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ArribaAbajoCapítulo VII

A casa de la Marquesa concurrían bastantes gentes, de noche, para formar propiamente una tertulia, voz que define el Diccionario de este modo: junta de amigos y familiares para conversación y otras diversiones honestas.

Entre estas diversiones honestas estaba introducida, y la Marquesa tenía en gran estima, una respetable lotería, que la dicha señora consideraba como salvaguardia austera para impedir los cuchicheos, y como una sustituta ajuiciada de la estrepitosa Terpsícore: -los ternos le parecían muy preferibles a los avant deux; los ambos a los de ligeras piernas, y los números a las cabriolas.

La lotería era para la Marquesa la virtud en cartones, la cartilla de la decencia; aquella cajita colorada y modesta que, venida de Nuremberg, traía su perfume alemán de costumbres sencillas y decentes, había cautivado para siempre el corazón de la Marquesa. Cual otro Czar de Rusia, había sabido anonadar esta señora cuantas conspiraciones habían hecho sus hijas contra su honesto y querido juego, y el privado seguía en su no desmentido favor con la autócrata, la que mientras veía que presidían la mesa, que rodeaba la alegre juventud, el maestro Pino, que así se denominaba el número uno, el abuelo, así se denominaba el noventa, y que hacía su servicio la patrulla, así se denominaba el cinco, por constar de cuatro hombres y un cabo, se entregaba con espíritu tranquilo y corazón sosegado a los goces de su tresillo.

La tertulia era ya bastante numerosa aquella noche, y cosa extraña y no vista, habían dado las nueve, y el exactísimo don Galo Pando no había hecho aún su aparición.

Don Galo era una necesidad en la tertulia de la Marquesa, porque era el complemento de la lotería, encargado como estaba de sacar los números; cargo que ejercía con una equidad, gracia y perseverancia admirables. Triste y desanimada se veía, pues, aquella gran mesa, cubierta de la bayeta verde en que se decidían los destinos de los ambos y de los ternos, con la falta de su presidente.

La Marquesa jugaba al tresillo, y con asombro de don Silvestre hacía renuncio sobre renuncio, distraída por el chapalateo de un intempestivo aguacero de verano. «¡Qué apuro! -murmuraba entre dientes-. La vela... El Marqués, que prometió venir, y aún no ha venido... ¡Jesús! ¡Las estatuas! Capaz es ese Pepino de no haberlas recogido... ¿Si se habrá ofendido el Marqués con Constancia?... Las macetas...».

Alegría estaba rodeada de unos cuantos jóvenes, entre los que se distinguía Paco Guzmán por su buena figura y genio festivo.

-Agua por San Juan -le dijo Alegría-, tiene fama de quitar vino y no dar pan.

-Novios hay que son para las muchachas lo que el agua por San Juan.

Esta sentencia echó la robusta voz de doña Eufrasia, como una bomba, en medio de la alegre reunión de jóvenes, yendo particularmente dirigida contra Paco Guzmán, a quien conservaba una rencorosa ojeriza desde la profanadora voz de pendencia, de que se había valido para designar la guerra contra el francés.

En este momento todas las cabezas se volvieron hacia la puerta, al ver entrar a Pepino que traía en brazos con el mayor cariño, abrazándola por sus desalados pies, la estatua que servía de adorno a la fuente del patio.

-Señora -preguntó-, ¿adónde meto el Mercurio?

-Hombre -contestó la Marquesa de mal humor, y sin participar de la hilaridad general que causó la aparición de aquel nuevo Eneas-, ponlo en un ángulo del corredor, y otra vez infórmate de Andrea de semejantes pormenores.

Pepino, algo sentido de la ingratitud de su señora, dio una vuelta brusca y con él el Mercurio, y se dirigió apresuradamente hacia la puerta, quedándose prendida y arrancada un ala de la cabeza de aquél en el fleco de la sobrepuerta, de la que quedó colgando perpendicularmente como un dormido murciélago.

La Marquesa se quedó fría de dolor y muda de indignación.

-No vi alas más desgraciadas que las de ese pobre Mercurio -exclamó riendo Alegría-. Esta nueva catástrofe es una conspiración de los desposeídos pies contra la emplumada cabeza.

-Y cate usted una demostración de la democracia -observó Paco Guzmán.

-Y ¿dónde pongo los otros Mercurios? -gritó Pepino desde la antesala, aludiendo a las estatuas de las cuatro estaciones.

-Eufrasia, hija -le dijo en un aparte la Marquesa-; hazme el favor de ir a cuidar de eso, porque las flojas de mis hijas, sin consideración por mí ni por las estatuas, no se moverán ni darán un paso para cuidar de ellas, ni tampoco Andrea que está de esquina con el pobre mozo.

Constancia, más metida en sí que nunca, estaba algo retirada hablando con una amiga suya, y de vez en cuando echaba una furtiva mirada sobre Bruno de Vargas, el que sabía la llegada del Marqués, y acodado en la mesa hacía por ocultar sus celos y su despecho, haciendo como que leía un periódico.

En el testero de la mesa, y desatendida de todos, estaba Clemencia preparando y ordenando los enseres del juego de la lotería, que le divertía mucho, y en el que cuando se jugaba ponía sus cinco sentidos.

-¿Qué le habrá sucedido a nuestro lotero, el insigne don Galo, que no viene a ocupar su presidencia? -dijo Alegría-. ¿Por qué no vendrá, Clemencia?

-Yo no sé -contestó ésta sencillamente.

-Pues deberías saberlo -continuó Alegría-; porque han de saber ustedes que Clemencia es la confidente de don Galo, que no se corta una vez el pelo sin pedirle permiso.

-No lo crean ustedes -exclamó apurada Clemencia en medio de las risas que ocasionó la ocurrencia de Alegría.

-Imposible es -dijo ésta dirigiéndose a Bruno-, que no estés leyendo algún deplorable o lamentable evento, según lo tétrico de tu gesto y lo abatido de tu semblante, primo.

-Efectivamente -contestó este sin levantar los ojos-: estaba leyendo la relación de un naufragio.

-¿Y tanto te horrorizan los percances de los barcos? -tornó a preguntar Alegría con risita burlona.

-Sí por cierto; siempre me han causado una fuerte impresión los naufragios.

-¿Y por qué? -volvió a preguntar con indelicada insistencia Alegría.

-Es porque me da el corazón que he de perecer en alguno.

-¡Oh! pues no os embarquéis nunca -exclamó Clemencia con el acento del corazón.

-¡Agorero y con bigotes! ¿No te da vergüenza de serlo, pastor de corderitos de bronce? -dijo Alegría.

-Napoleón lo fue -repuso Bruno.

-Ese tilde de hereje le faltaba a ese Napoleón Malaparte -sonó el vocejón de su ex-antagonista doña Eufrasia.

-¿Lo visteis alguna vez? -preguntó Alegría.

-Nunca; ya se hubiera guardado de ponérseme a tiro. ¡Vaya!

-Señora -dijo Paco Guzmán-: el Rey debería haber añadido a vuestro dictado de coronela Matamoros, el de condesa Mata-Franceses.

Afortunadamente en este momento entró don Galo, que interrumpió la explosión de coraje de la heroína, exclamando:

-Dios mío, ¡qué diluvio! ¡Cuál están los caños! Por atravesar la calle, me he metido hasta aquí -añadió señalando un tobillo.

-Póngale usted una losa3 -dijo Alegría.

-Cual otro Leandro, hubiera yo atravesado por veros no el caño, sino el mar Rojo, Alegría, hija mía -repuso don Galo.

-No tuvo esa suerte Faraón -dijo Paco Guzmán soltando una carcajada.

-No le impulsaba el deseo de ver a las bellas -repuso don Galo con una sonrisa de media vara y dirigiendo tres miradas sucesivas, una a Alegría y las otras dos a Constancia y Clemencia.

-En lugar de hacer cumplidos a la griega, vaya usted a sacar los números, don Galo, hijo mío -le dijo Alegría-; pues Clemencia se está deshaciendo y ha preguntado ya varias veces con mucha solicitud si le habría sucedido a usted algún percance.

A pesar de exclamar Clemencia: «Don Galo, no lo crea usted», éste fue más ancho que una alcachofa a tomar su asiento al lado de Clemencia.

-Ya están los Reyes Católicos en su trono -dijo entonces Alegría-; vamos pues a formarles el círculo de cortesanos.

También Constancia se acercó a la mesa con su amiga, y se sentaron frente al asiento en que permanecía Bruno, conservando siempre el Diario en la mano.

-Estás muy poco sociable -le dijo Alegría-; mira que ya en ese naufragio se habrán ahogado hasta las ratas. Vamos, suelta esa Esperanza.

-La conservaré mientras pueda -respondió Bruno, dirigiendo, sin mirarla, su respuesta a Constancia-; aún no me han repartido cartones.

-Aquí tiene usted, hijo mío -le dijo don Galo alargándole cartones.

A la media hora de estar jugando, entró el marqués de Valdemar.

Habiendo saludado a todos y hablado un rato con la dueña de la casa, se aproximó a la mesa.

Bruno palideció y desatendió completamente su juego.

Constancia se contrajo al suyo, tomando su semblante una amarga expresión de aspereza y de descontento, que la hizo aparecer dura y fría como un témpano.

Clemencia estaba tan engolfada en su juego, que no notó la llegada del Marqués.

-¿Queréis cartones? -le preguntó Alegría.

-Gracias -contesto Valdemar-, profundamente abstraído en la contemplación de Constancia.

¡Cuánta ventaja llevan las ariscas en presentarse como fruta vedada! ¡Cuánto ganan las mujeres con hacerse valer! ¡Qué bien habían de tener en cuenta que todo lo que se prodiga pierde su prestigio, pues mientras más tiene que afanarse el hombre para alcanzar lo que anhela, más precio le pone! Y ¡cuánto les valdría recordar que el maná llovido del cielo acabó por empalagar al pueblo de Israel!

Es cierto que el aire altanero y sombrío que ostentaba Constancia con pocas consideraciones sociales, pero con muchas hacia el hombre que amaba, la hacían aparecer más bella. Si alguna vez alzaba sus negros ojos de los cartones que tenía delante, brillaba su enérgica mirada debajo de sus hermosas pestañas, como debió brillar al través de su celada la del joven castellano que defendía su castillo.

Partían su corazón los tormentos que veía sufrir a su amante, y con injusta acrimonia echaba todo su encono sobre aquél, que sin saberlo, se los causaba.

Valdemar tomó una silla y se sentó detrás de Constancia, que no se movió; pero su vecina se apresuró a cumplir un deber de urbanidad, haciendo lugar al Marqués para que pudiese acercarse a la mesa.

-¿Tenéis buena suerte? -preguntó éste a Constancia.

-Muy mala -contestó ésta lacónicamente.

-Es buena señal, porque la mala en el juego la presagia buena en amor.

-Así lo espero.

-Me temo que la mala sea para el que os ame.

-¡Ojalá de ello se convenciera el que tan mal gusto tuviese!

-¿No habrá acaso excepción? -preguntó el Marqués, a quien las palabras secas y el tono brusco de Constancia causaron extrañeza.

-¡Los espejuelos de Mahoma! -dijo en voz grave y clara don Galo, sacando el número ocho.

-Bruno -advirtió Constancia fijando sus grandes y brillantes ojos en su inmutado amante- ¿no cubres el ocho, y lo tienes dos veces?

-¡Qué bien adaptados están los espejuelos de Mahoma a la vista de mi hermana! -observó Alegría.

-Marqués -añadió-, ¿queréis cartones? Va de dos veces que tengo la bondad de ofrecéroslos.

