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ArribaAbajoAnselmo Suárez Romero


ArribaAbajoIncompleta educación de las cubanas

No habrá seguramente quien desconozca la clara inteligencia que poseen nuestras compatriotas; pero todos convendrán también en que el tiempo dedicado por lo común a su enseñanza, es insuficiente para desenvolver esa rápida comprensión con que plugo a la naturaleza dotarlas. Verdad que en algunas familias, cuyos recursos pecuniarios les permiten llamar profesores a su seno, se prolonga la época en que el bello sexo no debe pensar en otra cosa que ilustrar su entendimiento y en aprender sus deberes; mas si de ahí volvéis la vista a las escuelas y colegios, encontraréis que son muy raros aquellos en que el período destinado para la instrucción alcanza a la adolescencia de la mujer; en casi todos no hallaréis más que, o niñas que apenas saben balbucear las cartillas, o niñas que comienzan a sacar provecho en los diversos ramos que estudian, pero a las cuales sus padres piensan ya, solamente porque van llegando a la adolescencia, separarlas del instituto.

Éstos son hechos que estamos mirando todos los días, y cuyas deplorables consecuencias, por el hábito de presenciarlos, no nos detenemos a calcular. Respondednos empero si creéis que interrumpiendo bruscamente la educación de vuestras hijas en la época precisa en que empezaban a recoger el fruto de sus trabajos, esperáis tener mujeres de ilustración adecuada al movimiento intelectual de los tiempos presentes. Esas niñas señalaban en los mapas muchos lugares con alguna celeridad y exactitud, esas niñas resolvían casi sin equivocarse problemas de aritmética, esas niñas escribían con alguna elegancia y desembarazo, esas niñas decían frases de lenguas extrañas, pintaban un paisaje, tocaban unas variaciones, narraban con mediana firmeza acontecimientos históricos, y definían aunque todavía con oscuridad los inmensos deberes del bello sexo; pero vosotros los que estáis obligados a trabajar sin tregua por el porvenir de ellas, os figuráis que saben ya bastante, y, caso de conceder que las apartáis prematuramente de los institutos, alegáis que no lo hacéis por innobles motivos de interés, sino porque aquí las mujeres no pueden estar a cierta edad lejos de las alas de su madre, que las guarecerán de todos los peligros. Tembláis por consiguiente de exponer a criaturas por quienes os palpita fuertemente el corazón, a que en el comercio con sus condiscípulas, en presencia de malos ejemplos, en el contacto con la gente del pueblo al atravesar las calles, acaso tomen mañana a vuestro hogar sin la inocencia con que entraron en la casa de enseñanza. Miedo santo por el origen de que procede; pero permitidnos que hablando el lenguaje severo de la verdad y pidiendo que en nuestras expresiones por duras que parezcan no miréis sino sanas intenciones, os digamos que incurrís en contradicciones y en injusticias palpables.

No sois consecuentes en lo que hacéis, porque si al llegar vuestras hijas a la adolescencia las encontráis rodeadas de tamaños peligros, estos mismos existen antes de la edad en que asustados las sacáis apresuradamente de las casas de enseñanza. Entonces también recorren las calles y oyen y ven la palabra y el ademán de mala ley dichos y ejecutados ante el abyecto esclavo a quien casi siempre las confiáis para que las conduzcan al instituto; entonces también se hallan en estrecho y perenne contacto con sus condiscípulas de todas clases; entonces también pueden aprender, de los mismos encargados de levantar su inteligencia y de enaltecer sus afectos, lo que debieran ignorar toda su vida. Los riesgos son iguales; la diferencia está únicamente en que las semillas del mal enterradas en el corazón de las niñas no darán sus venenosos frutos hasta una época más distante. Fuera de que, por hacer ostentación de cautos, sois extremadamente injustos no distinguiendo entre las casas de educación, de las cuales todas os parecen buenas para las niñas, y ninguna sin excepción halláis donde no puedan depravarse vuestras hijas desde el momento en que alboree en ellas la juventud. De esta manera os asemejáis al que, devorado por la sed y rodeado de manantiales, prefiriese morir a tomarse el trabajo de averiguar cuáles aguas eran las saludables y cuáles las mortíferas.

Hemos probado que incurrís en una contradicción patente, y que la pereza os arrastra a la injusticia; mas escuchad con benevolencia si todavía volvemos a tachar de contradictoria la conducta que seguís. Acaso contéis con capitales bastantes para sufragar los gastos de una educación ultramar. Oís en todas las bocas que las casas de enseñanza de la isla de Cuba son por lo común malas, y eso es lo que también creéis vosotros; de donde concluís que lo mejor será mandar a vuestras hijas a educarse en alguno de los colegios montados bajo un pie brillante que hay en el extranjero. Sabéis que la ausencia os costará lágrimas; pero el amor paternal os pinta en la imaginación con risueños colores el momento venturoso en que volveréis a abrazar, adornadas de conocimientos extensos, amantes de la virtud y señaladas por la elegancia de sus modales, a esas criaturas cuyo porvenir os preocupa perennemente; y, o vais con ellas para dejarlas instaladas en el instituto elegido, o las mandáis con amigos próximos a embarcarse. De cualquier manera sin embargo, estando lejos de vosotros, no podréis hablar todos los días y a todas horas con las personas que se hallan al frente del establecimiento, ni inspeccionar su conducta, ni escudriñar íntimos pormenores, ni satisfaceros de la bondad de los métodos, ni mirar hacia qué rumbo se encamina el corazón de las discípulas, ni cuáles libros se ponen en sus manos, ni las creencias que se les inspiran. Recibís carta en que tal vez se aplauda la maravillosa inteligencia de vuestras hijas, sus sorprendentes progresos, su dócil carácter, sus sentimientos elevados; y, como es natural, el llanto de la alegría brotará entonces de vuestros ojos. Algunas ocasiones esos encomios fueron merecidos; pero los padres que tal dicha alcanzaron, no reparan en la profunda amargura con que otros han visto desvanecidas las halagüeñas esperanzas que abrigaron al mandar a educar a sus hijas fuera de su inmediata vigilancia. Éstos advierten asombrados y entristecidos que aquéllas no se precipitan ya en sus brazos con el célico alborozo de las hijas que siempre estuvieron cerca de sus padres, que, no encontrando nada bueno en su patria, suspiran siempre por regresar al país donde recibieron las primeras impresiones; que el sacrosanto amor a la tierra natal apenas alumbra en sus pechos; que en sus costumbres hay rasgos diametralmente opuestos a las dominantes del lugar que las vio nacer; que escuchan, con frialdad unas veces, con repugnancia otras, con desprecio quizás algunas ocasiones, las advertencias que les dirigen; que se complacen en la lectura de ciertas obras; que no aman a ninguna de las otras jóvenes compatriotas suyas con aquella afección honda e imperecedera que nos enlaza a los que en la misma escuela aprendieron a leer junto con nosotros; que, tartamudeando una lengua extraña, tampoco saben la nativa; que figurándose a grande altura respecto de cuantos las rodean, a todos los miran con insultante altivez.

Este tardío desengaño, experimentado por algunos de vosotros que creyendo malos todos los establecimientos de educación existentes en el país, apartasteis a vuestras hijas de la escrutadora y benéfica vigilancia paternal para llevarlas a educar donde sabíais como se llenaban los augustos deberes del magisterio, es otra prueba de que no hay consecuencia en vuestras determinaciones. Temíais que las casas de enseñanza de aquí os devolviesen marchitas las flores que les entregabais exhalando el aroma de la inocencia; pero, imprudentes, irreflexivos, deslumbrados por la educación en el extranjero, no pensasteis ni un solo instante en las consecuencias que podría acarrear vuestra funesta credulidad y ligereza. Alguno habrá quizás que al leer estos renglones se figure que nosotros sostenemos que nuestras casas de enseñanza son tan buenas en general como las de ciertos países extranjeros, y que se lo figure porque hemos dicho que no siempre la educación de las cubanas que fueron a aprender en ellas, correspondió a las esperanzas concebidas. Tal no es por cierto nuestra opinión; porque el amor patrio que nos mueve a cantar himnos al sol que entre celajes de nácar y de oro se esconde sobre las pencas ondulantes de las palmas, no ha apagado la admiración que nos causan los progresos que en muchedumbre de cosas han hecho otros países. Fuera de las excepciones, casi todos nuestros institutos son censurables; confesión que solamente el respeto a la verdad pudiera arrancar de nuestra pluma, pero que es necesario tener valor para hacérnosla todos los días, a fin de que empecemos a sacudir el ignominioso abandono con que procedemos respecto de las casas de enseñanza.

Nosotros tenemos la culpa de los vicios que en muchas de ellas nos afligen, nosotros, que amedrentados al pensar en los resultados que podría traer al dejarse a una alumna en el período de la adolescencia dentro de los muros de los institutos mal gobernados, adoptamos la resolución, o de educar a nuestras hijas en el extranjero, o, lo que con más frecuencia sucede, de interrumpir prematuramente su instrucción. Los peligros pululan también en nuestro hogar a manera de reptiles que se arrastran por entre la hierba, si en nuestro hogar somos del mismo modo negligentes. No pensemos tanto en acumular riquezas como en el porvenir de la patria, que está todo encerrado en el entendimiento y en el corazón de los niños de ambos sexos. Trabajemos por proporcionarnos bienestar, por hallar los medios de cumplir nuestras obligaciones, por dejar hacienda a nuestros hijos; ese deseo es legítimo e inocente; pero no nos llevemos nunca los manjares a la boca, no busquemos en el sueño el reposo a nuestras fatigas, sin haber ido antes, no faltando un solo día, al establecimiento en que están aprendiendo nuestros hijos. Si no sabemos cómo aconsejémonos con las personas ilustradas. Si la pereza tiende sobre nuestras almas sus negras y fúnebres alas, y si ella nos infunde el sueño de la muerte, no clamemos por dondequiera que adoramos la patria, porque nos estamos engañando a nosotros mismos. En materia tan transcendental no cabe ningún linaje de disculpas. Movamos los pies, si es que queremos caminar.

Muchas cosas progresan entre nosotros, y lo único en que no se advierten adelantamientos, en que tal vez se retrograda, es en las casas de enseñanza, no porque deje de ser mayor su número, no porque sea más limitado el catálogo de los ramos que se enseñan, no porque no haya honrosas excepciones; sino porque es en lo que se quiere que todo emane de la acción de la autoridad, y de los esfuerzos espontáneos de los maestros. Nos reunimos presurosos para que se construya un ferrocarril, para que se levanten almacenes donde depositar nuestros frutos, para que se creen instituciones de crédito; buscamos instrumentos y máquinas que suplan los brazos africanos que riegan con su sudor los campos de la patria; paramos la atención en el procedimiento que de cierta cantidad del zumo de la caña dará la azúcar más abundante, más consistente y más bella; estamos aprendiendo a arar y preparar mejor las diversas clases de terrenos; vamos ya con alguna frecuencia a nuestras heredades confiadas exclusivamente no hace mucho a hombres ineptos; procuramos llevar por partida doble la cuenta y razón de nuestros negocios; tenemos cuidado de inquirir a cuáles precios corren nuestros productos en los mercados; y los que nos abonamos a la ópera italiana concurrimos todas las noches a embebecernos desde la luneta y el palco con la música y el canto. Pero estos relámpagos de actividad se apagan como por encanto en tratándose de la educación. Entonces decimos que la autoridad es la que debe vigilar exclusivamente sobre las casas de enseñanza, que ella es la que ha de ver si los maestros cumplen con sus deberes, que a ella es a la que le toca expulsar de los institutos a los que encuentre indignos de estar al frente de la niñez. Si fincamos grande empeño en pactar claramente con el preceptor la cantidad que se le ha de abonar mensualmente, cantidad que a menudo se lucha porque sea la menor posible, y cantidad que a la postre suele no pagarse con la caballerosa exactitud con que se satisfacen las deudas contraídas en los degradantes y serviles juegos de azar. Pero después de ajustada esa condición del contrato, decidnos con leal franqueza cuántas veces pisamos los umbrales del instituto donde se enseña a nuestros hijos. Ni un momento tan sólo en todo el año vamos allí a advertir faltas, a exigir su enmienda, a celebrar lo bueno, a cerciorarnos del saber o de la ignorancia de las virtudes o de los vicios, del carácter desapacible o suave, de las palabras decentes o asquerosas, de la bondad o ineficacia de los métodos, de las tendencias elevadas o miserables, de las reprensiones bárbaras o dulces, del orden o desconcierto, de los alimentos abundantes y sanos o escasos y nauseabundos, de las horas que se emplean en las clases, de las que se destinan al estudio, de las que se invierten en las recreaciones propias de la niñez, de los libros cuya lectura se permite, de la vigilancia con que se siguen los pasos de los alumnos, del sueldo que se paga a los profesores auxiliares, del criterio que ha presidido la elección de éstos, de la constancia con que el director recorre sin cesar todas las clases; ni de nada, en fin, que tenga conexión con el porvenir físico, intelectual y moral de nuestros hijos.

Y vosotras tampoco, bellas hijas de esta hermosa tierra, sois más solícitas que vuestros maridos en el cumplimiento de los indeclinables deberes que os impone la educación de los seres que tanto amáis. Con un esclavo, sí, con un esclavo casi siempre mandáis diariamente a la escuela a pie o en carruaje a la niña en cuyas sonrosadas mejillas estampasteis primero el beso inefable que nadie más que las madres saben dar, cuyos cabellos peinasteis con prolijidad, y cuyos vestidos adornasteis de brillante cinta de seda. Esa niña oye y ve en la calle lo que, si vosotras la hubieseis llevado, muchas veces no habría visto y oído. Tenéis cuidado de mandar al mismo esclavo para que la vaya a buscar al mediodía y por la tarde a la hora precisa en que terminan las tareas del instituto, y muy a menudo para que al llegar a vuestra casa se cubran sus infantiles cuerpos de espléndidos atavíos, para que ocupe un asiento en el quitrín, en la victoria o en el coche, para que discurra por los paseos, y para que luego escuche y presencie las melodías de Donizzetti y de Verdi y los melodramas de Romani y de Maggioni. ¿Pero qué hora del día, qué día de la semana, qué época del año habéis destinado para visitar el establecimiento donde entregasteis aquel sagrado tesoro? ¿Por ventura vais siquiera a los exámenes públicos de fines de año? Vemos allí entonces en derredor de los individuos de la comisión a las niñas que se están examinando, vemos a la directora, a las preceptoras y a los maestros auxiliares, vemos al pueblo agrupado a las rejas de las ventanas; pero los rostros bañados de santa unción, los rostros cariñosos, dulces, tiernos, los rostros en que se pinta el amor más grande que puede sentir la criatura, los rostros que palidecen y se alborozan al escuchar la respuesta que ha salido de labios tantas veces acariciados con millares de besos, los rostros de las madres que por un instante de felicidad para sus hijas no titubearían en dar la vida; esos rostros no iluminan el cuadro con su benéfico fulgor. Las niñas contestan con frialdad, los profesores interrogan con frialdad, los miembros de la comisión escuchan también con frialdad, porque en el venerado recinto de la casa de enseñanza falta una cosa de prepotente influencia, porque falta una sensación poderosísima, porque faltan las madres, que no han querido ver el estado en que se hallan la inteligencia y los afectos de sus hijas. Mas si éstas obtuvieron el premio de una cinta, de una medalla, de un libro, de un certificado, no creáis que las madres dejen de celebrar aquel modesto y honroso triunfo; ellas se apresurarán por su parte a recompensar también con otras cosas la aplicación ya galardonada por los miembros de las comisiones examinadoras; las niñas pueden contar desde luego con nuevos vestidos, con excursiones al campo, con funciones teatrales. Ha habido premios; ¿pero estos premios ejercerán nunca el influjo que en pro del saber y de las virtudes produciría la frecuente asistencia de las madres a los institutos?

