes mi mano. Digo... si me lo permites, reina mía.

FORTUNA:  Señor galán, con el alma y la vida. Nunca más honrada ni con tan gentil persona.  (Vanse dándose las manos.) 

CABALLERO PRIMERO:   Sí, sí, vamos a ver a Robleda. Mi copa queda rebosando: nadie la toque.  (Vanse siguiéndole.) 

RENDONES:    (Llenan las copas y beben.) ¡Bebamos!

BEATRIZ:   Está hermosísima la noche.

CABALLERO CUARTO:   Ahora pasearemos y bailaremos en el cenador.

PACHECO:   Licenciado Múzquiz, ¿conoces al autor de la última comedia nueva?

MARGARITA:   ¡Qué linda es la última comedia nueva! A mí me contentó sobremanera.

MÚZQUIZ:  ¿De cuál decís, señor Pacheco? ¿Os acordáis del título?

MARGARITA:  Yo lo diré... se llamaba...«¿Quién resiste a la mujer?, o el incendio de los mares». Todos fueron aplausos, alborotó el concurso.

MÚZQUIZ:    (Con desdén.)  Pues no conozco al ingenio. No es extraño, ellos son infinitos a escribir comedias. Yo no voy por ese camino, sino que hago coplas para soldados, marineros, enamorados y gente risueña. Lo cierto es que me va bien y no me ando en adulaciones, que es la mía. Siempre estoy entre jarras, vasos, guitarras y panderetas.

PACHECO:   Pardiez, que os mamáis una vida como la de un papa, amigo Múzquiz.

CABALLERO TERCERO:  ¿Qué duda tiene? Mejor que la de un indiano.

MÚZQUIZ:  Sea como quiera, afirmo que no la cambio por ninguna.

 

(RENDONES Y DOROTEA empiezan, y los demás siguen, cantando el coro. Entra el PADRE RAFAEL, y no reparan en él.)

 

PADRE RAFAEL:  Por fin he podido penetrar hasta aquí. Antes de irme de la corte para siempre quiero ver a Mendoza. Quiero amonestarle. ¡Pobre huérfana! ¡Víctima de los engaños del mundo! Esta idea siempre fija, no me deja ni de día ni de noche... Una fiesta..., un convite... ¡Qué diferencia! Preguntaré...  (Se acerca.)  Caballeros, perdonad si os interrumpo...

PACHECO:    (Con frialdad.) ¡Hola! ¡Ah, padre Rafael!

CABALLERO SEGUNDO:   El padre Rafael... ¿Pues no se hablaba de su destierro?

PACHECO:    (Le ofrece silla.) Sentaos, si gustáis.

RENDONES:   No había cumplido el término para la salida...  (Ofreciéndole un vaso.)  Ahí tiene su reverencia, beba sin miedo.

PADRE RAFAEL:  (¡Delirantes!) Gracias, gracias, busco a don Álvaro;

¿me podéis decir dónde se halla

PACHECO:   Aquí estaba ahora mismo...  (Al poeta.)  ¿Se fue don Álvaro?

MÚZQUIZ:  Salió a pasear por los jardines.

RENDONES:   ¿No? Pues él se lo pierde.  (Bebe.) 

BEATRIZ:   Ahí lo tenéis. Ya viene.  (MENDOZA entra por la verja dando el brazo a FORTUNA.) 

MENDOZA:  Mucho juicio tenéis, amigos. Fortuna y yo volvemos a reanimar vuestra languidez. ¿Qué? ¿No hay quien cante?

PACHECO:   Aquí te buscan.

MENDOZA:   ¿A mí? ¿Quién me busca?

PADRE RAFAEL:   (Adelantándose.)  Señor, quisiera hablaros un instante.

MENDOZA:   Veamos, ¿qué se os ofrece, buen religioso?

PADRE RAFAEL:   ¿Qué? ¿No me conocéis?

MENDOZA:   De sobra; pero, veamos que embajada es la vuestra para esta hora intempestiva. ¿Queréis dinero para el viaje?

PADRE RAFAEL:   Marqués de Palma, nada quiero para mí. A vos sólo importa lo que voy a deciros. Oídme sin testigos.

MENDOZA:   Padre Rafael, pocas arengas; no andemos con embelecos: hablad delante de mis amigos o volved otro día, o no volváis nunca, que por cierto no os he menester.

