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ArribaAbajo- III -

Prosa/Prose



ArribaAbajoJusto S. Alarcón

La llorona


La llorona

No se discutía de otra cosa en el baile. La banda de los Hermanos Luévano no hacía más que tocar corridos. Los hombres pasaban con el pecho abultado y el paso marcial. Las mujeres sentadas, con las manos en los ombligos, cuchicheaban. Los muchachos se atusaban un bigote robusto aunque más bien imaginario. Y las señoritas, con ojos asustadizos y medio virginales, miraban de reojo.

-¡Quesque Pancho Villa ha resucitao!

-¡Chihuahua!

-¡Chingan! ¡N'hombre!

-Si mi agüelita dice que asistió al funeral y le echaron muncha tierra encima.

-¡N'hombre! esas son cosas de la gente argüendera.

-La verdá, compa, es que lo de la muerte de don Pancho fue puro mitote.

-Yo también soy de la mesma creyencia.

-¡Qué caballo!

-¡Qué bigote!

-¡Qué cuerpo!

-¡Qué hombre!

-Dizque La Pintada lo miró pasar cercas del canal.

-Sería La Llorona, comadre.

-No, quesque era el alma del dijunto don Pancho.

-Vendrá a jodernos otra vez.

-No, comadre, los espíritos no joden.

-Yo ya sabía, compa, que Villa no nos había abandonao.

-Pos de seguro. ¡Cómo iba a dejarnos ansina, jodidos y todo!

Al vaivén de los acordes musicales las parejas daban vueltas en círculos concéntricos. Quién de cachetito, quién al estilo tejano, quién le entraba al chancleo norteño. Los cigarrillos levantaban anillos de humo que se iban deshaciendo poco a poco en una atmósfera cargada. Los tacones de las botas aceleraban el paso siguiendo el ritmo del tambor, mientras las faldas dibujaban abanicos fantásticos y de múltiples colores que se esfumaban y confundían con las notas caprichosas del saxofón.

Una dama vestida de negro y un caballero de traje rojo giraban y giraban destacándose paulatinamente de entre la muchedumbre. La de negro flotaba como llama en los brazos robustos del que llevaba traje rojo. De pronto, alguien se percató de un chispazo que había brotado del tacón izquierdo del caballero misterioso. Acompañando al chispazo había salido un chorro de humo. «¡Es el diablo!», gritó una voz. Se paró el baile al instante. «¡Era la Llorona!», chilló una vieja desdentada, mientras un olor pestilente invadía el salón. «¡No, que jue Pancho Villa en su caballo!», vociferó el bigotudo que tocaba el saxofón. Un sordo murmullo, como escapado de un enorme fuelle, salió de lo más profundo del pulmón colectivo envuelto en una nube de humo. Una masa de gente fue lanzada por la puerta y tragada por la noche que estaba esperando con las quijadas abiertas.

Era una noche plateada y fría. Los rayos temblaban en las hojas de los árboles. Una brisa de invierno se filtraba por los tejados de las casas, mientras zarandeaba los aullidos prolongados de los perros que apuntaban el hocico a la luna.

Miguel iba tieso, con los dedos enroscados en el volante del Chevy. El perfil de Xóchitl se dibujaba en relieve contra la pálida luz que se reflejaba en las paredes de las casas. Salió del carro y caminaba como un autómata en trance. Bajo la luz de la luna su vestido fingía un velo de seda que trasparentaba la silueta esbelta de una mujer en ciernes.

Doña Lupe observó que su hijo apagaba la luz de su alcoba. Por la ventana entornada se filtraba la blancura de la luna y los espíritus se dibujaban colgados y jugando con las hojas desmedradas de los árboles de la calle.

-Agüelita.

-¿Qué, m'hijito?

-¿Es cierto que la Llorona mató a sus hijitos?

-Eso dice la gente.

-Y, ¿por qué anda por junto al canal todas las noches?

-Porque allí los ahogó.

-¿Por qué hizo eso la Llorona, agüelita?

-No lo sabe ninguién, m'hijito.

-Y ¿por qué le llaman Llorona?

-Porque siempre está llorando.

-Y, ¿por qué está siempre llorando?

-Porque ahogó a sus hijitos y eso es un pecado muy grave.

-Y, ¿por qué no me dejas salir de noche y acercarme al canal, agüelita?

-Porque te agarraría la Llorona.

-Y, ¿por qué me agarraría la Llorona?

-Porque se creería que eras uno de sus hijos.

-Pero sus hijos están muertos, ¿que no, agüelita?

-Sí, m'hijo, duérmete ya.

-Tengo muncho miedo, agüelita.

«Ayyy... de mis hijos». Se oía el lamento por todo el barrio Las Pencas. «Yo no les he matado, mis hijos, yo no fui. Eso es lo que dicen, pero yo no fui». Se oía el lamento en un tono de voz de protesta. Una protesta contra una acusación no fundada. «La mujer que los mató no fue su madre, hijitos míos. Fue una madrastra, una puta. A esa puta que les robó le llaman ustedes Sociedad. Yo no fui, hijos míos, yo no fui. Fue ella, esa chingada puta. Ayyy...». El viento llevaba el lamento por todas partes. Como el círculo en el baile, como un gran anillo de humo, como un remolino de polvo, como un torbellino salió del barrio Las Pencas y... de Aztlán.

Una sombra larga cruzó como un relámpago por el desierto. «Jodidos, cabrones, dormidos, huevones... Síganme, no se queden ahí quietecitos y encorvados en las milpas, en los traques, en los hoyos, envueltos en sudor y en polvo. Levántense ustedes, los que están acostados entre seis tablas durmiendo el sueño de la muerte. Yo lo hice, háganlo ustedes también, carajo».

