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ArribaAbajo De la sangre vuelta vino (Notas sobre la ideología de la identidad en la primera parte de Don Quijote)

Juan Varela-Portas de Orduña



Madrid

This article uses the «Curioso impertinente», the story of Fernando and Dorotea, and the adventure of the wineskins to clarify basic questions about the concept of identity in Don Quixote, Part I. What really lies behind the words «"Yo sé quien soy” and other formulae with which characters define themselves? There is a gap between characters» statements about their identity and their unconscious beliefs about it. The article shows how this fragmented text, full of subtextual contractions, resulted from the struggle between the feudal ideology of the nobility and the newly emerging mercantile literalness.


Si algún capítulo de los que componen la primera parte de Don Quijote puede ser considerado como un desenlace narrativo, ése es, sin duda, el capítulo 36, en el que se resuelven las historias encontradas de Don Fernando y Dorotea y de Luscinda y Cardenio, y se cierra así el complejo hilo argumental que había comenzado con la entrada del caballero en Sierra Morena. A partir de entonces, la trama principal vuelve a hacerse lineal, y deja de entretejerse con las historias insertadas, al menos de manera tan estrecha como lo había hecho con las de los personajes citados. Con todo, a nuestro entender -y como intentaremos mostrar en este trabajo- la importancia de ese momento textual no es solamente argumental, sino, sobre todo, ideológica, pues en él se pone de manifiesto una complejísima y quebrada ideología de la identidad que sirve de síntoma revelador del inconsciente ideológico a partir del que se genera esta primera parte de Don Quijote. Ello nos revelará, además, cómo la «Novela del curioso impertinente», la batalla de los cueros de vino y el desenlace al que nos   —80→   referimos muestran una extremada coherencia pues, a pesar de su aparente diversidad, nos están «hablando» de lo mismo: el problema de la identidad (yo soy) y su contraparte, el problema de la realidad.

Ahora bien, para captar el sentido de las reflexiones que seguirán, es imprescindible considerar que cuando tratemos de «identidad» y de «realidad» no nos estaremos refiriendo a universales del espíritu, la conciencia o la experiencia humanos, sino a conceptos que deben entenderse, historizándolos, dentro de un entramado ideológico producido por una determinada formación socioeconómica, a partir de la cual Don Quijote se genera. En otras palabras, resulta inútil para la comprensión objetiva de la obra aplicarle las nociones de sujeto y de objeto (identidad-realidad) tal y como se entienden en el complejo empírico-idealista segregado de las diversas fases del capitalismo desde el siglo XVIII. Esta idea, que -a nuestro parecer- debería serle obvia a todo aquel que pretenda un estudio científico de la obra cervantina (un estudio que no imponga a la obra los principios ideológicos conscientes o inconscientes del propio estudioso), exige, sin embargo, alguna explicación cuando se refiere a Don Quijote, pues éste -dada su condición de «obra-fetiche»- se ha convertido en el «objeto histórico» donde gran parte del pensamiento filosófico-político español ha ido a buscar legitimidad para sus concepciones, con la inconsciente finalidad de elevarlas a la categoría de universales.

En efecto, en un artículo de 1995, escribe Anthony Close que «desde 1925, para bien y para mal, la crítica cervantina ha seguido líneas de investigación cuya orientación general ha sido fijada por Américo Castro» («Crítica» 332). Ello es consecuencia de que la mayoría de los estudios cervantinos se han generado desde una ideología idealista, de raigambre orteguiana y fenomenológica, para la cual «la mente del artista le sirve de prisma más bien que de espejo, es decir, que tiene la función de estructurar a priori la realidad en torno suyo», y por ello «emplea un lenguaje y crea formas que le son propios» («Crítica» 319). Esta versión novecentista de los a prioris y la forma trascendental kantianos, que tiene su manifestación más acusada en el tema de la realidad oscilante o de la multiplicidad de pareceres (Castro 82-91), por un lado, y, por otro, en el perspectivismo lingüístico (Spitzer 161-225)72, y que consagra la imagen-idealista e idealizada de un Cervantes «artista del perspectivismo, de la ambigüedad creadora y de las más fantásticas plurivalencias» (Márquez   —81→   Villanueva 147), constituye un proceso sistemático e intenso de imposición al texto (por supuesto, inconsciente) de los principios ideológicos básicos que generan la propia crítica. En palabras de Juan Carlos Rodríguez (267): «La crítica fenomenológica, tras la huella del positivismo más o menos romántico del siglo XIX, encontró en la obra cervantina el más ilustre y aparentemente transparente modelo de legitimación de sus categorías. Desde tal perspectiva, Don Quijote y Sancho parecían hechos 'avant la lettre' para justificar y ejemplificar la problemática kantiana: Don Quijote era el 'sujeto trascendental' o 'ideal'... y Sancho el 'sujeto empírico' o 'vulgar.' A partir de ahí todas las posibilidades se abrían: las mezclas entre ambos -la quijotización, es decir, la trascendentalización de Sancho-, las connotaciones populistas o nacionalistas, o la fusión de Don Quijote y su escudero -de ambos 'sujetos'- considerada como ejemplificación de la idea kantiano -comtiana- esto es, positivo-biologicista-de la 'Vida' misma».