-Y va de dos veces que os doy gracias por vuestra atención, Alegría; no me divierte juego alguno.

-Ni a mí tampoco, y menos la lotería esta, pues don Galo va tan de prisa que no pueden seguirlo sino sus afiliados, Clemencia y comparsa.

-¡El abuelo! -sonó clara la voz de don Galo al sacar el noventa, pues don Galo, acostumbrado a las chanzas a veces poco delicadas de que era objeto, no se dejaba distraer por ellas, y seguía impávido en su inmutable tarea.

-¿No digo? -exclamó Alegría.

-¡Las alcayatas! -gritó don Galo al sacar el setenta y siete.

-Don Galo Pando, vaya usted siquiera al trote -dijo Paco Guzmán- ¿Qué significan las alcayatas? Esas metáforas numéricas no están a mi alcance.

-¡Los patitos! -dijo don Galo por toda respuesta, sacando el número veinte y dos.

-Don Galo, usted habla en cifra, favorece a sus adeptos, y ha jurado mi ruina. Protesto.

-¿No esperabais mi llegada, Constancia? -le preguntaba entre tanto el Marqués-. ¿No os previno vuestra tía? ¿No os ha hablado vuestra madre de mis esperanzas?

-Sí -respondió esta sin apartar la vista de su juego-, así como deberían haberos dicho a vos que no eran las mismas las mías.

-¡Qué obsequioso está el madrileño con Constancia! -dijo una de las muchachas a otra, a media voz-. Tiene imán; mira tú cuánto más bonita es Clemencia, y cuánto más graciosa Alegría, y ella que es tan huraña, tan desabrida...

-Pues ahí veras -contestó la otra-. Las mujeres son como el sol, que en días revueltos pica más entre las nubes.

-¡La patrulla! -sonó la inalterable voz de don Galo-, sacando el cinco.

-¡Qué de números hay en ese saco! -dijo un oficial-: esto es un fuego graneado.

-Don Galo hace a las calladas con esas bolas el milagro de pan y peces -repuso su vecina.

-Sus obsequios a las damas y sus números son sin número -añadió Paco Guzmán.

-¡El jorobado! -cantó don Galo sacando el dos.

-Desde media hora tengo un cuaterno -dijo Alegría-, y no acaba de salir el número quinto. Lo hace a propósito ese traidor de don Galo, para que saque Clemencia la lotería; siempre sucede así.

-¿Y no os contentáis con cuatro? -preguntó a media voz Paco Guzmán.

-¿De qué me sirven los cuatro, si no me hacen lotería? -respondió la interrogada con descoco.

-Por cierto -decía Valdemar a Constancia-, que es extraño, y aun muy cruel, que me hayan dejado una ilusión que tan pronto debía desvanecerse.

-Mi madre esperó convencerme.

-¿Puedo yo esperarlo también, Constancia?

-No, que yo no engaño nunca.

-Constancia -dijo el Marqués-, me retiro, me interesáis, y os respeto demasiado para importunaros. Desisto, Constancia, de mis más gratos deseos, con tanto más pesar, cuanto que vuestro franco y leal proceder, si bien me hiere dolorosamente, me llena de aprecio hacia vos.

-¡La horca de los catalanes! -pregonó la voz incansable de don Galo, sacando el once.

-Señor -exclamó Paco Guzmán-, ya no hay horcas por el mundo: poned vuestros signos cabalísticos al nivel de los adelantos de la civilización.

-¡El escardillo! -sonó como el toque de un reloj la voz de don Galo sacando el siete.

-Don Galo, aguarde usted.

-¡El que tuerce! -prosiguió impávido el presidente sacando el catorce.

-Ese sois vos.

-¡Las sanguijuelas! -prosiguió don Galo sacando el cincuenta y cinco.

-Pando, conspiráis.

-¡Los canónigos! -cantó este sacando el diez.

-Don Galo, sois el inexorable destino.

-¡La edad de Cristo!

-Don Galo, abusáis de la presidencia.

-¡Los escapularios! -dijo don Galo sacando el cuarenta y cuatro.

-¡Lotería! -exclamó con júbilo Clemencia-, levantando su radiante semblante, que hasta entonces había tenido inclinado sobre sus cartones.

Al ver aquella cara tan extraordinariamente linda, el marqués de Valdemar quedó admirado.

-¿Quién es esa joven? -preguntó a su vecina.

-Es una huerfanita, sobrina de la Marquesa, que la ha recogido.

-Es una divinidad -exclamó el Marqués.

-Sí, no es fea; es una infeliz, que ahí te puse, ahí te estés; una palomita sin hiel, una leguita de convento -repuso su vecina.

La partida se había vuelto a reorganizar; la cara de Clemencia había desaparecido como una celeste visión, y la voz de don Galo se hizo oír, diciendo al sacar el número cuarenta:

-¡La calavera!

-Ya salieron los números disfrazados como números de Carnaval -exclamó Paco Guzmán-. Don Galo de mis pecados, ¿qué número es al que habéis dado el seudónimo de calavera?

-Al cuarenta, hijo mío.

-¿Pues no fuera mejor que lo aplicaseis al veinte?

-Si así lo reclamáis como representante del veinte, Paco, hijo mío, se atenderá a tan justa reclamación -contestó don Galo con la más chusca y satisfecha sonrisa-. Entre tanto, hagamos la novena -añadió sacando el número nueve.

-¿A quién?

-A San Vicentico -respondió don Galo sacando el veinte y cinco.

-¿Habéis aprendido vuestra numeración del sabio Confucio?, don Galo.

-¡El único! -repuso éste sacando el uno.

-¡El único! -repitió Constancia cubriendo el uno en su cartón, y lanzando toda su alma en una furtiva mirada al desesperado Bruno, que por dos veces durante su diálogo con el Marqués había hecho un movimiento para levantarse de su asiento y alejarse, y dos veces se había hecho dueño de este primer impulso, quedándose en el potro de tormento donde bebía gota a gota el cáliz de la amargura.

Es lo referido en este capítulo un bosquejo exacto de la vida social, tal cual la hemos hecho; esto es, una fusión de juegos y risas frívolas que se ostentan, y de pasiones y dolores profundos que se ocultan.




ArribaAbajoCapítulo VIII

La Marquesa, que a pesar de lo absorta que había estado su atención la noche anterior por el tresillo, por la mojadura de la vela y por la mutilación de su querido Mercurio, al que de tantas, sólo un ala quedaba, no había dejado de notar la chocante conducta de Constancia para con el Marqués, tuvo con ella al día siguiente una violenta escena.

-No os canséis, madre -le dijo ésta-, ni vos ni nadie harán jamás que me case contra mi voluntad; tampoco me casaré contra la vuestra; esto es todo lo que tenéis derecho de exigir de mí.

De aquí no fue posible sacarla, ni con halagos, ruegos, consejos, ni amenazas.

A la tarde deseó Alegría ir a paseo, y con gran sorpresa suya halló a su madre muy dispuesta a llevarlas.

Pero cuando a la hora marcada salió la Marquesa de su cuarto, con su mantilla puesta y lista para pasear, halló a Alegría elegante y lujosamente adornada, y a Clemencia linda como un ángel, con su sencillo velo de gasa blanca y unas rosas del tiempo en la cabeza; en cuanto a Constancia, estaba acostada con jaqueca.

Difícil sería describir lo que rabió la señora, y el estado de exasperación en que emprendió el paseo, tan fatigoso para ella, ya que había perdido su objeto, que era facilitar una entrevista más desahogada que las que les proporcionaba la tertulia a los presuntos novios.

Alegría, al llegar al salón de Cristina, se cogió del brazo de una amiga, y Clemencia las siguió dando el suyo a su tía.

-Sepasté, Clemencia -iba ésta diciéndole-, que no hay una locura mayor en las muchachas que rehusar un buen partido cuando se les presenta. Muchas y muy muchas conozco yo que así lo han hecho, y se han casado luego con quien Dios ha querido. Si yo hubiese rehusado a tu difunto tío, cuando mis padres trataron la boda, sabe Dios con quién estaría casada a estas horas. Ten siempre presente lo que suelen olvidar muchas niñas, que a la ocasión la pintan calva, y que la cabeza de chorlito que rehúsa un buen porvenir por capricho, por imprevisión, por desobediencia, merece encerrarse en San Marcos. ¡Vaya con las niñas del día! Perlitas, como dice don Silvestre. Un collar le había yo de hacer de estas perlitas; que como no pidiese alafia, por mí la cuenta.

Encontráronse entonces con Valdemar que se reunió a ellas, saludando a la Marquesa, a quien preguntó por Constancia.

-La pobre está con jaqueca -respondió su madre-: las padece; pero es mal que se gasta con la edad.

Al dar la vuelta del paseo, el Marqués ocupó el lado de Clemencia.

-¿Os gusta el pasear? -le preguntó.

-Sí, me gusta -contestó esta-; pero todavía más me gusta quedarme en casa.

-¿Por qué?

-Porque a esta hora riego las macetas, lo que es para mí una gran diversión; pues están todos los pájaros revoloteando, buscando su cama, resguardada del relente; corre el agua tan fresca y tan alegre del estanque a besar los pies a las flores; estas esparcen toda su fragancia como un adiós al sol que las cría, y está hecho el jardín un paraíso.

-¿Sin manzano, Clemencia?

-Sin manzano, pues no hay en él cosa prohibida; sin manzano, sí, y sin culebra, que es más.

-Pero también sin Adán.

-Verdad es, a menos de no serlo Miguel el jardinero sordo -respondió riéndose alegremente Clemencia.

-Marqués -dijo Alegría, volviéndose y señalando con un movimiento de cabeza a una señora que en el paseo se les acercaba de vuelta encontrada-, ¿qué os parece ese palo vestido, que viene hinchando sus desenrolladas narices, porque es rica, en lugar de encogerlas en favor del aspecto público? ¿Se ven en Madrid tales tarascas?

-En Madrid hay tantas personas poco favorecidas por la naturaleza como hay aquí, Alegría -respondió el Marqués sin desviarse del lado de Clemencia-; lo que sí hay aquí en más abundancia que en Madrid, son mujeres favorecidas por ella.

-Si supieseis lo buena que es esa señora que no es bonita, os lo había de parecer -dijo Clemencia-. En mi convento tiene una parienta suya monja, que mantiene, y además ha puesto allí dos pobrecitas que quedaron huérfanas en el cólera, a quienes asiste con todo.

-Ella es buena y fea; pero vos, Clemencia, sois buena y bella: mirad la ventaja que le lleváis.

-Marqués -tomó a decir Alegría volviendo la cabeza, a pesar de ir a su lado Paco Guzmán-, no creáis nada de cuanto os diga Clemencia, que se ha enseñado en su convento a ser una hipocritilla.

-¡Jesús! -murmuró escandalizada Clemencia.

-Si veis venir a don Galo -añadió Alegría-, dejadle libre el campo, si no queréis hacerle mal tercio, pues suelen tener los dos sus consultas secretas sobre los ambos y los ternos.

-¡Las cosas que inventa Alegría! -exclamó Clemencia.

-¿Quién es ese don Galo? -preguntó el Marqués.

-El hombre más feo y ridículo del mundo -contestó Alegría-; el que sacaba anoche los números de la lotería, el íntimo de Clemencia, que no puede vivir sin él.

-¿Es cierto, Clemencia? -preguntó Valdemar.

-Que sea ridículo, no señor -contestó ésta-; que no pueda yo vivir sin él, tampoco lo es; pero lo que sí es cierto que si lo trataseis, seríais su amigo, porque todo el que lo trata lo es; todo el mundo lo quiere, incluso Alegría, aunque le haga burla, porque ella no puede dejar de ser burlona; y como todos se ríen, no piensa que hace mal.

