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ArribaAbajoEntre Gobseck y Torquemada

Luis Fernández-Cifuentes



I. El modelo original

El año 1835 concluía Balzac la segunda versión de su novela corta Gobseck: el avaro judío que le sirve de protagonista es comparado con un «vieux dominicain du seizième siècle» (p. 454).130 Entre febrero de 1889 y febrero de 1895 escribía Galdós las cuatro novelas de Torquemada:131 una compleja, irónica genealogía emparenta al nuevo avaro con el famoso dominico del mismo apellido. Hasta hace muy poco, los que se ocupaban de las relaciones entre la obra de Balzac y la de Galdós distinguían vagamente a Gobseck de Torquemada como al monstruo del ser humano.132 Más recientemente, el P. Manuel Suárez ha observado que entre los dos personajes existe una oposición mucho más compleja y reveladora, de minuciosas coincidencias y profundas desemejanzas determinadas fundamentalmente por las circunstancias históricas: «el usurero de Galdós pertenece ya al mundo industrial que, aunque incipiente, ha definido por su cuenta las nociones de oro y de usura».133

Es claro que se trata, en el orden más obvio e inmediato, de una oposición de épocas: Balzac y Galdós no sólo instalaban sus mundos de ficción en un determinado e inconfundible con-texto histórico, sino que en sus novelas, para algunos críticos, «l'essentiel du récit, nous le savons, n'est pas l'histoire personnelle de l'usurier, mais ce coup de sonde dans la réalité sociale».134 La distancia que en este sentido los separaba corresponde casi exactamente a la que Lukács ha descrito entre Balzac y Zola:

está de por medio la época de 1848, que ejerce una influencia decisiva sobre la ideología de la burguesía francesa; [...]. Con esto, en Francia, la ideología burguesa deja, por largo tiempo, de tener una función progresiva; se vuelve cada vez más flexible y tiende a transformarse en apología.135


Galdós, cuando re-presenta la figura del avaro, tiene en cuenta esa «influencia decisiva» y explícitamente la reconoce en el segundo capítulo de su primera novela de Torquemada:

Torquemada no era de esos usureros que se pasan la vida multiplicando caudales por el gustazo platónico de poseerlos, que viven sórdidamente para no gastarlos, y al morirse quisieran, o bien llevárselos consigo a la tierra, o esconderlos donde alma viviente no los pueda encontrar. No; don Francisco habría sido así en otra época, pero no pudo eximirse de la influencia de esta segunda mitad del siglo XIX, que casi ha hecho una religión de las materialidades decorosas de la existencia. Aquellos avaros de antiguo cuño [...] eran los místicos o metafísicos de la usura; adoraban la santísima, la inefable cantidad [...] El Peor, en una época que arranca de la desamortización, sufrió, sin comprenderlo, la metamorfosis que ha desnaturalizado la usura metafísica, convirtiéndola en positivista.


(p. 1340)                


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Pero el texto de Galdós combina la constatación histórica con la literaria: en las características de «esos usureros» y «aquellos avaros» es fácil reconocer a la comunidad de los Harpagon, Shylock, Scrooge, cuya «desnaturalización» ha dado lugar a una nueva figura, la de Torquemada. En este esquema básico de opuestos corresponde a la obra de Balzac el avaro que «personnifiait le pouvoir de l'or» (p. 445) y que compartía su condición con toda una serie de personajes igualmente representativos: «nous formons un Saint-Office» (p. 444), dice Gobseck; «comme moi, tous mes confrères ont joui de tout, se sont rassasiés de tout et sont arrivés à n'aimer le pouvoir et l'argent que pour le pouvoir et l'argent mêmes» (p. 445). Galdós reflexionó sobre esa figura ya casi remota: «el avaro [...] ofrecía rasgos y fisonomía como de casta, y no se le confundía con ninguna otra especie de hombres, [pero] todo eso pasó, y apenas quedan ya tipos de clase, como no sean los toreros» (p. 1472). Galdós insistirá sobre todo en la singularidad del personaje; Balzac todavía en lo genérico,

Lo que originalmente se planteaba como un cambio de época, comienza, pues, a revelarse también como una oposición de figuras literarias. Más aún: al estudiar la relación que cada uno de esos dos personajes mantiene con el mundo de ficción en que ha sido colocado, se observa una extraordinaria simetría que sin duda pertenece más al ejercicio del novelista que al del historiador. En el relato de Balzac se expone la paulatina transformación de unos personajes (el abogado narrador, la condesa, el conde y el dandy) cuyo motor y modelo es el avaro Gobseck. En el mundo imaginado por Galdós, tres aristócratas y un abogado son el modelo, y Torquemada el objeto de la transformación. En ambos casos se trata de una «metamorfosis» con el mismo punto de partida: un encuentro más o menos determinado por las circunstancias sociales. Derville encuentra a Gobseck y Torquemada a Cruz del Aguila; pero Gobseck modificará el mundo en que vive, mientras Torquemada será modificado por él.