Ya sea en su versión más pedestre (desde el punto de vista crítico, se entiende), la mantenida por los escritores noventayochistas, especialmente Unamuno, y por Ortega y Gasset, ya en versiones más refinadas73, estos planteamientos críticos conciben el texto cervantino como creado [sic] desde las nociones burguesas (empírico-idealistas) de sujeto -de yo- y de objeto (que para ellos son, por supuesto, universales y eternas), de modo que los temas básicos de la obra resultarían todos del choque entre estas dos categorías fundamentales: el problema de la moral subjetiva, de la ficción y la realidad, la literatura y la vida, del contraste de perspectivas y de códigos lingüísticos, el choque entre individuo y sociedad, etc. (es decir, los grandes temas de las literaturas burguesas desde el siglo XVIII).

Así, pues, si queremos reflexionar sobre la noción de identidad que se desvela en los episodios a los que nos hemos referido, y sobre el modo en que se desvela en la lógica productiva del texto, debemos situarnos fuera de esas nociones de raíz kantiana que no hacen sino confundirnos cuando nos enfrentamos a la objetividad radicalmente histórica de la obra de Cervantes.

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Porque, efectivamente, la lógica productiva objetiva del texto es muy otra, pues «desde fines del siglo XVI es ya prácticamente imposible escribir nada en España desde fuera de la normatividad organicista» (Rodríguez 268). Sin embargo, como es sabido, esta ideología sacralizada feudal venía ya sistemáticamente puesta en entredicho por el empuje de los modos de producción mercantilistas que generaban un inconsciente literalista del todo opuesto a la sacralización nobiliaria. Estamos, así, en un momento de transición en el que la lucha ideológica (y no sólo ideológica) es durísima: de un lado, un inconsciente ideológico que, aun condenado a ser arrasado por la historia, se defiende panza arriba con todas las garras bien afiladas; por otro, la nueva literalidad que impone otro inconsciente, emergente, sí, pero en esos momentos violentamente sometido. Esa situación de crudelísima lucha segrega un texto, Don Quijote, que narra, desde la norma organicista, una vida literal, desentrañando así y poniendo en evidencia esa misma norma que lo genera: «Lo que el Guzmán legitima es la posibilidad de contar una 'vida' desde el interior mismo de la asfixiante norma organicista. Cervantes se lanza por esa brecha: va a contar también una 'vida.' Pero sus diferencias con el Guzmán son a partir de aquí totales. Alemán toma como referencia el objeto animista del 'literalismo de la vida', lo acepta como un reto, como un síntoma de desorden, y lo reelabora para mostrar su falsedad y su engaño. Cervantes, por el contrario, toma ese objeto animista (tanto el 'literalismo' de la vida como su narratividad 'literal') no para elaborarlo -anulándolo- desde el organicismo, sino para hacerlo intervenir, potenciándolo al máximo, sobre (y, por tanto, contra) la problemática organicista» (Rodríguez 269). Así, pues, el choque tremebundo que se da en Don Quijote no es entre el sujeto y el objeto (el ideal, el a priori, y lo real, la experiencia), sino entre sacralización feudal y literalismo mercantil74, y en ese choque «la norma feudalizante sufre... una serie de contracturas insoportables, ante todo, por el impacto del 'literalismo' -y del 'amoralismo' en consecuencia- que se implican en la narratividad de una 'vida'» (Rodríguez 270). Así, Don Quijote se nos descubre como «una obra maestra que fija en imágenes el contraste tragicómico entre las superestructuras míticas y la realidad de las relaciones humanas» (Vilar 345)75.

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Por tanto, si alguna concepción de identidad queremos encontrar en los capítulos que nos proponemos examinar, debe surgir, de alguna manera, del modo en que se entendía el «yo» en esa norma organicista que se enfrenta a una situación socioeconómica de base ya no feudal. Permítasenos, pues, empezar repasando esa noción básica del entramado ideológico sacralizado, para ver luego cómo sufre en el texto cervantino «contracturas insoportables» que la ponen en entredicho.

Desde los trabajos clásicos de Spitzer y Maravall, sabemos que la fórmula yo soy quien soy -y su variante yo sé quién soy- encierra un complejo entramado ideológico que la hace índice de todo un modo de concebir al hombre y la vida. Por ello, el yo soy quien soy organicista (sacralizado, nobiliario) implica y conlleva los conceptos básicos de sangre, forma sustancial, apariencia semejante y desemejante, lugar natural, etc. Recordemos, como ejemplo, el pasaje en el que Segismundo afirma haber comprendido quién es:


Y aunque agora te arrepientas,
poco remedio tendrás:
sé quien soy, y no podrás,
aunque suspires y sientas,
quitarme el haber nacido
desta corona heredero;
y si me viste primero
a las prisiones rendido,
fue porque ignoré quién era.
Pero ya informado estoy
de quién soy, y sé quién soy:
un compuesto de hombre y fiera76.


Segismundo dice estas palabras una vez que ha conocido su historia y sabe que es hijo del rey. Al conocerla, resuelve las dudas que había albergado toda su vida: ya sabe por qué estuvo encerrado en la cárcel («fue porque ignoré quién era»), por qué había vivido en condiciones miserables toda su vida, hasta convertirse «en un compuesto de hombre y fiera». Así, el descubrimiento de Segismundo no radica en un autoconocimiento de tipo socrático. Lo que realmente a él le ha asombrado descubrir es simple y llanamente que es hijo de   —84→   rey, y que ese linaje que lleva en la sangre, su realeza, su distinción noble (su ser), quería ser negado impunemente. Descubre, entre horrorizado y furioso, que lo que habían hecho con él -privarle del reino que le corresponde por derecho divino- es totalmente contrario a las leyes de la naturaleza.

