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«Cartas de hombres (1927-1941)»: reflexiones íntimas

M.ª de los Ángeles Ayala


Universidad de Alicante



En 1907, cuando Rafael Altamira escribe el prólogo que figura al frente de Fantasías y recuerdos1, declara, con hondo pesar, su determinación de abandonar la creación literaria. Atrás deja un periodo fecundo e intenso de dedicación al mundo de las letras, una etapa que se dilata, si dejamos al margen la redacción de la juvenil revista manuscrita La Ilustración Alicantina (1878-1881), desde 1881, fecha en la que comienza a publicar sus trabajos de creación y crítica literaria en la prensa, hasta el mencionado libro -Fantasías y recuerdos- aparecido en 1910. En el transcurso de esos casi treinta años Rafael Altamira da a conocer un extraordinario número de artículos y relatos breves, publicados, primero, en periódicos locales -La Antorcha2, El Bello Sexo3, Las Germanías4-; después, en revistas de ámbito nacional, como La Ilustración Ibérica5, La Justicia6, La Ilustración Artística7, La Ilustración Española y Americana8, El Heraldo9, entre otras. Parte de este material será recogido en libros que se publican durante la última década del siglo XIX y la primera del XX y a los que habría que añadir la creación y edición de obras originales. Atendiendo estrictamente a sus trabajos de creación literaria, esta primera etapa queda configurada por los siguientes títulos: Primera campaña (crítica y cuentos)10 (1893), Fatalidad11 (1894), Cuentos de Levante12 (1895), Novelitas y cuentos13 (s.a.), Cuadros levantinos. Cuentos de amor y de tristeza14 (s.a.), Reposo15 (1903) y la ya mencionada Fantasías y recuerdos (1910). Rafael Altamira nunca ocultó que la literatura fue su vocación más temprana, una vocación a la que tuvo que renunciar, con no poco dolor, impelido por la frenética actividad docente e investigadora que desarrolla durante este periodo en la Universidad de Oviedo, tal como él mismo confiesa en el discurso pronunciado con motivo de la imposición de la medalla de oro de la ciudad de Alicante (23 de junio de 1934) y en el mencionado Prólogo de Fantasías y recuerdos. Este último, constituye un emotivo documento en el que Altamira expone las principales razones que le arrastran a abandonar la creación literaria. Por un lado confiesa su creciente interés por los estudios vinculados a su actividad profesional; por otro, señala que el reconocimiento alcanzado con dichos trabajos historiográficos ha tenido la virtud de que maestros, compañeros de claustro, críticos y público en general le empujen hacia esos campos. El resultado es la imposibilidad de dedicar tiempo y esfuerzo a la creación literaria, lo que le lleva a percibir que le va faltando «aquel calor, aquella excitación intensa, aquel poder formativo que permite al artista proyectar en palabras las imágenes de su fantasía y las vibraciones de sus sentimientos con fuerza expresiva bastante para sugerir en sus lectores los mismos estados espirituales que él experimenta»16. Altamira renuncia, pues, a dispersar su actividad en campos diferentes y centra su atención en aquél que con mayor acierto puede rendir frutos a la sociedad española.