-Y vos, ¿no sois burlona?

-No señor; en primer lugar, porque no me gusta la burla, y en segundo lugar, porque nada burlón se me ocurre; para eso es menester tener gracia como la tiene mi prima.

-Todo el que tiene entendimiento, y aun sin tenerlo, tiene la gracia suficiente para la fácil expresión de la burla; pero esa facultad es preciso con el uso aguzarla para que punce, y es necesario afilarla para que corte. Ensayadlo, y veréis cuán pronto sobrepujáis con ventaja a vuestra prima.

-Señor, ese es un consejo que no seguiré y que extraño me deis.

-¿Y por qué?

-Porque vos mismo no lo seguís.

El Marqués se echó a reír.

-¿Y vos, Clemencia -le dijo-, me enseñáis que vuestras leales armas defensivas tienen más poder en buena guerra que las agresivas armas vedadas? Clemencia, la burla no la hacéis vos por delicada bondad de corazón, y yo no la hago, porque la proscribe el buen tono. Vuestro móvil vale mas que el mío, pero el resultado es el mismo.

A los pies del paseo había estacionado un grupo de oficiales y de jóvenes de la ciudad.

Entre los primeros se notaba un capitán, que por su buena figura, su hablar recio y aire descocado llamaba la atención. Era este Fernando Guevara, hijo de una ilustre y rica casa de un pueblo de tierra adentro; pero nada en su porte ni en sus maneras denotaba la distinción de su cuna, ni la nobleza de su sangre, ni aun el buen porte del que sigue la caballerosa y rígida carrera de las armas. Teníase mal, y hacía gala de un desembarazo y desgaire, que rayaba en grosería; en fin, en todo su continente, en su modo de mirar, en su hablar recio, en su risa descompuesta, se pintaba el calavera descarado, para el que la moral, la compostura, la finura y la elegancia son cosas desconocidas. Aquel hombre no tenía más que una virtud, o mejor dicho, una bella cualidad, era en extremo bizarro. Tanto esta fama como su alcurnia y el mucho dinero que derrochaba, le daban una buena posición en los círculos de los hombres; en cuanto a los de señoras, rara vez concurría a ellos, pues en su chabacano ¿qué se me da a mí? prefería en punto a círculos aquellos que estaban en su cuerda, y en los que podía dejarse ir sin sujeción a sus groseras tendencias.

Los padres de Guevara habían condescendido gustosos a sus deseos de entrar en la milicia, por no poder desde que era niño sujetar ni sufrir sus desmanes. Pero habiendo tenido la desgracia de perder a dos hijos mayores que Fernando, hacía un año que insistían en que se retirase del servicio, por ser ya el único representante y heredero de su rica casa, y que volviese a sus lares.

Fernando, empero, se estremecía con la sola idea de meterse a los veinte y cuatro años en un pueblo pequeño del interior, y de renunciar a su alegre y aventurera vida.

Venían en este momento acercándose Alegría y su amiga a este grupo.

Fernando, apoyado el cuerpo en su remo izquierdo, y cruzado de brazos, las miraba con insolencia.

-¡Qué linda es! -dijo uno de los presentes-: no hay duda que es la más bonita de cuantas muchachas encierra Sevilla.

-No tal -repuso Fernando Guevara-; que lo es mucho más la que le sigue con esa señora, que será su madre.

-No es su madre, es su tía, la marquesa de Cortegana.

-¿Y la niña?

-Se llama Clemencia Ponce.

-No vi criatura más hermosa -dijo Fernando.

-¿Te ha dado flechazo? -le preguntó uno de sus compañeros. -Esas flechas de plumas de marabouts -dijo otro-, no dan flechazo a Guevara; le hieren más las flechas con plumas de pajarracos menos pulidos.

-Mi gusto no está contratado -repuso Fernando-; es libre como el aire.

-Pues hombre, tú que no eres amigo de suspirar en balde, no debes picar tan alto.

-Es que si se me antoja suspirar, no suspiraré en balde -dijo Fernando.

-Hombre -exclamó uno de sus compañeros-, te sabía arrogante; pero no te sabía fatuo.

-Apostemos -dijo pausadamente Fernando.

-Está loco -exclamaron todos a una voz.

-Apostemos -repitió Guevara con la misma calma.

-Fernando, te estás poniendo en ridículo; mira como se ríen; estás haciendo el oso -dijo a media voz un amigo suyo.

-Apostemos -repitió por tercera vez Fernando-; pero no una onza ni dos, sino media talega: ¿quién la lleva?

-Yo -dijo un rico joven de Sevilla-, indignado de la insolente presunción del oficial.

-¿Diez mil reales?

-Diez mil reales.

-Señores, sois testigos -dijo Fernando.

-Es preciso fijar un plazo -advirtió el oponente.

-Ocho días -contestó Guevara.

-Ocho días, hecho -dijo el joven.

Entretanto la hermosa y suave niña, que apenas había entrevisto ni había parado la atención en aquel grupo que tan osadamente la profanaba, decía al marqués de Valdemar, que le preguntaba si estaba cansada:

-Sí señor, y decididamente me gusta más pasar la tarde entre mis flores, los pájaros que cantan y el agua que corre y ríe tan alegre, que no entre tantas caras desconocidas, que todas miran de hito en hito, las mujeres con un aire tan burlón, los hombres de un modo tan raro...




ArribaAbajoCapítulo IX

Fernando Guevara era pariente de don Silvestre, por lo cual, habiendo averiguado su intimidad con la Marquesa, al día siguiente fue a verlo con la petición que lo introdujese en casa de esta señora.

Don Silvestre, a fuer de ser su allegado, y con el plausible motivo de no tener la molestia de decir que no, estuvo desde luego dispuesto a ello. Así sucedió que el mismo día fue presentado a la Marquesa, a la que después de los primeros cumplidos, pidió a Clemencia.

La Marquesa, que regularmente habría acogido muy mal al atolondrado joven y su brusca petición, si se hubiese tratado de una de sus hijas, acogió con suma satisfacción al pretendiente de su sobrina. No se le había pasado por alto la impresión que había hecho Clemencia en el marqués de Valdemar, y lo ocupado que había estado de ella la tarde anterior, en que las graciosas provocaciones de Alegría no habían bastado a distraerlo; y como la señora no perdía la esperanza de que el capricho negativo de Constancia se disipase con el tiempo y la razón, veía con temor y recelo el que otra que su hija pudiese agradar al Marqués. Fernando Guevara era, según aseguraba su amigo don Silvestre, caballero, noble y rico: ¿qué más necesitaba saber la señora?

Así fue que otorgó llena de júbilo su demanda, sin poner más condición que el beneplácito de sus padres.

-No podéis dudar que lo otorguen, ni motivos hay para otra cosa -le dijo Guevara-. Desde que murieron mis hermanos, el mayor deseo de mis padres es que me case y me retire. Mas por ahora sólo pienso complacerlos en lo primero, porque no me siento dispuesto a los veinte y cuatro años a meterme en el villorro de Villa-María, a liarme en la capa, a acostarme con las gallinas y levantarme con los gallos, sin acordarme más de que hay un mundo alegre, y en él buenos compañeros. Así, tened esa licencia por segura, y advertid que de aquí a ocho días he de estar casado, porque el regimiento pasa a Cádiz.

Cuando Guevara se hubo ido, la Marquesa llamó a Clemencia y le dijo que se le presentaba una suerte brillante, pues había pedido su mano un joven de arrogante figura, hijo y único heredero de un rico mayorazgo. Que aunque no creía fuese necesario, le recordaba cuanto la tarde anterior le había dicho acerca de las niñas locas que despreciaban una buena suerte, y que el que se presentaba se la traía.

-¡Pero!... ¿quién es y cómo se llama? -preguntó atónita Clemencia.

-¡Pues qué!, ¿no lo conoces? -repuso su tía.

-¡No, señora! -respondió la interrogada.

-Se llama Fernando Ladrón de Guevara. Es de Villa-María, y sirve en el regimiento que está aquí de guarnición. ¡Qué suerte! ¡Vaya si estarás contenta!

La Marquesa no aguardó la respuesta de Clemencia, en lo que hizo bien, pues no dio ésta ninguna. La dócil niña no sabía ni qué pensar ni qué decir; nada sentía en favor ni en contra de este enlace, sino la extrañeza de casarse con un hombre que no conocía.

La Marquesa mandó venir costureras y modistas, dio parte, compró sus regalos, de modo que sin darse cuenta de lo que le pasaba, a los ocho días Clemencia, vestida de blanco, coronada de rosas blancas y blanca cual ellas, se hallaba frente a Guevara delante de un sacerdote, exhalando como un débil eco del sí que pronunció Guevara, un sí maquinal que resumía todo lo que en aquellos días había hecho, como el lazo que reúne para formar un ramo, unas frías e inodoras flores artificiales.

Guevara, que sólo había gastado con la cortada Clemencia en los días anteriores algunas chanzas comunes, y dicho algunos cumplidos vulgares y poco finos, que más que halagar habían chocado la delicadeza instintiva de Clemencia, nada había hecho ni nada había pensado hacer para inspirarle cariño ni confianza, y así le era su marido tan extraño aquel día que los unía para siempre, como lo había sido el primer día en que lo vio.

«-¿Es esto casarse? -se decía asombrada la pobre niña-. ¡Dios mío! ¡Yo que pensé que había de querer tanto a mi marido! Pero el trato engendra cariño; ya lo querré; así se lo he pedido a Dios esta mañana en la iglesia».

Aquel día cobró Guevara su apuesta, y aquel día partieron los novios para Cádiz, donde estaba ya el regimiento que debía embarcarse en aquel puerto para ir al teatro de la guerra del Norte.

Ninguna reflexión de sus padres ni de la Marquesa habían podido retraer a Guevara de seguirlo; era para él Villa-María una espantosa Siberia; además, era bizarro, tenía pundonor, y nada le habría movido a pedir su retiro en el momento en que su regimiento era destinado a ir a batirse.

No es posible pintar el desconsuelo de la pobre Clemencia al separarse de su tía y de sus primas, y al verse sola con un hombre que le era extraño, en un mundo nuevo, y entre gentes desconocidas.

Estílase en algunas partes, y lo singular es, cabalmente en aquellas donde más se preconiza y ensalza en las jóvenes la inmaculada inocencia, la infantil candidez, la austera reserva y la débil timidez, esto es, en Inglaterra, el que una joven acabada de casar se meta sola con su marido en una silla de postas y se vayan a viajar, haciendo de esta suerte de una concurrida y ruidosa posada, en que sin respeto serán el objeto de los chistes de los mozos y postillones, el lugar en que se alce para ellos el tálamo conyugal, que el hombre delicado que ama quisiera alzar a las nubes, y la mujer que respeta el estado, deseara santificar con un altar. Rompen de esta manera violentamente con la ausencia los lazos con su familia, desechando así las hijas la dulce sombra de su madre en los primeros momentos de su nuevo estado, en lo que demuestran patentemente que todas aquellas pregonadas cualidades, esas suaves plantas que germinan en el corazón y hacen que las que las poseen se estrechen con fuerza como los blancos jazmines a sus naturales sostenes; estas cualidades, decimos, se las echan, como dice una enérgica frase vulgar, muy fácilmente a las espaldas. Esta repugnante costumbre que debe pertenecer a las de las jóvenes emancipadas, no se conoce en España (con pocas y extranjeradas excepciones), España, a la que se echa en cara no criar las jóvenes con la rigidez y reserva debidas.

