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ArribaAbajoLa función del trasfondo histórico en La desheredada

Antonio Ruiz Salvador


Después de un año sin publicar novelas ni episodios nacionales, Galdós sorprende a sus lectores con la aparición de las dos partes de La desheredada, en enero y junio de 1881. La acogida inicial de la crítica desilusiona al escritor que, en carta a Giner (14 de abril de 1882), se queja de «cierta frialdad en el público y en la crítica»,29 reacción injusta e inesperada que tiene que doler a un escritor consciente del valor de su novela: «Puse en ello especial empeño, y desde que concluí el tomo, lo tuve por superior a todo lo que he hecho anteriormente».30

Esta frialdad de la acogida31 no puede ser achacada al desconocimiento de la novela, pues tanto el público como la crítica, que han ido siguiendo año tras año y con creciente interés la fecunda y regular producción literaria de don Benito, esperan impacientes a que Galdós rompa con La desheredada el silencio del año anterior. Cuando Ortega Munilla desde su columna de Los Lunes del Imparcial (27 de septiembre de 1880) informa a los lectores de los quehaceres literarios que ocupan a Galdós, parece estar tranquilizando a un público que, casi por costumbre, espera anualmente una obra de su escritor favorito. Y, sin embargo, cuando por fin aparece La desheredada, la expectación que había precedido a su publicación se convierte en esa frialdad que tanto duele a su autor.

Los jóvenes del «Bilis Chib», ardientes defensores del naturalismo, rompen el silencio de la fría acogida inicial por medio de «Clarín». Su ferviente elogio del nuevo don Benito,

Escandalícense, porque es bien que se escandalicen ahora los críticos meticulosos..., ¡Galdós se ha echado en la corriente; ha publicado su programa de literatura incendiaria, su programa de naturalista...!32


parece indicar que tanto esta violenta defensa del sector naturalista de la crítica como el silencio de censura de una crítica tradicional, giran en torno de lo que ya en 1881 es una cuestión palpitante. Si en la nueva novela «Clarín» cree ver un paso definitivo de lo que Casalduero llama el mundo romántico de los Episodios a la cruda realidad naturalista, la crítica tradicional, con su silencio desaprobador, parece reconocer también como cierto el nuevo sesgo literario que lleva a Galdós de Balzac a Zola.

En la carta a Giner, Galdós escribe haber «querido en esta obra entrar por un nuevo camino o inaugurar mi segunda o tercera manera»,33 pero el experimento literario de La desheredada, que reúne tendencias ya empleadas en los Episodios y en las primeras novelas, además de la naturalista, no es un manifiesto naturalista a lo Zola. Se le ha llamado «naturalismo a la española»34 y, apurando un poco más, podría llamársele naturalismo galdosiano, pues don Benito, como doña Emilia Pardo Bazán (tachada de ser un Zola femenino), acepta la doctrina del escritor francés con numerosas restricciones, nunca en su totalidad. La indudable presencia de rasgos naturalistas -locura hereditaria de los Rufete: «Venís de Tomás Bufete, y ya sé que de mala cepa no puede venir buen   —54→   sarmiento» (pág. 983),35 «ralea de chiflados» (pág. 985); observación minuciosa de la vida de los barrios bajos, etc.- se complementa con lo que llama Casalduero el «andamiaje histórico»,36 que ha servido para soportar el peso de la trama a lo largo de las dos primeras series de los Episodios y que vuelve a ser necesario esqueleto en La desheredada, aunque aquí la carne que lo recubre tenga a ratos el sabor amargo de la visión naturalista del mejor Zola.