PADRE RAFAEL:   Lo sé, lo sé, os encontráis muy encenagado en los deleites y mentiras de la vanidad para pensar en la religión, ni en sus ministros. Pero mañana dejo para siempre el teatro de vuestros desórdenes, y vengo antes a haceros oír la voz del cielo.

MENDOZA:   Aquí no hay más voz que la mía, y en mi casa no sufro reconvenciones impertinentes. Salga de aquí sin tardanza el buen fraile, que le puede costar muy caro su atrevimiento.

PADRE RAFAEL:   El santo cielo que me anima aleja de mí todo temor y me alienta a arrostrar vuestro enojo. Marqués de Palma, tus pecados son enormes; vuelve los ojos sobre ti mismo y sobre la salvación. Deja tus locos extravíos, abandona los falsos gustos con que el demonio te trae embebecido, huye la ambición, los festines, los amores mercenarios y las mil abominaciones en que andas. La penitencia te llama... Sí, la penitencia te llama, y el rayo...  (Todos ríen)  exterminador brilla sobre tu cabeza. Aún es tiempo, don Álvaro, mañana tal vez será tarde...

 

(Unos ríen fuertemente sin hacer caso de lo que hablan el PADRE y MENDOZA. Otros producen murmullos contra el fraile.)

 

UNOS:  ¡Ja, ja, ja! A Margarita le toca. Dejarla, dejarla, a ver si lo acierta.

OTROS:   ¡Afuera el misionero! ¡Afuera!

FORTUNA:    (Abanicándose y componiéndose el vestido.)  ¡Jesús! ¡Qué fastidio!

MENDOZA:   Dad gracias a la corona y al hábito que lleváis puesto... pero, mirad, padre, si os vais deprisa, porque si no, ¡voto a cribas!, que os haré echar a coces por mis lacayos.

PADRE RAFAEL:  ¡Insensato! ¡Desoyes la voz de la divina misericordia, te burlas de Dios ofendido, quizás no crees en las penas de la otra vida...! Pero entonces, impío, ¿con qué derecho imaginas tú que habías de verte nadando en la opulencia, mientras las víctimas de tu iniquidad gimen en la desesperación? ¿Te acuerdas de Clara, inicuo? ¿Piensas en don Pedro de Figueroa? ¿Te has olvidado, ingrato, del pago que diste a los beneficios de tu tío el conde de Piedrahita?

MENDOZA:    (Colérico.) No puedo más. Fraile o serpiente, tú deliras como un poseído. Afuera, repito, escapa, marcha... que mi espada está saltándose de la vaina.

PADRE RAFAEL:    (Fervoroso.) ¡Señor! ¡Tened piedad de este miserable! ¡Que vuestra mano toque en su empedernido corazón y...

 

(Entran por el jardín ROBLEDA, borracho, y el CABALLERO PRIMERO, que le acompaña.)

 

ROBLEDA:  Ya han pagado los sueldos. ¡Viva el general! ¡Viva el maestre de campo! ¡Al saqueo, muchachos, al saqueo!

PADRE RAFAEL:    (Escandalizado.) ¿Qué es esto, Dios mío?

CABALLERO PRIMERO:   Camaradas, aquí está el invencible Robleda.

ROBLEDA:   (Repara en el fraile.)  ¡Calla! ¿Por aquí andáis, capellán? ¿Habéis visto a los herejes? ¡Qué peste de canalla!  (Riendo.)  ¡Ji, ji, ji, ji! Como hormigas iban muriendo sin confesión. ¡Duro! ¡Duro...!

PACHECO:   A la salud del vencedor de Ostende.  (Beben todos con algazara.) 

PADRE RAFAEL:  ¡Infeliz! ¡Privado de la razón, esclavo de sus vicios! ¡Qué vergüenza! ¡Qué miseria...!

MENDOZA:    (Con furor.) ¡Qué! ¿Todavía estáis ahí, pobre fanático...? Espera, aguarda...  (Tira de la espada.) 

FORTUNA:   (Deteniéndole.) : Teneos, señor marqués, teneos; ¿qué vais a hacer?

PADRE RAFAEL:   ¡Desgraciado! ¡Mira lo que haces...! ¡Santo Dios, compadecedle!

MUCHOS:  ¡Quítese de ahí el importuno!

PACHECO:   (Cogiéndole del brazo.) Vente, Mendoza: ¡A la mesa, a la mesa! No hagas caso de ese loco.