Sin embargo, al relacionar Gobseck con las novelas de Torquemada no cabe hablar únicamente de oposición y simetría. Balzac y Galdós aludirán significativamente a un pasado inmediato de sus personajes: antes del encuentro que señala el comienzo de la acción fundamental y que pone en marcha las diversas transformaciones, la existencia literaria de los dos avaros no aparece determinada todavía por el conflicto de las épocas que les ha tocado vivir; no se trata aún de dos personajes simétricamente opuestos, sino más bien de dos versiones casi intercambiables del avaro fijado por la tradición literaria.136 La palabra «máscara» surge entonces en las dos novelas como un sinónimo de esa «convención» que los dos avaros comparten y que uno de ellos ha de sustituir. Así, la realidad histórica que estas novelas quieren reflejar y hasta incluir en su mundo, resulta enteramente desplazada, en un momento decisivo, por una imagen convencional de origen estrictamente libresco: el «vermeil dédoré» (pp. 433-434) de Gobseck es «color bilioso» (p. 1341) en Torquemada. Si Gobseck «parlait bas... doux», Torquemada se distingue por «aquella melosidad de dicción». El «visage impassible» del uno es la «adusta cara, el carácter férreo», «el corazón de cal y canto» (p. 1339) del otro. La sonrisa del primero consiste en un indescifrable «jeu muet de ses muscles», como la dificultad «para producir una sonrisa» (p. 1349), del segundo. Les «jaunes yeux» equivalen a «una mirada que resultaba enteramente amarilla» (p. 1367).   —73→   La casa «humide et sombre» (p. 435) es una «huronera [con] todo muy recogido, tortuoso y estrecho» (p. 1384). Si Gobseck nunca tomaba un coche (p. 439), Torquemada lo hará por primera vez en su vida con motivo de la enfermedad de su hijo (p. 1350).

Podrían multiplicarse los rasgos comunes que relacionan a los dos avaros con un mismo modelo de larga tradición.137 Pero mientras la figura de Gobseck habrá de conservar y sublimar, a lo largo de la novela, los rasgos heredados, Torquemada, a partir del encuentro con Cruz del Aguila, comenzará a ocultarlos sistemáticamente bajo una nueva «máscara» donde ya no se reconoce al avaro convencional. De este modo, puede decirse que la acción en la novela de Galdós aspira no solamente a representar una nueva época histórica, sino también (y consecuentemente) a modificar una figura literaria, a «transformar» la convención -la máscara- que Balzac había reinstaurado.138




II. Avaros de antiguo y de nuevo cuño

A partir de esa común imagen convencional divergen los dos personajes, contradictorios en sí y entre sí. Por su parte, Gobseck, «en apparence comme un usurier [...] est l'homme le plus délicat et le plus probe qu'il y ait à Paris. Il existe deux hommes en lui: il est avare et philosophe, petit et grand» (p. 460).139 En el personaje de Torquemada, «la grosería que informaba su ser efectivo [era] anterior y superior a los postizos de su artificiosa metamorfosis, [...] máscara de finura» (p. 1405). Durante toda su trayectoria, las dos novelas se mantendrán fieles a este estricto sistema de oposiciones, pero mientras el paradigma de Balzac le permite un singular engrandecimiento de una figura cuya apariencia es enteramente convencional (y convencionalmente mezquina), el de Galdós está destinado a desarticular no solamente la imagen convencional que Balzac conserva, sino también el mito superior que descubre bajo esa imagen.

Cuando el abogado Derville desvela el contraste entre apariencia e intimidad que caracteriza a Gobseck, concluye: «Ce petit vieillard sec avait grandi» (p. 445). La grandeza de Gobseck asume ciertos rasgos de divinidad.140 Desde el primer momento su casa es comparada con un «sanctuaire» (p. 434) y un «couvent» (p. 435) a donde los ricos empeñados acuden con sus «prières» (p. 445). De sí mismo nos dice Gobseck: «Mon regard est comme celui de Dieu [...]. Je puis avoir [...] le Pouvoir et le Plaisir [...]. Nous sommes dans Paris une dizaine ainsi, tous rois silencieux et inconnus, les arbitres de vos destinées» (p. 444). Su función en la sociedad es descrita con matices del mismo carácter: puede presentarse como «vengeur», «remord», «père» (p. 440), como «savant médicin» o «philosophe de l'école cynique» (p. 459), o como un «bourreau» (p. 470); más a menudo será «juge» (p. 454), pero una suerte de juez supremo que se permite increpar al abogado: «Tu te mêles de me juger?» (p. 471). Su condición de juez y la penetración de su vista «comme celui de Dieu» coinciden en el acto de humillación del conde, cuando el mismo narrador atribuye a Gobseck el derecho a ejercer una justicia superior: «En équité vous auriez raison; en justice, vous succomberiez» (p. 458). La fórmula verbal con que se aleja o se enmascara frente a sus víctimas -«Vraie, Possible,   —74→   Juste» (pp. 447, 452, 453, 457, 458, 471)- lo identifican más con el dios de los salmos que con el del evangelio -«El Camino, la Verdad y la Vida» (Jn. 14, 6)- y le dan un prestigio de que carecía la fórmula de M. Grandet: «le bredouillement» y «la sourdité» (Eugénie Grandet, p. 123). El poder, la superioridad de Gobseck se mantienen hasta el último episodio de su vida, cuando «fait le seigneur» en sus tierras, fuera de París (p. 471).