Así, el nuevo camino galdosiano, su última «manera», combina los senderos y maneras anteriores, y, al concluir en el cauce naturalista las preocupaciones sociales e históricas de las novelas anteriores, un complejo trasfondo histórico sigue apoyando la acción novelística que transcurre entre 1872 y 1875. Como cronista, Galdós anota cuidadosamente las fechas y hechos principales de este turbulento período en el diario de don José de Relimpio y Sastre (Relimpio por tener el «bolsillo más limpio que patena» (pág. 1020) y andar siempre acicalándose, y Sastre por sus labores). En calidad de gacetillero siempre atento al suceso del día, Galdós describe episodios menores, como el de las mantillas con que las damas alfonsinas protestan contra el rey Amadeo, o el del paso de las espectaculares comitivas reales. Al decir que a las niñas de Pez «no se les caía de la boca la palabra cursi» (pág. 1035), como a su hermano Joaquín le viene a los labios la palabreja «cursilona» (pág. 1041) para expresarle a Isidora el abismo social que los separa, Galdós está sacando a relucir la palabra del momento, que empezó a circular durante los primeros años de la revolución. (Hasta el austero don Francisco Silvela se dejo llevar por la moda años más tarde y, en colaboración con Santiago Liniers, escribió un libro titulado La Filocadía, o arte de distinguir a los cursis de los que no lo son, con un reglamento «para la instrucción del Club de los Filócalos...»).37

En la opinión de Isidora Rufete sobre las explosiones de petardos:

¿Qué resulta? Que suena mucho, que se asustan los que pasan, que se rompen dos cristales, que se caen algunas personas, y nada más. ¡Simplezas y pamplinas!


(pág. 1133)                


que parece ser el eco literario de sucesos madrileños, tal y como los describe Fernández Bremón en su «Crónica General» de La Ilustración Española y Americana (1878),

Cuatro petardos han estallado en Madrid en pocos días: el primero mató a una pobre mujer, hiriendo a otra y a un niño; el segundo rompió una ventana destrozando los cristales de varias casas; el tercero hizo terribles destrozos en la calle de las Huertas, poniendo en peligro la vida de una señora; el cuarto produjo una gran alarma...


Galdós está reseñando «el nuevo crimen», como lo llama La Ilustración, ajustando los sucesos de la novela a los del Madrid real con toda fidelidad. No sólo el lugar de una de las explosiones, «la puerta de la casa del duque» (pág. 1133), aproxima la acción novelística a la histórica (pues el duque en aquellos años era el de Sexto, cerca de cuyo palacio estalló un petardo),38 sino que también los supuestos móviles de las explosiones reales son trasladados a La desheredada. Así, el que el tahúr «Gaitica»39 se dedique, directa o indirectamente, a explotar petardos, va respaldado por la creencia común de los madrileños, aparentemente compartida por Galdós, de que las explosiones eran un «modo de protesta de los garitos de juego contra la persecución gubernamental», como escribe J. Selgas   —55→   en su «Crónica» del primer número de la Revista de Madrid (1881). Además, lo que Galdós describía en 1872 como «esa broma terrible de nuestros comicios»40 toma una dimensión mucho más seria al ser el peligroso pasatiempo del anarquista «Pecado», que quiere «lo de abajo arriba y lo de arriba abajo» (pág. 1133). Con la contundente sentencia del socialista Juan Bou, «¡Petardos, arma traidora de los perdidos, truhanes, jugadores y demás escoria!» (pág. 1136), Galdós critica abiertamente la violencia del creciente movimiento anarquista español, convencido de que estos medios no cambiarán el destino del país.

El traslado de la realidad madrileña al ámbito de La desheredada es algo evidente, y una lectura más detenida de los sucesos diarios en la prensa del momento añadiría nuevos casos a los ya presentados. Es curioso notar, sin embargo, que, a diferencia de los Episodios, La desheredada, cuya acción transcurre entre 1872 y 1875, incluye hechos históricos posteriores a esos años. La última acción de «Pecado», en que Galdós recrea los dos intentos de regicidio (25 de octubre de 1878 y 30 de diciembre de 1879), es quizá el mejor ejemplo de este empleo anacrónico de la Historia. Si ésta y la novela coinciden en el lugar del atentado, la calle Mayor de Madrid, también los autores del hecho tienen mucho en común, además del fallar sus disparos. En realidad, «Pecado» es una síntesis de los tristemente célebres Juan Oliva y Francisco Otero. Varios rasgos de Oliva coinciden con los del joven Rufete: es joven, hijo de honrados labradores, pésimo estudiante por su «carácter díscolo e indómito» y trabajó en un taller de imprenta.41 Francisco Otero, que por su juventud hace sospechar a la Prensa «que no haya nacido espontáneamente en el inculto cerebro de un aprendiz de pastelero la idea de cambiar la situación política del país de un pistoletazo»,42 parece prestar la fuente de su indigestión de teorías políticas a «Pecado», a quien «en el trato de seis meses con Bou se le había comunicado la idolatría, el ente Pueblo» (pag. 1081).