MENDOZA:   (Yendo a la mesa.)  ¡Hola, camareros! ¡Hola, pajes!

MÚZQUIZ:  ¡Allá va el alférez! ¡Dejadle, dejadle!

ROBLEDA:   (Al fraile.)  ¡Por San Telmo! ¡Qué llueven turcos dentro de la capitana! ¡Por allí, por allí padre cura! ¡A la lancha de cabeza! ¡Que estáis estorbando... vivo...!

PADRE RAFAEL:  ¡Escándalo! ¡Reprobación...! ¡Temblad, infames, la venganza del cielo!  (Vase.) 

ROBLEDA:   (Corriendo al jardín.)  Se salvó. ¡Al agua moros! ¡Fuego a la andanada! ¡Rinde Mahoma!

MENDOZA:   ¡Corriendo va el fraile como perro con maza  (Todos ríen.) 

MÚZQUIZ:   ¡Bomba! ¡Bomba!  (Se levantan.) 

VARIOS:

¡Silencio, silencio...!

 

Canta el poeta

 
Fosfórico el globo
En torno a mí gira,
Su aliento retira
La tierra a mis pies:
Y al aire en confuso
Rumor me levantan
Furiosos que cantan
Al Chipre y Jerez.

CORO
Volcanes requeman
Mi frente encendida,
Más alma, más vida,
Crecer siento en mí:
Torrentes de vino
Las mesas esmalten,
En mil piezas salten
Cien copas y mil.

MENDOZA:   Mentecato, no sé cómo no le he molido las costillas... ahora se me viene con responsos... Que mi prima es monja... Séalo por muchos años. Al que es tonto, su fortuna le vale. ¡Ja, ja, ja! Ni yo sé cómo vive el tal Figueroa... preciso es que tenga siete vidas como los gatos.  (A PACHECO.)  ¿Te acuerdas tú del dichoso desafío? Vamos... atravesado completamente. La mitad de la hoja le salía por la espalda...

ROBLEDA:   ¡Soberbia estocada...!  (Ríen los hombres.) 

OTÁÑEZ:    (A MENDOZA.) : Un billete para vuestra señoría.

MENDOZA:   (Le toma.)  Venga. ¿Quién le ha traído?

OTÁÑEZ:  Una mujer tapada.

MENDOZA:   Que aguarde.

OTÁÑEZ:   Creo que se fue.

MENDOZA:   Vaya con mil santos. Está bien, Otáñez  (Vase OTÁÑEZ. Después de ver el papel.)  ¡Aventura, aventura, caballeros!

VARIOS:   ¡Silencio, silencio!

MENDOZA:   Os voy a leer el billete: «Al señor don Álvaro de Mendoza, marqués de Palma.  (Lee.)  Caballero: si como sois galán y bizarro, tenéis valor para merecer los favores de la suerte, a las doce en punto de esta noche, cuando toquen a maitines, acudid a la plaza de la Villa, donde hallaréis quien os guíe a la presencia de una dama que siempre habéis tenido por hermosa. Pero advertid que es condición precisa la de que os dejéis vendar los ojos, y que si el ánimo os falta no tratéis de acometer la empresa. Dios os guarde. Once de julio de mil seiscientos veinticuatro» ¿Qué tal caballeros?

MÚZQUIZ:    (Cogiendo la carta, que tira MENDOZA sobre la mesa.) Es letra de mujer enamorada, por vida mía. ¡Cómo se conoce que le temblaba el pulso al escribir!

MENDOZA:   ¿Qué te parece, amigo Pacheco? Con lo que se viene de si me faltan los ánimos... ¡Vaya, vaya!

PACHECO:   ¡Linda flema!

MENDOZA:   A nosotros los que nos hemos andado buscando batallas por toda la redondez de la tierra, ¿eh? Cuando en el día no hay paseante en corte que por una mujer cualquiera no se deje atar las manos a la espada...

RENDONES:   Es que en todo caso aquí está mi espada que se pinta sola para eso de aventuras nocturnas.

MENDOZA:   ¿Qué estáis hablando Rendones? No, señor: iré solo, y sobra gente, aunque se tratase de bajar a los profundos infiernos. Así como así ya estaba yo deseando alguna ocasión de andar a cuchilladas. ¡Miren que apuro es el de ir a una cita! Como quien dice a la vuelta de la esquina.

PACHECO:   (Hablando Con MENDOZA.)  ¿Sabes que me presumo de quién podrá ser la cita? Oye.