Así, pues, el ser al que se refiere Segismundo (y permítasenos, como punto de partida, recordar algunas obviedades), no es la «personalidad» entendida, a nuestro modo burgués, como la «esencia» de un sujeto, de un individuo «libre», sino la pertenencia a un linaje, a una sangre impuesta por la divinidad. Se da cuenta de que es príncipe, de que por sus venas corre sangre noble, pero nada más. No cuenta para él ni el carácter, ni el «interior»77. Lo único importante es el lugar natural que le ha sido dado por Dios desde su nacimiento. Es ahora, cuando sabe cuál es su lugar natural dentro del orden (del plan, del Libro) divino, y, por tanto, sabe quién es, cuando comprende por qué ha nacido y el mundo cobra sentido para él78.

El Yo soy quien soy de Don Quijote, puesto, como es «natural», en boca de personajes nobiliarios (incluido Don Quijote, quien -no se olvide, pues es (la) clave- es noble tanto en cuanto hidalgo Quijano como en cuanto caballero Don Quijote) es índice del mismo complejo ideológico que acabamos someramente de repasar. Baste recorrer, entre otros, los pasajes en los que la expresión se pone en boca de Lotario (I, 33; 387)79 o de Luscinda (I, 36; 427). O recordar cómo, cada vez que deben presentarse o «definirse», los personajes ponen como atributo esencial del ser su condición noble80. En este sentido, Don Quijote en nada difiere de otros personajes nobiliarios, como se muestra en I, 23; 261, o cada vez que se declara «soy + caballero andante»   —85→   (II, 27; 858 ó II, 32; 890) o «soy nombre caballeresco» (II, 16; 753; II, 29; 873; II, 38; 941)81. Todo este modo de entender el ser está ya completamente contenido en un famosísimo pasaje que la crítica tradicional, desde Unamuno, interpreta como una autoafirmación del ser individual, del sujeto confiado en su valor y en su misión: «Yo sé quien soy -respondió Don Quijote-, y sé que puedo llegar a ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías» (I, 5; 73).

En realidad, lo que afirma Don Quijote es que en su ser nobiliario y caballeresco están contenidas in semine todas las potencialidades, que lo que puede llegar a ser es consecuencia de lo que, desde su nacimiento y como resultado de la forma sustancial divina impresa en su sangre, es82. En otras palabras, que, aunque cada uno es hijo de sus obras, las obras son hijas de la sangre, como se aprecia cristalinamente en el «las virtudes adoban la sangre» de II, 32 (898)83.

Ahora bien, como hemos intentado explicar, el texto cervantino se construye desde la brecha abierta entre el modo de vivir el mundo de los personajes y la realidad literal que ese mundo manifiesta. Ello no ocurre solamente en el caso de Don Quijote, quien no hace más que llevar al extremo el inconsciente ideológico que todos comparten, poniendo así en evidencia su inadecuación, sino que el texto nos muestra, en muchas ocasiones, cómo por debajo de ese «ser» que los personajes creen ser, son en realidad otra cosa oscuramente percibida84.

Cuando, en el capítulo 37 de la primera parte, se resuelven las historias de Dorotea y Don Fernando y de Cardenio y Luscinda,   —86→   Sancho, «viendo que le desparecían e iban en humo las esperanzas de su ditado» (I, 37; 434), acude a Don Quijote a comunicarle dos nuevas de capital importancia. La primera, que el gigante Pandafilando se ha vuelto cuero horadado y su sangre vino tinto; la segunda, paralela a la anterior, que la princesa Micomicona se ha convertido «en una dama particular llamada Dorotea» (I, 37; 435). Ante estas noticias, Don Quijote sale al encuentro de la dama y le dice: «Estoy informado, hermosa señora, deste mi escudero que la vuestra grandeza se ha aniquilado y vuestro ser se ha deshecho, porque de reina y gran señora que solíades ser os habéis vuelto en una particular doncella» (I, 37; 436).

Nótese cómo aquí DQ concibe el ser al modo organicista: el ser de la princesa se ha deshecho porque ha pasado de reina a doncella, porque ha perdido su esencia de sangre. Sin embargo, la propia expresión anuncia la quiebra de esta perspectiva ideológica porque, como hemos visto, la condición del ser nobiliario es, precisamente, que no puede perderse. Por eso la respuesta de Dorotea es fundamental: «Quienquiera que os dijo, valeroso Caballero de la Triste figura, que yo me había mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, pues la misma que ayer fui me soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acaecimientos de buena ventura, que me han dado, la mejor que yo pudiera desearme; pero no por eso he dejado de ser la que antes» (I, 37; 437).