Si el trasfondo histórico apuntala la acción de los Episodios y de La desheredada, los anacronismos históricos de la novela descubren a un nuevo Galdós. El que recreaba y criticaba el pasado en las dos primeras series de los Episodios con el fin didáctico de aprender en el futuro con los errores pasados, era un Galdós optimista:

«Hechos y nada más que hecho», escribía en 1872, «Después de todo, esto no es tan malo ni tan feo como a primera vista parece. No hay cosa alguna más hermosa que la realidad, ni nada tan novelescamente curioso como lo que ha pasado».43


Sin embargo, el esperanzado aprendiz de historiador que escarbaba en el maremagnum de los hechos nacionales en busca de la realidad española, cerraba Un faccioso más y algunos frailes menos (1879) con una nota de dolor:

[...] los años que siguen al 34 están demasiado cerca... Son años a quienes no se puede disecar, porque algo vive en ellos que duele y salta al ser tocado con escalpelo.44


Y si al dolerle el pasado cercano no podía continuar los Episodios, en 1880, un Galdós angustiado por la caída de la primera República y las tendencias ya perceptibles de descomposición nacional, deja que su presente histórico se filtre en la acción de La desheredada (1872 a 1875). Nunca, hasta esta novela, ha dejado Galdós que su caótico presente determine el pasado con tanta fuerza, ni que su amargura personal subjetivice su hambre de objetividad histórica.

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Además del uso del trasfondo histórico como apoyo de la novela, Galdós recurre a otra técnica anterior: el escudar a España detrás de un personaje femenino.45 Así, en la segunda serie de los Episodios (1875-79), la terca Jenara Baraona representa la España tradicional que se enfrenta a la del futuro, encarnada en la abnegada Solita Gil de la Cuadra. Del mismo modo que en La Fontana de Oro Clara personifica la España del trienio liberal, y que en Doña Perfecta Rosario es símbolo de la España-víctima, la Isidora Rufete de La desheredada representa la España frívola y degradada de 1872 a 1875. En La Fontana de Oro, Clara se debate entre «Coletilla» y Lázaro (tío contra sobrino, absolutista contra liberal). En El audaz (1871), Galdós logra crear una gran tensión dramática escudando las divergencias políticas, las luchas por España, en la rivalidad de dos hombres que se enamoran de la misma mujer. Este mismo simbolismo en que las ideas se escudan detrás de los pretendientes, se encuentra también en Doña Perfecta en la lucha que Pepe Rey, liberal científico, y Jacinto, conservador ñoño y medievaloide, sostienen por la mano de Rosario. También en la segunda serie de los Episodios se aumenta el dramatismo haciendo que las dos Españas se enamoren de un mismo hombre, el liberal Salvador Monsalud. Este, sin embargo, acaba casándose con Soledad, y Jenara se une con el cruel «Garrote» que al final resulta ser hermano natural de Salvador.

Si en las dos primeras series de los Episodios Galdós, dejándose llevar por su esperanza, unía a las parejas que representaban el futuro de España, en las primeras novelas este entusiasmo está mucho más controlado. El escritor, fiel a la Historia, deja que ésta determine los desenlaces: el símbolo no se rebela contra la inconmovible realidad de los hechos. Pero al escribir para que los futuros desenlaces históricos puedan ser lo que los de sus novelas debieron ser, el fin didáctico de presentar la tragedia de España como aviso suaviza lo brutal de los finales.

