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ArribaAbajo Calderón desfigurado (Sobre las representaciones calderonianas en la época prerromántica)

Ermanno Caldera


Universidad de Génova

Según la anécdota que nos cuenta Pitollet, en 1817, dos doctos alemanes, alentados por la lectura de Schlegel, creían encontrar en España un sinnúmero de representaciones de piezas de Calderón; quedaron, al contrario, muy desilusionados ya que, durante sus cuarenta y dos días de estancia en la Península Ibérica, no pudieron asistir ni a una sola178. Quizás la pretensión de los dos cultos viajeros pecara de excesiva además de ingenua: cuarenta días no son, en fin, un lapso temporal tan largo como para extrañar que no subiese a las tablas ninguna pieza del dramaturgo barroco. Por otro lado, desprendemos del repertorio de la Coe que en ese mismo año 1817 se representaron en Madrid al menos tres obras de Calderón: A secreto agravio, secreta venganza; El Alcalde   —58→   de Zalamea (con el título El garrote más bien dado), y Mañanas de abril y mayo.

Análogamente, si continuamos en nuestra tarea de hojear repertorios, podemos constatar que tanto en los años de la polémica Böhl-Mora como en los sucesivos -hasta el triunfo del romanticismo- Calderón sigue representándose179, aunque los españoles, sobre todo en los medios culturales, no participen en su mayoría en ese coro de admiradores que, en la estela del entusiasmo manifestado por A. W. Schlegel, se levantó en toda Europa en favor del autor de La vida es sueño180.

Lo que, sin embargo, nos llama la atención no es la presencia o la frecuencia de Calderón en las tablas en ese período, sino más bien ciertos rasgos de las obras representadas. Ante todo, tenemos que constatar que el repertorio calderoniano parece reducido a esa veintena de piezas que, por una u otra razón, pueden excitar el aplauso popular. Si nos fijamos en las dos décadas que inmediatamente anteceden el advenimiento del romanticismo, es decir, grosso modo, los Años Diez y Veinte, notamos en seguida que, en su mayoría, las que prevalecen son las comedias de enredo, entre las cuales sobresalen, por la frecuencia con que se representan, las más alegres y divertidas por la intensidad de las peripecias y la comicidad de los equívocos: El astrólogo fingido, La dama duende, Casa con dos puertas mala es de guardar181. En cambio, los grandes dramas -es decir, la parte de la producción calderoniana que más debía amoldarse al espíritu romántico-, con pocas y relativas excepciones que vamos a examinar en seguida, aparecen más raramente.

Cierto, La vida es sueño es representada de vez en cuando, aunque con larguísimos intervalos; lo mismo El Alcalde de Zalamea, tan apto para excitar a un público popular (que, sin embargo, desaparece de la escena después de 1820 para reaparecer en 1834); varias reposiciones   —59→   conoce también A secreto agravio, secreta venganza. Pero faltan totalmente (con la excepción, claro está, de La vida es sueño) las obras filosóficas o variamente comprometidas como La devoción de la Cruz, La Hija del aire, El mágico prodigioso, El Príncipe constante, El médico de su honra, El pintor de su deshonra; y aunque en estas ausencias mucha responsabilidad la tiene la censura, de hecho parece que se ha olvidado por completo el caudal más rico y más típico de nuestro poeta.

Para colmo, las obras que se representan son casi siempre refundiciones, lo que equivale, en la gran mayoría de los casos, a verdaderas falsificaciones.

Sabemos que contra las refundiciones se levantaron las voces de muchos182; contra las de Calderón, el propio Böhl ya protestaba en su Pasatiempo crítico, aludiendo despectivamente a

aquellos que no conocen más poesía que la que llaman arreglada



y manifestando complacido que

las comedias de Calderón traducidas a la letra van apoderándose de los teatros alemanes183.



A pesar de esto, según es lícito conjeturar, en los primeros decenios del siglo pasado nadie pudo obtener que las obras de Calderón se representasen en su forma originaria.

El problema, como es notorio, no concierne tan sólo al teatro de Calderón, sino que atañe a todo el caudal dramático del Siglo de Oro; y como intenté demostrar en otra ocasión, tuvo también sus aspectos positivos por los ejercicios estilísticos y expresivos, en dirección romántica, que las refundiciones suponían184.

Sin embargo, tratándose de Calderón, es decir, del autor sumo de la dramaturgia barroca, cuyas «vindicaciones» abrieron, en cierto sentido, el camino del romanticismo español, en el cual la nueva crítica señalaba la más alta cumbre de la sensibilidad romántica y que Durán y otros veían como el supremo paradigma para el renacimiento del teatro español, las variantes, a menudo muy extensas, introducidas en el texto de sus obras nos imponen otro tipo de problemas. Lo que debemos preguntarnos es: ¿cuál es el Calderón que conocían los españoles al momento   —60→   de encararse con el movimiento romántico? Claro está que los cultos podían leer los textos originales; pero ¿podían librarse de ser influidos por las obras que veían representadas?

En otros términos, el Calderón al cual se referían, ¿era el barroco o el arreglado a lo clasicista? Quizá fuera el uno y el otro, lo cual no deja de ser una deformación.

Para una mayor constancia del problema, habrá, pues, que examinar las obras de Calderón que se representaban en los teatros de Madrid, con el fin de averiguar hasta qué punto las piezas del gran dramaturgo resultaban modificadas y revueltas. Por ello, me ha parecido bien escoger algunas de las refundiciones que se representaron en los umbrales, por decirlo así, del romanticismo. Algunas se habían compuesto en años anteriores; otras se escribieron a finales de los Años Veinte o a principios de los Treinta. Pero lo que importa es que son las piezas de Calderón que por esos años ocupaban las tablas madrileñas.