BEATRIZ:   (Con la Carta.)  Y huele a ámbar que trasciende.

MARGARITA:   Será de alguna señora principal.

FORTUNA:   (Picada.)  Sí, seguramente. De alguna de esas damas encopetadas que siempre están dándose importancia, despreciando a las otras; y dale con su nobleza, y toma con su honor y vuelve con su decoro... ¡Hipócritas!

MENDOZA:   Pueden ser tantas... ¡Sea la que fuere! ¡Qué niñería! No me acuerdo qué plaza estábamos sitiando en Holanda -la de Mastrich sería-, lo cierto es que todas las noches escalaba yo el muro para ir a ver a la hija de un fabricante... ¡Y nada! ¡Tan fresco!  (Frotándose las manos.)  ¡Qué muchacha tan bonita...! ¡Más rubia que unas candelas!

PACHECO:   De esas y como esas eran por allí moneda corriente.

MENDOZA:   Y a todo esto, ¿qué hora es?  (Mira el reloj.)  ¡Diantre! Las once y media. Me voy a tomar la capa. Fortuna, con tu licencia; supongo que no te enfadas. Señores, siga la danza como si nadie faltase; si estáis aquí cuando vuelva os contaré...

VARIOS:   Sí, sí...

PACHECO:  Verás como es la que yo sospecho.

MENDOZA:   ¡Ojalá! Me alegraría en el alma...  (Mira el reloj.)  La media. Adiós, caballeros.  (Vase.) 

VARIOS:   Buena dicha, hasta la vuelta.

MÚZQUIZ:  Brindemos a la aventura del marqués, porque sea

conquista en los brazos de una dama.  (Beben todos.) 

RENDONES:   ¡A danzar! ¡Al cenador!  (Vanse con algaraza cantando el coro.) 





Cuadro II

 

La celda de CLARA; el arca abierta; CLARA de rodillas junto a ella, teniendo una mano del cadáver que besa a veces. Un rayo de luna entra en la estancia.

 

Escena primera

CLARA:   No, todavía no ha acabado todo para mí en este mundo.  (Con la calma de la desesperación.)  Todavía me queda un placer que gozar el último y morir después. Sí, me queda todavía mi venganza. ¡Don Pedro! ¡Esposo mío! ¡Muerto por mi culpa! ¡Ah! Maldita debilidad la de una mujer! Mi desmayo te costó a ti la vida. ¿Por qué no pasé de él a la muerte? ¿Para qué volví a ver la luz? Para hallarte ahogado, muerto... ¡Oh! Si supiera dónde están las semillas de la vida, si a costa de sufrir y de todos los martirios imaginables pudiera darte otra vez el espíritu que te animaba...! ¡Oh, no, no hay remedio ya! Pero ya no nos separaremos nunca; yo también estoy resuelta a morir. El cielo ha desatendido mis lágrimas, me ha despeñado en el crimen... Pues bien; él sea el último consuelo de mi corazón; un crimen sea la última acción de mi vida. Sí, mi alma se consagra por toda una eternidad a todos los tormentos del abismo; mi alma renuncia para siempre a ese Dios tan injusto conmigo. Un crimen es ahora mi única esperanza; un crimen que a ti don Pedro, y a mí nos vengará por último de nuestro enemigo, del hombre que ha causado todas nuestras desgracias. Perdóname, esposo mío, si tu Clara respira aún y ama todavía la vida. Un momento nada más; te vengaré y volaré después a juntarme contigo. ¡Oh! Sí, yo me siento en este instante animada de un valor invencible, miro el mundo todo y cuanto dirán, con absoluto e indiferente desprecio: en el mundo no hay nada para mí más que yo y mi venganza. Pero, ¿vendrá él? ¿Seré tan desventurada que, ya resuelta a cometer el crimen, el infierno no favorezca mis planes? ¡Si Mendoza no viniera...! ¡Oh! ¡Entonces sería el colmo de la desesperación! ¡Morir y dejarle a él vivo en el mundo y dichoso! ¡Cuánto tarda esa mujer! ¡Necia! Ella quería saber para qué le llamaba yo... ¡Cuán lejos está de comprender mi alma! ¡Y se asombra de mi empeño en hacerle venir! ¡Ah! ¡Yo la he dado la cruz de brillantes que me dio mi padre al morir! Pero, ¿qué hay ya que sea sagrado para mí? ¿Para mí, que doy mi alma al infierno en cambio de mi venganza? Alguien viene... ¿Será él? ¡Oh! No me faltarán las fuerzas... El volcán que abrasa mi alma dará esfuerzo a mi corazón y a mi brazo.  (Toma la daga de DON PEDRO, cierra el arcón y espera, azorada, junto a la puerta.) 