Rafael Altamira abandona la literatura con tristeza, sentimiento que no emana de la desilusión o de una vanidad no satisfecha, sino de la certeza de que está renunciando a una parte importante de sí mismo, a una vocación literaria que le acompañó desde la infancia y a la que nunca pensó, hasta este momento, abandonar. Atrás quedan largas horas de esfuerzo dedicado a crear novelas, relatos breves y multitud de artículos en los que el escritor reflexiona sobre géneros, escuelas, tendencias, autores, obras literarias, etc. No obstante, el escritor se despide de la literatura de forma parcial, pues señala su intención de continuar la labor crítica a pesar de renunciar a la creación, fórmula que le permitiría no romper el vínculo con su frustrada vocación literaria, tal como el mismo Altamira señala en el fragmento que reproducimos: «Una sola excepción me reservo, y es la de la crítica; y esa, porque la crítica de las obras ajenas es también Historia, y porque representa, además, el único sustitutivo de la producción en que ceso, la única válvula por donde puedo escapar de vez en cuando, en la contemplación de la poesía que otros expresan, y sin que a nadie alarme, algo de la que sigue cantando en el fondo de mi alma»17. En este conmovedor documento Rafael Altamira expresa, igualmente, su personal, su íntima satisfacción por el resultado de sus afanes literarios. El escritor, lejos de repudiar sus novelas y relatos breves, exige, por el contrario el respeto de sus contemporáneos, pues siempre se planteó con total seriedad la creación literaria18. Altamira sintió en todo momento un especial cariño por su labor crítica y narrativa, tal como confesó en distintas ocasiones. Sirva como botón de muestra las manifestaciones vertidas en una carta dirigida al afamado crítico literario Narcís Oller:

Nada de extraño tiene que Vd. no conociese mis escritos. Empecé a publicar críticas en 1884 (¡a los 17 años!) en algunos periódicos de Valencia, y luego, en 1886, en La Ilustración Ibérica de Barcelona, mi vida retirada, de escasa relación con los círculos literarios, mantenía mi nombre oscuro y de escaso atractivo: no circulaba en la prensa ni en las discusiones, y había de ser cosa de casualidad tropezar con él. El público me conoció -y aún me conoce mejor- antes por mis libros científicos que por mis críticas y novelas, que son, sin embargo, lo más queridito de mi corazón19.



Esta pasión por la literatura le acompañará toda su vida, impidiéndole, a pesar de su despedida pública, renunciar a ese quehacer que tanto placer intelectual le produce. Así, tras un paréntesis de casi treinta y cinco años20, Rafael Altamira decide publicar un libro de ficción, Cartas de Hombres (1927-1941)21, donde reúne una serie de escritos concebidos y ejecutados en distintos momentos a lo largo de ese amplio periodo de silencio literario. El propio escritor da cuenta del proceso de génesis y creación de este corpus epistolar en la Explicación Preliminar que preside las cincuenta y dos cartas que configuran la obra. Altamira señala que fue hacia 1894 cuando le surgió la idea de reunir en una misma obra una serie de epístolas, proyecto que le llevó a redactar la primera de ellas, «Intimidad», carta que, finalmente, vio la luz en 1897 «en un librito de Cuentos editado en Valencia»22. -Cuadros levantinos. Cuentos de amor y de tristeza-. El proyecto se aplazó, a consecuencia de los trabajos propios de su carrera profesional, hasta 1927, fecha en la que redacta dos nuevas cartas -«La Libertad» y «El Hada Involuntaria»-. Volvió a paralizarse hasta 1837, momento en que se propuso compaginar sus deberes profesionales con su acuciante vocación literaria. Asimismo, señala que el periodo más fecundo de creación se desarrolló desde mediados de 1840 a mediados de 1841, fechas que marcan la composición de la mayoría de estas cartas.