Hay que admitir -a costa de pisar lo trillado- que las refundiciones de obras del Siglo de Oro que se realizaron o representaron en este período pertenecen más bien a la clase de «comedias arregladas», es decir, reducidas al respeto de las reglas establecidas por los neoclásicos. En otras palabras, se trata de una operación cultural, cuyo origen se remonta en gran parte a las prohibiciones emanadas en la segunda mitad del siglo anterior, cuando tal operación resultó ser el único medio posible para sacar de las garras del censor lo que se podía del caudal escénico del Siglo de Oro.

Las refundiciones que vamos a examinar responden, por consiguiente, a criterios rigurosamente clasicistas, la mayoría comunes a todas.

La preocupación más punzante -como es lógico- es ante todo la de empujar la comedia de Calderón hacia el respeto de las tres unidades. Todas estas refundiciones, por lo tanto, se desarrollan en el giro canónico de las 24 horas. Las acotaciones advierten que «es de día» o «empieza a amanecer» o, al revés, que «empieza a anochecer», etc.; de vez en cuando se insertan en el texto mismo alusiones como para avisar al espectador que se están respetando las reglas185.

En cuanto a la unidad de lugar, el primer paso que se da en esta dirección consiste en llevar a cinco el número de los actos, lo que permite   —61→   un igual número de mutaciones: se trata de una solución de compromiso que, aunque viola el concepto de unidad stricto sensu (que impondría un solo lugar a lo largo de toda la obra), se cree evidentemente que no choca tanto como los cambios de escenario durante el acto186. Además se preocupa el autor de que las diversas escenas representen sitios adyacentes: casi siempre el interior y el exterior de la misma casa.

A pesar de esta solución, el refundidor tenía igualmente que luchar con un texto que presentaba cambios de escena en número notablemente superior a los cinco posibles: La dama duende, por ejemplo, tenía doce; doce tenían también El astrólogo fingido y Con quien vengo, vengo; nueve, Peor está que estaba, etc. Casos como el de La vida es sueño con sólo cinco mutaciones eran muy raros. Por consiguiente, no había más remedio que invertir escenas, juntando entre sí las que se desarrollaban en un mismo sitio y que en el modelo se encontraban separadas, o transformar en relaciones partes de la acción.

Era, como es fácil de entender, la norma más tiránica entre todas, la que, en fin, más contribuía a desfigurar la obra original, por la serie de supresiones, inversiones y añadiduras que comportaba y que, por supuesto, incidían marcadamente en lo íntimo de su contextura.

También la unidad de acción -que siempre fue la Cenicienta entre las tres- impone modificaciones que consisten generalmente en la supresión de episodios, personajes y parlamentos que no sean propiamente funcionales.

Otro aspecto corriente de estas obras son las variaciones lingüísticas. Se considera inadmisible cualquier trozo de carácter culterano, cualquier forma de «discreteo», cualquier pensamiento demasiado agudo o sofisticado. En la mayoría de los casos, todos los parlamentos que tienen ese carácter se suprimen; en algún caso -lo que es peor para la integridad de la pieza- se sustituyen por expresiones más sencillas187.

Además se verifican otras intervenciones sobre el lenguaje y la estructura debidas a determinadas y específicas circunstancias y que, por consiguiente, se examinarán caso por caso.

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Tres refundiciones de Bretón de los Herreros

La carcelera de sí misma (Calderón: Peor está que estaba) (1826).

No hay cosa como callar (1827).

Con quien vengo, vengo (1832)188.

De Bretón se puede decir que es uno de los refundidores que más reverencia demuestran hacia sus modelos, de manera que las piezas que salen de sus manos, si bien amputadas y reestructuradas, conservan sin embargo cierta afinidad con el original. Por eso me ha parecido bien empezar por estas tres piezas suyas para aproximarnos luego gradualmente a obras que se colocan a distancia siempre mayor del texto calderoniano.

Comenzando por la más antigua, notamos ante todo la variación del título. Se trata de un procedimiento que sólo tenía lugar en casos contados: el ejemplo más típico nos lo ofrece El Alcalde de Zalamea, que ya a partir del siglo XVIII se representaba con el título de El garrote más bien dado, mientras que la denominación primitiva pasaba a subtítulo. Era ésta una obra destinada a afectar profundamente al público más popular y el nuevo título, mucho más emotivo, respondía perfectamente a la misma exigencia.

En el caso de la comedia que examinamos, sin embargo, la explicación hay que buscarla en otro orden de problemas: fue, en efecto, la censura quien prohibió, directa o indirectamente, un título que parecía aludir al estado presente de la vida en España189: no se olvide que la obra se escribió durante la ominosa década. Por lo tanto, la modificación más evidente, la que llama en seguida la atención del lector, no se debe achacar a la iniciativa de Bretón.

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Nadie le puede, en cambio, eximir de responsabilidad de más graves atentados contra el texto.

En primer término, acosado, como todo refundidor, por la preocupación de la unidad de lugar, se ve obligado no sólo a suprimir o añadir, alargar (a veces, por ejemplo, para llenar un acto que, derivando de las pocas escenas que Calderón había situado en un mismo lugar, resultaría demasiado corto) o, por razones opuestas, abreviar, sino también a inventar episodios en los cuales actúan personajes que, con el pretexto de confidencias, narran lo que en el siglo XVII pasaba delante de los ojos del espectador, y a imaginar situaciones que justifiquen charlas tan extensas (por ejemplo, que se está esperando a otro personaje cuya tardanza autoriza largas conversaciones que hagan pasar el rato durante la espera).

