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ArribaAbajoSegunda parte

Al caer de las hojas



ArribaAbajo- I -

Los relojes habían dado, unos en pos de otros, las diez de la noche, con el sonido melancólico de las viejas campanas santiaguinas. La ciudad, iluminadas las calles centrales por grandes focos, presentaba el aspecto solitario y triste de ciudad muerta, en aquella noche de invierno en que los girones de neblina se arrastraban por los jardines del Congreso, entre pinos y palmeras, para envolver, luego, en la Plazuela, monumentos y columnas de bronce. Los focos parecían rodeados de nimbos de luz. De cuando en cuando, la campana del tranvía eléctrico arrojaba su chillido metálico en las diversas calles del crucero de Bandera con Catedral y Compañía. Algún farol rojo de carruaje nocturno desaparecía de la puerta del Club de la Unión.

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Los girones de neblina envolvían, también, la Plaza de Armas en denso velo rasgado por ramas de palmeras, dentelladas y oscuras. El piso húmedo, todo enladrillado, brillaba, dejando resbalar suaves reflejos de luz a los ojos de un joven que caminaba rápidamente con el cuello del gabán levantado y el paso característico, arrastrado a derecha y a izquierda, con el balanceo propio de cuantos llevaban en sus venas sangre de Sandoval. Era Javier Aguirre; al llegar a la esquina de la Plaza con Estado, se detuvo un momento. En esos instantes salía la concurrencia de la segunda función del Teatro Santiago. Sus anchas puertas arrojaban esos grupos compactos y negros que salen como enjambre del recinto iluminado, precipitándose por una y otra acera, como dos culebras interminables que se deslizan junto a la casa roja de piedra, de los antiguos Condes de la Conquista, y cruzan el Portal Mac-Clure. Javier Aguirre se había detenido, perplejo, en el crucero de la calle del Estado con la Plaza. Los girones de neblina, menos densos en aquella parte, se rasgaban, permitiendo contemplar, en la penumbra de los focos eléctricos, las torres de San Agustín y las aceras ensanchadas de la calle, por las cuales quebraba sus rayos la luz; más allá los faroles pajizos de un Bar y la luz roja de la Botica de turno. Un coche pasaba lentamente como pidiendo pasajeros. El joven hizo gesto para llamarle, más cambiando súbitamente de idea, le dejó pasar. Experimentaba sensación nerviosa de impaciencia. Acababa de acudir a casa del doctor Boildieu, sin hallarlo, y se dirigía en busca de otro médico, más en el momento de silbar el coche, al ver la columna de gente que salía del Teatro, cambió de idea. Acaso entre la muchedumbre que salía pudiera encontrar, sino al célebre   —112→   médico francés, a un facultativo cualquiera, pues el caso apuraba. -«Adiós, Javier» díjole, de paso, un personaje de aventajada talla, maciso, de ancha barba semi-canosa, con ese tono entre familiar y cariñoso, de los que tienen costumbre de encontrar a una persona en salones. «¡Deténgase! Doctor, le buscaba...» contestó el joven con aplomo. Acababa de toparse casualmente con el Doctor Morán.

«Vámonos ligero, agregó, que mi tío Leonidas se nos va...

-«¿Cómo así?»

-«Acaba de darle el tercer ataque y se encuentra, como dicen Uds. los médicos, en estado comatoso, sin conocimiento alguno, parece muerto. Tiene el rostro lívido, de color que da miedo, y está flaco, flaco, únicamente con huesos y pellejo. Tiene manchas amoratadas...» Y el joven Aguirre enumeraba detalles con palabra fácil y cierta complacencia de manifestar experiencia de enfermedades y materias médicas.

-«Malo... malo... ¡Canastos! murmuraba Morán, pasándose la mano por la barba. ¡Pobres chiquillas!» agregó refiriéndose a las niñas Sandoval. «Lo adoraban», sobre todo Gabriela, a pesar de que Magda, como menor, era la más regalona». Morán experimentaba complacencia al manifestar relaciones de intimidad con esa familia distinguida; cierto airecillo de vanidad satisfecha, la satisfacción de sentirse como parte integrante o complemento del círculo en boga. Había conseguido levantarse de una posición obscura y modesta a otra expectable, sin ayuda ni protección de parientes, y lo que es más extraordinario, sin talentos profesionales de ninguna especie, a fuerza de amabilidades y de tacto, sacando a bailar a feas en las fiestas, acompañando mamáes, buscando abrigos,   —113→   siempre fino, siempre, sonriente. Ahora, ya dado a conocer en salones, tenía su pequeña clientela, pues en la lucha por la alta sociedad, hasta existen personajes y familias que consultan y llaman a un facultativo por ser «el médico de las Sandoval». En ese tejido de vanidades e intereses, de apetitos y concupiscencias, en que todos se empujan y golpean, por subir, por medrar, por abrirse brecha en la vida mundana -toda vanidad y vacío- existen factores, que a primera vista no aparecen, pero que desempeñan el papel de pequeño e invisible tornillo en máquina complicada. Eso era el Doctor Morán. Había tomado el paso de Javier Aguirre, deslizándose rápidamente por calles desiertas, cruzando la de Compañía, hasta llegar a casa de Sandoval. El gran edificio, con ventanas cerradas y obscuras, tenía aspecto triste, a pesar de hallarse pintado de blanco, el color de moda. El Alcalde había mandado cubrir con arena el piso de aquella cuadra de Compañía, conociendo el estado de suma gravedad del ilustre enfermo. A la puerta estacionaban tres coches: el americano de visita y otros dos para los mandados, pues a cada momento necesitaban acudir a la botica en busca de bolsas con oxígeno.

La hoja de la mampara, de vidrios opacos, se hallaba entreabierta. Un reporter de diario, lápiz en mano, tomaba apuntes bajo la bomba central del vestíbulo de mármol, copiándolos del último boletín dictado por el médico de cabecera; un sirviente, de frac y de corbata blanca, el rostro afeitado e impacible, con esa insolencia peculiar en sirvientes de casa grande, esperaba a corta distancia.

Apenas resonaron pasos de recién llegados, se oyó carrerita femenina y rumor de faldas recogidas. Era   —114→   Magda, con un pañuelo de lana tejida echado sobre la cabeza y con lágrimas en los ojos... «¡Al fin, un médico, dijo... creí que no llegaría jamás... ¿Cómo le va, Doctor?... mi papá está muy grave... se muere...»

-«Cómo va, pues... tranquilísese... calma... calma... Esto pasará... si no es para tanto. Más de uno he visto yo volver del borde de la sepultura y enterrar a otros buenos y sanos como si vendieran salud. No se aflija, Magda. ¿Y su mamá? y Gabriela?»

-«Desesperadas... Mamá en cama, y todas andamos con la cabeza perdida».

-«Naturalmente. Vamos a ver al enfermo». Y Morán se quitó lentamente guantes y abrigo con esa calma profesional que desespera en ciertos instantes. «La sola presencia del médico mejora y tranquiliza a la gente de la casa» dijo en tono sentencioso a Javier Aguirre.

En el escritorio, sobre sillones bajos de cuero, se hallaba una docena de personas, entre ellas dos o tres políticos, jefes de partido, el gerente de un Banco del cual era consejero el señor Sandoval, y varios caballeros viejos, amigos de la familia, con sus calvas relucientes y su tos asmática. En la pieza vecina estaba el Presidente de la República, acompañado de dos o tres personas y de un clérigo, «el señor Correa», uno de esos sacerdotes hombres de mundo, persona de agradable trato y maneras finas.

El «senador» Peñalver, de pie, con ojos enrojecidos, sin hablar palabra, se fumaba en silencio un cigarro puro. Sentía pena profunda, no tanto por su amigo don Leonidas, a quien quería y no poco, cuanto por su propia persona. Con don Leonidas se iba algo de su pasado, era como si fuesen a enterrar   —115→   un pedazo de su existencia, los recuerdos y aventuras de muchacho, las pellejerías de antaño, los explendores de otro tiempo durante el cual Peñalver había desempeñado papel auténtico de gran señor y de millonario ¡ay! por desgracia demasiado corto. Se apiadaba Peñalver de sí mismo, al ver cómo se iban, uno a uno, los compañeros que habían hecho juntos la jornada de la vida, los que visitaron unas mismas casas de tono, y se presentaban al teatro y a los bailes en alegre círculo. Ya iban quedando muy pocos de los que fueron a la inolvidable fiesta de Meiggs, o al gran baile de la Presidencia de Pérez, de los que paseaban por París en victoria a la Daumond en compañía de Florencio Blanco, el buen mozo clásico del Segundo Imperio. «¿Te acuerdas Cucho?» dijo a uno de los señores de cabellera blanca, repitiéndole en voz alta sus reminiscencias. «Leonidas figuraba entonces con nosotros...» Un suspiro ahogado se escapaba de su pecho de viejo vividor... «El pobre se nos va... me ha dicho Boildieu que ya no hay esperanza... si no de mantenerlo. Hoy estuvo de visita el Arzobispo y Leonidas no lo conoció...» Peñalver clavó la vista en la alfombra, dando puchadas a su cigarro puro.

En esos instantes cruzaba el vestíbulo Justino Vanard, uno de los íntimos de la casa, con su pasito corto en son de baile. Era pequeño de estatura, de grandes bigotes negros levantados, ojos hermosos, profunda y tupida cabellera color ala de cuervo y usaba peinado aplastado que daba a su cabeza tono relamido. Andaba siempre con la cabeza echada atrás y el cuerpo erguido, como esforzándose en elevar su estatura. Su edad sería de 35 a 50 años, es decir indefinida, pues no tenía edad. Vanard, como Peñalver, figuraba entre los indispensables en toda casa de buen tono. De   —116→   trato simpático y culto, había leído su poco de literatura y publicado traducciones y algunas poesías, amén de revistas de bailes y de salones, con lo cual junto con darse ínfulas de literato, era solicitado por las damas con pequeñas amabilidades o coqueterías, esperando llegar a las eternidades de la fama social en recortes de periódicos. En extremo servicial, se desvivía por escribir cartas de presentación para el género humano, solicitando, para una misma persona, un día la plaza de astrónomo y otra la Sede un tiempo vacante del Arzobispado de Santiago. Iba y venía, dándose vueltas y revueltas, como si tratara de practicar el movimiento perpetuo, siempre alegre, conversador, a veces cáustico, buen muchacho; diciendo galanterías a mujeres, palmoteando a los hombres, con sonrisas discretas a los poderosos y apretones de mano a los modestos y pequeños. Amigo de las personas de talento, las admiraba hasta en sus fragilidades y sus vicios. A partidas nobles y desinteresadas unía pequeñeces y vanidades increíbles. La nota dominante de su carácter era el exhibicionismo, la manía de figurar, achaque moderno en estas sociedades jóvenes, y enteramente desconocido hasta los últimos años. Vanard se moría por aparecer en casamientos, en fiestas, en comisiones de kermesses o de conciertos de caridad, en bailes, en comidas, en reparticiones de premios, en revistas de bomberos y en funerales, a los cuales jamás faltaba. Contábase que había dado el siguiente consejo a un amigo joven: «El secreto del éxito en el mundo consiste en aprenderse de memoria, para el caso, un discurso de pésame y otro de felicitación». Pasaba, una tarde, frente al Club un suntuoso convoy fúnebre, seguido de infinidad de coches. «¿Quién será el muerto?» preguntábanse   —117→   unos a otros los socios parados en la puerta. Nadie lo sabía. «-Debe de ser Vanard, dijo uno, porque es la primera vez que no lo veo figurar de acompañante en un entierro». Vanard se las valía para los pequeños servicios, las amabilidades oportunas, para traer el abrigo de las señoras, el paletó de los ancianos, para descubrir un carruaje entre quinientos, y de esta manera, poquito a poco, se había formado su posición mundana tan confortable, como sólida, con asiento fijo en las mejores mesas, su jugar, en los palcos, haciéndose indispensable en comidas y fiestas.

Apenas hubo entrado Vanard, con su pasito corto y rápido, cuando dio tres golpes en los cristales de la pieza de Gabriela, quien salió apresuradamente al patio. «Toma chiquilla», le dijo, pasándole un paquetito. «Aquí está la receta, y en el paquetito las agujas para inyecciones... Me ha costado más trabajo encontrar esa botica que a Menelao al raptor de Elena. Santiago, como ciudad, se parece a esos paltoes vueltos del revez, en, los cuales nada parece en su sitio. ¿Y cómo sigue tú papá?» Mientras Vanard pasaba el pañuelo por su frente empapada en sudor, la niña le dada las gracias. Su padre seguía lo mismo, es decir, muy grave. Sólo en ese instante acababa de aparecer un médico... Morán...» Al oír este nombre, Vanard, conocido por sus opiniones avanzadas de libre-pensador, hizo la señal de la cruz. «Lo que es yo... no lo llamaría ni para curar las yeguas de un coche... ni para resfriado. En casa de las Wanda, solamente lo llaman cuando se enferman los sirvientes. En fin... estaba escrito...»

Sin más ni más, ambos se encaminaron al segundo patio, llevando la joven los remedios en la mano. En   —118→   esto se abrió la puerta del escritorio, saliendo Peñalver a reunirse con ellos, con su peculiar paso balanceado. Había sentido, desde su asiento, la llegada de Vanard, su murmullo a media voz y acudía él, a su turno, en parte por curiosidad, en parte porque no le agradaban los rivales en las intimidades y afectos de la casa. Era ese uno de los motivos por los cuales no profesaba simpatía a Vanard, que conocía a las niñas desde chicas y a sus padres de solteros, gozando los usos y prerrogativas de los dueños, de mandar a los sirvientes, de pedir copas de coñac con Apollinaris y de meterse de rondón hasta el fondo de la casa. Era aquélla una rivalidad cómica, invisible para el mundo, apenas, perceptible para los íntimos o parientes como el joven Javier, que gozaba con ello de manera inmoderada.

Así llegaron al saloncito de costura del segundo patio, una de esas piezas íntimas conocidas por los franceses con el nombre de boudoir, amueblada toda ella con muebles del primer Imperio, conservados en la familia de Sandoval por espacio de setenta años. A pesar de los esfuerzos de las jóvenes por desterrarlos como «poco elegantes», doña Benigna se mantenía firme y fiel con ellos.

Todas las casas en donde existe enfermo grave, presentan el mismo aspecto. Las conversaciones en voz baja, el andar en puntillas, los rostros adustos de los cuales parece desterrada la alegría, trocada en gesto uniforme y convencional, y la tensión nerviosa en la cual el chirrido de una puerta, una frase más alta, cualquier cosa, produce vibración desagradable. Figurábanse todos, por especie de arreglo convencional y tácito, que con semejantes medidas obtendrían la mejoría del enfermo. De ese modo, habíanse   —119→   acostumbrado, sin notarlo, a una vida de gestos artificiales dentro de los cuales se ocultaba la indiferencia en unos, escasa pena de otros, la preocupación en dos o tres. Con todo, seguía la existencia diaria su curso acostumbrado, mandábase por dinero al Banco, la «Tato» preparaba la lista de la plaza, discutiendo con la patrona los guisos del día siguiente, encargos de vinos o de conservas a los almacenes o de pasto aprensado para los caballos. Dábase quejas de la conducta del cochero, pedíase el anticipo de un sirviente, licencia para el otro y seguían su curso las pequeñas preocupaciones de la vida cuotidiana. Ya la Rafaela estaba insoportable de ensimismada y respondona, según afirmaba la «Tato», de pie, más con el tono imperativo y familiar de sirvienta antigua que forma parte de la familia.

En el saloncito solían oírse unos suspiros ahogados, y, de cuando en cuando, algunos bostezos. Encontrábase lleno de señoras, de la familia unas, amigas de intimidad las otras, parientes pobres el resto. Era ese alud que se descarga, como a voz de consigna, en días de santo y de enfermedades graves. Las mujeres enchucheaban en voz baja, conversando unas del último sermón del Padre Más, otras de nuevas modas de Invierno. Los sombreros se usarían anchos y caídos como platos vueltos, al estilo chino; la de más allá encomiaba lo barato que vendían las cosas en la tienda de Riesen... el par de guantes cuatro pesos cincuenta, ahora que piden por todo un ojo de la cara, por el mal estado del cambio. En resumidas cuentas, ya no se podía vivir en Chile, donde cobran ¡Jesús! por un huevo fresco treinta centavos.

Alguien entró sin que lo notaran, al saloncillo, había saludado y se había sentado sin que lo vieran. Era   —120→   un señor de sesenta y cinco años, de ojos azules, uno de los cuales parecía de vidrio, cabellera cana cortada al rape, bigotes gruesos, chaquet cubierto de caspa y esa traza decaída de ciertos hombres cuando la vida los maltrata y vienen a menos. Era don Pablo Sandoval, hermano de don Leonidas. Preguntó por la salud del enfermo, contestáronle, hubo ligero silencio, y siguió la charla de mujeres a media voz, hablando todas a un tiempo. En esos instantes cruzaba por el saloncillo el doctor Boildieu, seguido de Justino Vanard. Las señoras bajaron el tono con respeto, inclinándose a su paso. De repente notose agitación prolongada entre ellas, algunas se pusieron de pie, adelantándose a la puerta con ojos bajos y sonrisa en los labios. Era el clérigo, «el señor Correa» que entraba con andar lento, fisonomía de nariz fina y labios delgados, penetrantes los ojos, mandíbulas un tanto salidas y frente de marfil viejo, aire aristocrático y ligero fruncimiento en las cejas que le daba sello especial. Constantemente cruzaban sirvientes con teteras de agua hirviendo, remedios y cosas necesarias en esas emergencias; habían recomendado que atravesaran por las piezas del fondo, mas preferían pasar por el «costurero» para darse importancia.

Poco a poco, y a medida que avanzaba la noche, la gente se retiraba, quedando tan sólo uno que otro íntimo. Se habían alejado los que iban «por cumplir» y se arrellanaban en sofáes los demás, que iban por costumbre, y por curiosidad, o por ese hábito peculiar que arrastra a cierta gente a casa de moribundos, por más indiferentes que les sean en vida. Don Pablo, con la cabeza echada atrás en el sofá, roncaba tranquilamente, sin que las señoras se atreviesen a despertarlo.

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Poco después de las doce, abriose violentamente la puerta y apareció el porte maciso del Doctor Morán, esforzándose en dar aspecto grave a su figura plácida. Cruzó la pieza rápidamente y llegó hasta el comedor; allí conversaban Vanard con el «senador».

-«Don Leonidas dejará fortuna...

-«Era de que no... a lo menos su par de milloncejos, quizás tres... Era hombre rumboso.

-«Ah! sí, era rumboso y gran señor... las chiquillas quedarán bien aviadas. Descontando la mitad de gananciales, les tocará por lo menos...»

En esto iban, cuando el Doctor Morán se acercó a ellos, diciéndoles dos palabras al oído. Ambos enmudecieron. Peñalver, poquito a poco, largó hasta sus tres suspiros ahogados. Vanard, con voz emocionada, aprovechó la ocasión de pronunciar un par de frases que tenía preparadas al efecto.

«-...Hai que comunicarlo a la señora... y a las niñas... se fue sin decir ¡Jesús!... le falló el corazón, señor... y eso que el Doctor Boildieu le tenía el pulso y yo le había hecho ya seis inyecciones... ¡Pobre Magda que lo quería tanto! Y misiá Benigna... y Gabriela... Es una gran pérdida para el país».

-«Era hombre de Estado eminente, lleno de tacto, un diplomático... Y de carácter suave... era una dama» agregó Vanard. Vivía constantemente preocupado de sus deberes cívicos. Recuerdo que hallándose de jefe de Gabinete, me mandó llamar una vez diciéndome: «Mira, «cadete», parece que hay dificultades en la primera Compañía de Bomberos; busca manera de arreglarlas; recuérdales a los amigos que no es posible menoscabar su prestigio tan bien ganado». Se acordaba del Cuerpo en los momentos más difíciles para el Ministerio ¡Los dioses, se van, señores!...»   —122→   agregó Vanard investigando el efecto que producían sus palabras en el rostro de sus interlocutores. El de Peñalver quedaba impasible. Morán le admiraba.

El Doctor encendió un cigarrillo, para ganar tiempo. «Este es el instante más fregado...» respondió.

«Recuerdo que cuando se me murió de sobre-parto la señora de Pérez, en la semana pasada, no sabía cómo decírselo al marido...»