Rafael Altamira recurre al género epistolar para dar cauce a ese conglomerado de pensamientos, reflexiones, sentimientos y emociones que a lo largo del tiempo le han ido acompañando y que él plasma de forma exquisita a través de una palabra dúctil, de una prosa que se pliega a las sinuosidades de sus pensamientos y sentimientos más íntimos. Altamira parece conocer muy bien la larga tradición del género desde su origen en la época grecolatina hasta el desarrollo alcanzado en su propio siglo. Como hombre culto y lector empedernido desde su infancia, Altamira debió leer un buen número de obras en las que bajo el marco de una epístola se introducen los temas más variados y los comentarios personales de sus autores. Altamira, en ocasiones, da cuenta del conocimiento de este género epistolar de manera clara, como ocurre por ejemplo en «Alicante y mi autobiografía»23, artículo en el que comenta la lectura de las cartas de Cabarrús24, libro que formaba parte de la importante biblioteca de obras pertenecientes al siglo XVIII y principios del XIX que poseía un tío suyo. Altamira, hombre en ocasiones muy próximo a los postulados de la Ilustración, debió conocer muy bien, gracias a la mencionada biblioteca, las célebres cartas-ensayos que sirvieron de vehículo para la transmisión de las ideas filosóficas, políticas, religiosas y literarias de la Ilustración -Locke, Voltaire, Montesquieu, Mérimée, Feijoo, Mayans, Jovellanos...- además de las Cartas Marruecas de Cadalso, obra clave desde el punto de vista de la ficción literaria. Igualmente, podemos aventurar que es más que probable que el escritor alicantino conociera un buen número de obras que durante el siglo XIX se publicaron recurriendo sus autores al género epistolar. Desde la modalidad de cartas-ensayos, como las de José María Blanco White -Cartas de España (1822)-, Jaime Balmes -Cartas de un escéptico en materia de religión (1846) - hasta la utilización que de ellas se hace en los artículos costumbristas -Larra, Cartas de un liberal de acá a un liberal de allá (1834)- y en la novela de la segunda mitad del XIX -Valera, Pepita Jiménez (1874); Galdós, La Incógnita (1889)-. De hecho en los manuscritos que se conservan en la Residencia de Estudiantes hemos hallado una cuartilla donde Altamira reflexiona sobre el género y muestra su interés por el epistolario amoroso de Gertrudis Gómez de Avellaneda.

A la altura de 1940 Rafael Altamira permanece fiel a los postulados realistas, pues en la Explicación Preliminar señala que Cartas de Hombres es «el resultado de mi experiencia de la vida»25. El escritor subraya, en líneas posteriores, que el contenido de las cincuenta y dos cartas que configuran su obra nace de una realidad sucedida externa o internamente y que su labor se limita, por tanto, a dar forma literaria a esa realidad, aderezándola, en ocasiones, con una presentación novelesca o semi-teatral. También, como buen escritor realista, confirma que ha procurado acomodar su estilo a las maneras de decir de los diferentes sujetos que protagonizan las páginas de esta obra literaria.

Altamira en esta Explicación Preliminar tiene buen cuidado en subrayar que el contenido de las cartas no se circunscribe a su propia experiencia vital, ni recoge, exclusivamente, su forma de ver y entender la vida. Los sentimientos y pasiones, «los estados íntimos del alma»26 que en las cartas se expresan, asegura el escritor, son emociones que proceden de la experiencia de individuos diferentes, de hombres de su propia generación. Así, la obra se configura como una especie de mosaico, de retrato colectivo, en el que cada epístola recogerá un rasgo psicológico masculino. Dado el carácter confidencial, íntimo, propio del género epistolar, no es extraño que Rafael Altamira se apresure a desligar el contenido de esas cartas literarias de lo que pertenece a su vida privada. El escritor intenta evitar de esa manera que las mencionadas cartas se conviertan en un pretexto para que lectores, críticos o biógrafos especulen sobre temas, acontecimientos, vivencias y personas que en un momento determinado estuvieron en estrecha relación con el propio autor. Pretensión que no siempre conseguirá, pues es evidente que el elemento autobiográfico es un ingrediente fundamental en Cartas de Hombres.

El escritor agrupa sus epístolas en tres apartados temáticos: «Primer Legajo. Amores», «Segundo Legajo. Problemas de la edad adulta» y «Tercer Legajo. Problemas y experiencias de la ancianidad», agrupación no totalmente justificada, pues en no pocos casos las epístolas podrían incluirse en un apartado distinto al seleccionado por Altamira. Hay que tener en cuenta que en todos estos apartados el emisor de la carta es un hombre maduro que, moldeado por la experiencia adquirida con el correr de los años, reflexiona sobre todo tipo de asuntos: el amor, el matrimonio, la amistad, la libertad, la independencia de juicio, el deber profesional, el progreso de la humanidad, reglas de conducta, sentido de la muerte, vicios de la sociedad española, etc. etc.; asuntos que se entremezclan en ocasiones en cartas pertenecientes a legajos diferentes. Asimismo Rafael Altamira incluye en los dos últimos apartados temáticos -«Problemas de la edad adulta» y «Problemas y experiencias de la ancianidad»- cartas en el las que el asunto expuesto tiene que ver con una clara reflexión sobre el acto mismo de la creación literaria, tal como sucede en «Poesía y realidad», «Carta de un crítico viejo a un escritor joven», «La inspiración», «La idea fugitiva e inacabada», «Insomnio», «El placer de crear» y «La creación imposible».