Lo esencial aquí es recordar que, precisamente, los acaecimientos a los que se refiere Dorotea han provocado el cambio de su clase social (algo realmente difícil de concebir para el organicismo pleno, pues suponía, justamente, el cambio de ser), de modo que mientras que la princesa Micomicona pasa, aparencialmente, de reina a doncella, Dorotea ha pasado, esencialmente, de campesina (rica y cristiana vieja, pero campesina) nada menos que a hija de un Grande de España. Por ello, cuando afirma la misma que ayer fui me soy hoy su afirmación esconde, y revela, toda una realidad literal y objetiva que los personajes -y hasta posiblemente el autor y sus lectores contemporáneos- no podían ver, siquiera concebir. Para profundizar en este hecho capital, permítasenos retroceder cuatro capítulos hasta el comienzo de la novela del «Curioso impertinente».

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Recuérdese cómo en ella Lotario, ante la impertinente proposición de su amigo, le responde que lo que le está pidiendo es, sencillamente, que les quite el ser a él, a Camila y a sí mismo: «Por cierto, antes me pides, según yo entiendo, que procure y solicite quitarte la honra y la vida, y quitármela a mí juntamente, porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro está que te quito la vida, pues el hombre sin honra peor es que un muerto; y siendo yo el instrumento, como tú quieres que lo sea, de tanto mal tuyo, ¿no vengo a quedar deshonrado y, por el mesmo consiguiente, sin vida?» (I, 33; 381)85.

Así pues, es conclusión inexcusable que, una vez consumado el adulterio, los tres personajes de la novela dejan inmediatamente de ser quienes son, o, dicho más técnicamente, que la forma sustancial, la especie divina impresa, sellada, informada en la materia sanguínea se ha recubierto de un espeso velo de desemejanza que la oculta, alejando esa forma de su origen divino natural. La sangre, entonces, se ha convertido en una apariencia cuya semejanza con la especie o intención divina queda oculta, en una signatura borrosa, deforme86. Y, sin embargo, la vida de los personajes continúa de tal modo que cabe hacerse de nuevo las dos preguntas que velaba la afirmación de Dorotea: ¿qué son ahora los personajes? ¿qué creen ser? Probablemente sean preguntas sin respuesta precisa -al menos la primera-, pero si llegamos a comprender, solamente, que las respuestas a una y otra son distintas, habremos dado un gran paso para desentrañar el espesor de la obra maestra de Cervantes.

Estas reflexiones nos introducen en el que es, a nuestro entender, el tema de la novelita insertada. Permítasenos expresarlo así: «¿Y no será que tras las apariencias sensibles no existe forma sustancial (ser) que las sustente? No, no, no puede ser». La respuesta corresponde, como se habrá barruntado, al precipitado (y un tanto desmañado y desganado) desenlace de la narración, en la que cada pecador recibe su castigo, y se reafirma narrativamente, con la muerte de los   —88→   personajes, que la honra se identifica con la vida, como había afirmado Lotario. Pensamos que este final es consecuencia necesaria de la calidad de «insertada» que tiene la novela. Pero lo que realmente permanece, lo que realmente se desarrolla en el cuento, es el desasosiego producido por la pregunta, el: «¿y no será que...?», que queda en el aire. Veamos cómo.

El error de Anselmo, la curiosidad, consiste en «desear desordenadamente el conocimiento de la verdad» (Suma de Teología de Tomás de Aquino, en adelante ST, II-II, q[uaestio] 167, a[rtículo] 1, ad 2), es decir, en un deseo perverso que afecta al apetito de conocimiento, ya que, como explica Tomás de Aquino: «Puede haber vicio también en el mismo desorden del apetito y deseo de aprender la verdad» (ST, II-II, q. 167, a. 1, sol[ución]). El propio Anselmo nos informa de que la naturaleza de su desviación es precisamente ésa: «no sé qué días a esta parte me fatiga y aprieta un deseo tan estraño y tan fuera del uso común de otros, que yo me maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño a solas, y procuro callarlo y encubrirlo de mis propios pensamientos» (I, 33; 378)87.

Ahora bien, ese deseo se agrava porque el conocimiento al que lleva no es un conocimiento positivo que intente discernir en las apariencias mundanales la especie o intención divina que las sella, para, así, salvar las apariencias y remontarse intelectualmente al mundo supralunar, sino que es un conocimiento gratuito que se detiene en lo sensible, sin ir más allá, sin saber leerlo. Ello es así porque «el vicio de la curiosidad tiene por materia el conocimiento de lo sensible» (ST, II-II, q. 167, a. 2, sed con.), por lo que la curiosidad se conoce como concupiscencia de los ojos o de la vista: «el deleite del conocimiento de todos los objetos sensibles es materia de curiosidad, y se llama concupiscencia de los ojos, porque éstos son los más importantes en el conocimiento sensitivo, por lo cual se dice que todas las cosas sensibles se ven, como dice San Agustín en X Confess.» (ST, II-II, q. 167, a. 2, ad 1). Estamos, por tanto, ante la historia de un noble que no sabe leer el mundo, que no busca la forma sustancial tras la apariencia (justo el caso contrario que DQ, noble que lleva hasta la exasperación la creencia en la existencia de la especie tras la apariencia),y que, por ello, va a terminar «arrasado por las apariencias»88. De hecho,   —89→   estamos ante una historia en la que las apariencias acaban conformando el ser, en la que, de tanto simular, los personajes acaban siendo lo que simulan ser.

