Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

Clemencia


Fernán Caballero



[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Imprenta de C. González, 1852 y cotejada con la edición crítica de Julio Rodríguez-Luis (Madrid, Cátedra, 1982, 2ª ed.).]




ArribaAbajoCarta a mi lector de las Batuecas1

Mi muy querido lector:

Supongo que te acordarás de que me has escrito: cartas como las tuyas no las olvida el que las escribe y mucho menos el que las lee.

No me has dicho tu nombre; pero no por eso dejas de ser mi simpático amigo, pues como dice un refrán, el nombre, ni quita ni pone. Además, podría suceder que si me lo dijeses, me quedase tan adelantado como antes de saberlo, pues es dable que sea tu nombre tan desconocido como lo es el de Fernán Caballero, por lo cual ha tenido el pobrecito que sufrir el desaire de ver a las gentes empeñarse en que no es legítimo, y sí hijo de la cuna. ¡Ojalá me llamase Tostado! Este nombre al menos, aunque no muy bonito que digamos, no tendría el inconveniente de ser incompatible con la pluma. ¿Quieres creer que un escritor de los buenos, de los de fuiste, de los sonados, como decimos por acá, ha escrito a Andalucía para saber si Fernán era Fernán, o si era quizás Luis Napoleón, Kossuth o Lola Montes? Y eso que dicho escritor ha escrito con el nombre de un fraile, y Fernán ha tenido la buena fe de tenerlo por tal; y aun hoy día existe para él ese fraile, sin que por eso deje de existir además un historiador de gran mérito y nombradía. Y sábete que no ha sido él solo entre la aristocracia literaria quien se ha empeñado en que yo no soy yo: esto ha sido a punto que han llegado a aturrullarme y hacerme dudar de si existo o no. Mi cocinera, a quien ya conoces, estaba muy inquieta viéndome de continuo pasear agitado por mi gabinete, declamando en lúgubre acento el monólogo de Hamlet: To be, or not to be, that is the question.

-Señor -me decía-, el almuerzo.

-Ser o no ser, esa es la cuestión -contestaba yo.

-Señor -la comida.

-Ser o no ser...

Mi cocinera, con la gran dosis de buen sentido que la distingue, se fue a la parroquia, me trajo mi fe de bautismo y una certificación del cura, de que el sujeto que anotaba la fe de bautismo no había sido enterrado; y desde entonces me he tranquilizado, he dejado mis cavilaciones, y me he convencido de que existo para servirte, así como a todos los que me crean un autor silfo, un escritor que tiene nombre y no persona, o un eco espontáneo.

Recuérdame este singular empeño una anecdotilla, de cuya autenticidad te respondo.

Una madre rígida llevó a su hija a un baile de máscaras de convite.

-Cuidado -le dijo al entrar- que te prohíbo que bailes con ningún enmascarado.

-Señora, -observó la pobre niña-, si casi todos lo están.

-Pues el que quiera bailar contigo -repuso la madre-, deberá antes decirte su nombre.

Llegado que hubieron al baile, se apresuro una mascara a sacar a la joven a bailar.

-¿Quién sois? -preguntó ella.

-Soy un dominó: ¿qué más necesitas saber para bailar un rigodón?

-Tu nombre.

-¿A qué santo?

-Es precisa condición.

-Me llamo -dijo el dominó-, Juan Pedro Fernández.

La niña se levantó muy contenta, y bailó su rigodón con don Juan Pedro Fernández, que le era exactamente tan desconocido como el dominó.

No resisto al deseo de citar a este propósito otra anécdota, que refiere Walter Scott en el prefacio de la segunda parte de sus obras. Yo siempre leo los prefacios, querido lector, pues a veces son lo mejor de la obra.

-Había -dice-, en la feria de San Germán, un arlequín, que divertía mucho a las gentes y tenía gran popularidad. Presentábase siempre a trabajar enmascarado; un amigo suyo le aconsejó, puesto que había agradado tanto, que se quitase la máscara. Hízolo así... y perdió el partido que tenía: se desprestigió. El porqué, preguntárselo al capricho de las masas.

Esto lo cuenta el gran escritor, porque escribió mucho tiempo sin dar su nombre, sólo con el de el autor de Waverley. Y, admira las diferentes índoles de las naciones en lo que voy a hacer notar: ese grande hombre no temió compararse a un arlequín; y yo que soy enano en tierra de enanos, si me hallase en iguales circunstancias, no me compraría a un arlequín por cuanto hay en este mundo.

En tu carta me saludabas en nombre de tus amigos, y me decías que quedaban ustedes aguardando otra producción mía, añadiendo: «Cuéntanos en lisa prosa castellana lo que realmente sucede en nuestros pueblos de España, lo que piensan y hacen nuestros paisanos en las diferentes clases de nuestra sociedad». Sábete pues que este ha sido (atiende bien) el solo y único móvil que me ha hecho tomar la pluma para escribir la novela que te remito. Ya sabes que lo que escribo no son novelas de fantasía, sino una reunión de escenas de la vida real, de descripciones, de retratos y de reflexiones. Aunque no fuese el escribir así mi inspiración, mi tendencia, mi gusto y mi propósito, me haría perseverar en esta senda la autorizada, inteligente y altamente culta opinión de nuestro ilustrado crítico Don Eugenio de Ochoa, que dice:

«La novedad, la variedad, lo imprevisto y lo abundante de los acontecimientos nos parece peculiar al cuento; la novela vive esencialmente de caracteres y descripciones. ¡Cosa extraña! es de todas las composiciones literarias la que menos necesita de acción: no puede en verdad prescindir de tener alguna; pero con poca, muy poca le basta».



Lo que prueba el instruido crítico, con el Vicario de Wakefield de Goldsmith, el Jonathan Wild de Fielding, las Aguas de San Román de Walter Scott y la mayor parte de las novelas de Balzac, a lo que podemos añadir lo que dice J. A. David: «A los poetas dramáticos pertenece la acción, y a los novelistas el análisis del corazón».

No creas, querido lector, que al circunscribir los límites de mis creaciones quiera deprimir lo que escribo, y que de pura modestia intente suicidarme yo mismo con mis propias manos, como decía un amigo mío, que no era de Villamar, de Valdepaz ni de Villamaría, sino todo un ciudadano de guante amarillo y bota de charol; podríaslo creer por estar eso de suicidarse al orden del día, no por pura modestia, eso no, sino por puro quítame allá esas pajas. No quiero decir, pues, que no tengan valor y mérito el análisis y la pintura, siempre que estén bien hechos y lleven en sí el sello de la verdad.

Para lograrlo es necesario ver bien, y para ver bien es preciso entre otras cosas haber mirado mucho, como dice Alejo de Valon; y son pocos los que miran mucho lo que no les interesa ni tiene relación con ellos.

Dice Say: «La experiencia del mundo no se compone del número de cosas que se han visto, sino del número de cosas sobre que se ha reflexionado».

Por lo tanto, queridísimo lector, ten la certeza de que todo lo que digo en esta novela, es verdad: en cuanto a las cosas nuestras, no tengo que fiártelas, pues pienso que llevan su auténtica consigo; pero sí te fío todas las concernientes a los personajes extranjeros. Sírvete de certificado, aun en las más increíbles, el asegurarte yo que son ciertas; yo que amo la verdad con entusiasmo y la considero como la Musa del Parnaso cristiano, siendo la misión de esta Musa poetizar la realidad sin alterarla, como expresa con tan buen gusto y alto criterio don Eugenio de Ochoa.

Dice Custine hablando de nuestra triste, incrédula y escéptica era: «que la sola religión posible en la época, tal cual la han hecho, es la pasión de la verdad».

Lo que te expongo en esta novela es la vida de una mujer, con eventos sencillos y cuotidianos como se hallan en toda vida de mujer, y son indispensables en toda novela. Clemencia, en contraposición de Lágrimas, que es el tipo de la mujer triste, débil y abandonada, es el de la mujer lozana, alegre y feliz. Es más difícil hacerla interesante: ¡ojalá logre hacerla simpática!

Sólo quiero añadir algunas palabras auxiliares a las bondosas que dices defendiendo mi estilo de ataques que no he visto ni oído, pero que siento como se siente sin verlo ni oírlo el helado viento de Guadarrama. No hay defensa cuando no hay ataque. Dice Suard, hablando de las cartas de Madame de Sevigné:

«¿Qué es estilo? Es difícil contestar a esta pregunta. El estilo es el que conviene a la persona que escribe y a las cosas que escribe. El Cardenal D'Ossat no puede escribir como Ninon. Madame de Sevigné no puede escribir como Voltaire. ¿Cuál se debe imitar? Ninguno, si se quiere ser algo por sí. No tiene realmente estilo, sino quien tiene el de su propio carácter y el giro natural y personal de su entendimiento, modificado por los sentimientos que se tienen al escribir. ¿Quién escribe mejor? El que tiene más movilidad en la imaginación, más ligereza, chiste y originalidad en su talento, más facilidad y buen gusto en la manera de expresarse».



De lo dicho saco la siguiente consecuencia:

Si se han figurado los Eolos del Guadarrama que tu amigo Fernán es un sabio, un padre grave, un miembro de cualquier academia, un doctor de cualquier facultad, o un profesor de cualquier universidad, claro es que su estilo no será el propio ni el que le conviene; pero como tu amigo no es nada de eso, ni por el forro, se deduce lógicamente que el estilo de un sabio, de un padre grave, de un académico, de un doctor o de un profesor, no es el que conviene ni es propio a Fernán.

En cuanto al lenguaje, a los cargos que me puedan hacer los Eolos del Guadarrama, me rindo, someto y entrego con toda la humildad y con todo el rendimiento posible; pues no pienso, querido lector, imitar al centinela a quien dejó olvidado en su precipitada huida a la entrada de un puente una columna portuguesa, el cual viendo llegar al ejército español, se cuadró muy dispuesto a disputarle el paso del puente.

No, no, pues en viendo yo llegar el ejército de aristarcos, pedagogos y pedantes, reforzados con los Eolos del Guadarrama, echo a huir que no me alcanza un gamo. Bien me se ocurre hacer lo que aquel que en tiempo del imperio tiré al foro una cáscara de naranja rellena de luises, gritando: Prenez les louis et rejettez l'écorce2; pero no me atrevo, y me atengo a la máxima de mis queridas y prudentes amigas las golondrinas, que dicen al ver llegar el triste otoño y el frío invierno: ¡Huir... huir... comadre Beatriiiiz!

No me hagas cargos por mis muchas citas, cosa muy poco usada en nuestra literatura. Tráigolas porque, como no presumo de mis juicios tanto que piense que no necesitan padrinos, tengo interés y hallo gusto en buscárselos buenos y autorizados, hasta en mi comadre Beatriz.

Adiós, mi querido, benévolo y simpático lector: no soy más largo, por aquello de que lo poco basta y lo mucho cansa. En esta cartita amistosa y familiar he atado todos los cabitos que quería atar, evitando así el remontarme a un prefacio solemne como el de una misa, que no habría leído ni el fiscal de imprentas.

Recomiendo a tu benevolencia mis personajes todos, en particular a mi muy querido Don Galo Pando: y si fuese algún día por tu valle el Ministro de Hacienda, te ruego, que se lo recomiendes, en lo que harás un acto de justicia.

Adiós otra vez. Da mil expresiones de afecto a tus conmoradores del valle, y díles que el genio de la simpatía ha murmurado a mí oído alguno de sus nombres que pregona la fama. Díles a los Eolos del Guadarrama que beso sus manos. Da a mi Clemencia un lugar en tu biblioteca, y a mí uno en tu amistad, con lo que quedará bien pagado mi trabajo.