Esto nos lleva a repetir lo que otras veces hemos dicho, y es que preferimos una natural y decente soltura, a una reserva afectada, a una candidez hipócrita y a una timidez estudiada, sin que esto se oponga a que consideremos como el tipo de la joven cumplida, la que embellecen una candidez sincera, una reserva natural y una timidez real, más interna que externa, más en las ideas que en el porte, y que más bien se disimule que se ostente.

Creemos que todo hombre delicado quisiera ver vacilar a la joven que ha elegido por compañera entre el regazo de la madre que la retiene y los brazos del marido que la aguardan. Creemos que querría oír la dulce voz materna decirle: En breve ese hombre que aun te impone, te será íntimo y querido como me lo es a mí tu padre; no llores, no llores, no atribuyas a falta de cariño hacia él el dolor que te causa la despedida a tu cuna. Mira en el amante el compañero de tu vida, el padre de tus hijos, para que no te imponga como extraño.

Hay hombres como Guevara, que relegarían, si las oyesen, estas nuestras opiniones al ridículo, o cuanto más a un curso de moral, y no a reglas de delicadeza; pero los más de los hombres y sobre todo, los que hacen la debida diferencia entre una mujer legítima y una querida, piensan como nosotros; y las jóvenes deberían atenerse a la opinión de éstos, y convencerse de que la mujer que se recibe de las manos de su madre, tiene doble valor y prestigio que la que se entrega.

Aumentábase la aflicción y angustia de Clemencia al ver que sus lágrimas en lugar de causar compasión e inspirar palabras de consuelo a su marido, le causaban el más acerbo despecho, atribuyéndolo (y quizás no se equivocaba del todo) a alejamiento hacia él. Así era que si nada había hecho Guevara para captarse el cariño de Clemencia, ésta por su parte, sin saberlo, sin comprenderlo, hacía cuanto era dable para alejar de sí a su marido, que miraba la reserva como una prueba de antipatía, al que chocaban los sentimientos tiernos y suaves como afectaciones y remilgos, y al que horripilaban las lágrimas como a otros la sangre.

Así es que nunca unió la suerte dos seres con elementos tan contrapuestos como lo eran los que componían las respectivas naturalezas de ambos consortes, ni más a propósito para rechazarse mutuamente. A esto se unía el que Clemencia tenía diez y seis años, y Fernando veinte y cuatro, y que no conocía el mundo ni el corazón humano; lo que les hacía carecer de la previsión y de la prudencia que este conocimiento da. Faltábales la experiencia, que sabe desvanecer cargos explicando causas, hacer concesiones, temporizar, y sacrificando algo en lo presente, preparar el porvenir.

Pero Clemencia, criada en un convento, nada sabía de la vida ni de las pasiones, en cuyo más grosero círculo era lanzada sin graduación, y Fernando, que no había salido casi de cuarteles y garitos, nada sabía de sentimientos de corazón, de delicadeza, ni de reserva, esos instintos femeninos. Siendo arrogante mozo y rico, no había hallado nunca, en la especie de mundo mujeril que había tratado, repulsas ni negativas en sus amores, por lo cual se persuadía que el amor tenía la misma expresión en ambos sexos.

Al ver que la inocente niña no sentía ni consideraba el amor como aquellas desenfrenadas, se convenció de que abrigaba un amor oculto, y se persuadió que el objeto de éste era el marqués de Valdemar, que no había podido disimular la extrañeza y disgusto que le había causado el repentino e irreflexionado casamiento de Clemencia. Así es que aburrido, exasperado, enconado contra Clemencia, se entregó en breve sin reserva ni consideraciones, a sus vicios y disipada vida anterior.

Clemencia por su lado, viendo unidos en su marido sus exigencias y su falta de ternura, sus celos, sus desvíos, y sus vicios, se persuadió que él la solicitó sólo como el premio de una apuesta, que no llenaba su corazón, ni le merecía la ternura y respeto que se tiene a una mujer propia.

Es cierto que Fernando no amaba a Clemencia, porque entre ellos no existían simpatías, afinidades ni paridad alguna, y porque Guevara no sabía amar, disecado su corazón por una vida viciosa; pero Clemencia era hermosa, y por eso sólo se entregó ciego a la pasión de los celos; y los celos sin amor son los más acerbos, y tanto más crueles para quien los sufre, cuanto que no tienen compensación.

Clemencia llegó, pues, a ser una doble mártir, siendo tratada a la vez con la más insultante desconfianza, las más despóticas exigencias y la más ostensible falta de cariño y de atenciones, siendo a un tiempo esclavizada y abandonada por su marido. Éste encerraba a su mujer, y se llevaba la llave; no le permitía recibir a nadie, ni salir, ni aun para ir a la iglesia; y había llevado la locura de los celos y el placer de mortificarla hasta matar por su mano un pajarito que criaba Clemencia, que era su único compañero en la soledad.

Esto parecerá exagerado, y no lo es, como pueden atestiguarlo los que hayan observado los efectos de los celos en almas duras y toscas, y la atroz propensión humana a redoblar el tormento, a medida que es la víctima más débil y más sufrida.

Clemencia, en medio de tantos sufrimientos, no se creyó la mujer incomprendida, ni la heroína inapreciada, ni la víctima de un monstruo; creyó sencillamente que Fernando era un mal marido como otros muchos, que tenía que sobrellevarle como hacían otras muchas mujeres, y rogó a Dios lo mejorase y trajese a mejor vida. Así pensaba porque no había leído novelas, ni visto dramas de pasión, y conservaba intactas las puras doctrinas de moral cristiana, no deslustradas por mundanos sofismas; conservaba inmaculadas sus nociones del deber sin transacciones ni concesiones sociales; conservaba ilesas las doctrinas religiosas, sin que la atrevida y osada podadera filosófica hubiese suprimido ninguna de sus ramas ni de sus flores. Así era que se regía sencillamente por estas máximas.

Recordemos que la paciencia es el heroísmo del cristiano.

Recordemos que dice san Agustín: «Agradamos a Dios, cuando su voluntad nos agrada». Y que san Bernardo dice que «es vergüenza ser miembros delicados, bajo un jefe coronado de espinas».

Releía a menudo en uno de sus libros de devoción aquellas palabras que trataban de los deberes de las casadas, y se embebía de esta cita de san Agustín, que contenía:

Mónica obedecía a su marido como una sirviente a su amo, y se esmeraba en ganarlo a Dios, exhortándolo con sus ruegos y con sus buenas costumbres, cuya santa hermosura obligó a su marido a respetarla, y se la hizo grata y admirable. Toleró por mucho tiempo la mala conducta de su marido, sin hacerle reconvenciones, aguardando la hora de que obrase en él la misericordia de Dios.

¡Oh madres! dad buenos libros a vuestras hijas y obligadlas a leerlos. Si son jóvenes y felices, los leerán con más respeto que atención, más por obligación que por placer; pero no le hace; no desistáis, porque el día de la prueba germinará en sus corazones aquella hermosa semilla, como el trigo que se echó en tierra en un día de sol crece vigoroso el día de los temporales.

Sucederá que aquellas palabras santas, leídas con infantil distracción, quedarán por el pronto invisibles en el corazón, como los caracteres estampados con tinta simpática; pero llegada la hora de la prueba, cual un fuego abrasador, saldrán claros, netos y enérgicos aquellos santos textos, mitigando las llamas que sólo habrán servido para purificarlos.

Personas hay en el mundo, de las que se cree que hacen el bien por instinto, y no es sino por la virtud de aquel germen puesto en sus corazones en su niñez; germen tan rico y fecundo, que aunque sembrado por una mano torpe y floja, y caído en un terreno ligero y seco, echa raíces, como lo hace la yedra en la pared de piedra. ¿Y puede haber quien dude que germen de tal naturaleza, y que tales frutos da, aun sin cultivarle, sea divino?

¡Cuántos jóvenes hay que dicen al perdonar una injuria, y favorecer a un enemigo: Hago esto porque soy filósofo! No; lo haces porque te criaste católico.

Que dicen: Huyo del fango de los vicios, porque soy moral. No; lo haces porque te criaste religioso.

Que dicen: He hecho un sacrificio, me he privado de un goce, por tal de aliviar una miseria, porque soy filantrópico. No; lo has hecho porque te criaste cristiano.

Esto es si son sinceros en dar un noble origen a sus acciones buenas y no ocultan bajo aquellas palabras la vanidad, el respeto humano y la hipocresía, pues sólo la religión crió aquellas virtudes, hijas ingratas que se emancipan, vuelven la espalda a su madre, y se unen a sus enemigos para combatirla, todo por espíritu de rebeldía, ese frenesí del entendimiento.

¡Dios santo! consérvanos en la llana, fácil y bella senda de la estricta sumisión, que tantos santos y sabios ilustraron, y aléjanos de la pérfida senda de la rebeldía, laberinto oscuro e intrincado, en que se pierden tantas bellas inteligencias, y se precipitan todas las soberbias!

Y al verla tan paciente, se decía aquel hombre inculto por su temprana emancipación, degradado por los vicios y pervertido por las malas compañías, él que ni aun comprendía las virtudes femeninas, ni el ardor santo con que se cumple en la juventud con los más rigurosos deberes: me engaña; y por eso calla; no se cura de que la abandone; si me quisiese, ¿acaso no tendría celos?

Alguna vez, esta idea fija lo abatía.

Entonces Clemencia se acercaba a él, y empezaba a verter los inagotables tesoros de interés y de consuelo que todo corazón de mujer abriga hacia su marido, si lo ve padecer en su cuerpo, o sufrir en su alma. Si Fernando callaba, redoblaba sus expresiones de interés y de ternura, tan elocuentes porque las dictaba su corazón. Mas estas flores sembradas en un desierto, se marchitaban en su árido suelo; este bálsamo vertido sobre un cadáver, no lo impregnaba, rechazado por su frialdad. Si acaso correspondía, era tratando el amor a su manera grosera y chabacana. Clemencia, como la sensitiva que lastima una tosca mano, se retraía, se encogía, y acababa por angustiarse. Esto volvía a montar a su marido en su habitual despecho, y prorrumpía en quejas y sarcasmos.

Una infinidad de esos pequeños lances de que se compone la vida doméstica, venían cada día a dar nuevo realce a esta incompatibilidad de naturalezas.

Un día Fernando trajo a su mujer una lindísima estampa iluminada, de esas que todos vemos y miramos sin escandalizarnos, ¡tal es el poder de la costumbre! Representaba a Venus acariciando a Adonis. Clemencia nada sabía de la impúdica mitología, ni menos de despreocupadas prerrogativas y de las abstraídas reglas de la belleza del desnudo. En casa de su tía, casa montada a la antigua, sólo el famoso Mercurio, envuelto el torso en una airosa banda, y adornado con alas, como la representación de un espíritu, había tenido el privilegio de bajar del Olimpo al patio de aquella morada. Así fue que apenas comprendió Clemencia lo que miraban sus ojos extáticos, cuando uniéndose a la exquisita pureza de su alma la debilidad en que su estado enfermizo y excitado había puesto a sus nervios, prorrumpió en sollozos de tedio, de vergüenza y de angustia, tapándose el rostro con ambas manos. Fernando al pronto se quedó parado: no comprendía; pero atribuyendo en seguida esta exquisita y delicada expresión de pureza en una niña que sólo conocía su convento, a escrúpulos de monjas, prorrumpió en cuanto vulgar sarcasmo ha inventado la grosería contra éstas, acabando por decir a Clemencia que una mujer como ella debería no haber salido nunca de su convento, en lugar de haberse prestado a ser la mujer de un militar.

Esta vida terrible al lado de un hombre, que sólo define bien la palabra atroz, digno marido para una joven de esas emancipadas que dicen con un candoroso cinismo que quieren amantes o maridos que las sobrepujen en audacia y energía; esta vida, decimos, si bien era tolerable a la encantadora mansedumbre de alma de Clemencia, no lo fue a su naturaleza física.