Laméntanse sin embargo de que la mayoría de éstos son malos, y dicen que consentirán, porque no les queda otro recurso, en que sus hijas concurran a ellos durante el período de la niñez, pero que en su concepto proceden con cordura sacándolas apresuradamente de allí al acercarse la edad de la adolescencia. Ved en esto el origen de la incompleta educación que reciben nuestras compatriotas. Cuando empezaban a caminar por las sendas del saber, cuando columbraban otros horizontes, cuando las huellas augustas de la reflexión se grababan en sus transparentes fisonomías, entonces aquel instituto mismo, en que estuvo la niña varios años, parece un lugar peligroso para la que ya comienza a ser joven. Las clases de historia, de geografía, de gramática, de composición, de literatura, de idiomas, se interrumpen de súbito. Las alumnas tornarán al seno de la familia con principios elementales de muchos ramos, pero sin haber ahondado en ninguno. No todas ocasiones sabrán resolver sin equivocarse un problema de aritmética, ni escribir una carta con corrección, ni señalar con firmeza en el mapa los lugares, ni distinguir instantáneamente una epopeya de una oda, ni acertar con las causas de un acontecimiento histórico, ni sostener la conversación en una lengua extraña. Arrancándose la fruta antes de haberse madurado, no habría apenas qué lamentar si en el seno de la familia se continuaran siempre las lecciones interrumpidas fuera de sazón. ¿Pero acontece así por ventura la mayor parte de las veces? Cuando más se obliga a las niñas por algunos días a leer un rato, a cursar la letra, a traducir una página; después cesan del todo estos trabajos; y pronto los reemplaza, las diversiones, los paseos, los bailes, las modas, las fastuosidades del lujo, las lecturas frívolas cuando no perniciosas, las inquietudes del alma, las pasiones que todavía no era tiempo que despertasen. ¡Ah!, la culpa no está en las alumnas que tan aprisa dejaron los bancos de la escuela, sino en las madres que antes de tiempo quisieron substituir los sencillos vestidos de la infancia por los refinados adornos de la mujer, avisarles ellas mismas que habían llegado a otra edad, y lanzarlas en el piélago del mundo expuestas a naufragar.

Por eso comenzamos y concluimos este artículo diciendo que es incompleta por lo común la educación de las cubanas. Achácase el mal a los institutos defectuosamente organizados; pero nosotros creemos firmemente que todas las casas de enseñanza en que se instruye al bello sexo serían indignas de conservar a las alumnas en su recinto cualquiera que fuese la edad a que llegasen, siempre que las madres, impulsadas por el amor inextinguible que arde en sus corazones, sacudiesen la letal indiferencia con que miran los establecimientos de educación. En éstos no habría abusos entonces. Las preceptoras y los preceptores indignos buscarían en otra profesión los medios de vivir. No habría que pensar en el extranjero para imbuir las ideas y los sentimientos que aquí pueden inspirarse. Las mujeres de nuestra tierra se prepararían más para llenar las arduas obligaciones de madres de familia: amarían más los libros graves que enseñan y que exaltan la adoración de las virtudes; buscarían más los discursos de los hombres sabios; sus entusiastas pechos palpitarían más al recordar los eminentes varones que cruzaron por el mundo dejando tras sí un resplandor eterno de su genio, de su inocencia y de su heroísmo por todo lo grande y santo; las inspiraciones generosas tendrían más cabida en sus almas; el porvenir inmaculado de sus hijos sería más su único y perenne pensamiento; se acordarían más de su patria; la humanidad se presentaría más a sus ojos en cualquier instante; serían más fuertes, más resignadas, más susceptibles de dejarse arrebatar en alas de la esperanza; se acercarían más al ideal de la mujer cristiana. Madres de Cuba, no hemos tomado la pluma para imprimir en vuestras frentes un baldón, no, ésa no ha sido ni remotamente nuestra idea; cubana era también nuestra madre; en nosotros por consiguiente sería una blasfemia cualquiera frase encaminada a lastimaros. Recibid nuestros consejos como se oyen los de un hermano. La autoridad corrige los abusos que llega a penetrar, hay algunas casas de enseñanza buenas; pero si las medidas de aquélla no llegan a producir todo el resultado apetecible, si los institutos malos hacen cometer la injusticia de que con los otros los confunda la pereza en un mismo anatema de execración, vosotras, madres cubanas, vosotras sois las responsables. Desde el día que no apartéis la vista un solo instante de las casas de enseñanza, podrán permanecer en todas sin riesgo vuestras hijas adolescentes. El desarrollo precoz debido al clima, no tiene en las pasiones y en las costumbres ningún influjo incontrastable. Cuanto penséis y cuanto se pretenda inculcaros sobre el asunto, carece completamente de fundamento. Los signos que indican la acción de la naturaleza, no arrastran por sí solos a extravíos, cuyo origen será preciso buscar siempre en la carencia de principios sólidos de moral, en los ejemplos nocivos, en las amistades peligrosas, en las relaciones con seres abyectos, en los libros depravadores, en el olvido de inspirar dignidad a la mujer, en las conversaciones imprudentes, en los espectáculos públicos capaces de ir estragando poco a poco los afectos, en las recreaciones de familia cuyas fatales consecuencias no se prevén, y en otras muchas causas semejantes, en las cuales el clima no representa esa influencia irresistible y fatal que algunos abdicando la libertad humana, le atribuyen. El sol abrasante que todos los días resplandece con asombradora magnificencia en el profundo azul de nuestro cielo, no merece que se le impute el desconcierto que reina en aquellas escuelas y colegios para el bello sexo, de donde hacéis bien en sacar a vuestras hijas. Los vicios de esos institutos habrían sido los mismos, aunque estuviesen situados en las heladas regiones polares.

(1859)




ArribaAbajoGuajiros

El labrador blanco de Cuba, amigo mío, presenta un vasto campo donde entretener la imaginación y donde hacer multitud de reflexiones filosóficas, lo primero para las gentes que no miran más que la superficie de las cosas, y lo segundo para aquellos a quienes gusta penetrar hasta el fondo. Tenemos varias clases de guajiros cada una con sus diversos colores según los trabajos en que se ocupan; pero desde el montero de las haciendas hasta el que vive en un sitio, y desde el amo de potrero hasta el mayoral de ingenios y cafetales, todos convienen en ciertas circunstancias, que sin embargo no son tampoco absolutas.

De ciento, en primer lugar, los treinta son inclinados al trabajo, prefiriendo los otros comer una yuca o un boniato sin carne, y vestir mala ropa de cañamazo o de burdo listado, a coger el arado, el machete y la guataca, y cultivar una tierra tan fértil como la nuestra que a nadie paga sus afanes con ingratitud. Mientras ellos se están sentados fumando su tabaco en el taburete de cuero, la desdichada mujer, como no tenga negra en quien descansar, lava, cocina y cuida al mismo tiempo de los hijos, que siempre son muchos, porque tal es la suerte de los pobres, y que enclenques, tal vez de hambre, lloran a gritos partiéndoles las entrañas a la madre. El marido entonces lo más que hace es callar ásperamente a los angelitos, cuando, por no oírlos, o por matar el tiempo, o por descansar de la mala noche que pasó en el juego, no abra el catre y se tienda a dormir al fresco en medio de la sala, seguro de que al despertar la buena esposa le traerá una taza de café.

Por sabido, lo mismo es entrar en una casa de éstas, que salta a los ojos la desidia del que hace cabeza. En vano es que la mujer barra, limpie, asee, si el marido solamente le compra cuatro sillas ordinarias de cuero crudo, si de un gajo de ateje en figura de horqueta le hace el lavamanos, si el tinajero es un trozo de madera, si no empareja bien el suelo, si no cuida de recortar y componer las yaguas del forro de la casa, si el fogón de la cocina son tres pedazos de arcos de barril clavados en la tierra. Quizás no hay punto donde las casas de los labradores presenten más pobreza y desaliño que en la isla de Cuba. Porque no hablamos ya del vestido, ni de la comida, ni de otras cosas de primera necesidad; echemos una ojeada sobre lo que acaso indique más el bienestar de las familias, sobre las cosas puramente de adorno. ¿Cuál de ellas se ve en los bohíos de los guajiros? Ninguna por cierto. Conténtanse con taburetes de cuero, con una mesa de pino o de cedro toscamente formada; con baúles, hasta sin forro, para guardar juntamente la ropa, los papeles y el dinero. Esto por dentro, que por fuera la yerba amenaza tragarse la casa, a la cual se llega por un trillo estrecho, abierto, no a mano, sino con la continuación de pasar por él; en los alrededores hay sembrada alguna que otra tabla de maíz, de yuca o de boniato, y si la sombra algún árbol, son matas de güira o de ciruela, pues aquí, donde encima mismo de las piedras crecen lozanos los árboles, los guajiros no siembran cerca de sus habitaciones ni aguacates, ni caimitos, ni mameyes que les den fresco y frutas sabrosas que comer, porque «hoy entierra usted las semillas, y las matas vienen a parir cuando uno se ha muerto ya», dicen ellos para disculpar su apatía.

Si el hombre viste calzones de cañamazo o a los más de listado, de pretina, y camisa de lo último, si calza zapatos de venado o de verraco, y si su sombrero es de paja de yarey, la mujer no anda mejor, antes quizás peor ataviada con túnicos de zaraza, nada de medias, zapatos de mahón o de rusia, tal vez sin pañuelo al cuello, con aretes y sortijas de carey o de corojo, y feas peinetas de caguama. Por eso, en columbrando que viene alguno de visita, como no sea de los vecinos, echa a correr para los aposentos en bandada con los muchachos, que hasta cierta edad no es extraño verlos andar desnudos como su madre los parió, y que luego asoman la cabeza por entre las hojas de las puertas, a guisa de ratones, para satisfacer su curiosidad. En los días de gala, en aquellos días en que el marido va a los gallos o a diligencias al pueblo, saca lo mejor que tiene, los zapatos de becerro claveteados, el flus de arabia o de olancito, cinco o seis pañuelos de a real y medio, el machete de concha de plata; y la mujer, cuando va a algún bautismo y por las pascuas a los guateques a bailar el zapateo, se pone los zapatos amarillos, verdes o encarnados de raso, el túnico de muselina de grandes tufos y vuelos, un pañuelo, de color escandaloso como los zapatos, al cuello, las medias amarillentas de algodón, la manta también de lo mismo o de burato para ampararse del sol, y los aretes, las sortijas y el collar de oro francés que compró al casero. Y, así adornados, si hay dos caballos, cada cual monta en el suyo, y si no, el marido se coloca en la parte de atrás de la albarda o aparejo, y sentando a la esposa delante a la mujeriega, echan a andar.

La manera como fabrican los guajiros sus casas está diciendo lo atrasados que se hallan; ellos no quieren más que un bohío que los guarezca de la intemperie, y aunque sin duda sea ése el principal objeto de toda habitación, no creo que nadie tratará de celebrarlos ni de imitarlos. Por lo que respecta a ser de guano no los critico, porque al fin es lo más barato y más a mano se encuentra; las tejas, la cal, el cascajo, el coco y la mano de obra costarían mucho, cuando al contrario por dondequiera hay palmas. El único inconveniente que hallo son los fuegos; pero no queda duda de que son además muy frescas y de que aquéllos son muy raros. Cualquiera puede levantar una casa como las de nuestros guajiros. Ellos no hacen más primero que desmochar unas cuantas palmas, recoger yaguas y cortar los horcones y los cujes. Después que han enterrado los horcones cosa de media vara por una cabeza y pisoneado bien alrededor para apretarlos, concluyen el esqueleto de la casa ajustando horizontales en la cabeza de aquéllos las soleras, donde se colocan las viguetas en figura cónica para formar el techo de dos aguas; el punto de unión de estas viguetas arriba es lo que se llama caballete; de una a otra se cruzan luego muchos cujes, donde atan por las cabezas con majaguas las pencas de guano. Lo que es el cajón de la casa suele hacerse de embarrado, que se compone de cujes cruzados por entre los horcones y de lodo con yerba, que alisan pocas veces con una plana y casi nunca blanquean con cal. Mas, en no siendo de embarrado, toda la pared se reduce a yaguas unas sobre otras atadas a los cujes. El techo a ocasiones se hace también de yaguas, pero regularmente es de guano, ya porque las aguas y el sol no le hacen tanta mella, ya porque está menos expuesto a volarse con el viento, ya porque abriga mejor del frío. El caballete casi siempre es de yaguas. Por supuesto que ni horcones, ni soleras, ni cujes se labran; eso no es absolutamente preciso para una casa; el único cuidado que se tiene es de que no queden agujeros, y de recortar los remates de las pencas últimas, que hacen los aleros por donde escurren las aguas. Muy rara casa tiene colgadizo al frente, de manera que el sol las calienta a su gusto. En cuanto al repartimiento interior de las piezas nada hay tan sencillo. Compónese de la sala con dos cuartos uno a cada lado, sin más luz éstos que la puerta angosta y gacha que con aquélla los comunica, porque ni aun ventanas tienen, de lo que puede ser causa el mayor costo que se ocasionaría o el evitar citas a medianoche. Demás de las dos puertas de los cuartos y de la principal de la entrada a la sala, tiene ésta otra para ir al comedor o sea colgadizo al fondo, arriba del cual se halla la barbacoa, hecha con tablas de palma, y que sirve principalmente para guardar las cosechas; y no muy lejos las otras dependencias de la casa como cocina, gallinero y chiquero. Y ahora que miento cocina, si un gastrónomo entrara en ella, seguro que había de suspirar tristemente su estómago, porque toda la batería son dos o tres cazuelas, el pilón para moler el café, pilar el fufú y descascarar el arroz, el plato ancho de madera para despajar, los fogones en el suelo, un trozo de cualquier palo duro donde machacar y picar la carne; a que se agrega lo sucio del techo con aquellas telarañas ennegrecidas por el humo que hacen tan fea vista, el perro que entra y lame las cazuelas, la gallina que se encarama por todas partes, y la insufrible peste que viene del corral de los cerdos. Sólo para donde están los fogones cubren bien la cocina con yaguas; lo demás lo dejan hasta la mitad por la parte superior destapado; ni aquélla tampoco tiene puerta sino un hueco que hace las veces de tal. ¿Y se creerá que en la colocación de estas fábricas busquen alguna simetría? Equivocárase quien se lo imagine. En donde les parece clavan los horcones para la casa, y alrededor levantan aquí el gallinero, allí el chiquero, acá la cocina, sin cuidarse de dejar en el centro de todas un espacio cuadrado o circular que sólo por el orden recree la vista.

Enhorabuena todo lo que he dicho respecto a las casas, si los terrenos estuviesen cuidadosamente cultivados; pero por desgracia es lo que más hay que lamentar. En saliendo de las tablas de maíz de agua o de frío, de las de boniatos y yucas, pare usted de contar. No son hombres que, acabada una, comiencen otra siembra, y después otra y otra mientras haya tiempo; nada de eso; aran un pedazo de tierra, y, luego que le han echado la semilla, se sientan a mirar para el cielo. Si estos hombres se menearan y cociera de nuevo el arado y sembraran otra vez, los vería usted medrar dentro de poco. Así los oye uno continuamente quejarse de su mala estrella, de que tienen sal en las manos, de si la seca fue rigurosa o la excesiva agua emborrachó las siembras; sin razón, porque aun cuando las nubes lluevan a su antojo, no hay otro amparo para ponerse a cubierto de las contingencias del tiempo que procurar la abundancia y diversidad de las siembras, que no todas se han de perder, y el año que se logren, sobrará, después de comer, mucho que vender. A guiarse por las pinturas que nos hacen los guajiros de las vicisitudes de un labrador, estaría uno tentado a creer que Dios les impuso la pesadumbre del trabajo con más estrecha ley que a los otros hombres; pero Dios, a quien se le achaca todo, no tiene la culpa de sus escaseces. ¿Qué resulta al cabo de esto? Que llega el día de pagarse la renta, el terrible primero de agosto, y no hay con qué; el amo de los terrenos, para cuya seguridad se hipotecaron los negros del mísero arrendatario, le requiere por el pago, y, no efectuado éste, con los documentos del contrato en la mano le establece la correspondiente demanda judicial; hácense costas a trochemoche, comen los escribanos, los abogados y los jueces, y por término de todo, se rematan los esclavos. ¿Y qué hará ahora este hombre? ¿Cómo habrá de progresar, si antes con otros recursos no sucedía tampoco? De un principio cae en otro, porque tiene después que arrendar tierras de mala calidad, tierras ingratas, destinadas parece a recoger las lágrimas de los pobres.

