Hizo Dios el mundo en seis días y descansó el séptimo, pero antes de descansar se le ocurrió hacer al hombre el sábado.
Adán y Eva, pues, se conocieron la sexta noche de los tiempos, y no en bailes ni en teatros, como se conocen las gentes hogaño, sino en campo raso, debajo de una ceiba, indudablemente, sin más camisa, ni más adornos, ni más paños menores que su epidermis, y el Señor les dijo:
-Creced y multiplicaos.
Y ellos no crecieron, porque ya estaban un tanto demasiado crecidos, pero se multiplicaron, y multiplicándose, formaron las familias, y formando las familias, las llenaron de plagas, tales como el primo, especie de bicho no descrito por Cuvier, y que merece lugar preferente en la familia de las babosas, aunque hay quien lo coloque en la de los zánganos; mas sea de ello lo que fuere, y prescindiendo de la nobleza de sangre y procedencia de casta, lo cierto es que el primo es un ser digno de estudio, y como tal me ocuparé de él.
El primo es un hombre como cualquier otro puede serlo; come, bebe, duerme y ejecuta sus demás funciones vitales a las mil maravillas; canta, ríe, baila, si es alegre; trabaja, si no es haragán, y tiene, en fin, cuantas cualidades puede tener cualquier prójimo; salvo el goce de ciertos privilegios en casa de la tía, y algunas confiancitas con las primas, que no gustan por cierto a la mamá, la cual está siempre atisbando las acciones del sobrino. Los hay de ellos feos y bonitos, rubios y morenos, elegantes y descuidados, pero todos condescendientes y de buenas intenciones, si no son algunos que, validos del primazgo, hacen cosas que no debieran, introduciendo la desolación y el escándalo en su propia familia; pero son tan pocos, que no hacen número, y por tal motivo prescindiré de ellos.
El primo es el demonio familiar de la casa de su tía. No bien se cuela por las puertas, alborota a las muchachas, va a la cocina, enciende un cigarro, se come un plato de dulce que hizo una de las primas, pellizca a la cocinera, abraza a la mulatica costurera que está en el cuarto, vuelve al comedor; si ve flores, se apodera de ellas, a pesar de la oposición tenaz que se le sostiene, y se dirige a la sala. Allí se sienta entre cinco o seis angelitos sin alas, le quita el bordado a la una, el libro a la otra, las mortifica a todas, incomoda con sus gritos a la vieja, que se levanta, las manos en la peluca, diciéndole:
-Vete, demonio, espiritado. ¿Qué vienes a hacer aquí entre las muchachas? Ésta no es hora de visitar.
Pero él, tenacem propositi, más grita, y más emborracha con su charla, hasta que la vieja se retira para el cuarto, renegando de los primos y del diablo, y él, dueño entonces del campo entre tantas palomas, hace de las suyas, y las primas se ponen bravas por alguna libertad demasiado libre y él sale peleado con ellas, pero cuenta que al siguiente día vuelve a la casa y hacen las paces y se repiten las escenas del día anterior.
El primo, a pesar de todas estas ventajas, está expuesto a mil incomodidades en casa de la tía. Mientras no haya jóvenes de fuera es el preferido, mas ¡guay de él! si sucede lo contrario. Allí es verlo en un baile. Si es bailador recibido y aprobado, puede dar algunas volteretas con las primas, pero si no es adelantado discípulo de Terpsícore pasa más sudores que un atacado de fiebre. Aquí se dirige a una prima, decidida admiradora de las danzas de Federico, la cual, después de mil excusas y circunloquios, concluye por decirle:
-Mira, Pepe, tú eres de confianza, y por lo tanto los cumplimientos son excusados; hay dos o tres jóvenes de cumplimiento que quieren bailar conmigo, y tengo que complacerlos.
Allá va con su triste humanidad adonde está otra rubia, prima también, pero que no se muerde la lengua.
-¿Qué danza vamos a bailar, Antoñoca?
-Ninguna, Pepe, porque tú eres limón, y yo no me quiero estropear; ve a pisar a otra, que lo que es a mí no te dará en el pico.
Y el infeliz tiene que ir en peregrinación por toda la sala, y de seguro no habrá quien de él se compadezca.
Se dividen los primos, por su carácter, en tres especies: juiciosos, hipócritas y traviesos. El primo juicioso es de fiar para la tía; la visita diariamente, quiere mucho a las primas, y bien podían salir a pasear con él, que de seguro no harían las travesuras propias de su edad, pues el genio serio del compañero pondría freno a ellas. Él es quien lee las cartas de los empalagosos enamorados de ventana; hace de tiempo en tiempo un regalito; está al tanto de cuándo hay un enfermo para ir a verlo; es consultado en diferentes cuestiones por los tíos y se da a querer a causa de su buen comportamiento; suele tener de veinticinco a treinta años.