Todo esto contribuye lógicamente a proporcionar una idea equivocada de la comedia original: bastaría pensar en la supresión de las cuatro primeras escenas, que sustituidas por la narración de los precedentes, imponen un inicio diferente: en la quinta de César, en lugar de la casa del Gobernador.

En segundo lugar, Bretón corta por lo sano en todos los pasajes en que asoman rasgos culteranos. Pero, en algún caso, no se contenta con esto, e introduce tonalidades nuevas, más en armonía con el gusto de su tiempo. Así, el escritor barroco, en I, 7, después de ensartar los cumplidos de costumbre, pone en boca de su galán el siguiente juego de atrevidas metáforas:


Vengáis a dar alegría,
sol disfrazado, a estas flores,
que bebiendo resplandores
de una luz que no se ve,
como a una diosa, por fe
os están diciendo amores.


Bretón abrevia y simplifica:


Venid a dar alegría,
sol disfrazado, a estas flores,
que os están diciendo amores
como a su diosa y la mía.


(I, 4)                


Desparecidas las imágenes -con excepción de la del «sol disfrazado», bastante tópica- el rutilante obsequio barroco adquiere, gracias a una hábil selección de versos, el tono de un ligero galanteo, expresado en el gusto idílico de un Meléndez Valdés.

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Y, sin embargo, hay momentos en que Bretón modifica el lenguaje del texto calderoniano sin razón evidente, hasta tal punto que podemos preguntarnos si no obedece simplemente a un puro deseo de mudar. Compárense, por ejemplo, estos dos textos:

C (III, 14)


Esta es, señora, la casa;
toda la ciudad rodé,
porque no fueseis seguidas.
Yo apuesto que no sabéis
donde estáis.


B (V, 1)


Esto es, señora, el cuarto
donde dejaros me mandan.
Todo Gaeta he rodeado,
porque no nos observaran.
¿Cuánto va que no conoces
ni la calle ni la casa?


En otros casos, modificaciones y sustituciones son dictadas por una forma de censura moral o más bien por el intento de recargar la obra de una moralidad que le era ajena.

Ya sabemos cómo a menudo se arreglan en el teatro barroco las cuestiones de amor: en un momento dado, prevalece el raciocinio, o la ley de las relaciones sociales, o la voluntad de un padre, etc., y un deus ex machina cualquiera junta las diversas parejas. Es lo que, en la proximidad del romanticismo, y sobre todo después de El sí de las niñas, ya se ha hecho incomprensible. Por eso, Bretón, que quiere, como sus contemporáneos, que el matrimonio nazca del amor y éste de una libre y personal elección, imagina que Lisarda se arrepienta de su coqueteo con César y se decida a aceptar el amor de Juan. En la refundición, dice a Flérida, aludiendo a César (sobra añadir que todo esto no tiene el menor indicio en el original):


Me estima... y no más: y a ti
lo sé bien, a ti te ama.


Y se reprocha a sí misma:


Yo que débil, yo que incauta
me obstiné por un capricho
en comprometer mi fama.
Felizmente el desengaño
no es tardío.


En fin, se casará con Juan:


Así el honor me lo manda.
Yo por sus prendas le estimo,
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quizá le amaré mañana.
No olvidaré sobre todo
lo que la virtud reclama
y... nunca le pesará
haberse unido a Lisarda.


(V, 2)                


Por otro lado, en el acto II, Bretón ya había intentado una justificación moral del amor de Lisarda hacia César:


Y aunque nuestra dicha mutua
cifrábamos de himeneo
en la plácida coyunda,
enemistades y pleitos
de mi casa con la suya
al silencio condenaban
nuestra amorosa ternura.


(II, 4)                


Así, el amor tenía fundamento ético, siendo orientado hacia el matrimonio; igualmente lo tenía el no haberse casado por circunstancias desfavorables.

La moral de Calderón era otra cosa y, lejos de fundarse en el sentimiento, se apoyaba en los problemas cognoscitivos. Bretón tal vez no se diera cuenta de ello y al final de la obra tachó todas las perplejidades que afectaban a los personajes del modelo por ver curiosamente compaginarse realidad y apariencia: los suyos se limitan a declararse mutuamente el amor y a prometer que se olvidarán de todo el pasado.

Podríamos decir que la razón pura calderoniana ha sido reemplazada por la razón práctica de los tiempos nuevos.

En No hay cosa como callar, refundida con el título original, Bretón repite más o menos los mismos recursos. Para que, a nuestra vez, no nos repitamos, podemos dejar a un lado todo lo que nada añadiría a lo que ya conocemos. Tan sólo valdría la pena subrayar algún rasgo más típico o sobresaliente.

En el primer acto, por ejemplo, el refundidor, preocupado como siempre por la unidad de lugar y de tiempo, sitúa la escena en la calle, de noche, lo que le obliga a crear situaciones que, por amor a la verosimilitud que presidía las reglas de las unidades, aparecen en fin poco verosímiles.

En efecto, tiene que dejar a Leonor largo tiempo en la calle, a horas tan poco oportunas y, al darse cuenta de la inconveniencia, le hace enunciar esta justificación:

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   No os sorprenda,
don Luis, el verme a estas horas
en la calle. Estaba inquieta
por no ver en tantos días
a mi hermano.


Por supuesto, no hay quien no vea lo frágil de tal explicación. Sin embargo, lo que quizás es más curioso en esta obra son las modificaciones impuestas por la censura, que contribuyen a llevar la refundición todavía más lejos del original. Casi siempre se trata de tachaduras de expresiones en las cuales el censor veía alusiones sexuales.