En cualquier otro instante, el espíritu irónico de Vanard hubiera tomado nota. Ahora sentía atmósfera de plomo; era sensación desagradable e indefinible. Perdía un amigo influyente y de gran posición, dispuesto a servirlo, cariñoso, atento. Experimentaba el vacío de algo de lo cual no se daba explicación justa. Había comido tantas veces en aquella mesa hospitalaria. A fuerza de tratarlo y de oírlo, llegaba a considerar como propio el éxito político y social de don Leonidas, de cuya posición él recibía como un reflejo -casi como ese prestigio desbordado de los caudillos políticos a sus yernos y hermanos por insignificantes que sean, algo que se presiente en su actitud, en su andar, en sus conversaciones. Peñalver sacó el pañuelo, se restregó los ojos, hizo un movimiento de hombros y dijo con voz entera: «Yo me encargaré de la Benigna... que se ocupe de las niñas Vanard...» Los tres se separaron.

En la casa reinaba gran silencio, producido en unos por el sueño, a esas horas avanzadas de la noche, en otros por el enervamiento derivado de largas y agitadas enfermedades en que se teme de un momento a otro el desenlace. Y a pesar de que todos lo esperaban, vino a sorprenderlos. Creían en algo imprevisto y salvador. En el saloncito se produjo, primero, movimiento   —123→   de sobresalto, seguido de viva agitación. Luego se abrió una puerta, y miseá Benigna la atravesó corriendo, con el pelo suelto, a medio vestir. En seguida unos gritos agudos: Ay!.. Ay!... ¡Señor!... Dios mío!...» Y luego chillidos, seguidos como de estertores:... ¡Papá!... ¡Mi papá!...» Y todas las mujeres se precipitaron de golpe, atropellándose, a las habitaciones del difunto, abriendo la puerta de par en par. Entre gritos, cuchicheos, histéricos, violento abrir y cerrarse de puertas, carreras de sirvientes, llantos, toses y catarros, oíase monótona la voz del presbítero Correa, entonando en alta voz, breviario en mano, las preces de los muertos. Era esplosión violenta, distensión general de nervios, amarga voluptuosidad de lágrimas y de gritos en las mujeres; el anhelo de concluir de una vez con una situación desesperante. Gabriela envuelta en reboso de lana de color, lloraba con dolor infatigable y sin cesar renaciente.

En ese instante se oyó el repiqueteo de la campanilla del teléfono: «Aló... aló... ¿con quién hablo?...» Era José, el sirviente de mesa, que comunicaba a los diarios de la mañana la muerte de don Leonidas.



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ArribaAbajo- II -

El portón de calle cerrado, los corredores y patios silenciosos daban a la casa de Sandoval aspecto melancólico de claustro. Estacionaban a la puerta coches de lujo, tirados por troncos de sangre, indicando la presencia de visitas. En el cuarto de Magda, en efecto, habíanse reunido media docena de amigas íntimas. Largos seores Médicis, de color crema con encajes de fantasía sobre tul bordado, con incrustaciones de motivos Cluny caían sobre las varillas de bronce de cortinitas llamadas por los franceses brise-bise, hechas de género bordado y encaje milanés, bañando la espaciosa pieza en penumbra triste, apenas interrumpida por luces aceradas de espejos. El peinador veíase cubierto de frascos de cristal de roca llenos de aguas y esencias, de aparatos nikelados y encrespadores, bigudines, cajas de instrumentos de acero con mango de nácar para uñas, pulverizadores, escobillas de todos tamaños, con mangos de carey y monogramas de plata. Como descomunales insectos, sobresalían las cabezas de un juego de alfileres de sombrero, damasquinadas   —125→   en oro sobre fondo negro, y clavadas en almohadilla. Magda tenía los ojos enrojecidos de llorar y sus miradas, reposadas por la luz tranquila de la pieza, caían sobre los instrumentos y frascos de la mesa, sorprendiéndose de hallarlos como los demás días y de verlo todo en su sitio. Sentía el mismo andar apacible de vida corriente, aún en medio de su desgracia que, según temía, vendría a transtornarlo todo. La muchacha con el pelo suelto, envuelta en rebozo de lana, se hallaba recostada sobre su lecho. Julia Fernández, Marta Liniers, Laura Oyangúren, Pepa Alvareda, Olga, casi todas las íntimas, se habían apoderado del canapé de seda perla, y de los sillones Luis XV, así como de infinidad de sillas y taburetes traídos de las piezas vecinas. Unas estaban de manto, envueltas en sus pliegues transparentes; otras, como Julia, llevaban mantilla en la cabeza. Hablaban, al principio, a media voz. Pepita trató detalladamente de la ceremonia fúnebre. Jamás se había visto entierro más concurrido en Santiago. La Iglesia de Santo Domingo estaba «de bote en bote», no había dónde meter un alfiler. La orquesta era magnífica; «Paoli», el tenor de la Ópera, había cantado el «Miserere». Allí estaba todo Santiago. Enumeró, una por una, las personas de ella conocidas. Sus amigas agregaron, cada cual, un nombre, sin olvidarse de sus «pololos» y de sus amigas. Fulana de tal, no estaba en la Iglesia, mengana, tampoco; las niñas tenían cuidado de subrayar ciertas ausencias. ¡Y qué de coches! hijita... aquello no se acababa nunca. Eran cuadras de cuadras. Había más que en el entierro del Presidente Errázuriz. Magda escuchaba, clavados los ojos en el techo, sin movimiento alguno; involuntariamente experimentaba cierta complacencia, como   —126→   cosquilleo de vanidad, al oír nombres de tantas personas conocidas. Al escuchar el de Paoli, se acordó del teatro y del traje gris perla que llevaba una noche en que ese tenor cantaba Otello; aquel vestido había tenido éxito fabuloso; para más seña, todos los anteojos se clavaban en su palco, sintiendo sobre sí las admiraciones de los hombres y las murmuraciones de las mujeres. Otra niña, recién llegada, interrumpió la charla con frases de condolencia. Era desgracia irreparable, algo inmenso, una de esas cosas en que no cabe más consuelo que pensar en Dios y poner los ojos en la Virgen. «En estos casos, hijita, es preciso compadecer a los que se quedan y envidiar a los que se van...»

Hubo murmullo de aprobación, entre las amigas, y luego, instantes de silencio. Manuelita Vásquez los aprovechó para quitar la palabra a Pepa. Lo que a ella le había parecido imponente y grandioso, en la ceremonia, había sido el momento en que sacaron el ataúd del templo, rodeándolo con los estandartes del Cuerpo de Bomberos, del cual había sido Superintendente. Una sentía escalofríos... algo inesplicable, pero que apretaba el corazón como con tenazas. ¡Y qué de coronas, Santo Dios! Se había necesitado carro especial para conducirlas... ¿Y saben Uds. cuál de todas era la más hermosa? Una cruz de violetas con orquídeas blancas; en mi vida he visto cosa de mejor gusto...»

Al oír estas palabras, Pepita Alvareda se inclinó al oído de Gabriela, diciéndole en voz baja: «Esa cruz, que llevaba mi tarjeta, ha sido enviada por Ángel, que me pidió premiso para hacerlo. No quería que fuera en su nombre. ¿Has visto un corazón más bien puesto? ¡Pobre!... a caballero no se la gana nadie...»

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Gabriela, envuelta la cabeza en un chal, había escuchado aquella charla con la indiferencia con que lo recibía todo, por temperamento, y por hábito, más al oír las palabras de Pepita, sintió que le palpitaba el corazón violentamente, cogió su mano en la penumbra, y la apretó. Sí, tenía viva y palpitante la herida de aquel cariño, el primero; sí, comprendía que jamás nadie, ni nada podría separarla de Ángel a quien amaba. Había roto con él, por su padre a quien no quería contrariar, pero no por eso podía dejar de quererlo.

El sirviente golpeó la puerta, anunciando que los señores Peñalver y Vanard querían hablar una palabra con las señoritas. «Anda tú», le dijo Magda y Gabriela salió.

La conversación tomaba otro giro. Laura Oyangúren con la autoridad de ser una de las jóvenes mejor vestidas en Santiago, se puso a disertar sobre el luto de moda y describió, muy por menudo, el traje recibido recientemente de París por una prima suya, sin perdonar el «velillo punteado de felpilla sobre tul» del sombrero; ni los «entredoses» de imitación malla del vestido. A las muchachas se les venía el agua a la boca en las descripciones de los trajes.

Magda escuchaba en silencio; sus miradas cayeron sobre la punta de sus zapatos de cabritilla que salían de entre las enaguas bordadas y su melancolía se templó en sensación de complacencia al sentirse elegante. Manuelita, siguiendo el movimiento de su mirada, se fijó en el pie, y luego, cogiéndolo en la mano, exclamó con el tono meloso, halagador que toman a veces las mujeres: «Hase visto una patita más linda? ¿El pie de la Cenicienta?»

-«De una Cenicienta calzada por Galoyer, de   —128→   París, lo que no es gracia», interrumpió Magda. «Todavía me queda como bolsa», agregó, y dejándose llevar por impulso natural de su carácter, hizo un movimiento rápido, disparando la zapatilla que se dio varias vueltas en el aire, antes de caer en medio de las amigas que le daban el pésame. Pepita se la tiró con presteza, cogiéndola al vuelo la muchacha, que se calzó tranquilamente.

La puerta se abría en ese instante para dar paso a Susana Pearsón: «Hijita... no puedes figurarte cuán sinceramente los de casa te han acompañado en tu pena. Mi madre me encarga te diga que te lleva en el corazón... Debemos compadecernos de los que se quedan... no de los que se van».



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ArribaAbajo- III -

Habían transcurrido algunos meses desde la muerte de don Leonidas. La casa recobraba el aspecto de otros tiempos, a través de variaciones un tanto convencionales del momento. La señora no salía a parte alguna, salvo las idas a misa, todas las mañanas, cubierta con mantón que le tapaba los ojos. Ausentes los amigos, cerrada la puerta, habíanse recogido en silencio doloroso, en medio del cual, todo recordaba al ausente. Los anteojos abandonados sobre la chimenea, la revista doblada en la página que él leía; una especie de hundimiento del sillón de cuero, por haberse vencido resortes con la acción de los años: todo hablaba del difunto y aparecía como engrandecido, a manera de reliquia inapreciable, en los primeros instantes. Y ante el asiento vacío de la mesa, habían experimentado todos, hasta la ligera Magda, esa angustia de las separaciones eternas. Mas el rodar de la vida hace que se desgasten y envejezcan, ropas y sentimientos, con el uso.

El dolor causado por la muerte del padre había tomado, en cada uno de los habitantes de la casa diverso aspecto.   —130→   «Miseá» Benigna, con tendencias de mujer elegante, habíase rodeado de amigas escogidas que la acompañaban en su duelo mundano; tenía frecuentes consultas y discusiones con el arquitecto encargado del monumento en el Cementerio, discutiendo arquerías, puntos, relieves y mármoles, empleando en los detalles del mausoleo no poco espacio. Las Sociedades de Beneficencia de que era socia la llamaban a su seno. Magda, ocupada en llevar diariamente flores al Cementerio, al sepulcro de sus abuelos, en donde se hallaba el cadáver de su padre, lo había tomado a tarea dolorosa, mas luego las visitas se fueron espaciando, pues había llegado el momento de ocuparse en trajes de luto, con la llegada de sombreros, tocas y vestidos negros encargados a París. El sentimiento que le atenaceaba las entrañas en los primeros instantes, habíase convertido en uno de esos aires en sordina, algo difusos, que flotan por la atmósfera. ¡Qué diantres! cómo les decía doña Carmen Quezada, con tanta razón, no podían echarse ellas a muertas, era menester vivir con los vivos, al fin y al cabo, dando su lugar a necesidades del vestuario así como a las de comida. Si no ¿qué diría la gente? La familia de don Leonidas debía mantenerse en sociedad conforme a su rango.

En Gabriela el sentimiento había sido más profundo que en su madre y en su hermana. Su pena era menos expansiva. Veíanla vagar por casa, con dientes apretados, mui pálida, aire apacible, gestos firmes aún cuando lentos, el talle redondo y lleno en su traje tan triste de lanilla negra, sin adornos de ninguna especie, con lo cual se realzaba todavía la opulencia de sus cabellos rubios. Circulaba sin ruido, ocupada en faenas de casa, haciendo limpiar cristales y pisos, en las múltiples   —131→   tareas del servicio, pues la vieja «Tato» se encontraba enferma y ella lo dirigía todo. Sin ruido hacía limpiar los salones, sacando sillas y muebles, haciendo rodar el piano de Chickering, sacudir cortinas, abrir puertas, bañando de luz esas habitaciones dilatadas a las cuales la obscuridad y el polvo daban tono de tristeza al parecer invencible. Luego, cuando los accesos de penas y de sollozos acometían a su madre, en los primeros tiempos, ahí estaba siempre Gabriela, tranquila y firme, con sonrisa pálida, y actitud consoladora. Entre tanto, allá en su interior padecía el vacío irreparable de la eterna ausencia; acostumbrada a leer diarios y páginas de libro a su padre, todas las noches, acompañándole generalmente en sus paseos, su sensibilidad enfermiza había sufrido, más que nadie acaso, la ausencia de ese cariño seguro y fuerte. Desde que había encerrado su amor en el fondo del pecho, como se echa cenizas sobre las brasas, cubriéndolas, en obedecimiento a órdenes de don Leonidas, que se oponía al matrimonio, había sentido Gabriela, por uno de esos fenómenos psicológicos, aumentado el cariño a su padre con toda la intensidad del sacrificio. Dejaba caer toda entera su ternura, santa y piadosamente sobre el pecho de su padre, sobre el hacha que la hería. Luego, cuando al caer de la tarde, viendo las ventanas abiertas, había penetrado a la pieza donde había muerto, al ver las filas de frascos de remedio en las mesas; una silla donde a él le agradaba sentarse, empujada hacia el rincón apresuradamente; la jeringuita de inyecciones rodada al pie del catre, sintió revivir los horrores de la enfermedad, junto con las sorpresas y los anonadamientos de la muerte. Gabriela, esa noche, había sollozado, allí, sola entre cuatro paredes, sin que nadie lo supiese.

  —132→  

Algunos meses habían transcurrido y la casa de Sandoval tomaba lentamente su aspecto antiguo, abandonando el de monasterio señorial traído por su luto reciente. Si bien el portón se mantenía cerrado, con sólo un postigo abierto, en cambio el coche de casa y los de visitas le daban ya más aspecto de vida. Luego, en los anchos corredores se oía el canto incesante y alegre de canarios que Magda había hecho colgar, y que enviaban sus claros repiqueteos envueltos en ráfagas de olor a planta y a flores. La primavera renacía.

En la galería del segundo patio, existía, también, otro jardín. Allí, sobre sofáes de mimbre y sillones de brazos redondeados y cómodos, solía recibir a las visitas de confianza doña Benigna. Bajo el corredor, en suave penumbra, sentábase la señora, atrayente aún, a pesar de sus largos años, tan agitadamente llevados. Sin ser bonita había sido una de las damas interesantes de su tiempo. Cabeza fina, la nariz aguileña, hermoso perfil, a pesar de ojos pequeños y grises: mostraba fisonomía distinguida. Uníase a esto andar elegante y porte airoso; pocas mujeres sabían ser tan amables como ella, cuando trataba de agradar; poseía ciertas inflexiones llenas y agradables al oído que daban interés a cosas acaso insignificantes o vulgares, dichas por otra persona. Sin ser mujer de talento superior, poseía el arte mundano de exponer las cosas, de referir sucesos, de insinuar escándalos de sociedad en términos discretos. Además se adaptaba admirablemente al espíritu de sus interlocutores. Con los unos hablaba de labores agrícolas, de negocios con los de más allá, de política en ocasiones. Nadie se las valía, como ella, para manifestar desdén o desprecio, llegado el momento. Carecía de gracia natural en sus maneras un tanto frionas, mas poseía un conjunto de   —133→   condiciones sociales que ayudaron poderosamente a formar la posición política de su marido. El tacto, la ductilidad para tratar a la gente, la justa apreciación de valores mundanos, era el punto en que marido y mujer se armonizaban y se completaban admirablemente. Luego las niñas crecieron, hiciéronse mujeres y fue menester presentarlas en sociedad; comenzó entonces para la señora, joven todavía, el suplicio de sobrevivir a esos encantos que le habían procurado tantos triunfos de salón. Ya no eran posibles los coqueteos, el ligero flirt, miradas intencionadas, placeres innumerables que habían sembrado su existencia y endiosado su vanidad. Un mundo distinto, actitud retraída, indiferente, venían a sorprenderla bostezando detrás de su abanico en noches de baile. Comenzaba el papel de madre, eterno zarandeo de fiesta en fiesta, para sacar niñas cuyo traje era necesario preparar cuidadosamente. Doña Benigna, como casi todas las mujeres chilenas, había llegado a los cincuenta y cinco años sin educación de ninguna especie; apenas si sabía un poco, muy poco de aritmética, algo de francés y rudimentos aprendidos en los colegios del Sagrado Corazón, en donde se ocupaban en materias religiosas. Sus lecturas eran escasas, de lo cual resultaba un conjunto de preocupaciones y de consejas caseras: creía en la ciencia de los médicos homeópatas, en la fatalidad del número trece y el anuncio mortal de los chunchos. Sus hijas habían crecido libremente, como Dios les daba a entender, haciendo Magda todo género de locuras celebradas ruidosamente por la familia. Así llegaron a convencerse de que los Sandoval tenían privilegio para burlas, por pesadas que fuesen, y cada uno de ellos derecho de hacer cuanto pasara por su mente. El fondo de doña Benigna lo constituía   —134→   un egoísmo ingenuo. Contentábase con tener a sus hijas vestidas como figurines, inclinándolas al lujo, abriéndoles cuentas en las tiendas, a pesar del mal gesto que en ocasiones ponía don Leonidas al ver su crecido monto. Creía su fortuna ilimitada; en cuanto a lo de las cuentas, allá se arreglaría ello. «Dinero te sobrará y vida te faltará» era uno de sus axiomas favoritos, cuando llegaban a discutirse con don Leonidas esas cuestiones cortadas por miseá Benigna con esta frase deciciva: «No quiero que sigamos hablando de eso...», acompañadas de gritito agudo y de gesto nervioso que provocaba en el caballero cólera profunda. De tal carácter provenían la naturaleza, educación y hábitos, de las dos jóvenes, y en él se amoldaba su intelijencia de la vida.

Ahora, sentada en el sofá de mimbre del segundo patio, doña Benigna se sentía triste. Desde la muerte de don Leonidas, no hacía más que hablar de él con todo el mundo, enumerando sus virtudes, cabeza, bondad, su mucho tacto social y prudencia. Habían desaparecido, con la muerte, las pequeñas dificultades y cuestiones que solían agriar el matrimonio. Ahora, en la lejanía de la tumba, sólo aparecía el recuerdo de bondades del pobre caballero a quien doña Benigna había procurado muchos malos ratos en vida.

El «senador» Peñalver la escuchaba, asintiendo con la cabeza a cuanto ella decía, por costumbre, y convencido, además, de que era la mejor manera de entenderse con ella, pues no le agradaban contradicciones. En ese instante cruzaba Gabriela el corredor.

«-¿Se ha fijado en Gabriela? preguntole Peñalver.

«Así es, no deja de preocuparme lo delgada que se ha puesto la niña. ¿Qué será, señor? Las chaquetas de luto, recién hechas, le quedan sumamente anchas.   —135→   Va pareciendo esqueleto. He llegado a temer que se encontrara tísica; la hice examinar por el Doctor Boildieu, quien me aseguró estaba perfectamente sana. Llegó a creer que fuese otra cosa...» dijo la señora, completando su idea con rápida mirada de intelijencia.

«-Así, no más, es», agregó lacónicamente Peñalver. Y después de una pausa, aclaró el pensamiento común. «A mí me parece que Gabriela tiene cariño profundo por Ángel Heredia. Esta chiquilla siente mucho y tiene demasiado corazón, señora. Quién sabe qué idea se le ha metido en la cabeza; lo cierto es que se ha llegado a forjar ilusiones... como en los Amantes de Teruel. Permanecerá firme por los siglos de los siglos. Gabriela necesita casarse...»

