Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —62→     —63→  

ArribaAbajoFrancisco Bringas: nuestro buen Thiers

J. E. Varey


Los límites del mundo de Francisco Bringas son muy estrechos. Nombrado por febrero de 1868 oficial primero de la Intendencia del Real Patrimonio, vive en el Palacio y allí tiene la oficina. «Tal canongía realizaba las aspiraciones de toda su vida, y no cambiara Thiers [es decir, Bringas] aquel su puesto tan alto, seguro y respetuoso por la silla del Primado de las Españas» (III, 19).57 Los aposentos altos del edificio regio son una «real república» (III, 19), cuyos miembros se dedican a apoyar al trono amenazado por la revolución; a la vez, en su desorden y laberínticas complicaciones, son un simulacro de la monarquía decrépita: «Es que durante un siglo no se ha hecho allí más que modificar a troche y moche la distribución primitiva» (IV, 22). Este mundo está habitado por seres humanos tales como doña Cándida, con sus «cacareadas grandezas» (V, 29), e Isabelita Bringas lo ve en una de sus pesadillas como «una ciudad de muñecas; ¡pero qué muñecas!» (VIII, 50). La verdad se encuentra entre los sueños y en los labios inocentes de una niña de corta edad. Evidentemente la escena del lavatorio y comida a los pobres es un retablo de títeres, y Galdós lo describe con varias frases en que se alude al teatro: es una «comida palaciega», una «farsa», un «cuadro teatral» (VIII, 46, 47).58 Este mundo de maniquíes tiene asimismo sus parásitos: «En los infinitos huecos de aquella fabricada montaña habita la salvaje república de palomas, ocupándola con regio y no disputado señorío. Son los parásitos que viven entre las arrugas de la epidermis del coloso. Es fama que no les importan nada las revoluciones: ni en aquel libre aire, ni en aquella secular roca hay nada que turbe el augusto dominio de estas reinas indiscutidas e indiscutibles» (IV, 25). Al contrario, Isabel II era reina muy discutible, y en marzo de 1868, cuando empieza el relato, las amenazas de la revolución perturbaban la paz del regio palomar.

Francisco Bringas prefería cerrar los ojos a la posibilidad de la revolución. Le vemos en primer lugar concentrando la vista en el trabajo minucioso de su célebre obra de pelo, «con una limpieza de manos y una seguridad de vista que rayaban en lo maravilloso, si no un poquito más allá» (I, 9). «Su vista era como la de un lince» (III, 18). «¡Qué bonito, qué precioso!» exclaman las niñas cuando lo ven: «Don Francisco, se va usted a quedar ciego» (VIII, 43). Esta profecía de las niñas viene a ser la verdad, pero la ceguera de Francisco Bringas, si físicamente se debe a esta labor minuciosa, psicológicamente representa el deseo por parte del marido de no saber nada de las debilidades de su mujer.59

Rosalía Bringas, esposa del buen Thiers, tiene la manía de los trapos. «En otro tiempo, la prudencia de Thiers pudo poner un freno a los apetitos de lujo» (IX, 53), pero, al regalarle Agustín Caballero los vestidos que habían de ser de su esposa (episodio relatado en Tormento), «los regalitos fueron la fruta cuya dulzura le quitó la inocencia» (IX, 54). Abrió los ojos Rosalía, y se encontró desnuda. Sus esfuerzos por vestirse elegantemente acaban por hacerla embaucar a su marido y perder el honor; por no querer ver ni el fraude ni la ignominia,   —64→   Francisco Bringas cierra los ojos, metafóricamente. Y su ceguera moral y doméstico-económica, digámoslo así, coincide con la ceguera que le viene de la obra de pelo.

Seducida por Milagros, Rosalía se deja perder dulcemente, y los esfuerzos que de vez en vez hace para escaparse del enredo no pueden sobrepujar a «la acción intoxicante de una embriaguez de trapos» (XI, 69). Mientras tanto, «don Francisco, absorto en el interés de su obra, no se apartaba ni un punto de ella» (XII, 69). Su concentración en la labor le permite a don Manuel del Pez, representante del burócrata venal e inmoral, distraer a Rosalía con sus fórmulas huecas y vanidad personal. «Vestía este caballero casi casi como un figurín» (XII, 73). Le cuenta a Rosalía sus infortunios matrimoniales -Et in Arcadia ego- «y pedía por favor que le tuvieran cariño y aun que le mimaran, para consolarse de la tormentosa vida que llevaba en su casa». En este momento, «don Francisco, dejando los laboriosos pelos, aparecía frotándose los ojos, y tomaba parte en la conversación» (XIII, 80).