En lo que respecta al Primer Legajo, el dedicado al análisis del sentimiento amoroso, cabe señalar que este apartado está íntimamente relacionado con su obra Novelitas y cuentos y con la segunda parte del volumen Cuentos levantinos. Cuentos de amor y de tristeza, corpus en los que predomina el relato de temática amorosa, el análisis de un amor idealizado, casi platónico, un amor que apenas alcanzado se diluye irremediablemente. Unos relatos, en suma, en los que subyace la nota triste, melancólica y nostálgica. También en esta ocasión Altamira va a relatar una serie de experiencias humanas en las que el amor sale derrotado ante diversas circunstancias. Posiblemente este apartado es el que más quebraderos de cabeza ocasionaría al escritor, pues la mayor parte de las epístolas incluidas en él -«El hada involuntaria», «La derrota del amor», «Comentario a la derrota», «Tierra de promisión», «El retrato», «Mensajes»- parten de una situación similar: la ruptura amorosa que, tras un largo periodo de noviazgo, se produce entre una pareja de jóvenes; ruptura que viene motivada por la escasez de medios económicos del novio. Dicha circunstancia impedirá a los enamorados contraer matrimonio con tanta celeridad como la familia de la novia hubiese querido. Este pretexto que permite indagar a Altamira sobre el amor ideal se podría relacionar fácilmente con un episodio biográfico muy conocido del escritor, su largo noviazgo con María Julián, una mujer que dejó la suficiente huella en el escritor como para permitirle, muchos años más tarde, asediar desde planos distintos el dolor, la frustración amorosa o las consecuencias que la ruptura tuvieron en su vida. Nuestra intención no es la de establecer un paralelismo entre este suceso biográfico y lo expresado en las cartas, sino limitarnos, simplemente, a señalar que esa experiencia fue algo importante en la vida de Altamira y que ella impulsa la creación literaria de un buen número de epístolas en las que el escritor, sobre esa base psicológica real, modifica, altera, amplía y crea, en definitiva, la ficción literaria.

En el tratamiento del amor se manifiesta la tensión existente entre lo ideal y lo real, entre la ilusión humana de alcanzar un amor correspondido, hondo, inalterable y la constatación de la dificultad que el hombre tiene de experimentarlo. Altamira define el amor ideal como «una comunicación perfecta de almas»27, una relación amorosa basada en el conocimiento profundo mutuo, en la «hermandad del alma»28, en el decir del propio escritor. El tono pesimista aflora en la mayor parte de las once cartas incluidas en este Primer Legajo, pues en ellas, en las historias relatadas, se constata que el amor es algo, por naturaleza, pasajero y esa revelación «echa por tierra todas nuestras afirmaciones de eternidad»29. Estas frases que acabamos de extractar se encuentran situadas estratégicamente en las cartas que abren y cierran este apartado de Amores. Así en la titulada «Intimidad» el escritor muestra su anhelo de alcanzar el verdadero amor, ese amor capaz de dar sentido a la existencia, mientras que en «La última ilusión» viene a reflejar la triste realidad: la imposibilidad de lograr ese amor ideal que ansía cualquier ser humano. En medio, entre ambas cartas, Altamira reflexiona sobre las causas que impiden que la ilusión amorosa se mantenga por encima del tiempo y las circunstancias. No debemos olvidar que Altamira se desdobla en estas cartas a través de once narradores diferentes, once narradores que pertenecen, exclusivamente, al género masculino. Ellos son las víctimas del desengaño amoroso, ya que en estas cartas son los personajes masculinos, con la excepción de uno de ellos30, los que se mantienen fieles al amor verdadero, de ahí que el hallazgo de un olvidado retrato femenino, el anuncio del fallecimiento de la mujer amada en la juventud, etc. sean los resortes que dan pie a una serie de reflexiones sobre cómo el amor es derrotado una y otra vez. Así, por ejemplo, en los titulados «Intimidad», «Amor de madre», «El engaño del amor» y «Comentario a la derrota» se constata la dificultad de que ambos miembros de la pareja de enamorados amen al otro con idéntica intensidad. En todas estas cartas el narrador se lamenta de no haber sido correspondido con la misma fuerza con que él fue capaz de amar, aunque, como en el caso de «El engaño del amor», el protagonista, en abierta actitud generosa, se conforme con la insatisfactoria respuesta emocional de su esposa:

[...] Yo he sido, durante toda mi vida de casado, el animador y el poeta. He amado por mí y por Ana, y he renovado constantemente la divina ilusión del amor de los dos, aunque realmente no había más que el amor de uno. Hasta donde esa ilusión me cegaba, he sido feliz; cuando se producía el choque con lo inerte del otro lado, reaparecía mi infelicidad. Pero como siempre, hasta el último instante, he amado a mi mujer (nada de eso que llaman «amar el amor», sino amar a una criatura determinada, a ella), he podido repetir sin desfallecimiento la dulce ficción de que nos amábamos y resistir al desengaño continuo en que terminaban, indefectiblemente, mis esfuerzos de crear como cosa de ambos lo que sólo vivía en mí. Este desengaño era mi amargura; pero el esfuerzo de superarlo fue siempre un placer espiritual vivísimo mientras duraba la ilusión31.



Altamira también señala que entre los errores más comunes que llevan a una unión amorosa insatisfactoria debe destacarse la presión social que se ejerce sobre la mujer de la época para que abandone cuanto antes su estado de soltería. La mujer, sin formación ni trabajo remunerado, acepta la primera proposición matrimonial que recibe como forma de asegurar su subsistencia, sin que el amor preceda a la unión matrimonial. Altamira no achaca a la mujer la culpabilidad del fracaso amoroso, pues es el ser humano, con independencia del sexo, quien causa con su egoísmo su propia infelicidad. La experiencia demuestra que el individuo se deja arrastrar por ambiciones y sentimientos -ansia de poder, dinero que proporciona un matrimonio ventajoso, búsqueda de un porvenir económicamente seguro, satisfacción de un agravio, vanidad, egoísmo- que van en contra de ese amor omnipotente ponderado por filósofos y escritores de todos los tiempos, tal como el protagonista de «La derrota del amor» proclama:

Lo constante es que los problemas sentimentales de nuestra vida [...] no se resuelven, por lo general, a base de elementos o motivos de la misma naturaleza, sino de naturalezas distintas de aquéllos, que se introducen en nuestro espíritu y lo arrastran a decisiones que son la negación absoluta del amor sin que el amor se haya apagado; sin que la persona amada tenga en ello la menor responsabilidad, e incluso sin que otro amor lo haya desalojado [...]32.



A pesar de estas reflexiones amargas sobre la dificultad del hombre de alcanzar un amor profundo, un amor que de sentido pleno a su vida, Altamira incluye en este grupo de epístolas un relato, «La copia», en el que un hombre maduro encuentra, mientras está visitando la Alhambra granadina, a una joven cuyo rostro le es muy familiar. Pronto descubre que esta joven que tanto le atrae es la hija de la mujer que amó profundamente en su juventud33. El relato concluye felizmente, pues la atracción amorosa se manifiesta en ambos personajes. A través de este cuento Altamira parece indicar que, a pesar de las dificultades, es posible encontrar el amor no sólo una vez, sino varias a lo largo de la vida del hombre, si éste está dispuesto a recibirlo con toda la generosidad de su corazón.