-«¿No es así?» contestó miseá Benigna, satisfecha de que las ideas del Senador correspondiesen a sus deseos íntimos. «Lo mismo creo yo: que debe casarse. A Leonidas no le gustaba el joven Heredia, no porque tuviera nada en contra suya, sino por antecedentes de su padre...»

-«¡Pero es de gran familia...» agregó Peñalver, que daba extraordinaria importancia a los pergaminos.

«-Ya lo sé... ya lo sé... eso no quita que el padre fuera hombre raro... Leonidas decía que esas cosas se heredan... y no sé qué de atavismo... en fin, ideas, ideas... nada más», agregó la señora con supino desdén.

Peñalver, pasándose la mano por su barba entrecana, la miró rápidamente. Había comprendido que doña Benigna, dada como todas las damas de Santiago, a preocupaciones de familia, íntimamente imbuida en sentimientos de nobleza, no miraría con malos   —136→   ojos el matrimonio de Gabriela con Ángel Heredia. En un dos por tres concibió el proyecto de arreglar las cosas, revistiéndose en la casa del prestigio que le procurase intervención tan importante en asuntos domésticos. Ya su resolución estaba tomada; él serviría de mediador plástico. En seguida, para dar mayor mérito a su obra:

«-Pero no crea, Benigna, que sea tan fácil arreglarlo. Se trata de familia sumamente susceptible y orgullosa. Hay que tratarlos con tiento.

En ese instante llegaba Vanard, imponiéndose de la conversación. Se mordió los labios, al ver la actitud de Peñalver que en ese instante se acercaba a Gabriela. Él también estaba dispuesto y acaso no le sería difícil arreglar las cosas... Por otra parte, era íntimo de Ángel, a quien veía diariamente en el Club. Charlarían. Se hallaba seguro de que el joven estaba enamorado de Gabriela, pues «donde fuego hubo, cenizas quedan», agregó en tono sentenciero. En todo caso, pasaría la mano con suavidad, a la vanidad herida por una negativa inexplicable. «Bien comprenderá, terminó, cuando yo se las explique, las genialidades de don Leonidas, sobre todo en los últimos tiempos, cuando su carácter se encontraba profundamente agriado por la enfermedad que le llevó, al poco tiempo.»

Doña Benigna le escuchaba con agrado, pues deseaba convencerse de que tanto Peñalver como Vanard juzgaban cosa fácil concertar un matrimonio que halagaba su vanidad, por tratarse de familia conocida y rica. Encontraba razonables todos los argumentos que reducían a polvo la antigua oposición de don Leonidas. Con todo, una nube de inquietud cruzó por su frente. ¡Gabriela era tan rara y profesaba   —137→   verdadero culto a cuanto de su padre venía! No sabía cómo entenderla, acaso fuera capaz de resistir sus insinuaciones». Vanard, tocante a este punto la tranquilizó: «No tenga Ud. cuidado, señora; ya verá su cara en cuanto sepa lo hablado. Las niñas de estos tiempos saben griego y latín...» agregó con risita maliciosa y taimada, con la cual solía terminar sus frases.

Tres días después bajaban de un coche, a la entrada de la Quinta Normal, Peñalver y Ángel Heredia, al pie de la hermosa avenida de castaños de la puerta de Catedral.

El espíritu, sobrecogido por la tensión nerviosa de la vida de ciudad, se dilata, por el ancho y despejado horizonte del prado artificial; cerca del lago, se eleva entre los árboles, en la densidad de la verdura, con notas varias y armoniosas. Allí se alzan los altos y flexibles troncos de castaño, delgados y finos como talles de mujer, y desde lo alto dejan caer sus ramas, como brazos desfallecidos, en tono más obscuro y más intenso que el de sus copas. Y luego, al través de las ramas, se recibe la sensación de todas las tonalidades posibles del verde, con armonías de colores orquestados. A trechos aparecían los prados de césped verde nilo, iluminados por rayos de sol poniente en claridad desmayada y casta. Un grupo de palmeras salía, de paso, con sus tallos flexiles, sus hojas, como abanicos de plumas extremecidas por brisa apenas perceptible; la brisa, luego, se acentuaba y era como un concierto universal de hojas en los árboles, alzado a manera de crescendo en una sinfonía de la naturaleza conmovida por la primavera y por la savia oculta que circula por el universo entero. El pito automático de una bicicleta rompía el silencio, y luego se deslizaba velozmente   —138→   el ciclista, con la cabeza y el busto inclinado sobre su aparato frágil. Dos niños, seguidos de la sirvienta, cruzaban, corriendo, el puente rústico. El «senador» Peñalver se detuvo, un momento, frente al chalet plomo que alza sus pisos entre los árboles que parecen abrazarse, juntándose en lo alto de la fachada y ciñéndola de verdura. En el silencio se oía claro el canto de unos pajaritos. El senador se pasó la mano por la barba, gesto familiar en él, cuando tenía preocupaciones, introduciendo el pulgar en el bolsillo del chaleco, movimiento con el cual completaba automáticamente su actitud. La cosa no era para menos; tenía cierto recelo de caer en ridículo. Vanard había conversado con Ángel en el Club de la Unión, insinuándole la idea de presentarse en casa de Gabriela e insistiendo una y otra vez en el profundo amor que la niña le tenía, en las perturbaciones sufridas por don Leonidas durante su enfermedad, y en el cariño y simpatía que todos le profesaban en la casa. Ángel, después de escucharle con frialdad, se negó redondamente a dar ese paso, rogándole no le volviera a tocar el punto. El negocio iba al agua. En la noche, al llegar de visita a casa de Sandoval, le habían contado el fracaso diplomático de Vanard y los detalles crudos de la entrevista. Gabriela se hallaba tan impresionada que se había encerrado en su cuarto. En su interior, Peñalver, había experimentado cierta satisfacción de ver fracasar al presunto diplomático, al corre-ve-y-dile de la casa, a su rival mundano, prometiendo arreglar las cosas. Luego, con cierta maña, dio cita a las niñas en la Quinta Normal, enteramente sola en esa época, a donde podían ir a pesar de su luto. Y sin decirle palabra de esto, convidó al joven Heredia a tomar una copa, haciendo destapar «un frasco de   —139→   champagne». El cigarro puro de primera no venía mal. Peñalver se abría como granada, recordando el axioma de su amigo el célebre Isidoro: «Una buena copa y un excelente cigarro son los mejores auxiliares del político». Y luego, con esa placidez agradable del champagne, entre bocanada y bocanada de humo, propuso un paseo por la Quinta, como idea sugerida de repente. Era tan agradable andar entre los árboles, enteramente solos; en el Parque y en el Santa Lucía hallarían demasiada gente; conocía la predilección natural de Ángel por los paseos solitarios. El joven aceptó aquella invitación improvisada. Ahora se encontraba de buen humor, el cigarro había resultado, por casualidad, excelente. Y así, paso a paso, mirando el correr de los niños, parándose a contemplar un árbol de flores moradas, como lluvia de amatistas, a perder la mirada en los conos redondeados del San Cristóbal, en las crestas encaperuzadas en nieve de las cordilleras, sentían esa placidez especial del espíritu dilatado en la lejanía. Por las avenidas desiertas corrían chicos haciendo rodar sus ruedas con palos; sólo se divisaba un carruaje. Ambos caminaban en silencio, arreglándose Ángel al paso lento de su amigo. Hondas melancolías subían del paisaje a sus almas, inquietándolas, imponiéndoles el cansancio de la vida por diversas razones. Para Peñalver, todo crepúsculo era siempre impresionante, viniéndole a la imaginación su juventud ya ida, su existencia desvencijada de aventurero de alto bordo y sin fortuna, el alejamiento del pasado irreparable, esa noción de algo que hubiese podido ser y que no era, la comparación entre su estado actual y el de otros amigos llegados a la meta, ricos, magnates del poder y de la fortuna, rodeados de hijos, llenos de prestigio, con la aureola   —140→   de brillante posición social, mientras él, Jacinto Peñalver, a pesar de ser miembro de gran familia, y de tener mucho más talento, pero mucho más, que la mayor parte de sus compañeros, se había quedado pobre y desmedrado. La sensación de amargura y desconsuelo se transformaba en sabor acre de la boca... Y además tenía, para colmo, los reumatismos que lo echaban de repente a la cama de solterón abandonado. Su vista distraída vagó por la laguna, en cuyas aguas plomizas iban a quebrarse rayos de sol poniente, en muchos trozos de fuego... Él también había sido amado en su vida; más de una mujer había caído con su arte y su savoir-faire. Al llegar a este punto se entonó el pecho. Mas le había pasado con las mujeres lo mismo que con las minas por él descubiertas: las había dejado explotar por otros como imbécil; ni siquiera había sabido aprovechar el cuarto de hora en que soplaba la fortuna para arreglarse buen matrimonio, sólido, conveniente, con mujer que le llevara siquiera la comida, cuando él ponía el almuerzo. Si yo me hubiera casado con rica, tal vez sería Presidente de la República, pensaba, pasándose la mano por la barba. Había conocido a casi todos nuestros políticos y estadistas, y sabía los puntos que calzaban; eran pobres diablos, ignorantes como carpas, sin talento alguno, que callaban aparentando malicia, mas en realidad porque nada tenían que decir. ¿Qué había sido su amigo Leonidas? Un figurón de grandes bigotes y buena presencia... equilibrado, sano, de honradez intachable, incapaz de grandes concepciones; uno de esos hombres que sólo vienen a ver los sucesos al mucho tiempo después de realizados y cuando los pregonan por las calles los vendedores de periódicos. Durante medio siglo, su amigo se había ocupado en cortejar   —141→   y adular a Presidentes; ahora visitaba a los jefes de partido, capeaba siempre las situaciones difíciles, reservaba sus opiniones, tenía, para todos, la benevolencia vacía de los que han sido Ministros muchas veces. Y ese figurón egoísta, helado, insignificante, endiosado por la suerte, representante digno de la oligarquía agrícola que manda este país; ese personaje lo había sido todo en Chile. Aún veía los estandartes sobre su féretro, las músicas militares, el cuerpo de Ejército haciendo los honores fúnebres, toda la sociedad acudiendo en millares de carruajes de lujo; aún escuchaba los discursos en que se pregonaba el gran talento, el patriotismo, la imparcialidad política de don Leonidas y sus constantes servicios prestados al país... «ha desaparecido del escenario político un eminente repúblico, señores, un gran economista»... ¿economista, él, Leonidas? Vamos, en Chile todos se creen economistas y hombres públicos en cuanto llegan a engordar media docena de vacas en un potrero alfalfado. ¡Y qué respeto manifiestan esos imbéciles por el dinero! Si es cosa de morirse de risa! Esos estadistas que, según asegura Marcial, apenas si llegan a estadísticos...»

Y Peñalver, con su tranco lento y desigual caminaba, en silencio, junto con Ángel Heredia, igualmente embebido en meditaciones pero de otro género. Acaso una fuerza de telepatía lo había inclinado a sus recuerdos; veíalos surgir con Gabriela, como si cogiera flores en donde se balancean los talles de los lirios, dilatándose por todas partes el cielo claro y lejano hasta formar como un fondo de gloria mística, en el cual la aparición se mostraba tan casta que apenas si tocaba la tierra con sus pasos ligeros. El joven, con la fuerza de imaginación de los treinta años, revivía   —142→   las escenas inolvidables del campo, en compañía de Gabriela, y experimentaba la sensación de algo inconcluso, necesidad de proseguir su romance, de tenerla entre sus brazos, tímida, extremecida, desfalleciéndose, palpitando, como la había ya sentido. Su temperamento, sanguíneo, de hombre de acción, hacía surgir los deseos con fuerza pasmosa, y el deseo era, en él, como principio de la acción. Pero su vanidad se revelaba con fuerza; hablaba su soberbia: él, rechazado por don Leonidas en virtud de razones ignoradas y en todo caso absurdas, no podía volver decorosamente a esa casa, ni su propia familia habría de consentirlo nunca. Era la muralla de vanidad que se alzaba, infranqueable, entre su cariño y ella; era el sentimiento de tradiciones de familia, tan fuerte en los suyos, herido por el viejo Sandoval. ¡Un Heredia rechazado como si se tratara de cualquier pelagatos, sin miramiento alguno, sin dar razones, porque sí... Luego, las murmuraciones y los chismes sociales; los comentarios de portal, de Club y de salón, en los cuales habían echado a rodar las especies más absurdas; la chismografía más insolente y estúpida. Era necesario doblar la hoja, no pensar más en ella, olvidarla y mirar a otra parte.

En ese instante los amigos, orillando la laguna, se encaminaban al palacio del Museo que extendía su mancha blanca entre pinos, mas, al llegar a un grupo de árboles se toparon, de manos a boca, con el grupo de Magda y Gabriela Sandoval, acompañadas por Sanders; estaban vestidas de negro con trajes sencillos, de esos que dan, por sí solos, nota de sobria distinción. Ángel apretó el brazo de Peñalver, empujándole para que siguieran de largo, pero éste sin hacerle caso, dijo entre sí: «Vamos a Roma por todo», acercándose   —143→   tranquilo a las jóvenes. Gabriela palidecía, como si la sangre la abandonara de golpe; secábase la garganta: no hubiera podido materialmente hablar. Apenas si tuvo fuerzas para extender su mano a Peñalver. Y sus ojos se desviaban, sin atreverse a mirar, pero sintiendo su mirada. Ángel, por el contrario, había recibido como una llamarada de fuego en el rostro, y quiso contemplar el grupo, con el propósito de manifestarles que ya nada sentía, siguiendo indiferente por camino distinto, para no encontrarse con ellos, dada su ruptura. Pero sus ojos se detuvieron en Gabriela y la contempló, de una sola mirada, en todos sus detalles como desnudándola: evidentemente había enflaquecido. El busto se mantenía lleno, sin embargo, y su talle esbelto, su admirable pecho, recordaban las estatuas griegas de Hebe y su cintura parecía tan delgada que un niño la hubiera podido encerrar entre sus manos. Como el banco sobre el cual estaba era bajo y su cuerpo delgado y alto, extendía sus piernas de soslayo, enredándolas una con otra en el tobillo. El vestido ceñía sus formas, dibujando con claridad las perfecciones de sus líneas, la morbidez incitante del contorno, algo sólido y fino, apretado y suave como las sensaciones que produce la carnadura del durazno fresco. Y sus ojos aterciopelados emergían en forma de almendra, de largas pestañas, junto a la palidez azulada y transparente de sus ojeras, con expresión tímida, pura y deliciosamente casta, infinitamente desconsolada. Entonces notó Ángel que sus propósitos decaían, sus bríos desmayaban en abandono completo de la voluntad, dándose por vencido ante el triunfo inexplicable de unas fuerzas irresistibles de deseo que no se conocía, ni jamás había sentido hasta entonces con semejante violencia. Olvidó sus propósitos   —144→   de vanidad herida, el orgullo de la familia pisoteado, el enojo probable de hermanos y hermanas, seguido de frases y acaso de actos desagradables para él y de situación tal vez falsa: todo se borraba, como al paso de una esponja en su cabeza ardiente. Avanzó con lentitud.

-«Ángel, ¿cómo está? ¿Qué era de su vida? le dijo Magda. «Acérquese, no más, a nosotras, sin miedo alguno; yo no muerdo...»

Peñalver sonrió, pasándose la mano por la barba gris con gesto de superioridad. Sanders se había puesto de pie, mientras Ángel, en silencio, apretaba la mano de Gabriela. Hiciéronle hueco en el banco. El joven sentía, con sorpresa, que todo se restablecía a lo antiguo, como si nada hubiera pasado, después del saludo, sin necesidad de explicaciones. Presentía que las quejas o alusiones al pasado hubieran disonado extrañamente. Los demás titubearon y para disipar la turbación, pusiéronse a charlar a un tiempo. Frente a ellos jugaban dos chicos al Diávolo con torpeza de principiantes. Magda les arrebató el juguete y comenzó, con incomparable destreza, a manejar los palillos que subían y bajaban, haciendo girar la ruedecilla de madera. Arrojábala a grande altura y la cogía nuevamente entre los hilos. Los chicos la contemplaban maravillados. Sanders, cogiendo otro par de palillos, recibió el Diávolo, devolviéndolo a sus compañeros.

«-Saben Uds. cómo llamaría yo este cuadro plástico?» preguntó Magda. «Pues, los amores de dos acróbatas».

Luego echaron a andar por la avenida del jardín zoológico, al costado del edificio del Museo. Detuviéronse   —145→   junto a la jaula de los monos que saltaban con chillidos.

«-Aquí te escogeremos marido, Magda», le dijo Peñalver en tono de broma. «En tal caso, lo prefiero a casarme con Ud., aunque le parezca raro», le replicó ella, sin miramiento alguno.

Y siguieron en dirección al campo, en busca de horizontes despejados. El cielo de palidez indecisa, como en aurora, se teñía de fajas violáceas, anaranjadas y opalinas en el horizonte lejano. Un perfil de iglesia oriental, hacia el norte, hizo recordar a Sanders las hermosas cúpulas de templos griegos en Rusia, y las líneas de Santa Sofía de Constantinopla.

-«Pierda cuidado, hijito, le murmuró Magda al oído. «No lo llevaré a Turquía cuando nos casemos; no me gustan las costumbres del país. Marido con muchas mujeres, malo... En fin... si fuera mujer con muchos maridos... pase...»

Hablaba rápidamente, atropellándose, diciendo cuanto le pasaba por la cabeza -por su hermosa cabecita sin seso de chiquilla regalona, para quien el ideal consistía en divertirse, en vestirse como figurín, y en llevar cetro de moda en círculos elegantes de casadas jóvenes en los cuales en breve figuraría.

Seguían, en grupos, a lo largo del camino polvoriento, bordeado de acacias, en charla amena. Gabriela sentía dentro de sí placidez infinita, la tranquilidad deliciosa de su espíritu, en pos de contrariedades. Todo lo veía transformado; jamás había contemplado crepúsculo parecido, en el cual, la tranquilidad de la naturaleza, la paz de la tarde, la luz crepuscular, el reposo de los árboles, el brillo de estrellas que apuntaban en el horizonte parecían dilatación de su alma, de su estado interior. Ángel se encontraba   —146→   en absoluta comunidad de espíritu con ella; también sentía, dentro de sí, las mismas impresiones producidas por causas semejantes. Era como esos lagos, cuando la superficie está tranquila, sin viento que la altere, ni tempestades, ni agitaciones: sobre las aguas convertidas en espejos se retratan montañas, árboles, el caserío de las riberas. Las miradas de Ángel se perdían en el horizonte; Gabriela contemplaba de soslayo el cuerpo ágil y maravillosamente hecho de su amigo, en el cual la fuerza parecía resorte oculto, en vez de exhibirse en músculos enormes. Ambos se comprendían mutuamente, sin mirarse, dada la tensión de sus nervios producida por causas diversas. Habían tomado un mismo ritmo en el paso, una cadencia común en el andar y, de súbito, sus miradas que vagaban por el horizonte se cruzaron, fundiéndose en una sola mirada, tan acariciadora, que casi parecía beso.

El carruaje, que los seguía, acababa de encender sus faroles nikelados. Se hacía tarde, acercábase la hora de comida. En casa tal vez la mamá se hallaría inquieta, pues nunca habían vuelto a esas horas de su paseo cuotidiano. Magda, por su parte, creía que no le importaría cosa mayor, pues también había sido joven... y buena moza. «Más de una vez, agregó, le dije a mi pobre papá: Leonidas, apuesto que mamá, cuando joven, te hizo pasar más de un mal cuarto de hora... «Cállate, loca» me contestaba el pobrecito». Y de súbito cruzó por sus ojos una nube de tristeza, recordando al muerto. Luego se despidieron. «Hasta mañana», díjole Gabriela, y Ángel contestó: «Hasta mañana» con esa voz que tomaba en ciertos instantes vibración metálica de cobre.