En I, 16, cuando estalla el incendio, Calderón había indicado: Sale Leonor medio vestida. Bretón (I, 9) quitó la acotación, que ningún censor habría tolerado, y de cierta manera la sustituyó con las siguientes alusiones de la dueña:


Qué poco faltó, sería
cosa muy graciosa el vernos
en camisa por las calles
como dos brujas.


Al censor le dio mala espina la idea de que éste fuera un espectáculo gracioso y modificó los tres versos postreros como sigue:


Pena y desgracia; esto es menos.
¡En camisa por las calles
como dos brujas!


De manera que no solamente se le atribuían a Calderón frases que nunca había escrito, sino que también se le achacaban versos tan malos e incomprensibles como éstos que salían de la casta pero ignorante pluma del censor.

Se trata, pues, de verdaderas cadenas de modificaciones: Bretón censura por su cuenta a Calderón, pero el censor tacha a su vez y sustituye arbitrariamente la expresión bretoniana. Así, donde Calderón decía:


   Cuando a ella
a vi en mi cuarto dormir.


(II, II)                


Bretón -que bien conoce de qué pie cojea el censor- considera que la imagen sería menos licenciosa si la doncella estuviese, sí, dormida, pero al menos sentada. Por lo tanto corrige:


   Vi a mi bella
sobre una silla dormir.


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Pero al censor no le gusta evidentemente que sea bella (la hermosura podría quizá fomentar impuras fantasías) y cambia otra vez:


   Ello es que la veía
sobre una silla dormir.


Poco después ocurre algo muy parecido, al corregir Bretón con un castigado rindió el gozó (gozar es vocablo prohibido en el léxico de la época) del modelo (Porque / no se pudiera alabar / jamás de que me gozó) y al poner el censor un verbo todavía menos comprometido, así que el último verso suena:


Jamás de que allí me vio,


que, en el contexto, no tiene ya ningún sentido.

En cambio, hay una ocasión, en IV, 3, en que Bretón se rebela como le es posible contra el arbitrio del censor. Decía el texto de Calderón (III, 1):


Que soy la primera criada
pitagórica, enseñada
sólo a callar.


El escritor del XIX cree que lo de «pitagórica» no lo comprenderían sus oyentes y pone en su lugar «cartuja», con evidente alusión a la regla de silencio que los monjes de esta orden suelen practicar. Naturalmente, el buen eclesiástico que preside la censura atisba en el vocablo el vilipendio de la religión; tacha, pues, y pone de su puño un «callada» que, además de borrar el chiste, choca con el «enseñada» de finales del verso. Entonces Bretón lo sustituye con un «que calla» que ciertamente el censor tuvo que aceptar en nombre de la eufonía.

En cuanto a las variaciones del lenguaje, nos encontramos con las acostumbradas revisiones de los pasajes culteranos; hay casos, sin embargo, en que ya apunta la nueva «manera» fundada en lo patético. Al final de la comedia, por ejemplo, el coloquio tempestuoso entre Leonor y Don Juan, en el cual la heroína calderoniana sólo se expresa en términos de dignidad ofendida, es sustituido por otro en que la mujer prorrumpe en exclamaciones e interrogantes cuyo intento de conmover es muy evidente:


   Más ¿qué profiero?
Perdonad a mi dolor,
si en lugar de humildes ruegos
en amenazas amargas
prorrumpo y en improperios.
Doleos de una infeliz.
¿Dónde encontraré consuelo
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si cruel me abandonáis?
Ved el llanto en que me anego.


Efectivamente conmovido, Don Juan exclama:


   Señora,
¿qué hacéis? Alzad (me enternezco
a mi pesar). Bien quisiera
la mano mía ofreceros,
pero ignorando la causa
de hallaros en mi aposento
fuera ligereza en mí
someterme a un himeneo
de que pesarme pudiera
algún día.


(V, 8)                


Por esta vía, el matrimonio reparador tiende a resbalar desde el plano jurídico al sentimental, en perfecto acorde con las concepciones de la época: con buen sentido, pues, la protagonista bretoniana podrá concluir:


Mi corazón ya es vuestro
por amor y por deber.


(V, últ.)                


La nueva Leonor revela, pues, rasgos ya románticos: a costa, huelga decirlo, de los rasgos calderonianos que se van borrando.

Con quien vengo, vengo ya se escribió en las inmediaciones del romanticismo: 1832. Y se nota, pues ahora es posible encontrar un pasaje tan apasionado, tan «wertheriano», como el siguiente monólogo del protagonista:


¿Qué pasión es ésta, cielos,
tan temeraria, tan ciega?
¿Cómo triunfar de tal secreto
en tan extraña contienda
los oídos de los ojos?
Amor, que así me atormentas
¿qué quieres de mí?


(III, 1)                


Pero no sólo los tiempos habían madurado, sino que también Bretón había dado con su más auténtica vena. Por eso ya había conocido el aplauso entusiasta del público cuando, el año anterior, al estrenar su Marcela, había empezado en serio su carrera de comediógrafo.

Por consiguiente, ahora Bretón se encara con el autor antiguo con cierto sentido de igualdad y no duda en convertir su obra, en la medida de lo posible, en una comedia bretoniana. Así es que, si bien dentro de   —69→   las líneas fundamentales del original y del respeto sustancial de su estructura, insiste en el aspecto cómico, añadiendo monólogos de gracioso e insertando continuas variantes estilísticas. Veánse, al respecto, algunos ejemplos sacados del acto IV, escena 3, donde la comicidad casa con un afán de proporcionar clarividencia a un texto que podía resultar oscuro al público del Ochocientos.