Era una sombra mitad hombre mitad bestia. Corría como si hubiera escapado del infierno. Era de negro azabache con cuatro patas, un sombrero y un hocico largo. Pasó por delante de los ojos cerrados como meteorito desprendido de la noche, del vacío, de la nada. Cientos, miles de ojitos de fuegos fosforescentes aparecían por todas partes, como pupilas de gatos por los ventanales de las casas embrujadas. Se miraban unos a otros estremecidos.

-¿Quién carajos ha pasado?

-¿Por qué no nos dejan dormir en paz?

-¡Ya no la jodas, hombre, déjanos tranquilos!

-¡Ya ni respetas el derecho de los muertos!

A estos ojitos se unían muchos otros en el parpadeo. Habían visto pasar el bulto desprendiendo rayos bajo los cascos del peso que volaba. La larga crin se extendía rematando en una cola de cometa ennegrecido.

-Yo ya sabía que resucitaríamos algún día.

-Pero entoavía no se oyeron las trompetas.

-Porque te acostaron sordo, menso.

-¡Qué chula se mira ansina la eternidá!

-Orita sí, pa' que veas, ya tenemos jefe.

-Mañana me levanto, mañana mesmo me levanto y sigo a esta visión tan chula.

-Estira la pata y desentumécete. Desarruga los güesos y los güevos, viejo chismoso.

Por el desierto, bajo la luna, se levantó una ráfaga de polvo que unas pezuñas plateadas desenterró. «¡Ayyy... de mis hijos! Yo no los enterré. Fue esa puerca Sociedad».

-Yo también sabía que nuestra Madre no nos olvidaría.

-Sí, hombre, a buena hora te acuerdas de ella.

-Yo de niño siempre me acordaba de ella.

-Sí, pero sólo cuando te arrimabas al canal.

-Y cuando ella lloraba.

-Pero la purita verdá es que no creías en ella y la abandonates.

-A veces uno no cree en nada, pa' qué negarlo.

-Y orita te acuerdas de ella.

-Pa eso están las madres, ¿que no?

-Pos sí.

Una como bata de noche flotaba con la brisa nocturna. Era muy negra. Unas veces semejaba a un vampiro, otras a un murciélago gigante. Extendía unos brazos esqueléticos y blanquecinos. A veces giraba sobre el pie izquierdo, a veces sobre el derecho, en un ritmo preciso y lento. A un movimiento la figura parecía negra, al siguiente aparecía blanca. Lo que le servía de pista era un arenal enorme y llano. Con el vaivén de la bailadora se levantaban diminutas arenitas en forma de polvo que, al flotar en el aire, se volvía minúsculos diamantes rompiendo la luz escuálida en un arco iris de innumerables colores. Parpadeaban como una lava salida de lo más profundo de la tierra, como fuegos fatuos, como almas en pena. Se doblaba y se alargaba. Su larga melena se juntaba con las puntas de los huesos de los pies. Cuando se levantaba se iban abriendo los brazos y las alas se volvían gigantescas proyectando dos grandes sombras en la lejanía. La larga melena le cubría la faz y, al dar la vuelta, el dorso mostraba carnes cecinosas, escuálidas y bronceadas, como sus hijos, por un sol milenario.

Unas como hormigas se acercaban convirtiéndose en tamaño de cucarachas. Venían de muchos lugares, del sur, del este y del oeste. Todas rendidas del camino, del hambre y de la sed. Se iban juntando, mirándose unas a otras como queriéndose reconocer. Venían de Califaztlán, de Teztlán, de Coloztlán, de Ariztlán y de Meztlán. Comenzaron a girar como para querer bailar, pero a unas se les doblaba una pierna, a otras otra, a otras les dolía el lomo azotado y quemado. Unas eran grandes, otras más pequeñas. A éstas les dolían las piernitas delanteras. Eran tiernitas y tenían las uñas sucias y rotas por andar escarbando en la tierra de sol a sol buscando comida que otros animales más grandotes y fuertes les quitaban de sus boquitas. Otras tenían las patitas de atrás descalzas, llenas de carroña y de heridas. La miel de unas abejitas se la habían chupado unos abejorros muy grandotes y feos, aunque ellos se creían bonitos. Estos tenían barrigas de pan bolillo y muslos blancos forrados de algodón en donde guardaban la miel prietita. Otras cucarachas, más grandecitas, debían de ser las mamás de las pequeñitas, porque tenían las barrigas un poco deformes y arrugadas. De ellas debían haber salido muchas cucarachitas y ya hacía tiempo que no tenían alimento, porque servían a unas como ratas, forradas de pieles blancas. Estas ratas blancas, como señoras, devoraban todo. Lo suyo, que era poco, y lo de las otras, que era mucho más. Cuando cagaban soltaban una cosa pastosa, mezcla de steak y de putrefacta langosta. Se les quedaba el orificio del culo entre rosado y verde. Era un asco. Hasta las ratas machos no se atrevían a acercarse, a olerlas la cola y a hacerles el amor, porque olían mucho. Por eso se acercaban a las cucarachas, que, aunque prietas, no olían tan feo, a cosa podrida. Pero diz que los cucarachones se enojaban mucho y con sus hocicos dientudos, como bigotes, le mordían la cola y los otros se escapaban. Pero ahí estaban las cucarachas y las cucarachitas de sobre la tierra y de debajo de la tierra, del sur y del oeste, todas juntas como hermanas adoloridas.