Sin embargo, lo que sobre todo ha despertado la admiración de Derville es la historia de los «principios» («mes principes ont varié», p. 438) que proporcionan al avaro la integridad y la calma de su comportamiento: «toutes les passions humaines [...] viennent parader devant moi qui vis dans la calme» (p. 439). La originalidad de Gobseck frente a aquellos avaros que le precedieron no consiste en una destrucción del antiguo modelo sino en una nueva justificación del mismo, mediante un equilibrio entre la «máscara» convencional y la intimidad del personaje (equilibrio también entre el arte y la ciencia, la pasión y la calma [p. 439], la pasión y la inteligencia [p. 475]). Gobseck ejerce la avaricia, como sus antepasados, pero «n'est pas, comme Grandet ou Harpagon, par l'amour de l'or, mais par principe».141 Torquemada, en cambio, se distinguirá de todos ellos no sólo por desear e intentar la destrucción del modelo, sino también, al mismo tiempo, por su impotencia para llevarla íntegramente a cabo, por la insuficiencia de la justificación que da a su destino: el narrador alude insistentemente a las limitaciones de su nueva apariencia, a su «deficiencia moral» (p. 1351), al «pobrísimo repertorio de ideas y expresiones» (p. 1377) y a una «falta de principios» (pp. 1451, 1470, 1546) que el personaje mismo reconoce. Gobseck percibía con claridad las tortuosas diferencias entre el bien y el mal («équité», «justice»). Para Torquemada, esa duda «de lo que significa ser bueno y ser malo» (p. 1355), que se inicia con la muerte de su hijo, no alcanzará solución ni siquiera en las últimas horas de su vida, después de haber sido largamente adoctrinado («qué tengo que hacer...» [p. 1610]). Gobseck era todavía un personaje épico,142 ejemplar, digno de imitación. Torquemada es un personaje novelesco, un imitador, «hombre de clase inferior y de extracción villana» (p. 1415), «hombre ordinario que ahora estudia para persona decente» (p. 1416), a quien, sin embargo, «reconocíanle todos por hombre sin cultura, ordinario y a veces bastante egoísta» (p. 1454). Torquemada es un espectáculo para la comunidad: primero, una imitación del avaro convencional, «un avaro de mal pelaje como los que se estilan en las comedias» (p. 1397); más tarde, una imitación «grotesca» (p. 1527) de una convención diferente: «¿Soy yo, por casualidad, rey, emperador, ni aun de comedia, con corona de cartón?» (p. 1513). Gobseck, por el contrario, se reconoce espectador (casi) único «des spectacles toujour variés» realizados por «sublimes acteurs» que «jouaient pour moi seul et sans pouvoir me tromper» (p. 444): Gobseck contempla precisamente a sus imitadores.

La «inferioridad» de Torquemada le da a veces un carácter de «demonio» (p. 1350) o «infernal espíritu» (p. 1514), que lo aproximan a Shylock, pero es transmitida más a menudo por imágenes del mundo animal: desde las cómicas e inofensivas como «murciélago» (p. 1388), «ganso» (pp. 1425 y 1455) y «pavo de corral» (p. 1519) hasta las elegidas por el odio, la brutalidad y la repugnancia, como «alimaña» (pp. 1432, 1536 y 1576), «sanguijuela»   —75→   (p. 1426), «jabalí» (pp. 1426, 1430, 1471), «sabandijo» (p. 1427), «búfalo salvaje» (p. 1456), «bestia» (pp, 1426, 1433 y 1435), «insecto», «mastín» (p. 1416), «cerdo» (p. 1454), «fiera» (p. 1425), «perro» (p. 1348), «hormiga» (p. 1339). La última referencia de este tipo alude al Torquemada moribundo que «despedía un olor ratonil, síntoma comúnmente observado en la muerte por hambre» (p. 1625). La muerte de Gobseck se presenta, en cambio, con una «imagen» superior y solemne: «il mourut avec toute sa raison, en offrant [...] l'image de ces vieux Romains attentifs que Lethière a peints derrière les Consuls, dans son tableau de La Mort des enfants de Brutus» (pp. 473-474).

Gobseck es el personaje «immobile» (p. 454), «inébranlable» (p. 440), cuya «calme» (p. 439) esencial no sufrirá nunca alteraciones profundas: «Le monde dira que je suis un juif, un arabe, un usurier, un corsaire! [...] Je m'en moque!» (p. 459). Gobseck era hombre «sur lequel personne n'aurait pu prendre le moindre empire» (p. 446). Para estos atributos, los términos de comparación con el bronce (pp. 433 y 473) y el mármol (pp. 452, 455, 471). Pero se trata sólo de la «máscara»: «Croyez-vous maintenant qu'il n'y ait pas de jouissances sous ce masque blanc dont l'immobilité vous a si souvent etonné?» (p. 445). El primer Torquemada será una sola vez comparado con el mármol (p. 1360), cuando todavía «en su carácter había algo resistente a las duras mudanzas de formas impuestas por la época» (p. 1351). Pero, con el tiempo, cederán sus resistencias, la mudanza de «formas» se acompañará de «una tristeza indefinible» -a pesar de que «los negocios marchaban como una seda» (p. 1385)- y él mismo llegará a confesar: «soy [...] un atormentado» (p. 1538); en la última etapa de su vida, sus tormentos serán equiparados a los del «Prometeo» de Rubens, que cuelga en una de sus galerías. Es un laborioso periplo el que acompaña sus transformaciones y desplaza a Torquemada desde la añorada huronera de la calle de San Blas al palacio «principesco» de Gravelinas, donde termina su vida. Gobseck, en cambio, ha conservado su primitivo espacio, donde, como emblema de su mismidadsois toi-même», p. 473), los muebles «semblaient avoir été conservés sous verre, tant ils étaient exactement les mêmes» (p. 472).