Fernán.

P. D. No siéndome posible, sin robar su genuino colorido al diálogo, eludir palabras andaluzas muy expresivas e irreemplazables, he puesto al fin de la novela una tabla en que se expresa su significado. Walter Scott tiene diálogos enteros en dialecto escocés, lo que nadie, que sepamos, ha motejado al ilustre novelista.

Valdepaz 1.º de mayo de 1852.






ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajoCapítulo I

Aux poètes dramatiques l'action, aux romanciers l'analyse du coeur.

A los poetas dramáticos pertenece la acción, y a los novelistas el análisis del corazón.


J. A. DAVID                


Pour bien voir, il faut avoir regardé beaucoup.

Para bien ver, es preciso haber mirado mucho.


ALEXIS DE VALON                


Le style vient des idées et non des mots.

El estilo nace de las ideas y no de las palabras.


BALZAC                


-No se canse usted, don Silvestre; cada casa es un mundo -decía una tarde del verano de 1844 la marquesa de Cortegana a su amigo y compadre don Silvestre Sarmiento, mientras éste sorbía paladeándola una taza de café-. Tómelo usted por arriba, tómelo usted por abajo, cada casa es un mundo, aunque usted diga que no.

-Señora, yo no digo ni que sí ni que no.

-Así es usted en todo: ¡bendito Dios que lo ha criado más fresco que una lechuga! Como si no tuviese bastante con dos hijas, ¡me manda Dios esa sobrina! Una sobrina, la cosa más inútil del mundo.

-Es una perla, Marquesa.

-Sí, una perla que es para mí lo que fue la otra para el gallo. Capaz es usted de sostenerme que es una suerte, y que he ganado a la lotería.

-Yo no sostengo nada, señora.

-Pero lo da usted a entender, que es lo mismo. ¡Así cayesen en casa de usted llovidos del techo media docena de sobrinos! Ya veríamos la cara que usted ponía.

-Señora, yo no soy rico y es claro que me apurarían.

-Ya, ¡si usted cree que con dinero se compone todo!...

-No creo eso, Marquesa; pero creo que con dinero son las cargas menos gravosas.

-¡Así pudiese yo endosarle a usted mi sobrina! esa que usted llama perla. ¡Vaya! Como si no me sobrase con las dos perlas de mis hijas para darme que hacer. ¡Perlas! Cuidados sí que son las niñas.

-¿Y por qué no la dejó usted en el convento?

-¿Con diez y seis años la había de dejar en el convento, para que toda Sevilla me quitase el pellejo, y me llamase tía tiránica? ¡Tiene usted unas cosas!...

-En efecto, tiene usted razón: ha sido acertado y ha hecho muy bien en sacarla del convento.

-¿Qué he hecho bien? ¿Eso le parece a usted? Pues no faltará a quien le parezca que he hecho mal.

La Marquesa era una mujer de cuarenta y ocho años; pero su completa falta de pretensiones y la exagerada sencillez de su traje y de sus maneras, la hacían aparecer de más edad. Había quedado viuda hacía algunos años, disfrutando de pingües rentas, las que tenía la habilidad de gastar todas, y a veces tomándolas anticipadamente, sin que nadie, ni ella misma, pudiese decir en qué. Era esto tanto más extraño, cuanto que la señora sin ser cicatera no era generosa, sin ser agarrada no era rumbosa, sin ser codiciosa no era espléndida, y sin ser ordenada no era tampoco despilfarrada. En lo demás de su carácter se hallaban iguales anomalías, puesto que sin ser malévola no hacía sino contradecir, sin tener mal carácter no hacía sino regañar, y sin ser maligna era contraria a todo. Así se ven a menudo en las gentes defectos y malas propensiones, que no son hijos del corazón ni del carácter, sino malas costumbres que no corregidas en un principio, se arraigan como plantas parásitas. Pero el gran rasgo característico de esta señora era el de vivir apurada. La Marquesa no podía vivir sin un apuro que la agitase, siendo por consiguiente la antítesis de ciertos enfermos que no pueden vivir sin una dosis de opio que los calme; con la particularidad de que en invierno una gotera, y en verano un desgarrón en la vela que cubría el patio de su casa, la impresionaban y desazonaban más que algunas calaveradas de marca mayor de su hijo el mayorazgo, o la pérdida de una cosecha. Cuando no tenía un apuro que explotar, se lo forjaba; y no sólo disfrutaba ella de su creación fantástica, sino que se incomodaba cuando los demás no la reconocían como cosa cierta y real. Pertenecía pues esta señora a la falange de Jeremías que pasan su vida quejándose en un tono llorón que les es propio, como al mochuelo su lastimero canto. Se quejan de todo: de su salud, aunque sea buena; de desgana, y comen bien; de desvelo, y duermen como marmotas: y con el mismo desconsuelo se quejan de los malos tiempos y de los mosquitos, de las contribuciones y de los portes de correo, de la muerte de personas queridas y de que alumbra mal el reverbero; se quejan hasta de las cosas favorables, a las que siempre encuentran un pero, para servir de pábulo a sus lamentaciones.

Nacían en parte los defectos de esta señora de haber sido toda su vida muy mimada, primero por sus padres, luego por su marido, que fue un bendito y le siguió la corriente, y por los amigos de éste, que hicieron lo que él: de lo que resultó que siendo la Marquesa una excelente criatura, aunque de pocos alcances, se había hecho un ente personal e insufrible.

El hermano mayor de la Marquesa había casado en Madrid, y estaba establecido allí, así como una hermana, viuda sin hijos de un hombre muy rico, alto funcionario de Ultramar, señora bastante amiga de mangonear y de intrigar, que era el tu autem de la familia.

Por parte de su marido no había conocido más pariente cercano que un cuñado, que sirvió y murió en campaña dejando a su mujer embarazada, la que poco después falleció en el parto de una niña, que recogió su tío, el difunto Marqués, que la hizo educar en un convento, a la cual ahora acababa la Marquesa de traer a su lado, como hemos visto por la conversación antecedente. También vimos que la Marquesa hizo mención de dos hijas.

La mayor, Constancia, que tenía diez y nueve años, era grave, concentrada, arisca y callada. Era alta, en extremo extremo delgada, y de constitución nerviosa. Sus facciones eran bellas y regulares, y sus ojos negros hubieran sido encantadores, a no haber en ellos algo de esquivo, duro y altanero que marcadamente rechazaba. Bien fuese por causa de su carácter, o bien por la viciosa educación que le diera su madre, o bien por algún mal estar físico o moral, ello es que en sus maneras era generalmente displicente y díscola. Su madre la calificaba de rara.

La segunda, que se llamaba Alegría y tenía diez y siete años, era un gracioso conjunto moral y físico, un fresco arbusto de recio tronco y aguzadas púas, las que encubrían vistosamente una frondosa hojarasca y seductoras flores: era morena, pálida y pequeña, pero bien proporcionada desde su diminuto pie hasta su garbosa cabeza. Sus magníficas cejas y pestañas negras como el azabache daban, cuando sonreía, a sus ojos guiñados y de un gris de ceniza una dulzura infinita, y a sus miradas tal picante, que hacían decir a sus apasionados que tenía alfileres en los ojos. No obstante, la expresión de aquellas miradas y la dulzura de aquella sonrisa ocultaban un alma vulgar, un entendimiento limitado, pero perspicaz y sutil, y un corazón ahogado en egoísmo. Calificábala su madre de buena alhaja.

Todas estas cosas en ambas hermanas estaban muy a las claras. Hay en nuestra sociedad, como en todas las humanas, bueno y malo; hay mujeres, y son las más, que son buenas, francas, que tienen mucho talento y que sellan estas cualidades con la más encantadora y más común en España, la ausencia de pretensiones. Hay medianías, y hay mujeres de mala y de perversa índole. Pero lo que no se halla, sino rara vez, es ese artificio, esa falsedad, ese admirable talento de fingir, esa hipocresía que las mujeres que no son buenas, ponen en práctica en otros países. Aquí habrá, en las mal educadas y mal inclinadas, tretas, ardides y hasta mentiras para ocultar sus manejos y sus intrigas, eso sí; pero ocultar su propio yo, eso al menos, gracias al cielo, es muy raro. Puede que ese digno orgullo, esa noble franqueza mujeril, que hace despreciar a la española el aparecer otra de lo que es, desaparezca dentro de poco con la saya y la mantilla, a fuerza de capotas y de novelas francesas, sin que tengan presente las mujeres que cada monería les quita una gracia, y cada afectación un encanto, y que de airosas y frescas flores naturales, se convierten en tiesas y alambradas flores artificiales.

En cuanto a Clemencia, la sobrina de la Marquesa, que a los diez y seis años salía del convento como una blanca mariposa de su capullo de seda, era de aquellas criaturas a las que, como al mes de mayo, regala la naturaleza con todas sus flores, toda su frescura, todo su esplendor y todos sus encantos.

De mediana estatura y perfectas formas, blanca y sonrosada como un niño inglés, su dorado cabello la cubría toda cuando estaba suelto, como un manto real de oro. Sus grandes ojos pardos tenían un señorío tan dulce y grave que parecían haber sido colocados por la nobleza en la cara de la inocencia. Su hermosa boca tenía sonrisas de ángel, como las que en la cuna tienen los niños para sus madres.

Cuando estaba en entera confianza, demostraba una gran alegría de corazón, ese magnífico y simpático don que el cielo suele repartir a sus favoritos, esto es, a los niños, a los pobres y a los sanos de corazón: resplandecía esta alegría en sus ojos como brillantes, iluminaba su sonrisa como la luz, y animaba su rostro como anima la música una fiesta. Un observador hubiera notado que su alma tierna era impresionada por la lástima y el dolor con la misma actividad y el mismo calor que demostraba en la alegría; pero la sociedad observa poco y mal lo que no se roza con ella.

Era de notar cuán distinto era el atractivo de estas tres jóvenes. Constancia atraía por su mismo desvío, por la especie de aislamiento y de misterio en que se envolvía, como la cúspide de un alto monte en nieves y nubes, rechazando con frialdad y decisión toda comunicación e intimidad. Dábase así, sin buscarlo ni desearlo, todo el valor de una dificultad, toda la superioridad de un imposible, cosas llenas de prestigio para el hombre, al que todo ensayo que se eleva a empresa, excita fuertemente.

Alegría tenía la seducción de la gracia, la incitación de la que tiene y sabe hacer uso de los medios de agradar, el aturdido desgaire de la niña alternando con el indispensable despotismo mujeril, el quiero y no quiero del capricho, lo picante de la burla, lo salado del chiste, dones todos que tan poco valen y tanto merecen, y que hacen patente cuán sabios fueron los griegos en personificar al amor en un niño ciego.

Clemencia en cambio sólo tenía el tibio encanto de la inocencia, el desapercibido mérito de la modestia, e inspiraba en la superficial sociedad el interés que desciende, como es el de los viejos hacia los niños.

En cuanto a don Silvestre Sarmiento, tenía este señor sesenta años, la barriga prominente, la nariz de loro, con iguales circunstancias, y en su rostro una colección de hoyos de viruelas de diferentes tamaños y matices. Era hermano de un rico mayorazgo de Osma, que desde cuarenta años le pasaba una módica pensión que sufragaba ampliamente sus modestas necesidades, y le había hecho la personificación del dulcísimo farniente. Nunca se le había conocido inclinación marcada alguna; ni a las bellas, ni a los caballos, ni a la caza, ni a la pesca, ni al juego, ni a los libros, ni a la chismografía, ni a la política, ni a la homeopatía, ni a la alopatía, ni al teatro, ni al ajedrez, ni a la lotería, ni aun a... los toros. Sólo a dos cosas se le conocía afección y desafección decidida: la primera era a tomar el sol, la segunda a los caminos de hierro.