«Ayyy... de mis hijos aquí presentes. Yo no los lastimé ni los maté. Fue esa puerca madrastra, a quienes ustedes llaman Sociedad civilizada y a quien yo llamo Suciedad asesina. Ella les hirió, ella los mató, hijitos míos, que no yo. Mírenla ahí a esa desvergonzada. Les llama hijos cuando se tiran de arrastras en los campos para pizcar algodón, coger uvas y lechuga, cuando se arrastran como culebras por esos caminos de fierro, cuando se tapan los ojos en esos túneles para violar la tierra. Cuando la alimentan y la cubren de joyas les llama hijos. Pero cuando ya no sirven, por viejos o por enfermos, les dice, como puta madrastra, go back to where you carne from, o los mete entre rejas para que se mueran como malhechores».

«Yo no les he matado, hijos míos. En los canales mueren algunos, pero tampoco es culpa mía. Ahí los dejan abiertos sin cubrir, como excusados sin tapadera, para que se mueran mis chamaquitos y para que no crezcan y se hagan grandes y muchos. Esa puta no les hace piscinas para que así se echen a los canales en los veranos y se ahoguen. Esa es la purita verdad, hijos míos». Se llevaba las manos a la cara para ocultar dos hilos de agua que parecían arroyos. «Esa madrastra lleva a mis hijas dizque a curarlas a esas casas que jieden a muerto y la verdad es que salen de ahí sin la vidita que latía en sus entrañas». Sus manos esqueléticas se bajaron a la altura del abdomen, se dobló y se le escapó un chillido muy fino y muy largo. Poco a poco se fue enderezando. Abrió los brazos. Comenzó a girar y, con la rapidez vertiginosa de sus alas, levantó una polvareda. Un «Ayyy...» lastimero se fue perdiendo en la distancia. La multitud de animalitos quedó atónita y respondió al llamado como hacen los perros al oír las sirenas de la policía.

La sombra del centauro cruzó por delante de los hociquitos todavía levantados de las cucarachas asustadas. «¡Vieja argüendera! ¡Espérame, vieja platicadora! Tú has abandonado y matado a mis hijos. ¡No digas mentiras, vieja mitotera!» Al oír estas acusaciones, la de negro se dio la vuelta y, como por encanto, se le enfrentó al centauro y, con las uñas afiladas de leona que defiende a sus cachorros, se las puso delante de los ojos del insultador: «Tú, Pancho, eres el argüendero. ¿Cómo te imaginas que una madre abandone, hiera y mate a sus hijos? Estás loco, macho Pancho. Estás tomado». Los hociquitos se habían bajado y se quedaron apuntando hacia el lugar de donde venía la discusión y pelea.

-Ya se están tirando del moco otra vez.

-Después le hará el amor.

-Pero ella es espíritu.

-Eso no le importa don Pancho.

-Pos ojalá y así sea.

(Fragmento de la novela Crisol)




ArribaAbajoJosé Duarte

Los gemelitos



- I -

El sol se pegó a la tierra y dejó el sombrajo del águila volando libremente. Cerca de un cacto, la víbora pasaba en busca de comida.

Guillermo Rojas y Francisco García nacieron en la misma parte de Mazatlán, Sinaloa. Muchos les llamaban «los gemelos» porque jugaban juntos casi siempre. Los dos vivían juntos en dos ranchos que estaban más o menos a veinte kilómetros de la playa. Cuando llegaron a ser adolescentes, la guerra civil de 1910 había destruido la paz del país en general y las vidas de estos dos muchachos en particular.

Un día, al principio de la guerra, los federales vinieron a la ciudad para escoger muchachos de edad capaces de servir con ellos. Cuando llegaron a la casa de Memo, buscaron al joven pero no le encontraron porque se había escondido en el desván y finalmente se fueron. Pancho no tuvo tan buena suerte. Lo encontraron en casa y lo llevaron a servir.

Le echó muy de menos al Memo por haber perdido a su amigo favorito. Pero, seis meses después, de repente un grupo de revolucionarios llegó a la ciudad. Desde la casa el Memo podía ver a los Dorados preguntando a varios jóvenes si quisieran cabalgar con ellos. Dos hombres dijeron que no querían. Inmediatamente, uno fue colgado y el otro fue fusilado. Cuando llegaron a la casa del Memo, le preguntaron a su mamá de sus niños y hallaron los zapatos del Memo. Le amenazaron a su mamá y el joven se bajó del desván y se fue con ellos.

Durante el tiempo que fue «Dorado». Memo aprendió mucho del gobierno Mexicano y de su gran corrupción. El Presidente Porfirio Díaz les había quitado muchas de las tierras a los campesinos injustamente. Cada día y cada batalla le cambió al Memo hasta convertirle en un verdadero revolucionario. El muchacho acabó creyendo que este modo era el único para cambiar las cosas. Este guerrillero dio toda el alma por la causa confiando en la esperanza que era la revolución.




- II -

Bajo el sol, el águila atacó a la víbora. Los dos lucharon; el águila la acometió con sus garras y la víbora le hería con los colmillos.

El 27 de agosto de 1913, el Memo cumplió diez y ocho años. El 28 de agosto fue capturado en la batalla de Los Mochis y lo encarcelaron. Fue juzgado en la corte militar bajo la ley fuga según la cual todas las personas que eran de la facción revolucionaria eran criminales y habían de ser fusilados. Al Memo le condenaron a ser fusilado al día siguiente. Al regresar de la corte a la cárcel notó una cara conocida. Se dio cuenta de que el capitán parado en la entrada del campo era Francisco García.

-¡SSSSSST! -le silbó a Pancho. Pancho le echó un vistazo rápido, y después, se quedó mirando por unos veinte segundos y tenía por cierto que el prisionero era su amigo.

Al atardecer, Memo oyó un sonido que venía de la ventana de la celda donde él estaba solo. Escuchó la voz del Pancho.

-¿Eres tú, Memo?

-Pues sí, ¿me puedes ayudar? Me van a matar mañana.