Hay variantes que afectan a un solo verso:

CB

con máquinas, con industrias


y aposentándose a oscuras


con secretos y diabluras


y sin temer a las brujas

Otras más extensas:


¡A mí hay caso reservado!
No quedaré, por ninguna
cosa del mundo con él.


¡A mí secretos, a mí!
No haya miedo que lo sufra.
O soy o no soy criado.

Otras, en fin, partiendo de las mismas expresiones, se dirigen muy pronto por caminos totalmente diversos:


Una ración mal pagada,
una cama no muy dura,
no puede faltar; y en fin,
logrando dicha tan suma
seré alfombra de tus plantas,
y seré como se usan,
pues yo soy tan mal cristiano,
que seré tu alfombra turca.


Idem
Idem
el amor que me atraganta
le hará suave como pluma,
no ha de faltarnos. Yo os juro
que no sentiré las pulgas
cuando en consorcio feliz...
la gloria... la... se columpian
de tal suerte las ideas
en mi mollera confusa,
que si... yo... no acierto a hablar;
pero mi alegría suma...
mis ansias, mi... Juraría
que me ha entrado calentura.

Dos diferentes conceptos de lo cómico se enfrentan: el barroco juega con las palabras, es agudo e intelectual; el, ¿podemos decir romántico?, juega con la psicología, es intencionadamente torpe y sentimental. Claro está, pues, que Bretón ha ajustado el texto antiguo a la sensibilidad de su época, demostrando en este como en muchos otros pasajes, que por brevedad se omiten, intuición y capacidad. Resta lógicamente que nos preguntemos si tenía el derecho de desfigurar tan marcadamente a Calderón190.

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Gorostiza, También hay secreto en muger

(Calderón: Bien vengas, mal) (1821)


191.

Pocas palabras nos merece esta refundición realizada por el escritor mexicano; habrá, sin embargo, que revelar cómo Gorostiza varía sobre todo el lenguaje del original al punto que éste aparece ya sólo como al trasluz. Bretón, como hemos visto, mudaba también mucho, pero escenas completas pasaban íntegras a sus refundiciones; Gorostiza parece, en cambio, casi obsesionado por el afán de mudar a todo trance, dejando intactos solamente pocos fragmentos.

Cualquier cita, naturalmente, sobra, porque habría que comparar al menos las dos terceras partes de ambas obras. Me limito, por tanto, a presentar, a manera de paradigma, los últimos diálogos, de donde se infiere que Gorostiza sintió también la necesidad de agregar un toque de moralidad desconocido al modelo.

CG
ESPINEL.- Si quieres que yo te saqueJUAN.- Dar la mano
de todo, oye atentamente.a quien su pecho prefiere.
El mosquetero fui yoBERNARDO.- Decís bien: déla en buen hora
que burló a vuesas mercedes.a quien guste.
Don Juan y Doña MaríaANA.- Pues lo quieres:
ha mil años que se quieren.ésta, Don Diego, es mi mano.
Ya están casados, adiós.DIEGO.- Y el premio de mi amor éste.
Don Diego y Don Luis pretendenESPINEL.- Alto aquí y nadie me chiste
a tu hija: elija ellaporque en término tan brebe
al que mejor le parece.es difícil demostrar
D.ª ANA.- Esto conviene a mi honormejor ni más claramente
y así Don Diego mereceque el secreto en la mujer
mi manoes posible.
DON DIEGO.- Dichoso soy.INÉS.- Ciertamente.
Y por pagar lo que debeMas pues el nuestro causó
hay a Don Juan mi amistad,tantos dimes y diretes
yo le perdono la muertecasi casi me dan ganas
de Don Fradrique, pues soyde pedir a las mugeres,
la parte a quien le compete.que no nos imiten.
ESPINEL.- Ahora entro yo con Inés,ESPINEL.- ¿Sí?
porque vean desta suertePues concedido lo tienes.
que no viene solo un mal,
pues tantos juntos nos vienen
el día que nos casamos.
Perdonen vuesas mercedes.

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Con esta moraleja final en sustitución de las bromas sobre el matrimonio (y, conviene añadir, también de la harto fácil absolución de un homicida), Gorostiza seguramente quiso ampararse de los ataques de la censura; lo mismo debió de pasarle con el título, tan sospechoso por los tiempos (no hacía falta un gran esfuerzo para completar la expresión proverbial con un «si vienes solo»; y lo sobrentendido podía añadir una mayor malicia alusiva) como el de Peor está que estaba y que, por consecuencia, mudó.

En cuanto a las variaciones estructurales, no se diferencian de las que ya hemos examinado en Bretón y, por supuesto, no es el caso de recorrer el mismo camino. Sólo quisiera señalar, entre las supresiones, la del episodio inicial, con su duelo nocturno, su intercambio de preguntas y respuestas arrogantes, sus personajes embozados, sus cuestiones de amor y celos, que queda sintetizado en la habitual relación. Lo que supone, pues, privar al público de una escena de las más típicas del teatro calderoniano.




Dos comedias contra las supersticiones

La dama duende (1826)


El astrólogo fingido192.


Una de las comedias de Calderón que conocieron un éxito muy notable y duradero fue sin duda alguna La dama duende. Parece ser que el fecundo Solís acometió la tarea de refundirla, pero, si interpretamos rectamente una alusión de Fernández Guerra, se detuvo después del segundo acto193. De manera que el propio Fernández Guerra lo reemplazó en la empresa y dio a las tablas y a la imprenta el fruto de su trabajo.   —72→   Podemos, pues, presumir que, al menos a partir de la fecha de la edición (1826), la comedia que se representaba en los teatros de Madrid era la refundida por Fernández Guerra.