El primo hipócrita participa en las apariencias de las cualidades del anterior. Con su cara de santico se gana la confianza de la casa; siempre está conversando con la tía, y cuando se queda solo en medio de la hembrería, ello es verlo más alborotador que un muchacho. Generalmente cuenta de veinte a veinticinco años y como está en la edad del amor, escoge a una de entre sus primas, a quien delante de la madre ni siquiera mira, pero que solus cum sola, la estrecha tanto y tanto, que ella tiene que llamar algún genio bueno en su ayuda y decir:
-Mamá, mamá, ven a oír lo que Pancho me está diciendo.
Y la madre ni se mueve porque se fía de él, y se contenta con responder:
-Vamos, niña, déjame quieto a Panchón; yo no creo de él cosa que no sea buena.
-¡Ay, mamá!, si tú lo hubieras oído, y mírenlo ahora tan hipócrita como está.
Y él se ríe, y saca partido del crédito a su modo, que de todo se saca partido de este mundo. No es dañino, pero conviene espiarlo.
La tercera especie de primos es la del travieso, tipo sui generis, que merece particular atención. Para comprenderlo mejor pintaré uno de ellos, que bien puede servir de adorno a este artículo.
José de Jesús Calandraca de Aronga y Bacalaíto es un estudiante de filosofía, como de dieciocho a veinte años de edad, con sus ínfulas de elegante y sus ribetes de poeta; alto de cuerpo, corto de vista, largo de nariz; de ojos negros y maliciosos y movimientos desembarazados, que indican decisión y franqueza. Llámanle por mal nombre Aronguita, pero yo, a fuer de bien criado, llamaréle Pepe. Y antes que me huya de la memoria, voy a referir el cómo y el cuándo tuve ocasión de conocer y estudiar este tipo.
No ha muchos días, empujado por un asunto de interés, me dirigí a eso de las diez a casa de mi amigo Bonifacio Maleficio, donde gozo de alguna confianza. Llegué, pues, apenas acababan de levantarse de la mesa, y como el señor don Bonifacio no había almorzado allí, determinéme a esperarlo, no por el solo hecho de esperar, sí que para tener una disculpa y quedarme platicando sabrosamente con dos trigueñas y una rubia, que más fuego tenían en los ojos que hay en un volcán, y más miel en los labios, que en una colmena. Quedéme, gracias a mi descaro (en honor de la verdad sea dicho), y entablamos conversación.
-Jesús, Luisillo -me dijo una de las trigueñas, llamada Concha, y que tenía un divino hoyuelo en la barba-, Jesús, ¡qué malo estuvo su artículo del otro día! Yo ni lo acabé de leer. Mire que a usted nada más se le ocurre hablar contra el baile, como habló, y desacreditar así a las muchachas.
-No, hija mía -le contesté-, yo no he desacreditado a las muchachas, no he hecho nada más que decir la verdad pura, lo que se ve en muchísimos bailes. Difícil sería, y arriesgado, y hasta incierto, afirmar que todas bailan mal; no, yo lo que dije y repito ahora a ustedes fue que muchas muchachas bailaban así; bien sé yo que hay honrosas excepciones. Y además que
A todos y a ninguno | |||
mis advertencias tocan; | |||
el que haga aplicaciones | |||
con su pan se lo coma. |
-Sí, venga ahora a componerlo todo -dijo la rubia-. Nosotras no debíamos mirarle más la cara, y hacer con usted lo que las muchachas de la esquina.
-¿Qué muchachas? -pregunté.
-Las Mendrugo -contestó Chumbita, que era la otra trigueña, más divina que el sol y más picante que el ají-. ¿Y sabe lo que dicen? Que están bravísimas, porque en su artículo se refiere a ellas, pues como no saben bailar todavía, no saben distinguir lo bueno de lo malo, y hacen lo que ven hacer al compañero; y que usted las vio bailando la otra noche y por eso lo escribió todo; pero que ellas se vengarán de usted.
-No, nada de eso ha habido. Yo no tengo culpa por haber escrito el artículo, sino ellas por parecerse a lo que yo escribí; y bien se conoce que son culpables, pues si no bailaran deshonestamente, de seguro no se darían por aludidas.
-Y mire, Luisillo -dice aquella muchacha rubia con ojos de cherna, que anda siempre con Charito Mendrugo-, que si fuera hombre le hubiera dado una paliza a usted, para que no se metiera en camisa de once varas, que más cuenta le traían otras cosas que ésas. Y vayan a ver quien habla, aquella albina tan antipática, y que no está contenta sino cuando se halla entre hombres. Y luego tan sometida que es. Todos los días le escribe más de diez cartas a Nicanor Lagartija, y él ni por ésas. Hay mujeres tan...