Escena II

 

CLARA, TERESA.

 

CLARA:   ¿Viene? ¿Te ha prometido venir?

TERESA:   Esperad, señorita, dejadme respirar un momento. ¡Vengo tan cansada...! ¡Qué palacio tan magnífico! ¡Y qué cena, qué algazara! ¡Qué lujo! A la verdad que debe ser un señor muy rico.

CLARA:   Pero tú le diste la carta, y él...

TERESA:  Sí, señora, hice lo que me mandasteis: pregunté por la casa del marqués de Palma, y al momento, ya se ve, como que es un gran señor y no hay nadie que no le conozca. Pero, ¡Jesús! Señora, no miro a ese arcón una vez que no me dé miedo; no sé cómo tenéis valor para quedaros aquí sola con el muerto. ¡Desgracia como ella! ¿Quién lo había de haber creído? ¡En un momento! Y luego, cómo la señora abadesa tenía la llave, y tardasteis tantas horas en volver del accidente...

CLARA:   ¡Ah!, es verdad. ¡Ojalá que no hubiera vuelto en mí nunca. Pero, di, Teresa, di, ¿has dicho que vendría?

TERESA:  Sí, señora; la carta se la di a un criado. Pero ante todas cosas, ese cadáver es menester sacarle de aquí; ya os dije que hablaría a mi marido. ¡Pobre caballero! ¡Tantas horas encerrado ahí sin poder respirar! ¡Jesús, cuánto padecería para morirse!

CLARA:   ¿No es verdad...? ¿No es verdad que padecería mucho? Pero él va a venir, sin duda, él va a venir.

TERESA:   Él va a venir. Seguramente que esperáis mucho de su venida, porque tenéis un afán...

CLARA:   ¡Ah! ¡Va a venir! ¡Va a venir! ¡Tú no sabes, Teresa, el favor que me has hecho; no, tú no puedes ni imaginarlo siquiera! Mira, todavía me queda esta sortija; tómala, y sé rica y vive feliz con tu marido.

TERESA:   Pero, señora. ¿Ese cadáver...? Si lo encontrasen aquí... ¿Sabéis que os emparedarían viva? Tened cuidado que no lo vea ese señor, no sea que lo cuente y...

CLARA:   No, ese señor no se lo contará a nadie; yo te lo prometo.

TERESA:   Pero, si por casualidad... ¿No valdría más sacarlo de aquí? Yo se lo diré a mi marido. Y esta noche misma quedará enterrado en la huerta.

CLARA:   No me hables más de eso; ese favor que te he pedido. Mañana, sí, mañana... ¡Oh! Déjame, vete, no sea que se pase la hora. Tú le habrás citado aquí cerca, con los ojos vendados. Cuidado, que no le has de decir quién le llama.

TERESA:   Sí, sí, voy al instante. ¡Miedo que me da dejaros aquí sola con un muerto! Pero, ¡qué he de hacer! ¡Voy a obedeceros!  (Vase.) 