Pero en La desheredada, España (Isidora) vuelve a sucumbir. Ñoña y frívola, pero con indudable nobleza (la Historia de España desde la revolución del 68 hasta el asesinato de don Juan Prim), empieza a perder su estatura moral (de ahí el título del capítulo «Suicidio» de la primera parte) con la llegada de la primera República. En esa noche del 11 de febrero de 1873, Isidora decide su destino en la calle del Turco. Conviene recordar que el lugar común galdosiano de hacer que el personaje encarnador de España decida su destino histórico en la calle, va determinado por un idéntico lugar común en la Historia de España:

[...] ¡Oh España!, ¿qué haces, qué piensas, qué imaginas? tejes y destejes tu existencia. Tu destino es correr tropezando y vivir muriendo... ¿Qué pasa? Que la Historia de España ha salido de paseo. Es muy callejera esa señora...


escribe Galdós en La primera República (pág. 1112). Siempre fiel a la relación Nación-personaje, cuando «esa señora» se echa a la calle su símbolo novelístico va tras ella. Pero Galdós no se reduce a trasladar la acción histórica a la de La desheredada. Al hacer que la Rufete se lance en los brazos de su primer amante en la calle del Turco y no es otra, está recreado la escena del asesinato de Prim en la misma calle, donde está «escrita la página más deshonesta de la historia contemporánea» (pág. 1060). La relación Isidora-España queda apuntalada: si el asesinato de Prim precipitó a la España de la revolución del 69 en   —57→   la anarquía, el «suicidio» de la Rufete la hundirá en la prostitución. La España que se disputaban pretendientes liberales y absolutistas, o conservadores y liberales, en las obras anteriores, era una víctima con cierta dignidad. En el final de La desheredada, la España a quien degeneran sus manías de grandeza y una serie de amantes (ya no pretendientes) cada vez de peor estofa, ha perdido toda su dignidad. En un final en que la destrucción es tan total como irremediable, Galdós ha reunido la profecía histórica con el determinismo naturalista.

El Galdós anterior a La desheredada actúa de médico de cabecera de la enclenque nación española. Tomándole el pulso histórico, observa sus achaques pasados y receta sin descanso para que en el futuro el cuerpo social pueda salir del estado enfermizo en que se encuentra. Pero en 1881, muy consciente del empeoramiento de la salud nacional, que además sigue resistiéndose a seguir sus consejos médicos (porque familiarizada la sociedad con su lepra, ya ni siquiera se rasca porque ya no le escuece», pág. 1035), Galdós está muy cerca de desahuciar al paciente. Por lo pronto, al repasar el historial clínico del país en busca de lo que le ha llevado a semejante estado, el apoyo histórico con que antes trataba de encontrar causas y efectos al maremagnum nacional, cambia ahora de signo. Si antes perseguía las causas de la enfermedad, ensayando poner al país en el camino de la convalecencia, ahora analiza las de la agonía. De la mano del naturalismo, el médico de cabecera se convierte en cirujano forense, y La desheredada, que tanto se parece a una autopsia literaria, presenta fría y científicamente la Historia clínica de España. Sólo la dedicatoria de la novela presenta, aunque vaga, una esperanza de salvación. Cundo «curanderos y droguistas» (filósofos y políticos) han fracasado en sus diagnósticos y recetas, cuando el «infeliz paciente» agoniza sin remedio, Galdós acude «a los que son o deben ser sus verdaderos médicos: a los maestros de escuela» (pág. 965).

La moraleja final de La desheredada la emite Galdós desde un principio por medio del venerable Canencia de Leganés, ese loco que rezuma verdades:

-Hija mía -dijo el anciano con vivacidad- una de las enfermedades del alma que más individuos trae a estas casas es la ambición, el afán de engrandecimiento, la envidia que los bajos tienen de los altos, y eso de querer subir atropellando a los que están arriba, no por la escalera del mérito y del trabajo, sino por la escalera suelta de la intriga, o de la violencia, como si dijéramos, empujando, empujando...