-Creo que sí. Va a haber diez hombres fusilados mañana.

-¿Cómo sabes?

-Sé porque yo tengo que presidir la ejecución. Te voy a poner a la pura izquierda en la línea de ejecutantes. Todos se ponen en fila para que les fusilen de una vez. Hay tres soldados que tiran balas a cada prisionero. A los tres de la pura izquierda que a ti te van a tirar les voy a quitar las balas y les voy a poner cartuchos sin balas. Cuando te tiren, cáete, y después te llevarán en el carretón a un lugar afuera del campo para enterrar a los muertos. Luego te puedes escapar.

-Éramos amigo una vez y le doy gracias a Dios que todavía lo somos.

-No te preocupes. Bueno, pues, tengo que irme antes de que me encuentren aquí en la ventana. Buena suerte.

Y se fue.




- III -

El sol de la mañana brillaba en el cielo azul. No había nada en el cielo, menos una nube negra en el horizonte. El águila había echado a volar otra vez adolorida y maltrecha y la serpiente quedó muerta en el suelo del desierto.

Los prisioneros se levantaron y los federales les llevaron a su castigo. Les pusieron en fila en frente del paredón. A la pura izquierda se paraba Guillermo Rojas, temblando. Como era la costumbre, había tres soldados apuntando a cada hombre. El Memo casi no podía dejar el temblor. Estaba nadando en un sudor frío. A un lado se veía Pancho. Por el otro lado se veía el General Luis Sandoval. El Capitán ordenó a sus soldados:

-¡Preparen!... ¡Apunten!... ¡Fuego!

Todos se cayeron de una vez. Memo se portó como si le hubieran baleado. Pero, ¡no podía dejar de temblar! Su pierna derecha temblaba incontrolablemente. Pancho notó el movimiento de la pierna de Memo y echó un vistazo rápido alrededor para ver si otro también lo había notado. El vistazo de Pancho fue a parar en la mirada firme del General Sandoval. Él también se daba cuenta del movimiento del cuerpo. Pancho pausó. La indecisión de su falta de acción causaba una mirada más intensa, indigna, y sospechosa por parte del General. No había más remedio. Pancho se fue al cuerpo de su amigo y puso la pistola en la sien de Memo. Sin tardar más, hizo fuego.






ArribaAbajoArmando Miguélez

Chipián


Chipián

-Pero, Chipián, ¿cómo te levantaste tan pronto? No ves que nos despiertas a todos los vecinos y, aunque lo haces muy bien, es demasiado temprano. Ya sabemos que tienes que hacer mucho: colgar la ropa, remojar otra, darle a la bomba pa'riba y pa'bajo desde las cuatro de la mañana con ese ruido chillón que desentierra a los muertos. Si es que haces todo ese ruido por la mañana, como los cantos de los pájaros, para que te oiga la Chona, pierde cuidado que no te oirá, tienes que hacerlo más fuerte todavía, que traspase el monte y la capilla. Voy a rentarte un mensajero que lleve este canto de cinzontle a su corazón, pero que se lo dé bajito, que no nos levante a todo el barrio o mejor, ¿por qué no sales al camino y cantas allí hasta que te desgaznates y sobre todo cuando vaya el viento para allá y no para el pueblo? Ya sabes, no sigas cantando tan de mañana porque nos despiertas, eh, y si sigues vamos a tener que hacerte alguna perrada pa'que escarmientes, así que te vuelvo a avisar y déjanos en paz. Sabes que tenemos que madrugar, de todas maneras pero por lo menos tiene que ser de día y no a estas horas. Sabes también que nos espera un día largo por delante, los azadones y el sol que abrasa, y tú, dale a tu canto, cuando todavía cantan los tecolotes y los grillos. Mira, Chipián, no lo vuelvas a hacer porque te echo el perro y ya verás como entonces seguro que cambias el canto y estarás semanas enteras chismeándome por el pueblo; que Lupita es una piruja, una pendeja, que come y entierra a los hijos en la basura, que si esto que si lo otro, bueno toda esa víbora que es tu boca cuando se desata y, como sabes que tienes ese poder, pos te libras de escarmientos pero como me sigas despertando no te va a librar ni esa fama que tienes de tonto, y un día te hago el escarmiento y no me importa qué mitotes hagas por ahí de mí.

Mira, para que no creas que te miento, el otro día me despertaste con la primera serenata y después hasta que salió el sol estuve desvelada con un ojo pelón y otro cerrado oyéndote a ti, soñando y pensando en el día duro que nos esperaba a Pepe y a mí; todo esto durante una hora, fíjate, si no es para ponerse una loca. Que no, Chipián, que tienes que civilizarte, que no vives solo en el mundo, que vives en un pueblo, en un barrio y en una casa con vecinos a los que tienes que respetar, y tú, como si nada, a tu aire, suelto como cualquier palomino desbocado y, así, no se puede, Chipián, vas a crear enemigos que ya no respeten tu privilegio por ser el tonto del pueblo y van a despiadarse de ti y te van a hacer alguna pa'que te acuerdes. Es la única manera, porque esto que te estoy diciendo yo, seguro que no lo quieres oír y como no aprendes más que con golpes, habrá que dártelos.