Basta ya de este buen señor, que en nuestra relación como en todas partes, no hará más papel que el de comparsa.

-Vamos -dijo la Marquesa-, digo y repito que cada casa es un mundo: es preciso que se convenza usted de ello. En la mía es hoy día aciago. ¿Quiere usted creer que me escribe mi hermana de Madrid que no hay quien sujete al loco de mi hijo Gonzalo, y que se va a París? ¡A París, ese foco de corrupción!

-Como está eso de moda -repuso don Silvestre.

-¡Vaya una razón de pie de banco! Con que si se pone de moda tomar veneno, aprobará usted también que lo tome mi hijo.

-Marquesa, yo no he aprobado nada.

-Pues agregue usted a esto que mi hijo Alfonso ha salido del colegio de artillería, y quiere pasar a la brigada de montaña.

-Me parece, señora, que este es un caso de enhorabuena.

-¿Qué enhorabuena? Usted siempre contradice. ¿Y el uniforme? ¿Y el caballo? ¿Y lo peligroso del destino? En nada de eso piensa usted. Pues agregue usted a esto, que a Juan, ese necio e ingrato criado, después de estar tantos años en mi casa, le ha entrado la locura de casarse. ¿Podrá darse semejante disparate?

-Pero, señora, todo el mundo se casa.

-¿No digo que no puedo hablar una palabra sin que usted me contradiga? ¿Conque le parece a usted acertado y muy en el orden que ese ingrato estúpido me deje a mí, después de tantos años, por una muchachuela de enaguas de bayeta?

-Señora, el amor...

-¡Mire usted quién habla de amor! Usted que en su vida ha sabido lo que es. Pero no es eso lo peor -prosiguió cada vez más apurada la Marquesa-, lo peor es lo que ha sucedido esta mañana. ¡Jesús! ¡Dios mío, qué desgracia!

-¿Cuál, señora? -preguntó don Silvestre.

-Figúrese usted que un gallego, venido de los quintos infiernos, llegó esta mañana trayendo unas macetas para colocarlas en el armazón alrededor de la fuente; haciendo lo cual, dio el muy salvaje un golpe al Mercurio y le ha quebrado un ala del pie.

-Y con ella una del corazón de mi madre -observó Alegría, que aunque apartada, oyó este último gemido de su madre.

-Más quisiera -prosiguió la Marquesa, sin atender a lo que decía su hija-, que me hubiese el tal caribe roto a mí un brazo.

-¡Jesús, Marquesa! ¡Tales cosas! -dijo pausadamente don Silvestre.

-¡Tan hermoso como era mi Mercurio! -prosiguió en voz lastimera su dueña-. ¡Tan bien como hacía entre las flores! ¡Qué desgracia! ¡Sólo a mí me suceden estas cosas! ¡Qué desgracia, Dios mío!

-Cómo que no podrá volar -observó Alegría.

La Marquesa tenía efectivamente sus cinco sentidos en aquella estatua de yeso macizo, casi de tamaño natural, y en otras cuatro, más pequeñas, que representaban las cuatro estaciones del año y adornaban en verano los cuatro ángulos del gran patio de la casa.

En este momento entró una señora de edad, alta y gruesa, con paso decidido y aire imponente.

-Eufrasia -le gritó la Marquesa apenas la vio-, mujer, tú que tanto has visto y tanto sabes, ¿no me podrás decir si habrá medio de pegarle el ala a mi Mercurio?

-Madre -dijo Alegría-, dígale usted al talabartero que le haga unas correas, y se le pondrá el ala a guisa de espuela.

-Lo que yo quisiera es encontrar quien te cortase a ti las tuyas -repuso la Marquesa contemplando a su amiga que permanecía en ademán meditabundo.

-¿Nada discurres, Eufrasia? -le preguntó al fin tristemente.

-Mira -contestó ésta en campanuda voz de bajo-, conozco a un lañador tuerto, muy hábil. Si éste no te lo compone, no lo compone nadie.

-Soy de parecer -dijo Alegría-, que en lugar de al lañador, llame usted al miedo, que es el que tiene fama de poner alas en los pies.

-Pero, mujer -observó la Marquesa sin atender a su hija-, se le conocerán las lañas.

-Soy de parecer que las lañas tengan goznes para que no le impidan volar -observó Alegría.

-¡Las perlas! ¡Las perlitas! -dijo impaciente la Marquesa, dirigiéndose a don Silvestre-. ¡Caramba con ellas! Calla, insolente perla, calla; que nadie te da vela para este entierro.

-¿Para el entierro del ala de Mercurio? -preguntó Alegría.

Entretanto decía en consoladoras palabras doña Eufrasia a su amiga:

-Mujer, las lañas no desfiguran ninguna pieza. Las puedes mandar pintar de blanco, y no se conocerán; mas yo si fuese que tú, para igualar los pies, le mandaba aserrar el ala al otro pie: maldita la falta que le hacen; y te digo mi verdad, que desde que las vi me han hecho contradicción; me han parecido siempre espolones de gallo.

-Eufrasia, dices bien: perfectamente discurrido; como por ti; mejor va a quedar. Es claro que estará mejor; mientras más lo pienso, más acertado me parece tu discurso.

-Por supuesto -añadió Alegría- No sé cómo usted, que le gustan las cosas con pie de plomo, le consentía a su querido Mercurio pies alados.




ArribaAbajoCapítulo II

Diremos algunas palabras sobre la señora amiga de la Marquesa, viuda del coronel Matamoros, uno de los jefes improvisados en la guerra de la Independencia; no porque sea un personaje muy interesante, ni tampoco porque haya de servir en los cuadros que vamos bosquejando de otra cosa que de estorbo, sino porque es preciso, cuando una vez se ha sacado a un individuo a la palestra, decir quién es.

Cuando su consorte, el difunto coronel, era cabo, solía cantar dirigida a la hija de un mesonero navarro, mocetona viva, dispuesta y saludable, recia en lo físico y lo moral, la siguiente copla:


Manda al diablo los paisanos;
que te prometo, morena,
que en siendo yo coronel,
tú serás la coronela.

Y así fue; pues cuando en la guerra contra la invasión francesa llegó el bizarro cabo a mandar un regimiento de dragones, la hija del mesonero, cumplido el vaticinio, montaba a horcajadas a su lado con unos bríos y una soltura dignos de brillar en un circo ecuestre, y de ser envidiados por las amazonitas del día, que no hay potro mal domado que arredre, y que huyen y gritan al ver un ratón.

Vestía en tales excursiones, pantalones a lo mameluco, una chaqueta militar con faldoncillos, en cuyas bocamangas, lucían tres galones como tres rayos de sol. Llevaba en la cabeza una gorrita por estilo de gorra polonesa, confeccionada con una notable falta de gracia, y adornada con unas grandes plumas negras, que cuando corría se llevaba el viento hacia atrás, de suerte que parecía el humo de un vapor. Adornaba además a esta gorra una escarapela tamaña como una rueda de sandía. Los soldados al verla se entusiasmaban; la intrépida amazona tenía un partido loco con la tropa; por seguir a su coronela y a su bandera, hubieran los soldados pasado no sólo por el fuego, sino por el agua. ¡Qué arrogante moza! Esta era la calificación general, que no sin razón se le daba, y la que tanto sonó en sus oídos, que se la apropió y se identificó con ella como con su nombre de pila.

Doña Eufrasia siempre fue honrada como buena navarra, y unas cuantas sonoras bofetadas habían cimentado sólidamente su respetabilidad en los campamentos.

Cuando esta suave indirecta había sido dada a un antiguo conocido o compañero de su padre, de charretera o capona de lana, se había éste conformado mediante el conocido refrán: patada de yegua no mata caballo.

Si era el escarmentado de los que llevaban charretera de plata, habíale contestado con el caballeroso y nunca desmentido axioma: manos blancas no ofenden.

A la sazón todo había dejado de existir, la guerra, los mandos, el coronel, la guardia a la puerta, la moza; nada había quedado sino lo arrogante, de lo que resultaba conservar dicha militara su hablar recio, su tono decidido, sus maneras bruscas y su obrar expeditivo. Se creía, con sobrada impertinencia, con derecho innato a imponer su veto a todo, como la Aduana a poner su sello, y nadie se lo contestaba.

Las gentes osadas gozan en sociedad unos privilegios y primacías que hacen poco favor a los individuos que la forman, pues esto prueba que son tan fáciles en dejarse imponer, como difíciles, son en dejarse guiar, tan dóciles a la presunción desfachada como rebeldes y mal sufridos a la persuasión razonable y modesta. El vapor y la osadía son los dos motores, físico y moral, de la época.

Así era que doña Eufrasia, a quien nadie podía sufrir, se había hecho por su propia virtud un lugar en todas partes, y plantada en jarras en su puesto tomado por asalto, no había guapo que la desalojase. Si alguna vez una persona poco sufrida le daba una respuesta agria y ofensiva, se amortiguaban estos dardos sobre la doble coraza que ceñía a la amazona: eran éstas su falta de delicadeza que la hacía no sentir sus puntas, y su grosero egoísmo, sobre el que se embotaban sus filos.

Era esta señora entremetida como el ruido, curiosa como la luz, e inoportuna como un reloj descompuesto. Lo que no le decían, lo preguntaba; si a fuerza de maña se lograba evadir sus preguntas, averiguaba lo que quería saber, valiéndose para ello de los medios más chocarreros e innobles, sonsacando a los criados de las casas, entrándose por lo interior de las habitaciones, leyendo los papeles que hallaba, sin sospechar siquiera que esto fuese una villanía.

Sobre la Marquesa que era débil (y, como todos los débiles, voluntariosa y despótica con sus subordinados, cuanto sufrida y dócil con los insolentes), ejercía doña Eufrasia un dominio incontestable e incontrastable, a que se sometía la Marquesa con el placer que siente una persona religiosa en doblegar su voluntad a la de un santo director. Es cierto que en cosas caseras y económicas la Coronela, en vista de sus prácticos principios, poseía excelentes nociones; pero ahí se limitaba su saber y su aptitud, aunque ella no lo creía así, sino que sobre todo cuanto hay echaba sus fallos como una nube sus granizos.

Como todo extraño que ejerce una influencia indebida sobre las cabezas de casa, era doña Eufrasia temida y mal vista por todos los habitantes de la de la Marquesa, sobre todo por sus hijas, a las que solía proporcionar algunas filípicas de su madre, alborotándola contra ellas. Como todo el que siendo pobre, ignorante y viejo, no se pone en su lugar, a la sombra, era con razón este femenino rezago de la guerra de la Independencia un objeto de ridículo y tedio general; pero ella no lo notaba, y si se lo hubiesen dicho, no lo habría creído. Los que ciega el amor propio, son como los que ciega la oftalmía: hay entre ellos ciegos finos y amañados, a los que un delicado tacto hace disimular su ceguera; y hay otros ciegos torpemente atrevidos, que andan con denuedo y alta frente, sin detenerse ni cuidarse de tropezar y chocar con cuanto se les pone delante. A esta categoría moral pertenecía la coronela Matamoros. Hay que añadir a este retrato daguerrotipado, que vestía ridiculísimamente, aunque sin pretensiones, por que conservaba un entrañable amor a los moños ajados, a las galas marchitas, a las modas añejas y a las alhajas de poco valor, pretendiendo con usarlas darse un aire madrileño. Gastaba peluca, pero una peluca de tales dimensiones y tan toscamente confeccionada, que no dejaba duda de que hubiese hecho su dueña una buena coracera. Como no era posible legitimar aquellos pelos espúreos, doña Eufrasia se sacrificaba denodadamente en las aras de la verdad, confesando que era confeccionado aquel promontorio en calle Francos, número 5; pero añadía en seguida con profunda convicción, que había perdido prematuramente su magnífica cabellera, por haber bebido en una alcarraza en que había caído una salamanquesa. En fin, para dar el último toque a este retrato, diremos que esta señora había hecho entre las gentes cultas que frecuentaba acopio de términos escogidos, que pronunciaba y aplicaba desatinadamente. Consiguiente a las cosas referidas, en todas las casas que desfavorecía doña Eufrasia, se la miraba como un censo irredimible, como una dolencia crónica, como un sobrestante inamovible, como una penitencia obligatoria, como una mala yerba indesarraigable, como una sanguijuela indesprendible; y sin embargo se la recibía bien, tal es la indulgente tolerancia de nuestro trato.