(1840)




ArribaAbajoInfancia y necesidad del guajiro

De pequeñuelo el guajiro, primero se pasa todo el día enredando con los animales de la casa, cogiendo lagartijas con lazos de crin para ponerlas a morderse unas a otras, trepándose en los árboles, y comiéndose todas las frutas, maduras o verdes y hasta sin hacer, que poco le importa. Alborota en el gallinero las aves; bébese crudos los huevos frescos por un agujerito que en la cáscara les abre con una espina de naranjo y por donde les embute luego polvo para que pesen lo mismo que antes; se va al corral de los cerdos y los guincha con la punta aguzada de un palo por oírlos berrear; cuando no se está horas enteras tirando desde lejos pedradas a los panales de avispas, o se ande a caza de nidos de pájaros. Éste es el tiempo de las elevadísimas meceduras en las hamacas de una soga; de enyugar a los perros a guisa de bueyes; de tusar los pollos más rancios españoles y de cortarles la cresta y las barbas porque parezcan finos; de jugar a la gallina ciega y a la luna lunera; de oír los cuentos de Pedro Urdemalas; de perseguir a los cocuyos y de llamarlos con tizones encendidos para matarlos después estregándoselos en la ropa.

Porque pensar que lea alguna vez algún rato, más que sea una cartilla o un catón de los de San Casiano pintado en el frontis, o que haga gruesos y torcidos palotes en papel de primera con escabrosas plumas de pavo antes que pueda conducir la reja del arado, cuando ni los padres entienden de tales honduras, ni en el pueblo vecino hay tampoco maestros, es ya querer prodigios. Pero entonces es todavía un niño que para conciliar el sueño busca las rodillas de su madre; que a media noche se despierta todo espeluznado imaginándose rodeado de muertos y cosas malas, y alborota la casa a gritos, y al cabo se cruza para la cama de aquélla; que se mata corriendo como oiga silbar los grillos, o se menee una rama con el viento, o vea algún taimado camaleón mudando a cada instante de colores; es niño que todavía viste calzones y camisa de listado, como no se la juegue de andar en faldetas o en cueros, que anda siempre desgreñado, las uñas largas y con ribete, el pellejo tostado del sol e impregnado de tierra. Más gritón, más brincador no le hay. Sabe decir obscenidades que la familia y los amigos le celebran como agudezas; remeda a los toros, a los chivos, a los gallos; pero todo esto en no habiendo alguien de fuera, porque entonces parece mudo, se arrincona, baja la cabeza amarra el semblante, y le vuelve a uno lindamente las espaldas.

Cuando le comienza a salir el bozo y enronquecérsele la voz, muda de costumbres; cíñese la hojita y se pone los calzones de rusia. Esto en cuanto al vestido; por lo demás él es ya quien echa el maíz y el palmiche a los cerdos, quien lleva a beber en la aguada a los animales, quien los muda de comedero. En las labranzas hace ya lo que un hombre, ara, chapea, guataquea, siembra; conoce lo que sus padres le han enseñado por rutina, como ellos también lo aprendieron, el tiempo del arroz, de la yuca, del maíz, cuántos hierros necesita cada una de estas cosas para darse bien, cómo es menester echar en la tierra la semilla y la clase de terreno que demandan, alto o bajo, quebrado o llano, pedregoso o de masa, colorado o negro. Al mismo tiempo ha cobrado otro ánimo, porque de tan asustadizo como era se vuelve buscador de lances riesgosos: donde acreditarse de valiente y suplir así con la fama de sus montaraces proezas los pocos años que le hacen desmerecer ante las muchachas. Al menor ruido que de noche siente por los alrededores de la casa se levanta, sale corriente, y azuza la cuadrilla de perros que tal vez le ladraron a alguna cepa de plátano o a algún perro jíbaro; si diez veces le parece que hay gente de fuera, diez veces hace lo mismo, y como haya visto sombrajos, noche será ésa de pasársela toda en vela. Montarse desde el bramadero en un potro cerrero, que de puro, soberbio se tire contra el suelo, que se encabrite más derecho que una palma y que bufe y manotee, sin sacarlo de la albarda, es otra hazaña de consideración; ni más ni menos que meterse seguido de los perros y con la hojita al cinto por un monte firme a buscar entre las breñas negros cimarrones, ni más ni menos que embravecer a un manso toro para capearlo en el limpio, fiesta de que suele salir con el pellejo sano merced a las ramas del guayabo o de la guásima de que se cuelga. A esta edad les declara guerra mortal a las jutías y a los majáes, y hace apuestas sobre quién corre más a caballo, quién salta la zanja más ancha, quién nada más trecho y más aprisa contra la corriente, quién sube el coco más alto, quién corta de un solo golpe el gajo más grueso y duro. Pero sin embargo de tanto blasonar valentía es hombre que por nada del mundo se atreverá a cruzar sin compañero por cerca de un cementerio, de una ceja de monte o de un platanal donde haya quien cuente haber visto luces a media noche o escuchado ruidos extraños como de ayes y cadenas; porque si es esforzado con los vivos, no lo es con las ánimas del otro mundo que vienen a penar sus pecados, o a pedir oraciones que las ayuden a salvarse, o a implorar el perdón por las deudas que dejaron y por las otras malas obras que cometieron.

Mas si durante algún tiempo le sirve de mucho este mozo a su padre, llega luego otra época en que trata más de presumir y de pasear que de ayudarle y juntar algo con que ser gente después; porque, en enamorándose, los buenos principios de economía y la laboriosidad que antes brillaban en su conducta, maléanse al punto miserablemente. Levantábase primero a oscuras todavía, íbase adonde sus bueyes, enyugándolos, y, cuando aclaraba, ya tenía abiertos dos o tres surcos. Lo mismo se le daba de estar abrasándose al resistero del sol y empaparse una y otra vez con las más copiosas lluvias desde el alba hasta el oscurecer que de tenderse a dormir a la sombra entre la fresca y abrigada casa de guano; no descansaba más que los momentos absolutamente precisos para almorzar y para comer, cuando, como se alejara mucho de la casa, no hiciera lo primero al levantarse y lo segundo al regresar por la noche, contentándose con respirar un rato al paso del mediodía debajo de cualquier árbol. Todo su vestuario de trabajar eran calzones de rusia, camisa de listado y zapatos de venado o de verraco; servíale de arma una hojita con vaina de suela groseramente cosida; adornábase a lo más los pocos días de fiesta que en el año salía con un flus de listado más fino, zapatos de becerro, algunos pañuelos ordinarios y se ceñía un machete sencillo de cabo de hueso sin concha o con ella de hierro. Para andar por la posesión le echaba un bozal al caballo con el mismo cabestro de la jáquima, y, montándosele de un salto, así en pelo a horcajadas o a la mujeriega la recorría toda, por no descomponer la fea albarda cuadrada sin pistoleras y de cincha de lona y grupera blanca, ni el cabezón de platina y riendas de algodón, cuidadosamente guardados para otras ocasiones de mayor lucimiento. Bastábale un caballo de corto precio por lo que hace a la estampa, aunque sí andariego y de aguante, para todos sus quehaceres y paseos. Tenía una especie de caja de ahorros en su alcancía, donde depositaba los dineros que le iban cayendo de la venta de los cochinos cebados, de las gallinas, pollos y huevos; con cuyo arbitrio al cabo de poco tiempo se hallaba sin pensarlo con buena cantidad que emplear, bien en la compra de más cerdos, bien en la de reses, adelantándose de este modo sucesivamente en premio de su economía. Abrumado de fatiga acostábase a dormir, apenas anochecía, el sueño tranquilo del labrador que sólo piensa en su trabajo para volver de nuevo el día siguiente con el mismo ahínco a sus recias faenas; y lo que sobre todo es de celebrarse, no se avergonzaba aun de verse en el campo, con el machete, la guataca o el arado, a par de los negros.

Pero lo mismo es enamorarse que no parece ni su sombra. Inmediatamente trueca su caballo por otro de ocho o diez onzas por lo menos devolviendo encima gran parte de sus ahorros; compra otra albarda de mejor figura con infinidad de dibujos en el cuero, pistoleras y grupera negra, y un freno recargado de anchas y laboreadas platinas; busca otro machete de cabo y concha de plata embutida a veces de oro o de tumbaga y salpicada de piedras preciosas como esmeraldas y topacios; hácese de fluses de arabia, de olancito, de dril listado, como sólo los calzones no sean de eso y la camisa de fina estopilla con botones de oro para el cuello y las bocamangas y la pechera prolijamente bordadas; de espuelas macizas de plata con lujosas cintas de varios colores por correas, de buenos pañuelos de seda, y, por último, de un sombrero tan blanco como fino y bien tejido. En vez de madrugar con los pájaros cógele el sol tan alto en la cama que ya no hay ni rocío cuando se levanta, y entonces primero va a bañar su caballo, echarle maíz y peinarle las crines que a trabajar en el campo, donde, con el cuerpo todavía abombado del sueño a causa de la mala noche que pasó andando en derredor de la casa de su amada, vale muy poco a la verdad lo que hace. Ni da ya vueltas por la posesión, abren portillos en las cercas, sálense los ganados, y él no lo sabe; la hierba se come las siembras, los negros de la vecindad se lo roban todo, y los suyos, que durante el día trabajan como les da la gana, se andan de noche en diabluras por las fincas inmediatas. Como no le dé también queriendo echar lujos sin tener con qué, por jugador de gallos o de monte, que entonces se estará todo el día en la valla o en los infernales garitos del pueblo buscando en los caprichos del azar un remedio a sus escaseces. Al momento se ata el pañuelo en la cabeza; de alegre y complaciente ayer, mañana de puro quisquilloso no lo podrán aguantar en la casa, todo le parecerá malo, el café, la comida, la ropa; estropeará a los negros sin motivo, se las zapateará hasta con sus padres, cualquier animal que se le arrime llevará un puntapié, y no soltará de la boca las maldiciones; pone un patio de gallos finos, adonde va a dar mil vueltas al día, y en tusarlos, en toparlos, en correrlos, en afilarles los espolones, en rociarlos y en darles de comer, le amanece y le anochece; y no trabaja, que es lo peor, ni aun de chanza, sino cuando todo lo que tenía se lo ha tragado el juego, y eso entonces nada más que lo absolutamente preciso para poder empezar de nuevo con los albures y peleas. Y demos gracias a Dios si el mal se queda aquí; porque la ambulante vida de un jugador, su roce con toda clase de personas y el quedarse a cada momento con los bolsillos vacíos, lo expone por lo menos a tornarse petardista y pendenciero, cuando no salga a robar por los caminos, siendo el fin y remate de todo un presidio o el cadalso.

(1840)




ArribaAbajoPor lo que murmuran los guajiros

Los guajiros se ríen de mí a cada instante, amigo mío. Si me ven entre un palmar, una arboleda o un monte examinando las hojas, las flores y las frutas de cada árbol y cómo nacen y se entrelazan sus ramas, los bejucos, las hierbas y los lindos gayados gusanos; si me ven soltar la carrera por oír cantar un pájaro o estarme agazapado largo rato detrás de unos matojos para mirarle de cerca las plumas, o treparme como un muchacho hasta las últimas ramas para ver los nidos donde cría a sus hijuelos; si me encuentran a orillas de los ríos con los ojos clavados en la tranquila corriente de las aguas; si saben que me gusta al salir y al ponerse el sol subir a la cumbre de las lomas más empinadas para que a mí primero y último que a nadie me bañe su luz; si descubren que me paso muchas noches enteras caminando por las guardaravas; dicen que estoy loco. ¡Ay!, y no entienden que es porque me bañe la brisa, por oír su música religiosa y patética entre las hojas, cómo silban los sabaneros corriendo por el suelo, cómo suena a lo lejos la cascada del río, la yagua que cae; no entienden, ¡ay!, que es por mirar los racimos de palmiche y los troncos podridos cuajados de cocuyos como de diamantes con alas; no entienden, ¡ay!, que es por mirar a mi gusto en el cielo esa luna preciosa a cuyo nacimiento esperan ellos lluvias para sus cosechas y la menguante para cortar y sembrar ciertos árboles, por mirar el Arado y las Siete Cabrillas con que miden las horas, los Ojos de Santa Lucía, el lucero de Venus, el Camino de Santiago.

Ríense de mí cuando me ven a menudo horas enteras en el campo donde están trabajando los negros oyéndolos cantar y observando sus faenas; cuando me encuentran divertido haciéndoles mil preguntas a los criollitos, poniéndolos en rueda a rezar, y enseñándoles yo mismo las noches de luna y en medio del batey una infinidad de juegos de muchachos sufriéndoles con paciencia sus confianzas y sus gritos de torpezas; cuando camino por las calles de los bohíos, y entro en ellos, y los registro de arriba abajo; cuando me pongo a platicar hablando también su guirigay, que harto entiendo ya por cierto, con algún negro viejo sobre desde que estaba en su tierra hasta que vino y cuanto le ha pasado después; cuando alguna vez, por verlos reír y trabajar contentos, suelo ponerme a meter caña en el trapiche, de donde al poco tiempo salgo todo cansado, con lo que ellos se enorgullecen allá a su modo porque no puedo aguantar, ni siquiera por diversión un rato, los trabajos suyos; cuando vienen a que los apadrine, y salen de ordinario perdonados.

Y no sólo los guajiros, amigo mío; gentes más cultas que ellos hacen también lo mismo. Ahora días me dio gana de empezar a recoger décimas. Encargué a mis conocidos que me diesen cuantas les vinieran a las manos, porque pensaba hacer una colección y hasta imprimirlas, ¡pues cómo se burlaron de mí! «Mire usted, ¡recoger décimas del monte, décimas de guajiros para que se rían por ahí! «No me zumbaba otra cosa en los oídos. Unos me las copiaban tan mal que ni ellos mismos las entendían; otros me las prometían y luego se olvidaban; otros se negaban abiertamente desde el principio. En vano recordarles que el poeta nace; que el amor, tema por donde rueda comúnmente la musa de los guajiros en sus décimas, a todos los hombres y más que otro ningún sentimiento nos inspira; que en Cuba, en esta tierra ardiente, tropical, bajo un cielo tan benigno, con una naturaleza tan rica y tan espléndida, donde todo, árboles, ríos y pájaros, es bello, donde todo amanece y duerme sonriendo, la poesía lo inunda a uno sin querer el corazón y el alma, y brota y se despeña en los versos y hasta en las conversaciones más familiares en suave cadencia, en tierna melodía, como el raudal que se precipita desde la cumbre de una montaña y cuyas espumosas y plateadas aguas van a morir a un remanso apacible y sereno. En vano decirles que una esmerada colección de nuestras décimas con entendidos comentarios y oportunas explicaciones sería quizás el cuadro más cabal de las costumbres, de los sentimientos y de las opiniones de los labriegos cubanos, porque son aquéllas una especie de romances en que con fiel y vivo colorido se retratan.

Me murmuran porque cuando voy por un camino y escucho en medio del solemne silencio de los campos las cuerdas del melancólico tiple acompañado de la voz del enamorado guajiro que canta la hermosura y las gracias de la mujer por quien el pobre suspira, los desdenes con que lo mata y los celos que lo martirizan, me detengo embebecido a oír aquella música que me llega hasta el fondo del alma. Me murmuran porque, en encontrándome a la orilla de una cerca bajo los azahares de un naranjo o en una calle de cocos a varias muchachas que azoradas me clavan sus ojos grandes y negros, no me acuerdo de que han nacido bajo la humilde cobija de una casa de guano, y les empiezo a decir mil requiebros, con que echan tal vez a correr desmorecidas de la risa, dejándome solamente el consuelo de ver sus lindos pies deslizarse por entre la yerba, o la mata de su hermoso cabello destrenzado ondulándoles por la espalda y el cuello a merced del viento. Me murmuran porque pasee toda una tarde por las calles de un pueblecillo para no ver más que techos de yaguas y de guano, los horcones colgadizos, y los patios cercados de tunas, de piñones y de piedra; que me vaya al placer de enfrente de la iglesia, y allí, oyendo los repliques de las campanas que anuncian el próximo día de fiesta, se me llene el corazón de una indefinible tranquilidad, pero que luego de repente una nube negra de tristeza me haga saltar las lágrimas si alcanzo a descubrir una tropa de muchachos andrajosos y sucios, precisamente a la hora que debieran estar en la escuela, tras de una res acosada con sus gritos y pedradas y aguijonazos que se ha salido por casualidad de un potrero y se ha entrado en el pueblo. Me murmuran si me siento en el colgadizo de la taberna a ver cruzar por el camino a los peones de tierra, peones de tierradentro conduciendo los trozos de ganado, el arria que viene levantando nubes de polvo, el apuesto y gallardo mancebo con el rico machete al cinto y sobre el fogoso y raudo caballo que le acompaña en todas sus correrías y aventuras amorosas y que quiere tanto como las niñas de sus ojos; si allí me siento para oír cómo departen dentro de la sala, mientras comen, los guajiros que vienen de camino, conversaciones en que todo lo que se escucha es original, todo transpira no sé qué deliciosa fragancia a Cuba como los azahares de sus cafetos y limones, a la tierra feliz de las palmas y aguinaldos, de los arrieros y tocororos, de las ceibas y los cedros, a la tierra que alumbra y calienta el sol y adormece y refresca la brisa de los trópicos.