Tanto Balzac como Galdós incluyen en sus novelas un momento de suprema anagnórisis: el encuentro del avaro con sus riquezas, que es, a la vez, el encuentro del narrador -y el lector- con la verdadera naturaleza del personaje. El prolongado y meticuloso paralelismo entre Gobseck y Torquemada, entre la integridad del primero y la desintegración del último, adquiere entonces un nuevo matiz: Balzac presentará una situación que evoluciona de lo confuso y ambiguo a lo abierto e inconfundible; el personaje de Galdós recorrerá el camino contrario y el último momento será también el de mayor ambigüedad. Balzac se valdrá de una metáfora convencional -la religión del oro- que Galdós desintegrará en los dos elementos determinantes de la ambigüedad: la religión y/o el oro.

En La comédie humaine, «les avares ne croient point à une vie à venir. Le présent est tout pour eux» (Eugénie Grandet, p. 111), porque «l'or représente toutes les forces humaines» (Gobseck, p. 438) y «l'argent domine les lois, la politique et les moeurs» (Eugénie Grandet, p. 112). Galdós llamaba místicos a los avaros que practicaban esa «usura metafísica» (p. 1340), con   —76→   su «joie indicible» (Gobseck, p. 455) ante la presencia del oro: «les joues pâles s'etaient colorées, les yeux, où les scintillements des pierres semblaient se répéter, brillaient d'un feu surnaturel» (p. 454; subrayado mío). Primero Gobseck «luttait entre la joie et la sévérité» (p. 455), pero, desaparecido el rogante, «se mit à dançer» (p. 456). Entonces el narrador Derville descubre «cette joie sombre, cette férocité de sauvage, excitées par la possession de quelques cailloux blancs» (p. 457).

El avaro de Galdós ya no formaba parte de esa clase: «pasito a pasito y a codazo limpio se había ido metiendo en la clase media, en nuestra bonachona clase media» (p. 1341). Para el nuevo burgués, el brillo del oro ha sido desplazado por los dividendos de una cuenta corriente, y el banco ha inutilizado al bargueño, la caja fuerte o las habitaciones y armarios cerrados donde Gobseck amontonaba su fortuna.143 Sin embargo, el número conserva en las novelas de Galdós una parte del carácter sagrado («los sacros números» [p. 1385]) que el oro tenía en las de Balzac, con algunas de sus mismas trazas místico-grotescas. Pero Torquemada no es un completo descreído, sino un ambiguo creyente.144 Ya en la primera novela (que para la mayoría de la crítica no forma unidad con las restantes), quiere salvar la vida de su hijo con una fórmula intermedia de negocio y caridad. Muerto el niño, «la única imagen que en la casa del prestamista representaba a la Divinidad era el retrato de Valentinito» y ante su «altar» oficiaba Torquemada un ritual de números y cálculos que «era como decir una misa» (p. 1385). De su nuevo hijo, que nacerá, como Cristo, un 24 de diciembre, espera que sea «la encarnación de un Dios, un altísimo nuevo, el Mesías de la ciencia de los números, que había de traernos el dogma cerrado de la cantidad» (p. 1501); lo mismo que se habla en el Antiguo Testamento del Dios de las Batallas, «¿no hemos de tener también el Dios de las Haciendas, el Dios de los Presupuestos, de los Negocios o del Tanto más Cuanto?» (p. 1619). Las últimas palabras de Gobseck, «sois toi-même», acompañadas de una desaforada acumulación de tout, resumen su absoluta integridad. Torquemada, por el contrario, entrega «todo a Dios» al fin de su vida (p. 1613) con el único objeto de resolver el «negocio» de su alma (p. 1589) y muere luego con la palabra que recoge toda su ambigüedad: «conversión», no se sabe si del alma a Dios o si de la deuda exterior en deuda interior (p. 1627).




III. Metamorfosis y proyecciones

El lector accede al cuerpo central del relato de Balzac a través de un triple marco. El primero lo constituye la casa de la Vizcondesa de Grandlieu, «une des femmes les plus remarquables du faubourg Saint-Germain» (p. 432): es el lugar donde el abogado contará la historia del usurero. Se diría que, a primera vista, el «grand lieu» de la Vizcondesa y el sombrío alojamiento de Gobseck en la apartada «rue des Grés» (p. 432), a donde conducirá el relato, representan dos extremos incomunicables de cierta jerarquía social. El segundo marco lo determina la presencia del abogado Derville como narrador. El relato en primera persona supone una aproximación considerable pero equívoca e insuficiente: en primer lugar, Derville se refiere a la historia del avaro como   —77→   «les seules circonstances romanesques de ma vie [...], le roman de ma vie»; en segundo lugar, el protagonista de la historia «novelesca» no es el narrador sino «un personnage que vous ne pouvez pas connaître» (p. 433). El relato adopta así en un primer momento el carácter inofensivo y detaché de la ficción.145 Más aún: aunque se trata ya de un relato dentro de un relato, todavía sirve de marco a una tercera narración, esta vez del mismo Gobseck, que cuenta su propia vida a Derville. Desde ese punto, la figura del usurero comienza a adquirir trascendencia y dimensiones hasta recuperar todo el espacio que le alejaba del remoto marco inicial, el salón de la Vizcondesa de Grandlieu.