La tolerancia llevada hasta sus últimos límites, esto es, hasta hacerse extensiva, no sólo a gentes sin educación e inferiores en la jerarquía social, sino hasta personas cuya conducta es mala o deshonrosa con escándalo, es una falta de decoro y de distinción en la sociedad española, que con copiosos y justos argumentos censuran los extranjeros distinguidos.

En cuanto a nosotros, conociendo la justicia que tienen los argumentos en que fundan su juicio, así como los grandes inconvenientes que tiene para el decoro y moralidad pública el que la sociedad abdique una prerrogativa de censura y aun de proscripción, que sería no sólo un castigo justo, pero también un freno poderoso y útil, nos guardaremos no obstante de hostilizar a la sociedad por su tolerancia: ¡así como es apática fuese benévola! -Que no se llame amiga a la persona que no sea acreedora a ello, es conveniente, delicado y prudente; pero huir de su contacto, tirarle la piedra, hágalo el arrogante que por su omnipotencia se erija en juez, desatendiendo a la de Dios que nos impone ser hermanos.

Algunas anécdotas de esta famosa hija de Marte acabarán de colocarla en su verdadera luz.

Tenía la Coronela aquella completa falta de delicadeza y susceptibilidad que deja el ánimo perfectamente tranquilo al recibir un desaire o sufrir una burla a boca de jarro, y el libre uso de todas las facultades para replicar oportunamente. Así era que sus réplicas oportunas y desvergonzadas eran temibles y tenían fama. Eran éstas una disciplina rigorosa que había sustituido a la militar, desde que por desgracia del ejército no formaba parte activa en él la veterana. Gloriábase de ello, repitiendo a menudo que no aguantaba ancas, o bien que tenía malas pulgas, o bien que no tenía pelos en la lengua, o que a ella no se le quedaba nada por decir, o que tenía tres pares de tacones, o que quien la buscaba la hallaba, o que la hija de su padre no se dejaba zapatear, coronando todas estas gracias con su frase favorita, que era asegurar que no moriría de cólico cerrado.

En una ocasión se presentó en un sarao, y bien fuese por alguna promesa de hábito de Jesús, o por su pésimo gusto en vestir, ello es que apareció uniformemente equipada de morado de pies a cabeza.

El grupo que formaban las muchachas, al verla aparecer soplada como un navío a la vela, se quedó extático.

-¡Ay! -exclamó la una-. Doña Eufrasia se ha caído en la caldera de un tintorero.

-¡Qué! No hay caldera donde quepa ese medio mundo -dijo otra.

-Será que va a salir de nazareno en la procesión del Santo entierro.

-Es en honor de las violetas, a cuyo cultivo se ha dedicado desde que no se puede dedicar al de los laureles -dijo un joven estudiante llamado Paco Guzmán.

-Más bien habrá sido al del palo de campeche -observó otra de las niñas.

-Os engañáis todos -dijo Alegría-: es que la han hecho obispo.

Doña Eufrasia, que a la sazón pasaba y había visto las risas y oído distintamente la última frase dicha por Alegría, se paró erguida, y revolviendo en sus órbitas sus redondos ojos.

-Si ello es así -dijo con su campanuda voz-, cuidado no os confirme.

Y haciendo con la abierta mano un ademán significativo prosiguió majestuosamente su marcha triunfal.

Algunos meses antes de la época en que da principio esta relación, siendo días de la Marquesa, se había reunido una numerosa concurrencia cuando entró doña Eufrasia, vestida con una especie de dulleta guarnecida toda de pieles, embuchado en un boa su moreno rostro, y llevando sobre su peluca de marca mayor una gorrita, retoño de la de marras, igualmente guarnecida de pieles.

-¡Miren! -exclamó al verla Alegría-: ¡ha resucitado Robinsón Crusoe!

-Cate usted -dijo otra-, un vestido de piel de oso forrado en lo mismo: es un regalo del emperador de Rusia.

-¡Qué! -añadió la tercera-, es un uniforme viejo de su marido, huele a pólvora francesa y está picado.

-Y ella también, ved los ojos que nos echa.

-¿A que le echo yo en cambio un requiebro? -dijo Paco Guzmán, que era un joven bien parecido, de una noble y pudiente casa de Extremadura, de muchas luces, muy vivo, muy ligero de sangre y algo aturdido, que ocupaba el primer lugar entre los apasionados de Alegría.

-Cuidado -observó ésta-, que doña Eufrasia es de las que dicen una fresca al lucero del alba, y se quedan preparadas para otra.

Pero Paco Guzmán no la atendía, porque se había acercado a la abrigada señora, y le decía:

-Mi coronela, hasta hoy no he comprendido toda la admiración y todo el efecto que puede causar la Moscovita sensible.

-Pues por mí -contestó la requebrada-, no acabo de comprender las pretensiones que tenéis vos de pertenecer a los Guzmanes Buenos, no teniendo un pelo de bueno. Bien hacen los Medina Celis, así como todo el mundo, en no reconoceros por tal.

Con esta frase de doble sentido, como una espada de dos filos, hacía doña Eufrasia alusión a las pretensiones nobiliarias de la familia de Paco Guzmán, que aunque fundadas, eran contestadas por personas que para hacerlo no tenían datos ni convicciones, y lo hacían sólo por el espíritu de hostilidad que vive y reina.

-La ventaja que nos llevan las ilustraciones modernas -contestó Paco Guzmán-, es la de tener su origen a la vista de todos, y no podérseles contestar, en particular si datan de la guerra de la pendencia.

-¿Qué se entiende? -gritó furiosa la guapa guerrillera- ¡Poner apodo a la guerra del francés, que ha admirado al mundo entero! Marquesa, te digo que las cosas que se oyen en tu casa son tan escandalosas, que no la volvería yo a pisar si no fuera por...

-El chocolate -dijo un criado presentándole una jícara de chocolate y un plato de bizcochos-, según acostumbraba hacer desde tiempo inmemorial, cuando a la noche veía entrar a la amiga de su señora.

-Juan -dijo doña Eufrasia, tomando el pocillo y mudando de repente de tono-, dile a la cocinera que ayer no estaba bastante hervido el chocolate; no son tres veces, sino cuatro o cinco las que tiene que subir, y es preciso después de hecho, dejarlo reposar; y a ti te advierto que anoche no eran los bizcochos del día; ten cuidado, no te engañe el confitero.




ArribaAbajoCapítulo III

Como hemos dicho ya que los apuros en la Marquesa eran como las dignidades eclesiásticas en las procesiones, esto es, que las menores pasaban antes que las mayores, había esta señora omitido en la enumeración de apuros que confió a su amigo don Silvestre, el mayor de ellos, del cual es preciso poner al corriente al lector, para la claridad de este relato.

Su hermana, que era madrina de Constancia, le había escrito acerca de un asunto que traía entre manos. Era este el casamiento de su sobrina y ahijada, que había contratado con el hijo de un grande de España, íntimo amigo suyo, asegurándole su herencia entera en los contratos. Este enlace le había seducido tanto más, cuanto que el novio, que llevaba el título de marqués de Valdemar, era un joven de mucho mérito, de muy buena presencia y de unos modales tanto más finos y simpáticos cuanto que distando igualmente de la arrogancia pretenciosa que del tono desdeñoso (es decir, no teniendo el afán de copiar a los franceses ni a los ingleses), eran españoles netos. Este bello tipo, lo decimos con dolor, se va haciendo raro, pues los más frecuentes, y sobre todo los que más se ponen en evidencia, son los que afectan un extranjerismo chocante, o un españolismo grotesco y chocarrero.

La Marquesa había hablado sobre este asunto a Constancia, y con asombro suyo la había hallado muy mal dispuesta para este ventajoso y brillante enlace. Esta rareza sobrepujaba a todas las de su hija Constancia, y era una de las causas de su profunda indignación contra la denominación de perlas, que daba muy gratuitamente don Silvestre a las niñas.

Verdaderamente no sabía la pobre señora qué hacer al ver que a pesar de sus reflexiones, consejos, súplicas y anatemas, estaba su hija cada día más firme y decidida en su negativa, no atreviéndose a escribírselo a su hermana por temor de incomodarla, sabiendo que era poco amiga de contradicciones, y temiendo que viéndose desatendida desheredase a su ahijada.

La Marquesa, que no tenía nada de lince, no buscaba ni veía más causa a la negativa de su hija que sus rarezas y la gran indocilidad de su carácter; pero en realidad existía otra.

Dos años antes había venido destinado a Sevilla un joven artillero, pariente de la casa, llamado Bruno de Vargas. Era éste un joven grave por carácter, y metido en sí por tempranas desgracias de familia. Cuando llegó tenía veinte y tres años, y Constancia diez y siete, y desde entonces se amaron.

Como en el carácter de ambos había la fuerza, la energía y la pasión de una edad menos tierna, resultó arraigarse en sus corazones ese amor español firme y profundo, menos efervescente quizás que los no meridionales, pero que no cambia, no desmaya, no se distrae; tan arraigado, que llega a tener el arrastre de una dulce costumbre, tan entero y exclusivo, que basta para llenar una existencia, así como un solo corazón basta para llenar un pecho.

La absoluta imposibilidad que existía en el enlace del joven subalterno y la hija de la marquesa de Cortegana, les había llevado a ocultar profundamente sus amores, por no verlos combatidos. Contaban con el tiempo, que tanto hace y deshace para allanar dificultades; con su constancia para vencerlas, y con la esperanza, para vivir entre tanto tranquilos y contentos. La esperanza no siempre tiene palabra de Rey, pero sí tiene siempre consuelos de madre.

Asistía Bruno de Vargas como uno de tantos a la tertulia de la Marquesa, sin que nunca hubiese mediado entre ellos más coloquio que éste:

-Tía, a los pies de usted.

-Adiós, Bruno; me alegro de verte.

En cuanto a Alegría, la risueña niña no había fijado aún su corazón, que guardaba como un sultán su pañuelo, dudando aún a quién favorecería con él. Entretanto recibía incienso como tributo debido, sin que éste ofuscase su vida ni le impidiese distinguir y calificar las manos que se lo ofrecían.

Aunque nada le había dicho su madre sobre el proyectado enlace de su hermana, como esta señora no sabía disimular, y menos que nada su mal humor, lo había comprendido todo al notar las conferencias secretas de ambas, y oír en seguida a su madre hacer a todos un brillante elogio del recomendado de su hermana, el marqués de Valdemar, que había de llegar en breve, y echar a renglón seguido las más furibundas indirectas a Constancia, anatematizando a las niñas caprichosas, rebeldes y voluntariosas, raras y díscolas, que no atendían a los consejos de sus madres, y solían hacer en su Juventud disparates que les pesaban después toda su vida.