¡Ay, amigo, y qué malo es que le guste a uno la poesía! No porque yo crea, como creen la mayor parte, que el poeta haya nacido con el triste destino de llorar nada más impreso en la frente. No, que de todo hay en el mundo; si muchas cosas piden no ya lágrimas, sino hondos sollozos, motivos abundantes hay también porque asomar a cada paso la sonrisa a los labios. Pero es pobre el poeta porque, riéndose o llorando no todos lo entienden; porque a menudo tiene que encerrar dentro del pecho el torrente de afecciones que le rebosan y que pugnan por prorrumpir como quiere salir de madre el mar que perennemente inquieto echa sus aguas sobre la ribera, porque cuando va a reír o a llorar tiene a veces que esconderse para que no se lo estorbe la burla de los demás. Y si no, ponte a pasear pensativo cabizbajo por entre los sauces de un cementerio leyendo las inscripciones que la amistad y el amor grabaron en horas de amargura sobre los sepulcros, ponte en la capilla hincado de rodillas a rezar como cristiano por los muertos; si un mendigo con las arrugas de la miseria y del hambre en el rostro te pide limosna, dásela; si te encuentras con una ramera, vuelve los ojos con indignación pero con lástima; si asistes al suplicio del reo condenado a muerte, desata los ojos en amargo llanto; si ves a una niña que era antes flor de inocencia, cándido lirio, mariposa de doradas alas, prostituirse porque un rico vino y le habló de amor y le enseñó el oro, rompe a gemir; si al entrar en la casa del pobre te quitas el sombrero y le hablas con respeto; si al anciano le das tu hombro para que se apoye; si guías los pasos de un infeliz ciego; si el amor a la patria te inflama hasta en tus sueños, y mártir por ella lo sufres todo; si pones empeño en guardar fe a tus amigos... hazlo, amigo, que pocos serán los que te crean, pocos los que no califiquen todos esos arranques sublimes y generosos de tu alma, farsa, mentira; o, cuando menos sin comprenderte, los más te llamarán, como los guajiros me llaman a mí, loco. Conque sé poeta, da alas a tu imaginación, déjala arder en su abrasante fuego.

Pero ahí está la gloria, en los dolores, en alcanzar la brillante corona del martirio. Sí, aunque sea padeciendo, o dulce y consoladora poesía, yo te amo. No te enojes porque a veces suela quejarme. No es de ti, sino de los hombres. Los amantes más tiernos también se quejan. Se queja la tórtola arrullando. El cielo mismo se cubre con frecuencia de nubes y parece amenazar el fin del universo. Los ríos más tranquilos se desatan por las llanuras.

(1840)




ArribaAbajoIngenios

De Puentes Grandes, de ese pintoresco pueblecillo, donde en los meses de calor se reúne tanta gente de la Habana a bañarse en las frescas aguas del río que lo cruza por medio, me he trasladado a un ingenio en Güines. Larga será mi estancia aquí, y por consiguiente me sobrará tiempo que dedicar al estudio de nuestras costumbres, y a la contemplación de tantas maravillas y magnificencias con que Dios quiso embellecer estas tierras de los trópicos, y en especial a nuestra adorada patria la preciosa isla de Cuba.

Pero, aunque aquí haya la misma feracidad y lozanía que en las risueñas campiñas de Alquízar y San Marcos, la misma brillantez en el sol, un cielo siempre azul, apacible; aunque las plumas de los carpinteros y tocororos sean tan lindas, y los árboles estén todo el año cubiertos de hojas; de buena gana cambiaría mi residencia en Güines por los cafetales, o más bien por los jardines de la Vuelta-Abajo. Porque yo no sé, amigo mío, los ingenios, hablándote con franqueza y lo que siento, no me gustan. Visto uno, puede decirse que se han visto todos. No más que cañaverales inmensos de color verdegay que forman horizontes, divididos en cuadros de diverso tamaño por estrechas guardarayas, a cuyas orillas no ostentan, como en las de los cafetales, sus anchas copas ni el mamey, ni el mamoncillo, ni el aguacate, ni difunden tampoco su fragancia los azahares de los limones y naranjos; si acaso en medio de ellos se alza solitaria alguna palma ondulando a merced de la brisa sus melancólicos penachos; palma que se libró de caer bajo el hacha que descuajó el monte donde naciera, y que hoy parece llorar por los otros árboles de su tiempo, las caobas y los cedros, según es de lúgubre como suenan las pencas. ¿Y en las casas hay más alegría por ventura? No ciertamente. Aquí la de purga, allí a un lado la de calderas, enfrente la del trapiche, más allá la del mayoral, y separada de todas algún trecho la de vivienda, pero formando con ellas, a pesar de eso, una especie de cuadrilongo. El espacio que abraza éste se llama batey. Los bohíos se hallan a corta distancia detrás de las fábricas, y pueden por su miseria y desnudez considerarse como los suburbios o arrabales del pequeño pueblo a que un ingenio se parece. Las casas de purga, de calderas y de trapiche, sobre ser muy grandes, son monótonas, son monótonas en su parte exterior; largas paredes y tejados de figura cónica, o, de dos aguas, como dicen; la primera sin embargo es más gacha que la segunda, y la última menos que ésta, cuya torre y chimeneas, por donde salen el humo de las fornallas y el vapor de las pailas y los tachos, la diferencian también de las otras.

Por fortuna, ahora que es tiempo de molienda hay quien se mueva dentro de estos caserones; que, si no, la soledad y el silencio reinarían por todas partes. Pero mira, no atino a elegir entre la zafra y el tiempo muerto; las dos épocas me parecen iguales. Siquiera en los cafetales recolectar el café es una operación muy sencilla, antes distrae que molesta a los negros, es cosa que se hace jugando hasta por los criollitos; de noche no se vela, se escoge el café un rato, y luego se van a dormir. Cuando no están en la cosecha, podar los cafetos y echar semilleros son todos los trabajos, tan pocos y tan simples en verdad que es menester ocupar la negrada en otros que no pertenecen al cultivo de aquella planta para no desperdiciar el tiempo, como en chapear y barrer las guardarrayas, recortar los árboles y embellecer los jardines. Mas en los ingenios, quizás porque así lo exijan el cultivo de la caña y la elaboración del azúcar, las faenas son muy diferentes. Los negros se levantan mucho antes de rayar la aurora, y luego no tienen ni lindas guardarrayas, ni frescas arboledas, ni olorosos jardines donde trabajar a la sombra. Cortar caña, si es tiempo de molienda, al resistero del sol durante el día, meterla en el trapiche, andar con los tachos y las pailas, atizar las fornallas, juntar caña, acarrearla hasta el burro, cargar el bagazo; y por la noche hacer estos trabajos en los cuartos de prima y de madrugada al frío y al sereno, muriéndose de sueño, porque para diecinueve horas de fatiga sólo hay cinco de descanso; y acabada la zafra, sembrar caña y chapear los cañaverales, que es de las faenas más recias de un ingenio por la postura del cuerpo inclinado hacia la tierra no permitiendo enderezarse los machetes, instrumento que regularmente se usa para el efecto; y todo aguantando las copiosísimas lluvias de la estación de las aguas entre el fango y la humedad; he aquí la pintura, aunque muy por encima, de la clase de labores que hay en estas fincas, y sobre las cuales te hablaré más por extenso en otra carta.

La noche que llegué era sábado y no estaban moliendo. Ni una paja se movía en el batey; las casas de trapiche y de calderas a oscuras, la del mayoral cerrada como todas las de nuestros guajiros en cuanto anochece; no se veían aquellos borbotones de humo ni las lengüetas de fuego saliendo por las torres de los trenes, que tanto divierte a los hacendados contemplar desde el colgadizo de la casa de vivienda; ninguna fogata ardía junto a la pila de caña, y, en vez de las canciones de los negros, de los gritos del maestro de azúcar y del estallido del cuero, sólo se escuchaba el triste mugir de los bueyes a lo lejos, de cuando en cuando el graznar de alguna lechuza que cruzaba volando por arriba de las casas, y el monótono y cansado silbar de los grillos. Yo no sé, amigo mío, por qué se me abatieron entonces las alas del corazón. Para distraerme me puse en un extremo del colgadizo, donde daba de lleno la luna, a mirar para nuestro hermoso cielo, y a formar como un niño mil figuras al capricho con las blancas y ligeras nubecillas que impelidas por la brisa se deslizaban por él todas en la misma dirección. Esto me quitó algún tanto la tristeza; pero siempre me quedó en el alma cierta congoja, cierta melancolía que no puedo expresarte, y que solamente conoce aquel que ha dejado a sus amigos a larga distancia, y que además de eso se espera no pasar días muy alegres con las cosas del punto donde está.

Aunque era sábado la negrada sacaba faena chapeando en el platanal; hacíala allí por ser de noche, no obstante la claridad de la luna, y porque para aquélla se escogen de ordinario los puntos donde haya menos riesgo de que padezcan las labranzas. Cerca de las ocho paró el trabajo; una campanada tocó la queda, y los negros, que la aguardaban impacientes, echaron a correr hacia las márgenes del río que pasa por el ingenio a cortar haces de yerba de güinea que traer a los caballos. Cada cual cortó una buena porción, la ató con bejucos, y la cargó en la cabeza; unos metieron los machetes dentro de la yerba, otros en las vainas, y las negras los colgaron en la tira de cuero con que ciñen el talle a manera de cinturón; el contramayoral se colocó el último de todos y en este orden, aglomerados los varones y las hembras, los chicos y los grandes, y hablando un guirigay a su manera, entraron en el ancho batey. Venían haciendo una estrepitosa algazara cantando y riéndose todos a un tiempo, como quienes habían trabajado sin cesar toda la semana. Apenas botaron la yerba en la pila, se dirigió el más viejo y ladino de ellos a la casa vivienda, mientras los otros se quedaron aguardándolo, hechos un montón, a corta distancia. Venía a pedir licencia para que en señal de haber llegado aquel día los amos los dejasen bailar el tambor. Poco después tornó el viejo adonde los otros, en cuya repentina vocería y carreras hacia los bohíos bien se demostró que había alcanzado éxito favorable la solicitud. No fue menester pedir más para que yo, que me divierto tanto en observar estas cosas, siempre nuevas para quien viene de la ciudad al campo, saliese inmediatamente detrás de la negrada encaminándome también a los bohíos. Cuando llegué ya se habían sacado los tambores a un pequeño limpio circular y pelado de yerba, ciertamente con el roce continuo de los pies; me escondí detrás de un árbol, porque en habiendo algún blanco delante, los negros se avergüenzan y ni cantan ni bailan; y desde allí pude observarlos a mi sabor.

Dos negros mozos cogieron los tambores, y sin calentarlos siquiera comenzaron a llamar, ínterin los demás encendían en el suelo una candelada con paja seca o bailaban cada cual por su lado. Al toque los guardieron de aquí y de allí, los que servían en las casas, los criollitos, todos se juntaron en el limpio. Entonces sí que fue menester calentar los tambores, para lo cual se encendía la candelada; así es como se endurece el cuero que cubre la más ancha de sus cabezas, y rebota la mano, y retumba mejor el sonido en el hueco del cilindro; la candela es la clavija de esos instrumentos, sin ellos ni se oyen bien lejos por las fincas a la redonda, ni aturden los oídos, ni alegran los ánimos, ni hacen saltar. La negrada cercó a los tocadores, pero dos bailaban solamente en medio, un negro y una negra; los otros acompañaban palmeando y repitiendo acordes el estribillo que correspondía a la letra de las canciones que dos viejos entonaban, ¿Y qué figuras hacían los bailadores? Siempre ajustados los movimientos a los varios compases del tambor, ora trazaban círculos, la cabeza a un lado, meneando los brazos, la mujer tras del hombre, el hombre tras de la mujer; ora bailaban uno enfrente de otro, ya acercándose, ya huyéndose; ora se ponían a virar, es decir, a dar una vuelta rápidamente sobre un pie, y luego, al volverse de cara, abrían los brazos, y los extendían, y saltaban sacando el vientre. Algunos, luego de tomar calor, alzaban un pie en el aire, seguían sus piruetas con el otro y cogían tierra con las manos inclinándose hacia el suelo que parecía que iban a caerse. A montones llovían pañuelos y sombreros sobre los más diestros bailadores, y, agotados que eran, había quienes por hacer de los chistosos y gracejos les tiraban un collar de cuentas, a ver cuál lo levantaba antes si el hombre o si la mujer, pero se entiende que sin dejar de bailar ni perder el compás. ¡Qué bulla, qué gritería, qué desorden, amigo mío! Ya he dicho que sólo dos bailaban en medio; pero ¿quién contiene a los negros de nación y a los criollos que con ellos viven, en oyendo tocar tambor? Así es que por brincar se salían muchos de la fila, y aparte de todos, como unos locos, mataban su deseo hasta más no poder, hasta que bañados de sudor y relucientes como si los hubiesen barnizado, jadeando, casi faltos de resuello, se incorporaban nuevamente en la fila. Los varones iban sacando las hembras; un pañuelo echado sobre el cuello o sobre los hombros hacía las veces de convite. Viejos y muchachos, hasta los más cargados de niguas, todos bailaban.

Mucho me distraje mirando bailar el tambor; pero te confieso que lo que más me gustó fueron las canciones, tal vez porque las tonadas que guiaban los negros minas, eran de las de esta nación; y no es menester más para que sepas hasta qué grado me divertiría oyéndolas. Cada ingenio, amigo, cada cafetal tiene sus canciones particulares, que se diferencian no sólo en los tonos sino también en la letra. Unas sirven para solemnizar aquellos días en que está alegre el corazón, la pascua de Navidad, la de Resurrección, la de Espíritu Santo, el día que reparten las esquifaciones y las frazadas, los bautismos, los matrimonios, el principio de la molienda y de la recolección del café, el año nuevo, los Santos Reyes. Otras acompañan a los entierros, a las grandes faenas, al frío y al calor excesivos. En el primer caso más bien se grita que se canta. En el segundo las modulaciones de la voz son tristes y lúgubres, apenas se oye al que guía ni a los que responden y es necesario no ser hombre para oír esos cantares y no saltársele a uno las lágrimas. Pero hay tonadas que nunca varían, porque fueron compuestas allá en África y vinieron con los negros de nación; los criollos las aprenden y las cantan así como aquéllos aprenden y cantan las de éstos; son padres e hijos, ¡no lo extrañemos! Lo particular es que jamás se les olvidan; vienen pequeñuelos, corren años y años, se ponen viejos, y luego, cuando sólo sirven de guardieros, las entonan solitarios en un bohío, llenos de ceniza, y calentándose con la fogata que arde delante. Pero si Italia es en Europa el país privilegiado de la armonía, la tierra de los minas lo es en África. La música de estos negros llega al alma, habla al corazón; principalmente aquellas canciones que entonan en memoria de los difuntos con el cadáver en medio sobre una tarima, y ellos en tomo sollozando.

La repentina aparición del mayoral vino por una parte a turbar la inocente diversión de la negrada, y por otra el dulce solaz que con ella disfrutaba yo. El tambor desmayó al instante, desmayaron las canciones, los bailadores apenas movían los pies, y a ocasiones hasta faltaban. Al fin, a un estallido del cuero, apagaron la candela, y cada cual se fue a su bohío.