La borrachera casi te mata y sin embargo todavía sigues con la botella en el saco que te acompaña a todos los lados; con la sordera que tienes no debiste haber ido a la milpa solo y venir tan noche por la carretera, y nada, todavía sigues yendo, sin miedo, hasta que venga otro carro y te aplaste como a una cucaracha. Nada, que no escarmientas. Tu madre era una santa y cuando murió haz de cuenta que dejó en este mundo a dos gallinas sin todavía emplumar: tú y tu padre, a quien más, más menso, un par de burros que no sirven ni para hacer caldo, ni planchar una camisa, ni lavar unas cazuelas y ahora ni siquiera tú, Chipián, puedes hacer esto por necesidad, que tu padre nunca llegó a aprenderlo y murió con nueve libras de mugre; bueno, mejor dejar a los muertos que descansen. Pero tú no tienes perdón de Dios, ¡mira cómo pasan los años y cada vez más burro y huevón! y la vida te da palos y como si nada, es como aquello que dice que dichoso el burro que a palos se hace bueno. Tú, Chipián, ni a trompazos aprenderás que cuando sales de noche a tender la ropa tienes vecinos que no se deben molestar así por las buenas y menos en verano cuando tienen los huesos molidos del trabajo, pero pa' ti esto como si nada, no te importa porque no inventaron el trabajo pa' ti y por eso cuando los demás duermen, tú andas bailando por aquí y cuando los demás trabajan, tú durmiendo. ¿No ves, Chipián, que andas al revés y no puede ser así? Tienes que trabajar como todos y dormir cuando todos. Si no, algún día te la van a arrimar y no sabrás de dónde viene y después a quejarte, que te tratan mal, que se ríen de un pobre hombre como tú, que ya no hay caridad, que la una es una piruja y el otro un jijo 'e la chin... y que hizo cuchi-cuchi con aquélla sin que su mujer lo supiera, bueno, toda esa hilacha que traes en la boca y sueltas nada más que te dejan de dar palos y te ves libre. Pero no debes ser malcriado con la gente, Chipián. Si no fuera por las mujeres bondadosas de La Nopalera tú no podrías vivir aquí, te morirías de hambre y lleno de mugre; ahí tienes a tu prima que te lava la ropa, te hace de comer, en fin, de todo y todavía la vendes por ahí. Su marido te reprende, porque alguien tiene que decirte que estás haciendo mal, y ya es... bueno, lo último, y así no vas por buen camino, Chipián, una persona desagradecida no va a ninguna parte y como sigas así todo el mundo te va a abandonar y te vas a morir en la miseria o tirao por ahí, como tu padre, en la tierra del camino a La Milpa. Mira, Chipián, tienes que ser mejor y si quieres cantar, está bien, pero no a deshora y además a ver si cambias la serenata porque con ese tartamudeo no sabemos si lloras o si cantas.

Bueno, y ¿por qué sales a estas horas a tender la ropa y no cuando hace sol? ¿Piensas que la luna te la secará? Es posible que creas eso y por eso le das esa serenata a la luna. Cualesquiera va a saber lo que traes en tu mente, Chipián. Ya desde pequeño no sabíamos si te agachabas pa' tirarnos una piedra o pa' cortarnos una flor, así que, cuando te veíamos, estábamos con un pie aquí y otro en Polvorosa esperando qué ibas a hacer. Un día todas mis amigas se fueron ¿recuerdas? y yo me quedé y me cortaste una flor y me forzabas como que no sé qué me querías hacer y yo te cacheteaba, ¡tonta de mí!, pero como no sabía qué querías hacer, me dejé y tú, pícaro, me levantaste la falda y me tiraste entre el zacate y después le dijiste a todo el mundo que la Lupe tenía una gran rosa que tú le diste, ¡qué pícaro eras! Pero ahora aquellos chistes ya no son chistes sino pesadillas porque cada noche ese pito que tienes me pone colorada y a Pepe también y porque yo lo sostengo, si no, un día sale y te da en la mera madre pa'que vayas con la pachanga a otra parte. Así que ya sabes, sé decente como un hijo del barrio y así puedas vivir con los demás. ¿Lo vas a hacer, Chipián?




ArribaAbajoEulogio Ortega

Clay in his hands


Clay in his hands

The old man came down from the hills with a pot in each arm. It was almost noon. The day was hot, but he still wore the coat which had kept him warm early that morning. His clothes were worn and dusty, his shoes big and ill-fitting. His straw hat with a wide brim cast a good shadow about his face and neck.

His back was noticeably bent and he looked tired, but he kept walking at a brisk pace. At the edge of the city he set the pots on the ground, took off his hat and ran his fingers through his sweaty hair. He looked up at the sky and squinted his sunken eyes at the sun. His face was lean and dark and the bright sunlight sharpened his bony features. He had a full growth of beard which was thick and gray. After a brief rest he picked up the pots and joined the others who were entering the city like a stream with their own wares and crafts.

At the market place the old man waited for his turn to present his pots. He neither smiled nor talked to the others in line. He stood quietly with his hands crossed before him. His thoughts were elsewhere, and his eyes remained indifferent to the commotion around him.

As he moved closer to the front, he heard the buyer asking those who placed their wares before his appraising eyes how much they valued what they had to sell. There was much haggling and bargaining, but almost always he paid less than what they asked for. The buyer had asked him only once. That was long ago. After that he never asked him again. He always paid him more than the value he would have placed on his pots.

Finally, he stood out in front before the shrewd eyes of the buyer a huge man with massive arms and shoulders. The buyer sat on a low canvas chair which seemed to have been made specially for his huge body. The old man looked very small as he stood before him.

The buyer gave the old man a passing glance of recognition as he concentrated his eyes on the pots which had been placed at his feet. After some time the buyer bent down with some effort from his chair and took one of the pots in his fat hands. The pot soon became the center of interest as he turned it this way and that way, peered into it, then held it upright on his broad palm and moved it up and down, calculating its weight. Next he studied the form with absorbed silence. The old man's pots were never painted with gaudy designs like the rest. At last he put it aside and picked up the second one and gave it the same careful examination.

«Tinaza!» the buyer commanded as he placed the pot by his chair. «Let us see your hands!»