La primera y más intensa de las relaciones con que se inicia ese retorno es la de Gobseck y Derville: la misma circunstancia presente del abogado está tan determinada por Gobseck que, como ha señalado un crítico, «Gobseck n'est plus la par Derville, c'est Derville qui est la par Gobseck».146 Al principio los separan las más obvias distancias: las que van del viejo al joven, del rico al pobre, del ambicioso al mesurado (p. 432). La función del usurero es esencialmente la de arrebatar fortunas; el narrador abogado se presenta como el que las otorga: a Grandlieu (pp. 432 y 433), al mismo Gobseck (p. 445) y finalmente el traspaso de la herencia de Gobseck al joven Restaud. Pero la oposición es sólo aparente: con esa última entrega de fortuna (y desenlace de la narración de Derville) se descubre que el abogado es la prolongación de Gobseck.

Apenas comenzada la narración se establece el primer punto de contacto: «Ma sage conduite, qui faute d'argent, ressemblait beaucoup à la sienne» (p. 435). La historia que luego cuenta Gobseck contiene un dilema crucial: la bondad de Fanny o la hermosura de la Condesa. De su encuentro con Fanny dirá Gobseck: «Je fus quasi touché» (p. 443); y de la Condesa: «elle me plut» (p. 441). El avaro prologa la historia de sus dudas y su decisión con una exposición de principios (añadido de Balzac en 1835). Derville heredará los principios, las dudas y la decisión: se casa con Fanny (p. 445), pero no sin antes haber sufrido las «irresistibles séductions» de la Condesa (p. 451), en lo que él mismo definirá como «une des luttes les plus dangereusses que j'ai subies» (p. 465). Al mismo tiempo, el abogado mostrará cierta actitud de alumno ante el usurero («le papa Gobseck se radoucit et parut content de moi» [p. 448]). Llegará al extremo de imitar los modales de Gobseck («Je me repentis presque d'avoir fait cette réplique de Gobseck» [p. 462]) y contemplará a la Marquesa «avec la perspicace sévérité d'un juge» (p. 470), como primero había hecho Gobseck (p. 454). Por último, el lector descubrirá una inversión de papeles entre el que da y el que arrebata las fortunas: Derville es, en el momento de comenzar su relato, «le plus heureux et le meilleur des homines» (p. 446), y Gobseck, precisamente, «le singulier personnage auquel vous devez votre état» (p. 459). Como una forma clásica de reconocimiento, Derville se ha convertido en la voz del avaro, su mensajero y el autor de su apología.

La relación de Gobseck con la aristocracia incluye (además del relato ejemplar de Derville a la Vizcondesa), una serie de acontecimientos que implican fundamentalmente a otros tres personajes: la Condesa, el Conde y M. de Trailles. Al comienzo de estos nuevos encuentros, Gobseck es el «impassible» (p. 452), la «parfaite indifférence» (p. 458), la «calme» (p. 453), mientras los tres aristócratas revelan toda la angustia, la desesperación del culpable   —78→   ante el juez (pp. 442, 452, 453 y 458). Pero inmediatamente la relación con Gobseck comenzará a transformarlos y determinados aspectos de su personalidad podrán reconocerse en determinado personaje, de una forma que se diría sistemática. Por una parte, el avaro transmite la inmovilidad de su máscara blanca y «sa voix douce» (p. 434) a la figura de la Condesa, «masque impénétrable» (p. 462) y «ton poli» (p. 463). Si Gobseck resulta «en apparence comme un usurier» (p. 460), la Condesa será «épouse dévouée en apparence» (p. 464); y si ella es «plus forte que l'amour» (p. 441), Gobseck en su momento se exigirá «pas de faiblesse» (p. 473) con la pasión y los sentimientos. Observará justamente el avaro: «elle devint mon esclave» (p. 442). Por otra parte, Gobseck proyecta su personalidad oculta, de «homme délicat et probe», sobre la persona del Conde, tan opuesto a su mujer como se oponen en Gobseck los «deux hommes» de su propia persona. Gobseck sugerirá: «ayez un ami, si vous pouvez en rencontrer un, auquel vous ferez une vente simulée de vos biens» (p. 459); el Conde decidirá «transporter à Gobseck la propriété de mes biens» (p. 460). El dinero de ambos personajes busca un mismo destino: el pequeño heredero Restaud. La muerte los aproxima físicamente: el Conde «pressa ses doigts décharnés sur sa poitrine creuse» (p. 467) mientras «un affreux désordre régnait dans cette chambre» (p. 470); Gobseck «étendit son bras sec et sa main osseuse sur sa couverture» (p. 473), rodeado del inmenso desorden que detalladamente anota Derville (p. 474). Por último, M. de Trailles cumple una función transmisora, de colaborador: Gobseck recibe las fortunas de los aristócratas a través de gentes disipadas como el dandy, que se identifican así con el aspecto más mezquino y común del avaro. «Sans les dissipateurs, que deviendrez-vous? Nous sommes à nous deux l'âme et le corps» (p. 452), reconoce M. de Trailles. El «déjeuner de garçon» que caracteriza a Trailles es descrito por Derville como «le luxe d'un avare qui, par vanité, devient fastueux pour un jour» (p. 450).