(1840)




ArribaAbajoLos domingos en los ingenios

Si en los ingenios son tristes los días de trabajo, especialmente a la hora de la siesta, aún más tristes son los domingos, porque en aquéllos hay siquiera el recurso, ya que no pueda uno salir a causa del sol a pasear por el campo, de irse al trapiche y a la casa de calderas, y distraerse allí aunque no sea más que con las canciones de los negros. Pero la molienda para regularmente los sábados a media noche, y, si bien siguen andando hasta el domingo los tachos y las pailas, es sólo hasta la hora en que se acaba de echar en las hormas del tingladillo toda la azúcar. Así es que a excepción de dos o tres negros que se quedan limpiando los trenes, de los macuencos y enfermizos que pican, apalean y revuelven el azúcar en los secaderos, y de algún otro que cruza por el batey con jícara de funche en la mano, el cual viene de la cocina de la gente y va a comérselo a su bohío, no ve uno otra alma viviente esos días.

Pero así como todo respira tristeza en las fábricas, ponte el sombrero de paja, y endereza tus pasos a los arrabales del ingenio, quiero decir, a las enyerbadas calles de los bohíos, y escucha. No oirás más que risas y cantos alegres que te ensancharán el corazón, no oirás más que el ruido de los pilones donde los negros preparan ciertas comidas, el chisporroteo de la leña que arde en medio de la sala de cada bohío con viva llama, el cacareo de las gallinas y el piar de los pollos que vienen de las maniguas a comer los pocos granos de maíz que les riegan sus amos en el limpio de enfrente de la puerta. Pero guárdate por Dios entonces de ponerles a tus negros un semblante adusto, de demostrarles en nada la autoridad del señor, porque en tal caso la linda escena perderá todo su mérito, porque en tal caso, apenas te columbren, se callarán y se estarán quedos. No, amigo mío, llega con la cara risueña más bien brindando confianza que inspirando recelo, anímalos con algún donaire, entra en los bohíos, acércate a los criollitos, cárgalos, suspéndelos por las sienes en el aire o hazles otra maldad cualquiera, y verás ¡qué diferencia! Delante de ti seguirán sus pláticas, delante de ti entonarán canciones, delante de ti bailarán llenos de animación y de júbilo, y tendrán sus retozos y sus juegos.

Mas ese tiempo de huelga y de alegría pronto pasa, porque el trabajo de toda la semana, el sueño de tanto velar en la molienda, y la sombra de los bohíos después de haber estado abrasándose a los rayos de fuego de nuestro sol, van poco a poco amodorrando a los negros, que acaban los más por quedarse dormidos como una piedra sobre las tarimas o sobre la yerba bajo las ramas de algún árbol, hasta que la campanada de botar la gente al campo, los gritos del contramayoral y el estallido del cuero los hacen levantarse apresuradamente a coger el machete y el garabato. Las hembras son las que casi todas se quedan despiertas y en movimiento, ya dando de mamar a los hijos, ya lavándolos y sacándoles las niguas, ya cosiendo y remendando sus cañamazos y los de sus novios o maridos, ya a orillas del río o de la laguna jabonando la ropa sucia. Porque, ¡ay, amigo, el destino de la mujer ha sido siempre más trabajoso que el del hombre! No digo entre los negros; entre los libres blancos sucede, que mientras el marido descansa a media noche, la infeliz mujer vela con las mitades de su corazón en los brazos, y le amanece sin haber cerrado los ojos ni un instante. Nosotros la gente culta las llamamos nuestras señoras, bello título que se merecen; pero la naturaleza misma parece que las ha hecho de más triste condición que la nuestra. ¡Oh sí, nosotros deberíamos besar como cosa sagrada la tierra donde imprimen sus plantas! Mas ¿a qué esta digresión, me dirás?

Te hablaba de las negras, de las negras, que mientras sus novios y maridos y sus padres y hermanos y parientes duermen en la tarima o a la sombra de los árboles, siguen las pobres sus quehaceres, desde la muchacha que empieza a suspirar con el machete o el azadón en la mano hasta la tierna madre que oye en torno suyo el llanto de los criollitos. Esas negras puede decirse que no descansan ni los domingos ni los días de fiesta, esas negras parece que son hechas de hierro, porque no dormir más que cinco horas durante la molienda, levantarse cuando aun no piensan en lucir los primeros resplandores de la mañana, y estarse metidas, sin más tregua que el rato del mediodía en que vienen a comer a las casas, entre los cañaverales tumbando caña al sol, al sol derretidor de los trópicos, y en medio de esto, si cae un aguacero, aguando agua y en invierno, el frío, que en el campo y a los africanos penetra hasta los huesos, y luego el domingo y los días de fiesta dar de mamar al hijo, lavar y coser la ropa, guisar la comida, ¡yo no sé, yo no sé cómo tienen resistencia para tanto! Y con todo, amigo, ¿lo creerás?, andan siempre alegres, el rostro placentero, no tienen aquella gravedad que tienen de ordinario los negros, y rara vez se las ve desesperadas quitarse la vida ahorcándose. Por esto dicen los mayores que las negras son de más resistencia y de más constancia en el trabajo que los hombres, y lo atribuyen a ser de mejor temple su naturaleza física; pero los mayorales, como es natural, no pueden penetrar el fondo de las cosas. Por lo que a mí hace, cuando veo que a las negras no les falta nunca el tiempo para sus hijos, sus esposos y sus padres, por muy largas y recias que hayan sido sus faenas; cuando las veo peinándose trenza y moño los días de descanso en lugar de acostarse como los negros a dormir, engalanarse con túnicos de zaraza, con pañuelos de vayajá, con collares de cuentas de vidrio de vivos colores, y estar siempre prontas a reír y a cantar y a bailar, busco la causa en otra fuente muy diversa. Entonces me voy al corazón y digo: el hombre nace más fuerte que la mujer, pero la mujer nace más sensible; la llama de la sensibilidad no se apaga nunca en su alma, es un manantial caudaloso que nunca deja de correr, es el sol que siempre alumbra la bóveda del cielo; la mujer ha de amar con más vehemencia que el hombre, ha de querer más a sus hijos, a sus padres y a sus amigos; y por tanto, sea cual fuere la condición de su vida, ha de anhelar por granjearse, mediante las buenas obras y procurando parecer hermosa, el amor de los unos y la estimación de los otros.

Pero a la sazón que te escribo estos renglones oigo la algazara de muchas negras que salen de los bohíos y se acercan a la casa. Es seguramente algún bautismo, y vendrán, antes de ir al pueblo, a que los amos las vean. Conque salgo corriendo al colgadizo, y adiós hasta otra, en que te contaré.

(1840)




ArribaAbajoEl guardiero

Cuando se acerca el crepúsculo, amigo mío, un peso enorme me agobia el corazón. Los árboles se van poco a poco oscureciendo, los pájaros se ocultan entre las ramas, se ven grandes trechos de sombra en la tierra, comienza a correr un airecillo suave, y las pencas de las palmas a suspirar blandamente. Tal vez la luna, pálida todavía, se alza por entre los penachos de un palmar, y luce sobre nubes de nácar la estrella de Venus como los ojos de una hermosa en su nítida frente. Los negros entonando sus canciones cortan yerba, el contramayoral los aviva con sus gritos, las cascadas del río se perciben más sonoras, y las lechuzas, aleteando entre las ramas de algún mango, se preparan a cruzar el plateado mar de la luna como brillantes copos de nieve. En esta hora solemne busco un bosque de cañas-bravas, las márgenes de un arroyuelo, o el limpio del bohío vara en tierra de un anciano guardiero. Oyendo el concierto de las hojas, viendo deslizarse las aguas, y conversando con el negro que cuida hoy una tranquera, y que, cuando yo no había nacido, tumbaba, robusto como un atleta, cedros y ácanas donde ahora se extienden verdes campos de caña, me estoy hasta que por todas partes se han esparcido las sombras de la noche. Entonces me encamino hacia las casas, y, en vez de buscar tregua a mis cavilaciones en el reposo del sueño, corro al trapiche, me siento en la rampa iluminada por la luna, y allí permanezco en muchas ocasiones, meditando, mientras dura el cuarto de prima.

Ahora tardes me preparaba a unas de mis excursiones. Había ya salido del batey e internádome en una arboleda que va a morir orillas del río. Algunos criollitos saltando y gritando me acompañaban, y yo condescendiente, porque su júbilo me distraía, los dejaba brincar y dar gritos. A las voces una hermanita mía echó a correr desde la casa de vivienda, nos alcanzó, me abrazó riéndose, y me rogó que la dejase acompañarme. Iba vestida de blanco como una paloma, su cabello color de avellana le caía en dos largas trenzas sobre la espalda, y habíase puesto por juguete un collar de maravillas blancas y encarnadas. Se adelantó corriendo por la yerba, arrancando flores, mirando los pájaros, y modulando una tras otra canciones diferentes. El sol se ocultaba con majestuosidad, y cada vez más encendidos sus rayos, parecía que sobre las flores, las yerbas y los árboles derramaba una niebla de oro. Por entre las ramas y los troncos salían aquí y allí manojos de luz, y mi hermana al cruzarlos, bañada en su fúlgido tinte, imaginábame que era dulcemente acariciada por el sol de Cuba. ¡Ay!, su corazón limpio aún como una gota de rocío; aquel rostro angelical, riente, diáfano; aquella alegría de la vida que bañaba todos sus movimientos; el inocente himno que su alma entonaba cuando corría tras de los tomeguines, cuando suspendida en la punta de los pies como un zumzún en sus aéreas alas, se detenía con los ojuelos abiertos a escuchar el ruido de una yagua cayendo; bien merecían, más que otras muchas cosas, ¡ser alumbradas por el sol de Cuba al posarse en su lecho de nácar, de diamantes y topacios!

Íbamos por una guardarraya de naranjos y de palmas, que yo mismo, en los días alegres de la infancia, había ayudado a sembrar. Los naranjos se cubren ya de azahares todos los años, y luego sus áureas frutas resaltan sobre el verde oscuro de las hojas lucientes; y las palmas, esbeltas y blancas como yeso, con sus pencas ondulantes y rizadas, con algún cernícalo en la punta del cogollo, con algún carpintero abriendo agujeros en los troncos, dejan caer de cuando en cuando una yagua, que recogen los guardieros para dormir. El espacio de los naranjos a las palmas está sembrado de flores de jericó; el viento las había sacudido, y sus pétalos sin fragancia, pero de tan vivo color, esmaltaban la tierra, allí encendido como almagre. Paralelas a esta guardarraya había otras dos, más angostas, de cañasbravas, las cuales nunca se cortan, y como bañan sus raíces dos venas de agua sacadas del río, era tanta su frondosidad y lozanía que dobladas como arcos se entrelazan por arriba formando un pabellón espesísimo, o venían a caer sobre la misma agua; las hojas secas alfombraban la tierra; y ni una yerba siquiera crecía entre ellas. Mi hermana y los criollitos buscando la claridad y el espacio corrían por la guardarraya de palmas y naranjos. Yo los seguía poseído de un inocente gozo, hasta que imágenes menos risueñas y cándidas cruzaron como un rayo por mi mente, y ya no pudieron bastar para las fruiciones de mi alma ni el alborozo de los niños ni las flores de jericó. Queriendo sacudir aquellas ideas, volví los ojos al cielo, miré sus listones de grana, el azul puro y limpio que pronto iba a rutilar con mil y mil estrellas, las albas nubecillas; pero entonces nada me distraía, porque escuchaba el ladrido del perro de un guardiero, y los gritos de éste espantándolo.

Dejé precipitadamente la guardarraya de palmas y naranjos, y entré en una de las de cañasbravas. Una sombra triste había dejado de ellas, y a su fin, en el limpio donde estaba el bohío del guardiero, se veía una mancha rojiza de sol, que en medio de tanta oscuridad me parecía la poca luz de esperanza que en sus días nebulosos alumbra la vida de algunos hombres. El guardiero con su gorro de lana en la cabeza, apoyado en un alto bastón de cañasbrava, encorvado con el peso de los años y de los trabajos que desquician más la vida que los años, hallábase de pie junto a la puerta de su bohío. Un montón de gallinas le rodeaba, y él, llamando a las que aún no habían llegado, desgranaba una mazorca de maíz. De vez en cuando se agachaba y seguía desgranando, algunas gallinas hambrientas le saltaban a los hombros, otras venían a comer casi en sus manos, él entonces extendía velozmente el brazo, cogía por las patas a alguna, se desparramaban todas las otras, y luego volvían a su derredor. Un perrito flaco, de aguzado hocico, manchado de blanco y negro, de orejas paradas, ladraba desde la puerta, a la cual estaba atado con un arique; unas veces impaciente saltaba para correr; otras se sentaba, aullaba, descansaba un instante la cabeza entre las patas, y, al cacareo de una gallina, volvía de nuevo, saltando de improviso, a ladrar con más fuerza y petulancia que antes. Desde la corta distancia a que me hallaba divertíame en observar estas cosas, si no nuevas para mí, muy acordes al menos con los sentimientos que embargaban enteramente mi alma. Con mis pies, por más ligero que anduviese, sonaba el pajonar de las cañasbravas; en cuanto aquel perrillo vivaracho y arisco me atisbase, de seguro comenzaría a ladrar, azorado el guardiero volvería la cabeza, y al ver a un blanco, a uno de sus amos tan cerca, otros quizás serían sus movimientos y palabras. Era necesario contemplarlo sin que él se apercibiese de mi presencia, era menester dejarlo libre al lado de su negruzco bohío, acallando el incesante ladrar de su fiel y único compañero, entre sus gallinas; no apagar ninguno de los colores con que así, en medio de tanta soledad, con sus canas, su gorro de lana, sus sandalias de cuero crudo y sus pantalones y camisa de rusia, su bastón de cañasbrava, hablando solo o con el perro o las gallinas, era sin embargo el alma de aquel cuadro interesante.

No sé, amigo mío, si tú alguna vez discurriendo en mañana alegre y fresca, al gotear de los árboles el rocío, ungida tu alma con pensamientos tiernos y apacibles sobre cuán bella es la naturaleza, cuán dulce es vivir, cuán santa cosa reír inocente al teñirse el cielo con los fulgores del día, pensando en tu madre, en los suspiros de la mujer que adoras, en tu patria; no sé si recorriendo los campos con el pecho abierto de esa manera a los goces inefables de la poesía, has escuchado por ventura no lejos, pero sin saber donde, el hermoso gorjeo de un pájaro que acompaña con su melodía el murmurar de un arroyuelo, y que, habiendo sentido tus pasos, se calla de improviso. La voz del pájaro te ha embelesado, has sentido vibrar en tu alma mil cuerdas de oro, vibrar un instante, pero callar con aquel gorjeo; lleno de ansiedad, te has quedado inmóvil aguardando otro; pero todo ha seguido en profundo silencio. Mas tú ignoras si el pájaro estará detrás de aquellas mismas ramas que te estorban mirarlo; das un paso y te detienes, das otro, y al fin, separando las ramas, sacas la cabeza, y tus ojos anhelantes se dirigen acá y allá sobre los árboles de las orillas, hasta que tú mismo al caminar confiado en que estará más lejos, lo espantas del árbol donde cantaba, lo ves volar como una brillante esperanza que se te malogra, y percibes de paso solamente unas alas manchadas de varios colores, unos ojos redondos, vivos y relucientes, un cuello tornasolado, un pico de coral. Pero quieres realizar tu deseo y sigues pasito separando ramas, apenas moviendo la yerba, hasta que el pájaro extasiado en su canto, después que saltó de rama en rama y hubo bajado a beber agua desde el arbusto de la orilla, se deja observar a tu sabor. Lo miras; cuando has contemplado su espalda de seda, deliras porque vuele para verle las plumas del pecho, y cada movimiento suyo es un nuevo deleite para ti; si se rasca con el pico, el color de las plumas por dentro te encanta; y cuando vuela trinando y tú no lo alcanzas ya con la vista, al llegar a la casa de vuelta de tu paseo, es tu mayor placer contar qué lindo pájaro hallaste orillas del arroyo, y qué trabajos te costó el observarlo.