-¡Buena tonta es mi hermana -pensaba Alegría-, de perder semejante suerte! y ¡eso por ese cena a oscuras de Bruno, que es por cierto un novio a pedir de boca! Bien dice el refrán, que no es la fortuna para quien la busca, sino para aquél a quien se viene a las manos.

Cuando Clemencia vino a casa de su tía, como su belleza era tan notable, tuvo una brillante acogida. Una voz general se levantó para celebrarla; por ocho días no se habló en Sevilla sino de la hermosura y candor de la monjita de Cortegana; en fin, fue uno de esos gritos unánimes y espontáneos de admiración que arranca la verdad casi por sorpresa a un mundo, para el que la alabanza es como la limosna del avaro, escasa y dada de mala gana.

En cambio, la acogida que recibió en casa de su tía fue poco cordial. Pero en la primera edad, si no está la naturaleza viciada, hay tan pocas pretensiones, y el alegre y bondoso carácter de la inocente niña era tan opuesto a ser exigente, que lejos de notar esta falta de cordialidad, no hubo en su corazón sino gratitud y contento.

Poco a poco y como se filtra una gota de agua por un ladrillo, fue como cayeron a manera de gotas de hiel en el corazón de Clemencia, las muestras de indiferencia, de desvío y hasta de desdén que fue recibiendo.

Singular es la influencia que ejerce en nuestro sentir la luz en que se ponen las cosas y las personas; singular es, repetimos, la independencia de ideas, que pasa en el trato casi a contradicción con las ajenas, y la subordinación de impresiones, que llega casi hasta el propio anonadamiento.

Hemos observado bastante el mundo, y siempre hemos visto esta poderosa influencia, aun en el seno de las familias; y añadiremos que es esto a tal punto cierto y general, que sólo la fuerza de la reflexión y el poder del convencimiento al ver la injusticia saltar a los ojos, nos han impedido a veces, ya en bien, ya en mal, ceder a este irresistible impulso, a este general contagio.

Así fue que a pesar del entusiasmo con que fue acogida aquella encantadora aparición, aquella sonriente rosa, aquella azucena que abría su puro cáliz y despedía sus fragancias sin saber ni el cómo ni el porqué, esta radiante imagen pasó a segundo término, se deslustró, se empañó cual si sobre ella se hubiese corrido un velo. Bastó que Constancia murmurase con aspereza: «¡Cosas de Clemencia!», bastó que alguna infantil sencillez, hija de su falta de trato, escapase de sus inocentes labios y llamase sobre los de Alegría una sonrisa burlona; bastó que su tía le dijese alguna vez con impaciencia: «Calla, hija, por Dios, calla», para dar ese impulso de baja que la sociedad se apresuró a seguir, repitiendo cuando se hablaba de ella: ¿Clemencia? sí, bonita es; es una infeliz, ni pincha ni corta.

¡Cuán verdad es que sólo somos en la sociedad lo que nos quieren hacer!

La pobre niña, humillada y rechazada, lloró y dudó de sí: ¡triste privilegio de las almas superiores! No trató de combatir, sino que por un impulso de bondad y un instinto de dignidad se apresuró a colocarse de motu propio en el lugar en que conoció que querían colocarla, para evitar que la empujasen a él. Todos los lugares eran buenos para la modesta niña, siempre que en ellos no alcanzasen a herirla.

¡Cuántas veces en -el mundo se ve un brillante, inapreciado por la injusticia y la malevolencia, entre tanto que se engarza en oro y se ostenta un mal pedazo de vidrio! ¡Cuántas violetas florecen y mueren a la sombra!

¡Triste justicia humana, cuya balanza se inclina al soplo ligero del albedrío, al impertinente fallo de la pedante medianía y al venenoso tiro de la envidia!

Clemencia se convenció de que aquel primer entusiasmo que había inspirado, había sido una benévola bienvenida en obsequio a su tía, y que cada cosa había vuelto a su lugar.

Si hay algo que enternezca profundamente, es el ver sufrir injusticias, no con resignación y paciencia, sino sin graduarlas de tales; es el ver la humildad que ignora su mérito, y la bondad que quita a los abrojos sus espinas, esto es, a los procederes hostiles sus malas causas.

Si alguna vez un desabrimiento o una dureza la hacían llorar, bastaba una palabra o una mirada benévola para consolarla, secar sus lágrimas y traer la sonrisa a sus labios. Esto lo hallaba a veces en su tía, que a pesar de su displicente carácter, era en el fondo bondadosa, y al ver llorar a su sobrina, el día que estaba de mal humor se impacientaba; pero el día que lo estaba de bueno, le daba lástima, y entonces le dirigía la palabra con agrado, o la obsequiaba con algún regalito, lo que hacía rebosar de gratitud el corazón de aquella niña, porque la gratitud en los corazones sanos y generosos es como el saltadero de agua, que sólo necesita una rendija para brotar puro y vivaz.

Pocos días después de la escena que dejamos referida en el primer capítulo, estaba un día a la prima noche la Marquesa más apurada y displicente que nunca. Ya había echado varios trepes a las niñas, guardando Constancia un frío y obstinado silencio, contestando Alegría con atrevida falta de respeto, y vertiendo lágrimas Clemencia, cuando entró con paso firme su gigantesca amiga doña Eufrasia, que todas las noches iba allá a tomar el chocolate y a hacerle la partida de tresillo.

-¿Ya estás hipando, mujer? -dijo al entrar, en tono de reconvención-. ¿Qué tenemos ahora?

-¡Qué he de tener! Un hijo loco, derrochador, que me espeta hoy una letra de París de treinta mil reales.

-Tú tienes la culpa: ¿por qué le pagas las trampas? Mientras más le pagues más hará; el derrochar es como la sed de la hipocresía; mientras más se bebe, más sed se tiene.

-Tengo -prosiguió la Marquesa-, las hijas más mal criadas, indóciles y desobedientes...

-Tú tienes la culpa, pues no sabes mantener la disciplina en tu casa.

-Esa Constancia que es la más díscola, la más indómita...

-Con pan y agua se ponen más suaves que guantes las rebeldes.

-Calla, mujer: si tiene diez y nueve años -observó la Marquesa.

-Pan y agua son manjares de todas edades -repuso la fiera militara.

-Tengo -prosiguió la Marquesa-, a esa Alegría, que no piensa mas que en divertirse: todo el día me ha estado moliendo para que la llevase a paseo. ¡Para paseos estaba yo!

-No accedas, bien hecho: las niñas recogidas; que el buen paño en el arca se vende.

-El buen paño en el arca se pica -replicó con aire desvergonzado Alegría.

-Calla, cuelli-sacada -le dijo su madre-, ¡Ay, Eufrasia! Tengo... tengo una sobrina llorona; por todo llora. ¿Me querrás decir, Clemencia, compotita de manzana, por qué estás llorando?

-Tía -repuso Clemencia enjugándose los ojos-, porque me habéis dicho que callo y no tomo cartas en vuestros altercados con mis primas, por no daros la razón; y no es por eso, sino porque pienso que no debo meterme en eso, pues mis primas se enfadarían; y también porque os aseguro, señora, que no sé qué decir.

-Pues aprende de doña Eufrasia -le dijo al paño Alegría-, que como dice la copla, bien podrá no tener nunca mucho que contar, pero sí tiene siempre mucho que decir.

-No se hace caso de las lágrimas de las niñas: ese es el modo de que no vuelvan a llorar esas Magdalenitas de mírame y no me toques.

-Y lo peor de todo es -prosiguió la Marquesa-, que Juana me se va; no parece sino que le picó la mosca; no hay quien lo detenga.

-Ya eso lo sabía yo -repuso doña Eufrasia-, que efectivamente sabía cuanto pasaba en las casas que visitaba, sobre todo lo perteneciente a la esfera inferior.

-¿Tú? ¿Y cómo?

-Porque la novia fue a casa de la jefa, donde sirve una hermana suya, para que se empeñara con su señora a fin de que a Juan le dieran una serenía.

-¿Y la obtuvo?

-Inmediatamente.

-A Juan, que es dormilón -dijo riéndose Alegría-, le sucederá lo que a aquel otro sereno amigo de su comodidad, que dormía toda la noche muy descansado en su cama, con sólo el cuidado de abrir de cuando en cuando la ventana, sacar la gaita y cantar la hora.

-Pero no te apures, Marquesa -dijo doña Eufrasia-; yo te tengo un criado pintiparado.

-¿De veras, mujer? -exclamó la Marquesa- ¡Cuánto lo celebraría! El ramo de criados está perdido. ¿Es de tu confianza? ¿Me respondes de él?

-Respondo -contestó doña Eufrasia-, bajando su voz a los -más profundos abismos de su robusta entonación.

-¿Lo conoces?

-¿Si lo conozco? Veinte años lo he tenido de asistente. Es un criado como hay pocos, y está hecho a mis mañas.

Esto de estar hecho a las mañas de doña Eufrasia, aterró a las muchachas; pero satisfizo grandemente a la Marquesa, la que no obstante siguió preguntando:

-¿Bebe?

-Agua.

-¿Es enamorado?

-No mira más cara de mujer que la de Isabel II.

-¿Es fiel?

-Como el sello.

-¿Tiene buen genio?

-Es un tórtolo.

-¿Fuma?

-En la vida de Dios.

-¿Es aseado?

-Como el oro.

-¿Y entiende?

-De todo.

-Vamos -dijo consolada la Marquesa-, esta es una suerte que Dios me depara en medio de mis aflicciones. ¡Ay Eufrasia! siempre te apareces como tabla de salvación en mis mayores apuros.




ArribaAbajoCapítulo IV

-Señora -dijo a la mañana siguiente el ama de llaves-, ahí está el criado que envía la señora doña Eufrasia.

-Bien, dile que entre -contestó la Marquesa.

A poco entró la más extraña figura que darse puede. Era una rara muestra de lo que es la expresión a los rostros y el continente a las personas; pues siendo el que se presentó un hombre sin deformidad alguna, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, con facciones regulares, buenos ojos y buena dentadura, nadie podía mirarlo sin reírse, menos aquellos que tienen la desgracia de no reírse nunca. Estaba basta, pero aseadamente vestido, sólo que los pantalones eran demasiado cortos, y en cambio los zapatos demasiado largos; la chaqueta era demasiado angosta, y el corbatín negro de charol demasiado ancho, lo que le obligaba a levantar la cara con inusitada arrogancia.

Su cabello, todo llamado a un lado y perfectamente alisado con clara de huevo, parecía un gorro de hule.

Pasaba su movible semblante repentinamente de la expresión más alegre y vivaracha, de la sonrisa más desparramada y satisfecha, a la seriedad más grave e imponente; así como su persona pasaba instantáneamente de la más activa petulancia a la más estricta inmovilidad, poniéndose entonces en la posición correcta de un soldado ante su jefe, juntando los pies, pegando los brazos a lo largo de los costados y fijando sus ojos sin pestañear al frente.

Entró dicho sujeto, saludó y dijo con la más graciosa sonrisa y la más marcada pronunciación gallega.

-Dios dé buenos días a usía y a la compañía.

La Marquesa estaba sola.

-Adiós, hombre. ¿Tú eres el que vienes?...

-De parte de la señora Coronela, sí, señora usía.

Tiene la señora Coronela hoy un dolor de agua mal bebida y desmayos en los pies.

-Lo siento. ¿Y cómo te llamas?

-José Fungueira para servir a Dios, a usía y a la compañía; pero mis amos siempre me han llamado Pepino.

-¿Y de qué tierra eres?

-Gallego de Galicia, más acá de Vigo, pasada la puente de San Payo y Pontevedra, antes de llegar a Caldas, a mano derecha, se tira para la ría...