Desde aquí adelante, la historia de Rosalía puede desdoblarse en dos renglones: sus seducción por Pez, y los arreglos monetarios, cada vez más desesperados, que tiene que hacer para cubrir sus gastos en las tiendas de los modistas. «Porque su pasión del lujo la había llevado insensiblemente a un terreno erizado de peligros, y tenía que ocultar las adquisiciones que hacía de continuo por los medios más contrarios a la tradición económica de Bringas» (XV, 87). En los amenos campos del Retiro -¿otra Arcadia, o Edén con su serpiente?- cuenta a Pez lo que le parece la sórdida avaricia de su esposo. «¡Oh, Pez, aquél sí que es hombre!» (XVII, 100), se dice, poniéndole muy por alto de don Francisco, «un poca-cosa, un pisa-hormigas que me está predicando tres horas porque puse o no puse siete garbanzos más en el cocido» (XVII, 101). Esta etapa en la vida de Rosalía tiene también su equivalente en la de Bringas: «Retirose aquel día del trabajo don Francisco más fatigado que nunca. Veía los objetos dobles y tenía la cabeza tan mareada como si estuviese a bordo de un buque» (XVII, 102).

Hacia el 13 de junio, la situación de Rosalía se hace imposible. Medita sobre la inutilidad del dinero de su marido, guardando bajo llave en la arqueta, y piensa movilizarlo durante la ceguera de éste. «Tranquilízate -le dice Bringas- que yo lo llevaré con paciencia, y casi casi principio ya a acostumbrarme» (XX, 126). Se acostumbra de tal manera que no se da cuenta de que Rosalía va empeñando los candelabros de plata y algunas alhajas, para pagar al prestamista. Cuando éste viene a casa, dice don Francisco: «Tengo la cabeza tan débil, y al mismo tiempo tan trastornada, que me pareció oír contar dinero» (XXI, 130). No quiere saber nada de la verdad. Recobrado hasta cierto punto del ataque, «con la arqueta sobre las rodillas, iba sacando y contando hasta poner la regateada cantidad en las manos de su mujer» (XXII, 138). Con la ceguera de Bringas, Pez se agiganta cada día mas a los ojos de Rosalía, mientras Bringas le viene a parecer hombre vulgar, y el cortejo de aquél se hace más patente. Cuando una tarde Bringas no quiere que se ponga luz, Pez y Rosalía salen al balcón, y aquella noche «el sueño... vino tarde, tras un largo rato de cavilación congestiva» (XXVIII, 182).

Al día siguiente, dice Bringas que «la idea de recibir la luz en los ojos me   —65→   horroriza» (XXIX, 185). En la mañana del 8 de julio, «observó por la mañana una pérdida casi absoluta de la facultad de ver» (XXX, 191), y comienza la larga y penosa cura del oculista Golfín; éste, con inconsciente ironía, le asegura a Bringas que «usted verá, usted verá lo que nunca ha visto» (XXX, 193). Anhela Rosalía un momento la sencilla tranquilidad de su vida anterior, pero cuando Bringas le entrega la llave de la arqueta, ella se encuentra más capitalista de lo que había creído. Llevada tanto por el deseo de complacer a Milagros cuanto por la necesidad de demostrar que ha dejado de ser esclava, y alentada por los ofrecimientos de ayuda económica que le ha hecho Pez, le presta a su amiga una cantidad de dinero sacada de la arqueta, acción que la va a llevar inexorablemente a su triste destino. Cae por fin en manos de usureros.

En varias ocasiones parece que Bringas descubrirá lo que ha hecho su esposa, y una vez va a abrir la caja, «pero cuando ya don Francisco metía la uña en el huequecillo de la madera, hubo en su espíritu un cambio de intención que debió de ser milagroso... Algún ángel inspiró al ratoncito Pérez la idea de dejar para otra vez el recuento de sus ahorros» (XXXIII, 212). Prefiere quedarse ciego.

La primera tentativa de Pez de seducir a Rosalía falla, no tanto por la mucha virtud de ésta, sino por su posesión de dinero en aquel trance. «Pez no había tenido la habilidad o la suerte de sorprenderla en uno de aquellos infelices momentos en que la satisfacción de un capricho o las apreturas de un compromiso movían en su alma poderosos apetitos de poseer cantidades, que variaban según las circunstancias. En tales momentos, su pasión de los perifollos o el anhelo de cubrir las apariencias y de tapar sus trampas, la cegaban hasta el punto de que no vacilara en comprar el triunfo con la moneda de su honor... Así se explica el enigma de la derrota de Pez» (XXXVI, 227-228). También Rosalía se queda ciega en ciertos momentos. Mientras tanto, los ojos de Bringas sanan rápidamente, pero «resguardados de la luz por espejuelos muy oscuros» (XXXVIII, 245).