Con todo, lo importante, lo definitivo de la historia, es que ésta no se presenta como una simple historia de pecado, es decir, como una simple historia de ahogamiento de la forma por la materia, del ser por la apariencia, sino que, tal y como está planteada, parece más bien la historia de la disolución del ser en la apariencia, la forma en la materia, las signaturas en la literalidad, la sangre noble y la «carne de su carne» en la sangre y la carne mozas.

Porque, ante todo, ¿de dónde proviene el error de Anselmo (y de Lotario)? Anselmo no se fía de la verdad apariencial de la signatura Camila, no parece comprender que tras esa signatura (sangre de su sangre) se esconde una forma sustancial, y ese no fiarse (no tener fe) nos muestra, no un noble pecador, sino (un noble literalista), es decir, un noble cuyo inconsciente ideológico está irremediablemente maltrecho. Porque, ¿cómo se puede concebir un noble que necesite una prueba ¡empírica, literal! del valor de su propia sangre, de la existencia de su propio ser (pues Camila, no lo olvidemos, es carne de su carne y sangre de su sangre: I, 33; 387-88)? Es lo que el cura pone de manifiesto en el comentario final: «Y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede imaginar que haya marido tan necio, que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase llevar, pero entre marido y mujer, tiene algo de imposible» (I, 35; 423).

Entre galán y dama, que no son cuerpo orgánico, no tienen el mismo ser, podría concebirse la historia, pero entre marido y mujer,   —90→   que son uno y lo mismo, no. Así, no puede asombrar que este disparate ponga en funcionamiento un imparable mecanismo de simulacros en el que ninguna apariencia esconde semejanza, forma sustancial, y en el que, como dijimos, todos los personajes nobles pierden su ser. No estamos, pues, ante una historia en la que la materia sofoca a la forma, sino ante la narración de cómo la sangre moza se manifiesta bajo la sangre noble, dejándonos con la duda de si tras esa sangre noble no se esconderá otra cosa que sangre moza, de si la honra se identificará con la vida, como todos (personajes, autor, lectores) creen, o mejor, creen creer89.

El velo lo rasga, ¡cómo no!, un criado, Leonela: «Que yo también soy de carne, y de sangre moza» (I, 34; 402). Camila es, también, como su criada, de carne y sangre moza, lo que se opone al «ésta es carne de mi carne», al «serán dos en una carne misma», al «la carne de la esposa sea una mesma con la del esposo» (I, 33; 387-88), etc., ortodoxia nobiliaria que oímos en boca de Lotario. ¿Qué es Camila -y Lotario, y Anselmo- cuando deja de ser quién es? ¿por qué sigue siendo cuando ya no hay -en su inconsciente- forma sustancial que la sustente?

El instinto de supervivencia y el deseo de seguir gozando de la carne90, es decir, el deseo de que la vida91 continúe cuando el yo soy ha desaparecido, es lo que mueve a Camila a representar la magnífica escena cumbre de la novela en la que, como se sabe, la sangre es elemento fundamental. Repárese en que, en ella, el fingido derramamiento de sangre de la dama vuelta moza no era necesario para engañar (en sentido organicista92) a Anselmo93, y que la insistencia del texto en tal derramamiento pasa, a través de la burla, a la pura   —91→   desacralización94. Para apreciar la profundidad subversiva de la escena (pura apariencia desemejante, teatro, engaño a los ojos de quien padece concupiscencia de los ojos), recuérdese que la sangre fisiológicamente llevaba el ser noble, que cuando el médico de su honra sangra a su mujer hasta la muerte no está haciendo un castigo simbólico, sino purificándola, y purificándose, efectivamente. Por eso, asombra la insondable burla de poner en boca de alguien que cree creer en la sangre, estas palabras dichas con la más consciente falsedad: «Limpia entré en poder del que el cielo me dio por mío, limpia he de salir dél; y, cuando mucho, saldré bañada en mi casta sangre y en la impura del más falso amigo que vio la amistad en el mundo» (I, 34; 409).

La burla, así, descerraja el artefacto ideológico, mostrando sus entrañas, lo que se esconde debajo del falso sacrificio: «Quise traerte a ser testigo del sacrificio que pienso hacer a la ofendida honra de mi tan honrado marido» (I, 34; 411). Sacrificio, según la doctrina, es una señal sagrada, un signo perfecto de la verdad espiritual: «Estos actos exteriores no se ofrecen a Dios porque necesite de ellos... Tan sólo se le ofrecen como símbolo [signa] de los actos interiores espirituales, que complacen por sí mismos a Dios. Por ello, dice San Agustín en X De Civ. Dei: El sacrificio visible es un sacramento, es decir, una señal sagrada [sacrum signum] del sacrificio invisible» (ST, II-II, q. 81, a. 7, ad 2). Así, el sacrum signum se nos vuelve simulatio (mendacium signum, según ST II-II, q. 111). Es algo más, tal y como lo presenta el texto, que un acto de hipocresía. La escena supone enseñar la profunda desacralización de la realidad que se está produciendo en lo hondo del inconsciente ideológico en el que viven autor, personajes y lectores, quienes ya no creen lo que creen creer. La realidad ya no se compone de sacra signa, de signaturas en las que se imprime, se informa la huella divina, y la primera sustancia que se desacraliza (que pasa de ser sustancia en sentido aristotélico-tomista a sustancia en el sentido coloquial que hoy le damos) es precisamente la sangre, la cual, no lo olvidemos, era el lugar natural donde la jerarquía celeste se encarnaba en la jerarquía social. Por ello, esta historia   —92→   en la que la sangre noble se descubre sangre moza (lo literal bajo lo sagrado), y que tiene su momento culminante en el falso sacrificio, en el falso derramamiento de sangre, no puede ser considerada una metáfora: frente a un mundo en el que la sangre fisiológicamente, sustancialmente, contenía la nobleza, el texto nos presenta un mundo en el que la sangre es medio de simulacro, apariencia sin forma sustancial que la refrende, desnuda literalidad. El texto, en su radical historicidad, resulta entonces una incisiva y completa vivisección de la apariencia sacralizada, un diseccionar la entraña de la sangre, ponerla ante el ojo literal, volverla vino.