-Bien: ¿estuviste mucho tiempo con la Coronela?

-Perdí la cuenta, usía: entré allá mocito de diez y nueve años; y estaba tan blanquito y coloradito que parecía un pero.

-¿Y sabes servir?

-Señora usía, ¿no he de saber? Las casas me las bebo yo como vasos de agua.

-¿Y puedes asistir bien a la mesa?

-¡Vaya! no me gana el repostero del obispo.

-Pero ¿sabes limpiar a la perfección la plata, el cristal y los cuchillos? ¿Eres prolijo en el aseo?

-Señora, yo lavo el agua.

-Es que yo soy muy extremada en este punto.

-Más lo soy yo, usía, que de tanto frotar dejé en casa de mi amo los cuchillos sin mango, hasta que tuvo que decirme el Coronel: Pepino, animal, más vale maña que fuerza.

-Ten entendido que no tolero amoríos en mi casa. Si siquiera miras a la cara a una de las mozas, te despido acto continuo.

-¡Las mujeres! Malditas de Dios, más cansadas que ranos. No las puedo ver, exceptuando lo presente, se entiende.

-Cuidado con el traguito; te advierto que no quiero criado que beba.

-Señora, yo no lo pruebo, no estoy tan mal con mis cuartos.

-Tampoco has de oler a tabaco; cuidado con eso. Si fumas, que sea en la calle, porque mis hijas no pueden sufrir el olor a tabaco, con particularidad el del malo que tú fumarás.

-Señora, no fumo, no gasto en eso mis cuartos.

-Lo primerito que te encargo -añadió la Marquesa-, es el mayor cuidado y las mayores consideraciones con el Mercurio que está en el patio. ¿Lo has visto?

-No he visto a su mercé, usía. ¿Es de la casa?

-Por supuesto: ¿había de ser de fuera? Le quitarás el polvo con un plumero.

-¿Con un plumero? ¿No sería mejor con un cepillo, usía?

-No, que podrás dañarle.

-Vamos, tendrá su mercé dolor de osos (huesos).

-Si lloviese, o vieses aparato de lluvia...

-Le llevo un paraguas; bien está, usía.

-No, hombre, ¡qué disparate! lo tomas en brazos con muchísimo cuidado, y lo pones bajo techado.

-¿En brazos? ¡Pues qué! ¿no sabe andar?

-¿Cómo ha de andar una estatua de yeso, hombre?

-¡Ya! ¿De yeso? Ya estoy. Aquel angelote es un Mercurio; cuidin que era un muñeco. Pierda cuidado usía; que he de mirar por él como por mi propio hijo, y como si fuera de carne y hueso como yo y usía.

-Muy bien, eso me place, que tomes interés por las cosas. Doy cuatro duros de salario. Ve si te acomoda.

-Señora, en la casa que estaba ganaba dos.

-Puedes venir desde mañana.

-No faltaré, usía; antes faltará el sol.

-Pues adiós.

-Que usía se conserve.

-Es una alhaja -pensó la Marquesa.

-¡Cuatro duriños! Hice un viaje a las Indias -pensó el ex-asistente de doña Eufrasia-; y se separaron muy satisfechos el uno del otro.

Al día siguiente, poco antes de la hora de la comida, decía Alegría a don Silvestre, que los jueves, semanalmente, les acompañaba a la mesa:

-Madre ha tomado un criado, que sólo su merced es capaz de apreciar. Es un desdoro para una casa tener en ella semejante facha grotesca, un gaznápiro igual. Pero a madre le entró por el ojo como un abejorro, porque lo recomendó doña Eufrasia que dice -Alegría se puso a remedar la voz de bajo de la Coronela para añadir- es muy hombre de bien; como si bastase ser hombre de bien para saber servir, y como si la recomendación de esa sargenta mayor fuese una patente. ¿Qué entenderá ese documento de archivo de lugar, del buen servicio de una casa? ¡Vea usted! ¡qué ha de saber de finura la que llama a los helados alelados, a los pigmeos pirineos y a los misterios ministerios, y que saluda diciendo: ¡Dios guarde a usted!

-Calla, calla, pizpireta -exclamó la Marquesa-. ¿Qué se entiende hablar así de una señora como doña Eufrasia, una mujer tan virtuosa, tan para todo, y que tanto sabe? Le digo a usted, don Silvestre, que es una suerte en medio de mis desgracias, que me se haya proporcionado este criado, que es honrado, no es enamorado, ni bebedor, ni fumador. Dice Eufrasia que sirve a la perfección y asiste al pensamiento, y que es un criado como hay pocos.

-Bueno es el juez y el fallo mejor -dijo Alegría.

-Pues sí que lo son, deslenguada; pero hoy día quieren cacarear los pollos más recio que los gallos, y las pollitas saber más que las gallinas: ¡Así anda ello! Quiero mejor en mi casa un hombre de bien, aun dado caso que estuviese torpe al principio, que no un tunantillo listo, que además de servir, sepa otras tracamundanas.

En este momento entró Andrea, el ama de llaves.

-Señora -dijo-, ¿no ha mandado usía que se traigan merengues para postres?

-Sí, ¡qué majaderías! ¿A qué viene eso?

-Es que no los quiere traer el mozo.

-¿Que no? ¿Por qué?

-Porque dice que nunca ha oído nombrar semejante cosa, que es un chasco que le queremos dar, mandándolo por una cosa que no encuentre, y que no es la primera vez que en las casas en que ha estado le han hecho esa jugarreta.

-Dile que venga acá -dijo gravemente la Marquesa.

De allí a un rato, apareció el fámulo a paso de ataque, alta la frente, gracias al corbatín de charol, y se cuadré en su posición; pero tan cerca en extremo de su señora, que ésta, que se había propuesto dispensarle todas sus desmañas, e irle enseñando, le dijo:

-Más lejos, hombre; cuando se te llame, te quedas a la puerta aguardando órdenes.

Pepino dio media vuelta a la derecha y se plantó en su posición a un lado de la puerta; pero no sin haberle dado al volverse un talonazo que hizo retemblar todos los cristales en sus compartimentos.

-Ten entendido -le dijo la Marquesa-, que tienes que traer cuanto te pida Andrea, y que no tenga que volvértelo a decir. Ahora ve y trae los merengues.

Pepino dio media vuelta a la izquierda y desapareció a paso redoblado.

-¿Lo ve usted? -dijo Alegría, que a duras penas había estado conteniendo la risa-, ve usted, don Silvestre ¡qué zopenco, qué gaznápiro! Mangoneando ha estado en la antecocina, habiendo roto un vaso y derramado el aceite de un reverbero. Andrea ha querido enseñarle cómo se hacen las cosas; pero él dice que todo lo sabe; que el que ha estado veinte años en casa de la coronela Matamoros, puede enseñar, y no tiene que aprender, y que en dos por tres se bebe una casa.

-Nadie nace enseñado -repuso la Marquesa-, y vuelvo a decirte que más quiero a éste que a un pillastre con frac; y ¡cuidado cómo te ríes delante de él! que aturrullas al pobre hombre.

De ahí a un corto rato, se volvieron a, oír las zancajadas del diligente fámulo, que entró con su más radiante sonrisa y sus más contoneados movimientos.

Traía en la mano un bulto liado en papel de estraza.

-Ahí tiene usía -dijo presentándoselo a la Marquesa.

-A mí no me los des -dijo ésta-; llévalos al comedor y ponlos bien puestos en un plato de los de postres.

-¡Qué mal olor! -exclamó Alegría- ¡Jesús! ¿Qué trae ese hombre que ha inficionado todo el cuarto? ¿Qué es eso? a ver...

Pepino se volvió, y dijo entreabriendo el papel:

-Son los arenques, señorita. Véalos su mercé.

-Vete, corre, tira eso -exclamó Alegría-, soltando la risa, y dile a Andrea que venga a sahumar.

-¡Qué torpe! ¡qué ganso! -dijo con acritud Constancia.

-¿Pues no me lo mandaron traer? -repuso Pepino con dignidad ofendida.

-Vete, lárgate, desaparece con tus arenques -gritó Alegría.

Pepino, asustado con el grito de Alegría, dio una vuelta tan brusca que todos los arenques cayeron al suelo.

A poco fueron a comer.

La mesa presentaba un extraño espectáculo. Las servilletas dobladas con arte chaclueco formaban mitras, torres de chuchurumbel y obeliscos egipcios. Cada vaso estaba colocado respetuosamente en un cubillo de botella, y éstas habían quedado en humilde contacto con el mantel.

En cada sitio designado a una persona había media docena de cubiertos, no sabemos si con el fin de que luciese toda la plata, o si por evitarse la molestia de remudar los que hubiesen servido.

La Marquesa, que se había propuesto hacer de su protegido un lucido discípulo, tuvo la paciencia de colocar cada cosa en su lugar con las debidas explicaciones.

-¡Ya, ya! -decía Pepino-, cada casa tiene sus usos.

Apenas se había acabado de servir la sopa, cuando Pepino, con su acostumbrada disposición y viveza, levantó ligera y airosamente la sopera, y colocó en su lugar la ensalada.

Alegría soltó el trapo a reír.

-Esto no se puede tolerar -murmuró Constancia.

Su madre les echó una mirada severa.

-Quita la ensaladera -dijo con admirable paciencia a su discípulo-, y en su lugar pon el frito. ¡Qué mala carne! -observó ésta después de un rato, al partir la de la olla.

-Pues la pedí de regidor -dijo Pepino-; pero los carniceros son unos ladros.

-Calla -mandó la Marquesa.

Pepino se revistió de su seriedad y se puso en su posición.

El primer plato de que se componía el segundo servicio era un pollo asado.

-¡Ah! -exclamó al colocarlo en medio de la mesa el nuevo criado-, con la cara más alegre y animada que nunca: ¡qué hermoso gallo para comerlo entre tres amigos, y dos durmiendo!

-Calla -volvió a decir la Marquesa-: coloca el pollo delante del señor don Silvestre, y no vuelvas a meter tu cucharada en nada.

-Señora -exclamó el interpelado, pasando repentinamente de su aire jovial a su aire digno-, no he metido en nada mi cucharada; yo sé vivir; desde que almorcé no he probado bocado.

-Lo que se te advierte -repuso impaciente su ama-, es que no hables; enmudece y no te estés ahí parado. Trae lo demás; ¿a qué aguardas?

-A que acaben sus mercedes de comer el pollo, -contestó el inteligente mozo de comedor.

-Anda, hombre, y haz lo que se te manda -advirtió con renovada paciencia su señora y directora.

Pepino volvió en seguida con otra fuente que contenía corbina guisada.

-¿Dónde coloco esta corbeta? -preguntó.

Alegría prorrumpió en carcajadas.

-Ese hombre no sabe ni hablar -dijo ásperamente Constancia.

-¿Que no sé hablar! -repuso con su aire más majestuoso Pepino-. Señorita, otra cosa no sabré, pero lo que es hablar, lo aprendí desde que nací.

Omitiremos los incidentes del mismo género de los referidos que acaecieron en los postres, y pasaremos con la Marquesa y demás a la sala donde iban a tomar café. Apenas se hubieron sentado, cuando entró Pepino trayendo la batea, con la cabeza tan erguida y tan quebrado de cintura, que no parecía sino que traía una corona y un cetro que ofrecer a su señora.

Colocóla sobre la mesa, preparándose con soltura a servirlo, medio llenando en un abrir y cerrar de ojos las tazas de azúcar.

-Vete, Pepino -dijo la Marquesa-; el servir el café no es de tu incumbencia.

-Yo no quiero que sus mercedes se incomoden -respondió el obsequioso mozo-, agarrando con denuedo la cafetera.