Sanders los hizo subir a su automóvil. Peñalver   —147→   experimentaba sincera satisfacción, pues acababa de alcanzar triunfo completo. Primero, el fracaso de Vanard había demostrado que la reconciliación no era cosa tan fácil como les había parecido; en seguida, su plan se había realizado al pie de la letra. Por teléfono había indicado a Magda que fuesen a la Quinta. Lo demás había pasado lo mejor posible. Efectuada la reconciliación, el matrimonio era hecho y, sin duda, motivo de satisfacción para las dos familias. La de Ángel figuraba entre las de pergaminos auténticos de notoriedad reconocida; su padre tenía fortuna y sus hermanos y hermanas habían alcanzado posición por medio de matrimonios ventajosos; de la de Sandoval, no era preciso hablar, pues era una de las familias elegantes y de tono. La cosa progresaba, si, señor, progresaba, gracias al tacto mundano desplegado por él, por «el senador», con lo cual quedaba comprobado lo que dijo a la hora de comida, al partir un ala de pollo: «En el mundo, es necesario ser útil o agradable». Comprendía, el corrido mundano, la necesidad de darse lugar sólido, considerado y querido en casa como la de Sandoval, para lo cual no hay más que dos medios: o fomentar los placeres o servir los intereses de los grandes. Cuando muchacho había calavereado en compañía de los jóvenes elegantes y adinerados de su tiempo; ahora componía matrimonios, como dijo a Sanders, usando una palabra empleada por los aliñadores o cirujanos campestres que arreglan los huesos quebrados. El automóvil comenzaba a funcionar, con rápido tef-tef; luego desapareció por las avenidas, haciendo resonar su sirena, y dejando en pos de sí una nube de humo de bencina. La proyección luminosa de sus focos se perdió en las sombras al volver de una calle de árboles.



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ArribaAbajo- IV -

Ángel se paseaba nervioso por el escritorio de su casa de la calle de Ahumada, en moderno edificio de tres pisos. En el primero había dos salas, comedor y escritorio, de regulares dimensiones, elegantemente decoradas y amuebladas con gusto sabio y severo. La última pieza, empapelada de rojo, tenía guarda muy ancha, de arte nuevo, en la parte superior, y friso de madera de laqué blanco en la inferior. Gruesa alfombra de Smirna cubría el centro del parquet, bien mantenido. Una lámpara eléctrica, retorcía sus rosas de bronce en ampolletas de vidrio. Cerca de la puertaventana, el escritorio americano de cortina, abierto, mostraba un puñado de papeles en desorden, arrojados allí de cualquier modo, con visible disgusto, por mano nerviosa. Los sillones de cuero, bajos y cómodos, se agrupaban en torno del sofá de Maple, mueble tan cómodo que daba ganas de hundirse en él con sólo verlo. Estaban colgados de las paredes varios grabados y aguas fuertes con marcos blancos, suspendidos de largos cordones. Sobre el mueble guardapapeles se alzaba, hermoso busto de mármol de Carrara,   —149→   sobre pie de ónix; era una cabeza de mujer con estrella en la frente y placa de bronce en la cual estaba escrita la palabra: «Nuit». Los seores, alzados a medias, dejaban penetrar la penumbra macilenta y gris de día de invierno, sobre aquel interior elegante y confortable y caer haces de luz, reflejados en líneas brillantes sobre el piso de parquet encerado. Encima de pequeña mesa un gran florero de cristal, de ancha base y copa fina como de embudo invertido, procuraba el perfume acre de un atado de crisantemos de color de lila. Ese gabinete daba indicios del carácter, de las condiciones y del estado de alma de su dueño, pues si el medio moldea la personalidad, ésta, a su turno, se refleja y refluye sobre el medio por ley de reacción inconsciente. Allí no había un solo libro, salvo un tomo de la Imitación de Cristo, heredado de su madre y conservado como recuerdo, obra de piedad mundana empastada con lujo. No le agradaban ni libros ni lecturas, pues jamás los había visto en casa de su padre, hombre de campo a la antigua usanza, donde eran considerados como cosas inútiles, obras de poesía sin utilidad práctica. Repetíase allí frecuentemente este concepto, a manera de indiscutible axioma: «Suerte te dé Dios, hijo, que el saber de nada vale», añadiéndose historias de muchos sabios y escritores muertos en la miseria, después de haber pasado su vida desdeñados. Sólo existía, entre ellos, el respeto a teólogos y a hombres de sotana, únicos representantes a sus ojos, del valer intelectual y moral. Era como una tradición del siglo XVI heredada y transmitida de padres a hijos por espacio de varias generaciones, junto con la sangre de conquistadores que circulaba por sus venas. Urgueteando el pasado de la familia, sólo se encontraba en ella dignatarios, Oidores, capitanes   —150→   generales de España, soldados, hombres de guerra, agricultores ricos. En ellos predominaba instinto de acción, temperamento sanguíneo, carácter resuelto y violento como en aquel Don Jaime Silva de Heredia, cuyo retrato de mirada bravía y de barba hirsuta estaba colgado en marco redondo y pequeño; un historiador ha referido la historia de su duelo en plena plaza pública, en mitad del día, con don Rodulfo Lisperguer en 1625. Colgados de las paredes del escritorio se veía un par de floretes, con máscaras y guantes, y debajo de la silla, un par de guantes de box; en los rincones, rifles de precisión y pistolas de tiro. Eran indicios de su afición entusiasta por los ejercicios corporales, por cuanto de juego y campo de acción a los músculos y permite movimiento rápido en la sangre, circulación acelerada que dé salida a las violencias naturales del carácter. Había, también, fotografías de caballos, una de Falstaff, otra de Pomponette, de Lancero después de ganado el premio de la Copa, y un hermoso grabado de Victory, nieto del célebre Gladiator y vencedor igualmente del Derby, posteriormente vendido en cien mil dollars a Estados Unidos. Teníalo en mucho, por haberle sido enviado por Lord Donemore, su antiguo condiscípulo de Eatón, en donde Ángel había pasado tres años. Por último, colgada junto al retrato de su propio padre, veíase la huasca usada por el jinete Zavala el día en que ganó la Copa con la yegua Olimpia, de propiedad de Heredia. Y mezclados con recuerdos de sport que hablaban de su pasión por la carrera, el esfuerzo, la violencia, mostrábanse cuadros de profundo sensualismo, como retrato de Mad X, por Boldini, en que parecía una figura de ojos empapados en languidez voluptuosa y ardiente, labios quemantes   —151→   y cuerpo fino y nervioso de parisiense vestida a la última moda, en tal forma, que antes parecía desvestida. Otros grabados galantes del siglo XVIII, insinuaban, como detalles, las inclinaciones y secretas complacencias del espíritu de Ángel. Hasta la estatua de «La Noche», con los ojos entornados, la cabeza echada atrás, la cabellera suelta, parecía revelar el secreto de una embriaguez de sensaciones ardientes y de aspiraciones no saciadas. En medio de aquella atmósfera de sport y de sensualismo, en que hasta las comodidades de los sillones Maple, de suaves resortes, y los encajes de las cortinillas brise-bise, el águila cincelada con pie de ónix del aplastador de papel, el cuchillo damasquinado corta-papel, todos los detalles, revelaban el sibaritismo refinado de un temperamento sensual y violento a la vez, de hombre de fuerza y de placeres, de vividor impulsivo y enérgico. Sólo una cosa llamaba la atención, por aparente disonancia con aquel medio: era el gran crucifijo de Cobre, sobre cruz de madera sencilla, de muy antigua fecha, a juzgar por la vetustez de la madera y por ciertas imperfecciones de ejecución; la cabeza y los pies del Cristo eran desproporcionados con el cuerpo. Se encontraba, según tradiciones, desde hacia trescientos años en la familia; su madre tenía su reclinatorio colocado al pie de ese Cristo, a quien ofrecía sus angustias, los agudos padecimientos morales de una vida sacrificada y dolorosa de calvario. En el alma de Ángel existía, también, por un rasgo de atavismo, su veta mística, exaltaciones religiosas de ensueño que le sobrecogían de repente, luchando con sus tendencias sensuales, venciéndolas, o cambiándose con ellas en un estado nervioso de sensibilidad suma, en el cual se alteraban las grandes depresiones   —152→   morales con las exaltaciones incontenibles de los temperamentos impulsivos.

Para comprender la generación del drama que debía conmover tan profundamente a la sociedad santiaguina en una noche de invierno; para penetrar en esos misterios hasta hoy no conocidos, es preciso desnudar las almas, estudiar hasta los antecedentes fisiológicos y hereditarios que prepararon lentamente la catástrofe. Ángel era uno de los tipos más genuinos de un estado social enteramente chileno, hijo de su época y de su medio, heredero de las preocupaciones y del modo de ser de una familia en la cual, como en otras muchas, aún se conserva casi intacto y palpitante el alma de la colonia, sus preocupaciones aristocráticas, su estiramiento, su espíritu derrochador y orgulloso, su antipatía por el esfuerzo continuado y modesto del trabajo rudo, su desdén de ciertos oficios y de ciertas clases, su fanatismo unido al horror de la cultura científica, a esto suelen mezclarse las más nobles cualidades, generosidad sin tasa, valor enérgico, espíritu de sacrificio en las angustias nacionales. Esta sociedad, respetuosa de sus tradiciones, se ha visto desbordada, de repente, por la improvisación de fortunas en salitre y minería, mientras ella, en parte, se empobrecía con expeculaciones de Bolsa desgraciadas. Ha nacido, de aquí, un espíritu de inquietud, de inestabilidad nerviosa, de conmoción general, en el cual reaccionan a veces fuertemente los atavismos de raza.

La familia de Ángel Heredia, figuraba entre las más conocidas de Santiago. Aquel don Jaime Silva de Heredia, cuyo retrato, en hábito de caballero de Calatrava, estaba colgado en una esquina, había sido hijo segundón de noble familia española, llegado   —153→   en busca de fortuna y de gloria a las guerras de Arauco, en las cuales, según dicen historiadores, derrochó más sangre y más dinero España que en la conquista del resto de América. Al cabo de algunos años de continuo batallar y recibir heridas, se casó en Concepción con dama de la entonces ilustre familia de Lisperguer. Esta señora heredaba de su padre, años más tarde, una «encomienda», es decir un verdadero Estado de dos mil cuadras de estensión, con sus mil habitantes indígenas, a quienes el Encomendero debía tratar como a hijos, instruyéndolos en la doctrina cristiana, preocupándose de convertirles y darles misiones católicas, mas aprovechando al mismo tiempo su trabajo en lavaderos de oro, en minas y labores agrícolas, sin darles más salario que el pan y la exigua comida. Con esa institución, de carácter medioeval, se daba a la familia criolla chilena base feudal y aristocrática, transmitida de generación en generación. En los primeros días del siglo XIX, por los albores de la Independencia, ya semejante institución había desaparecido, pero se mantenían las antiguas familias en posesión de haciendas, vínculos y mayorazgos, trasmitiendo a sus poseedores el hábito del mando autoritario, el despotismo del propietario territorial hasta quien no alcanzaban ni la acción de las autoridades, ni la justicia. El inquilino, labriego radicado en la tierra continuábale reconociendo de «patrón» o señor, ligado a él por vínculos especiales o de familia, y tomaba, inconscientemente, el pliegue de la servidumbre en su alma. Así se había transmitido entre los Heredias, de padres a hijos, un carácter dominante, imperioso, duro para con los demás, lleno de intransigencias. Al separarse de la metrópoli la colonia chilena, don Álvaro de Heredia, recién salido   —154→   del Colegio de Nobles de Madrid, figuraba ya entre los Guardias de Corps, pasando a formar en las filas del Ejército Español que derrotaba a los Franceses en la célebre batalla de Bailen. La suerte lo trajo de oficial del Regimiento de Talavera, con el cual se batía en contra de los patriotas durante la campaña que debía terminar con el desastre de Rancagua y la pérdida de la Patria Vieja. Los Heredia formaban entonces en filas realistas y eran partidarios fanáticos e incondicionales del Rey don Fernando VII. En Santiago, durante la reconquista, se casó don Álvaro con una bellísima joven de la familia de Benavente, entonces proscrita y en desgracia. Vencidas las armas españolas en Chacabuco y Maipo, el comandante Heredia pasaba, con grado de coronel, a pelear en el Ejército mandado por el General Valdés en el Alto Perú, señalándose, desde ese instante, en el grupo de jefes que debía desempeñar tan importantísimo papel en la historia de España con el nombre de «los Ayacuchos», por haberse batido heroicamente defendiendo su bandera en el Alto de las Sierras. Heredia se radicó en la Península, pero dos de sus hijos volvieron a Chile para administrar fundos de familia y atender intereses comunes. Don Antonio, el segundo, se radicó definitivamente en Chile, mientras el mayor, un solterón aventurero, figuraba en la madre patria con el título de Conde de Valgracia, otorgado a su padre en premio de sus servicios. Ángel era nieto de don Antonio Heredia, el de la rama chilena. La familia, después de la Revolución de la Independencia, había vivido enteramente alejada de la política, saliendo solamente de sus casillas para apoyar el Gobierno autoritario de Portales, en torno del cual O'Higginistas y Realistas formaron con los   —155→   demás elementos conservadores el antiguo partido Pelucón. Y si era reaccionaria la familia Heredia por sus tradiciones políticas, lo era mucho más por sus convicciones y prácticas religiosas, por las continuas misiones que daba en sus haciendas, por el rosario que rezaba todos los días en familia, por su asistencia a procesiones, retiros y festividades religiosas. Retraídos por temperamento y por orgullo, habían tomado cierto sello adusto y grave, acentuado más aún en aquella casa en la cual se llevaba existencia conventual, sin alegrías, ni fiestas. Por eso las niñas habían considerado el matrimonio, con cualquiera, como liberación del despotismo del padre y del hielo de la casa, de aquella mesa en que no se hablaba sino en voz baja. Esto no obstante, gozaba la familia, en la sociedad chilena, de considerable prestigio, tanto por sus antecedentes como por su fortuna, a pesar de los rumores que circulaban respecto de don Rafael Heredia, de sus celos, de sus manías, y de la vida terrible dada a su santa mujer. Adusto, retraído, como todos los suyos, vivía encerrado, tan lejos de la existencia mundana como de las agitaciones de la política militante. Circulaban, respecto de él, rumores adversos. Pero todos éstos eran díceres, cuentos murmurados sotto-voce, por tratarse de familia pudiente. Ángel era el producto de todas esas generaciones; conservaba el espíritu de acción de su antigua línea de viejos soldados, y no pudiendo hallarle empleo en nuestra vida monótona y sin guerras como las de antaño, pues era demasiado niño al estallar la del Pacífico, buscaba espansiones en el sport, las cacerías de huanacos en la Cordillera y ejercicios físicos violentos con los cuales no lograba satisfacer las necesidades de su temperamento sanguíneo. Como lo indicaban   —156→   diversos detalles de sus habitaciones, era, al mismo tiempo, sensual, hombre de exigencias físicas irresistibles casi en ciertos momentos, para quien la vida guarda embriagueces misteriosas y ardientes -no razonadas ni medidas;- era de esos hombres en quienes el deseo reviste forma aguda, casi dolorosa. Añádase a esto extraño rasgo atávico, agravado por lesión nerviosa heredada del alcoholismo de su abuelo, y se explicará el hecho de períodos súbitos de misticismo exaltado, en los cuales se creía convertido en criminal, exagerando sus deslices de juventud, transformados por su imaginación en montañas de sombra, y lloraba también las faltas de su padre y de los suyos. Poníase cilicios, se encerraba en un retiro de ejercicios espirituales, perdía el apetito y el sueño. Su neurosis le hacía ver apariciones, en pleno día, notándose despierto, como los alucinados. En esos instantes creía ver o tocar a su madre, o a su hermana, con plena conciencia del mundo exterior que le rodeaba. También recordaba el fantasma de un viejo santo desconocido.

Era el alma de Ángel un mundo de contradicciones, de caracteres nobles y viriles, de tendencias, sensuales o vulgares, de aspiraciones generosas unidas a desfallecimientos increíbles de la voluntad. El carácter despótico y altanero de toda su raza que trata a los demás como el «encomendero» a sus indios, sin respeto a la vida humana, sin la comprensión de las miserias, dolores y padecimientos de los humildes, se mezclaba en él con una hondísima veta de ternura que se conmovía hasta las lágrimas cuando topaba en su camino con desgracia desnuda y sangrando. Como la mayor parte de los hombres «de presa» y de acción, carecía de la flexibilidad ojideante del diplomático,   —157→   del tacto fino que permite anticiparse a las dificultades y resolverlas orillándolas.

Ángel no había experimentado, hasta entonces, dificultades en la lucha por la vida, en choque de voluntades, de intereses o de ambiciones. Desde la oposición de don Leonidas, ocasionada, antes que por antipatías o razones positivas, por rencor de antiguo disgusto de intereses con su padre, había visto cómo el camino se despejaba, sin violencias para su amor propio ni menoscabo de su orgullo. Se había casado con Gabriela, sin ruido, por luto de familia, casi al mismo tiempo que Magda con Emilio Sanders.

¡Cómo surgían a sus ojos esos días, tan lejanos, perdidos en la noche de los tiempos, a pesar de que sólo cuatro años habían transcurrido de entonces acá! Un sentimiento de melancolía invencible se adueñaba de su alma recordando los primeros años del matrimonio, la satisfacción tan completa de sus sueños, la realización de sus ideales de ternura. Aún le parecía ver la luz de una lámpara de parafina cayendo sobre el rostro pálido de Gabriela, durante la comida, mientras él contemplaba deliciosamente sorprendido, la seriedad con que asumía, de golpe, su papel de dueño de casa, sirviéndole un plato de sopa humeante y sacando el manojo de llaves de su cintura para encargar a la despensa algo olvidado. Surgían en su memoria los largos paseos a pie, por el campo, en esos días de luna de miel, contemplando los árboles de invierno, desnudos de hojas; con la sensación de brisa helada, tiritaba debajo de su paltó de pieles, Gabriela, apretadas las nutrias contra el cuerpo dándole sensación deliciosa de abrigo. Hasta el ladrido de los perros, esos amigos y compañeros de los pobres, saliéndole al encuentro, le hacían sonreír dulcemente   —158→   cuando miraba hacia atrás. Existía entre ambos la más absoluta comunidad de alma, la fusión de todos los sentimientos en un mismo modo de mirar la vida. Y si algo rudo, cortante se escapaba de los labios de Ángel, luego se suavisaba y tamizaba con la voz cristalina y tranquila de Gabriela, de donde resultaba concierto en el pensar y sentir de ambos, fundido en dulzura infinita, en la misma apacible tranquilidad de la atmósfera, en el alegre cantar de los canarios en sus jaulas de los corredores. Cerrando los párpados, aún creía ver el rostro intensamente pálido de la niña, un poco enferma de anemia, sus ojos negros aureolados por larguísimas pestañas crespas y circuidos de ojeras cárdenas. El tono rojo y vivo de sus labios ponía como línea de sangre sobre la albura de su rostro y de sus dientes menudos. Un detalle que aún recordaba, era el ver casi ocultos los lóbulos de sus orejas, tan pequeñas, tras las ondulaciones del peinado de moda... Y luego aquellos dilatados paseos en Dog-cart, a la hora del crepúsculo, en la paz melancólica de los campos, mientras ella manejaba el carruajito... Se hallaba eso muy lejos, sumido en época tan lejana como la de ciertos recuerdos palpitantes de su infancia.