Escena III

CLARA:   Por último, va mi venganza a cumplirse. ¡Siento una inquietud!... El corazón quiere saltarse del pecho. ¡Ah! ¡Cuán amargo es el placer de vengarse! ¡Pero es al fin un placer...! Mi sangre hierve. ¿Y yo, yo voy a cometer un crimen? ¿A asesinar a un hombre? ¡Yo, en otro tiempo tan tímida! ¡Qué serena está la noche! No hay una nube, todas están en mi alma., Todo está tranquilo, todos duermen, todos son sueños de felicidad para los que ahora reposan y se entregan tal vez a las ilusiones de la esperanza. Y todos ignoran mi desventura, y nadie piensa en esta triste celda, mansión del llanto y de la muerte. ¡Ah! Yo también en otro tiempo... ¡Mendoza! El vino a turbar mi felicidad. ¡Ah! Yo también he de arrebatarte la tuya... Un gran señor, con tanto lujo, en un palacio magnífico, dichoso, rodeado de amigos, de mujeres tal vez que le aman, embriagado en el placer y el vino. ¡Qué poco piensa, que ahora mismo en medio de su festín, le está acechando la muerte! Sí; su felicidad pasará como la mía ya pasó, ¡como un sueño! Y yo, yo misma seré quien se la arrebatará para siempre. ¡Ah! Tú vienes imaginando deleites, delirando nuevos placeres; tú juzgas tu aventura, tu cita de esta noche, una cita, una aventura de amor. No, don Álvaro; la venganza te ha citado y la muerte es la mujer enamorada que te espera para estrecharte para siempre entre sus brazos. Títulos, grandezas, oro, esperanza, todo esta noche lo vas a perder para siempre. Sí, Clara, aquella pobre mujer, débil, que despreciaste, que sacrificaste a tu ambición, aquella mujer en quien tú ya no piensas, sobre cuyas ruinas has elevado tu fortuna, como sobre un montón de escombros se edifica un suntuoso palacio; aquella mujer que por ti ha perdido su bien, su amor, su existencia y todo, en fin, en el mundo; aquella mujer misma es la que ahora te llama para saciar con tu malvada sangre la sed de venganza que incendia y devora su corazón... Siento ruido. No; todavía no viene... ¡Ah!, esta daga... ¡Bien se clavará en su corazón! ¡Pero es morir de un solo golpe...! ¡y no sufrirá las agonías que tú, esposo mío, has sufrido al morir...¡Y si mi brazo, débil, incierto... ¡Oh!, no; este veneno que esa mujer me trajo sin saber lo que yo le pedía... Sí, el veneno, el veneno devorará sus entrañas y abrasará lentamente su corazón. ¡Esposo mío, esposo mío! ¡Ah! Voy, en fin, a vengarte. ¡Tú, muerto! Arrancado de mí cuando apenas nos alumbraba otra vez la aurora de las ilusiones! ¡Esposo mío! ¡Ah! ¡Mis lágrimas escaldan como plomo derretido!  (Llora y se deja caer en un sillón) 



Escena IV

 

CLARA, TERESA, MENDOZA.

 
 

(Que entra, vendados los ojos.)

 

CLARA:    (Abre la puerta.) Ya está aquí... ¡Toda yo tiemblo!

MENDOZA:   ¡Hemos llegado ya, maldita vieja! ¡Voto a Satanás! Hacerle a un hombre como yo jugar a la gallina ciega... por mi vida, que si me llevo chasco, que...

TERESA:   ¡Chist! Silencio, caballero; entrad, permitid que os quite la venda.  (Lo hace.) 

MENDOZA:   Gracias al diablo, que ya no necesito de lazarillo. Pero ¿qué veo? ¿Estoy en una celda, o estoy soñando? ¡Pardiez, que no tengo yo vocación de fraile! ¡Clara! ¡Mi prima! ¡Voto va!, que es el lance más raro que ha sucedido en mi vida.

CLARA:   (Azorada.)  Sí, don Álvaro, yo soy la que os ha llamado. Retírate, Teresa.

TERESA:   Si ocurre algo, ya sabéis cómo me habéis de avisar. Dios nos saque con bien de este laberinto.



Escena V

 

CLARA, MENDOZA.

 

MENDOZA:   ¡Por vida del papa mismo! ¡Que me alegro que te haya dado la ocurrencia de llamarme...! Ya se ve. ¡Qué demonio! Al cabo de año y medio de encerrona, natural es que quieras saber algo del mundo, pero es preciso confesar, Clara mía, que sois las mujeres el animal más caprichoso que cubre el cielo. ¡Ve usted y cuando se ha ido a acordar esta muchacha de mí!

CLARA:   No creo que tenga tanto de extraño que yo me acuerde de vos.  (Con amargura.) 

MENDOZA:   Cierto, hija, a mí no me extraña nada en el mundo. ¡Pardiez! Lo pasado, pasado, y tan amigos como antes. ¡Vive Dios! Que está aquí rodeada de santos que no han de dejar que la lleve el diablo.  (Cambiando de tono.)  No hagas caso de lo que diga, porque hemos tenido una merendona varios amigos y te confieso que el Jerez me ha puesto de buen humor. Cuando venía con los ojos tapados veía yo más hombres que estrellas hay en el cielo. Pero es preciso confesar que es un lance... ¡Ja, ja, ja!  (Se ríe.)  Vamos, de lo más raro que puede suceder en este mundo.

CLARA:  ¿Te has divertido mucho? ¿Estás contento? ¿Eres feliz? ¿No es verdad?  (Horror me causa su vista..., corazón mío, valor.) 