Constancia se la arrebató antes que la fusión del líquido y del azúcar hubiesen producido el almíbar de café que de ella debía necesariamente resultar.

Algún tiempo después vio confirmadas la Marquesa las esperanzas que había puesto en la fidelidad y moralidad del ex-asistente de doña Eufrasia, puesto que en una entrevista particular y confidencial que tuvieron, descubrió con escándalo y dolor: primero, que la cocinera fumaba; segundo, que la mujer de cuerpo de casa se bebía el vino; tercero, que la costurera se llevaba de noche varios comestibles a su casa; cuarto, que la doncella tenía un novio que le hablaba por la reja; y quinto, que Andrea sabía y hacía la vista larga a todas estas infamias.

-¡No puede ser! -exclamó horripilada la Marquesa al oír tan funestas revelaciones.

-Pues no lo crea usía -repuso con toda su dignidad el fiel servidor, sentido de que su señora dudase de su veracidad- No lo crea usía; a bien que no es voto de castidad.

Pepino quería decir artículo de fe.

Con esto hubo una de San Quintín en la casa. Llovieron sobre Pepino como saetas las miradas malévolas, y fue el blanco de las indirectas más punzantes. Pepino, envalentonado con la creciente protección de su señora, todo lo miró con el frío desdén que una pared maestra recibe los pelotazos de niños dañinos.

Pero algún tiempo después tuvo la Marquesa el dolor de ver a su favorito venir a servir el almuerzo en un doloroso estado. Cojeaba y estaba medio derrengado; uno de sus ojos yacía oculto en una prominente hinchazón, del fondo de la cual salía su triste mirada como un rayito de luna por una rendija.

La noche antes, al ir a llevar una carta al correo, manos invisibles por la oscuridad le habían apaleado a su sabor, diciéndole que era por la primera; que a la segunda se le cortaría la lengua.

La Marquesa, compadecida, exclamó que así perseguía siempre en este mundo el vicio a la virtud, y dio a su virtuosa policía secreta cuatro duros por vía de indemnización de los percances del oficio.

Al percibir la moneda de oro, el mencionado triste rayito de luna se trocó en un brillante rayito de sol.




ArribaAbajoCapítulo V

Constancia no tenía más que una amiga y una confidenta, y esta era Andrea, que había sido su ama.

-¡Válgame, Dios, hija! -le decía ésta una mañana en que solas se hallaban en el cuarto de Constancia-: ¿es posible que des esta pesadumbre a tu madre, que desperdicies tan buena suerte como se te brinda, todo por haberte encariñado a tontas y a locas? Como que te parecía todo el monte orégano. Bien te lo avisé; pero los consejos son como los muertos: no se conoce lo que valen hasta que pasa su tiempo. Recuerda cuántas veces te dije: Ese muchacho, muy bueno será, no digo que no; pero con él no puedes pensar en casarte.

-¿Y quién piensa en casarse? -repuso ásperamente Constancia.

-¿Quién piensa en casarse? ¡Mire usted que cuajo! ¡Toma! Todas las mujeres que no tienen otro guiso, a menos que no se quieran meter monjas.

-Ahí es donde vas errada, ama; que las hay que no piensan ni en lo uno ni en lo otro.

-Pues entonces deja de querer a Bruno, que consentido estará en otra cosa.

-Como tal cosa me vuelvas a decir -exclamó Constancia-, te creo más enemiga mía que mi madre, mi tía y mi hermana.

-¡Jesús! ¡qué extremosa eres! -repuso Andrea-. ¿No quieres que vea con dolor una cosa que no lleva camino, ni puede tener buen fin? Considera que te quedas sin la herencia de tu tía.

-¡Mire qué espantajo! ¡Valiente cosa me supone a mí mi tía ni su herencia! Herencia con condiciones, que se la guarde. ¿Para qué quiero yo ese dinero? ¿para dorar mi desgracia? No, ama, no; quiero ser feliz a mi gusto y sentir, y lo seré sin herencia, sin grandeza y sin títulos: goce de esas decantadas felicidades quien las aprecie y desee. Yo sólo una felicidad aprecio y deseo; y si llego a lograrla, aunque sea en mi vejez, daré por bien empleada mi juventud en esperarla. Así entiende, ama, para que no me exasperes más de lo que lo estoy, alistándote con las otras para atormentarme, que sólo a un hombre amaré en mi vida; que me arrancarán el corazón antes que lo olvide, y que no me casaré con otro, aunque de no hacerlo tuviese que pedir un pedazo de pan de puerta en puerta.

-La vida es larga, hija mía -suspiró Andrea.

-Eso mismo digo yo -repuso con vehemencia Constancia-; y no se casa una por un día ni dos, sino para morir con la cadena al cuello. Así, déjame en paz, y no te unas tú también a los demás para amargarme la vida.

Aquella misma mañana decía la Marquesa a su confidente don Silvestre.

-¡Jesús! hoy llega el Marqués, y yo no sé dónde dar de cabeza. ¡Mi hermana que está tan consentida en esta boda, y tan ajena de lo que pasa! ¡Qué niña! ¡Qué terca y qué sobre sí! Ya tiene tres pares de tacones. ¿Qué dirá el Marqués cuando se halle con ese erizo manzanero? Se volverá a Madrid muy ofendido, y con razón.

-Pero, señora -repuso pausadamente don Silvestre-, ¿por qué no previno usted este caso, escribiéndole con tiempo a su hermana?

-¿Prever? ¿Quién había de prever esto, a no ser profeta, o un anteojo de larga vista como es usted? Siempre gradué que la oposición de esa niña nacía de las rarezas y premiosidades de su genio díscolo: pero ¿había de caberme en la cabeza que sólo por ir contra mi voluntad y por ostentación de independencia rehusase una mujer de diez y nueve años a un hombre cumplido en todo, una posición brillante, despreciase una grandeza y la pingüe herencia de su tía?

-Marquesa, esto resulta de juzgar nosotros por nuestro sentir el sentir ajeno.

-Como que la sana razón no puede concebir los caprichos y dislates de la sinrazón.

-Es que la sana razón debe saber que no todos la tienen.

-Pero ¿no habría modo de forzar a esa terca alucinada a desistir de su manía y a ceder a la razón?

-Ninguno, Marquesa; y si lo hubiese, no aconsejaría yo adoptarlo.

-¿Y por qué?

-Porque la autoridad paterna tiene sus límites; porque tomaría usted sobre sí una inmensa responsabilidad.

-Palabrotas, palabrotas. Cuando pasa la edad de los caprichos, todas las felicidades se parecen, y tienen unas mismas condiciones y unos mismos cimientos.

-Si eso se comprendiese a los diez y ocho años, no habría juventud, Marquesa.

-A todo halla usted un apodo altisonante, don Silvestre: a las locuras, el de juventud; a las niñas, el de perlas. No parece sino que está usted siempre leyendo versos o novelas, usted que en su vida abre un libro, y hace usted muy bien, eso es otra cosa. Yo, que llamo al pan pan y al vino vino, le digo que a mí sola, y sólo a mí, suceden estas cosas; sólo yo tengo hijas por el estilo de las mías. ¿Qué haré? No me queda más que escribir a mi hermana y contarle lo que pasa, para que avise el medio de dar un corte a esto, y disponga lo que se ha de hacer.

-Suspéndalo usted por ahora, señora. ¿Quién sabe si el Marqués, puesto que es un hombre de tanto mérito, tendrá más influencia sobre Constancia que no la voluntad que manda y los consejos que apremian?

-Dice usted bien una vez en su vida, don Silvestre: es muy probable que sobre esa niña díscola y rebelde, pueda más un buen mozo que una buena madre. Le aseguro a usted que el día que se case esa perlita, le mando a decir a san Antonio una misa cantada, y siete rezadas a santa Rita.

A poco se presentó el Marqués, con el que estuvo el ama de la casa, tanto más agasajadora, cuanto que quedó prendada de él: cosa que sucedía generalmente a cuantas personas lo trataban, aun sin desearlo por yerno. Pero por más recados que durante la visita mandó la Marquesa a su hija Constancia, ya por Clemencia, ya por Andrea, ésta no permitió presentarse, excusándose con que tenía jaqueca.

Alegría trató de indemnizar al recomendado de su tía, explayando todas sus gracias, y mostrándose la más amable y festiva. Entretuvo e hizo reír a Valdemar con la pintura burlesca de la sociedad de Sevilla y de cuantas personas la componían.

Entretanto Clemencia, silenciosamente sentada cerca de una ventana, continuaba haciendo su labor, que era un pañuelo de manos con guardilla primorosamente calada, para su tía.

Apenas paró en ella la atención el Marqués.

-¿Que te ha parecido el madrileñito? -le preguntó Alegría cuando se hubo éste despedido.

-Muy buen mozo -contestó Clemencia.

-Pues hija, a mí me choca -repuso Alegría desdeñosamente-: es tieso como un pitaco, tiene movimientos de minuet, es redicho, y no suelta la risa sino a duras penas. Lo que es la grandeza no le luce sino en los zapatos de charol, que son de extensas dimensiones, como diría el Heraldo para decir largos.

-¡Ay! -exclamó sorprendida Clemencia-: ¿tú reparas en los zapatos de los hombres?

-Por lo visto, reparas tú más en la cara, ya que has hallado al Marqués tan buen mozo -dijo con burla Alegría.

-¡Pues ya se ve! -contestó sencillamente Clemencia-; la cara es la que se mira.

-¡Vea usted la monjita, lo que le gusta mirar a la cara a los hombres! Pues, hija mía, en mi vida miro yo una cara que a mí no me haya mirado.

-Si yo hiciese otro tanto, pocas caras tendría que mirar -dijo la pobre niña.

-Así pondrías toda tu atención en la hermosa fisonomía de tu apasionado don Galo -repuso su prima-; pues ése te mira bastante, con lente y sin lente, alegre y melancólicamente, con ojos guiñados y con ojos abiertos, de soslayo y de frente, con disimulo y sin él.

-Es su manera; lo hace de puro obsequioso que es -contestó Clemencia- Lo mismo hace contigo.

-¿Conmigo? -dijo Alegría con aire despreciativo-; no, no: sabe ese correveydile, ese tertuliano general y ambulante, que están las uvas de esta parra verdes para sus dedos manchados de tinta de oficina.

-No sólo están verdes, sino agrias. ¡Pobre don Galo! -dijo Clemencia.

Antes de proseguir, es necesario dar a conocer al lector el nuevo personaje que se acaba de mencionar (si es que no lo conoce, pues todo el mundo conoce a don Galo), porque en lo sucesivo va a ocupar un lugar privilegiado en los cuadros que iremos bosquejando.




ArribaAbajoCapítulo VI

Era este sujeto un empleado, madrileño antiguo castizo y, por lo tanto, si bien podía carecer de la tiesa y desdeñosa afectación que muchos llaman buen tono hoy día, tenía una urbanidad y cortesía profundamente arraigadas, que jamás por jamás se desmentían; tenía esa benevolencia y aprecio para los demás que es la base del buen trato, tan celebrado y con razón en los madrileños genuinos.

Era este caballero muy amigo de la sociedad y de alternar con todo el mundo, lo que prueba un amable carácter, buenas inclinaciones y mejores costumbres. Era bien visto en todas partes, y a las señoras les había dado por protegerlo y tratarlo con una extrema confianza: llegaba a tanto su modestia, que agradecía sobre manera esta confianza, que hablaba mucho en favor de su moralidad, pero poco en favor de sus seducciones. Don Galo Pando, así era su gracia, no sabía ni griego ni latín; pero sabía otra porción de cosas de uso más frecuente, como era jugar a la perfección todos los juegos de sociedad, los nombres de todas las óperas modernas y piezas nuevas, el día del mes, el santo del día, las horas en que salía el vapor y aquéllas en que llegaba el correo.