Si evocaba involuntariamente esos recuerdos era porque sentía, dentro de sí, la necesidad dolorosa y punzante de consolarse en ellos de lo presente. Cuando miraba lo pasado y luego investigaba su propia alma, sorprendíase de haber podido engañarse tanto, él, que ya se tenía entonces de persona corrida, y de no haber contemplado sino la superficie de los caracteres y de la vida; por eso, al comparar la Gabriela de ahora con la de entonces, la amargura de un pasado irreparablemente muerto le acosaba. Las ilusiones   —159→   de su vida habían ido cayendo, una por una, como las hojas de los árboles, primero mustias, luego marchitas, después arrastradas por el viento que las arremolinaba, llevándolas sabe Dios a dónde. Y por extraña incoherencia y contradicción de su alma, se complacía, a veces, evocando el recuerdo de aquellos días y de aquella Gabriela, con la amarga voluptuosidad y el sentimiento de recuerdo entristecido de quien halla en el fondo de un cajón, al rayar en la vejez, el retrato ya olvidado de sus veinte años. A esto se añadía, en él, un lento desencanto, una transformación desesperante realizada a su propia vista, y el sentimiento de su impotencia absoluta para impedir las fatales mudanzas de la vida. Esa obsesión de sus ensueños y de sus recuerdos de entonces, se apartaba, más y más, de la realidad del día, ejecutándose, en su alma, la operación inversa de aquella tan gráficamente denominada por Stendhal la cristalización de los amores. El hombre ve a uña mujer, la recuerda, la compara, se complace en ella, la envuelve en ensueños y en ilusiones hasta cubrirla por completo, como esas capas de escarcha a los esqueletos de los árboles en invierno: ahí está la cristalización del amor. Ya, en Ángel, había desaparecido la cristalización ideal de Gabriela y había comenzado a verla de modo distinto, por aspecto contrario, y como nuestras cualidades tienen por origen, muchas veces, algún defecto, así como nuestras virtudes algún vicio o algún vacío fisiológico principió el joven a notar en el carácter de Gabriela infinidad de pequeños detalles que le parecieron revelaciones dolorosas de otra mujer no sospechada, de otra Gabriela desconocida. Al notarlo ella, con su instinto fino de mujer, experimentó, a su turno, reacciones de rebeldía, veladas por la mansedumbre   —160→   natural de su carácter, pero que, dada esa misma mansedumbre, parecieron más odiosas e insoportables al marido, hasta producir, entre ambos, la terrible semilla del silencio. ¿Cuándo había comenzado el desacuerdo, el desnivel moral? Ángel lo ignoraba; recordaba, solamente, una sensación física de disgusto al verla, por primera vez, con el pelo preparado para peinarse con ligeras envolturas de peluquería. Había tenido entonces la sensación clara, perfectamente definida, de que sus peinados, sus elegancias, sus composturas, no eran para él sola y exclusivamente, sino para todo el mundo; más aún, y lo que era particularmente desagradable, eran arreglos y creaciones de belleza artificial preparadas para los demás, a quienes se presentaba como la actriz en escena, mientras para él se guardaban los bastidores. Por una dolorosa asociación de ideas, recordaba, también, haber asistido muchas veces al camarín de una actriz, a quien pagaba, contemplándola mientras se ponía colorete y se vestía para entrar en escena: este recuerdo, revivido cada vez que hallaba a Gabriela en sus preparativos, le causaba una repulsión intolerable. Y, sin embargo, continuaba amándola, pero se sorprendía de no sentir ya más exaltaciones de cariño, extremos de amor como en los primeros tiempos, en los cuales, como señalaban los griegos, se siente la relación íntima y agonizante entre el amor y la muerte. Además, la misma tranquilidad constante, y el tono apacible y regular del carácter de Gabriela daban a su amor el tinte de igualdad y monotonía de lago perpetuamente en calma. No era eso lo que había soñado, no era eso lo que necesitaba su naturaleza ardiente y profunda e íntimamente sensual: era cosa diversa. En las intimidades conyugales comenzaban   —161→   a diseñarse, entre ellos, los desacuerdos fisiológicos irreductibles de dos temperamentos que no tenían punto de contacto, de dos imaginaciones que marchaban, cada cual, por camino distinto, movidas por comprensión diversa de la existencia y del matrimonio. Gabriela, con la ingenuidad de sentimientos virginales no empañados por las impurezas de la vida, no acertaba a comprenderlas, ni sospechaba el arte de mantener vivas las ansiedades del temperamento sensual de su marido, todo sangre, músculos y vibraciones. Tampoco acertaba a mantener el prestigio misterioso atribuido por la imaginación a ciertos detalles de existencia, de trajes, de formalidades íntimas: era demasiado familiar, demasiado sencilla, acaso despreocupada en el interior; no sabía recuperarse a sí misma, ni colocarse, como de etiqueta, en presencia de su marido, deslizarse entre sus dedos como anguila, retraerse sabia y calculadamente para avalorar, en momento dado, pequeñas concesiones. Ese arte supremo de ciertas mujeres que han vivido no podía tenerlo ella que no había vivido, ni cabía en su temperamento extremadamente sincero y abierto; sus virtudes solían producir el efecto repulsivo de los vicios, así como en ciertos temperamentos el vicio es principio de virtud y de felicidad. Por cima de todo, en medio del brillo de la existencia mundana de ese matrimonio elegante y joven, habían nacido los desacuerdos fundamentales y secretos, siempre ignorados por el mundo, surgidos del laboratorio de sus temperamentos, y del desarrollo natural de dos maneras antagónicas de sentir y de concebir la vida, con su lenta formación de sentimientos y de ideas que no pueden unirse. Gabriela, en su total desconocimiento del mundo, creía con sinceridad, al casarse, en la eternidad de unos mismos sentimientos, en la perpetuación   —162→   de esos estados de alma tan dulces de los primeros impulsos de su amor, tan ciegos como arrebatadores. ¿Qué podría separarnos? ¿qué cosa destruir o modificar la felicidad perpetua de nuestro matrimonio? Ambos nos queremos con idolatría; Ángel es para mí el más hermoso y noble de los hombres; francamente, sé que puedo inspirar grandes cariños, se decía. Había sentido tantas veces, en bailes y fiestas, miradas ansiosas de hombres, llenas de admiración respetuosa y rendida, miradas que confieren el cetro. Tenemos fortuna, comodidades, posición social, nada nos falta. Creía en la eternidad de sus amores. Pero luego había comenzado a vislumbrar, por instinto femenino, la llegada de estado nuevo, de una situación no sospechada, y quiso evitarla entregándose de manera más sumisa, más incondicional a los caprichos y fantasías de Ángel. Había acabado por cortejar y buscar a su familia, a sus hermanos y a sus tías, con el anhelo secreto de provocar en ellos esos cariños y alabanzas perpetuas que sugestionan a un hombre. Acaso creía recoger de ese modo los desperdicios del cariño de su esposo, como ciertos propietarios construyen acequias en sus prados para recoger los derrames de sus fundos y utilizar hasta los restos de sus aguas. Pero todo era en vano.

Sólo conseguía Gabriela despertar dentro de sí, con la sensación de la exterilidad de sus esfuerzos, esa ley de reacción moral que lleva a la mujer, a extremos de sentimiento con mayor rapidez que al hombre.

Ella, por su parte, iba experimentando uno por uno los mismos fenómenos morales que pasaban por el alma de su marido; sus miradas de intensa agonía habían recibido el contacto helado de esas otras miradas que sentía ya hostiles, ya indiferentes, ya glaciales. Habíanse multiplicado los pequeños desacuerdos   —163→   de dos temperamentos que no podían entenderse, de dos educaciones encaminadas por distintos rumbos, de dos maneras diversas de sentir la vida, y el silencio iba cayendo entre ellos como caen las sombras al crepúsculo, cada vez más espesas, convertidas en tinieblas que separan los edificios y los seres con muralla invisible, intangible, impalpable, originándose pavor misterioso, sin saberse si están cerca o lejos, ni si vamos a estrellarnos, ni en qué dirección marchamos. Es el estado de alma en que ha desaparecido totalmente el acuerdo; en que cada palabra, cada gesto, cada eco de la voz del uno suena como falso y vacío a los ojos del otro, hiriéndole, machacándole, molestándole con sucesión refinada de pequeñas antipatías que han nacido sin saberse cómo y que luego surgen, arrastradas las unas por las otras, ante la sugestión de la voz hiriente; del eco, del gesto desalentado, de la fisonomía nerviosamente contraída. Ese hombre y esa mujer atados por la cadena de matrimonio eterno, de situación legal que la sociedad les ha creado, remachándola como hierros de galeote, se hallaban en circulo de hierro imposible de romper y comenzaban a darse vuelta en situación cuya angustia crecía por momentos, a medida que cada uno iba leyendo en la conciencia del otro, por aquel hábito de intimidad creado en el matrimonio, en virtud del cual llega un instante en que ambos se descubren ideas y sentimientos sin necesidad de usar palabras, con sólo mirarse... Y como ya se habían examinado a sí mismos, creían ver en el otro esa lenta cristalización del odio que se iba formando y cubriendo sus almas, de igual modo que la nieve los pinos y robles de la montaña, en capas finísimas, impalpables e imperceptibles casi, pero de acción lenta y segura.



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ArribaAbajo- V -

Ángel Heredia se había sentido arrastrado al matrimonio por pasión tan sincera como profunda hacia Gabriela. Mas, aún cuando él no lo hubiera notado con percepción clara, existían para su matrimonio otros agentes, otros impulsos, otras fuerzas emanadas de la conformación misma de la sociedad chilena y de las ideas dominantes en el medio ambiente y nacidas de nuestra estructura social. El viejo espíritu de la colonia, todavía latente en la alta sociedad chilena, arroja a los jóvenes casi enteramente desarmados en las corrientes de la vida. Llevan nombre cuyo prestigio y valor aristocrático se empeña en exagerarles su propia familia, enseñándoles a considerar como denigrantes casi todas las formas de la actividad humana, en el comercio y en el trabajo: cuando más, se les entrega a las Universidades, para que obtengan, entre fiesta y fiesta de la tertulia al cotillón, un diploma de doctor en medicina o de abogado, y, con esto, se les autoriza para lanzarse en busca de mujer, a formarse el hogar. Por otra parte, como no existe la Dote   —165→   como base del matrimonio, la niña vive del flirt, aguza todas sus cualidades de iniciativa y de disimulación, transformando el amor en sport, en cacería matrimonial en la cual sólo muestra los aspectos atrayentes y agradables de su carácter, exhibiéndose a sus horas, como la actriz en escena, con gestos, actitudes y entonaciones de voz, en ocasiones enteramente artificiales, pero transformadas en segunda naturaleza: no da, no puede dar nunca imagen sincera de sí misma.

Por su parte, el joven de sociedad, lanzado sin carrera, ni oficio, ni beneficio, al centro de los salones, armado únicamente de traje elegante, de su juventud y de nombre conocido, se arroja al torbellino del vals, del washington-post, del tow-steps, en pos de una mujer bonita y pobre que no se casaría con él o de otra elegantísima que con las opulencias de su lujo le traiga sensaciones de fortuna. Invariablemente buscará el joven, en la mayoría de los casos, la atmósfera de lujo y de riqueza que le permita mantener en la vida su hogar dentro del rango social correspondiente a su medio y a su cuna; cerrará los ojos voluntariamente a imperceptibles síntomas de carácter que de otro modo hubieran iluminado su conciencia y abierto sus ojos al futuro, dándole a conocer el alma y el temperamento de su compañera. Todo se confabula para producir el error o el engaño en la formación del futuro matrimonio, hasta la complicidad de los padres en disimular defectos, enfermedades y vicios de naturalezas degeneradas, o en mostrarlas en atmósfera de ostentación falsa, de aparato y de lujo efímero que sólo tienen la superficie exterior, la corteza de la fortuna aparentada. Las niñas se presentarán con lujo asiático, en salones aparatosos,   —166→   cubiertos de flores y de luces, entre rumores de orquesta, con palco en la Ópera, coche puesto con troncos de caballos fina sangre, sombreros y trajes encargados por docenas... La gran casa y la hacienda se encuentran hipotecadas, los dividendos no se pagan desde hace años y el lujo es de similor, como ciertas joyas de fascinadoras apariencias, exhibidas sobre el fondo peligroso de terciopelo azul, hermosas a la vista, pero sin peso alguno para quien las toca, ligeramente cubiertas por baño de oro.

Algo de eso había sucedido en el caso de Ángel Heredia. Su padre tenía fortuna, pero muchos hijos y su avaricia pasaba de castaño obscuro, caso frecuente entre los hombres que viven exclusivamente consagrados al campo. Eso no obstante, refluía sobre el joven el prestigio de una fortuna, desconocida y exagerada en sociedad por esa tendencia natural, señalada en el proverbio: «de dineros y bondades, la mitad de las mitades». Añadíase a esto su esbelta figura, porte arrogante, la conciencia de nombre ilustre, y se comprenderá la atmósfera que le acompañara en sociedad, las atenciones de madres, la sonrisa de hijas, el placer visible con que eran recibidas sus insinuaciones y su nombre en las carteritas de baile al ser nerviosamente inscritas en la tarjeta de una niña de moda. Gabriela había representado para él una de las encarnaciones más completas de la serie de aspiraciones, confusas unas, precisas otras, agitadas en su alma. Por su belleza fina y distinguida, de tono discretamente aristocrático, por su elegancia de buen gusto, por sus refinamientos, realizaba el ensueño que Ángel se había formado de la compañera de su vida. Agregábase a esto como adivinación física de secretos encantos, de adoraciones infinitas, de eternas y   —167→   prolongadas caricias, ardientes unas veces, sutiles y refinadas otras, que Ángel se forjaba dentro de sí, secretamente, sin precisarlas, ni siquiera formularlas, por aspiración inconsciente de su temperamento sensual. Luego, en su voz cristalina, en cierto mirar melancólico, en inflexiones de su cuerpo, y cadencias de su paso, creía percibir Ángel esa misma nota romántica y sentimental, correspondiente a otra de las fases de su propio temperamento, a otro de los estados frecuentes de su alma. Además, el medio lo empujaba a elegir su compañera, primero con rumores, luego con sonrisas, preguntas indiscretas, bromas frecuentes de los amigos y de la gente que le indicaban a Gabriela como esposa natural y conveniente, hablándole de la fortuna y posición de la familia Sandoval, de simpatía visible en la joven. Sería matrimonio hecho por mano de monja... ni aún cuando le hubieran buscado novia con cabito de vela... El mundo, la sociedad, el medio ambiente, las ideas recibidas los habían empujado al uno en brazos del otro...

Pasados los primeros ardores de pasión, llevada al extremo por impulsos naturales, había descendido Ángel de golpe a las realidades ordinarias y vulgares de la vida corriente, con su máquina de negocios y complicaciones de intereses, lucha de apetitos, de fortuna, de ambiciones, de rango. Hubiera querido mantenerse aislado del bullicio, en compañía de Gabriela, tratando de prolongar el idilio en donde se sentía de tal manera feliz y sin nuevas aspiraciones, en la realización de sus ensueños más larga y hondamente acariciados; pero la corriente lo arrastraba muy a pesar suyo. Era menester ocuparse en las particiones de don Leonidas; su concuñado Emilio Sanders,   —168→   marido de Magda, le había pedido, con insistencia, una y otra vez, que fuera a los comparendos, pues se trataba de intereses que no podían quedar abandonados y él, por su parte, no quería tomar sobre sí exclusivamente el peso de la lucha. Y como Ángel abriera los ojos sorprendido, Sanders, ajustándose el monóculo, le había referido, con voz cobriza y acento extrangero, tan preciso, detalles de una serie de incidentes de familia y de luchas de intereses algo desagradables. Hacía ya tres meses a que se había iniciado el juicio de partición en el estudio del conocido abogado y hombre público don Abelardo Mascayano, antiguo amigo de don Leonidas. No habían tardado en ponerse de punta los intereses encontrados de los herederos de manera acaso no sospechada por ellos mismos. Don Pablo Sandoval tenía la representación de doña Benigna, por lo cual asistía a los comparendos, sin faltar a uno sólo; en todas las discusiones terciaba con su voz agria, convencido como estaba de su propia honradez y de que todos los demás eran pillos y codiciosos. La cabellera blanca, cortada al rape, el ojo de mirada fija, como de vidrio, la levita cubierta de manchas y de caspa de don Pablo, le daban carácter bravío, acentuado más cuando agitaba su cuello de toro, corto y ancho y elevaba el diapasón de su voz con exclamaciones iracundas. Él le daría lecciones al lucero del alba, y no se dejaría robar por nadie ¿lo entendían bien? y estaba dispuesto a no gastar contemplaciones, ni arrumacos ni con Cristo Padre. «Pues, señor, o somos o no somos», eran sus exclamaciones favoritas, acompañadas de puñetazos en la mesa que tenía a mano. Manifestaba siempre celo agresivo e intransigente en defensa de los intereses de doña Benigna y de algunos legatarios,   —169→   entre otros de un hijo natural de don Leonidas, a quien representaba.

Ángel asistió, también, a los comparendos, arrastrado a pesar suyo por Sanders que echaba los ojos a todas partes en busca de ausilio.

Si las cosas seguían el camino que llevaban, casi toda la fortuna sería entregada a doña Benigna, a quien se había adjudicado, casi a huevo, el fundo principal, los muebles de la casa de Santiago, algunas acciones de salitres de gran porvenir. Aún recordaba el joven, con sensación desagradable, sus asistencias a comparendos, las pretensiones de don Pablo Sandoval, sostenidas a fuerza de manotones y de gritos desentonados que le herían los tímpanos; la lucha con los legatarios quienes, utilizando cláusulas obscuras del textamento querían entrar a saco en los bienes del difunto. Era un eterno discutir, sin convencerse, con los ánimos irritados, la codicia en las almas, el brillo de ira en los ojos y en los ademanes descompasados. Todos querían sacar más dinero del que les correspondía, tratando de abusar de la generosidad de Sanders, cuyo carácter de botarate conocían y la ausencia de Ángel. Ahora la lucha se hacía más áspera, despiadada, sin cuartel: Don Pablo pretendía quedarse a huevo con una mina trabajada por él en compañía con don Leonidas, se la dejaron. Mas debía ciertas cuentas. Ángel pidió el examen detallado de ellas, notando que había partidas duplicadas. Esto exasperó a don Pablo, sacándole de quicio, con lo cual profirió frases desagradables y alusiones insolentes que le fueron duramente contestadas por el joven. El caballero se levantó, cogió el sombrero, y salió dando un portazo. Entre tanto el compromisario llamaba a la calma, proponiendo soluciones amistosas   —170→   y extra-legales, de abogado sociable que desea quedar en buenos términos con todos.

Aquella noche comía el joven en casa de su suegra. Parecía sentir nuevamente el peso de aquella atmósfera cargada y desagradable, la terquedad de miseá Benigna, que no le daba la cara, aquella insolencia muda de don Pablo que prescindía de la presencia de Ángel como si fuera mueble, y hablaba con la boca llena, mascando a dos carrillos, limpiándose los dedos sucios en el mantel, con falta de cultura que sorprendía en un miembro de la familia Sandoval. A propósito de todo, y hasta traídas de los cabellos, arrojaba frases y alusiones al «apetito desenfrenado de dinero de los jóvenes del día». «Ahora los muchachos son mal criados, al revés de lo que pasaba en mi tiempo». «Cualquier mequetrefe se le sube a las barbas a un hombre de años y de respeto, sin miramiento alguno». Y hablaba sin parar, en el mismo tono, con el ojo de vidrio clavado en el techo, mientras miseá Benigna fruncía los labios. Bien comprendía, en esos momentos, Ángel, que el viejo le había hecho creer a la señora que él combatía sus intereses ardorosamente defendidos por don Pablo, por lo cual éste acababa de tener recio choque. En cada frase, en la manera de ofrecer guisos, de servir los vinos, en el silencio, en los gestos, en lo que no se decía, notaba el joven sentimientos de sorda hostilidad en contra suya, atmósfera pesada y desagradable, con sabor acre de opio, algo que le rechazaba y le condenaba, con el encono irritado de intereses heridos, con la furia del perro al cual le tocan su plato. Aquello le produjo, de súbito, sensación intolerable de malestar físico, de náuseas morales, de indignación próxima a desbordarse ante la injusticia. Tenía ganas de gritarles,   —171→   ahí mismo, que a él no le importaban nada las pretensiones de su suegra, exageradas y espuestas en forma irritante por don Pablo; que se lo llevasen todo, hasta el último peso, que él no se emporcaba en miserias. Pero lo que movía su exasperación hasta el último extremo, era la actitud retraída de Gabriela, sus miradas apesadumbradas y descontentas, desviando la vista, como para desaprobar faltas de pudor en materias de dinero. Todo eso, y mucho más, leyó Ángel, como un libro, en la actitud de su mujer, acostumbrado como estaba a verla sentir, sin palabras, en las familiaridades íntimas de la existencia matrimonial. Su ser todo entero se extremecía en ondas apasionadas de ira, de la cual surgía desprecio en contra de don Pablo, indignación en contra de miseá Benigna, odio, odio intenso y profundo hasta la exageración, en contra de Gabriela, en virtud de aquella ley de psicología por la cual mientras más se ha amado a una mujer más cerca se está de odiarla.