MENDOZA:   Y aquí tú, ¿en qué diablos pasas el tiempo? Rezar y más rezar, esa será vuestra ocupación continua, y como lo diario cansa, como dice no sé qué poeta pagano, tú has colgado el rosario y acordándote de lo mucho y bien que siempre te ha querido tu buen primo, me has hecho llamar para variar un poco la escena. ¡Bravo! Lo apruebo, bueno es rezar; pero no es para todas horas. La cosa, bien mirado, es lo más natural.

CLARA:   Don Álvaro, qué buen humor tenéis.  (¿Me acercaré a él? ¿Qué dije?)  ¿No os remuerde, al verme, de nada vuestra conciencia?

MENDOZA:   Vamos, bien dicen: escrúpulos de monja. Prima mía. ¿A mí de qué me ha de remorder la conciencia? ¿De haber entrado aquí? En primer lugar que yo no he visto en dónde entraba, y en segundo que es una obra de misericordia consolar a las monjas tristes.

CLARA:    (¡Blasfemo!) 

MENDOZA:   ¡Pero qué tímida estás! Vamos, ya que he venido no me parece justo salir de aquí sin merecer antes algo mi buena dicha. ¿A qué me has llamado si no? Vamos, anímate, y pasaremos charlando alegremente la noche.  (Tomándola una mano.) 

CLARA:   Sí, tienes razón: pasaremos alegremente la noche.  (CLARA le da la mano izquierda quedándose un poco a la espalda, y saca el puñal con la derecha.) (Esposo mío, perdonadme.)  ¡Oh! Sí, Mendoza, sí, te he llamado porque quiero salir de aquí y que hagamos juntos un viaje largo, muy largo.

MENDOZA:   Mira hija, deja ese tono de misionera y corre al mundo y divirtámonos.

CLARA:   (¡Oh! Si yo errara el golpe.)  (Amagándole el golpe a la espalda.) 

MENDOZA:    (Hace un movimiento y CLARA esconde la daga.)  ¡Qué calor hace! ¡Esa ventanilla es tan chica! ¡Y luego ese maldito de Robleda que se ha empeñado en que aquí se puede beber tanto como en Flandes sin acordarse de lo diverso que es allí el clima! Apostó conmigo a quién bebía más pajarete, y fue necesario empinar el codo por no dejarse vencer. Tengo la garganta como un esparto.

CLARA:   Acercaos a la ventana, don Álvaro. (¡Oh! ¿Cómo haré?) ¿Queréis un vaso de agua? Quizá os refrescara un poco... ¿No sentís sed?

MENDOZA:   ¿Sed? No, no quiero agua. ¡Si hubiera sido otro vino! Pero el pajarete es capaz de abrasar las entrañas de un santo de piedra. Vaya, ya que te has acordado, dame esa agua a ver si me calma un poco.

CLARA:    (Con demostraciones de júbilo desesperado.)  ¡Oh...! ¡Sí, agua! Voy a dártela al punto. Sí, te calmará, te aliviará sin duda la sed. (Y la mía al mismo tiempo.)

MENDOZA:   (Es buena esta pobre muchacha; se desvive por mí.) Bien dicen, Clara mía, que más vale caer en gracia que ser gracioso; dígolo, porque antes que te quería yo agradar no pude conseguirlo por más que hice, y ahora, cuando apenas pensaba en ti, he aquí que me buscas tú misma.

CLARA:    (Toda trémula echa los polvos en el agua y se la presenta.) Aquí tenéis el agua, bebed, que os hará mucho bien.

MENDOZA:    (Tomándola la mano.) Clara mía, ¿no es verdad que vives aquí aburrida y fastidiada sobremanera? Estás desmejorada un poco, pero no menos hermosa; al contrario, esa misma palidez hace realzar tu belleza. Deja aquí el agua sobre la mesa.

CLARA:   (¡Qué turbación!)

MENDOZA:   ¡Parece que estás sobresaltada...! Tienes las manos echas un hielo. ¿Qué tienes, Clara? Huyes de mí los ojos... pero... ya caigo. Es natural, te asusta el peligro que corres si me encontraran aquí contigo en la celda... el pudor...

CLARA:   ¿No bebéis, Mendoza?

MENDOZA:   Sí, pero antes quisiera estampar mis labios en tu hermosa mano.