Cuando, en la última página, el marco inicial vuelve a presentarse para cerrar la obra, la proyección de Gobseck ha cubierto ya todas las distancias que existían en la primera. El avaro, a lo largo del relato, desde el rincón inicial, amplía su vivienda primero a la habitación vecina, que es precisamente la de Derville (p. 447) y más tarde a todo el edificio (p. 472): es un emblema de su expansión en la sociedad; al fin, ha dominado todo el ámbito social, ha ocupado toda la casa, «tout entrait chez lui, rien n'en sortait» (p. 473; subrayado mío). Ese tout definitivo guarda una estrecha relación con el todo que Torquemada repite obsesivamente al final de su larga metamorfosis: en ambos casos, un todo que abandona la casa del avaro para regresar al punto de partida, el heredero Restaud (p. 475) o la Iglesia (pp. 1613-1615), cuya desamortización de bienes había enriquecido a Torquemada.

Cabe así postular que las novelas no sólo coinciden en la imagen inicial -convencional- de los avaros, sino también en el último accidente, póstumo, de sus biografías. Pero entre esos dos extremos ocupa a los novelistas un ejercicio muy diferente. Balzac aspira a descubrir en todas sus dimensiones la figura del avaro, de manera que sus rasgos tradicionales no sólo se conservan profundamente marcados sino que se proyectan sobre el elemento competidor: la sociedad en general y, sobre todo, la aristocracia. Por su parte, Galdós llevará   —79→   a cabo en su novela el encubrimiento del avaro tradicional, la disolución de sus rasgos convencionales, hasta que apenas sea posible reconocerlo. Se trata de una forma de represión impuesta a la vez por su nueva clase social -la burguesía- y por los competidores -la aristocracia a los que Torquemada imita: al contrario que en la novela de Balzac, el lector de Galdós tendrá acceso inmediato y completo a la figura del avaro, pero habrá de esperar toda una novela hasta ser introducido en la casa de los aristócratas.

En las novelas de Torquemada, el mecanismo de esa represión es la «transformación» o «transformaciones» (pp. 1383, 1396, 1419, 1626, etc.) y «metamorfosis» (pp. 1396, 1458, etc.), a que constantemente alude el narrador o alguno de sus personajes. Pero, por más que los aristócratas estén convencidos del éxito de la empresa («usted es mi hechura, mi obra maestra», asegura Cruz del Aguila [p. 1477]), la metamorfosis no es completa y -para continuar con la terminología freudiana- el laborioso retorno de lo reprimido es la otra constante del relato. La insuficiencia de la represión se transmite en términos como «máscara» (pp. 1415, 1405, 1483, 1558), «careta» (pp. 1469, 1583), «andamiaje» (p. 1427), «similor» (p. 1458), «barniz» (p. 1516), «figurón» (p. 1583), «becerro de oro» (p. 1525) y todas las referencias a «decoraciones de teatro» (p. 1451) con que el narrador y/o sus personajes describen las transformaciones de Torquemada. El ciego Rafael será el primero en observar que se trata de «una esfera de engaños y mentiras» meramente visual (p. 1416). En esas condiciones, el retorno de lo reprimido da lugar a un contraste que el mismo narrador llamará «irónico» al describir una de sus manifestaciones simbólicas: cuando nace el hijo del avaro y la aristócrata se pone de manifiesto «el contraste irónico entre su monstruosidad y la opulencia de su cuna» (p. 1584). Del mismo modo, el palacio último de Torquemada será una «mansión de príncipes» encajonada en una «calle vulgar» (p. 1555); el Torquemada «inquisidor», que da título a las novelas, acabará -resultado de las «transformaciones»- «atormentado como los que pintan en las láminas de la Inquisición o del Infierno» (p. 1538); las Aguilas, salvadas de la miseria, exigirán el «agradecimiento» de su salvador (p. 1447); el avaro que despoja a la sociedad recibirá un homenaje por poner «sus capitales y su inteligencia al servicio de los intereses públicos» (p. 1524). Inversamente, Rafael y Cruz comentarán de sus primos: «nos odian. ¿Qué les hemos hecho? -Les hemos hecho ricos, ¿te parece poco?» (p. 1440). Al comenzar la ascensión de Torquemada, la huronera donde vivía «iba perdiendo de hora en hora su ambiente de miseria» (p. 1428); cuando alcanzó la cumbre, el palacio era «un caserón desordenado y caótico» (p. 1448) que, más tarde, «caía en una especie de sedación taciturna, como cuerpo vencido del cansancio y la fiebre» (p. 1582). En el último momento, Torquemada, marqués, millonario en su palacio, dueño de «todo», se morirá precisamente de hambre (p. 1625).

Esta «ironía» o justicia poética, que se registra en todas las circunstancias fundamentales de la novela, opera también en un ámbito más amplio y sutil, donde el mundo imaginado por Galdós es sólo uno de los elementos integrantes. Explícitamente se refiere el narrador en las novelas de Torquemada a las razones históricas de la «transformación» impuesta sobre el avaro por los aristócratas:

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La monarquía transigiendo con la democracia [...]. La aristocracia, árbol viejo y sin sabia, no podía ya vivir si no lo abonaba el pueblo enriquecido.


(p. 1404)                


Nuestra época de uniformidades y de nivelación física y moral.


(p. 1472)                


Ley del siglo, por la cual la riqueza inmueble de las familias aristocráticas va pasando a una segunda aristocracia, cuyos pergaminos se pierden en la oscuridad de una tienda o en los repliegues de la industria usuraria.