Llegamos así a un momento en que la lógica textual de la obra (al menos de la primera parte) se manifiesta en su deslumbrante objetividad. Porque, ¿a quién puede extrañar, tras lo dicho, que después de la escena de la sangre simulada, el cuento se corte abruptamente, y asistamos, perplejos, a la escena de la sangre (sacralizada) convertida en vino (literal)?

Para comprender cómo se articula esta «aventura» en el entramado de la obra, y cómo nos abre el significado de las historias de Camila y Lotario, y, luego, de Dorotea y Don Fernando, es preciso recordar que, en esencia, el modo de ver el mundo de DQ no se distingue del modo en que creen verlo Don Fernando, Dorotea, Camila, Lotario, etc. Todos creen que la realidad se compone de signaturas, que Dios se encarna en el mundo y éste es su teofanía, que, en resumen, el vino se vuelve sangre bajo ciertas condiciones95. La única diferencia es que DQ lleva esa creencia a su extremo, la aplica a todos y cada uno de los aspectos de su vida, lo que pone de manifiesto que los otros personajes no lo hacen así, que su «vivir la vida» no es tan sacralizado como ellos creen, y que vivir la vida sacralizadamente es, incluso para ellos mismos, una locura. Como explica Juan Carlos Rodríguez (:272): «El horizonte crítico positivista de nuestro siglo (kantiano, fenomenológico, empirista, etc.), alabador o denigrador -tanto da- ha dicho: Don Quijote 've' gigantes en lo que son molinos; esto es, Don Quijote confunde su 'ideal' con la «realidad»; Don Quijote, pues, está 'loco' -sic- pero es una locura hermosa (según unos), ridícula (según otros), y así sucesivamente. Y sin embargo, tenemos profundas razones para sospechar que toda esta serie de categorías positivo-kantianas resultan atrozmente huecas e inadecuadas respecto al texto que creen describir. Pues efectivamente, no es que   —93→   para Don Quijote los molinos no sean molinos sino que son 'también' gigantes; como para el cristiano (para Calderón por ejemplo) no es que 'el Mundo' y sus apariencias no sean 'mundo' sino que son también presencia de Dios. Los molinos, pues, son 'signaturas' para Don Quijote del mismo modo que los son el ser noble o el ser rey para Calderón». Así, pues, Don Quijote no cree que el vino sea sangre, sino que el vino es vino y sangre al mismo tiempo. Pero, ¿no e seso acaso lo mismo que dicen creer también los demás? No es baladí, a nuestro entender, que sean el ventero y la ventera, de nuevo personajes no nobles, quienes insistan en la literalidad del vino y de la sangre, la cual, además, viene singularmente puesta de manifiesto por su insistencia en la necesidad de pagar el desaguisado: la sangre es vino, es decir, dinero. Ahora bien, si para todos, menos para Don Quijote y Sancho, la sangre es vino (el vino es sólo vino, o, si acaso, dinero), ¿no será que en el fondo su inconsciente ideológico está empezando a aceptar el hecho objetivo impuesto por la lógica mercantil de que la sangre es dinero y no una forma sustancial impresa por la divinidad?

Si a la luz de esta «aventura» volvemos a las palabras de Dorotea que abrieron estas reflexiones, podemos seguramente atisbar su hondura (de las palabras). Antes de ello, recordemos que la ascensión social de burgueses y campesinos enriquecidos que compran títulos y prebendas era práctica común en la objetividad histórica del momento, y que, como tal, debía filtrarse de algún modo al inconsciente ideológico colectivo y, de éste, al texto que él genera96. Porque, aunque para ese inconsciente, comprar un título, es decir, comprar el «ser», comprar la huella divina, el lugar natural, era, o debía ser, algo de todo punto incomprensible, inconcebible, nos encontramos, sin embargo, con una realidad con la que esa ideología tenía que lidiar, y desde esa lidia, desde esa lucha ideológica, es desde donde se genera todo el texto cervantino.

Ya en la descripción de su linaje se le deslizan a Dorotea (¿y a Cervantes?) palabras perturbadoras. Ante todo, que sus padres, aunque vasallos, son «tan ricos, que su riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros» (I, 28; 321).