Así era que se desmejoraba con espantosa rapidez, sin notarlo ella misma. Sus huesos se señalaban al través de su pálido y amarillento cutis; no se alimentaba ni tenía quien cariñosamente le obligase a hacerlo. En breve no tuvo aliento para moverse, y ella tan hacendosa y tan dispuesta, pasaba sus días tendida inerte sobre un sofá, siempre paciente, siempre conforme y sin aun compadecerse a sí misma, lo que es un consuelo grande.

Habían pasado dos meses, y los buques que iban a llevar la tropa a Valencia, se hallaban prontos a darse a la vela.

Clemencia, no obstante, no estaba capaz de poder seguir a su marido.

Fernando se vio en la necesidad de escribir a sus padres el mal estado de salud en que se encontraba su mujer, que le obligaba a separarse dé ella y dejarla a su cuidado, hasta que terminada la guerra pudiese volver a su lado.

El día en que Fernando comunico a su mujer que iba a partir, y que ella permanecería durante su ausencia en casa de sus padres, lloró ésta con amargo desconsuelo.

-¿Lloras por dejarme? -le decía con ironía Fernando-: ¡pues me hace gracia! Tu amor, ya que te empeñas en persuadirme que amor sientes, es un amor de cuaresma, con unas lamentaciones en sí bemol, que hubiesen encantado a Jeremías, que era un marido pintiparado para ti.

Clemencia, en realidad se había apegado a su marido, porque era su marido. Como otra Santa Mónica, esperaba firmemente que Guevara tarde o temprano miraría la vida bajo su verdadero punto de vista, renunciando a la viciosa y disipada que llevaba, y que con la edad, su corazón se abriría a todas las virtudes y buenos sentimientos. No sabía la sencilla niña que es una vulgar injusticia achacar a la juventud los vicios, y a la edad madura las virtudes. Ignoraba aún que una naturaleza noble y elevada tiene la juventud virtuosa, y que una naturaleza mala y rebajada tiene viciosa la vejez.

¡Qué mina inagotable de amor es pues el corazón de una mujer buena!, de amor puro, noble y generoso, que se aumenta y aviva por la ausencia, por las desgracias, por la pobreza, por los males del cuerpo aun los más repulsivos y contagiosos del hombre que llama su marido; amor que eleva y realza la naturaleza humana, como la rebaja el amor que alimenta la vanidad o la pasión de los sentidos; amor que el mundo se atreve a denigrar con el nombre de tibio, los materialistas a burlar, con el de platónico; pero amor que ensalza la poesía, llamándolo ideal, y bendice el cielo llamándolo santo.

Guevara aprovechó la ida a Sevilla de la mujer del coronel, para enviar allí a Clemencia bien acompañada.

La pobre niña llegó en un lastimoso estado a casa de su tía. Su debilidad era tal, que el cansancio del viaje, unido a la emoción que le produjo el ver a su familia, le causaron un profundo desmayo.

La Marquesa, alarmada, convocó a los facultativos que declararon a la paciente en un estado muy grave. Esta declaración fue una sorpresa para Clemencia, pero no sorpresa aflictiva ni angustiosa; al contrario, pasado el primer sobresalto, consideró que si Dios la llamaba a sí, le haría un beneficio, pues por desgracia no se hallaba capaz de hacer la felicidad de su marido. ¡Ojalá pensaba, caso que Dios me deje la vida, pudiese volver al convento!

La pobre niña, como el ruiseñor enjaulado en el bullicio del mundo, suspiraba por la tranquila soledad de su floresta.

Clemencia había caído postrada; no obstante su juventud y buena naturaleza triunfaron. Estaba ya en plena convalecencia, cuando llegó la noticia de haber muerto Fernando como valiente en una arrojada empresa.

Clemencia lloró con tan abundantes y sinceras lágrimas a su marido, que nadie pudo nunca sospechar su infame comportamiento con ella. Todo lo calló siempre Clemencia; en vida de Guevara por un sentimiento de deber, en su muerte por un sentimiento de respeto.

Si hemos referido con rápida aglomeración todos estos eventos tan importantes en la vida de nuestra protagonista ha sido porque con la misma acaecieron, y que la propia impresión penosa, indefinida y amarga que dejará este relato en la imaginación del lector, fue la sola que dejaron estos sucesos al cabo de algún tiempo en el ánimo de Clemencia. Esto debió suceder; pues cuando a los diez y seis años, y con un carácter feliz e inclinado al bien hallarse, se sufren infortunios violentos pero cortos cual tormentas de verano, vuelve el ánimo a su calma, como después de aquéllas vuelve el cielo a su serenidad, sin dejar más rastro éstas que el beneficio del rocío en la tierra, y aquéllas que el beneficio de las lágrimas en el corazón. Puede pues considerarse el capítulo leído como transitorio, y lo es porque lo fueron igualmente los sucesos que encierra en la vida de Clemencia, formando en ella un episodio corto, terrible, asustador, para una mujer cuya alma y carácter eran opuestos a la lucha de las pasiones, y cuya impresión influyó poderosamente en el giro de sus ideas y sentimientos. Así, pues, será este conocimiento una clave para comprender los sentimientos e ideas de ella en lo sucesivo, y una prueba más de que no se puede echar ligeramente fallo alguno sobre los móviles que llevan a obrar a una persona, pues ¡cuánto no se habría engañado el que hubiese atribuido a frialdad, rareza o egoísmo el instintivo alejamiento a nuevos lazos que engendró en Clemencia su triste y mal avenida unión!




ArribaAbajoCapítulo X

Cuando Clemencia, aliviada de sus males y calmado su dolor, pudo ocuparse de lo que la rodeaba, halló poca variación en la superficie de las cosas en casa de su tía. El marqués de Valdemar había permanecido en Sevilla, lo que llenaba de satisfacción a la Marquesa, que decía a don Silvestre:

-Una gallina ciega halla a veces un grano de trigo; así usted acertó en darme el mejor de los consejos. Nada he escrito a mi hermana, y Valdemar no debe de estar desesperanzado, cuando permanece en Sevilla, frecuenta tanto mi casa, y lo noto animado y contento. Si era imposible que esa niña, que no tiene un pelo de tonta, jugase su suerte por aquello de la tuya sobre la mía.

-¿Lo ve usted, señora? -contestaba don Silvestre-: es preciso siempre dar tiempo al tiempo, y no partir de ligero como esos diabólicos caminos de hierro.

Constancia seguía metida en sí como antes. Bruno de Vargas taciturno, y Alegría más animada, más ocupada en lucir y seducir que nunca.

Doña Eufrasia seguía curioseando, entremetiéndose en todo, plantando frescas y tomando su chocolate, y don Galo, amable y cortés como siempre, acompañaba a Clemencia en su sentimiento, y sacaba los números de la lotería.

En cuanto a Pepino, no paraba de refregar descomunalmente los cuchillos, cuidando al desalado Mercurio y cantando con una voz entre gangosa y nasal:


Para no llegar a viejo,
¿qué remedio me darás?
-Métete a servir a un amo,
y siempre mozo serás.

A todos, menos a don Galo, había hallado Clemencia fríos con ella; pero quien ostentaba, digamos así, un frío glacial, era el marqués de Valdemar, lo que fue tanto más extraño y triste para Clemencia, cuanto que le quedaba un grato recuerdo del interés marcado y de la delicada benevolencia que le había mostrado al conocerla.

La pobre niña, viuda ya, empezó entonces a afligirse sobre su suerte, que la traía a una casa, a cuyo amparo había perdido derecho, desde que amparada por un marido, había salido de ella. Aunque su tía la había recibido bien, ni un ofrecimiento, ni menos una súplica le había dirigido, que tuviese por objeto el que permaneciera en ella.

Uníase a esto la impresión que le había dejado un coloquio que había oído cuando estaba postrada en cama, el que tenía lugar en el cuarto inmediato entre Alegría y su madre, que en vano suplicaba a su hija que bajase la voz.

-Señora -decía Alegría-, ¿va usted a cargar con ese censo irredimible? ¿No tiene suegros ricos? A ellos les toca hacerse cargo de la viuda de su hijo.

-Pero no me toca a mí indicarlo, ¿entiendes? -y habla más quedo.

-Pues yo soy de parecer que os toca -repuso Alegría en su mismo tono-, si es que se hacen los remolones.

-A lo menos, en este momento no. ¿Querrás darme lecciones de lo que tengo que hacer? Es tu prima hermana, sobrina carnal de tu padre, y no está en el orden que yo haga gestión alguna para que salga de casa. Para mí es la pejiguera: a ti, ¿qué te estorba?

-Señora, todo injerto hace daño a las ramas. Si viviese usted en Villa-María, y sus suegros en Sevilla, ya haría ella porque la llamasen; pero siendo lo contrario, ya la puede usted contar entre sus bienes vinculados.

La pobre Clemencia llegó, pues, a sentirse tan sola y abandonada, que pensó suspirando que mejor le hubiera sido morir y reunirse así a su marido en otro mundo, en donde, bajo los ojos de Dios y libres de pasiones terrestres, habrían sido felices.

Una mañana en la que la pobre solitaria se entregaba tristemente a sus amargas y desconsoladoras reflexiones, sintiendo hondamente no poder volver a su convento, cerrado aquel refugio a las almas desvalidas, a las vocaciones religiosas, a los corazones quebrados, con los que la libertad no repara en ser la más arbitraria déspota, le entregaron una carta: abrióla con sorpresa. Era este su contenido:

«Hija muy querida. No soy pendolista ni palabrero; pero no hay que serlo para decirte con pocas y verdaderas palabras que tanto mi señora como yo, que conocemos tus circunstancias, lo bien que lo has hecho con el trueno de mi hijo (Dios le haya perdonado), y que hemos quedado solos como troncos sin ramas, deseamos tenerte a nuestro lado, como compete a la viuda del solo hijo que Dios nos había dejado.

Vente, pues, con tus padres a esta tu casa. Tú serás nuestro consuelo, cuanto hacer podamos se hará para procurártelo a ti.

Adiós, hija: no soy más largo, por lo que arriba dejo dicho, que no soy pendolista, pero sí tu padre que te estima y ver desea.

Martín Ladrón de Guevara».

Mientras Clemencia, llena de consuelo y satisfacción, leía esta carta, tenía lugar entre la Marquesa y su amiga doña Eufrasia una conversación confidencial que debía arrastrar grandes consecuencias.

Después de entrar esta intrépida consejera intrusa, y saludar a la Marquesa con su infalible «Dios te guarde», le preguntó:

-¿De quién es una carta que ha recibido la viudita?

-¿Clemencia, una carta? No sé, ni acierto de quién pueda ser.

-¡Ya! Si tú no sabes en punto a lo que pasa en tu casa de la misa la media.

Doña Eufrasia acababa de herir el amor propio de la Marquesa en su parte más sensible; es sabido que siempre lo ponemos en aquello mismo de que carecemos. Richelieu lo ponía en tener dotes de poeta; la Marquesa en tener ojos de lince.

-¡Vaya! -exclamó-, ¡vaya si sé! Nada se me escapa a mí; conozco hasta las respiraciones de todos los de mi casa, y lo que no puedo averiguar, lo sé por Pepino.

-Pues ni tú ni tu atélite Pepino, a quien se lo pregunté, sabían nada de la carta.

-¿Y de quién podrá ser? -preguntó pensativa la Marquesa.