Los dos bloques siguientes, «Problemas de la edad adulta» y «Problemas y experiencias de la ancianidad», están íntimamente relacionados entre sí, pues en ambos el narrador reflexiona desde la madurez y la experiencia que le otorga el paso del tiempo sobre los resortes que mueven o deben mover la conducta del ser humano. En estos apartados la voz de Altamira resuena de forma nítida, descubriendo al lector sus ideales, principios morales y reglas de conducta que motivaron tanto su trayectoria profesional como su vida particular. Confesión totalmente coherente con las conclusiones que cualquier interesado en esta ilustre figura puede extraer con sólo tener en cuenta los datos objetivos que ofrece su biografía.

En primer lugar cabe destacar una de las actitudes que mejor caracterizan la personalidad de Rafael Altamira: su optimismo vital, su fe en el hombre. Tema que desarrolla concretamente en la epístola titulada «Optimismo», pero que se refleja continuamente en el resto de cartas incluidas en los apartados mencionados. El narrador de «Optimismo» proclama su fe en el progreso de la humanidad, a pesar de no ignorar la «maldad humana»34 -envidia, codicia, ingratitud- y de los recientes acontecimientos históricos en los que la justicia «es sacrificada al interés de la victoria política y social»35 -guerra civil española, segunda guerra mundial-; optimismo que se mantiene aun siendo consciente de que «la piedad, la misericordia y el respeto de la vida humana, están desapareciendo del mundo»36. En esta epístola Altamira rechaza la teoría del progreso constante de la humanidad como ley que conduzca al hombre hacia una sociedad más justa. Su optimismo se basa, por el contrario, como hombre vinculado al núcleo krausista, en la firme convicción de la existencia en todo momento histórico de hombres íntegros, hombres que se esfuerzan y trabajan movidos por la ilusión de que la sociedad evolucione hacia la dirección correcta:

[...] en todo momento de la historia y hoy mismo, existen hombres que mantienen en su espíritu el imperativo de la justicia, de la bondad, del respeto a los otros, y que son (todavía, ahora) moralmente incapaces de obrar contra ese imperativo. Esta existencia es una verdad de hecho indiscutible y se junta con la de la permanencia del anhelo de perfección moral y social que sienten miles y miles de espíritus. Mi experiencia personal es, también, la de que se puede encontrar siempre un círculo de hombres así y hacer de él centro de nuestra convivencia social37.



En estas cartas Altamira da cuenta de los principios morales que han regido su existencia, tanto en lo que atañe a su camino profesional como en su relación fraternal con otros hombres. Así bajo el pretexto de responder una carta en la que un joven le pide consejo sobre la actitud que debe presidir su comportamiento de hombre adulto, Altamira ensalza aquellos valores que convierten al hombre en un ser noble y, evidentemente, en un hombre que contribuye a la consecución de una sociedad más justa e igualitaria. De ahí, que en la epístola titulada «Reglas de vida» destaque en primer lugar la necesidad de alcanzar la perfección individual. El hombre debe mantener una lucha constante contra sus vicios y defectos, lucha de la que saldrá victorioso gracias a su firme voluntad. En esta misma carta encontramos otro de los principios básicos del escritor, pues en ella rechaza el dogmatismo de cualquier tipo, incluso, el criterio restringido de una escuela ideológica. El hombre debe pensar por sí mismo y sólo después de una profunda reflexión podrá adoptar el criterio que le parezca más sólido y apropiado. Asimismo debemos subrayar su llamada a la tolerancia, al respeto a las personas que no opinan de igual forma, a la necesidad de ayuda mutua entre los hombres para alcanzar una vida social ordenada. En «La experiencia de los años» Altamira resume su ideal de hombre cuando el narrador, en una carta dirigida a su nieto, señala que «[...] lo primero en la vida es ser sincero, amar la verdad, confesarla y luchar por ella, aun a riesgo de perjuicios personales»38. Le aconseja perseguir su propia senda, sin que le importe contradecir a aquéllos que quieren llevarle por otros caminos, aun que éstos conduzcan a una posición social más notable y ventajosa. Vislumbrada la propia vocación, debe servir desde ella a su patria y a la humanidad. Igualmente el narrador le señala la necesidad de permanecer indemne al desaliento, a la incomprensión o la injusticia de los demás. El narrador quiere que su nieto se convierta en un hombre justo y tolerante, de ahí que señale lo siguiente: «[...] El hombre que dice: "Contestaré al insulto con el insulto, a la calumnia con la calumnia" es tan miserable como aquel de quien pretende defenderse; y cuanto menos, es indigno de representar el principio de orden y justicia en el mundo. Sobre él no se edificará la sociedad futura, cuyas bases han de ser la verdad y el respeto mutuo»39, consejos que son «fruto personal de mi observación y mi experiencia de la vida»40. Altamira reitera estos mismos principios en otras epístolas, como, por ejemplo, en las tituladas «Reglas de moral», «Derechos y deberes», «A las puertas del cielo», «Intimidad espiritual»...