Ahora hasta la curva ligera de la nariz de la joven, en otro tiempo signo de distinción a sus ojos, le parecía imperiosa, testaruda, como si se hubiera abultado transformándose; las cejas pobladas ahondaban el ceño, con perfiles duros; la redondez algo llena de su barba y la plegadura suave de su boca, antes signo abierto de bondad, le parecían síntomas de estrechez invencible de criterio, incapaz de comprender las cosas más elementales. ¿Acaso las discusiones del día, moderadas y correctas de su parte, no habían sido provocadas por la defensa de los derechos comunes a las dos hermanas, dentro de las prescripsiones del día, moderadas y correctas de su parte, no ella misma le condenaba... Aquella máscara de mujer, adorada ciegamente meses antes, le producía   —172→   una especie de crispación nerviosa casi insufrible en ciertos momentos, al oír acentos de su voz que le parecían venir de otra persona. Es que no era la misma voz antigua, velada suavemente en las horas de ternura y clara, vibrante, cuando refería los incidentes ordinarios de la vida social. Es que sentía el joven la mudanza total de todo en torno suyo, así personas como cosas; ya no tenía su suegra sonrisas, pequeñas atenciones constantes, frases amables, las palabras insinuantes de la época del noviazgo, ni tampoco Gabriela guardaba la misma actitud, ni el mismo tono. Sentía, el joven, por instinto finísimo de percepción, que si todo continuaba siendo lo mismo, en apariencia, en el fondo todo era ya diverso. Y su alma experimentaba la melancolía indecible, no formulada ni concretada, de los hondos vacíos del alma, de la aridez de una landa desierta y arenosa, de la tristeza íntima, de árbol cuyas hojas amarillentas y resecas ruedan por los caminos.

Pero no todo era caras de vinagre en aquella casa. Magda, con su astucia natural y cierto instinto ladino, le halagaba a más no poder, pues su marido le había referido la escena del comparendo, y ambos querían mantener a toda costa el fuego sacro. De manera que en la mesa de miseá Benigna se encontraban los más opuestos intereses ya en lucha abierta, disimulados unos, hostiles y mostrándose los dientes, otros. Vanard comprendió la situación, por lo cual, con su tacto de hombre culto, llevó la conversación a otro terreno. Se hablaba de nueva crisis Ministerial: caía el Gabinete de coalición, por exigir uno de los grupos un puesto en los ferrocarriles para uno de los suyos que se encontraba sin destino. Habíase originado cuestión de partido y el Directorio «recuperaba su   —173→   libertad de acción» con lo cual el Ministerio quedaba sin mayoría en el Congreso. «Estos políticos, agregaba Vanard, viven como los acróbatas, colgados de trapecios por los pies, haciendo Gobierno con pruebas de equilibrio. Una portería es cuestión de Estado. Conozco Presidentes de Partido que andan con los bolsillos llenos de candidatos para los diversos empleos, con listas de personajes que solicitan destinos en el Observatorio Astronómico, o si no se los dan, un Obispado, pues se sienten con aptitud para todo. Estamos como en Portugal, en donde se ha creado un empleo de «Dama cuidadora dos gatos do Palacio».

El buen humor volvía a los espíritus. Don Pablo se había hecho servir el Chambertin en copa de agua y lo bebía a grandes tragos, apuntando al techo su ojo huero, con visible complacencia. Su rostro se encendía con los vinos y los buenos platos, especialmente con uno de croquetas sobre tostadas de caviar. Peñalver, a su turno, junto con meter diente a una pierna de pollo se lo había metido a la crónica mundana. Se hablaba mucho de la quiebra de Morrisson Fibmer, el marido de Julia Fernández. ¡Pobre niña! y cómo la compadecían todos, con grandes aspavientos, pero con una complacencia visible. Ella, tan acostumbrada al lujo, con la vida social llevada por tantos años en su casa, y coches tan bien puestos, y pareja de fina sangre que importaba diez mil pesos, precio hasta entonces nunca visto ni pagado, era difícil pudiera conformarse. Morrisson se había metido grueso en sociedades anónimas de reciente creación y la baja de los papeles le arruinaba. «Pero qué quieren Uds.! exclamaba levantándose el bigote Vanard, si se han formado sociedades ganaderas cuyos únicos animales son las vacas hechas por Morrisson al juego   —174→   de baccarat...» -No sea mala lengua... «¡Pobre Julia! no hay nada más terrible que pasar de una posición como la suya, de lujo, a la pobreza...» exclamaban los demás, de común acuerdo, sintiendo en el fondo satisfacción que completaba el bouquet del Chablis. Las mujeres enumeraron sus trajes, recibidos todos de Europa, y miseá Benigna, refirió anécdotas de la madre de Julia, habló del alboroto causado por su entrada al salón de la Filarmónica en el gran baile dado en honor del Presidente Errázuriz, llevado al poder por el Partido Conservador. Una conocida señora, al coger el brazo del festejado, le había dicho: «Federico ¿qué olor es ese? más me parece de azufre que de incienso...» Dos años después, gobernaba con radicales. Don Pablo Sandoval también había estado, y recordaba unos platos mui ricos, unos guisos particulares que había probado en la cena... ciertas perdices en escabeche, que con sólo mencionarlas se le hacía agua la boca... y la lengua ajamonada, de chuparse los dedos... unos alfajores de la Antonina Tapia, de esos que no se hacen ahora en parte alguna, rellenos con huevo molle... Yo fui a la mesa con la Transitito Cereceda, y para más seña, se llevó en el pañuelo un atadito con tres chirimoyas grandes, seis lúcumas, plátanos y dulces de madame Gazeau... casi se me caía la cara de vergüenza a la salida, pues, por política, tenía que llevarle el atado... todos pensaban que era mío... Pues ¡no creerán que un futre dijo a mi lado, fuerte, para que todos le oyeran: «Eche, señor, al atado el faisán del centro» ¡quería que me llevara la piece-montée!...»

La conversación tomaba giro pacifico y se divisaba la oliva de la paz en una comida tan desagradablemente comenzada. La copa de Chartreuse o de Curacao,   —175→   la taza de excelente café, el puro Celestial de Partagas, acababan de disipar los últimos restos de mal humor en la máquina humana, juguete constante de acciones y reacciones.



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ArribaAbajo- VI -

Mas en medio de aquellos continuos roces, de escenas a veces insignificantes, de enojos a menudo inmotivados, de pequeños incidentes de existencia diaria, frecuentes en todos los matrimonios, se notaba el sedimento particular que iban dejando, pues, en el fondo, se agravaban por disidencias fundamentales e irreductibles, sentidas por Ángel y Gabriela de un modo confuso y no precisado, pero no por eso menos efectivo y serio.

Solían, a veces, producirse reacciones, entre ellos, pues la ola de sentimiento, como la del mar, obedece a fenómenos de mareas, sube y baja, avanza o retrocede. Había momentos de calma en los cuales si la antigua pasión no revivía, por lo menos, los odios parecían muertos o sepultados bajo capa de cenizas. Gabriela experimentaba el ascendiente de la belleza viril de Ángel y giraba en torno suyo, fascinada, amedrentada, atraída por sugestión de sus ojos. Y él veía surgir en Gabriela esa misma antigua mirada buena,   —177→   sin rebeldías, de sus ojos mansos, dispuestos a sacrificios. Las asperezas y roces con miseá Benigna se suavizaban y desaparecían, pues, como el joven comprendía perfectamente, aquello no provenía de sentimientos dañados y perversos, sino de flaquezas y achaques muy humanos. En ciertas ocasiones hasta dio pasos que tendían a la reconciliación completa. Ofreció gran comida en honor de su tío don Baltazar Heredia, nombrado Ministro en Viena.

Ángel, con su perspicacia natural, comprendía, sin embargo, que esa gran corrada era como desahogo de vanidad y estaba destinada no a honrar a un tío suyo, por el hecho de serlo, sino a manifestar a la sociedad entera las buenas y estrechas relaciones que la ligaban a un Ministro Diplomático. Leía en el alma de la señora esa comezón de figurar, de hacer hablar de sí, achaque obligado de la gente en sociedades nuevas, sobre todo cuando se puede exhibir grandes salones y una existencia de lujo. Ángel era vanidoso, como los de su familia, por atavismo; sin embargo sentía, en los demás, las explosiones de vanidad como notas disonantes y desagradables.

En esas alternativas de excitaciones, depresiones y calmas, habían transcurrido varios años. Dos niños, una mujercita y un hombre, trajeron su alegría bendita a ese hogar disgregado, que tendía a la división, en donde todo bullía, como un mal fermento de pasiones disolventes y ardorosas. La alegría de los niños, sus gritos, la preocupación dolorosa y punzante de sus enfermedades, el placer ruidoso de sus carreras, de sus gracias infantiles, transformaron de súbito la casa. ¡Ah! sin ellos la tempestad hubiera estallado, de fijo, en aquel pobre hogar azotado en   —178→   direcciones encontradas como el casco de buque náufrago.

Las primeras palabras y los primeros pasitos, el juguete recibido con gritos y luego quebrado, el zapatito roto, las palabritas cariñosas e ininteligibles, pronunciadas con media lengua, el beso, los bracitos que se extienden, hacían olvidar a Gabriela muchas amarguras y llevaban la paz, una calma deliciosa y pura, al corazón de Ángel, como si le abriesen nuevos horizontes enseñándole esa para él desconocida virtud del sacrificio propio, de la humillación para dicha de los hijos, criados con lágrimas y fortalecidos con los padecimientos ocultos de los padres, para quienes son como la prolongación del alma en el futuro.

¡Qué goce infinito y siempre nuevo encontraba en sus niños Ángel! Había seguido, uno por uno, sus progresos, iniciados con la primera mirada, en que ya le conocían, con la primera risa, y los pucheros cuando se asustaban de todo. Luego, en tener entre sus brazos fuertes aquella piernecita de muñeco, delgaducha, blanda y tierna, con patita que cabía en un dedal, y la cabeza de cabellos rubios de fina pelusa, y unos ojazos asustados, ora expresivos, ora risueños, ora quejumbrosos como si se hundieran al peso de unas penas muy grandes. Experimentaba gozo íntimo al penetrar al cuarto de Pepe, y contemplar su camita de bronce, con reja de grandes barrotes, y el cesto forrado en seda y encajes donde se hallaban las escobillas, y polvos de Houbigant, y puntas, y paños doblados y preparados y los baberos redondos con esos finos bordados y recortes y relieves en los cuales tanto se complace el ocio de las madres. Hasta consideraba como amigo el monigote de goma, embadurnado en colores vistosos y el perrito de madera   —179→   lanudo y cojo, arrimados a la cómoda, junto a la lámpara de noche y a un zapatito de punta gastada y rota... por «él». Las mediecitas mojadas y las esponjas y el polichinela vestido de azul y rojo, con platillos en las manos, colocados al pie de una estampa de la Virgen, sobre un velador, le llenaban la cabeza de pensamientos hondos y tiernos. Ángel creía ver, resucitados, y evocados, unos vagos recuerdos de su propia infancia, el arrullo cariñoso de la madre, sus cariños apasionados, sus cantos, la impresión de algo pasado y lejano, pero dulce, muy dulce, en contraste con la realidad presente. Suave ternura le inundaba, emocionándole hasta las lágrimas, con deseos íntimos, aspiraciones incontenibles hacía otra ternura que lo amparase en el rudo vaivén de la lucha por la vida, pues, en el hombre sentía revivir algo del niño que no había muerto. Y mientras contemplaba la respiración regular y el rostro apacible de su chiquitín, daba suspiros de ahogo sintiendo que algo faltaba en aquella su vida incompleta.

Cuántas veces había visto a Gabriela, exclusivamente preocupada del cuidado y atención de los niños, extrecharlos en sus brazos y besarlos con furia, como buscando en ellos algo que no encontraba en otra parte, mas, en presencia de él, permanecía helada, sin impulsos de corazón, sin uno de esos arrebatos que arrojan, de súbito, una en brazos de otra, a dos personas que se quieren. ¡Ah! si ella hubiera comprendido, entonces, lo que pasaba en el corazón de Ángel, la nerviosa aspiración de su alma; si hubiera penetrado el secreto de su sonrisa enigmática de hastío y desaliento; si hubiera roto, con un impulso espontáneo, la superficie de silencio glacialmente extendida entre dos almas, acaso hubieran podido ser felices,   —180→   pero la soberbia en el joven, y acaso la timidez invencible en su esposa, mantenían el equívoco entre ambos. Y la conciencia de mutua desconfianza, de dos almas en diverso tono, sin posibilidades de entenderse, hondamente clavadas en el silencio pesado del desacuerdo que no se expresa, pero que se adivina y se palpa, llegaba a producir en ellos, exacerbada, una sensación intolerable que, cuando se cruzaban, por acaso, sus miradas, les ponía en las pupilas destellos crueles.

¡Ah! por desgracia solamente en un punto, a intervalos, sentían producirse el acuerdo tan anhelado por sus almas, y era en el dolor... Las dos o tres veces en que los chicos se enfermaron de cuidado... en una ocasión en que «Nena» estuvo con pulmonía infecciosa y el médico temió la muerte. Durante las noches de insomnio de la situación desesperada, sintió Ángel, al través de sus propias lágrimas, piedad profunda, inmensa conmiseración por Gabriela, echada sobre su diván, sollozando con estertóreos de agonía, entre palabras entrecortadas y tiernas en las cuales aparecía el nombre de su hija. Y cuando ella le había dicho desesperadamente: -¡Ángel! ¡Ángel!... la niña se muere...» había sentido, dentro de sí, revolverse las entrañas, un nudo oprimirle su garganta, y ansia infinita de tenerla entre sus brazos, de besarla, pidiéndole olvidaran el pasado para hacer vida nueva. Y no había encontrado palabras que correspondieran a la inmensa angustia de ella, ni a la infinita ternura suya. Pero ¿no habría disonado un beso sobre su frente en aquellos supremos instantes?

El peligro había pasado. La enfermedad de Irenita, de «Nena», iba cediendo lentamente, vencida por la fuerza natural. Ya todos respiraban en la casa.

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Un día, volviendo a ella, vio Ángel un cupé desconocido, de médico. Junto al lecho de la niñita se encontraba un señor flaco, de espaldas hundidas, y como jorobadas, la cara achatada, unos ojos perdidos en las cuencas, el hablar cavernoso. Examinaba a la niña.

«-El Doctor Serines...» murmuró Gabriela.

Era un médico fracasado que, para surgir, se había convertido en homeópata.

Este sujeto, asistía cuidadosamente a todas las procesiones, con vela y exclavina, y hacía ostentación extrepitosa de prácticas religiosas de índole completamente comercial, con el exclusivo propósito de atraerse clientela y obtener recomendaciones. Así, poco a poco, aparentando convicciones que no tenía y buscando el amparo y recomendación de clérigos, consiguió Serines un pequeño peculio con el cual especulaba en bolsa, en donde había dejado reputación algo averiada.

Todo esto lo había contado Ángel a Gabriela, en días anteriores en que se había mencionado su nombre, por recomendaciones del clérigo Correa. Ángel había manifestado la más viva repulsión por semejante personaje, a quien consideraba como explotador homeopático-religioso; ahora le encontraba instalado en su casa, precisamente cuando los médicos habían declarado a la «Nena» en plena convalescencia. Sintió que una ráfaga de sangre azotaba su rostro llenándole de ira.

Trató muy secamente al facultativo, acompañándole en seguida hasta el vestíbulo, para darle gracias y rogarle no volviera a la casa, en donde consideraba innecesaria su presencia.

Tres días más tarde, Ángel se encontraba nuevamente   —182→   con Serines en la pieza de su niñita. Esta vez no vaciló en echarle, poco menos que a empujones.

El homeópata, hablando muy ligero y sombrero en mano, se escurrió, llamándole a la tranquilidad y a la calma. Entre tanto Ángel descargó toda su ira con Gabriela. No era posible llamar a un asno semejante, para comprometer la salud de la niña, exponiéndola quizás a la muerte. Gabriela se disculpaba diciendo que el médico se había presentado sólo, por indicaciones del «señor» Correa, y que había vuelto de puro intruso. Pero Ángel no le creía...

Ambos levantaban el tono. La voz de Ángel se alzaba ronca y furiosa, mientras la de Gabriela tomaba diapasón agudo, hiriendo los tímpanos y provocando la irritación creciente del joven. Luego, ambos, uno en pos de otro, perdieron la calma. Las recriminaciones se sucedían, enumerando quejas mutuas, complaciéndose, el uno y la otra, en agravar lo pasado, exagerando los yerros ajenos. Luego se echaron en rostro cosas íntimas, hasta lo más reservado, hasta lo más secreto. La fisonomía exangüe de Gabriela servia de marco y de contraste al fulgor de sus ojos que miraban a su marido cara a cara, en tono de desafío y de audacia, mientras sus manos se agitaban febrilmente y sin cesar, siguiendo los movimientos de sus frases entrecortadas que se atropellaban unas a otras, sin orden ni concierto. Un cadejo de pelo se le había deslizado hasta los ojos, y lo apartaba con gesto maquinal y violento.

Ángel la contemplaba estupefacto, encontrándose con una mujer nueva, desconocida, en pleno desorden histérico, sin freno que sujetara esa lengua por donde salían a borbotones frases desagradables, conceptos   —183→   hirientes para todo el mundo, sub-entendidos y alusiones ofensivas para él y hasta para los suyos.

Sobrecogíale un movimiento de estupor profundo.

¡Cómo! ¿era esa la Gabriela que él había amado tanto, que había idolatrado ciegamente? ¿Era esa la que le parecía el ideal de su vida? Oh! Un sabor amargo y de congoja le subía de los intestinos a su boca ya quemante... La cabeza le ardía, batíale aceleradamente el pulso y luego, a su turno, sintió el contagio moral de la misma exaltación que le arrastraba, sin poderse contener, a pesar suyo y como en virtud de fuerza mayor. Él también experimentaba la necesidad de ajustar cuentas. No podía consentir en que su mujer hablase de la avaricia de su padre... ni de su afición a la bebida. ¡Le prohibía tocarlo! ¿entendía bien? ¡Se lo prohibía! Y si pronunciaba nuevamente su nombre... le taparía la boca...

Y Ángel, con los ojos inyectados en sangre, los labios cárdenos y temblorosos, la miraba como queriendo aplastarla.

Ya no mediaba, como antes, entre ellos, la superficie de silencio, el desierto árido y sin brújula. Era la acción ciega y desbordada del tranque roto, que todo lo arrasa, dejando tras de sí ruinas, cadáveres y montones de cieno.

Gabriela rompió a llorar, con sollozos entrecortados e hipos de sufrimiento. Ángel sufrió entonces la reacción moral que sigue necesariamente a la conciencia de un exceso en la acción, y sintió verguenza, una verguenza profunda, y pena, una pena muy honda, nacida del desprecio súbito de sí mismo y de la conmiseración del dolor humano y de la debilidad femenina dejados caer, gota a gota, en las lagrimas   —184→   de la joven, en esas horas de angustias sin palabras y sin fondo.

Reinó entre ambos un instante de silencio angustioso. De súbito, Gabriela se puso de pie, tocó el timbre eléctrico, enjugó las lágrimas, se compuso el peinado frente al gran espejo bicelado de cuerpo entero y dijo a la sirviente que abría la puerta: -«Haz bajar las maletas...» Ángel le hizo una seña muda para que saliera, y arrojándose a los pies de Gabriela le pidió perdón. «He tenido la culpa... con mi exaltación he perdido la calma... he tenido la culpa... pero te quiero... te quiero...»

-«Y yo también...» exclamaba ella, en súbito afán de sacrificio.



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Arriba- VII -

El salón de Olga Sánchez se hallaba preparado para el five-o'clock-tea de los jueves. Era, el elegido, uno de los días cómodos para sus amigas, quienes, a la ida al Parque, detenían sus victorias a la puerta de la señorial mansión de las Delicias, situada entre las calles de Nataniel y de San Ignacio, en punto céntrico. Sobre mesita rodeada de tazas de porcelana japonesa de extraños dibujos azul y rosa, encontrábase lista la gran tetera de plaqué con lámpara de alcohol, en la cual se preparaba el samovar, como decía, empleando la palabra rusa, con el prurito de extranjerismo de nuestro mundo de tono, tan aficionado a refrescar sus aires en la colonia cosmopolita de París.