(pág. 974)                


Es decir, el materialista interés vertical, que según Galdós es común denominador de los españoles, de querer trepar en la escala social a toda costa y por cualquier medio. Esta es la causa principal de la descomposición de España, que, por determinismo histórico, va a provocar la destrucción de su símbolo novelístico.

La imagen de una nación agonizante es demasiado tentadora para no apurar del todo sus posibilidades naturalistas, y Galdós, que conoce bien «su» Zola, toma como éste la perspectiva del novelista médico, aunque no de un modo tan tajante.46

También La desheredada es una novela experimental en que Galdós busca a su público por otros derroteros. Así, la forma de acercarse al tema también varía. En esta novela, el novelista-médico presenta el caso clínico de España como se presentaría un caso de interés médico a los miembros de un congreso. El conferenciante, que ha seguido el desarrollo de la enfermedad   —58→   durante años, domina el historial y anticipa el final del paciente. Galdós parte en su narración de una hipótesis general sobre el virus de que se trata, que ilustra con una descripción del medio donde habita, de sus síntomas y de los microbios que lo llevan y contagian. El caso de España, visto a través de Isidora Rufete, se abre con las palabras de Canencia (hipótesis general), que se corroboran en la moraleja final.

El medio de La desheredada es Madrid, ese Madrid donde la vieja aristocracia (tan maltratada en la primera serie de los Episodios) ha sido sucedida por una nueva burguesía adinerada que, en penoso éxodo, ha llegado de los pueblos a la capital. Con esta revolución social, la escala de valores ha cambiado. El triunfo en la sociedad ya no esta determinado por el mérito y el trabajo, sino par el capital acumulado o por la simple apariencia de haberlo conseguido. El oro, y el papel moneda después, encumbra a los que lo tienen y niega un puesto en este Olimpo materialista a los que luchan, empleando si es preciso todo tipo de triquiñuelas, por lograrlo.

De aquí que vemos emplearse en palacios, goces y placeres por unos, los ahorros de sus padres; y que otros, por los medios de un ingenio peligroso, cuando no criminal, busquen y brillen hoy, para aparecer hundidos mañana y más desgraciados después...47


Este comentario de Rodríguez-Ferrer, testigo visual como Galdós de la sociedad madrileña, respalda históricamente los rasgos con que don Benito la describe en su novela. Si el lujo externo abre puertas sociales que antes sólo franqueaba la nobleza de sangre, es natural que todos los entes sociales de La desheredada traten de alcanzarlo («tendré un caballo y me vestiré todo de seda», dice Mariano Bufete -pag. 1048) o de aparentarlo («Él no era rico, pero era preciso parecerlo», dice Galdós de Melchor Relimpio - pag. 1021).

Este «nuevo Madrid» presenta el continuo pulular de una serie de especies zoológico-sociales portadoras del mismo virus mortífero: el ansia de trepar. En esta va latente la convicción de que esa posición social es un derecho del individuo que, al pertenecerle, no tiene que ganarlo sino simplemente exigirlo u ocuparlo. Esto explica el que Isidora se sienta en «destierro social» (pag. 1012), es decir, temporalmente separada de lo que legalmente le pertenece, y el que todos los personajes envidien al que tiene más que ellos -a Melchor «el lujo de los demás le azotaba la cara» (pág. 1021) y a los Pececillos les pasaba otro tanto, como dignos habitantes del país que Tomás Bufete llamaba «Envidiópolis» (pág. 965)- sintiendo que también ese más les pertenece.

Lo materialista de las ambiciones de esta sociedad se concentra en el ardiente deseo de conseguir una fortuna lo antes posible, pues esto garantiza la añorada posición social. Como Melchor Relimpio, «fanatizado por lo que oía decir de fortunas rápidas y colosales» (pág. 1022) y «de fortunas improvisadas» (pág. 1021), los madrileños se lanzan en su busca. Los trucos que emplea el joven Relimpio para amasar su pequeño capital están apoyados históricamente por el gran número de instituciones (loterías -diez en 1879, según Francos Rodríguez,48 rifas y bancos fraudulentos, como el de Baldomera Larra, hija de «Fígaro») y de individuos (tahures como «Gaitica» y timadores como los célebres «Apóstoles», que se dedicaron a «curar milagrosamente» a los crédulos madrileños)   —59→   que aparecen en la capital por estos años. Individuos y organizaciones sin escrúpulos se aprovechan de la candidez y codicias sociales, movidos a su vez por idénticos fines.