Con septiembre viene el día del juicio final, aunque Rosalía logra aplazarlo hasta después de la llegada de Pez. Este se muestra frío al principio, pero la situación es desesperada, y Rosalía se entrega. Pero el gran Pez también es un poca-cosa, y no le paga. «¡Ignominia grande era venderse, pero darse de balde...!» (XLIV, 286). Por fin, después de grandes humillaciones, consigue el dinero de la que había sido su criada, Refugio Sánchez Emperador, y la cuestión se finaliza.60 Pero no así la vida ni de Rosalía, ni de Francisco Bringas. Cae la monarquía; Bringas permanece fiel al trono y viene a quedar cesante; sufre otro ataque más serio todavía; y la familia por fin tiene que dejar su morada en el Palacio Real. Les vemos alejándose: el «ratoncito Pérez... andaba con lentitud, la vista perturbada, indecisa el habla» (L, 327). Rosalía es, al parecer, fiera, la «piedra angular» de la familia; pero moralmente perdida por completo».61

El tema de la ceguera es, pues, de gran importancia en el desarrollo de las relaciones entre Rosalía y su marido, pero no explica por qué el autor le llama a éste tantas veces «el buen Thiers», «el gran economista», etcétera. Galdós se refiere evidentemente a Louis Adolphe Thiers, historiador, economista y estadista, de cuyo libro De la propriété; poseía un ejemplar en versión española.62   —66→   A Francisco Bringas le gusta la tranquilidad, y cuando González Bravo le ofrece un gobierno civil de provincia, «a él le repugnaba lo espinoso del cargo, y no quería abandonar su tranquilidad y aquel vivir oscuro en que era tan feliz» (XV, 91). Evidentemente la transferencia del apellido del ilustre economista francés al humilde y ahorrativo oficial de Palacio es irónica, pero ha de preguntarse uno si encumbre también significado más hondo.

En su tratado sobre la propiedad Thiers insiste en la beneficencia del trabajo, origen de la prosperidad y de la propiedad; arguye, en contra de las teorías de socialistas y comunistas, que la propiedad privada es esencial para el bienestar de la comunidad, y dice además que, como estímulo del trabajo del individuo, la propiedad debe ser transmisible tanto por herencia cuanto por donación: «[...] Es preciso que el hombre trabaje sin tasa y sin fin, y que trabajando aun excesivamente usando de todas sus facultades, lo hace en provecho suyo y de los demás, pues la abundancia que se va adquiriendo recae sobre todos; por consiguiente, tanto la propiedad personal que se le presenta como un fin, aunque limitado, como la propiedad transmisible por herencia, que es un fin sin límites, son ambas una necesidad social».63 Dijo Thiers ademas en un discurso pronunciado el 13 de septiembre de 1848: «El principio de la propiedad en mi opinión es el trabajo. El hombre sin el trabajo, aunque haya sido ricamente dotado por el Creador es el más miserable de los seres, y la sociedad miserable como el individuo».64 Volviendo al ejemplar del tratado de Thiers conservado en la biblioteca de Pérez Galdós, vemos que algunos bordes de páginas están doblados o tienen señales de haber sido doblados en una ocasión. Estas son las páginas 17-26, comprendiendo los capítulos III y IV del libro Primero.65 El capítulo III trata de la universalidad de la propiedad, y expone que «en todos los pueblos por rústicos que sean, hállase pues la propiedad, como un hecho antes, como una idea después, idea más o menos clara según el grado de civilización que han alcanzado, pero siempre invariablemente decretada».66 El capítulo IV estudia las facultades del hombre, concluyendo que dichas facultades constituyen «una primera especie de propiedad, que no será tildada de usurpación. Yo en primer lugar, después mis facultades físicas o intelectuales, mis pies, mis manos, mis ojos, mi cerebro; en una palabra, mi alma y mi cuerpo».67

El hombre-propietario, pues, según Thiers, es conscientemente individualista, anhela el trabajo, y trabaja no solamente para sí mismo, sino para sus hijos -y, gracias a estos fuertes estímulos, trabaja para el bien de la humanidad entera, siendo pequeña rueda en la gran máquina que era la civilización europea que se desarrollaba con tanto ímpetu e impaciencia a mediados del siglo XIX-.