Las paredes, tapizadas con riquísimo papel Luis XV, de listas de plata y verde nilo, en admirable imitación de raso de seda, casi desaparecían cubiertas por grabados con marcos de laca blanca y asuntos de Fragonard y de Watteau, acuarelas de Villegas y   —186→   Pradilla, un cuadro de Urgell, platos de porcelana, entre los cuales algunos de mérito, varias de las enormes peinetas llamadas de teja, de carey, con fantásticas cinceladuras y dibujos, de esas usadas por las abuelas del siglo XVIII. La cajuela de madera tallada, indicaba pasión naciente por objetos antiguos. En el rincón había también vitrina de madera de rosa incrustada y cincelados bronces, detrás de cuyos cristales, redondeados y salientes, se ocultaban objetos de marfil; abanicos de cabritilla pintada, con estrecho país y ancho varillaje del tiempo de Goya y de María Luisa; monitos de porcelana de Sajonia; tazas de Sévres con marca de fábrica y la especial del servicio del Rey; pocillos españoles, dorados por dentro; vieja loza de Talavera; porcelanas de Capo-di-Monti y una tacita legítima con relieves de danza griega, de Wegwood, que valía por todos los objetos allí encerrados en obedecimiento a los preceptos siempre tiránicos de la moda que aconsejaba la vuelta a lo antiguo, con el famoso grito de Gabriel d'Annunzio: Ritorniamo a lo antico...

Olga Sánchez, era esclava de la moda. De cuerpo delgado y esbelto, fisonomía fina y risueña, con leve lunarcillo sobre el labio superior y un hoyuelo que se le formaba en la barba al sonreír, mostraba, sobre delgado y alto cuello flexible, fisonomía graciosa, en la cual se armonizaba la mirada de unos ojos pequeños pero vivos con sonrisa picante y acento andaluz. Hija de padres ricos, casada, sin saber cómo, con joven de gran familia, regalona, caprichosa, mimada, había paseado por Europa, llenándose de amistades españolas en Biarritz, en cuyos bailes se presentaba con una corte de aspirantes a su mano, que era pequeña, y a su dote que creían grande. Se despertó un   —187→   buen día casada, por casualidad, y resultó, también por casualidad, mujer irreprochable, a pesar de que no ardía en su pecho la llama casta y dulce de los amores conyugales. Con todo vivía feliz, consagrada a la única aspiración de su existencia, al supremo y decidido propósito de ser «mujer de tono». El mundo llenaba su cabecita de rizada cabellera negra; preceptos sociales, modas, díceres de sociedad, visitas y comidas, idas a las tiendas de lujo, donde la modista y el sastre, consumían lo mejor de su existencia constituyendo, para ella, los verdaderos preceptos del decálogo. Si bien cumplía tibiamente con los de la Iglesia, asistiendo a la misa de buen tono los domingos, respetaba mucho más, infinitamente más, en su fuero interno, los sacrosantos preceptos de la moda y sus admiradas tiranías. Ya de muchacha, en el colegio de Madame Dewal, antes de que le pusieran preceptoras en casa, llamaba la atención, entre sus compañeras, por su lujo, y cuando alguna se presentaba en son de competencia, Olguita, con los movimientos vivarachos y graciosos que la caracterizaban, solía recogerles el vestido para ver bordados y encajes de enaguas: era esa una prueba tan ruda como temible para las elegantes de pega. Andando el tiempo, cuando la muchacha crecía esbelta y graciosa, un caballero famoso por su orgullo de familia y cierta señora de avanzada edad, pero de considerále posición en la sociedad chilena, pensando en asegurar el porvenir de sus vástagos con la suculenta dote, la invitaban a porfía, rodeándola y envolviéndola con la amistad de sus hijas, sobrinas o nietas. Aceptó con placer las invitaciones a bailes y rechazó a los pretendientes, aun cuando manteniéndolos con insinuaciones y sonrisas hasta el momento en que vino a estallar como   —188→   bomba, entre ellos, la noticia de su inesperado matrimonio. Pero no se había casado con el joven, sino con la familia. Era todo un complicado cálculo de posición social, combinado astutamente por sus padres y aceptado rápidamente por ella, sin grandes vacilaciones, sin desconsoladoras luchas, sin reticencias de corazón, pero sin entusiasmo loco, ni delirios apasionados, con la cordura de muchacha reflexiva y habilidosa, a pesar de sus locuras aparentes. -«Me caso con ese, como con otro cualquiera»: había dicho a su íntima y buena amiga Magda, y junto con pronunciar estas palabras había girado sobre un talón, alzando el otro pie, con vestido y todo, a mayor altura que el clown del circo, pues tenía maravillosa flexibilidad en los músculos de las piernas. -«Cela va sans dire...» había observado Magda, por comentario único, «en tratándose de marido, lo mismo da uno que otro...

Entre paréntesis, el francés de Magda era lenguaje especialísimo, pues se componía de media docena de frases que manejaba con gran desparpajo y mucho recargo de acento. «Ca va sans dire... ¿en voulez vous des hommards?... chic epatant... merci, mon cher... « Al «senador» Peñalver le llamaba: «Le pére la Victoire». A Vanard, cuando contaba cuentos de doble sentido, hacíale callar diciendo: «Tais-toi, vieux cochon». A esto, sobre poco más o menos, y cierta lectura de novelas francesas, reducíase no solamente el francés de Magda, sino también el de casi todas las casadas elegantes de su círculo, salvedad hecha de los apóstrofes a Peñalver y a Vanard, de propiedad exclusiva y rigurosa de la joven. El francés de Olga era un poco más extenso y completo, pero su educación igualmente superficial y primitiva. Componíase   —189→   el circulo de amigas o «la banda de Magda» de media docena de muchachas de fortuna, vestidas lujosamente, alegres, bulliciosas, provistas de maridos más o menos insignificantes y dados al sport, carrereros empedernidos, con el alma pendiente en un hilo de la salud de Lancero... de Paquerette o de otro animal de esos. Reuníanse en el rincón «de las gallinas finas» del Club Hípico, en donde se lucían unas a otras los trajes, rodeadas de un grupo de vividores con quienes formaban especie de Club al aire libre en los domingos de carrera, comentando sucesos del día, rumores, escándalos, noticias de sensación y de bulto, comadrerías, enredos, chismes, encargos a Europa, dineros de fulano, trajes de mengana en la última comida, enredos de zutana con el de más allá. Acercábanse a ellas las señoras del Cuerpo Diplomático, y se iban todos juntos al paddock a lucir sus trajes, a tomar el lunch y la copa de champagne ofrecida por Sanders, y desfilaban contentas, como pavos reales, el sentir sobre sí miradas de envidia o murmuraciones secretas de otras mujeres, igualmente señoras, e igualmente elegantes, que les «sacaban el cuero» en forma de insidiosos y finos «pelambres» a la vez que se las comían a cariños y a besos en donde las encontraban.

Después de hacer colocar por la sirviente en un rincón la mesilla cargada de bandejas con sandwichs de pate de foi, tortitas de manjar blanco, galletas y «petits fours»; cuando hubo descargado el pulverizador con su esencia favorita de «Enigma», suave y penetrante, Olga Sánchez alzó lentamente el store y abrió las puertas-ventanas de numerosos y pequeños vidrios estilo Luis XV, poniéndose de codos al balcón. A sus pies se extendía la superficie unida y suave   —190→   del asfalto Trinidad, regado con mangueras a esa hora. La torre de San Francisco surgía lejos, medio oculta entre ramas de árboles del paseo desnudas de hojas. Troncos obscuros de esqueletos de árboles se alineaban en la hermosa y ancha avenida central, encubriendo mármoles de estatuas, entre las cuales surgían el verde obscuro y la espada levantada del general «O'Higgins» sobre su caballo de guerra. A cada momento cruzaba por los rieles de acero un tranvía eléctrico debajo de los árboles, a gran velocidad, haciendo resonar el timbre sonoro de sus campanas. Victorias, vis-a-vis, americanos, carruajitos ligeros, coches de lujo de toda especie, arrastrados los unos por caballos de raza, los otros por troncos robustos del país, pasaban con gran velocidad, distinguiéndose el trote de los hackneys que dejaba atrás a los demás carruajes. Por la calle de Bandera y frente al edificio monumental de la Universidad, comenzaba a deslizarse, a cada momento más nutrido, el torrente del paseo de la tarde en la primavera naciente, diseñada con brotes de árboles a fines de agosto. Ese lujo extremo de carruajes, tan bien puestos como en ciudades europeas, da nota característica a las tardes santiaguinas, con el extrépito creciente, chasquear de fustas, rumor sordo y continuo de trote, metálico de cascabeles y cadenas, o el silencioso deslizarse, como fantasmas, de carruajes con yantas de goma, y cocheros rígidos con altos cuellos, la librea apoyada en el claro sobretodo colgado en el pescante. Es marejada continua y rápida, de perpetuo movimiento, en la cual se deslizan trajes elegantes de señoras, de entonaciones discretas, y sombreros con grandes plumas, nota clara de guantes, actitudes demasiado abandonadas y flojas en unos, demasiado rígidas en otros,   —191→   naturales y sueltas en los menos. El sol, ya cerca del ocaso, iluminaba con su luz el deslizarse del torrente de coches en no interrumpida masa, desde la calle de Ahumada hasta la del Ejército. Vidrieras de casas, al reflejarle, despedían rojizos fulgores de incendio, allá muy lejos, en la Avenida. Ráfagas de aire frío y sutil de finales de invierno azotaban el rostro de Olga, inclinada sobre la verja de hierro de graciosa combadura Luis XV. De tarde en tarde movía ligeramente la cabeza para contestar el saludo de algún sombrero de hombre o el gracioso gesto de alguna amiga y su vista se dilataba, como sumergiéndose en el mar de coches, en su rodar incesante en ese día de paseo, bajo el cielo claro, y se perdía en la sensación gloriosa del sol moribundo, inundando la gran avenida de palacios en polvo de oro que bañaba la ciudad hasta el pie de las altas cordilleras, cubiertas de nieve y teñidas en rosa.

A los pocos momentos se detenía, de golpe, un cupé, y el lacayo abría la portezuela. Olga le había reconocido de lejos, con divisar los caballos: era el de Marta Liniers de Vidal. Desde lo alto parecía aún más fina y esbelta la figura de su amiga, inclinada en ese instante para dar una orden al cochero; había en sus grandes ojos azules, en la contracción de sus labios delgados y en la dilatación de las ventanillas de su nariz, recta, destellos de carácter enérgico y resuelto. Al verla, Olga recordó las historias que circulaban en sociedad respecto de ella; referíase que había ganado cuatro mil pesos en una noche de baccarat, durante el último verano de Viña. Casi todas las señoras de Santiago habían puesto el grito en el cielo. ¡Qué barbaridad! En sociedad como la nuestra, hasta ese momento demasiado circunspecta y reservada,   —192→   en la cual las mujeres de tono mantenían tradiciones de moralidad severa, acaso en extremo tirante, no se comprendía el desborde traído por el despilfarro de unos cuantos salitreros que se entretenían en arrojar al tapete verde puñados de billetes de Banco. ¡Ah! cuando se les tocaba el punto a las señoras viejas, era cuento de nunca acabar. También se decía, sotto-voce, que la joven señora Liniers poseía, corazón de manteca, demasiado blando, y que en esos instantes... vamos se divertía con Emilio Sanders, el marido de Magdalena Sandoval. ¿Pero qué no se dice, santo Dios? pensaba Olga entre sí. Y luego, casi todo resulta mentira, chismografía, envidia de unos, maledicencia en otros. Al fin y al cabo ¡quién sabe!...

En esos instantes el sirviente, de frac y de corbata blanca, abría la puerta del salón para dar entrada a Marta Liniers que penetró con paso largo y victorioso, dejando tras de sí una ráfaga de esencia de Muguet. Las dos jóvenes se abrazaron y besaron con muestras exageradas de cariño, como si hubieran pasado un año sin verse. Dirigiéndose mutuamente piropos y cambiaron zalamerías, metiendo en la conversación mucha miel, con entonaciones en falsete, superlativos, exageraciones y una risita medio taimada con que Olga concluía sus frases.

«-¿Por qué no habías venido? Ni el polvo se te divisa... hace como un siglo que no llegas a esta casa, a pesar de que no tienes otra amiga como yo».

«-Así es, no más. Pero te diré francamente, no salgo a parte alguna... ni siquiera fui a la comida de Magda Sandoval. He tenido tanto que sufrir últimamente, con enredos y chismes en la temporada de Viña... No hay infamia ni mentira que no inventen,   —193→   como que no les cuesta esfuerzo. Y en cuanto ven que una recibe sus cuatro trapitos de Europa, y se los pone y los muestra, como es natural, ya levantan las calumnias más atroces...»

-«Eso mismo decía yo a Nina Oyanguren, exclamó con fervor Olga Sánchez; en estos tiempos no hay que creerle a nadie ni lo que reza. Pero no debías impresionarte de ese modo, hija; si todas te conocen demasiado, y nadie puede figurarse por un instante... vamos... que... Estoy cierta de que ninguna de tus amigas habrá dudado ni por un segundo...

«-Pero estoy tan escamada, hijita... contestó Marta -clavando en el techo unos ojos llenos de candor, como para poner al cielo de testigo de su inocencia- tan sumamente escamada, que si me acusan de haberme robado la torre de la Catedral... ya no vuelvo a misa por temor de que lo crean...»

Y las dos amigas se miraban con sonrisitas cariñosas, abandonando ya Olga la cara de protesta indignada en contra de la vil calumnia, mientras su amiga le cogía la mano.

En ese instante se detenía a la puerta otra victoria. ¿Quién será? preguntaba con la mirada Olga a Marta, de pie junto a la ventana. -«Es Julia Fernández...» contestó la otra. Viene en una victoria, con caballos preciosos y puesta como si fuera de Rotschild... ¿qué no había quebrado el marido?... ¿no remataron el fundo?

-Me parece, hijita, que a las fortunas santiaguinas suele pasarles, como a los hoyos, que mientras más tierra les quitan, más grandes quedan...

Julia entró, a su turno, con largo paso de Diana cazadora, recogiendo la falda de un sencillo vestido de paño obscuro con su pequeña mano enguantada de   —194→   blanco. Era, siempre la hermosa mujer que tanto ruido había metido en salones, de soltera. Pero sus formas se habían llenado. No tenía ya las líneas indecisas y virginales, excesivamente delgadas que enloquecieron a su primo Antonio; sus contornos eran mórbidos, sin dejar de ser esbeltos. Pero los rasgos de su fisonomía se habían acentuado en expresión de dureza imperiosa. Todavía circulaba en sociedad, entre anécdotas de otro tiempo, la historia de ese hombre que había querido suicidarse por ella, y a pesar de que los años transcurrían, dejando huellas, Julia mantenía su prestigio mundano. Según la dura frase del «senador» Peñalver: «Era que vivía sobre sus laureles».

En cuanto hubo entrado, repitiéronse los abrazos y los besos en ambas mejillas, con extremos visibles de cariño, como si todas se quisieran entrañablemente y la recién llegada fuera la mejor entre sus amigas.

Marta, como quien no quiere la cosa, pero con intención visible para Olga, no cesaba de ponderar el magnífico paltó de nutria que llevaba puesto la recién llegada y que realmente valía un dineral, pues era de lo más fino. En seguida elogió el sombrero y el vestido de Julia.

Ésta dio gracias, y respondió a sus amigas proporcionándoles detalles de hechuras y precios de modista, con la mayor sangre fría, pues no se le ocultaban las intenciones de las otras. Manteníase altiva, sonriente, desdeñosa; bien podía su marido arruinarse, pero ella sabría mantenerse, hasta el último, imponiéndose, como los gladiadores romanos al caer.

Y después de charlar un rato de modas y del vestido de fulana en el teatro y de mengana en la comida   —195→   de Alvareda, Olga se dirigió a la mesita ligera donde hervía la tetera de plaqué bajo la llama azul de lamparilla de alcohol. Nina Oyanguren entraba en compañía de una de las damas del Cuerpo Diplomático, de la baronesa de Strinberg, señora gorda, bastante mal vestida, de voz gruesa y masculina, pero ya célebre por cierto ingenio, un tanto desenvuelto, para dar estocadas a fondo.

La dueña de casa les ofreció té. La baronesa prefería una copa de oporto con biscochos.

-«Más vale llegar a tiempo que ser convidada», dijo con tono rápido, Nina Oyanguren.

Hubo risitas, cuchucheos, rumores de dientes femeninos como de ratas que roen un pastel. Peñalver entraba junto con Berzson, secretario de la Legación Sueca, Vanard y poco después Velarde con los bigotes rubios retorcidos y levantados a lo Káiser. El senador arrastraba ya un poco las piernas con sus sesenta y tantos años, aun cuando, según él, sólo tenía «treinta y pico... pues había perdido la cuenta, por no ser muy fuerte en matemáticas...»

Vanard con su cabecita cubierta de negra cabellera, ojos razgados y simpáticos y sonrisa peculiar, sentose junto a la baronesa. Era uno de esos hombres que no muestran edad. ¿Cuántos años tenía? Eso figuraba en el catálogo de misterios sociales. Todo el mundo le conocía y él a todos tuteaba, recordando a los papáes y también a los abuelos. Metido entre los jóvenes, no disonaba, parecía uno de ellos, con la particularidad de que el color de sus cabellos y sus dientes eran legítimos, a diferencia de Carlitos Ribeiro, que se teñía el pelo y usaba dientes postizos, por lo cual Vanard le llamaba: «el venerable joven...»

  —196→  

-¿Cómo está Ud., señora baronesa?, preguntó a la de Strinberg.

«-Bien, muy bien, lo mejor posible en este país encantador...» contestó con suave ironía, y en francés, la diplomática.

Las señoras, unas de pie, sentadas otras, conversaban a un tiempo. Hubo instantes de silencio general. Y se oyó clara la voz de Peñalver dirigiéndose a la baronesa:

«Me disculpará Ud. señora, le pregunte si es auténtica la historia de la tarjeta a Manuelita.» Las damas cambiaron, entre sí, sonrisas mudas. Era que, según lo público y notorio, Manuelita Vásquez andaba enamorada, con mala fortuna, del señor Stevens, gerente del Banco Americano, cuyo padre acababa de fallecer.

«-¿De qué tarjeta se trata?» preguntó la diplomática, manifestando la mayor extrañeza. «¿De alguna invitación a comer?»

-«¡Ah! no, señora, replicó el «senador» con grande aplomo.» Se dice que Ud., al saber la noticia de la muerte del padre de Stevens, comunicada por cable, mandó tarjeta de pésame a la señorita Manuela Vasquez, con estas palabras: «Je regrette beaucoup la mort du pére, l'indifference du fils, et l'abssance du Saint-Esprit...» (Deploro la muerte del padre, la indiferencia del hijo, y la ausencia del Espíritu Santo).

La baronesa, con voz viril, protestó vivamente de tal suposición.

«-Uds. los jóvenes, son perversos...» dijo en castellano, con deplorable pronunciación, volviéndose a Vanard.

«-¡Oh! qué agradable calumnia», respondió éste.

  —197→  

Las señoras no podían contenerse más, con el cuento de la tarjeta, conociendo como conocían las aspiraciones vehementes al matrimonio de Manuelita Vásquez. En ese instante, por extraña coincidencia, abriose la puerta y entró precisamente Manuelita. Su hermano Javier, la acompañaba, mostrándose, aún más flaco y más alto de lo que era, dentro de su larga levita de Poole.

Hubo movimiento de espectación general entre todas las señoras, deseosas de ver la entrevista y la actitud de ambas. Calculaban que la joven estaría que trinaba con el cruel epigrama. Pero dio pruebas de profundo tacto mundano. Había entrado con paso natural mas, al divisar a la baronesa, dirigiose rectamente a ella imitando ligeramente el paso de la diplomática y le hizo un saludo de corte, parodiando, en tono satírico, los movimientos pesados de la baronesa y lo hacía de cuerpo presente y delante de la propia víctima, valiéndose de extraordinario poder de mímica y don especial de parodia. Era difícil ponerla en ridículo con finura y gracia; la joven lo había conseguido. Ambas se abrazaron, se besaron y se sonrieron, como las mejores amigas de este mundo en el cual es ley obligada la disimulación constante de los verdaderos sentimientos. Fisonomías, maneras atentas, gestos mesurados encubren los sentimientos reales, intereses que separan, odios intensos, rivalidades feroces, emulaciones de envidia, apetitos de lujo, desbordes de pasión, amores sensuales o interesados, sacrificios de amor propio, amarguras de situaciones equívocas originadas en pobrezas que nadie sospecha y en miserias increíbles y desconocidas de los maridos o de los padres. Lo principal estriba en representar la comedia del buen tono, de gran mundo,   —198→   de riqueza sin que nadie se entere del fondo efectivo, ni revuelva las borras del tonel. Y las más de las veces consiguen engañarse unos a otros, en punto a sentimientos reales, con afectos fingidos y sinceridades afectuosas de similor y amores de Chicago, casi todo falso, guardando los reales y efectivos para dejarlos caer, como una flecha, entre media docena de alabanzas. Y se crean situaciones artificiales y riquezas que no existen, para casar a las hijas, o adelantarse a sí mismos en la vida, siempre con propósitos deliberados de engaño.