-Vamos, niñas, guarden las tijeras -dijo a la sazón doña Tecla, madre de ellas-. No le arranquen la tira del pellejo a esa pobre rubia. ¿Qué mal ha hecho?
-Sí, mamá, es muy...
Aquí fue interrumpida la graciosa fiscala por un estrépito que hacia la puerta oímos.
-¿Qué es eso, señor? -dijo doña Tecla, medio incómoda, medio asustada.
-Nada, mamá -contestó Margarita, que era la rubia-; ése es Pepe, que viene a vernos antes de ir a la Universidad.
-¡Dios nos ampare!, ya tenemos aquí a ese condenado.
Con estas razones dieron lugar a que el señor Pepe llegase a donde estábamos, más alegre que un carnaval y más descarado que una máscara.
-Buenos días, tía; adiós, muchachas; ¡hola, mulata!; ¿cómo están todos por acá? ¿Y tío Bonifacio, dónde anda? ¡¡Puf!! ¡Y saben ustedes que hay calor! Digo, y yo tengo que ir pedibus andantibus hasta la Real Universidad Literaria de la Habana, situada en la calle ancha de O'Reilly, esquina a la de Mercaderes baja de Santo Domingo. Y no crean ustedes que voy a pie por hacer ejercicios, no, sino porque no tengo más que diez centavos o sean dos reales de vellón, o de otro modo un real sencillo; y un medio es para cigarros y otro para papel, que tengo que escribirle a mi adorada Petrona, o Perica, como la llamo yo. Por cierto que me pidió un medio para escribirle a su padre, y yo me hago el remolón. ¡Digo!, ¡bueno es el niño! En el circo me verán, pero que me cojan, ¿cuándo? No es nada lo del ojo, soltar yo medio fuerte para ella. Vamos, Perica, no arrugues, que no hay quien planche.
-Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar -interrumpió doña Tecla, santiguándose-, ¿hasta cuándo vas a estar hablando, muchacho? Parece que tienes metido el diablo en el cuerpo. ¡Válgate Dios!, y qué petulante vienes.
-Oye, Tiruña -dijo Pepe, tirándole un pellizco a la rubia-, oye lo que dice tu tía.
Pero como ella no le contestase, tiróle él otro más fuerte aún, diciendo:
-¡Eh!, señora muerta, ¿en qué piensas? ¡En el mocito que pasó anoche por aquí tan flaco y tan largo y tan amarillo, que parece un muerto resucitado!
-Vamos, estate quieto, Aronguita, dejemos la fiesta en paz -dijo la rubia un tanto resentida del dolor y más quizás por las indirectas directas respecto del enamorado.
-Oye, tía Tecla, cómo se pica Margarita la rubia, porque le digo que su novio parece un muerto desenterrado.
-No es por eso, mamá, sino porque me dio un pellizco.
-¿Qué es eso de pellizco? -saltó la tía-. ¡Eh! Don Pepe, nada de juegos de manos con las muchachas, que no porque sean primas...
-Pierda cuidado, señora mía, que será usted obedecida religiosamente.
-Y dime, cola del diablo, ¿qué haces tú que no te largas para la clase? Mira que son las once y media y a las doce tienes que estar allí.
-¡Oh!, no se apure por eso, tía, yo voy a clase cuando quiero, y paz cristi. Usted ve, hoy no me ponen falla, por lo cual me quedo a comer acá.
-No, señorito, vete a clase y cuando hayas cumplido en el colegio...
-¿Qué colegio, tía? La Universidad.
-Bien, cuando hayas cumplido en la Universidad, ven a comer y a cenar si te da gana.
-¡Oh!, señora doña Tecla, usted me confunde, me aniquila, me achicharra, me descuajaringa... ¡Tanta bondad!
-Déjate de retóricas, y coge el tole, que ya es hora.
-Sí, me voy, porque temo mucho a los reprobados, suspensos y capotes.
En esto levantóse y fue al primer cuarto, revolvió el tocador, se peinó, descompuso todo lo que había compuesto, y sacando de entre las máquinas femeniles una asaz extraña, por cierto, que usaba Margarita para abultarse el peinado, dos longanizas, como las llamaba Pepe, preparóse para salir, despidiéndose con ellas a guisa de banderas.
Pero en mala hora lo viera Margarita.
-Ven acá, Pepe -decía-, dame eso, mira que me lo descompones todo. ¡Pepe, mis armadores!
Y Pepe seguía impertérrito hacia la puerta, y la rubia pudo atrapar una trenza, y aferrándose a ella, trabóse la lucha, y Pepe gritaba, y la perrita ladraba, y sabe Dios lo que de ahí resultado habría si doña Tecla, celosa siempre de su tranquilidad, no pusiera fin al juego, dando a cada uno dos coscorrones y diciendo al sobrino que tuviera a bien tomar el portante.