-¡Toma! de algún pretendiente. ¿Qué duda tiene? Las viudas tenemos un garabatillo particular y pretendientes por docenas. ¡Vaya si los he tenido yo! No ha muchos años que andaba uno tras de mí que bebía los vientos; yo estaba a tres bombas con él, hasta que un día pensé: basta de monicaquerías; sabes que tengo malas pulgas y que no me he de morir de cólico cerrado; así fue que me planté como vara flaca, y le dije: ¿qué se ofrece, que anda usted tras de mí como la soga tras del caldero? Me dijo entonces con más palabras que un abogado, que me quería y qué sé yo qué más chicoleos. Le dejé acabar su retahíla, y le dije: ¿Y qué más? -Me respondió que lo que deseaba era que le diese una cita-. Bien está, -le contesté-. ¿En dónde? -me preguntó-. En San Marcos4, -le grité-, so descabellado, y le volví la espalda.

-¿Pero quién podrá ser ese pretendiente? -dijo la Marquesa, que preocupada, no había prestado atención alguna a la aventura amorosa de su amiga.

-Anterior debe de ser a su viudez el enamorado, puesto que desde que murió el marido (buen calavera era, según he oído decir), no ha salido ella apenas de su cuarto.

-Es muy cierto. ¿Si será de...?

-¿Del lengüilargo desfachado de Paco Guzmán? No; ése anda tras de la buena alhaja de Alegría.

-¡Qué disparate, mujer!

-No tengas cuidado; que ella no lo quiere sino para pasar el rato: pica más alto.

-¿Si será la carta de Valdemar?

-¡Ahí va la cosa! Temes que sea del Marqués, porque lo quieres tú para Constancia: ¡acabáramos! aunque me lo has tenido callado, lo que es una potable falta de confianza, no creas que yo me chupe el dedo, y que no vea lo que pasa. Pero si Constancia no lo quiere, ¿a qué estás ahí nadando contra la corriente?

-Es -repuso la Marquesa, que ya no pudo ni quiso negar- es, que el no querer Constancia es un necio capricho de niña voluntariosa que se le irá pasando, que se le va pasando ya.

-¡Pasando! -exclamó doña Eufrasia-. Vamos, mujer, que estás en Babia. ¡No digo que no sabes lo que sucede en tu casa!

-¿Qué quieres decir con eso, Eufrasia? No seas como el reloj de Pamplona, que apunta, pero no da. A mí no me gustan las palabras preñadas, ni las retrecherías, ¿estás? O se dice todo lo que a entender se da, o no se da a entender nada.

-Pues no diré nada.

-Eso de tirar la piedra y esconder la mano, es muy fácil, hija mía, y sólo lo has hecho Para darme a entender que sabes más de mi casa que yo misma, lo que es una pretensión ridícula.

-¿Sí? ¿Crees eso? -repuso picada doña Eufrasia- pues mira, lo diré porque hago refacción de que no tengo por qué callarlo, aunque luego te pese saberlo: tú lo quisiste, tú te lo ten. Constancia ni quiere al Marqués, ni a San Crispín que le propusieras, porque quiere a Bruno de Vargas. Ea, ya lo sabes.

Es imposible describir el asombro de la Marquesa al oír estas palabras.

-¡No puede ser! -exclamó.

-No sé por qué -repuso la reveladora.

-No lo creo.

-Pues no lo creas; el creer pende de la voluntad.

-Si nada he notado.

-Eso es lo que yo te decía.

-¿En qué ha pensado esa niña?

-En lo que piensan los que se enamoran.

-Sería una insensatez.

-Razón más para que lo hiciese.

-No lo creo, y no lo creo.

-Pues ¿qué me dirás si te digo que yo, yo, yo misma los he visto hablando por la reja?

La Marquesa se puso ambas manos en la cabeza. En seguida se levantó, aprestó precipitadamente unos avíos de escribir algo desparejados, y empezó una carta a su hermana, mientras decía entre cortadas frases:

-Eufrasia, hija mía, por Dios, calla esto, que no se trasluzca que yo lo sé, hasta que diga mi hermana lo que se ha de hacer, ¡qué pluma! ¡qué niña! Hermana, no es culpa mía. ¿A qué hora sale el correo? ¡Ay qué niña! ¡qué niña! Yo me voy a volver loca. ¿A cuántos estamos? ¿Quién se vio nunca en semejantes apuros?

-Escribe, escribe -murmuraba entretanto doña Eufrasia- sobre que en no consultando con tu hermana, no sabes qué hacer; ¡por vía de los moros de Berbería! ¡Cuidado con las mujeres que no saben atarse las enaguas!

A los pocos días recibió la Marquesa la contestación a su carta. Su hermana escribía furiosa, y después de hacer las más acerbas reconvenciones a la Marquesa, le prescribía el poner a su hija entre la alternativa de casarse con Valdemar, disfrutando de todas las ventajas ya mencionadas, o de ser enviada a una hacienda aislada, en que sola y sin nocivas influencias podría hacer saludables reflexiones y refrescar sus cascos, mientras ella cuidaría de que Bruno de Vargas, que desde tanto tiempo se solazaba en Sevilla, fuese a ocupar una vacante en Melilla, poniendo así el mar por medio de tales cabezas a la jineta.

La Marquesa lo hizo todo según se lo prescribió su hermana. Empezó por hacer las más agrias reconvenciones a su hija, pasó después a los consejos, a los ruegos; pero halló a Constancia tan firme e inmutable, que tuvo que acudir a las amenazas, las que no habiendo producido mejor resultado, la Marquesa, fuera de sí, dispuso desde luego el viaje.

Para evitar el escándalo, y dar a este viaje un colorido natural y pacífico, la Marquesa, a quien Clemencia había participado la carta de su suegro y su intención de trasladarse a Villa-María, rogó a ésta que acompañase a Constancia en su viaje, pudiendo de esta suerte decir para disimular la realidad, que iba Clemencia a convalecer con los aires del campo, y que Constancia la acompañaba.

La dócil niña, siempre complaciente, accedió a los ruegos de su tía y contestó a su suegro en este sentido, añadiendo que ansiaba por el día feliz en que dejase de ser huérfana, hallando padres en los de su marido.

Constancia sufrió impávida y callada las persecuciones de que fue objeto; no derramó una lágrima al separarse de Bruno, al que mandó por Alegría, que se mostró en esta ocasión muy propicia a servir a su hermana, una sortija de oro, alrededor de la cual hizo grabar: Constancia.




ArribaAbajoCapítulo XI

En la orilla del mar tenían los marqueses de Cortegana, un coto agreste y solitario. No lejos de la playa se levantaba un gran caserío sólido y duradero, pero sin gusto y sin comodidades; formaba esta mole un cuadrado, en medio del cual había un vasto patio empedrado, en cuyo centro se elevaban dos palmeras que desde lejos se veían mecer sus copas como negando la entrada del austero y solitario edificio.

En uno de sus lados tenía este caserío una inmensa portada, sobre la que se elevaba una especie de torrecilla, en que estaba un nicho pequeño con la imagen de nuestra Señora de la Soledad, de la cual tomaba el nombre la posesión.

En frente de la portada, sobre unas gradas, estaba una sencilla cruz de madera. Al lado derecho de la puerta colgaba una cadena perteneciente a una campana que pocas veces anunciaba la llegada de un forastero. La fachada, que daba frente al mar, tenía enrejadas las pocas ventanas abiertas en el edificio, que tomaba luz del patio, lo que le daba un aire aun más adusto y reconcentrado.

En uno de los hermosos días de otoño, que son un blando y fresco recuerdo de los de verano, apareció en apresurado y no interrumpido trote una berlina tirada por seis caballos, dirigiéndose hacia aquel caserío. El hondo y uniforme ruido de las ruedas sobre la tierra seca no era interrumpido sino por los gritos angustiosos con los que los mayorales animan, o mejor dicho, asustan o angustian al ganado. Paró ante la portada, y resonó en el aire el claro sonido de la campana, despertada por la cadena de su largo sueno.

A ese inesperado toque, aquel callado y soñoliento recinto pareció despertarse sobresaltado; los perros ladraron, las gallinas y pavos huyeron cacareando, los chiquillos gritaron, y por último, se oyó el ruido que hacía al descorrerse un enorme y enmohecido cerrojo; las pesadas puertas chillaron sobre sus goznes, y el coche entró en el grande y alegre patio.

Asombrada acudió la casera, que era una buena anciana que allí vivía con sus hijos y nietos.

-¡Válgame Dios, señorita! -exclamó apurada-, ¿y por qué no se me ha avisado esta venida, y habría tenido limpio y aviado siquiera lo alto?

-Se pensó de pronto -respondió Andrea, que acompañaba a las dos primas que venían en el carruaje-. A la señorita Clemencia, que ha estado muy mala, le mandaron los médicos los aires del campo, sin desperdiciar un día del blando otoño.

La casera, que se llamaba Gertrudis, fue a traer un manojo de enmohecidas llaves, y subió la escalera, seguida por las recién venidas.

La simplificada distribución del piso alto era una serie de salas, en que se entraba de una en otra. Por los rincones se veían montones de semillas, rimeros de hojas de palmito y haces de caña para hacer escobas. Por las paredes colgaban algunos trevejos, como cinchas, albardas, cuerdas, ristras de ajos y de pimientos.

Las telarañas eran tan vetustas y estaban tan espesas y tupidas, que parecían bienes amayorazgados, heredados por varias generaciones. De las vigas colgaban asidos a ellas por sus garras, familias enteras de dormidos murciélagos. Los ladrillos, por no tener pies no andaban sueltos, y por todas partes era el polvo tan espeso, que daba a este conjunto ese tinte mustio y gris, que es el del abandono y del olvido.

Después de atravesar varias piezas, llegaron a la que hacía ángulo y a otras que le seguían, que eran las que tenían ventanas, las cuales daban vista al mar. Aquí se hallaron con algunos sillones, de cuyo forro de tripe o terciopelo de lana no quedaba sino lo que los clavitos dorados que lo habían sujetado retenían aún con su diente de, hierro, y en cuyo rehenchido de crin, habían anidado pacíficamente los ratones. Una mesa grande de nogal con pies torneados en espiral, y una gran cama de alto espaldar con ribetes y medallones que habían sido alguna vez dorados, se hallaban desparramados en una sala vasta que tenía una chimenea ancha y baja, la que abría frente de las ventanas su negra boca, y parecía bostezar de fastidio.

En las puertas de madera de las ventanas había postigos, en que verdeaban pequeños vidrios engarzados en plomo.

Gertrudis, después de instaladas sus huéspedes, bajó para cuidar de que se subiesen los colchones y baúles que venían en la zaga de la berlina.

-¿Con que esta es mi cárcel? -dijo con una sonrisa tan amarga como desdeñosa Constancia, contemplando aquellas destartaladas, vacías, sucias y frías habitaciones-. ¡Él a un presidio, y yo a un destierro! ¡Esto es nunca visto, y es lo que se cuenta tenía lugar allá en los tiempos bárbaros! ¡Si lo que me sucede a mí se pusiese en una novela, se diría que eran dislates de novelistas, que se devanan los sesos para inventar cosas extraordinarias! ¡Desterrada, presa por el delito de no sacrificar la felicidad de mi vida entera a las miras ambiciosas de una tía que odio, y a las miras interesadas de una madre que no amo!

-Constancia -exclamó Clemencia-, por Dios, no digas que no quieres a tu madre. ¡Qué atrocidad! Ni lo piensas ni lo sientes. Acuérdate de que hija eres y madre serás.

-Si no lo sintiese no lo diría, así como porque lo siento no lo callo -contestó Clemencia-. Si es virtud amar a quien nos hace mal, es virtud que no tengo ni quiero fingir.