Los dos salones de Olga, en ese instante, se encontraban llenos, pues tenía concurrencia más numerosa que la acostumbrada en sus días. Julia, sentándose al piano, había tocado los primeros compaces del tow-steps, el alegre baile americano. Los jóvenes, después de arrimar a la pared la mesita con porcelanas y floreros, bailaban alegremente: allí estaba Antonio Vidal, con cara afeitada al estilo americano, bailando muy tieso, y el secretario de Noruega, con peinado a lo Cleo de Merode, achatado el pelo y muy relamido, con sus actitudes de buen mozo profesional, enamorado de sí mismo, y muy arrimado, a la vez, a una viuda.

-«Preciosa fiesta, señora... preciosa...» decía a la dueña de casa que pasaba.

Entre tanto el joven Sanders, apoyado en un biombo, en rincón discreto, conversaba con Marta Liniers en voz baja. Y la charla debía ser animada, como si mutuamente se hicieran recriminaciones, pues el monóculo aquel que había salido intacto e incólume del baño involuntario del estanque de Pudahuen, en el fundo de Sandoval, casi se había caído del ojo de Sanders, en el salón de Olga. Por el tono y las actitudes   —199→   parecían de vuelta, mas nadie reparaba en ello, pues hubiera sido la más absoluta falta de discreción y de tacto mundano el darse por enterado o hacer alusiones indiscretas. Hasta pasaban a su lado, como si ellos no existieran, sin mirarlos, esas parejas ya cansadas de bailar. De ordinario, en los five-o-clock de Olga jamás se bailaba, y era escasa la concurrencia masculina.

La animación considerable en ese día, permitía exclamar, con Sanders: «Ca bat son plein...» Estaba la cosa en su punto.» Magda y Gabriela, entraban, seguras de sí mismas, despreocupadas, convencidas de que sin ellas no cabía recepción de buen tono; y así era la verdad. Leíase en su mirada segura, en el ceño altanero de Gabriela, en la cabecita levantada y la boca siempre fruncida de Magda, salvo cuando sonreía de modo expansivo y abierto para saludar con mirada húmeda o picante de sus ojos negros. Produjeron, en el salón, la impresión acostumbrada, pues daban la nota necesaria de buen gusto. Existen siempre, en la sociedad santiaguina, mujeres sin las cuales no se concibe reuniones; cuando ellas faltan, la dueña de casa parece contrariada; nótase la ausencia de algo como de sal en la comida o el azúcar en el café, esencial para el gusto. Y cuando se presentan, unas estudian en ellas, las variaciones y notas de la moda, otras ciertos detalles y anécdotas de vida social. Las recién llegadas a la vida mundana, las casadas jóvenes que se inician, solicitan el abrigo de su ala protectora y quieren realzarse hasta con los reflejos pálidos del prestigio mundano de astros autorizados por la fama y encumbrados en la vida social de los periódicos. La baronesa de Strinberg les puso el impertinente de largo mango de carey, mientras se besaban   —200→   con Olga Sánchez. Nina Oyanguren detallaba el corte, los vuelos, adornos, encajes y «entredoses» de sus vestidos, y las combinaciones de colores y las plumas, cintas y nudos de sus sombreros, quedando en aptitud de describirlos, con todos sus puntos y comas, en sus visitas a otras amigas, exactamente y con la misma perfección del «chic parisiense» y de La Mode. Al mismo tiempo, como por encanto, aparecía en la puerta el monóculo de Sanders, quien charlaba animadamente con Peñalver, empeñado en sostener su teoría favorita de que la poligamia era ley universal de la creación y el matrimonio el bluff más ingenioso, el engaño, la «estafa» más hábil hecha por las mujeres a los hombres. Por eso, él no se había casado; jamás lo blufeaban en el juego de polker.

Vanard se acercaba en ese instante a las Sandoval, saludándolas familiarmente, con su sonrisa amable, extremada en público para la «mise en scene», con el propósito hábil y calculado de realzarse a los ojos de otras mujeres que lo observaban y ante quienes, con esto, aumentaría de valor en la feria de vanidades mundanas.

Gabriela tomó asiento, en un sillón, al lado del sofacito Luis XV ocupado casi enteramente por la sólida y aventajada gordura de la baronesa. Comenzaron hablando del tiempo revuelto, y luego cambiaron cumplidos. La Ministra de Suecia elogió su buen gusto en materia de trajes; desde su llegada a Chile, habíale llamado la atención como verdadera parisiense. Tales superficialidades insulsas tenían para las mujeres importancia capital, pues, muchas veces del corte o del color de un traje podía depender la fidelidad de los maridos en el matrimonio. La extranjera sostenía y desarrollaba su tesis con vivo ingenio,   —201→   y Gabriela discutía en correcto francés. Hablaron, luego, de la Ópera. La baronesa se moría por la música de Bizet; Carmen era su ópera favorita... l'amour est enfant de Boheme... qui n'a jamais connu des lois...» ¡Cuán verdadero es eso, señora! decía a Gabriela con una de sus sonrisas extrañas y punzantes. «Hasta entre los bastidores del teatro se deslizan los picarescos hijos de Bohemia...»

Y Gabriela, junto con estas palabras, un tanto sibilinas, sentía sobre sí la mirada de la diplomática, aguda y observadora. Esto le causaba cierto malestar que no se explicaba, uno a manera de sobresalto como el que nos sobrecoge al diseñarse peligro desconocido y no remoto, alzado, de súbito.

Magda, sentada en el rincón, hacia saltar ligeramente la punta de su pie, finamente calzado, mientras escuchaba las frases insinuantes de un diplomático, más afanado todavía por sus aventuras galantes que por sus maniobras y protocolos.

El caballero, joven todavía, de barba rubia, ojos brillantes, sonrisa fina y maneras de mundano, era según el decir de un periódico, «tan elegante como el Príncipe de Sagán.» Había cruzado por el escenario político, dando pruebas de talento, aun cuando no tuviera bases de estudio sólido, en lo cual se parecía a todos los demás hombres públicos chilenos para quienes el saber es un bagaje inútil y hasta en ocasiones peligroso. Poseía, pues, como decía Vanard, la suficiente ignorancia para hablar de todo con aplomo. Además tenía condiciones brillantes de hombre de mundo, por lo cual era la política para él un simple sport sin mayor importancia y sólo valía en cuanto le procuraba distinciones o podía servirle de pedestal para otras empresas. Vividor de profesión,   —202→   entendido como nadie en materias de menú, creía, con fe ciega, en la diplomacia de trufas y champagne de la cual han sacado en ocasiones tanta fuerza y omnipotencia política algunos Presidentes. La gran flaqueza de su vida era su invencible inclinación al bello sexo, consagrada en aventuras, sino muy repetidas, a lo menos bastante extrepitosas. De sus vicios, envidiados de muchos, nacía precisamente su popularidad entre las mujeres. En esos días había comenzado a cortejar a Magda que parecía bastante satisfecha de arrastrar en su séquito a todo un Ministro Diplomático. Ya se había diseñado en la joven señora de Sanders el invencible prurito de publicidad a toda costa, de extrépito, de ruido lujoso con visos de escándalo y aspecto de flirt descarado. No sin razón, al hablar de ella, la baronesa Strinberg recordaba la frase de Voltaire a propósito de la Academia Francesa: «Dama tan discreta, apacible y moderada que nunca ha dado que hablar de sí».

El diplomático de la barba rubia, César Elduayen, sonreía jugando con sus guantes gris perla, mientras Magda, con la viveza acostumbrada y un tanto insolente, le decía: «-Mire como viene, agachando la cola... ese «perro judío» de mi marido... Quiere hacerme creer que no pololeaba con Marta Liniers... Para lo que me importa... Ahora sí que comprendo la gracia del cuento alemán. ¿Lo conoce? ¿No? pues escúchelo, y tomó el acento de un alemán que hablaba español: «¡Ja! ¡ja! ¡ja!.... Pegro Mayers tiegne amorres cong mi mujerr... y yo lo sé... ¡ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja!!!... pegro yoo tengo amogres cong la mujerg suya... y él no lo sabe... ¡ja! ¡ja!! ¡ja!!!... ¡ja!!!!...»

Gabriela pasó junto a ellos dirigiendo a su hermana   —203→   una mirada seria, cargada de reproches, estoicamente recibida por ésta. Bien sabía que el asunto, en Magda, no pasaba de flirt, pero eso la disgustaba profundamente, dentro de la rigidez de sus principios morales y la frialdad de su temperamento de linfática mal avenido con las historias de amor, con las aventuras y con los escándalos. Y para manifestar de modo claro su desaprobación, pasó junto a su hermana, sin mirarla, hasta el salón vecino, sentándose próxima al piano en el cual tocaba en ese instante Manuelita, con la maestría y el dominio absoluto de la técnica tan comunes en la sociedad santiaguina, «Les Danses du Nord», de Grieg. A su espalda quedaba un asiento, y el biombo medio las ocultaba del resto del salón. ¡Cuán melancólicamente iban despertando recuerdos y sensaciones dormidas en el alma de Gabriela!... Notas, al desgranarse, extraños acordes, iban trayendo consigo frases escuchadas en días más felices, cuando el amor le parecía eterno; entonces sus miradas se doblaban, como vencidas, bajo el peso de las húmedas miradas de Ángel, y de súbitos destellos ardientes que penetraban hasta el fondo de su alma, impregnada de sentimientos delicados, de ternuras íntimas y de tristeza melancólica. ¡Qué recuerdos aquellos!

Un crujir de enaguas de seda, cortando su ensueño, le advirtió que tras del biombo chino de flores y dragones de oro acababa de sentarse una dama. Luego llegó hasta ella otra voz de hombre, algo ronca y las contestaciones claras y metálicas de Marta Liniers, seguidas de risita frecuente en ella. Hablaban de trivialidades: «Se casa Isabel González... ¿De veras?... y con quién?... Con Elías Thomson... el matrimonio acaba de concertarse en los baños de   —204→   Cauquénes»... -«No sabía que las aguas fueran tan eficaces... para el matrimonio...» Luego silencio y cuchucheo, después del cual Gabriela oyó pronunciadas a media voz, estas palabras: «Ha sido el escándalo atroz, en el Teatro Municipal... figúrese que Ángel Heredia dio de trompones al segundo Alcalde en la sala de espera de artistas. ¡Qué barbaridad! Parece que la cosa había principiado en el camarín de la Biondi Campanelli, cuando ésta se preparaba para el segundo acto de Zazá...»

La voz de Marta Liniers pedía detalles. La voz gruesa continuaba detrás del biombo: «Pero no se haga la que viene bajando de las chacras... Marta... si todo Santiago conoce las historias de Ángel con la Biondi Campanelli. Ha gastado dinerales con ella. Le ha pagado diez y ocho mil pesos de cuentas de hotel... y joyas... ¿no se ha fijado Ud. en el collar de perlas de la Biondi en «Manon»?... ¿no lo encuentra parecido a ese que le robaron a Gabriela hace dos meses, de una manera misteriosa, y que tanto ha dado que hacer a la sección de pesquisas?»

Y la voz ronca seguía y seguía ensartando infamias, agregando detalles cada vez más precisos y abrumadores, que caían a manera de martillazos sobre la cabeza de Gabriela, inmóvil detrás del biombo, sentada en la ligera silla Luis XV, cuyo frágil respaldo crujía como si fuera a romperse. El golpe había sido feroz, y completamente inesperado. Zumbábanle los oídos con rumores de campanillas; el poder de visión la abandonaba rápidamente, mientras sudor helado y copioso le empapaba las sienes, aumentando la sensación de frío, como si fuera a desvanecerse. Manuela seguía tocando el piano, mas, al levantar la vista, lo interrumpió de súbito: acababa de ver el rostro de   —205→   Gabriela, pálido, invadido por ojeras cárdenas que se agrandaban a medida que la luz de la pupila se desvanecía... «¿Qué tienes hija? ¿Qué tienes?» Al excuchar esa voz, Gabriela tuvo extremecimientos y reaccionó sobre sí. Manuelita, rápidamente, empapó su pañuelo en agua del florero y lo puso, un segundo, sobre la frente de su prima, echándole aire con la pieza de música. «Creí, que te ibas a desmayar... ¿quieres un vaso de agua?... un poco de oporto?»

La joven no quería el agua, prefería el oporto. Lo primero habría llamado inmediatamente la atención, lo segundo pasaría desapercibido, y lo principal, para ella, era no llamar la atención, no ofrecerse en espectáculo a los demás, para que se dieran el refinado y diabólico placer de relatar su indisposición súbita, refiriéndola sabe Dios a qué motivos. Sobre su naturaleza de mujer triunfaba su instinto mundano de las conveniencias, el temor tiránico del qué dirán, el respeto instintivo de las reglas de buen tono, razón suprema y suprema ley para mujeres de su categoría. La moda, el tono, y no hay más que hablar.

Mientras bebía su copita de oporto, Gabriela ataba cabos entre la conversación que acababa de oír y las frases enigmáticas de la baronesa, claras y precisas ahora. Todo el mundo conocía el escándalo dado por su marido entre bastidores y sus amores con mujeres de teatro. El orgullo profundo de los Sandoval subía a su cabeza en ráfagas incontenibles; ahora estaba roja, enardecida, casi sofocada a la idea de que su nombre anduviera en boca de las gentes. Indignación inmensa la extremecía por entero; hubiera querido encontrarse a solas con el miserable que pisoteaba su nombre y su dignidad de mujer para escupirle la cara, para echarle puñados de lodo al rostro,   —206→   a manos llenas, con las injurias más viles para él, para los suyos, para su casa entera. Revolvería ese fango fétido con sus manos de esposa burlada, teniendo el noble orgullo de sentirse pura y limpia, muy por encima de aquel a quien despreciaba. En ese instante, por primera vez en su vida, Gabriela experimentaba la sensación agradable y positiva de ser virtuosa. Y junto con esto subía a su corazón inmensa pena, desgarramiento interior inesperado, un mar de amargura y de hieles, sintiéndose completamente sola y casi abandonada en la vida... Su madre, clavada en el lecho por una cruel enfermedad; su hermana, lanzada en la vida mundana, sin pensar en otra cosa que en divertirse y próxima a partir a Europa; su padre muerto hacía cuatro años... Y su marido, de quien la separaban ya tantas y tantas cosas alejándola cada vez más de su corazón y de su vida, cortaba uno por uno esos tenues e invisibles hilos morales de los cuales penden las felicidades del hogar, lanzándose de lleno en la vida libre y rompiendo con todo respeto humano para exhibirse, en pleno teatro, en amores con una cantante, y dándose de trompadas por ella... La indignación le volvía las fuerzas para no mostrar su flaqueza dando lugar a comentarios que, junto con su nombre, trajeran a todos los labios esa historia nauseabunda. A esto sucedía dolor agudo; hondo grito del ave herida en el ala, quejido del cordero al sentir el acero en sus entrañas; derrumbe total de todas sus esperanzas de posible reconciliación en el hogar unido y tranquilo. La pobre joven que después de tantas desinteligencias íntimas creía completamente disipado su cariño, convertidos en odio y en desprecio la admiración apasionada y el amor insensato que la llevaron al matrimonio, experimentaba sentimiento de   —207→   estupor, de sorpresa abrumada e inesplicable al sentir, en el fondo de su conciencia, como brotaban en su alma todos estos sentimientos nuevos y esta emoción extraordinaria que indudablemente poseían raíces de amor, acaso de recuerdos sensuales o sentimentales no borrados completamente, pues la mujer, aunque lo desee, no podrá jamás arrojar enteramente de sí el sello del hombre que ha querido y que ha sido su dueño. Gabriela experimentó impulsos ciegos de huir; sentía esas palpitaciones enloquecidas del corazón en el pecho que convierten la impaciencia en suplicio casi intolerable para temperamentos nerviosos. Luego, acudía a su espíritu la duda, como última tabla de salvación para el naufragio de su vida y de su nombre; no era posible que Ángel, caballero después de todo, por sus antecedentes de familia, y con nombre que respetar, se hubiera exhibido en tan horrible escándalo. Era que ella, dulce, ingenua, delicada de alma con ese su cuerpo alto y fuerte, no podía tolerar la sensación de inmensa repugnancia, de náusea intima, tan completa y tan profunda que todo lo emporcaba con su lodo fétido: era algo que tomaba fuerza y cuerpo físico en razón de su misma intensidad moral. Involuntariamente surgía el pasado, con sus recuerdos de amor, el primer ensueño, el paseo a la quebrada, las primeras palpitaciones de corazón, el beso inolvidable de la ruptura, su idilio matrimonial, lleno de promesas, los paseos solitarios con el alma henchida de felicidad tan exquisitamente dulce... haberle idolatrado con amor tan noble, tan puro y tan legítimo, para verle rodar, a los ojos de todo Santiago en aquel chiquero... Gabriela, mirando en sí, no podía perdonarse el derroche de su vida y el de su ser, ni aun lo sentido en ese propio instante para con ese hombre...

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Ese hombre era la palabra que sintetizaba la nueva situación moral creada por unas cuantas frases oídas momentos antes, por sorpresa.

Y luego sintió, en sí, la reacción completa de mujer de tono, que antes de mostrar en público sus miserias, pobrezas, o desencantos prefiere morir sin exhibiciones íntimas. Cuando Magda, advertida a media voz por Manuelita del accidente de su hermana, se apareció en el salón, encontró a Gabriela sentada al piano ejecutando, con admirable maestría, los compases brillantes de la Gavotta de Paderewsky. El Secretario de Suecia, elegante, buen mozo y a su propio entender irresistible, le murmuraba galanterías a granel -escuchadas por la joven sonriendo, con los ojos entornados, el busto echado atrás y las plumas del sombrero levemente extremecidas: estaba heroica, sin que nadie, entre los suyos, lo supiera. Minutos después abandonaba la casa en compañía de Magda que hablaba a borbotones con sus acompañantes que la siguieron hasta la puerta del cupé. Despidiose con una última sonrisa, de los jóvenes, mientras el valet de pie encendía los faroles nikelados, pues cerraba la noche. Y al sentirse rodar con el suave movimiento de las llantas de goma, entre las tinieblas que caían, se arrojo zollozando en brazos de su hermana. No le quedaba ya en el mundo más cariño... y el de sus hijos que no podían comprenderla. Era sed de ternura, ansia de amor que la sobrecogían con la destensión de sus nervios, reaccionando en libre expansión de todo su ser, comprimido por las ligaduras mundanas. Murmuró a su hermana, con palabras entrecortadas y sollozos, lo que acababa de oír junto al biombo. Y Magda, la ligera, la loca, la casquivana, se echó también a llorar, sintiendo anudada   —209→   su garganta y el corazón henchido de cariño... eran tan solas... eran las únicas hermanas... con la madre enferma, no tenían más en el mundo...

Los focos eléctricos brillaban en el paseo desierto de las Delicias, entre árboles desnudos, junto a mármoles blancos de estatuas, frente a la Universidad, y más lejos, cerca de San Francisco. El torrente de carruajes, de vuelta de la estación central de ferrocarriles, se deslizaba en masa negra y no interrumpida, con extrépito sordo, sobre el cual se destacaba el campanilleo metálico de los tranvías eléctricos.

Vanard, que salía de la casa de Olga en compañía de Polo Sánchez, se detuvo un instante, quiso cruzar la calle, mas, no pudiendo, por verla obstruida, siguió de largo su camino. Mientras encendía el cigarro puro, oyó que Sánchez le decía con mucha gana:

-«¡Cómo hiciéramos Obispo a Heredia!»

-«¿Para qué, hombre?»

-«Para besarle la esposa...»




 
 
FIN DEL PRIMER TOMO