-Sí, eso es, tía -dijo él antes de irse-, usted me echa de su casa; pero no saca nada en limpio, porque hoy vengo a comer, y esta noche voy a presentarle a usted tres estudiantes más malos que Capirote, como decía mi abuela en sus mejores días.
-Dios te libre de tal cosa; guárdate de traer acá esos pollitos con los bolsillos planchados, y tan amigos de meterse con todo el mundo.
-Pero, ¿qué tienen los estudiantes, mamá? -dijo la prieta del hoyito-; casi todos son de buenas familias, y muy finos, y muchos son poetas y la mayor parte son simpáticos y buenos mozos.
-Sí, fíate de las caras bonitas y de los fluses elegantes, que paga el padre; y no digo que sean despreciables, pero mientras se llaman estudiantes, se les debe zafar el cuerpo como al diablo.
-Pues a mí me gustan los estudiantes.
-Calla, tonta.
-Pues, agur -dijo Pepe-, hasta luego. Miren, muchachas, que les voy a traer los estudiantes de derecho, y ya verán.
-Sí, atrévete -gruñó doña Tecla, que más temía a los tres estudiantes que a veinte marineros y soldados; y volviéndose a mí, dijo:
-Usted ve, Luisillo, este Pepe es un buen muchacho, y nosotros lo queremos mucho, como hijo de una hermana mía que es, pero es el espolón del diablo.
-Sí, señora -le respondí-, bien se ve que es de genio alegre y luego estudiante, que lo dice todo.
Despedíme en seguida de aquella familia, prometiéndome en mi interior repetir la visita para contemplar la trigueña del hoyito, que me había dejado pensativo, y robado mi tranquilidad. Salí de allí, enamorado por una parte, y por otra alegre, pues no fue poca fortuna haber encontrado al primo travieso, que buscaba con mis cinco sentidos.
Cuidad, madres, vuestras hijas; desconfiad de los primos, que son todos aficionados a las primitas, y bajo la salvaguardia del parentesco, pueden dar de sí más de lo regular, y lo que de ello resultare, allá lo veredes.
¡Bienaventurados los padres que no tienen sobrinos, porque ellos verán su casa limpia de zánganos y babosas!
Matrimonio, palabra fatídica generalmente, y suave y armoniosa muy pocas veces; melopea que el joven de veinte años canta alegre y lleno de ilusiones, inspirado por los acordes sublimes de su corazón; cántico divino que la virgen eleva al cielo en sus sueños de amor y felicidad, en esos sueños puros como el alma de un niño, en que la doncella enamorada contempla al objeto de su cariño en la nube que pasa ligera, en el pintado pajarillo que bebe el almíbar de las flores, en la brisa que besa sus mejillas rosadas como las nubes del crepúsculo, en el cielo y en la tierra, en la luz del día y en las sombras de la noche; imprecación que el marido lanza al infierno, contemplando el lecho nupcial que en otro tiempo fuera paraíso de sus glorias, y que ahora yace mudo o abandonado por una mujer muerta o por una esposa infiel; plegaria que el soltero de cuarenta años dirige a Dios, pidiéndole una dulce compañera, memorándum que el viejo lee con los lentes de la edad y del desengaño; abismo adonde el hombre se lanza buscando la dicha y encontrando muchas veces la muerte; matrimonio, yo te adoro, aunque no sé quién eres, como adora el náufrago la tierra distante que nunca ha visitado y el esclavo la libertad que no conoce. Y además, yo soy joven, y por qué no he de amar, si el poeta dice:
Porque amor casto entre dos | |||
es colmo de las venturas, | |||
y unirse dos almas puras | |||
es ver a Dios. |
Yo debo, pues, amar, y como amar es verbo activo transitivo, y como todo verbo transitivo supone un objeto sobre que recaiga la acción, he aquí necesariamente que yo debo de amar alguna cosa. Sujeto, yo; verbo, amo; objeto o complemento directo, algo. Pero, este algo, ¿qué es? ¿Un hombre? No, porque los hombres son muy prosaicos y a mí me gusta la poesía; luego, es una mujer. ¿Pero una mujer así comoquiera, vieja, fea, coqueta? No, una mujer, joven, bonita y buena. Hasta aquí no ofrece duda la cuestión. Y, ¿para qué debo yo amar a esa mujer? ¿Para ir a su casa todos los días y sentarme enfrente de ella y decirle que ayer llovió y que hoy hubo mucho calor, y fastidiar a la madre, y fastidiar a toda la familia, y fastidiarla a ella? Mais non. Luego, yo no la quiero para fastidiarla; luego, la quiero para casarme con ella; de lo que se deduce que yo amo el matrimonio, porque quien quiere lo más, quiere lo menos; quien quiere lo principal, quiere lo accesorio.