El texto de la edición impresa va precedido por una dedicatoria y un prefacio, salidos ambos, hay que suponer, de la pluma del refundidor194; así que tenemos un documento, bastante precioso por ser poco corriente, sobre los intentos y las motivaciones que presidían una refundición. El prologuista alaba en la comedia de Calderón ante todo un aspecto del contenido: la intención -sostiene- de reprender la creencia en «duendes, fantasmas, trasgos, etc.»; y luego, en el plano formal, la originalidad, la comicidad, «las gracias i sales». Sin darse cuenta del anacronismo en que caía al colocar a Calderón en una perspectiva ilustrada, afirma que el dramaturgo quiso mostrar, en la figura de Cosme, «cuán digno de burla era el espanto que causaban al vulgo aquellos supuestos espíritus»; al contrario, manifestó en Don Manuel «la fuerza de una preocupazión que podía hazer vazilar aun á las personas mas sensatas».

Sólo lamenta que tales y tantos méritos fueran afeados por «defectos propios de la época» y por la «marcha tan irregular» de la obra. «El desembarazarla de estos borrones -concluye- i presentarla á los ojos del público adornada con todas sus bellezas era empresa digna de la ilustrazion i del patriotismo».

Pasa luego a enumerar los rasgos característicos de la refundición: respeto de las unidades; eliminación de los personajes superfluos; «la pureza y naturalidad [que] han sucedido en el estilo á la hinchazón, á la oscuridad i al culteranismo». Además la acción resulta «senzilla i natural», donde todo está racionalmente motivado, con el consecuente rechazo de toda inverosimilitud y el respeto a la «dezencia i decoro público»195.

Después de estas premisas, casi huelga examinar detenidamente la obra, que es una fiel aplicación de los principios teóricos enunciados. Lo cierto es que, a lo largo de la refundición, Fernández Guerra no duda en cambiar, añadir y suprimir en vista de los fines clasicistas que   —73→   se ha propuesto. El lenguaje es a menudo irreconocible; aparecen episodios nuevos cuya finalidad es brindarle más verosimilitud a los varios lances: Juana explica que ha encargado a un mendigo la vigilancia de la puerta del huésped y narra todo lo que ha sucedido cuando éste le ha avisado de la salida de la pareja; Don Manuel habla en voz alta para que Ángela (o Anjela, como escribe Fernández Guerra), oyéndole, crea que está a punto de salir; Ángela tiene celos del retrato que guarda Don Manuel y éste es el resorte de su actuación.

En cambio, se suprimen o se reducen notablemente, por su escasa uniformidad, episodios ricos en eficacia sobre todo cómica: el encuentro, en la oscuridad, de la criada y el gracioso, y la escena parecida en la cual la misma criada se lleva consigo al gracioso en vez del amo, con todos los equívocos correspondientes.

Se subraya a menudo el motivo del duende y la credulidad del gracioso, a costa de otros, como el de la honra, ahora casi inexistente196; de manera que el final puede adornarse con una moraleja, cuando a la pregunta de Beatriz:


Pero, ¿creerás en duendes?


contesta en efecto Cosme:


La leczion ha sido brava.


Lo que le ofrece a Don Manuel el pretexto para una consideración de tono sofisticadamente ilustrado:


Con todo, Cosme, no juzgues
que ya curado te hallas.
Difizilmente en el vulgo
un error se desarraiga;
i así no faltarán nunca
familiares i fantasmas.


Este toque final pedagógico, tan ajeno al espíritu del original, no podía faltar, por otro lado, en esta refundición concebida y realizada con la más pura intención clasicista, para la cual la comedia «castigat ridendo mores».

Lo cierto es que, reducida al rigor de una comedia neoclásica, donde todo se desarrolla planamente; donde la risa se atenúa en sonrisa;   —74→   donde la sorpresa es destemplada y moderada por el cuidado y la racionalidad con que se prepara el lance; donde todo se hace funcional y cada personaje tiene su espacio y su relevancia correspondiente; donde el lenguaje es siempre cotidiano y prosaico, sin el menor atisbo de cultismo ni de ornato, La dama duende de Calderón, tan brillante y juguetona, se vuelve una obra fría y lenta, a la que sólo la presencia lejana de la antigua impide transformarse en una pieza completamente insípida.

Con el fin pedagógico muy parecido -feijoniano podríamos decir- de desterrar los «errores populares», fue rehecho El astrólogo fingido, otra comedia de grandísimo éxito. Refundida por Solís en torno a 1811, fue representada muy a menudo durante las dos décadas siguientes y por esto interesa para los fines de la presente investigación, al igual que otras piezas que se escribieron algo después197.

Al lado de las modificaciones que ya conocemos por hallarse en todas las demás refundiciones, ésta presenta el detalle curioso de una puesta al día de la indumentaria, a la cual se hace referencia al principio de la obra:


Cabos blancos sin cuidado,
valona y vueltas muy grandes
con muchas puntas de Flandes,


decía el texto calderoniano. Y Solís moderniza:


Bota bruñida, que de ella
imita el cristal el brillo,
bordada de cordoncillo
y espuela dorada en ella.


(I, 1)                


Y donde la comedia antigua decía «espuelas y plumas», la nueva corrige «espuelas y botas», evitándose así también las agudezas que ensartaba el personaje de Calderón:


Que no me bastó llevar
espuelas para correr
y así hube menester
las plumas para volar:
que quien ausentarse intenta
del sol, bien es que presuma
que ha de valerse de pluma.


  —75→  

El refundidor, en su afán de chato realismo, se limita a enunciar verdades de Perogrullo:


Que quien ausentarse intenta
y a la que quiere perder
de uno y otro ha menester198.