La declaración no tiene desperdicio, y no tanto, o no sólo por la asimilación entre riqueza e hidalguía, lo cual ya es índice de lo ruinoso de todo ese edificio ideológico, sino sobre todo por el «van poco a poco adquiriendo nombre de», que tiene consecuencias   —94→   demoledoras. En primer lugar, la asunción del espacio público como aquel que confiere el ser, el lugar ya no natural, pues, sino social, y en segundo lugar, y derivado de ello, el acta de defunción de la dialéctica apariencia-forma sustancial (semejanza-desemejanza) desde el momento en que la apariencia se identifica con el espacio público y el ser con el privado (y no la apariencia con el mundo sublunar y el ser con el supralunar). Así, si el ser depende de la apariencia pública, y no la apariencia pública del ser (como veíamos en la dialéctica sangre-obras), si cualquiera puede confundir un labrador rico con un hidalgo o un caballero y darle nombre de tal (nomina non sunt consequentia rerum), entonces ya no es posible salvar las apariencias con el intelecto (precisamente lo que le pasaba a Anselmo) porque ya no hay apariencias, no es posible el desengaño porque ya no hay engaño, y absolutamente toda la lógica sacralizada, toda la norma organicista se derrumba, aunque aún no haya otra que la sustituya (aunque aún no se conciba el ser al modo burgués: un yo trascendental o un yo empírico).

Así, esta sola expresión delata lo que late en el subconsciente de la campesina, de la cristiana vieja Dorotea. Pero, en realidad, esa latente no asunción de la ideología sacralizada, esa latente aquiescencia del mundo literal, sale a la luz otras veces en su discurso. Por ejemplo, cuando achaca sus desdichas al humilde linaje de sus padres: «Deste señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo, porque quizá nace mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres» (I, 28; 321).

Sin duda, Dorotea se refiere conscientemente a que si ella hubiese sido noble, Don Fernando no hubiese osado seducirla o, de seducirla, no hubiese tenido inconveniente en casar con ella. Pero, a la luz de esa frase, no debemos olvidar que, según sus propias palabras, el pensamiento que finalmente la decide a ceder ante Don Fernando es el del posible medro social:

«Yo a esta sazón hice un breve discurso conmigo, y me dije a mí mesma: 'Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura, o ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto que en éste no dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure el cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa'».


(I, 28; 326)                


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Dorotea no se engaña acerca de las intenciones de Don Fernando y su previsible conducta posterior a la consumación, de modo que la única razón que la mueve a entregarse es el subir de humilde a grande estado. De esta manera, lo que indica el texto es que si el medro social no hubiese existido, es decir, si el mundo hubiese estado «bien» construido, si hubiese sido realmente una huella, por cuanto degradada fuera, del orden celestial, entonces Dorotea no hubiese perdido su honra, su riqueza y su lugar natural-social.

Así, como en el caso de Camila y Lotario, estamos ante algo más denso que una simple historia de desorden. O en otras palabras: esa situación social objetiva, y, acaso, la situación natural también objetiva de deseo sexual (de nuevo la sangre moza), que desencadenan la seducción, no se presentan en el texto como consecuencia de la degradación o corrupción del mundo sublunar frente al supralunar, no se entienden como una manifestación de la cada vez mayor desemejanza del mundo con su modelo divino, sino que se nos manifiestan inconscientemente en las palabras de Dorotea como la verdadera naturaleza del mundo, su auténtico ser, como se puede apreciar en dos aspectos básicos de la historia.

En primer lugar, en que no la narra un narrador ajeno a ella (una voz divina), sino Dorotea, que no es, precisamente, una pecadora arrepentida, sino alguien en quien el amoralismo, el literalismo, está actuando constante y subrepticiamente, como acabamos de ver. Lo importante, una vez más, no es sólo que el texto nos muestre la realidad como algo literal, sino que además esta idea aparece ya filtrada en el inconsciente ideológico del que los personajes son síntoma. La propia Dorotea percibe oscuramente esa nueva literalidad y -ésta es la clave- la acepta, la asume y la utiliza: no la considera corrupción, sino un nuevo orden en el que hay que sobrevivir.

En segundo lugar, en que el desenlace de la historia supone la asunción de esa literalidad, ya no por parte de una campesina, sino de todo un Grande de España. Porque, aunque el desenlace se presente en la superficie textual como una situación típicamente organicista de «victoria sobre uno mismo», es decir, de control por medio de la razón de los apetitos, o al menos así se lo quieren hacer creer a don Fernando Dorotea primero («y verá el mundo que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito», I, 36; 430), y el cura después («forzándose y venciéndose a sí mismo», I, 36; 431), en realidad, existen síntomas textuales inexcusables de que de lo que se trata, en el fondo, es de hacer aceptar a don Fernando un matrimonio mixto que le traerá no pocos inconvenientes sociales (para hacerse una idea de los cuales, véase Maravall, Poder 99-118). Para   —96→   empezar, recuérdese cómo se presenta Dorotea, sin apartar de la mente el «la misma que ayer fui me soy hoy» que luego dirá a Don Quijote: «Yo soy aquella labradora humilde a quien tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la alteza de poder llamarte tuya» (I, 36; 427).