(p. 1555)                


La confluencia del mundo histórico y el novelesco supone en este caso un nuevo «contraste irónico»: la aristocracia de la novela no se desprende de sus riquezas sino que, como la Iglesia, las recupera («ser lo que fuimos» [p. 1424] y «restablecer en su casa el esplendor de otros días» [p. 1450] son sus aspiraciones). La «uniformidad» es, entre los personajes de la novela, reconocida mascarada. La «nivelación física y moral» resulta una labor contradictoria e interminable: Torquemada nunca logra sentirse «él mismo» en casa de las Aguilas; las Aguilas «se le iban metiendo en el corazón» y «en la mente» (p. 1392), sin llegar nunca a ocuparlas del todo. En ese mismo ámbito de ironías confluyen también las dos figuras literarias: de una parte, el avaro convencional, cuya sublimación había conseguido Balzac a base de un equilibrio estable entre máscara e intimidad, pasión e inteligencia, bondad y justicia..., etc.; de otra, el avaro solitario, despojado -pero no del todo- de aquella herencia literaria por su parcial «exaltación a un estado social superior» (p. 1431), incapaz de ser y de dejar de ser, en atormentador equilibrio, no entre los dos elementos de su personalidad, como Gobseck, sino entre dos modelos, el que fue y al que aspira.

La «reencarnación» (p. 1486) de Torquemada («¿Pero me he vuelto yo niño? -se dijo» [p. 1392]) se realiza más sistemáticamente en las marcadas etapas que señalan, por ejemplo, los cambios de casa a lo largo de las novelas (sobre todo en la tercera, capítulos I y II), pero también en modificaciones más paulatinas y sutiles, como la de su vestuario («y al igual que su ropa habrán cambiado el genio y las mañas» [p. 1394]) y especialmente la de sus palabras. El lenguaje es una de las mayores obsesiones de Torquemada («la elocuencia de la noble señora le fascinaba y la fascinación le volvía tonto» [p. 1380]) y una de las fuentes de ironía más socorridas en el relato: el avaro se convierte en «mecenas» de la poesía que siempre había desdeñado (p. 1470) y, más adelante, cuando quiere volver a utilizar «los términos groseramente expresivos que solía usar en su vida libre» comprueba que «tan sólo acudían a su boca conceptos y vocablos finos, el lenguaje de aquella esclavitud opulenta en que se consumía» (p. 1514).147 En este orden de cosas, el discurso del narrador hace una implícita profesión de equilibrio, de neutralidad, para servir de punto de comparación, primero a la grosera expresividad, y luego, a la palabrería fina de su personaje. Se manifiesta así un nuevo aspecto del conflicto profundo de las novelas de Torquemada: entre Gobseck y el principal narrador de su relato había una tendencia a la identificación o, cuando menos, a la simpatía; Torquemada y sus narradores mantienen una discordia constante que se declara en todos los órdenes del relato, incluido el estrictamente verbal. La última palabra de Torquemada, «conversión», es el último indicio de esa hostilidad: el narrador que tan fácilmente penetraba en la conciencia y los sentimientos del avaro se declara ahora incapaz de interpretar   —81→   el verdadero sentido con que ha sido pronunciada, aunque se trata apenas de otro sinónimo de sus términos preferidos, «transformación», «metamorfosis».

El sistema de etapas se observa más bien en la economía (desde el momento en que «todo el mecanismo del banco, que para él había sido un misterio, le fue revelado» [p. 1395], hasta los aumentos fabulosos de su haber [pp. 1476, 1508, 1514]); en el rango político (de simple ciudadano a senador [p. 1499]); en el social (de simple burgués a marqués [p. 1504]); en el espiritual (desde el abandono de las casas de préstamo [p. 1483] hasta la entrega de «todo» [p. 1613] con el objeto de «ganar el cielo» [p. 1588]). Pero entre las etapas de uno y otro orden existe una ambigua relación de causalidad y el lector no puede determinar exactamente si, por ejemplo, el abandono de las casas de préstamo es una exigencia de orden económico, social, político o solamente religioso. En cualquier momento de ese largo, detallado proceso, las transformaciones llaman a engaño porque, si bien por una parte «no sólo le admite la sociedad [...], se adapta admirablemente a ella» (p. 1540), por otra, el narrador no deja de recordar una y otra vez que se trata de «aprecio superficial de mucha gente que no ve más que lo externo» (p. 1486) y el ciego Rafael observará: «sus éxitos y su valía ante el mundo son efectos de pura visualidad, como las decoraciones de teatro» (p. 1541).148

Galdós opone a Torquemada tres aristócratas y un abogado. Cada uno de los tres hermanos del Aguila mantiene con Torquemada una relación distinta que ilumina o transforma (cabe decir, dispersa) su figura en direcciones diferentes, contradictorias. Rafael («soy el pasado» [p. 1521]) tiene una «antigua conformación de persona de alcurnia» (p. 1523), es el «tipo» del aristócrata -el más distante de Torquemada- que no puede sobrevivir a los nuevos tiempos: «Me voy, señor don Francisco, yo no puedo estar aquí» (p. 1541), son las palabras que preceden a su suicidio. La relación con Rafael no transforma a Torquemada, más bien tiende a mantenerlo en su antigua figura, en el espacio que la tradición literaria le había señalado. La ausencia de Rafael y de su estricto sentido del honor149 contribuye en la novela a abrir ese espacio y a desdibujar sus límites.