Tenía don Galo una ilusión extraordinaria por todas las palabras modernas: lamentable y deplorable le sonaban como música de Rossini. El debut y le buffet tenían para él un exquisito perfume de elegancia; en cuanto al séale la tierra ligera, cuando lo veía se entusiasmaba. Hablaba don Galo bien de todo el mundo, no por estudio ni afectación, sino por sentir lo que decía, porque era de la secta de los hombres benévolos, secta que se va perdiendo. Ponía a la sociedad en buen lugar, poniendo a los que la formaban en buena luz; respetaba profundamente todas las opiniones, mirándolo todo bajo un bello prisma sui generis, por el que aparecían las rosas sin espinas, y las víboras sin veneno. En suma, era don Galo una momia del siglo de oro, resucitada por medio del elixir de vida que inventó Balzac.

Vestía el susodicho, por lo regular, un frac azul claro, con grandes botones dorados; un chaleco blanco, que abría por arriba como una alcachofa, para lucir en la pechera de su camisa un alfiler cuyos brillantes estaban medio dormidos, y un cordón de pelo del que pendía un lente de plata metido en el bolsillo del chaleco. Suspiraba ruidosamente don Galo cada vez que miraba el cordón de pelo desde tiempo inmemorial: eso no quitaba que suspirase también por una porción de jóvenes; pero con tan comedidos deseos y cortas exigencias, que quedaba completamente satisfecho, cuando al negarle una hermosa una contradanza y ponerse a bailar en seguida con otro, dejaba su abanico en su honrada custodia. En cuanto a su cabeza...

Díjose en una época calamitosa: ¡Los dioses se van! Ahora en una ídem, ídem, diremos: ¡Los cabellos se van! ¿Por qué será que en este siglo de las luces hay tantos calvos y tantos cortos de vista? Los cortos de vista, se comprende que lo sean, por lo que deslumbra tanto resplandor como dan las dichas luces; ¿pero el cabello? ¿qué tiene que ver con las luces? A esto dicen los dueños de ingratos cabellos, que la emancipación de éstos es debida a la actividad, a la fuerza, al vigor del pensamiento que le roba el suyo al pelo. Así es, por lo visto, que el pensamiento que fecunda tantas cosas, parece que tiene el mal tino de secar las raíces del cabello, a cuya sombra se cría: esta es una mala partida que no pueden disculpar sus admiradores los más frenéticos.

El siglo XIX, que no es el siglo de oro, por más que se empeñen en que lo sea California, Cabet y Granada, es en cambio el siglo de las ideas; lo que es muy preferible, aunque no sea de nuestra opinión el ministro de Hacienda. Lo que tiene es que hay tal abundancia, que es una vía láctea de ideas luminosas; son un enjambre zumbón, como los que halló el famoso viajero Humboldt de mosquitos en los ríos de América; en cambio han acabado con los cabellos: los Absalones y Sansones quedan en la categoría de especies perdidas o razas agotadas, como los centauros y las sirenas.

Se ha tratado de contrarrestar esta funesta propensión del cabello a desertar, y para ello se han puesto en juego los medios más incongruentes. Hase acudido a las moscas, que se han frito bárbaramente en aceite; y cien moscas sacrificadas no han producido la más leve estabilidad en estos prófugos. Igual ineficacia desairada ha cabido en suerte al rey de los desiertos de África y a la fiera de las selvas del Norte, que han prestado su contingente para mantener la disciplina en este ejército a la desbandada; ni leones ni osos, ni moscas fritas lo detienen: en cambio han impregnado las moscas los cascos de negras ideas, los leones y los osos de fieros y belicosos pensamientos (y cate usted el origen del triste estado en que se ve Europa); pero nada han podido sobre el cabello, tan decidido a alejarse de su suelo volcánico, que sólo podría sujetarle un áncora de navío aplicada a cada uno. ¿Qué hacer en este conflicto? En época en que cada cual de por sí quiere un voto particular en cada materia, los votos se han dividido. Los unos, filósofos, la mente puesta en Sócrates; los otros, cristianos, pensando en San Pedro, se conformaron con su triste suerte; los poetas formaron una comparsa de sacerdotes de Diana. Otros con coquetería vulgar y falta de expediente, aplicando al caso la parábola de que los últimos serían los primeros, acudieron a los que vegetaban humildes en la nuca, que subieron de categoría viniendo a adornar la mollera, ya retenidos unos con otros por un cabo de seda, ya pegados sobre el cráneo con goma. Los más refinados acudieron a un término medio, es decir, al tupé, bisoñé o casquete, en cuya confección imitó el arte tan bien a la naturaleza, que al ver y al oír a los tales refinados, nos quedamos tan inciertos de si brotan o no los cabellos de sus cráneos, como de si brotan o no sus palabras de sus corazones. Otros desgraciados, con una gran plaza de armas y sin un solo soldado para cubrirla, ni débil quinto ni cano veterano, han tenido que recurrir a la... a la... ¡Válganos Dios! ¡que la elegancia moderna, que tantas palabras altisonantes ha plagiado para reemplazar las antiguas, no haya puesto alguna para esta necesidad! ¿Cómo decir la archivulgar palabra de pe...? El resto es un estado de Italia, lo diremos así en cifra. Este objeto, cuyo nombre técnico se rehúsa a estampar nuestra pluma, ¿no podría llamarse restaurador de los estragos del pensamiento, o bien asociación de reemplazantes?

Don Galo, sujeto a los contratiempos de la época, había visto desmoronarse el edificio de su peinado. Un inglés, conocido suyo, le había dicho en aquella ocasión que los remedios debían ser enérgicos para hacer el efecto deseado; que las moscas, leones, osos, etc., eran lenitivos, y que debía acudir a la mosca cantárida, desleída en algún espíritu fuerte; que era éste un remedio no sólo conservador, sino restaurador. Don Galo se apresuró a seguir el consejo; pero séase que el remedio en sí no tuviese el debido efecto sino sobre un cráneo inglés, o que don Galo con su deseo de lucir una cabellera de segunda edición corregida y aumentada, exagerase las dosis del medicamento, ello es que la mañana siguiente a la noche en que se lo administró, amaneció en una disposición, que parado ante su espejo, atónito y estupefacto, se estuvo un cuarto de hora sin poder darse cuenta de si lo que tenía sobre sus hombros era una cabeza humana o bien una calabaza. Convencido de su desgracia, se metió en la cama, dijo que tenía un cólico; exclamó que los ingleses se habían empeñado en que a los españoles no les luciese el pelo; mandó venir a un peluquero; y mandóle hacer cuatro pelucas, que llevó desde aquella catástrofe alternativamente. La primera era de pelo muy corto; seguíala otra de pelo algo más largo, la que era reemplazada con una de pelo mucho más largo aún, acabando con la cuarta, que era de descomunales greñas. Entonces no cesaba de repetir que su pelo estaba muy crecido, y que al día siguiente se vería precisado a llamar al peluquero; esto duraba hasta presentarse con la peluca de pelo corto. En estas ocasiones venía indefectiblemente provisto de caramelos de goma, de pastillas de malvavisco y palitos de orozuz que ofrecía a las señoras, asegurando que estaba muy resfriado, merced a la peladura.

Tocante a la edad de don Galo, fue, es y quedará un problema. Cuando vinieron los franceses el año 23, decían de él: Monsieur Gaálo Paandà est un fort aimable ci-devant ieune homme. Lo que quiere decir: «Don Galo Pando es un ex-joven muy amable». En 1844, cuando empieza esta narración, decía la marquesa de Cortegana a sus hijas: «Para nada se necesitan esos bailoteos; la lotería es diversión de todas edades; y si no, ahí está Pando, que es un hombre mozo y le divierte mucho». Efectivamente, en veinte años nada había variado don Galo: pasaban alternativamente sobre su cabeza las estaciones, y a imitación de éstas sus pelucas, sin quitarle ni ponerle, sin que adelantase o atrasase: en compensación, pasaban igualmente los gobiernos, el monárquico, el progresista y el moderado, lo mismo que los años, lo mismo que sus pelucas, sin atrasarlo ni adelantarlo en su carrera. Siete mil reales de sueldo que disfrutaba, eran número fijo, lo mismo que los días de la semana, nunca uno más, nunca uno menos. Con esto tenía don Galo el corazón como una breva: y no se tome en sentido ridículo esta comparación, porque la breva además de parecida en la forma a un corazón, es blanda, dulce, suave, y no encierra en sí ni hueso ni película; esto es, ni dureza ni retrechería. Ahora es de notar que la amalgama del corazón tierno, de la cabeza calva y del bolsillo vacío, es una reunión heterogénea, es tener el corazón crucificado, como el Señor, entre dos pésimos perillanes. Así era que estos crueles tiranos forzaban a don Galo a un celibato que le era antipático. A veces miraba tristemente el pésimo y estrecho catre en que dormía en la casa de pupilos, en la que por siete reales diarios disfrutaba de las incomodidades de la vida; y al ver aquel espaldar que se redondeaba por cima de su cabeza como una cola de pavo furioso; al ver aquellas cuatro perinolas tan empingorotadas y esbeltas que ni un figurín de moda; aquella desnudez que ostentaba con cinismo y que no cubrían ni la más sencilla colgadura, ni el más simple pabellón, ni el más leve mosquitero, cuando se acostaba sobre aquellos colchones que parecían de pelote, y entre aquellas sábanas que no parecían de holán; cuándo se tapaba con aquella colcha catalana genuina (cuyo dibujo representaba el nacional espectáculo de una corrida de toros, en grandes dimensiones, en términos que en el centro había un grupo, en el que un toro de buen año cebaba sus iras en un caballo caído, combinándose todo de manera que cuando don Galo estaba acostado en su cama, parecía el picador debajo del caído caballo); cuando, decíamos, don Galo miraba tristemente este árido y mezquino aparato de solterón, exclamaba: -¡Potro eres!, potro de tormento, cama de hospital, parodia del blando lecho, triste y pobre antípoda del rico y dulce tálamo conyugal.

La necesidad e inclinación a gustos y a cariños domésticos, que no podía satisfacer por su propia cuenta, hacía que don Galo se interesase vivamente y casi se identificase con los de sus amigos. Así era que llevaba la alta y baja de todas las cosas en casa de aquéllos, mediante la gran confianza que por sus atenciones y buenas prendas se le dispensaba en todas partes. Conocía a todos los niños, y sufría sus majaderías como Job las de sus amigos; conocía a todos los criados, y disculpaba sus faltas con los amos. Como tenía buena memoria, y lo que es mejor que memoria, ponía una atención entera y sostenida en las cosas, era en las familias una especie de agenda o prontuario, al que se acudía para tener datos ciertos de lo que se quería saber; por consiguiente, se veía acribillado a preguntas las más heterogéneas, a las que contestaba con gusto, con acierto y a satisfacción del preguntante. Eran las preguntas de este tenor:

-Don Galo, ¿no fue a los cinco meses cuando echó mi niño los primeros dientes?-Sí, a los cinco meses y seis días: fue el día de San Andrés. -Don Galo, ¿a qué hora llega el vapor? -Don Galo, ¿cuándo murió el arzobispo? -Pando, ¿quién predica mañana en la Catedral? -Don Galo, ¿a cuántos estamos hoy? -Pando, ¿quién obsequia a la viudita? -Don Galo, ¿qué dan esta noche?- Pando, ¿está contenta la Condesa con su nueva cocinera?



Indice Siguiente