Como dijimos, Dorotea sabe, con mayor o menor consciencia, que el meollo de su suerte está en ese enaltecerse propio que va unido al consiguiente abajarse de don Fernando (quien, por cierto, «la señal que dio de haberse rendido y entregado al buen parecer que se le había propuesto fue abajarse y abrazar a Dorotea», I, 36; 432). Por ello repite (I, 36; 430): «o si te convendrá querer levantar e igualara ti mismo a la que, etc.». Pero, sobre todo, demuestra saberlo cuando, entre apelaciones tendentes a ablandar el ánimo de Don Fernando, le endilga dos argumentos auténticamente contundentes y que constituyen, a nuestro entender, el verdadero núcleo duro de su discurso. El primero le recuerda su deber de señor hacia sus vasallos; el segundo, lo intenta convencer de que en nada sufrirá su sangre:

«Y si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con lamía, considera que pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por ese camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en las ilustres descendencias, cuanto más que la verdadera nobleza consiste en la virtud, y si esta a ti te falta negándome lo que tan justamente me debes, yo quedaré con más ventajas de noble de las que tú tienes» (I, 36; 428).

El pasaje -otro más- es explosivo. Primero, porque usa especiosamente como premisa del silogismo final el que «la verdadera nobleza consiste en la virtud» (olvidando que, como decíamos, la virtud pública proviene de la nobleza) para concluir, osadamente, «yo quedaré con más ventajas de noble que las que tú tienes». Segundo, por la afirmación de «que pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este camino» del mestizaje. Pero sobre todo, porque ante la afirmación de Dorotea hay que pensar aquello de excusatio non petita etc. Lo confirman los argumentos que luego aduce el cura, quien, al insistir en la legitimidad de la hermosura, «aunque esté en sujeto humilde», de «levantarse e igualarse a cualquier alteza, sin nota de menoscabo del que la levanta e iguala así mismo» (I, 36; 431) pone de relieve los esfuerzos del inconsciente ideológico nobiliario sacralizado por amoldarse a la contractura que lo está minando por su base.

Así, pues, y en conclusión, la resolución de la historia de Dorotea se consigue gracias al aniquilamiento (a-nihil-are) de la sangre de don   —97→   Fernando97, gracias a que ella, en la seducción de Dorotea, se volvió vino. De este modo, el paralelismo contrastivo entre el mundo hiper-sacralizado de Don Quijote y el mundo pseudosacralizado de los personajes es manifiesto: el gigante Pandafilando arrebata a la princesa Micomicona su ser, volviéndola particular doncella al expulsarla de su lugar natural, situación de desorden, de desemejanza que el caballero debe restituir a su reposo social como signatura divina derramando la sangre del gigante, que se convierte, por encantamento, en vino; del mismo modo98, don Fernando arrebata a Dorotea su honra y la expulsa de su lugar natural-social, situación que sólo se resuelve cuando don Fernando aniquila su sangre, vuelta ya vino. Ahora bien, las dos historias presentan un contraste manifiesto, en el que, precisamente, podemos atisbar, una vez más, la densa carga significativa de i. No debemos olvidar que «en realidad el texto no está escrito ni desde una perspectiva [Don Quijote] ni desde otra [realidad literal]» (Rodríguez 274), sino que se construye «exactamente en el punto de unión de ambas figuras dicotómicas» (Rodríguez 274). En otras palabras: Don Quijote no viene segregado desde un inconsciente ideológico organicista que se enfrenta a un mundo mercantil, literal, sino desde un inconsciente ideológico maltrecho, ruinoso, que muestra a cada paso -sin poderlo saber- sus contradicciones e inadecuaciones. Por eso, no es de extrañar que si la princesa Micomicona, tras la conversión de la sangre del gigante en vino, recupera su ser y regresa a su lugar natural, en contraste Dorotea, tras la aniquilación de la sangre de Don Fernando, no vuelve a su lugar natural sino que medra socialmente, no sigue siendo la que es. Por ello, la respuesta de Dorotea a Don Quijote (la misma que ayer fui me soy hoy) resulta índice privilegiado de un mundo que literalmente se nos presenta distinto de lo que los personajes creen conscientemente que es, un mundo en el que los personajes creen creer ser lo que no son, se creen sustancias cuando en realidad son vidas literales, personajes.

Hemos intentado mostrar en estas páginas cómo la noción de identidad -una de las básicas en cualquier inconsciente ideológico- se ve sometida en el texto cervantino a una serie de «violencias» y   —98→   contradicciones que muestran cómo la norma organicista que genera el texto «hace aguas» ante la emergencia de una concepción literalista -no sacralizada- del 'yo' y de la realidad, lo que provoca un desajuste entre las creencias conscientes de los personajes (y probablemente del autor) y sus creencias inconscientes. De este modo, vemos cómo la contractura de base desde la que se construye Don Quijote no se da -como quería la crítica fenomenológica- entre lo ideal y lo «real», lo subjetivo y lo objetivo, lo interior (privado) y lo exterior (público), el individuo y la sociedad, sino entre un inconsciente ideológico que está siendo arrasado por la historia y la nueva literalidad que impone otro inconsciente emergente. Y así, en la brecha ideológica que se abre en ese momento de lucha tenaz (lucha entre dos modos de producción y dos ideologías), asoma oscuramente el reino del silencio y la noche negadora, la llanura a la que miramos sin ver, que recorremos sin poder pensarla: la realidad objetiva, verdadera, que se esconde bajo los inconscientes fantasmas de la ideología que nos construyen y nos obligan: el yo bajo el yo soy, la sangre moza bajo la sangre noble, la soledad y el hastío bajo la locura, tras el deseo la vida que no podremos vivir.

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Obras citadas

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