Cruz («existencia positiva» [p. 1541]) interviene en esa coyuntura; «era el gobierno, la diplomacia, la administración, el dogma» (p. 1478). El narrador aprovechará el doble sentido del término «hermana política». Cruz es sobre todo la figura ambigua que participa de la imagen tradicional del aristócrata y de la nueva imagen del burgués. Ella será el motor de las transformaciones de Torquemada y su relación se puede contraponer directamente a la de Gobseck con la Condesa de Restaud. Cruz del Aguila y Torquemada se identifican también en más de un aspecto: la aristócrata participa del «éxtasis económico» (p. 1406) que es constante en el avaro. Como él y con el mismo motivo es llamada «hormiga» (pp, 1339 y 1406). Su interés por la «figuración» (que no comparten los otros hermanos) les hará permanecer unidos como preceptora y discípulo (p. 1393). Si Gobseck puede decir que la Condesa se había convertido en su esclava (p. 442), Torquemada habrá de reconocer «aquella esclavitud» (p. 1514) a que le tiene sometido Cruz del Aguila. El resultado de los trabajos de Cruz es descrito por el narrador en términos que aluden tanto a la transformación del «tipo» literario común como a la del personaje singular:

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Cuando Torquemada, ya en los meses de febrero y marzo, pisó las tablas del mundo grande, y le vieron y le trataron muchos que le habían despellejado de lo lindo, no le encontraban ni tan grotesco ni tan horrible como la leyenda le pintó, y esta opinión daba lugar a grandes polémicas sobre la autenticidad del tipo. «No, no puede ser aquel Torquemada de los barrios del sur -decían algunos-. Es otro, o hay que creer en las reencarnaciones».


(p. 1486)                


Fidela, al extremo opuesto de su hermano Rafael, «había perdido en delicadeza y sensibilidad, y no se hallaba en disposición de apreciar exactamente la barbarie y prosaísmo de su cónyuge» (p. 1453). Es la caída, el «porvenir» (p. 1521) de la aristocracia, cuyos rasgos convencionales ya no le pertenecen. Su matrimonio con el avaro se prefigura en una serie de indicios: la relación de Torquemada con el retrato de Valentín se reproduce entre Fidela y sus muñecas; en ambos casos se «charla» de dinero (p. 1470); «Yo también soy matemática», dirá cuando sea ya esposa (p. 1519). Fidela, que sueña a menudo con escaleras,150 incluye en sus sueños a Torquemada (p. 1394): la imposibilidad de que los dos esposos se encuentren en las escaleras del sueño, como en otras varias ocasiones (pp. 1401, 1403, 1414, 1447, 1448), preludia el fracaso de ese matrimonio, que se mostrará definitivamente, bajo otra forma simbólica, en el hijo, «este muñeco híbrido, este monstruo» (p. 1522). Precisamente durante la gestación del pequeño engendro se introduce en la novela un nuevo personaje, Morentín, «plebeyo por parte de padre, aristócrata por la materna, como casi toda la generación que corre» (p. 1463). Este ejemplar de la nueva síntesis es rechazado violentamente por aquella familia, que aspira a la conversión completa del plebeyo en el aristócrata.

El modelo masculino de Torquemada no es Morentín sino Donoso. Abogado, intermediario y transmisor de fortunas, como Derville, no es el imitador sino el imitado. La novela propone de nuevo un personaje singular y un «tipo» común: «todo, Señor, todo, en don José Ruiz Donoso delataba al caballero de estos tiempos, tal y como debían ser los caballeros, como Torquemada deseaba serlo, desde que esta idea de la caballería se le metió entre ceja y ceja» (pp. 1388-1389). Donoso revela al avaro los misterios del banco (p. 1395), comunica a Cruz con Torquemada durante su ruptura de relaciones (cuarta novela) y actúa en general de «parlamentario» (p. 1427). Hasta el mismo encargo del testamento, que resuelve la «operación mercantil» de Torquemada con la eternidad (p. 1610) es llevado a cabo por Donoso. Pero entre Derville y Donoso hay una profunda diferencia: Derville es el relator inmediato de la vida y obra de Gobseck, y hace la apología de su triunfo con tonos de grandiosidad y apoteosis. Donoso no relata lo que ha pasado sino que dicta lo que debe pasar. El relator inmediato de la vida de Torquemada es un ser anónimo que dice recoger su información del «licenciado Juan de Madrid, cronista tan diligente como malicioso de los Dichos y hechos de don Francisco de Torquemada»; de «otro cronista no menos grave, el Arcipreste Florián»; del «Maestro López de Buenafuerte» (p. 1450) y de otros «historiadores inéditos» (p. 1338) en continua «desavenencia» (p. 1369). Balzac encontró un solo relator, convencido y entusiasmado; Galdós los multiplica y los hace contradecirse en la degradación y desintegración de «Torquemada el peor» (p. 1338).151 Se trata, sin duda, de la fórmula más eficaz para desdibujar los trazos del modelo primitivo: multiplicar sus versiones, oponer diversas lecturas, interpretaciones   —83→   irreconciliables. El perfil del antiguo avaro y el del nuevo ya no pueden así volver a coincidir.

Universidad de Princeton





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