The old man obediently extended his hands for the buyer to see. The palms were smooth and wide, the fingers long and strong, and the fingernails hid clay under them.

Those who were standing by came and formed a circle around the buyer and the old potter to look at the hands, expecting to see something extraordinary. But all they could see were two rough hands and the veins in the wrists which stood out like winding hills, throbbing with the life that ran within them.

«Those hands made these pots», said the buyer as all eyes looked down at the pots. «In those hands clay becomes alive... a thing of beauty. Why can't more of you make a pot like this one?» he asked as he picked up one of the pots and held it high before them. No one said a word.

«You know why?» the buyer went on, «because Tinaza has something more than hands. We all have hands. But he has something else». The buyer paused and the others wondered and waited attentively for the buyer to reveal what else the old man had besides two very ordinary looking hands. «He has something in here», the buyer said as he held one of his hands to his breast. The others looked at the old man's breast but all they could see was an old, wrinkled shirt under his coat. «What is it... it's difficult to explain, but I wish more of us had it. It's a secret, eh, Tinaza?»

The old man was confused with this mystery the buyer was making out of his hands. He wanted to say something, for every eye was upon him, but he did not know what to say. He shrugged his shoulders and made a helpless movement with his hands.

«I understand, Tinaza», the buyer said thoughtfully. «You cannot explain it either». Then he stretched his huge body and placing his hand in his pocket he brought out some paper money which he counted and handed over to the old man.

The old potter took the money and with a low bow excused himself and walked away from the market. He went to a nearby store and came out with some things in a paper bag. He began walking to another part of the city.

The afternoon was hot, but he still wore his coat. Around his neck was a blue kerchief which he had bought at the store. He looked much refreshed now that the business of the pots was over. In this face there was an expression of joy, as if he were about to see an old friend. He drew the paper money from his pocket and looked at it. He placed two bills in the small pocket of his coat. He took a deep breath and threw his shoulders back to straighten the bend in his back.

When he came to a familiar street where the houses joined each other in one continuous train, a twinkle came to his eyes. In the distance he could see the towers rising into the sky, and in spite of the ill-fitting shoes, he quickened his pace.

Down the long street he came upon a young woman who slowed him momentarily. She was leaning gracefully against the casement of an open doorway. Her head was thrown back and she looked at him with a friendly smile. As he approached she swung a bare foot out of the doorway. He hesitated for fear of touching her. But the next moment she stood with her lean body flat against the doorway and asked him in a low voice if he wanted to visit with her.

He stopped and looked up at her, not knowing what to say. He knew the city had many women like her, and every time one talked to him, he became completely dumb. A look of compassion came to his eyes as he shook his head gently. His head and shoulders fell as he shuffled away.

Many thoughts came to his mind. His wife and children, the house among tropical trees. And especially the potter's wheel in one of the rooms... his room. He spent most of his time in that room, turning the wheel 'round and 'round with his bare feet, watching and feeling the wet clay coming to life in his hands.

He began to think of the buyer and how much he had made out of his hands in the market. The big man seemed to think he had magic in his hands. He wished he had washed them better that morning. The buyer said that he had more than hands... something inside. Perhaps it was true, he did feel something inside which he never talked about. Maybe the buyer could see somehow and understand the feelings of a man.

He had great love for his work. Many times when he was turning the wheel he took wet clay in his mouth and held it in his tongue as if it were something holy. But there was something else, something he had heard long ago in the cathedral.

When the buyer said that it was a secret, he wanted to tell him, but he was not good at telling what he felt inside. He always remembered the preacher saying that in the beginning God had taken clay in his hands, and, creating man, He had breathed life into him. From that moment on he began to have a deep awareness of God within. He knew his hands were just like everyone else's and that one day they would turn to clay. His hands were nothing, he was nothing without the life of God within him. That was the secret. The buyer was a clever man, a reader of souls, for he had been able to see his secret.

Before he knew it, he saw the magnificent front of the cathedral before him. He thought that not even the mountains could compare with the grandeur of this holy place. And to think that he, a poor potter, could go in as often as he liked.

He took off his hat as he began to climb the steps to the entrance. He went through the huge doors and stood inside looking with awe at the splendor within. He went to the fountain, dipped his fingers slightly into the holy water and came to his knees as he made the sign of the cross. He closed his eyes and prayed. Many came and left and he knelt there like a statue.

Finally, he got up and slowly walked up one of the side aisles until he came to tone of the side altars where a statue of Our Lady of Guadalupe stood on a pedestal. He raised himself on his toes and kissed the feet of the patron saint of his countrymen. He took the bills from his pocket and folding them carefully pushed them through a slot into an offering box. He lit some candles and again knelt and prayed.

When he left the church the sun was already low in the sky. The cathedral formed a giant shadow, and he was lost within it and all the others formed by the tall structures of the city. He made his way through the less crowded streets until he was out in the open, heading for the hills.

He walked with a light, quick step, for he had tied his heavy shoes together and placed them over one shoulder. A serene look was in his face and his black eyes shone with joy. It was not too late. Before the sun threw its last rays in the distant hills he would disappear beyond them. And when the stars began to light his way, he would be getting close to home.




ArribaAbajoJim Sagel

La junta


Allí andaban todos los vecinos de Corral de Piedra, la Plaza Larga, la Loma, el Guache y, sí, hasta algunos varones del Corucotown. Estaba el White, con su barrigota fabulosa, colgando sobre su faja como la panza de una de sus pobres yeguas preñadas. El White pasaba todo su tiempo con sus animales enfermos (nunca estaba en la casa -su mujer decía que ya se olvidaba de cómo se parecía él) pero, quizás por lo jamba'o, nunca asistía a sus queridas vacas y marranas -nomás un bloquecito de zacate polvoroso una pura vez al día. El chisme por la vecindad era que su vaca de leche estaba tan flaca y triste que la tenía que parar con unos puntales para que no se cayera cuando la ordeñaba.