(ibídem)                


Pero, aparte estos pormenores muy circunstanciales -que, sin embargo indican cuánto se va alejando la nueva pieza del modelo-, el aspecto típico de esta refundición es la importancia y el cariz que adquiere en ella el motivo astrológico y mágico.

La comedia narra la historia de cierto Don Juan que, siendo pobre, aspira a la mano de Doña María y es amado por cierta Violante. Para conseguir sus fines amorosos, finge que se aleja de Madrid. La noticia de que él queda en la corte es sabida por Don Diego, prendado también de Doña María. Irritado por la repulsa de ésta, le revela que conoce todo el secreto; se arrepiente luego y el gracioso lo salva diciendo que es un astrólogo y que por ello conoce las cosas ocultas. La noticia se difunde rápidamente por Madrid y todo el mundo recurre a las artes de Don Diego, pidiéndole imposibles que, por esas coincidencias de ficción y realidad que son típicas de Calderón, se realizan. Al final se descubre la trampa y los amantes se casan.

Quizás por el deseo de conseguir una mayor unidad de acción, quizás sobre todo para aventajarse con un género de gran éxito, el refundidor centra la obra en el motivo del astrólogo e intenta convertirla en algo parecido a una comedia de magia. Lógicamente, una comedia de magia al estilo del siglo nuevo, racionalista y curioso, que ya no cree ni en magos ni en astrólogos, y que, sin embargo, se divierte muchísimo al verlos actuar sobre el tablado, con tal que aparezcan envueltos en hábitos cómicos199.

Por eso insiste en todos los aspectos mágicos que el espectador sabe fingidos y que por consecuencia resultan ricos en comicidad. Cuando Don Juan aparece ante Violante y su dueña, esta última, que lo cree una evocación obrada por Don Diego, aparece mucho más crédula y espantada que su correspondiente personaje del original y hasta exclama:


¿No le miras de fantasma?


  —76→  

Asimismo, el personaje de Tenorio (que sustituye a Otáñez) prorrumpe en alabanzas semiserias de Don Diego que, una vez más, insisten en el tema:


El hombre más docto es
que tiene la astrología,
y sabe más que un sofí:
aunque él tiene para mí
gran ramo de hechicería.


(III)                


El propio Don Diego, que en la obra de Calderón pretende sobre todo rehuir la fama de astrólogo que se le ha atribuido sin él quererlo, ahora acepta burlonamente su papel y se declara abiertamente mago al ingenuo Leonardo. Afirma, pues, que ha aprendido su ciencia,


algo en Barahona, y más
en Zugarramundi, sitio
el más famoso de cuantos
la brujería ha tenido.


(IV)                


Y lamenta que


ya por desdicha no queda
(y harto lo lloro y me aflijo)
quien entienda estos encantos
en España, y os afirmo
que a no ser en las comedias
con cordeles y chiflidos,
yo no conozco a otro mago.


(Ibídem)                


Por si los espectadores no hubieran detectado la alusión a las comedias de magia, en el último acto Beatriz se refiere explícitamente a las más célebres obras de este género que, estrenadas en el siglo XVIII, seguían alcanzando éxitos asombrosos entre el público más ingenuo:


¡Vaya si yo lo creo!
¿pues no está en la comedia ese Fineo,
el Brancanelo, y otros
famosos en sus artes?
¿Del mago Catalán no hay quince partes?200.


  —77→  

¿Habrán los espectadores advertido el anacronismo de citar comedias dieciochescas en una obra de Calderón? Quizás no importara mucho; porque en fin también esto favorecía el tono de comicidad populachera que el refundidor quería brindarle a la obra. Y que remachaba poco después, cuando por última vez Don Diego recurre a sus imaginarias artes ocultas para doblegar la resistencia de Leonardo a conceder la mano de María (a la cual al fin él ha renunciado) a Don Juan. El astrólogo fingido ensarta una serie de frases sin sentido, en las cuales sobresalen vocablos sugerentes como «materia sublunar, arcanos celestes, obscuridad misteriosa, noche tenebrosísima», que acaban por aplastar al viejo.

La magia, fingida o verdadera, no importa, ha triunfado guiñando el ojo al espectador y comprometiéndole alegremente en el olvido y la traición, en el espíritu y la letra, de la comedia antigua.

Adjuntos al manuscrito que de esta refundición se encuentra en el Instituto de Teatro de Barcelona, Fernández Guerra dejó unos apuntes de los cuales se desprende su intención de escribir otra vez la comedia. Lo más interesante en ellos es que las anotaciones «como en Calderón» o «como en la refundición» son pocas y se refieren a muy contadas escenas: casi siempre el escritor quiere dar una versión totalmente nueva, inspirada esencialmente en las leyes de la coherencia y la racionalidad, que evidentemente no considera suficientes en la obra de Solís; además, quiere que aumenten las partes narradas. Veáse, como ejemplo de criterios, lo que escribe a propósito de la escena 4.ª del acto I:

La misma de Calderón con solo la dif.ª de que al fin debe dar d.ª María a d. Diego una satisfaczión mas estensa i mejor, espresando que el motivo de no haberle correspondido era por estar comprometida con d. Juan en una manera tan seria.


Hasta siente la necesidad de justificar las palabras «técnicas» que Don Diego acumula en sus discursos (en la refundición) y anota:

Debe indicarse en alg.ª ocasión qe dn Diego en la prezisión de pasar por astrologo ha tomado un libraco de astrología del que ha aprendido algunas vozes de que debe hazer uso en las relaziones.


Este proyecto no se llevó a cabo, por lo que consta: ya era bastante la deformación obrada por la refundición anterior.