Yo también he seguido un pájaro por ver sus plumas y escuchar su canto; pero te confieso que en aquellos momentos no era menos viva mi ansiedad. Lo apacible de la tarde había derramado en mi corazón las más tiernas impresiones, y por común que en nuestros campos sea el bohío de un guardiero, presentía que se me esperaban instantes de gran placer. Eran además muy poéticos sus alrededores, muy adecuada la hora para gustar las bellezas del cuadro. El sol se estaba poniendo a la sazón, sobre el limpio abierto enfrente del bohío alumbraba todavía como el dudoso resplandor de un incendio, y aquí y allí veíanse largos listones de sombra producidos por el tronco de las palmas. En el bohío vara en tierra, fabricado al pie de un frondosísimo jagüey que se levanta orillas del río, casi a obscuras ya, percibíase como un fuego fatuo la pálida claridad de la llama que en ellos arde perennemente, y cuya luz iba tomando por momentos un color más vivo. En el limpio no había ni una yerba siquiera, porque el guardiero muchas veces, antes de comenzar o después que acababa de tejer canastas, le daba una mano con el machete, y todos los días lo barría con una escoba de palma. La tierra allí era muy bermeja, y mucho más lo parecía por la verdísima yerba que circundaba el limpio. Éste se halla rodeado de algunas palmas, de un bosquecillo de cañas de güín, y no lejos se deslizan las azules aguas del río. Las hojas de aquéllas, estremecidas de vez en cuando por el soplo de la brisa, formaban un patético murmullo, que hacía más dulce el lejano y sordo resonar de las cascadas. A ocasiones sucedía a tan deleitable concierto un silencio sepulcral, y sólo se escuchaba el ruido leve de alguna hoja que cayera tropezando con las ramas, imagen triste de cómo nuestros días se van desprendiendo del árbol de la vida; y luego, de repente, tornaban los murmullos tan suaves, tan melancólicos como los acordes de un arpa.

Después de haber ladrado siempre con la misma petulancia estaba echado junto al guano el perrito manchado de blanco y negro, y el guardiero, luego que desgranó varias mazorcas, habíase sentado sobre el trozo de madera en que, tejiendo canastas para el ingenio, conversando con los ahijados y parientes, tocando la marimba, pasaba los años iguales de su vida. Dábale las últimas vueltas a unas canastas, y sin interrumpir su tarea alzaba frecuentemente la vista para contar las gallinas que iban entrando una a una por la gatera. Así permaneció largo rato, hasta que concluida la canasta se levantó, colocóla sobre otras que tenía debajo del jagüey, y tapó en seguida la gatera con una piedra. Después entró en el bohío, le dirigió algunas palabras al manchado, que se levantó gruñendo y meneando el rabo, atizó la candela, puso a asar plátanos, y salió, arrojándole a aquél un poco de harina cocida, con una pequeña caja de madera en la mano; pero el manchado, en lugar de precipitarse sobre la comida, alzó la cabeza tristemente mirando para el guardiero como significándole que le diera otra cosa, el cual al parecer compadecido, mas riñéndole ásperamente, sacó un pedazo de tasajo y se lo tiró en el suelo. El perrito lo devoró, se volvió a echar, puso la cabeza entre las manos, y clavó con aire de ternura y agradecimiento en el negro sus ojos lleno de inteligencia. ¿Acordábase, quizás de que tres años antes una mañana en que el mayoral, habiendo separado dos cachorros no más, estrellaba los otros con bárbara frialdad en una cerca de piedra, y teniéndolo ya asido por las patas, cruzó casualmente por allí camino a su bohío el viejo guardiero, y luego que lo vio, pensando que las frutas de la arboleda y muchas gallinas se las robaban por falta de un perro, se acercó al mayoral, pidióle sumisamente el cachorro manchado que iba a morir, y aquél, no sin deseos todavía de matarlo como a sus hermanos, se lo había dado?

La escena del perro, amigo mío, hubo de interesarme más por aquel cuadro tan sencillo, pero al mismo tiempo tan original. La caja que el guardiero llevaba en la mano era una marimba, a cuyo son lúgubre acostumbraba cantar por las tardes, bien cuando se sentía triste, bien cuando algún pensamiento alegre aparecía como el iris en su imaginación. Sentóse en el trozo de madera, colocó la marimba entre las piernas e inmóvil como una estatua estuvo algún espacio con los ojos fijos en el suelo. Yo aguardaba, con una curiosidad mezclada de tristeza que no te puedo explicar, a que sus duros dedos tañesen los gruesos alambres para escuchar los sonidos que sacaba y sobre todo para ver cómo cantaba un negro que de tan anciano apenas podía dar un paso sin apoyarse en su bastón. Cuando menos lo pensaba, hizo un movimiento brusco, enderezó la marimba, y punteando los alambres sacó unos acordes muy bajos y entonó un cantarcillo, que sólo por el silencio del lugar podían escucharse. Cantó el principio en un mismo tono, y su cuerpo conservaba una misma postura; pero luego fue interpolando un estribillo más triste, y cada vez que llegaba a él movía la cabeza como llevando el compás. Al mismo tiempo que cantaba y tocaba, sonaban las hojas del jagüey, sonaba el río, sonaban las palmas y las cañas, haciendo tantas armonías juntas un concierto tristísimo que inútilmente se buscaría en otras partes...

Pero levantemos la pluma, amigo mío. Las canciones del trapiche han cesado, y seguramente es media noche y han mudado el cuarto de prima. Abro la ventana y miro para el batey ¡qué hermosa noche! Noches arrobadoras, espléndidas, yo os amo más que mi vida. Noches de amor, dulces noches ¡cómo se desliza la vida con vosotras, cómo se espera con vosotras, cómo inspiráis inocencia! Luceros, estrellas, luna, alumbrad. Nubes blancas de gasa, corred, que yo me embebezco contemplándoos: Murmuren tus hojas, mango frondoso, rosas de Alejandría, exhalad vuestros aromas. ¡Ay, noches de Cuba, yo quiero morir mirándoos!

(1843)




ArribaAbajoLa casa de trapiche

Una noche desde el colgadizo de la casa de vivienda miraba para el batey iluminado por la espléndida luna de nuestra patria, y por donde iba y venía a intervalos el carretón del bagazo. Las canciones de los negros del trapiche, el ruido de la máquina de vapor y los gritos del contramayoral llegaban claramente hasta allí. A alguna distancia de las fábricas percibía el grupo de los bohíos. La casa de purga estaba cerrada, pero en la de calderas y en la de trapiche aún no habían terminado los trabajos. Junto a la pila de caña, parte acumulada en los colgadizos y parte formada en el batey, estaban varios negros juntando la que los cargadores habían de llevar en hombros hasta el burro. Unas veces corrían, otras andaban despacio, a ocasiones los cantares eran alegres, a ocasiones casi no se distinguían, a ocasiones los acompañaban risas y algazaras. Apenas alumbrada por las farolas la casa de trapiche, los negros que acarreaban la caña, los que la metían en los cilindros, el contramayoral y el maquinista parecían de lejos más bien fantasmas que seres humanos. Sobre el tejado de la de calderas se extendían ondulantes y negras columnas de humo que brotaban de las torres, y cuyas chispas, volando con la brisa, se apagaban luego de súbito.

Muchas ocasiones a esa hora he ido a la casa de trapiche, y en ella, ora apoyado en la baranda, ora sentado en una silla de cuero, me he pasado largo espacio mirando los trabajos. Aquella noche fui también. Los negros, en cuanto me vieron salir del colgadizo y encaminarme hacia ellos, se lo comunicaron de unos en otros hasta los de la casa de calderas, y sus cantares, bañados entonces de júbilo, anunciaban, en letra grosera pero sentida, el placer de ver llegar al amo. Pasé por el lado de los juntadores y crucé por entre los cargadores de caña para ir a colocarme cerca de las mazas. El burro estaba vacío al llegar yo; la voraz máquina de vapor, a manera de un monstruo fabuloso, tragaba rápidamente cuanta caña arrojaban los metedores a los largos y relucientes cilindros. Los metedores golpearon en el burro, los cargadores oyeron el ruido, el contramayoral estalló el cuero, y en un momento el burro estuvo lleno, y los cargadores entonces, riéndose en son de mofa, amontonaban la caña en el suelo. La máquina bramaba, sus ruedas giraban con menos velocidad, las mazas repletas de caña retardaban su rotación, crujían los guijos, y los metedores eran salpicados por chispas y chorros de guarapo. Los brazos y el pecho de éstos, empapados en sudor, brillaban a la luz de las farolas; su incesante movimiento de arrojar montones de caña a las mazas fatigaba sólo de verlo, y aunque parecía que después de tantas horas de faena no debieran ya tener fuerzas para respirar siquiera, todavía conversaban entre los dos, todavía pedían más caña, todavía mezclaban sus roncas voces a las canciones de los demás.

Yo estaba de pie con la espalda apoyada en un horcón de quiebrahacha. Noté que los negros se reían unos con otros y que sus cantares eran estrepitosos. Un negro viejo, juntador de caña, decía en voz baja algunas palabras, y luego los jóvenes, varones y hembras, prorrumpían en ciertos estribillos. Puse atención y vi que la letra se refería a mí. Aquel día se habían repartido las esquifaciones y las frazadas, aquel día había hecho quitar algunos grillos, aquel día había ido a la cocina de la gente para cerciorarme de cómo se le preparaba la comida, y aquel día también había dado licencia para que el domingo próximo se casasen algunos, se bautizaran varios niños, y por la noche, desde las oraciones hasta las diez, se tocase el tambor en el batey frente a la casa de vivienda. Tales eran los asuntos que contenían los estribillos; el negro viejo los iba apuntando, y los mozos después los variaban a su albedrío. Con las gracias que de esta manera me daban, mezclaban también nuevas peticiones, y los que estén al cabo en nuestras costumbres y comprendan el tosco dialecto de los negros de los ingenios, habrán oído con frecuencia en esas canciones necesidades que los amos ignoraban, quejas y hasta epigramas y sátiras contra los que a veces los gobiernan sin saber su obligación. Sonreíame escuchando las sinceras expresiones de su agradecimiento, cuando advertí que el negro viejo se levantó del madero en que se le permitía sentarse para juntar la caña, y que lo colocaba más cerca de mí. Después de haber cantado alegremente con sus compañeros, quería pedirme que, por estar ya achacoso y anciano, lo dejase descansar. «Yo he chapeado mucho; yo he arado casi todas las tierras del ingenio; yo he cortado más caña que hojas hay en las matas; yo he visto elevarse las palmas que apenas se levantaban de las yerbas cuando vine de mi tierra; yo tengo varios hijos que trabajen por mí; déjame ir a reposar y calentarme, hasta que muera, junto al fuego de mi bohío.» Así me decía, mirándome y moviendo su encanecida cabeza, el septuagenario cortador de caña.

No hay suceso en los ingenios, enlazado de alguna manera con la vida de los negros, que no se refiera alegre o tristemente en sus canciones. Si el buey brioso y bello, que todos se disputaban por tener en su carreta, ha muerto, en un día abrasante, de gangrena; si un tacho se ha desfondado; si las coronas del trapiche se han roto; si en los cañaverales ha prendido fuego, y con afanoso trabajo ha sido menester atajar aquel mar de llamas; si las crecientes del río han arrastrado con el maíz, con el arroz, o con la caña acabada de sembrar en sus márgenes; si una seca o unos aguaceros horrorosos amenazan las cosechas; si el cerdo ya cebado y pronto a ser vendido al especulador que recorre las fincas, se ha muerto de repente sin saberse por qué; si el compañero, que solitario en los campos estaba desmochando palmas, se ha caído; si se ha dado por el mayoral y por los perros con la guarida de algún negro cimarrón; si la vaca bermeja, si la puerca de hocico blanco, si la yegua más hermosa del potrero han parido; las letras de las canciones lo dirá cuando se esté chapeando o cortando caña, cuando se junte o cargue en la casa de trapiche, cuando dos negros uno enfrente del otro batan en las resfriaderas, con las bombas, la templa que acaba de ser sacada del tacho. Lo mismo sucede en habiéndoseles cambiado el alimento; en habiéndose aumentado o disminuido las horas de trabajo; en habiéndose introducido una máquina, un instrumento, un proceder cualquiera, que a la vez que los asombra, facilita y aminora las faenas; en anunciando los aguinaldos sobre las cercas y los matorrales que pronto llegarán los amos; en concediéndoseles un pedazo de tierra para que hagan, concluida la zafra, sus conucos, en dejándoles desmochar guano para cubrir los bohíos; la ocasión que se mata una res para repartirla en raciones; la ocasión que se muda el mayoral que los apuraba demasiado; la ocasión que la señora escoge de entre los criollos el que ha de llevarse a la casa de vivienda; la ocasión que se dio una recompensa al carretero que, con las astas de los bueyes coronadas de güines de caña, entró primero con su carreta, el día que se rompió el corte, en el anchuroso batey; la ocasión en que despedido el maestro de azúcar, continuaron los tacheros sacando templas tan buenas como antes; lo que acaeció el día que se estrenó la máquina, el día que se levantó tal fábrica, el día que el tren de carga o de pasajeros del ferrocarril que atraviesa la finca, cruzó por los cañaverales haciendo suspender los machetes a los estupefactos tumbadores de caña.

No sé por qué aquella noche atendía más que nunca a las canciones. Miraba a los negros subir y bajar de la pila de caña al trapiche, miraba para la casa de calderas, y entre el blanco vapor de las pailas y los tachos que llenaba el aire de una deliciosa fragancia, distinguía el espumoso guarapo semejante a oro derretido; miraba brillar el azúcar de las resfriaderas; miraba las gruesas vigas y los robustos horcones que formaban aquellas casas de colosales dimensiones; miraba girar las ruedas de la máquina, moverse tantas piezas con admirable concierto, el vivísimo fuego que la alimentaba, el maquinista sentado cerca; y, sin querer, mis pensamientos se fijaron en lo pasado y en el porvenir. No hacía muchos años que en mi patria casi todos los trapiches eran movidos por bueyes; las cosechas de los ingenios apenas pasaban de mil cajas; la superficie de una de estas fincas no se componía de gran número de caballerías de tierra; las negradas, comparadas con las de muchos ingenios de hoy, eran escasas. En la actualidad todo se pretende hacer y tener en elevada escala. El estruendoso y civilizante vapor mueve las mazas de los trapiches, y puesto una vez el pie en la infinita senda de los progresos, se tiene que caminar por ella sin cesar. El vapor arrastra tras sí por los hermosos campos, dando a veces extraños alaridos, largas series de coches y de carros cargados de pasajeros y de frutos. Cerca de las playas cubanas andan también barcos de vapor conduciendo a los mercados más activos nuestro azúcar, nuestro café y nuestro tabaco. Proyéctanse y llévanse a cabo otras líneas de comunicación por mar y por tierra. Dentro de poco el telégrafo eléctrico colocará sus alambres de pueblo a pueblo, las noticias y las ideas caminarán con la rapidez del relámpago, y los que hoy, apenas nos hablamos, viviremos conversando en familia.

La isla de Cuba, entre las dos Américas, a la boca del golfo mejicano, siendo el centinela avanzado del archipiélago, punto intermediario del comercio el día no lejano en que los pueblos asiáticos y los pueblos americanos y europeos se comuniquen por caminos más breves; con sus muchos y bellos puertos, sus innumerables riachuelos, sus campos cubiertos de verdor perenne, sus privilegiados frutos, sus feraces terrenos, su cielo encantador, su benigno clima; no se detendrá sin duda en la marcha que ha emprendido. Mil y mil leguas de ferrocarriles se entretejerán de punta a punta de la Isla; las ruedas de los barcos de vapor surcarán día y noche las espumosas aguas del mar; muchos ríos se canalizarán; los terrenos pantanosos serán desecados y sobre enos crecerán lozanas plantas; no habrá espacio que no esté sembrado de caña, de café o de tabaco; la población se decuplará; al lado de cada puerto se levantará una ciudad elegantemente delineada y construida; cientos de fanales servirán de guía al navegante; se abrirán, donde ahora hay caminos intransitables, largas y bellas calzadas; se echarán sobre los ríos muchedumbres de soberbios puentes; se introducirán todos los días máquinas e instrumentos para sacar de la tierra los frutos que atesora; se mejorarán las razas de todos los animales útiles; las siembras mismas se harán con aquel orden y aquella simetría que son un indicio claro de los adelantamientos de los pueblos; las groseras chozas de nuestros labradores se convertirán en graciosas habitaciones rodeadas de árboles y de flores; todos los artículos abaratarán y se pondrán al alcance aun de las clases más pobres. El viajero que descienda a las playas cubanas y visite las poblaciones y las campiñas, así como el que hoy, después de treinta años de ausencia, se admira de cómo camina esta tierra privilegiada, envidiará no haber nacido bajo sus ceibas y sus palmas. Dirá en su patria cuán feliz vive el hombre aquí, y millares de familias, cansadas de trabajar en tierras ingratas ya, y ansiosas de paz y de orden, cruzarán los mares, besarán el suelo hospitalario que las recibe con los brazos abiertos, descuajarán unas pocas yugadas de terreno, fabricarán su albergue, arrojarán los granos en los surcos, y, en breve, nunca más les faltará el alimento.