-Pero, Constancia -repuso Clemencia-, si cuanto hace tu madre es porque te quiere. Sosiégate, prima; piensa que no ha sido la voluntad de Dios que te cases con Bruno, y que de esta suerte quizás te libras de muchas penas y de males sin fin, y confórmate con ésta que es transitoria. Ten presente que dice San Agustín que agradamos a Dios cuando su voluntad nos agrada.

-Si así sabes tú amar -contestó agriamente Constancia-, no es extraño lleves con tan envidiable resignación la muerte de tu marido.

Clemencia se sonrojó como una culpable, y Constancia prosiguió:

-Si has venido a predicarme, mejor habrías hecho en dejarme sola; yo no temo a la soledad; para mí es todo soledad donde no está él. Así, si quieres que sigamos viviendo unidas, no vuelvas a tocar este punto ni me prediques olvido, que sería como si al viento predicaras constancia; y si no, tú vivirás en un lado de esta amena quinta y yo en el otro.

Al contrario de Constancia, que se sentía presa en aquella soledad campestre y tranquila, Clemencia se sentía simpáticamente acompañada por los bellos objetos de la naturaleza. Criada en el convento, nunca había disfrutado del campo, y su alma se ensanchaba al recorrer aquellos campos, al vagar por aquellas playas. Se alegraba su ánimo al contemplar aquel espléndido cielo, pues como dice Lamartine, allí donde el cielo sonríe, impulsa al hombre a sonreír también. Admiraba horas enteras la reventazón de las olas del mar, que en tan airoso y grave movimiento se henchían para extenderse en espumoso torbellino sobre la dorada arena. Complacíase en observar las formas caprichosas de las rocas, esas masas anfibias, alternativamente cubiertas por las olas y alumbradas por el sol, insensibles a las caricias de éste y a la amargura de aquéllas, pues nada temen y nada esperan.

Los pajaritos cantaban tan alegres en aquella tranquila Tebaida, que demostraban en eso cuán poco pertenecían a la tierra.

-¿Qué admirable poder -se decía Clemencia siguiendo con la vista sus ligeros revoloteos- puso el canto en estos pequeños, lindos e inofensivos seres, que no puede nadie contemplar sin enternecida y tierna simpatía?

Y mirando en seguida a los nietos de la casera, que la acompañaban en sus excursiones, jugar alegremente a sus pies, exclamaba:

-¡Qué hermosa y tranquila hace Dios la vida a la inocencia!

Todo aquello le infundía mil sensaciones y pensamientos, pues como dice Balzac: le paisage a des idées; el paisaje tiene ideas.

Es cierto que el paisaje que la rodeaba, compuesto por el mar y un coto de tierra llana, sin accidentes de terreno, sin árboles, sin agua, ni más señales de habitación humana que la cuadrada y pesada mole del caserío que habitaban, no pertenecía al orden del paisaje que se denomina ameno o romántico; y no obstante, ¿cuál es el encanto que existe en una naturaleza inculta y uniforme? ¿Por qué infunde ésta ideas alegres y elevadas, mucho más que lo hacen los frondosos paisajes, con sus bosques, sus quebradas, sus arroyos, sus variadas vistas, en las que todo se mueve, se engalana, se agrupa vistosamente? Puede que el amor al país y la costumbre participen al primero su encanto; puede que sea un sentir peculiar a la persona que esto escribe; pero ello es que una dehesa uniforme con su sello de primitiva y libre vegetación, un cielo puro y alto, un mar azul que compite en brillo y grandeza con el cielo, un caserío austero y grandioso, cuidando de su fuerza sin atender a su adorno, le parecen llenos de una majestad serena que ensancha el alma e impregna el ánimo del tranquilo goce de la soledad y de la gran sensación de lo infinito. Parece allí la tierra más humilde y el sol más sonriente, si es lícito expresarnos así. Es allí el aire más puro y más balsámico, profusamente impregnado como se halla del enérgico perfume de las silvestres plantas. Pocas cosas distraen la contemplación en aquella grave naturaleza, que parece ella misma meditar abstraída. ¿Y por qué no sería bella una dehesa con sus inmensos horizontes y el magnífico tapiz que la cubre? Son sus tramas las sabinas, de la triste y austera familia del ciprés, las que se creerían una filigrana de bronce, si no diesen incienso a las iglesias pobres; los juncos que delgados y débiles se apiñan en los sitios areniscos y bajos, y que humildes visten de hábito pardo sus florecitas; el airoso palmito tan reconcentrado y arraigado en la tierra que lo cría, de exterior áspero y recio, y de tan tierno corazón que lo anhelan los niños cual almendras; el tomillo, de tan poca apariencia, tan pobre y tan mezquino de hojas, y tan rico y pródigo de fragancia; las esparragueras, que se adornan con sus frutas encarnadas como con corales; las descabelladas retamas, que se salpican como de grajea con sus menudas y olorosas florecitas blancas; los gayumbos, que en marzo se cubren de sus perfumadas y doradas flores, con la profusión con que otras plantas se cubren de hojas, y sobre todo el agreste lentisco, impasible veterano, fiel a todas las estaciones, como un amigo en todas las desgracias; siempre verde como una esperanza sin desengaño, que no alteran fríos ni calores, sequías ni borrascas, cual si sus hojas fuesen de esmeraldas y su tronco de hierro, digno de representar la inmortalidad como el laurel, la fuerza como la encina, y la constancia como la siempreviva. Dora todo esto ese brillante sol, centro y hogar de la luz material de los ojos, cuya debilidad deslumbra, como es Dios el centro y hogar de la luz de la inteligencia, cuya incapacidad confunde. ¡Oh! ¡cuán dulce sería -se decía Clemencia-, con una conciencia pura y tranquila, acostarse en brazos de esas fragantes yerbas, y los ojos alzados a la brillante bóveda, morir alumbrada por el sol, suavemente arrullado nuestro último sueño por el dulce murmullo de las perezosas olas del verano, y el susurro del aura entre las plantas, subiendo así nuestra alma en un himno de alabanzas y adoración al cielo, como se alza a las alturas la armoniosa alondra! ¡Dios y criador nuestro! ¡cuánto ansía el alma volar a ti, y cuánto se esfuerza la materia por retenerla! ¡qué penoso nos hace el trance de la muerte y con cuántos horrores lo rodean, con el fin de apegarnos a la vida!




ArribaAbajoCapítulo XII

Cual el niño que despoja una rosa, y echa sus hojas al aire, el tiempo va deshojando los meses, y echando sus días en lo pasado. Pasan y pasan éstos en su incesante marcha: tal rápido, alegre y risueño, como un amorcillo alado; tal enlutado y grave como fantasma; tal sereno y santo como un ángel: éste es aquel en que hemos hecho una buena acción. Pero ninguno deja más paz en el corazón y acerca más el alma a Dios, ninguno marca con más placer con su dedo nuestro buen ángel, que aquel en que perdonamos a un enemigo; y si después de perdonarlo, le hacemos bien, es que nuestra alma ha sido digna de que en ella resuene el eco de aquella santa y gloriosa deprecación: Padre, perdónalos.

Todos somos caritativos; un alma sin caridad no existe, o si existe es un monstruo tal que no se concibe; pero no lo somos bastante.

La caridad es la única cosa en que no cabe exceso: amor no dice basta; pero la caridad tiene enemigos que la combaten, porque en derechura nos lleva al cielo. Aquí la avaricia cierra la mano, que ya se abría para derramar esos bienes que Dios nos dio, con el cargo de repartirlos, pues son suyos; aquí la pereza traba los pasos que íbamos a dar en favor de un desgraciado, y aquí el orgullo, ese enemigo, el más terrible del hombre, hiela sobre nuestros labios el perdón y la reconciliación que la caridad hacía brotar del corazón, y este es el mal que nos aqueja hoy. ¡Dios mío! ¿Quién al ver la era actual no se pregunta horrorizado: somos hermanos, o somos enemigos?

Suaves para Clemencia, ásperos para Constancia, habían pasado los días.

Había sobrevenido el mal tiempo, y aquella calma y tranquila naturaleza había cambiado de aspecto.

Aparecieron pesadas y lentas nubes que cubrieron todo el horizonte, interponiéndose entre el firmamento y la tierra cual un triste desierto, como se interpone la incredulidad entre el corazón del hombre y el cielo. Por un día reinó una completa y mustia calma, cual si los elementos se preparasen y tomasen aliento para su inmensa lucha, día oscuro y silencioso como un negro presentimiento. La mar se retiró al bajar la marea, al parecer tranquila, descubriendo negras y picudas las hileras de rocas que a ambos lados de la playa se internaban en ella como los dientes de un enorme monstruo con la boca abierta para devorar una presa.

Las plantas inmóviles, parecían sólo ocuparse en profundizar sus raíces, como el marino que prevee la tempestad se ocupa en cerciorarse de la firmeza del áncora en que confía.

Los pajarillos, con el barómetro que Dios puso en su instinto, revoloteaban piando con angustia y buscando un abrigo; el cielo encapotado y el mar soberbio, se miraban como dos enemigos; todo callaba en el solemne silencio del presagio y del temor.

Pero al siguiente día se oyó de lejos y hacia el sur, un ruido lejano y sordo, confuso, indistinto, terrificante; era la espantosa voz de la tempestad que se acercaba a aquellos parajes petrificados por el espanto.

Al fin llegó el huracán, y la espantosa lucha se declaró. Aullando solevantaba el viento la mar, que le respondía con bramidos. Sacudió las plantas que temblaban; dobló hasta el suelo la cima de los arbustos que descollaban y resistían, traspuso instantáneamente las dunas de arena que yacen muertas en las playas, como si el mar las hubiese majado, y que confían en su pesada inercia; destrozó y puso en fuga espesas y compactas nubes; se estrelló sobre las sólidas y fuertes masas del edificio, penetrando en impetuoso torbellino en su gran patio, martirizando las inofensivas palmas, que mecidas por él en incesante balance sobre su tronco, miraban la tierra como para medir la altura de su próxima caída.

Asombradas Constancia y Clemencia en medio del general movimiento y del estruendo que formaban como en coro las voces de la naturaleza, todas en aquella ocasión plañideras, furiosas o amenazantes, estaban en pie delante de la ventana y fijaban sus angustiosas miradas en el mar, observando cómo unas después de otras llegaban las inmensas olas, tragándose la que llegaba a la que había reventado en la playa, y retrocedía inerte hacia su negro centro, y siempre cada cual con el mismo hondo rugido como el fúnebre e invariable saludo de los trapenses. Sobre las rocas era donde más se desencadenaba su ira. Allí formaban torbellinos, estrellándose unas contra otras, alzándose cual saltaderos colosales y mezclando sus aguas amargas a las dulces de las nubes.

-Esto es grande e imponente -dijo Clemencia.

-Esto es horroroso y aterrador -repuso Constancia.

Más temprano que otros días, y como atraída por la tempestad, llegó la noche. Gertrudis entró cargada de leña para avivar el fuego en la chimenea.

-Vengan ustedes a calentarse, señoritas -dijo-; que el viento, como no tiene huesos, cuela por esas rendijas, y estarán ustedes arrecidas de frío.

-Esto es espantoso -repuso Constancia al acercarse a la chimenea-: ¡cuán pavorosamente aúlla el viento en prolongados quejidos o furiosas ráfagas! ¡cómo insulta al mar, y cómo se embravece éste! Imposible será que nadie pueda dormir esta noche.

-¡Qué! Señorita, estamos hechos; todos los años por este tiempo, cuando las noches se van tragando los días, se arma esta gresca: esto nos arrulla el sueño.

-Si pudiese, huiría de aquí esta noche -dijo Constancia-; estoy horrorizada; el corazón no me cabe en el pecho, tengo miedo.