  —78→  
La vida es sueño201

A propósito he dejado para el final La vida es sueño, por parecerme que la obra maestra de Calderón merecía una atención particular, como la mereció también de parte del refundidor, que, amedrentado por la celebridad de la pieza, no se atrevió a entrar a saco en ella, como ocurría con las demás.

Sin embargo, una variante, aunque pequeña, puede significar un estrago en un drama de tanta envergadura; y opino que, a pesar de la relativa moderación del refundidor, el público que la presenciara en el teatro llevaba consigo una impresión falsa de la obra.

Tal vez, para darse cuenta con alguna exactitud de lo que era La vida es sueño refundida y arreglada, importe comparar la obra antigua y la nueva paso a paso, siguiendo los pasos mismos del refundidor.

El primer grave ataque a la integridad de la obra se efectúa en el momento mismo en que sube el telón. No sólo, como rezan las acotaciones, «empieza a oscurecer», en lugar del «amanecer» del texto originario, sino que, recordando quizás las bromas del Don Nicolás sobre el «hipogrifo violento», se suprime casi todo el largo monólogo inicial de Rosaura y se le sustituye como se indica a continuación:

ROSAURA

 (Dentro.) 

¡Ay infeliz!
CLARÍN

 (Dentro.) 

Mira que desbocado
el indómito bruto baja al Prado
y antes que él baje, medirás el suelo
si no te agarras bien.
ROSAURA

 (Dentro.) 

¡Valedme cielos!
CLARÍN

 (Dentro.) 

Dicho y hecho: fortuna que soltaste
el estribo y al brinco te arrojaste.

  —79→  

En este punto Rosaura, ya fuera de bastidores, recoge el hilo del texto calderoniano con los últimos versos -«Mal, Polonia, recibes»-, donde, sin embargo, se verifica todavía una pequeña sustitución: «con riesgo mides», en lugar de «con sangre escribes».

Las partes restantes del acto (que coincide con C I, 1-4) aparecen trascritas de una manera bastante fiel, aunque el autor no duda en tachar los pasajes que le parecen demasiado rebuscados. Por esto, el parlamento de Rosaura «Rústico nace entre desnudas peñas...», de nueve versos, es reemplazado por un verso solo, mucho más prosaico:


Albergue es fabricado entre las peñas.


En cambio, el monólogo de Segismundo («¡Ay mísero de mí...»), así como el sucesivo coloquio entre éste y Rosaura, reaparecen intactos, quizás por ser demasiado célebres.

El acto II, que termina en coincidencia con el I del original, suprime los parlamentos alternos «Sabio Tales... Docto Euclides...», condensándolos en dos versos pronunciados por Estrella:


A vuestras plantas está,
señor, nuestro rendimiento.


En el III (equivalente al II de Calderón), cortado el largo discurso en el que Clotaldo le cuenta al rey cómo dio al príncipe la bebida soporífera, se inserta antes del famoso monólogo de Segismundo («¡Válgame el cielo, qué veo...!»), un canto de recibimiento:


En hora dichosa venga
de los senos de los montes
el Príncipe Segismundo
a ilustrar este orizonte.


No falta alguna censura de orden moral y político. En una época de absolutismo, se juzgó que sonarían sospechosas las palabras de Segismundo:


En lo que no es justa ley
no se ha de obedecer al Rey,
y su príncipe era yo.


(II, 3)                


Reaparecen, por tanto, reducidas a una mayor legalidad:


Contra mí su proceder
fue injusto en obedecer,
que su Príncipe era yo.


Además de otros cortes y supresiones, queda muy abreviado el encuentro con Rosaura, en el cual se omiten, por culteranos, los versos estupendos   —80→   que pronuncia Segismundo en alabanza de la doncella:


Yo vi en reino de olores...


(II, 6)                


En el IV acto, que corresponde a las postreras escenas del II y a las primeras cuatro del III, el refundidor se preocupa esencialmente por la omisión de episodios que juzga superfluos: el diálogo entre Astolfo y Rosaura (C II, 14) y el encuentro de los soldados con Clarín, tomado por el príncipe (C III, 2).

En cambio, el autor mantiene íntegro el otro célebre monólogo de Segismundo («Es verdad; pues reprimamos...», II, 19), con una sola modificación que, sin embargo, considerada la fama de que disfruta el verso, resulta bastante grave. La última frase, en lugar de:


y los sueños sueños son,


suena, pues, en la refundición:


y los sueños nada son.


Evidentemente se pensó que la tautología calderoniana debía convertirse en una expresión más racional.

En fin, el V acto contiene una serie de supresiones y ligeras modificaciones, que quizás no sea el caso de referir, si no es en lo que atañe al final, donde la refundición acaba:


Que toda la dicha humana
en fin pasa como sueño,
y es preciso aprovecharla.


Calderón decía, a partir del último verso ahora citado:


Y quiero hoy aprovecharla
el tiempo que me durare:
pidiendo de nuestras faltas
perdón, pues de pechos nobles
es tan propio el perdonarlas.


A pesar de todas las modificaciones, esta refundición, a diferencia de las demás, podía ofrecer una idea bastante fiel de la obra de Calderón. Había diversos cortes, pero en su mayoría no afectaban a las escenas y a los parlamentos fundamentales; además, las añadiduras se daban en número excepcionalmente reducido. Lo que se representaba era, pues, esencialmente La vida es sueño abreviada.

  —81→  

Y, sin embargo, si nos fijamos en ello, no podemos dejar de sentir cierto malestar al imaginar al espectador madrileño de la época, que salía del teatro repitiendo para sus adentros:


Toda la vida es sueño
y los sueños nada son.