Desde que el inmortal y desventurado genovés entró por la boca del río San Salvador, no hace todavía cuatro siglos. Una raza inocente y tranquila habitaba la tierra más importante que acababa de descubrir; árboles bellos, flores bellas, pájaros bellos encantaban la vista, que, enderezada al cielo, encontraba ese sol, esa luna, esas estrellas esplendentes brillando en un azul apacible y circuidas de nubes blancas y de oro; pero nada de industria, ni de agricultura, ni de comercio, ni de artes, ni de ciencias. Terrenos feraces, ríos infinitos, multitud de magníficos puertos, valles amenos, encantadoras lomas, ricos bosques; era todo lo que había. Los aborígenes se acabaron; el arado arrancó el primer gemido a las entrañas de la tierra, anduvieron bájeles por las costas, y, aunque otros descubrimientos de más valía hicieron mirar con indiferencia por algún tiempo la isla donde se alzaban los bohíos, los bajareques y los cansíes, decidme, si resucitando ahora Diego Velázquez, conocería a Cuba, que tan pronto pudo conquistar, y que gobernó trece años.

Así pensaba yo en la casa de trapiche aquella noche mirando girar las mazas, oyendo crujir las exprimidas cañas, entre los vapores que venían de las pailas y los tachos, contemplando las recias faenas de los negros, y escuchando sus interminables canciones. Era como la una de la madrugada cuando la otra cuadrilla vino a relevar la de prima, y entonces salí para la casa de vivienda. La mitad del batey estaba en una sombra triste, porque la luna, cerca de su ocaso, iba a esconderse detrás del platanal; pero no había ni una nube en el cielo, y la brisa en sus alas amorosas traía la fragancia de las flores del jardín. Los grillos cantaban en monótona cadencia, y las aves nocturnas graznaban desde los tejados de las casas. Allá a lo lejos se distinguía el remanso del río bañado de luz. Escuché de nuevo el chirrío de los carretones del bagazo y no sé si, de alegría o de tristeza, corrió el llanto por mis mejillas. Desde la cama oía después el ruido del trapiche y a los negros cantando. Las criaturas sensibles saben lo que se experimenta entonces.

(1853)




ArribaAbajoEl corte de caña

Aquel día había habido grande animación en la casa de vivienda; muchos amigos vinieron a visitarnos; y no hubo un momento en que la alegría no estuviese pintada en todos los semblantes. Anduvimos por la arboleda, comimos frutas a la sombra de los árboles, nos sentamos en las márgenes del río, fuimos a las casas de trapiche, de calderas y de purga, vimos los trabajos que exige la fabricación del azúcar y, a menudo, recorrimos las calles del jardín. A los acordes del sonoro piano bailamos algunas danzas, y también se mezclaron con el lejano rumor de los gritos de los negros las dulces voces de varias señoritas que cantaron, o melancólicas canciones cubanas, o aquellas soberbias composiciones de los grandes artistas que nunca podrán escucharse sin que el alma se entregue a arrobadores ensueños. El día era brillante, un hermoso día de nuestros suaves inviernos, un día en que rara es la nube que impulsada por el viento del septentrión cruza por el profundo azul del cielo, un día en que el abrasante sol de los trópicos apenas calienta las mejillas, de la criolla que se atreve a arrostrar el fuego de sus rayos. Desde el colgadizo habíamos tenido con frecuencia la vista sobre el anchuroso batey, sobre los bohíos que se levantaban a lo lejos, sobre las guardarrayas de algarrobos y de mangos, y seguimos también en su vuelo a la blanca garza cuyo plumaje resplandecía a la luz del sol. Más de una ocasión un grupo de graciosas jóvenes se detuvo largo tiempo cerca del florecido granado para oír el perenne zumbido, y para mirar los espléndidos colores del cuello, de las alas y de la espalda del impalpable y libre guaní.

La comida fue alegre. Los pálidos rostros de nuestras compatriotas se tiñeron de un sonrosado semejante a los matices de la aurora. Se habló de bailes, de teatro, de excursiones. El hielo enfriaba el agua, las copas de cristal sonaban chocando con la vajilla, y el champaña de color de ámbar hervía dentro de ellas. Se oían las risas ingenuas del bello sexo, escuchábanse sus acentos bañados de ternura y se miraban sus cabellos de seda y sus negros ojos ardientes. La tarde era apacible y convidaba, después que concluyese la comida, a salir a pasear por el campo. En la sobremesa se discutió si iríamos a los bohíos, si nos internaríamos en el bosque de cañas bravas, si seguiríamos la orilla del canal que conduce el agua para dar impulso al trapiche, si buscaríamos las hondas impresiones que causan los palmares, si volveríamos otra vez al río, a la arboleda, al jardín. El chirrío de las carretas que cargadas de caña entraban en hilera en el batey, decidió el rumbo que llevarían nuestros pasos. Las vimos atravesar por el frente de la casa de vivienda, tiradas cada una por dos yuntas de bueyes, con la caña hasta la extremidad de las estacas, con los haces de cogollos arriba, con los carreteros a pie y armados de largas varas de aguijar, hasta que llegaron a la pila, donde debían ser descargadas. ¡Al corte de caña, al corte de caña! exclamaron muchos a un tiempo, y al instante nos encaminábamos allá siguiendo las huellas que en las yerbas y en la tierra habían dejado las llantas de las carretas.

Los que entre un grupo de amigos os hayáis encontrado una tarde clara y serena al descender el sol a su ocaso atravesando los terrenos que os pertenecen, decidme si entonces no os ha sucedido siempre lo mismo que a mí. Se os pregunta cuánta parte de la superficie de la isla de Cuba es vuestra, cuál es la naturaleza de aquellos terrenos, cuáles son los métodos que seguís para ararlos y sembrarlos, cuál es el número de vuestros siervos, en qué proporción se hallan los sexos, qué horas de faenas y qué horas de descanso tienen, qué alimento es el que de ordinario les dais, cómo los premiáis, cómo castigáis las faltas que cometen, qué facultades concedéis a los subalternos que inmediatamente los gobiernan, los procedimientos adoptados para la fabricación del azúcar, los gastos que hacéis anualmente para refaccionar la finca, el producto limpio que os da, por qué aquel cañaveral está más poblado que el otro en el cual hay por donde quiera sabanas, qué significan tantas zanjas, cuándo está en sazón la caña para molerse, qué precios arrojan las últimas cotizaciones, si al mercado remitís el fruto por los caminos comunes, por mar, o por ferrocarril. Una joven, de fisonomía interesante, y a la que acaso améis, formará parte de los amigos que os rodean y que, riéndose y conversando festivamente, caminan por el trillo trazado por las carretas, ya haciendo notar el arrullo de la tojosa en el matorral, ya señalando para la laguna que resplandece con el sol, ya indicando la gigantesca ceiba que se alza en medio de la llanura, ya arrancando lindas flores silvestres que van a ornar cabellos de ébano o de oro. Todos andan presurosos, ninguno quiere retroceder, como si el corte de caña fuese un cuadro magnífico en donde esperan contentar la vista y el corazón.

De repente, al entrar en otra guardarraya, divisamos un cañaveral que casi todo había caído ya al filo de los machetes. Sobre la paja se hallaban posadas muchas garzas. Aquella paja, de color pálido, formaba lúgubre contraste con el verde de los cañaverales que la rodeaban. Resbalando aquí, tropezando allá con las macollas, al fin nos acercamos a los esclavos, que desde el alba hasta la noche, exceptuando el tiempo que se les da para comer, se ocupan en cortar la caña que han de devorar las mazas del trapiche, y que han de llenar las cajas del hacendado. Algunas señoritas fatigadas se sentaron sobre la paja sin cuidarse de que se echasen a perder sus vestidos de seda. Reíanse alborozadas porque sin descansar habían podido vencer la jornada. Todos los esclavos continuaban trabajando; pero las negras miraban de cuando en cuando para las señoritas, y hablaban unas con otras en voz baja como haciéndose observaciones, y como admirando algunos de sus adornos. El contramayoral, negro también, sonaba el cuero en el aire, y daba gritos excitando a sus compañeros a redoblar sus esfuerzos. Vedlos asir fuertemente las cañas, separar de ellas en un instante las hojas secas y los bejucos, cortarlas de un solo machetazo cerca de las raíces, dividirlas en trozos de un mismo tamaño, arrojarlos sobre los otros amontonados alrededor, y no interrumpir nunca su afanosa tarea. Hombres y mujeres cortan caña, y a veces algunas de éstas ha abierto en el cerrado cañaveral, blandiendo la hoja del ponderoso machete con hercúleo brazo, un trecho más grande que el del negro que trabaja a su lado. El sudor, a pesar del aire frío que corre, baña sus caras, sus hombros y sus cuellos. Cuando no habíamos llegado al corte, estaban cantando; ahora no escucha más que el ruido de los machetes y los golpes de los trozos de caña al caer sobre los otros. Sus vestidos son de rusia; algunos llevan un chaquetón de lana; otros tienen enredada al cuerpo la frazada. Una tira de cuero ciñe el talle de las negras, cuyas cabezas cubren pañuelos de cuadros de algodón. Todos están descalzos. Hay una negra y un negro que porfían a quién trabajará más. Los dos son altos, robustos, de formas desarrolladas. El negro vence unas veces, la victoria es otras ocasiones de la negra. Al cabo aquél se ha llevado la palma porque la ha dejado algunos pasos atrás, pero su triunfo no encierra nada amargo y si queréis convenceros de ello, reparad cómo se ríe, y cómo desvanece el ligero sinsabor de la africana dándole a beber agua en el güiro que lleva siempre al campo. Bajo la ruda piel que los cubre acaso hay dos corazones que palpitan el uno por el otro.

En estos momentos el sol estaba para esconderse. Las caras de las señoritas reflejaban sus últimos resplandores y las puntas de las hojas de las cañas, coronadas de güines florecidos, estaban todavía iluminadas. Ya la alegre comitiva se disponía a volver a la casa de vivienda, cuando un negro anciano comenzó a cantar, y los demás le respondieron estrepitosamente. Su voz temblaba en fuerza de los años, como tiembla el ácana azotada por el huracán. Oídlo sin embargo, y aunque os cueste trabajo el entenderlo, fijad la atención en la letra de su canto salvaje. En él manifestaba que había tenido gusto en que los blancos presenciasen las tareas de los negros, que en el ingenio se les daba de comer y vestir bien, que muy pocas veces caía sobre sus cuerpos el látigo, que en sus enfermedades eran cuidadosamente asistidos, que por estar en la molienda comían y bebían toda la raspadura y todo el guarapo que apetecían, que se les permitían conucos, que se les dejaba criar cerdos y aves; pero que no podían resistir las veladas de la zafra, que el sueño los rendía, que durmiendo cargaban caña, que durmiendo la metían en el trapiche, que durmiendo descachazaban las pailas, que durmiendo daban punto a las templas, que durmiendo batían el azúcar en las resfriaderas, que durmiendo llevaban las hormas a los tingladillos, que durmiendo extendían el bagazo en el batey. Después, con el rostro placentero, se aproximó a nosotros, se hincó de rodillas y nos pidió la bendición y, consecutivamente, todos los demás fueron haciendo lo mismo. Mis amigos les arrojaron algunas monedas. Entonces corrieron en busca de sus machetes y, como si no llevasen ya tres meses de molienda, como si hubiesen obtenido todo lo que querían, tornaron a cortar caña con más vigor y entusiasmo que antes. El anciano cantaba y se reía, y todos cantaban y se reían también. Nos manifestaban su gratitud por las monedas que se les habían repartido y prometían no dar nunca motivo para que los azotasen y trabajar contento hasta que el trapiche hubiese exprimido la última caña. Pero casi escondido entre el cañaveral había un negro que ni había venido a arrodillarse y pedir como los otros la bendición, ni que tampoco cantaba. Sus pantalones y su camisa estaban sucios y desgarrados, y ni un sombrero tosco de pleita guarecía sus pasas enrojecidas por el sol. Muchas veces fue necesario llamarlo para que viniese a tomar su aguinaldo. Era un negro que porque acostumbraba a huirse a menudo durante la molienda tenía puestos un par de grillos. Una de las señoritas intercedió por él y aquella misma noche, cuando se repartió la gente de los cuartos, se le quitaron.

En esto regresaron las carretas que cargadas de caña habíamos visto entrar en el batey, y que venían a llevar el último viaje. Apenas pudimos presenciar la operación de llenarlas otra vez formándose dos tongas con los trozos de caña colocados horizontalmente hacia el pértigo y hacia la parte posterior de la cama de las carretas. El sol se ocultaba por un lado sobre las fábricas del ingenio vecino y la luna aparecía por el otro entre los troncos de las palmas. Cuando llegamos al batey ya era completamente de noche. La casa de vivienda, la del trapiche, la de calderas, estaban alumbradas. Nuestros amigos significaron que iban a dejarnos. Acercáronse a la casa de vivienda los carruajes, y a la entrada del jardín se despidieron aquéllos de nosotros, llevando unos las frutas más hermosas que habíamos podido encontrar, y las señoritas ramilletes de flores todavía húmedas del primer rocío de la noche. Desde el colgadizo estuvimos oyendo algún tiempo la rotación de los carruajes en la guardarraya de cañasbravas.

Yo me quedé apoyado en la baranda. La luna alumbraba como el día, pero de cuando en cuando la obscurecían un instante nubes transparentes que volaban como seres fantásticos por el espacio. Millones de estrellas brillaban a su derredor. Las ráfagas del bóreas estremecían las ramas de los árboles, y lanzaban a larga distancia el humo espeso y las refulgentes chispas que brotaban de las torres de la casa de calderas. El agua del canal del trapiche parecía exhalar lúgubres querellas, los grillos silbaban y las cascadas del río sollozaban en lejanía. ¡Oh cubanos, cuántas veces os habréis encontrado como yo aquella noche, después de un paseo por el campo, contemplando desde la baranda de la casa de vivienda el batey de vuestros ingenios! ¡Cuántas veces allí no habrán sido bastantes para desvanecer la melancolía de vuestras almas, ni las nubes, ni las estrellas, ni la luna, ni los suspiros del viento, ni los ayes del agua murmurante, ni el batir de las alas de los pájaros nocturnos! ¡Cuántas veces habrá corrido silencioso llanto por vuestras abrasadas mejillas!; ¡cuántas veces, cual si misteriosa y prepotente fuerza os empujase, habréis atravesado las yerbas del batey empapadas de rocío, habréis ido a la casa de calderas y, sin poder deteneros, habréis entrado en la del trapiche y, al momento, bajando por la rampa, habréis buscado el trillo estrecho que os lleva a un grupo de palmas que mueven perennemente sus pencas en medio de los campos bellos de nuestra patria! ¡Cuántas veces allí os habréis arrepentido de acciones malas, y habréis hecho la promesa de ser mejores en adelante! ¡Cuántas veces allí, en alas de la imaginación, habréis poblado aquella soledad de seres, que ya no existen, y de que únicamente queda una confusa memoria! ¡Cuántas veces allí habréis creído que alguien os hablaba desde el seno de la tierra o desde las alturas de los cielos! ¡Cuántas veces, al regresar para el batey a media noche, al reposar en vuestro cuarto, al ver las comodidades de que gozáis, al reflexionar que vuestra alma y vuestro corazón pueden elevarse a pensamientos egregios y a emociones grandes, habréis experimentado lo que yo! ¡Cuántas ocasiones habréis estado oyendo toda la noche el crujido de las piezas del trapiche y los cantos del bárbaro africano! ¡Y cuántas ocasiones, cuando al levantaros el día siguiente hayáis mirado para el sol que acaba de salir, habréis mezclado con los acentos del himno alegre las dolientes vibraciones de la elegía!