Dícese que en el matrimonio se juega un albur de uno contra noventa y nueve. Ésta es una gran verdad porque las mujeres son como los gatos (perdónenme los gatos la comparación): mientras son novias tienen las uñas escondidas, pero después que tienen al hombre del lado de allá, sacan algunas las uñas, se quitan la careta, y entonces no queda más recurso que el real de soga y el medio de sebo. Cuántos conozco yo, jóvenes que impulsados por una fuerte pasión se arrojaron en el abismo del matrimonio, sin conocer los defectos de la mujer, creyendo que todo serían glorias y placeres, y hoy son dueños de unas prendas que de balde son caras.
Muchas y grandes son las delicias que promete el matrimonio, pero también son muchas y grandes las desgracias que suele ofrecer después. Alguien ha dicho que el corazón de la mujer es un libro abierto; tanto temo que sea cierto como que no lo sea. Si efectivamente el corazón de la mujer es un libro abierto, lloremos, que el hombre no sabe leer, o es un animal bruto que no puede contener sus deseos, porque, ¿quién es aquel que si se acerca a una jaula de fieras que tenga un rótulo que diga: No entréis porque aquí hay serpientes y tigres y panteras, quién es, repito, el que ose entrar en la jaula? O es un ignorante o un bruto. Sin embargo, el hombre lee el rótulo y entra. Y si el corazón de la mujer no es un libro abierto, lloremos también, pues, ¿cómo sabremos quién es la mujer buena que puede hacer la dicha de nuestro hogar doméstico? No por sus palabras, porque ella puede mentir, no por sus lágrimas porque sabe fingir; hagamos entonces como el físico: observemos sus acciones, y si ella es tan mala que con sus acciones engaña, entonces... sálvese el que pueda.
Algunos matrimonios hay felices, pero también hay muchos desgraciados. Celos, venenos, remordimientos, odios, peripecias son de los sangrientos dramas representados en el seno de la familia, delante de los hijos, atribulados espectadores. Unas veces el hombre, otras la mujer, muy a menudo hay un ser que maldice de su existencia, que se arranca los cabellos con desesperación, que en la oscuridad de la noche lucha en la cama con el demonio de los celos, que siente rugir las ideas, como ruge la leona a quien ha arrebatado su cachorro, como ruge el huracán atronador lanzándose impetuoso por sobre la tierra amedrentada.
El matrimonio es poético y conviene, por tanto, hacer todo aquello que no sea prosa. La mujer que al mes de casada se presenta a su marido sin medias, con abandono, despeinada e indicando pereza y negligencia; la esposa que es descuidada en sus deberes de familia, la que no sabe hacer durar en el esposo las ilusiones y el amor, mostrándose, por el contrario, fría e indiferente, ésa coloca la primera piedra del edificio de la discordia. Cuidado, cariño, orden y compostura son los elementos de la felicidad conyugal. Así del esposo. El hombre es fuerte y la mujer es débil; del hombre es, pues, prestar ayuda y consejo y ser bueno y delicado con la esposa. El hombre hace a la mujer: nada más cierto; si la mujer falta, cúlpesela, pero cúlpese también al hombre descuidado que no supo conducirla dignamente por el camino del bien. ¡Pobres mujeres! El hombre os corrompe; la sociedad os condena, y vosotras subís inocentes al cadalso de vuestra ignominia. La sociedad es como aquel tirano de Roma que dictaba leyes muy severas, y las hacía imprimir con letras muy pequeñas, en carteles colocados en los edificios más altos de la ciudad, para que los ciudadanos no pudieran leerlos. La sociedad es una madre desmoralizada, que prostituye a sus hijos y les niega el alimento de la educación y es osada después a juzgarlos y a imputarles faltas de que sólo ella es responsable. Ella sabe prostituirlos. Millares de novelas en que el vicio se presenta triunfante y hermoso; millares de fiestas y diversiones desordenadas en que gozan los sentidos y padece el alma, éstas son las armas poderosas de la sociedad. La ignorancia y la esclavitud para la mujer, la sabiduría y la libertad para el hombre, los crímenes y la discordia para la familia, y la oscuridad para las generaciones futuras.
Hombres hay que no ven en la mujer más que la esclava de sus pasiones y sus placeres; para mí, ella es el objeto más bello y más dulce de la creación, el móvil de todas las acciones del hombre. Buena hija, cariñosa hermana, idólatra madre, ¿por qué no es también amante esposa? Sí, es amante esposa; mas, ¿qué puede ella contra su ignorancia, contra su abandono, contra los vicios del mundo? ¡Ella es ignorante y el vicio es tan hermoso! Se siente sucumbir; pide auxilio a su esposo, y su esposo le vuelve la espalda; llama a la sociedad, y la sociedad le responde con una carcajada; vuelve la vista al crimen, y el crimen le brinda goces y delicias; sola, débil y abandonada, llora amargamente y sucumbe. Ésta es la historia de todos los matrimonios desgraciados; una mujer débil, un marido sin conciencia y una sociedad viciosa. Y, sin embargo, toda la vergüenza, todo el oprobio, toda la maldición caen sobre una triste mujer.