-Señorita, por Dios, ¿y de qué? -repuso Gertrudis-; gracias a Dios que vinieron los temporales; que el agua hacía mucha falta, y las nubes tienen un cuajo y son tan haraganas, que si no las arrea el viento, no se mueven. ¡Vaya! De poco se asusta usted. ¿Acaso el ruido hace daño ni rompe hueso?

-Es -dijo Constancia-, que parece que el mar se quiere tragar a la tierra, y cada uno de sus bramidos una amenaza.

-¿No ves -dijo Clemencia para tranquilizar a Constancia-, cómo le falta aliento al vendaval y desmaya, y cómo aquella alta roca en la playa se levanta cual dedo que tuviese la misión de advertir al mar que no traspase sus límites?

-Deje usted al viento y al mar que se alboroten y rabien; un freno tienen, que no romperán -dijo Gertrudis.

-Pero, ¿y los infelices que pueden peligrar?

-¿Y por qué había de dar la casualidad de que nadie peligrase? Pero ya veo que tienen sus mercedes buen corazón y buenas entrañas, así como una señora que estuvo aquí en una ocasión. ¡Pobre señora, qué noche pasó! Bien que el caso no era para menos. ¡Qué noche pasamos todos!

Apresuráronse Constancia y Clemencia a preguntar a Gertrudis cuál era el caso a que se refería, y Gertrudis, con ese afán comunicativo que tienen las gentes en general, y las ordinarias en particular, en lo concerniente a lo horrible y extraordinario, sin pararse en cuán poco a propósito era el momento para referir cosas de esa naturaleza, qué sólo servirían para aumentar el estado agitado y sobrexcitado en que se hallaba el espíritu de las niñas, empezó así su relato, de que damos un extracto.

-Por el año de treinta y cuatro, cuando el cólera, cada cual trató de huir de los pueblos contagiados, y aislarse en el campo. La señora había ido a una de sus haciendas, y ofreció este coto a una de sus amigas, cuyo marido estaba ausente. Vagaba en aquel entonces por estas tierras una partida de ladrones que tan pronto se hallaban en una parte, tan pronto en otra, huyendo a Portugal cuando se veían acosados de cerca, sin que se les pudiese dar alcance: así es que tenían asustado al mundo entero por las atrocidades que de ellos se referían. Mi marido (en paz descanse) vivía con vigilancia, y las puertas de la hacienda, siempre cerradas, no se abrían. Una tibia noche de otoño se había dejado caer más negra que el viernes santo, más callada que un cementerio. La señora se había sentado junto a una ventana, y estaba embelesada; la moza y yo platicábamos, dándole cuerda al reloj, que señalaba las doce, cuando de repente fue interrumpido el silencio por un grito agudo que resonó a poca distancia del caserío, y que decía: «¿No hay quien me favorezca?». La señora saltó de su asiento, más blanca que una imagen de piedra. -¿Qué es eso?-exclamó despavorida-. ¿Qué ha de ser? -respondí-: algún infeliz que pide socorro.

-Llamad a vuestro marido -exclamó la señora-, y a vuestros hijos. ¡Jesús! que no pierdan tiempo en socorrerle. Pero mi marido se negó a ir. -Señora -le dijo-, haré cuanto su merced me mande; pero en cuanto a eso es imposible. Esa es una treta de la que suelen valerse esos desalmados, como ha sucedido ya muchas veces, para que les abran las puertas de las haciendas, en las que se arrojan en seguida a saquearlas. La señora se estremeció y dejó de insistir, pero en aquel instante volvió a oírse el grito más angustioso, «¿no hay quien me favorezca?».

-¿Quién oyó jamás -exclamó la señora fuera de sí y dando vueltas por el cuarto-, quién puede oír gritar que le favorezcan, y no acudir en su auxilio? No es dable, no hay consideración, no hay peligro que pueda ni deba impedirlo. ¡Oh! ese es un impulso que nada puede ni debe retener, pues Dios lo otorga y lo sanciona. ¿Qué decís vos? -añadió dirigiéndose a mí.

-Señora -contesté-, Curro tiene buenas entrañas, y a valiente no lo gana ninguno; cuando él no lo hace...

-Es porque no debo hacerlo -dijo Curro-; además, la partida es de diez hombres, y acá solo somos tres: ¿qué podríamos hacer? Señora, responsable soy de la hacienda de su mercé y de sus hijitos, que además de todo podrían llevarse en rehenes.

La señora, al oír estas palabras, se dejó caer más muerta que viva sobre una silla.

Curro y mis hijos tomaron sus escopetas haciendo de vigías, y dando vueltas por el patio. Así pasó aquella lóbrega noche, oyendo de rato en rato aquel clamor siempre el mismo, ¿no hay quién me favorezca? pero cada vez fue más de tarde en tarde; cada vez más plañidero, cada vez más débil, hasta que se fundió en un gemido, en un estertor, en un suspiro.

No les pintaré a ustedes la noche que pasamos, en particular la señora, que no sabía dónde huir de aquel espantoso clamor, (que en el silencio de aquella noche de calma en que todo callaba y estaba inmóvil como petrificado por el horror, y en que la misma noche parecía dormir y haber cerrado sus ojos, pues no se veía estrella alguna) se esparcía por todas partes claro y distinto como se esparce la luz. Ya ven ustedes -añadió Gertrudis-, que no es el viento ni la mar los que pueden causar más espanto y dar peores noches. ¿Qué nos importa que se jaleen el viento y la mar? Estos son sus desahogos, como los tiene el caballo que libre de su freno corre y retoza a su placer, hasta que lo llama su amigo.

-Pero a la mañana siguiente -preguntó Constancia-, en quien la narración había aumentado el pavor y la angustia, ¿a la mañana siguiente averiguose algo?

-A la mañana siguiente -respondió Gertrudis-, subió mi marido al mirador, y habiéndose cerciorado de que cuanto alcanzaba su vista todo estaba solo y tranquilo, abrió la puerta, salió y... Pero señoritas, están sus mercedes temblando y con las caras como azucenas: hablemos de otra cosa.

-No, no -exclamó Constancia-, acabad. ¿No sabéis que lo real, por terrible que sea, lo es menos que lo vago, y que es más terrible la sensación al caer, que no el golpe de la caída?

A la mañana siguiente pues -prosiguió Gertrudis-, halló Curro al pie de la Cruz un hombre muerto.

-¡Jesús, María! -exclamaron Constancia y Clemencia.

-En su larga agonía, y en las ansias de la muerte, se había él mismo medio enterrado en la arena.

-¿Había sido asesinado?

-No -respondió Gertrudis-; era una muerte natural.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Constancia-, cruzando sus manos: ¡la caridad lo hubiese quizá salvado, y la prudencia lo dejó morir!

-¡Ay! señorita -dijo Gertrudis-; jamás se lo perdonó el pobre de mi Curro, que desde aquel día hincó la cabeza y no volvió a estar nunca más alegre, y en los delirios del tabardillo que se lo llevó años después, repetía sin cesar y asombrado: ¿No hay quien me favorezca?

En este instante un sonido brusco, fuerte, bronco y grave, interrumpió el silencio que siguió a las últimas palabras de Gertrudis, el que pasando en una ráfaga del huracán por cima del edificio, fue a perderse con él, en la inmensidad del coto.

-¿Qué es esto? -exclamaron ambas jóvenes-, saltando de sus asientos.

-Es -respondió angustiada Gertrudis-; una boca de bronce que dice eso mismo; ¿no hay quien me favorezca?

-¿Una boca de bronce? ¿Cómo? ¿Cuál?

-La de un cañón.

-¿De un cañón? ¿Dónde está?

-En un buque.

-¡Jesús, María! ¿Y pide socorro?

-Sí, porque naufraga.

-¿Y no se le puede socorrer?

-Señoritas -respondió Gertrudis sonriendo tristemente como se sonríe a un niño-, ¿cómo queréis que le podamos socorrer? Pero dígoles a ustedes señoritas -añadió la pobre mujer, estremeciéndose al oír un nuevo cañonazo-, que ni en el infierno se halla tormento mayor que oír pedir socorro y no poder prestarlo.

¡Cosa singular! Repetíase por segunda vez la terrificante noche cuya pintura había hecho Gertrudis, sólo que el clamor, ¿no hay quien me favorezca? en la ocasión que había descrito Gertrudis, era claro, plañidero, y llegaba como el eco de la debilidad que sucumbe, el clamor que parecía respetar la naturaleza con su silencio; y que esta otra deprecación a la humanidad que resonaba a intervalos, era fuerte, solemne, heroica como la fuerza que lucha, y llegaba sobre las alas del huracán que lo arrastraba consigo como el girón de una bandera que aun sucumbiendo detiene en su mano el valiente. ¡Noche espantosa! Noche en que por segunda vez se presentaba en aquel lugar la atroz realización del desamparo! ¡Tremenda palabra! ¡El desamparo que arrancó al Dios-Hombre en la cruz, su último gemido y su sola queja!

Cuando el día echó sus primeras luces, pálidas y macilentas, alumbraron cual las de los blandones, los cadáveres de unos náufragos que la mar había echado a la tierra, y a quienes la muerta y fría arena servía de adecuado féretro. Hacia las últimas rocas se veían sólo los masteleros del barco naufragado, como cruces sobre sepulturas.

-Volemos -exclamó Constancia-, en quien una espantosa y febril actividad demostraba un angustioso sobresalto; puede que aún se pueda socorrer a alguno. Y tomando de la mano a la trémula Clemencia, ambas en un entusiasta arranque de compasión, volaron hacia la playa, en la que aún venían soberbias las olas, cual montes de agua a arrojarse sobre la arena. Andrea, Gertrudis y los demás las siguieron; pero cuando llegaron, hallaron a Constancia inánime en los brazos de la aterrada Clemencia, al lado del cadáver de un joven oficial. En éste había reconocido la infeliz Constancia a su amante.

Poco después yacía Constancia muda e inerte en su lecho, y como insensible a cuanto la rodeaba. Un propio volaba a Sevilla, y las autoridades de los pueblos más cercanos habían acudido al lugar de la catástrofe, seguidas de los vecinos de aquéllos.

Al día siguiente llegó la Marquesa hecha un mar de lágrimas, tan trémula y tan horrorizada, que no quiso permanecer allí un momento, y volvió a partir sosteniendo en sus brazos y cubriendo de lágrimas a su hija Constancia, que permanecía en el mismo estado. Al llegar a Sevilla, pareció reanimarse aquella naturaleza inerte; pero fue para agitarse en convulsiones y abrasarse en una calentura cerebral, que la puso al borde del sepulcro. A los pocos días fue mandada administrar; desde entonces se verificó en la enferma un cambio completo.

En su físico sucedió el letargo a la excitación; en su moral, la calma a la agitación.

Hallándose ocho días después fuera de todo peligro, Clemencia escribió a Villa-María que había regresado, y recibió por respuesta el aviso que al día siguiente llegaría el carruaje de su suegro a buscarla.

-Hija -le dijo la Marquesa al despedirse-, no quiero que te vayas sin que te participe una nueva, que en medio de mis disgustos, me ha proporcionado algún consuelo. Si esa hija mía, Constancia, se ha empeñado en perder su suerte, Alegría, más cuerda, se la ha ganado, pues se casa con el Marqués, y mi hermana, que por indócil ha desheredado a Constancia, instituye a la marquesa de Valdemar por heredera.

-¡Pobre Constancia! -contestó Clemencia, y añadió mentalmente-: El mundo seduce... Dios llama. Dichosa será no obstante aquella que desprecie la seducción y oiga la llamada.





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