Si el mal nacional es este deseo de enriquecerse, los síntomas del virus que corroe a la sociedad madrileña son diversos. La misma enfermedad puede presentarse en distintas formas y, para ilustrar esto, Galdós escoge una serie de tipos zoológico-sociales representativos en los que concentra las variaciones individuales del mal general.49 Cada uno de ellos es portador de un síntoma diferente: todos buscan esa fortuna, aunque por distintos medios. Los innumerables miembros de la familia Pez (la especie zoológica es símbolo de la burocrática) se sienten corno peces en el agua en la pecera nacional, donde pescan destinos y favores en el río revuelto de los acontecimientos. La de los Pájaros es una clase igualmente voraz que, apoyada históricamente por un Ministerio del mismo nombre («debido al nombre de los ministros Chao, Sorní, Tutau y Pí» )50 recuerda a ese zolesco «flair des oiseux de proie» con quien el Aristide Rougon de La curée51 cae sobre París. Tanto Peces corno Pájaros roban del presupuesto nacional, convencidos de que tienen derecho a ello (pág. 1037).

Otros, como Melchor Relimpio, engañan al incauto y codicioso prójimo por medio de toda clase de estafas. Los hay, como «Caitica», que hacen su pequeña fortuna «en infames juegos de azar» (pág. 1138), método que al no darle tan buen resultado a «Pecado» (pag. 1084), le lleva, buscando aceptación social -expresada patéticamente en su desesperado «quiero que se hable de mí» (pág. 1136)- al intento de regicidio. Pero los bacilos, a pesar de sus diferencias, son todos uno y lo mismo.

Del mismo modo que Tomás Rufete veía detrás de las figuras de los loqueros de Leganés a «la oposición, la minoría, la Prensa» y al «país que le vigilaba, le pedía cuentas» (pág. 968), el lector de La desheredada puede reconocer en sus personajes sintomático-simbólicos a tipos político-sociales de la época de Galdós. Este, buen conocedor de los actores del drama nacional, debió recurrir a su experiencia personal para describir a estos personajes. Sin embargo, se destaca desde un principio que el lector no debe tratar de identificarlos como individualidades, sino como tipos sociales en el sentido costumbrista de la palabra. Al describir a don Manuel José Ramón del Pez, yerno y digno émulo del Pipaón de los Episodios, este ilustre «ordeñador mayor por juro de heredad de las ubres del presupuesto» es presentado como un

hombre, en fin, que vosotros [los lectores] y yo [el escritor] conocemos como los dedos de nuestra propia mano,52 porque más que hombre es una generación, y más que persona es una era, y más que personaje es una casta, una tribu, un medio Madrid, cifra y compendio de una media España.


(pág. 1033)                


Es, en suma, síntoma de una enfermedad social escudado detrás de un tipo característico de la época. Aunque en él puedan reconocerse «peces» individuales, don Manuel no es un «pez» concreto, sino la concentración de todos los rasgos comunes del «ser pez» en un personaje-tipo. Lo mismo puede decirse de Frasquito Surupa, alias «Gaitica», que «conocido de todo Madrid... ha venido a nuestra narración por la propia fuerza de la realidad» (pág. 1138). En él se encama un tipo social contemporáneo, el del tahúr chulesco, como en Melchor   —60→   Relimpio va representada la burguesía «baldomerista».53 De igual modo los Pececillos son la quintaesencia del señorito madrileño: Joaquinito, crápula y bobo; Adolfito, paseando su señoritismo por el ámbito señorial del «Veloz Club»,54 y Federico, que «era oradorcito» (pág. 1036), dominando cualquier materia por círculos ateneistas.