Si una niña es coqueta y pisotea las flores de su pudor, culpa suya no es; mirad si no el baile actual, tan vergonzoso y degradante. ¿Qué madre buena ve indiferente a su tierna hija lanzarse en ese torbellino? Las niñas bailan tan desvergonzadamente porque sus padres se lo permiten; y a fe, que no lo harían si el abandono no fuera la dote principal de muchos padres de familia.
Penetremos en el hogar doméstico.
Doña Cándida Alma de Dios era una señora que cuando murió contaba cuarenta inviernos. Llamóse en sus primeros días Candita, y más tarde Canda. Sic volvitud illis. Candita fue joven y bonita, y como era bonita y joven, ítem más, rica, tenía muchos pretendientes que pretendían unos su dinero y otros... su dinero. Entre todos el preferido era un buen mozo, de esos que fuman en pipa y echan espuma por la boca, que desprecian a las mujeres por darse tono, que lo hablan todo sin saber nada, que critican al prójimo los mismos defectos que tienen ellos, que son tontos de capirote, brutos, bárbaros, mentecatos, que embisten, que dan coces y rebuznan. Era el mozo pobre y, por añadidura, haragán, que no tenía tras qué caerse muerto, como decía su suegra. Sin embargo, Candita lo quiso, por sus muchas mataduras, sin duda, que en eso no hacía más que seguir la costumbre de muchas mujeres.
Llamábase el tal, León Cañonazos de los Rayos y Centellas, y se casó con Candita. El primer mes todo fue luna de miel (de fleur), y néctar, y elixir, y ambrosía; empero, después...
Después, ¿qué había de resultar? Que don León Cañonazos de los Rayos y Centellas dijo: «aquí estoy yo», y empezó a gastar el dinero de Candita, pero como todo se acaba, se acabó el dinero; él, entonces, vendió las joyas, y como las joyas se acabaron lo mismo que el dinero, y él no podía vender lo que nunca había tenido, que era la vergüenza, quiso vender la de Candita; ella se resistió porque estaba hecha a toda prueba; él juró y gritó y dio coces; pero en vano. Entonces, figurándose que Dios había dicho a Adán cuando le regaló a Eva «aquí tienes esta mujer para que la trates como mula de alquiler», cogió un palo y se atrevió a dejarlo caer sobre Candita, la cual se escapó y se refugió en casa de sus padres. Tiempos después, estando don León Cañonazos de buen humor, fue a la casa de Candita, y le propuso la confederación, y ella, que era buena y lo quería, transigió. A poco murió su madre, único refugio de la esposa desgraciada.
Don León Cañonazos de los Rayos y Centellas adquirió pronto una nueva confianza con Candita, y se dejó ver en todo el esplendor de sus vicios. Unas veces se aparecía a las doce de la noche, dando traspiés y lleno de lodo, y hacía a su triste esposa juguete de sus chanzas de mal género y de sus vicios. Otras, reunía en su casa a esa turba de gentes ociosas y corrompidas, y pasaba la noche tallando y consultando el oráculo de las cuarenta, mientras Candita se encerraba en su cuarto llena de miedo, con sus hijos, a quienes besaba, y sobre cuyas mejillas dejaba caer las lágrimas del dolor y la desesperación. Otras (¡pobre Candita!) la llamaba imperiosamente y le decía:
-Mira, mujer, ponte el túnico más viejo que tengas, échate una manta por la cabeza, y ve a pedir para una promesa o para un hijo enfermo. Si no traes dinero, prepárate.
Y Candita salía, y pedía limosna, y lloraba amargamente; y cuando él recibía el dinero, iba a apostarlo a un jiro o a un malatobo o a regalarlo a la sota o al as, dejando a sus hijos sin pan.
Por desgracia, don León Cañonazos y Centellas no jugaba a los toros, y por tanto no le dieron nunca una cornada, ni se cayó de algún tejado, ni lo enviaron a presidio.
En cambio, Candita era delicada y los golpes físicos y morales la postraron en el lecho. Allí murió sin remedio y sin cuidados, más pronto de hambre y de sed que de la enfermedad.
¿Qué resta de ese matrimonio, de esa sociedad conyugal, como la llaman los jurisconsultos? Vicios y crímenes para el padre; desnudez, ignorancia, hambre y un triste porvenir para sus hijos, y gusanos y putrefacción para el cadáver de Candita.
Otro ejemplo, y concluyo.
Pepe Saramagullón era un joven pobre, pero trabajador, que ganaba cuatro pesetas diarias; era soltero, pero un día dejó de serlo, y se casó.