También andaba el Bennie casi acostado en su silleta, hablando recio, excitado como siempre. Después de veinte años en el Foodway echando jarros en sacos, al fin se había graduado a su presente posición de manejar la troca de Frito-Lay por todo el condado de Río Arriba. No existía mejor experto en cómo poner los paquetitos de Fritos en los shelves que el Bennie. Y aunque se le estaba cayendo el cabello, todavía tenía la cara redonda y vacía de un chamaquito de jaiskul.

La Lucy, mamá del Bennie, estaba sentada trabajando en su croché. Estaba platicando de sus enfermedades a los que hicieron el equívoco de sentarse cerca de ella. Si sacaría uno nomás una paladita de tierra por cada síntoma de cáncer, cada dolor del corazón e hígado y cada tragedia de su tristísima vida, ya saldría uno por China. La pobre mujer se animaba desanimando a todas las comadres y vecinas con sus reportes oscuros y mórbidos de su frágil mortalidad. Nomás que todavía jalaba todo el día en su huerta a sus setenta y dos años y andaba las cinco millas pa' la plaza todas las mañanas para ir a la misa y había sobrevivido a dos esposos y cuatro hijos. Y nadien por estas partes estaba apostando en el lado de la muerte.

También entró el Peladito, el único anglo en este bonche de plebe, tardecito como siempre. Ya hacía años que había puesto su reloj en «Chicanotime» y, no queriendo llegar puntualmente como un gavacho, siempre aparecía exactamente media hora tarde. El Peladito hablaba más español que la raza y hacía adobes cuando los vecinos estaban comprando los double-wides. Quizás quería probar algo a alguien, pero era buena gente, tercamente barbechando su chile con un caballo espantoso, casi matándose cuando el animal se arrancaba con el ruidazo que hacía el Billy pasando en su «Vintage-Ford» tractor.

-Güenas noches -dijo el Billy, agachando la cabeza pa' entrar por la puerta chaparrita, resbalándose despacio como un somnámbulo a su lugar junto al fogón. Todos sabían que había visitado la cantinita del Godfather antes de venir a la junta. Con sus ojos hinchados y sus manos temblantes se parecía a un ave grandota y fatigada. Le dio crédito al mitote viejo que los pintores siempre salen borrachos porque pintaba casas cuando no las pasaba en las barras. También era comisionado de la acequia y tenía grande rancho, pero como siempre andaba dormido e insensato, todos se aprovechaban de él y el pobre Billy se quedaba jugando la parte de un muñeco impotente.

-Oyes, Bennie, ¿ah... ah... ónde está el Godfather? -preguntó el Billy, corriendo sus manos por su cabello largo y roñoso.

-Pues, yo no sé, hombre. ¿Que no lo vites 'horita?

-¿Yo? No... no me acuerdo.

La Lucy dejó su croché un momento para sacudir la cabeza por su pobre primo borracho mientras que el Bennie volvió su atención a su navaja, experimentando con el filo en los cabellitos de su brazo.

El Godfather, hombre chiquito y más barbón que el mero Moisés, era dueño de una tiendita de comidas, una cantina y la consciencia de la comunidad. Él había estado allí, atrás de su counter con dulces, Bull Durham y copias del periódico El Hispano por siempre, quizás dándoles crédito a los viejitos que no tenían el conqué para comprar los frijoles y Little Debbies, y consejo a los borrachitos mientras que les vendía miniatures de Old Crow y Seagrams. El Godfather estaba allí predicando de la necesidad de ganar la tierra pa'trás antes de que Tijerina prendiera su torcha para quemar el Smokey. Él estaba recordando a la gente de su cultura cuando el Corky González estaba todavía estudiando sus libros de historia. Sí, era el Godfather, y tenía el control de un patrón, pero era un mandamiento muy suavecito, entendido, no forzado -y muchos ni sabían la influencia que él tenía en sus vidas.

-Pero, ¿'onde anda ese Godfather? -dijo el Peladito.

-Oyes -le preguntó el Bennie- ¿qué está pasando con el Waldo Gold?

-Ai, ¿quién sabe? Ahora el cabroncito tiene otro engaño nuevo. Como ya no puede vender los solares en pedazos chiquitos, se está vendiendo el terreno a sí mismo, pero en otro nombre. Luego va a subdividir esa tierra en el tamaño que quiere y nos quedamos en lo mismo.

Este Waldo Gold era un desarrollador de tierra, un hombre completamente sin principios y sin vergüenza. Hacía tiempo que él había querido hacer una subdivisión grande de trailers y casas «pre-fab». Pero estaba queriendo hacerlo en un terreno regado, uno de los ranchos más finos y grandes antes que lo vendió el difunto Pedro por nada. Y los vecinos sabían bien que una ciudad nueva de cienes de trailers iba a acabar con sus jardines y animales, con su agua y soledad -con su modo de vivir que casi no había cambiado por siglos.

Ahora este Gold quería tirar los álamos ancianos, echar cemento en la acequia de los Salazares y poner brea en el camino viejo, cambiando su nombre al «Camino de Oro» (él no podía entender a esta gente -hasta nombre de español le había puesto al camino y todavía no se quedaron satisfechos). Pero no le había valido todos sus planes grandes de crear una plaza nueva en su imagen porque los vecinos se habían juntado y lo habían llevado al City Hall, cosa que le dio sorpresa como él había figurado que eran puros borrachos e ignorantes. Pero el Peladito había estudiado las leyes sobre el desarrollo de la tierra hasta que sus ojos se quedaron del mismo color que las manzanas que comía toda la noche. La Lucy había interrumpido su recitación de dolores para telefonear a los miembros del Concilio de la Plaza, recordándoles que ella había bautizado a sus hermanos y rezado por sus papases. Y seguro que el Godfather había platicado con todos, voz que alcanzaba a más gente que el radio KDCE (¿Qué Dice?) que reverbera de la sierra Jemez hasta el valle del Río Chama.