(1859)




ArribaAbajoEl cementerio del ingenio

Una tarde, dejando en la casa de vivienda a varios amigos que habían ido a pasar la Pascua en el ingenio, me encaminé por la guardarraya de cañas bravas hacia el potrero. Como faltaba poco para ponerse el sol, la sombra de los troncos se extendía a larga distancia, los pájaros se guarecían entre las ramas, y las nubes que blancas como la nieve habían corrido antes por el espacio a impulso de los vientos, rodeaban, teñidas de magníficos colores, al astro prepotente que iba a ocultarse detrás de los palmares. La brisa, perfumada con el eterno aroma de los campos, traía en sus alas todas las inefables melodías que arranca de las hojas de los árboles. Las dos zanjas que se deslizan al lado de las cañas bravas sonaban tristemente y, a pesar de su murmurio, escuchábase el lejano rumor de las cascadas del río. Entre las malezas desaparecía algún jubo y las lechuzas, agitándose ya para emprender sus nocturnas rapiñas, clavaban en mí los azorados ojos.

Crucé el puente que sirve de límite a la guardarraya de cañas bravas y principié a andar por los terrenos del potrero, donde se halla, en el centro de un montecillo, el cementerio del ingenio. Por todos lados se dilataba un prado de hierba de guinea, que terminaba en las cercas de piña y piñón; millares de palmas, meciendo cadenciosamente las rizadas pencas, levantaban en aquella llanura sus enhiestos troncos parecidos a las infinitas columnas de un templo, cuya techumbre era el azul del cielo; los aguinaldos cubrían los matorrales y los judíos, posados en bandadas sobre los arbustos, entonaban todavía su acompasado canto. Un estrecho y tortuoso trillo, abierto por las reses al buscar las sombras y los abrevaderos, conducía a la entrada del montecillo. Allí ese trillo se borraba casi del todo debajo de las ramas de los atejes, las guásimas, los almácigos y los caimitillos, pero pronto descubrí en un limpio las paredes del cementerio.

Hacía años que yo no visitaba aquel punto de la finca. Antes estaba cercado de piña y piñón, como lo demás del potrero, pero ahora lo circuían paredes formadas con piedras sueltas. En medio de su recinto había enterrada una cruz, y la puerta era de madera con un cerrojo. Hallábase todo cubierto de escobas amargas, y únicamente las flores de varios romerillos nacidos entre aquéllas, mitigaban el lúgubre aspecto de la última morada de tantos negros como se habían sepultado allí desde la fundación del ingenio. Contemplé los alrededores; ¡qué soledad y qué silencio! Pensé que a aquel sitio había cerca de cien años que no se acercaba sino de cuando en cuando una carreta, con el cadáver de un esclavo envuelto en su frazada, y conducido por dos negros que abrían la puerta, cavaban la fosa, dejaban caer en ella a su compañero, y luego regresaban para las fábricas a continuar sus faenas. Viniéronme en tropel a la memoria todas las criaturas amadas que yo había perdido en el espacio transcurrido desde la postrera ocasión que estuve en el cementerio del ingenio, y un río de lágrimas corrió por mis mejillas. Infinidad de personas de mi familia, infinidad de amigos, infinidad de seres a quienes sin tratarlos siquiera había querido y respetado profundamente, alegrías de la infancia, devaneos de la juventud, luchas de la vida, victorias y sacrificios por el deber, esperanzas realizadas, amargas decepciones, himnos de entusiasmo, gritos de dolor, espléndidas auroras y terroríficas noches del corazón, infamias, heroísmos; todo me arrancaba sollozos. En el humilde recinto que tenía al lado ¡cuántos yacían dignos también, hasta por su misma ignorancia y maldad de un patético recuerdo! Más de quinientos esclavos de todos sexos y edades estaban reunidos en aquel breve pedazo de los terrenos tantas veces regados con el sudor de sus frentes, y yo, que había sido uno de sus dueños, debía afligirme a su memoria.

El primero que se me representó como cuando lo veía siendo niño, fue un negro anciano de nación macuá, llamado Pedro, que solamente se ocupaba en preparar la comida de la dotación. Con el cuerpo ya encorvado y las pasas enteramente blancas, salía por la madrugada a recoger la leña necesaria para volver luego a desgranar el maíz, pelar las viandas, atizar la candela y resolver el grosero alimento con su palo, resistiendo en pie junto al caldero las corrientes de vapor y de humo que se elevaban hasta el techo de guano. Tenía siempre los ojos encendidos y llorosos, pero a pesar de su vejez, de sus achaques y de su embrutecimiento, no sé por qué, mis hermanos y yo nos complacíamos a menudo en permanecer muchas horas en compañía de Pedro, el cocinero de la negrada. Al regresar una Pascua al ingenio, corrimos a su bohío apenas nos desmontamos de los caballos; mas si el humo subía aún por la puerta, las gallinas escarbaban alrededor y gruñía el cerdo dentro de su chiquero, ya el pobre amigo había sido enterrado en el cementerio del potrero.

Teodoro, a causa de sus frecuentes fugas, andaba siempre con grillos. Apenas se le quitaban, cuando alguien intercedía por él, tornaba a huirse, perseguíasele, encontrándolo los perros agazapado entre las breñas, lo mordían y después, acosado por ellos, entraba en el batey al trote por delante del arrenquín del mayoral. Un día Teodoro, al percibir desde un jobo entre cuyas ramas se había escondido, los ladridos de los perros, se echó al cuello un lazo con un arique; y cuando aquéllos le clavaron los dientes en los pies ya estaba ahorcado.

En uno de los viajes al ingenio habíamos encontrado, sirviendo en la enfermería, una mulata a quien no conocíamos y que después supimos llamarse Dorotea. No tenía pasas, sino lacios cabellos, su tez era casi blanca y todas sus maneras y palabras demostraban que había sido criada de mano de alguna familia decente. Vestía como las demás esclavas del ingenio, túnica de rusia; no calzaba zapatos y llevaba el pelo recién cortado de raíz. Un hijo suyo, muy lindo, estaba en la casa de los criollos, y a Dorotea se le permitía tres veces al día ir a darle de mamar. Nos dijeron que habiendo cometido en la ciudad una gran falta, sus amos la habían mandado a castigar. A cada momento la sorprendíamos llorando, y compadecidos de ella, le guardábamos comida de la casa de vivienda y se la llevábamos a escondidas. Hasta nos aseguraron los otros negros que ya le habían dado muchos azotes, pero ella nunca quiso respondernos sobre esto sino anegándose en lágrimas. Al cabo de cuatro meses, Dorotea fue llevada en la carreta al camposanto del potrero.

Carlos, siendo calesero de la familia, padeció tanto de los ojos que al fin perdió la vista. Era criollo del ingenio, y como además tenía allí a todos sus parientes, pidió que lo llevasen junto a ellos. Tejía canastas en tiempo muerto, y durante la molienda juntaba caña en la pila, haciendo cuartos lo mismo que los otros. Pero el cambio de alimentos y de trabajos lo condujo pronto al sepulcro.

El mina Rogerio se señalaba entre todos los esclavos de la dotación por su elevada estatura y la atlética complexión de sus miembros. Adusto con los blancos y hasta con sus compañeros, jamás, sin embargo, cometía faltas por las cuales se hiciese acreedor a ningún castigo. En el corte de caña, arando, como carretero, en los chapeos, junto a las pailas y los tachos, no había esclavo que se le igualase. Siempre tenía en ceba cochinos, numerosas aves poblaban sus gallineros, y en su bien cobijado bohío se encerraban varias arrobas de arroz, algunas fanegas de maíz y montones de ñames, de yucas y de boniatos que había cosechado en el conuco.

Mirando con indiferencia a todas las negras del ingenio, había entregado su corazón a una africana, de la misma tribu que él, y perteneciente a la dotación de un cafetal situado a una legua de distancia. Un día se prendió fuego en los cañaverales, e implorado con el tañido de la campana el auxilio de las negradas circunvecinas, acudieron todas, incluso las de ese cafetal. En ella venía una negra a quien Rogerio dio a beber agua en su mismo güiro, y en la cual pensó continuamente desde entonces. Igual impresión sintió el alma de la africana.

Transcurrieron desde el día del incendio varios meses y nadie sospechaba que Rogerio, después de tocarse la campanada de la queda, salía de su bohío armado del machete de cortar caña, atravesaba el río y dejando atrás los terrenos del ingenio, se metía por las fincas intermedias hasta llegar al lado de la mujer que debía costarle la vida. Al rayar el alba, ya Rogerio se hallaba otra vez en su bohío. Pero una noche, después de muchas en que había salido airoso de su empresa, acechábanlo algunos negros del cafetal, y en el instante en que puso los pies fuera del bohío de su amada, se vio acometido por aquéllos. Defendiéndose como un león, mata a dos, huyen los otros y él, lleno de heridas, logra salir del cafetal, cruza las demás fincas, vadea el río y llega al batey del ingenio. Casi exánime, entra en la arboleda; piensa que tal vez no volvería nunca más a ver a la mujer idolatrada, y acercándose a los gajos de un mamey, pone término a su vida ahorcándose.

Por la mañana contemplábamos, todos poseídos de dolor, su ensangrentado cadáver.

Allí dormía también sueño perdurable la infortunada Gertrudis, por cuya belleza palpitaban no pocos corazones de los esclavos del ingenio. Ella calzaba siempre zapatos de venado, ella se ponía siempre túnicos de listado, ella llevaba siempre argollas en las orejas y collares de cuentas de vivísimos colores le rodeaban siempre la garganta. En los tambores se llevaba la palma, y cuando tumbaba caña, cuando chapeaba, cuando hacía el haz de hierba, cuando recogía bejucos para su cochino y cuando apaleaba el azúcar en los secaderos, el negro más inmediato a ella se complacía, abrigara o no esperanzas de ser correspondido, en ahorrarle gran parte del trabajo.

Con la risa perennemente en los labios y sin cesar cantando, Gertrudis caminaba por el sendero de su existencia como si estuviese sembrado de flores, y era uno de los innumerables ejemplos que nos presenta ese sexo capaz, por la delicada sensibilidad de su alma, de soñar venturas en cualesquiera situaciones de la vida. ¡Cuán ingenuo y cordial alborozo había en la risa y en los cantos de Gertrudis! Asemejábanse a esos rayos de sol que penetran en las profundas obscuridades de las cavernas, a esos riachuelos que serpentean en medio de los bosques y a esas esplendentes alas de los pájaros que se posan sobre las abruptas peñas de las montañas. Contaba veinte años y era criolla, hija de un negro carabalí y de una negra mandinga. Una ocasión mi madre, que escogía entre las criollas del ingenio una que fuese a servirle en la ciudad, eligió a Gertrudis, sin atender casi a otra cosa que a su hermosura, pero aquélla prefirió quedarse en el lugar donde había nacido y al lado de sus padres, de sus hermanos y de sus parientes. Cuando estábamos en el ingenio, venía todos los días en señal de agradecimiento a pedirle la bendición a mi madre y, con frecuencia, obtenía, en cambio de su humildad, algún pañuelo, algún vestido, algunos zapatos usados, que recibía con el mayor regocijo. Una mañana después de almorzar estábamos sentados en el portal de la casa de vivienda, cuando de improviso oímos gritos en la de trapiche. Los negros bajaban por las rampas con los brazos levantados. Mis hermanos y yo corrimos hacia allá. Los negros lloraban, y entre sus confusas exclamaciones se distinguía solamente el nombre de Gertrudis. Subimos precipitadamente las rampas, entramos en la casa de trapiche, miramos despavoridos por todas partes, y cuando comprendimos la causa de aquella consternación nos cubrimos los ojos con las manos.

Metiendo Gertrudis caña en el trapiche, habíase quedado dormida con un brazado en las manos, y una de éstas fue mordida por las mazas; el contramayoral había corrido a la compuerta para detener el trapiche; los negros, al mismo tiempo, echaron enormes cantidades de caña, pero las mazas continuaron girando por algunos instantes y esto bastó para que todo el brazo y parte del cuerpo de Gertrudis fueran horrorosamente destrozados. Aquella escena desgarradora no se me olvidará nunca; la justicia no vino hasta el día siguiente a instruir la sumaria, y mientras tanto varios negros velaban el cadáver, y nosotros íbamos con frecuencia a mezclar nuestras lágrimas con las suyas.

En el mismo lugar reposaban las cenizas de Fernando. Fernando había ido al ingenio en una partida de bozales, que lo miraban todos con respeto. Al igual de los demás cogió la guataca, el azadón, el machete, la despumadera, y aró, chapeó, aporcó, cargó panes de azúcar, lo batió en las refriaderas, anduvo con las carretas, metió brusca en las fornallas y vivió muchos años como suele suceder a los africanos, pero Fernando llevaba siempre una nube de tristeza en el semblante; sus cantares fueron siempre, únicamente, los cantares africanos, nunca bailó sino al compás del tambor, y con sus carabelas, jamás habló otra lengua que la lengua de su tribu.

Allí descansó de sin iguales martirios el tachero José, que con aquella confianza que inspira la costumbre de arrostrar con frecuencia un mismo peligro, había resbalado por descuido al andar encima de los trenes, precipitándose dentro de una paila rebosada de guarapo hirviendo. Espantosamente quemado, no duró vivo más que breves momentos, pero en ellos sufrió cuanto puede padecerse en siglos de tormentos.

Dentro de aquella tosca cerca de piedras sueltas se hallaba asimismo el criollo Wenceslao. Niño de la propia edad que nosotros, nos había acompañado en todos nuestros juegos. Con él habíamos trepado sin zapatos los escalonados troncos de los cocos, con él habíamos encontrado entre las más elevadas ramas de las ceibas los nidos de las auras tiñosas, con él habíamos corrido tras de los venados, con él nos habíamos bañado, en las aguas del río, montado en los potros casi certeros, armado trampas a las jutías, enlazado por el pescuezo a las jicoteas, llenado de cocuyos los agujereados güiros, mirado los gusanos arrastrándose por los troncos, aprisionado mariposas, ensartado maravillas en cañitas de rabos de zorra, huido de los majaes, presenciado los estratégicos combates del caballito del diablo con la araña peluda y tapado las bocas de los bibijagüeros. Esto fue algún tiempo nada más, porque luego Wenceslao era ya pastor de los bueyes, y cuando regresaba del campo por la noche, hacía también cuartos juntando caña en la pila.

Su fin fue bastante lastimoso. Había aprendido a desmochar palmas subiendo hasta las pencas por medio de trepaderas. Pasábase días enteros en las prodigiosas alturas a que llegan aquellos árboles, sin otra salvaguardia que su agilidad y su destreza, pero una ocasión se rompieron los estribos de las trepaderas y Wenceslao había muerto mucho antes de fracturarse todo el cuerpo de la terrible caída.

Y en verdad, de toda la dotación que yo había conocido en los primeros años de mi vida, pocos eran los esclavos que aún existían. Viejos en la actualidad, servían de guardieros en los linderos, cuidaban los gallineros, revolvían el azúcar en los secaderos, echaban y quitaban el barro de las hormas, las lavaban en los tanques, caminaban desde la salida hasta la puesta del sol detrás del buey de la pisa; los demás habían venido unos después de otros, cubiertos con sus frazadas y sobre la cama de una carreta, a confundirse con los huesos de sus compañeros. Recordé por largo tiempo las biografías de muchos de ellos, y a cada paso, como le hubiera sucedido a otro cualquiera en semejante sitio, prorrumpía de nuevo a llorar.

El sol se había ocultado y las sombras de la noche habían derramado pavorosas tinieblas sobre los objetos que me rodeaban. Al pálido fulgor de las estrellas se dibujaban vagamente entre las ramas de los árboles la cruz y las paredes del cementerio. Las ráfagas del viento, sacudiendo las hojas, traían a mis oídos santas modulaciones. Caí de rodillas, murmuré plegarias, apoyé la cabeza en las piedras de las cercas, y al levantarme para volver al batey, sentí que una dicha, nunca hasta entonces experimentada, inundaba en celestial arrobamiento lo más íntimo de mi corazón.

Hay momentos en que uno como que resucita de prolongada muerte; y por eso, cuando al entrar en la casa de vivienda me preguntaron dónde había estado, cuando luego fuimos al trapiche, y cuando de vuelta a aquélla tocaron el piano y cantaron algunas amigas y mis hermanas, yo me reía de gozo, pero este gozo no tenía el dejo amargo que suele acompañar a las felicidades que vienen únicamente de la tierra.