CLARA:   (¡Oh, tormento inaguantable!)  (Retirando la mano y volviéndosela a dejar al momento.) 

MENDOZA:   ¡Retrechera!. Vaya, bebamos agua, y castiguemos con ella al vino.  (Mirando el agua.)  Está un poco turbia.

CLARA:   (¡Cielos!)

MENDOZA:   A tu salud.  (Bebe medio vaso.) 

CLARA:  ¡Oh...! ¿No bebéis más?

MENDOZA:   No, he bebido bastante.

CLARA:   Sí, bastante, yo también voy a beber, también yo estoy ardiendo...  (Bebe el resto del vaso.)  ¿No es verdad que sabe muy bien esta agua?  (Con risa sardónica.) 

MENDOZA:   Como cualquiera otra, si no es que el traerla tú la ha dado mejor sabor.

CLARA:    (Con tono imponente.) ¿Creéis, don Álvaro, que es esta la hora de galanterías y chistes? ¿Creéis que no sea ya hora de que nos encomendemos a Dios y roguemos por nuestra alma?

MENDOZA:   Clara, ¿deliras? Este momento es uno de los pocos que el cielo concede al hombre para que se entregue al deleite y a las caricias del amor. Deja, repito, ese tono de misionera, y no pensemos sino en complacernos mutuamente y gozar de este instante que la fortuna nos ha concedido.

CLARA:   ¿No sentís alteración ninguna dentro de vos? ¡No sentís arder vuestras entrañas? Don Álvaro, ha llegado el momento terrible de que mi venganza se cumpla; vuestra última hora ha sonado. La maldición que hicisteis caer sobre mí, ha herido ahora nuestras frentes a un mismo tiempo. Tú, monstruo, viniste a turbar mi dicha..., me has arrebatado mi inocencia..., me sepultaste en un claustro donde se ha abierto para mí el camino del infierno en vez de abrirse el del cielo. Y mientras tú reías entre el oro y los placeres, yo callaba y sufría y recordaba en mi soledad el amante que tú me hiciste perder: ¡Ah! Yo he perdido todo por ti, y justo, muy justo, era que algún día te pagara yo tantos males. Nada nos debemos ya: tú me has perdido y yo te he envenenado.

MENDOZA:   ¡Mujer o demonio! ¿Dices verdad...? Siento un ardor... ¿Qué me has dado, mujer, que sufro todos los tormentos del infierno?

CLARA:   No os alteréis, don Álvaro; acordaos, de aquella calma... ¿No os acordáis? ¡Mirad, ved a don Pedro de Figueroa, vedlo muerto! ¡Muerto por vos! ¡Ved aquí vuestra obra!

MENDOZA:   ¡Maldición! ¡Clara! ¡Ah! ¡No hay duda, sí! ¡Yo estoy envenenado! ¡Pero no he de ir yo solo, esta daga...!  (Tirando de su puñal.) 

CLARA:  Sí, ven, hiere, ¡acero! ¿No has visto que yo he bebido también? No, no irás solo, todos iremos juntos al infierno, todos llevaremos el mismo camino. Todos mano a mano entraremos en él, y los demonios festejarán nuestra llegada. ¡Ah!  (Se deja caer en la silla.) 

MENDOZA:   ¡Favor! ¡Mujer infame ¡Ah! No importa: ¡Yo necesito desahogarme dándote de puñaladas! ¡Maldición!  (Quiere ir hacia CLARA pero le faltan las fuerzas y cae.) 

CLARA:   (Desfallecida y delirante.)  ¿Y tú ambición...? Ahora...  (Llaman con estrépito.)  ¡Sí, ya están, ya están ahí...! Los infernales espíritus...! ¡Don Pedro! ¡Esposo mío...!  (Se oye la campana del alba. Los golpes se redoblan, la puerta salta.) 

ABADESA:    (Llamando.) ¡Sor Clara, sor Clara! ¡Abrid!

MENDOZA:    (Desesperado.) ¡Morir así...!

CLARA:    (Moribunda.)  ¿Quién me llama? Así... ¡Mi venganza!

MONJAS:   (Entrando.)  ¡Qué horror...!

MENDOZA:   ¡Ira de Dios! ¡Condenación eterna!  (Muere.) 

ABADESA:  ¡Misericordia, misericordia, Dios mío!

CLARA:   ¡Sí, Dios mío...! ¡Misericordia de mí!  (Expira.) 







 
 
FIN