Su novia tenía el libro del corazón abierto para que Pepe leyera; en el libro estaban escritas unas cosas muy malas con letras muy grandes, que hubieran hecho correr al más guapo; pero Pepe no le tenía miedo ni a los toros y se quedó, o quizás lo hizo porque no podía leer, el amor le habría empañado los espejuelos. Su novia se reía por dentro, y las cosas iban de mal en peor para el pobre muchacho.
Un día se encontró Pepe a un amigo, que le dijo:
-¿Qué hay, Pepón? Ya sé que estás transando con una hembra superlativa. ¿Cuándo te enganchas?
-No entiendo -dijo Pepe.
-¿Que cuándo te casas?
-¡Ah! -dijo Pepe y dio un salto, porque a pesar de estar enamorado, lo había pensado todo menos casarse.
Cayó en la cuenta de que nunca se había ocupado sobre la materia, y se ocupó. Desgraciadamente, Pepe era de esos hombres que dicen y hacen. Así fue que dijo: Me engancho, y se enganchó, pero, ¿cómo? Pepe reunió cuanto dinero tenía, y preparó la bola y la boda. Alquiló una casita de veinticinco pesos, de esas para cuyo alquiler se exige fiador, tres meses en fondo y cuatro adelantados, los retratos de toda la familia y además la obligación de vivirla un año. Compró media docena de sillas, dos sillones, un catre, un jarro, media docena de platos, dos cubiertos, un candelero de cobre, un baúl, una jaba, un cubo con su soga para sacar agua del pozo y otras cosas que son indispensables para vivir, no en la pobreza, sino en la miseria. No hay duda, Pepe estaba muy enamorado.
El día señalado fue un día de bola; Pepe se mostró gerundio, como le decían sus amigos, y les dio un almuerzo de tasajo, mondongo, plátanos pasados, arroz y pan con mantequilla, todo muy sabroso. Al oscurecer fueron todos a la iglesia (los pobres no se casan por la madrugada) y el padre les echó la bendición y le dijo que podían irse en paz. Volvieron a la casita y siguió la bola hasta las nueve. Al otro día se levantó Pepe a las diez (porque se había quedado dormido), y llamó a su mitad, la cual abrió los ojos, se estiró, dio una vuelta en la cama y volvió a roncar. Él entonces la llamó por segunda vez, diciendo:
-Vamos, china, levántate, que ya es hora de almorzar.
Ella conoció la personalidad y se levantó.
-Ahora, alma mía -dijo él-, vamos a conversar. Yo no tengo más, como tú sabes, que cuatro pesetas al día; de eso tengo que pagar la casa y la comida. Tú me ayudarás cosiendo para fuera. Conque vamos, china, a repartir el trabajo entre los dos: yo friego los platos y tú fríes los huevos, o yo frío los huevos y tú friegas los platos.
-¿Quién? ¿Yo? -saltó la nueva esposa-, ¿yo? ¡Ni a prodigio!, ni frío huevos, ni friego platos.
Pepe quedó petrificado, pero era un maula y la quería y frío dos huevos y fregó dos platos.
Esta escena tuvo lugar tres días; al cuarto, viendo Pepe que la función iba adelante, no frió más que un huevo y no fregó más que un plato; y dicen las crónicas que ella al fin se amansó, pero sólo por unos días, porque quien malas mañas ha, tarde o nunca las perderá.
Este privilegiado matrimonio ha corrido una tiberia espantosa, según expresión de un amigo mío. Calculen ustedes una muchacha que el día de tornapurga, digo, de tornaboda, no quiere fregar los platos ni freír los huevos...
Muchas cosas quisiera referir de este par de alhajas, pero ni el tiempo lo permite, ni las columnas de este periódico tampoco.
Otras clases hay de matrimonios, dignos de cualquier cosa. Esos matrimonios en que el marido tiene coche porque la mujer es bonita; esos en que se cambian los papeles y en que el marido se pone papalina, manteleta y camisón y se pasa el día cogiendo los puntos a las medias de las muchachas, y en que la mujer se pone pantalones y sombreros y zapatos de tacón, y va a la escribanía, y corre con los alquileres de las casas y con el dinero; esos matrimonios merecen, no un artículo seco y mal zurcido, como éste, sino una obra de cincuenta volúmenes, en folio, con prólogo, y notas, y comentarios, y caricaturas.
Y, sin embargo, el matrimonio es bueno y yo conozco esposos que son felices. Rara avis. Son felices, y ¿por qué no? En el mundo hay todavía algo bueno.
¡Oh! tú, mozalbete, si acaso me has leído, oye un consejo. Cásate, pero mira primero con quién lo haces, porque los lazos de matrimonio no pueden ser desatados por las leyes, y es vergonzoso hacer una cosa de la cual tenga uno que arrepentirse.