En este medio ponzoñoso viene a caer la infeliz de Isidora que, contagiada de la lepra social, virus al que ella no es inmune por comulgar en el mismo mal de querer ser reconocida socialmente a toda costa («todo es mío», exclama codiciosamente en la casa de Aransis -pág. 1030), acaba trágicamente. El determinismo naturalista del avance de la enfermedad a partir del contacto con Joaquín Pez, se complementa con el histórico del progreso de la anarquía y la degradación nacional (el «suicidio» que se ha iniciado con el asesinato de Prim). El turno pacífico -«Aunque en el Congreso se tiran a matar, allá, entre bastidores, son amigos y se sirven bien», así describe Joaquín a Isidora las relaciones entre su padre y el ministro (pág. 1089)- que se produce en la política nacional entre Peces y Pájaros, se refleja en el paso de un amante a otro en la vida de la Rufete. Peces y Pájaros arruinan el país del mismo modo que los cinco amantes causan la ruina moral, y en el caso de Pez económica también, de Isidora. Pájaros, Peces y esas especies intermedias que Galdós llama «peces alados» y «avecillas con escamas» (pág. 1068), tomando, e invirtiendo, la imagen calderoniana del cuarto verso de La vida es sueño («pájaro sin matiz, pez sin escama»), alternan en su voracidad: en la República unitaria y en la Monarquía constitucional los Peces dominan la situación; en la República federal y en la Restauración las posiciones se invierten, quedando los Peces reducidos a ser cesantes. Pero siempre hay un grupo desangrando al país, como hay un amante o «protector» de turno degradando a Isidora.

Todas las plagas sociales y políticas que conviven en el Madrid galdosiano (el señoritismo -Joaquín Pez-, la alta burguesía enriquecida con el contubernio entre su posición política y sus negocios sucios -Alejandro Sánchez Botín-,55 la pequeña burguesía cuyas fortunas se han hecho a base de estafas -Melchor Relimpio-, o de trampas en el juego -«Gaitica»- y el socialismo utópico catalán de Juan Bou) se mezclan en el ámbito de La desheredada, aunque vayan apareciendo en la vida de Isidora, como síntomas cada vez mas graves, en cierta cronología.

El rígido determinismo histórico, que en esta novela se tiñe de naturalismo, influye en el orden de aparición de los amantes. Si para Galdós España acaba degradadamente en 1881, el fin de su símbolo ha de ser idéntico. La corrupción de Isidora se acentúa y acelera echándola en brazos de individuos cada vez de peor calaña. En su caída, y como España, la Rufete sigue sin aplicarse los remedios que la receta Miquis. De la alocada pero digna muchacha de la primera parte a la iza germanesca en que se ha convertido al final, media la distancia moral que existe entre el marqués viudito de Saldeoro y el «chulo vestido de persona decente» (pag. 1137) que es «Gaitica». Este no es, sin embargo, el último eslabón de una cadena de corrupción, porque Isidora deja al ruletero para caer en un prostíbulo.

Para el Galdós de 1881, España ha venido desintegrándose irremediablemente   —61→   desde que Prim cayera herido de muerte en la calle del Turco, y su símbolo novelístico tiene que desaparecer también. El viejo modelo democrático anglosajón del bipartidismo desemboca en 1881 en un caótico pluripartidismo de «diez y siete partidos y veintiséis fracciones»,56 y España queda a merced de los caprichos políticos en ese lupanar parlamentario en que se ha convertido el Congreso. Isidora, a su vez, cae en un burdel, «abismo que le ha solicitado con atracción invencible» (pág. 1161) desde el principio de la novela. La angustiosa visión que tiene Galdós del presente histórico hace que la Rufete, atraída magnéticamente, se precipite en un final tan trágico como preconcebido. En sus ultimas palabras -«Este es mi destino» (pág. 1161)- Isidora expresa dramáticamente su falta de autonomía, la imposibilidad de escapar del rígido ananké que le ha impuesto su creador. La conclusión, como cabía esperar, confirma la hipótesis inicial. Con ello el diagnóstico optimista del pasado pasa a ser en La desheredada una autopsia del presente.

Harvard University. Cambridge, Mass.