Evidentemente el ahorrativo Francisco Bringas quiere dejar alguna propiedad a sus hijos. Dice a Rosalía que cuando vuelva a la oficina en septiembre, será preciso «trabajar, y sobre todo economizar. Nos hemos atrasado considerablemente, y hay que recobrar a fuerza de privaciones el terreno perdido. Cuento contigo hoy como he contado siempre; cuento con tu economía, con tu docilidad y con tu buen sentido... De este modo nuestros hijos tendrán pan que llevar a la boca y zapatos con que calzarse, y yo podré esperar tranquilo la vejez» (XLI, 268-269). Esto no es más que una perogrullada que se le podría ocurrir a cualquiera. Hemos de buscar una caricatura de las teorías de Thiers más bien   —67→   en el trabajo de oficina al cual alude Bringas, y sobre todo en el consumado trabajo de pelo.

El trabajo que hace Thiers en la oficina no vale gran cosa. No trabaja mucho; y sus deberes son los de cualquier oficial de una burocracia lenta y esencialmente conservadora: obstruye, niega y sólo da paso a los amigos y a los que tienen buenas recomendaciones. Su trabajo seguramente no va a redundar en beneficio de la humanidad. En cuanto a la obra de pelo, la emprende como forma barata -haciendo cálculos minuciosos (III, 15)- de hacer «un delicado obsequio con el cual quería nuestro buen Thiers pagar diferentes deudas de gratitud a su insigne amigo don Manuel María José del Pez» (II, 9). La yuxtaposición del apodo Thiers con el vocabulario comercial es muy reveladora. La deuda de gratitud se originó en haber buscado Pez un nombramiento para el hijo de Bringas: «Sin aguardar a que Paquito se hiciera licenciado en dos o tres Derechos, habíale adjudicado un empleillo en Hacienda con cinco mil realetes, lo que no es mal principio de carrera burocrática a los diez y seis años mal cumplidos. Toda la sal de este nombramiento, que por lo temprano parecía el agua del bautismo, estaba en que mi niño, atareado con sus clases de la Universidad y con aquellas lecturas de Filosofía de la Historia y de Derechos de Gentes a que se entregaba con furor, no ponía los pies en la oficina más que para cobrar los cuatrocientos diez y seis reales y pico que le regalábamos cada mes por su linda cara» (II, 9-10).

Francisco Bringas es, pues, un hombre que busca la tranquilidad, que es ahorrativo y que quiere bien a sus hijos. Su trabajo es improductivo, y la labor minuciosa que emprende, no solamente es de mal gusto y totalmente sin utilidad, sino que representa el pago de un favor que a su vez ha dado al hijo mayor de la familia otro empleo igualmente improductivo. Bringas rechazaría el mundo de Thiers, así como rechaza la revolución liberal; representa un modo de vida que la marcha de la civilización, según la entiende Thiers, va a suprimir totalmente.68

No sería demasiado decir que esta novela puede interpretarse como la lucha entre dos actitudes frente al capital. Al principio de la novela, Rosalía «si algo compraba, después de pensarlo mucho y dar mil vueltas al dinero, pagaba siempre a tocateja» (X, 60). «Bringas tenía por sistema no comprar nada sin el dinero por delante»; (XI, 64). Pero esta actitud le parece a Milagros improductiva; es guardar dinero «onza sobre onza, a estilo de paleto. ¡Qué atraso tan grande! Así está el país como está, porque el capital no circula, porque todo el metálico está en las arcas, sin beneficio para nadie, ni para el que lo posee. Don Francisco es de los que piensan que el dinero debe criar telarañas. En esto su apreciable marido de usted es como los lugareños ricos» (XVIII, 110-111). «¡El dinero de manos muertas es la causa del atraso de la nación!» (XVIII, 112). Hemos visto que en una situación económica difícil, la reacción instintiva de Bringas es la de ahorrar, no la de ganar más dinero. Y su actitud se refleja en la de Isabelita, su hija: «Todo lo va guardando en su hucha y tiene ya un capital». «Sale a papá», comenta su hermanito (XXVIII, 177). Tiene la manía coleccionista... hábitos de urraca» (XL, 259), y va guardando celosamente sus tesoros de los ojos de todos, con la excepción de su padre.69