Altamira, inalterable en su deseo de aprovechar al máximo su existencia, contempla la vejez como una etapa de reflexión, de análisis profundo tanto de su vida pasada como del momento presente, tal como se aprecia de manera explícita en «Conócete a ti mismo». El escritor aunque es plenamente consciente de las limitaciones físicas y afectivas que impone la vejez -«Final de vida», «La libertad», «Añoranzas», «La muerte»- entona un decidido canto por esta etapa final de la vida humana, en la que la experiencia vivida y la madurez alcanzada permite al hombre disfrutar de placeres inimaginados, cuando acuciado por deberes profesionales y familiares apenas tiene tiempo para indagar sobre sí mismo y la sociedad que le rodea. De esa manera la actividad desarrollada en tiempos anteriores se convierte en materia de reflexión actual, en otra forma de vivir aquellos acontecimientos que marcaron su propia existencia. Las personas ausentes y queridas aparecen de nuevo en su memoria y la añoranza que el hombre siente ante la irreparable pérdida, se mitiga en esas largas horas de meditación -«La soledad poblada»-. La epístola que mejor refleja esa defensa que Altamira realiza de la vejez se encuentra en la titulada «La escala de la vida», donde un narrador que acaba de cumplir ochenta y seis años muestra su satisfacción por haber llegado a esa avanzada edad. Dos son los motivos esenciales que dan pie al optimismo vital de este longevo narrador. En primer lugar su tranquilidad de conciencia, pues, tal como él mismo señala, «mi vida ha sido una ascensión (con sus retrocesos y todo) en el mejoramiento de mí mismo»41; la segunda razón aludida indica que la vejez es una etapa intelectual, espiritual y socialmente activa, en la que el hombre lejos de despreocuparse de lo que le rodea, puede seguir enriqueciendo su vida interior, participando en el trabajo intelectual y artístico desde la sensatez que conlleva su larga existencia. Es evidente que en esta carta se percibe ese optimismo vital que siempre acompañó a Rafael Altamira y la incansable lucha que mantuvo consigo mismo para dar lo mejor de su persona en cada momento.

Si tenemos en cuenta la trayectoria personal y profesional del autor de Cartas de Hombres podemos aventurar que Altamira, en 1907, renunció a su vocación literaria por ser fiel a sí mismo, por ser consecuente con el compromiso personal adquirido con la sociedad española; renunció por su agudo sentido del deber, por ser plenamente consciente de que en esos momentos de desánimo y desorientación posteriores al desastre del 98 era necesario que los hombres mejor preparados, que «los intelectuales», en términos de la época, se dedicasen con todas sus fuerzas a la reconstrucción y regeneración nacional. Rafael Altamira no dudó en sacrificar su indudable vocación literaria en aras del ideal de sacar del estancamiento moral, político, intelectual y social a su patria. El resultado no pudo ser más satisfactorio, ahí están su vida y su obra, aunque quienes amamos la literatura nos quede la certeza de haber perdido gran parte de la obra de un magnífico literato.





 
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