Y, al último, este atajo de rancheros, viejitos y, sí, borrachos (porque el Gold había dicho bien ahí -nomás que como eran borrachos de raza, se defendieron) ganaron. Pero, como el ladrón-cabrón que era, de una vez comenzó a buscar modos de escapar de las leyes. Y por eso se había juntado la plebe -otra vez- a decidir qué hacer ahora.

-Pero, ¿cómo vamos a tener una junta sin el Godfather? -dijo el White, rascándose en el estómago.

-Ahí viene ahora -reportó el Bennie, mirando por la ventana a una troquita que se arrimaba.

Pero no era el duende juicioso el que entró, sino que los desperados del Mafia. Estos cinco hombres, amiguitos desde la juventud, vivían cerca del Arroyo Loco y siempre andaban juntos. Ni uno se había casado todavía aunque el Pollo vivía a ratos con su pollita, la Corrine, sobrina de la Lucy.

Entró el Primo; (sobrenombre para Primitivo) que siempre usaba un sombrero aceitoso, uno de esos de cuero y ala grande que usan los outlaws en el mono. Luego se apareció el José Gordo en la puerta, hombre grosero que todo el tiempo traiba una risa en la cara y un arma en la bolsa. No era hombre violento, nomás que se sentía más hombre, más macho con su pistola ahí cerca de sus huevos. Antes la colgaba en su faja pero ya el Chief Valdez lo ha bosteado tantas veces que la trae escondida en las olas de manteca que lleva en su cinta.

Luego entraron «los Lovers», el Butch y el Rocky Vigil. Todos les llamaban «los Lovers» aunque nadie supo la razón -quizás era porque eran cuates y tan parecidos que ni su tía Lucy los podía distinguir la mitad del tiempo. El último para pasar por la puerta era, naturalmente, el Pollo, un muchacho que nunca decía más que «ése, vato». Y de una vez comenzó a dar la mano a todos (al estilo Chicano), saludándoles con su «ése, vato», en veces sustituyendo «ése, guy» para la variedad. Después de este ritual, todo el Mafia se sentó en las últimas silletas ahí atrás, contra de la pared.

-¿Dónde está el Godfather? -preguntó el Pollo al Billy, pero ya el Billy andaba en el otro mundo.

-Pues, ¿quién sabe? -respondió el White por su compañero pasado.

-Bueno, no está en la cantina -y según la risada que le dio, no había duda de que ellos habían andado allá.

-¿Qué vamos a hacer con ese pinche Gold? -anunció el José Gordo, acariciando su Colt 45 como si fuera un gatito querido.

-¿Saben que está tirando todos los árboles en la 'cequia? -dijo el Pollo.

-Y no sólo eso, bro -añadió el White- también puso esos caños en la 'cequia ya.

-Él no tenía el permiso de los comisionados pa' hacer eso, ¿no, Billy?

-¿Qu... qué? -respondió el pobre, despertándose un poquito.

La Lucy dejó su croché un momento a sacudir la cabeza mientras que el Billy se cayó otra vez en su sueño profundo y el Mafia daba risotadas.

-Yo creo que vamos a tener que conseguir a un abogado -dijo el Peladito; queriendo restablecer un poco de orden.

-¡Qué abogado ni abogado! -exclamó el José Gordo-. ¿Qué chingados queremos con otro ladrón? Yo sí lo puedo correr de aquí.

-¿Cómo? -le preguntó el White.

-Pues, cosa simple, vato. Nomás le damos una espantadita y ay se va a huir hasta Tejas. ¿Que no, Primo?

El Primo, que nunca decía nada porque los bandidos valientes siempre están callados (y también causa de andar bien engrifado siempre), nomás se sampó el sombrero.

-El Godfather debería de llegar -dijo el Peladito. Ya le estaba dando ansias a él. ¿Qué demontres ha pasado con él?, pensaba entre sí. El Godfather nunca había faltado a una junta -no importara si anduviera casi muerto de cansado o enfermo en la cama, él siempre iba a las juntas.

Y había algo en este fregado Mafia que no le estaba gustando esta noche al Peladito. Estaban bastante inocentes, nunca haciendo más daño que tirar sus botellas de Michelob en el camino donde se paraban a mearse. Pero el Peladito no tenía nada confianza en ese José Gordo con sus disimulos, su pistola y su malvado machismo. Y cuando se juntaban bien loaded como estaban esta noche, pues, un equivoquito y...

-¡Vámonos, plebe! -gritó el José Gordo-. Vamos a enseñarle una lección a ese perrito güero.

-Cuidado -dijo la Lucy, con una mirada imperativa en la dirección de su hijo.

-Espérense un ratito, hasta que venga el Godfather -oró el Peladito. Él sabía que el Godfather les podía calmar un poco.

-No, no... ya no viene. No se preocupen. No lo vamos a lastimar, nomás espantar un poquito. Vamos. Vamos -Primo, Pollo...

Y se fueron. Con un barullo se salieron -después de que el Pollo dio la mano a todos, diciendo «Bueno, bro».

Dejaron la casita de adobe en silencio. No se oyó más que el resuello pesado del Billy y las agujas incesantes de doña Lucy.

-¿Dónde está el Godfather? -preguntó el Peladito a la pared.

Afuera disparó una pistola.






Arriba- IV -

Fotografía/Photography


Tony Tocora


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