  —68→  

Milagros representa, al parecer, una actitud opuesta frente al capital: «Yo tengo aquí mucho crédito», dice, refiriéndose a uno de los establecimientos que frecuenta (X, 61-62). En su deseo de pedir dinero prestado a Rosalía, le inflama con ideas capitalistas, hasta que ésta se pregunta: «Guardar dinero de aquel modo, sin obtener de él ningún producto, ¿no era una tontería? Si al menos lo diera a interés o lo emplease en cualquiera de las Sociedades que reparten dividendos...!» (XXXI, 199). Pero cuando examinamos lo que hace Milagros con el dinero prestado, vemos que lo gasta todo en trapos y cenas, es decir, en lujo. Su enfoque no tiene nada que ver con las teorías del capital expansionista de los economistas contemporáneos, y se aproxima más a la usura medieval. Todos caen por fin en manos de Torquemada -el Torquemada de su primera época.

Realmente no existe el capital en Madrid. Ya lo reconoce Bringas cuando dice que «aquí el lujo está en razón inversa del dinero con que pagarlo» (XXVI, 168). Estos son los Misterios de Madrid: Misterios sin nada de misterioso (XXXIII, 206-207), porque todo el mundo sabe cuanta fachada hay en la sociedad matritense. «Ay, qué Madrid este, todo apariencias», comenta Refugio (XLVI, 299). La vida de la clase media de Madrid es, pues, tan superficial y vacía como la de los criados palaciegos descrita al principio de la novela. No puede buscarse la salvación de España en el mundo de Milagros y Pez, como tampoco en el de doña Cándida y Francisco Bringas.

La hueca vanidad de la vida social, tanto la del Palacio cuanto la de la clase media, subraya el tema político de la novela. Cae el trono, y los republicanos llegan al poder. Bringas permanece leal, y viene a quedar cesante. Pero los humildes revolucionarios que se ven en las calles, en las plazas, en el mismo Palacio, no son los terroríficos chupasangres que ha pronosticado Bringas. Son «chiquillos..., gente pacífica..., pobre gente» (XLIX, 319, 320, 321), y tampoco ellos salen triunfantes. Pero, por mucho que cambie el gobierno, quedarán siempre como en su elemento los Pez de este mundo. Siempre perduraran los de los enchufes, de los empleillos, de los arreglos, las «buenas personas».70 Nadie como Pez «sabía agradar a todos, y aun entre los revolucionarios tenía muchos devotos» (XII, 72). Viene el diluvio, pero el gran pez sale a flote, «el arreglador de todas las cosas, el recomendador sempiterno, el hombre de los volantitos y de las notitas» (VI, 32). Las implicaciones políticas son evidentes. Sugiere Galdós, a través de Rosalía, que «vendrían seguramente tiempos distintos, otra manera de ser, otras costumbres; la riqueza se iría de una parte a otra; habría grandes trastornos, caídas y elevaciones repentinas, sorpresas, prodigios y ese movimiento desordenado e irreflexivo de toda sociedad que ha vivido mucho tiempo impaciente de una transformación» (L, 324): es decir, el asunto de las Novelas contemporáneas galdosianas, presagiado, algo fuera de carácter, por la protagonista de esta novela. Pero añade el autor, con mueca irónica, que en cuanto a la vida política y burocrática, Plus ça change, plus c'est la même chose.

Galdós, desde muchos puntos de vista, simpatiza con Bringas, hombre leal, bueno, cariñoso y que se decepciona a sí mismo. Rosalía llega al punto de anhelar la sencilla tranquilidad de su vida anterior: «¡Qué sosiego y qué dulce   —69→   correr de los días, sin ahogos ni trampas, sin acreedores!» (XXXI, 195). Aunque le parezca ahora ordinaria e intolerable, habían pasado la luna de miel en el campo, fuera de Madrid, lo que significa casi siempre en las Novelas contemporáneas algo más genuino que la vida artificial de la ciudad. Pero no existe la posibilidad de volver al idilio perdido, al Edén o a la Arcadia; el mundo de Louis Adolphe Thiers triunfará, y el de Francisco Bringas corre hasta su fin. Y pase lo que pase, las palomas quedarán como las verdaderas reinas del Palacio. Los revolucionarios que están de guardia en el Palacio, dejados sin comida por sus jefes, intentan cazar a las palomas, «pero con muy mala fortuna. Los revolucionarios tienen mala puntería» (XLIX, 321). A pesar de las revoluciones políticas, los parásitos florecerán siempre. Este mundo no es de los ratoncitos Pérez, sino de los grandes Peces.

Westfield College, Universidad de Londres.