Doncella, si por dicha has fijado tu mirada en este artículo, cásate y ama a un hombre que sepa engrandecerte y no ridiculizarte; procura realizar el deseo tan pocas veces cumplido: amar y ser amado.
¡Tres y cuatro veces feliz el que nunca se arrepienta de hacer una cosa! ¡Y tres o cuatro veces desgraciado aquel que encuentre disgustos en donde creyó hallar placeres; aquel que encuentre los celos en donde buscaba el amor; aquel que encuentre las sombras en donde buscaba la luz; aquel que encuentre la nada en donde lo buscaba todo!
Donde menos se piensa, salta la liebre, anda diciendo el vulgo hace qué sé yo cuantos años, y tal verdad encierra esto, que de seguida voy a probarlo, y va el lector a quedar convencido. Es el caso que larga pieza de tiempo túvome sin sosiego el hambre de escribir un artículo sobre las costumbres de esta bendita ciudad, allá por la época en que eran mozos los padres de los que hoy son jóvenes; empero, como yo me cuento entre los últimos, es decir, entre los muchachos, y no hubie ocasión de ser testigo de vista de lo que entonces tenía lugar, he aquí el porqué de mis correrías por esos mundos, en busca de viejos y de viejas que se prestaran a hacerme razón de las cosas de la Habana en la época a que me refiero. Ni se crea que en mi vuelo observador haya pretendido remontarme al siglo pasado; antes lo que me viene en apetito es el tiempo transcurrido desde el año diez hasta el cuarenta, y a esas tres décadas han estado siempre dirigidos los espejuelos de mi observación.
Empujado, pues, por la manía de sacar trapillos al aire, y ganoso de poner cosas viejas a la clara luz del sol, dime en trabar amistad con las antigüedades, prefiriendo, por supuesto, a las hembras, pues no se me olvida que las mujeres todo lo recuerdan y lo cuentan todo. Entre éstas tengo por amiga a una solterona que jamás quiso ilustrarme en materias de antigüedades, porque aunque yo juraba que era de cincuenta para arriba, ella nunca se dio por aludida, y contestábame que, puesto que era del día, ignoraba el contenido de la pregunta. Cien veces volví a la carga, y cien veces era rechazado, y tanto se defendió el enemigo, que ni esperanza me quedaba de que ella confesase la demanda, hasta que, una noche...
Una noche estábame de visita en casa de mi perseguida solterona, que por más señas se llamaba Mónica, y hablábamos del frío, del calor, de las personas que pasaban, de todo, en fin, lo que la gente conversa cuando no tiene de qué conversar; y ya me iba yo durmiendo de puro fastidio, cuando, de repente, vimos entrar a una señora que, con los brazos en cruz y la cara llena de risa, se dirigía hacia donde estaba Mónica. Miróla Mónica, examinóla, y:
-¡Mateíta!
-¡Mónica!
dijeron ambas, volviendo a abrazarse después de largos años de separación, en que cada una había andado por su camino. Abrazáronse, como digo, besáronse, y se arrellanaron en sus sillones, haciendo abstracción completa de mi personalidad, y comenzando a charlar alegremente, como si nada tuvieran que esconder, incluso la edad.
Yo estaba en mis glorias, no sólo viendo llegado el momento en que se iban a realizar mis sueños, sí que también al contemplar el cuadro peregrino que se presentaba a mi vista. Juntas las dos ofrecían gran placer al observador. Era la Mónica una jamona de muy buenas carnes, alta de cuerpo, y de piel fresca y conservada. Canas, no las tenía, no por falta de asistencia a su tiempo debido, sino porque como venían disfrazadas de negro, no las hubiera visto ni el que vio la lluvia de estrellas, de graciosa memoria. La leche cutánea se había hecho cargo de las arrugas, y de la cintura, el corsé. Peinaba a la moda; a la moda vestía, y aunque por la mañana representaba tener cuarenta años y por la noche treinta, en la iglesia de la Salud la fe de bautismo rezaba cincuenta; y por más que se untaba cascarillas para aparecer blanca y pomadas para aparecer joven, no era joven blanca, sino vieja verde.
De Mateíta no podía decirse la misma cosa: arrugada como chaqueta de muchacho; más encorvada que arbolillo bajo el peso del huracán, y carcomida, maltratada, hecha trizas por la polilla del tiempo, podía pasar por madre de Mónica aunque ambas eran contemporáneas. Un tuniquito de holán, tan corto que dejaba ver sus pies calzados con zapatos de dril negro, y una manteleta a la antigua, cubrían aquel cuerpo hoy tan desprovisto de encantos, y que ayer había hecho suspirar a más de un mozo barbilampiño, que se moría por sus pedazos. Era un gorro de dormir del año 12, perdido entre los papeles de un estudiante del año 66, una momia de Egipto caminando en pleno siglo XIX. Mónica y Mateíta parecían dos soldados que vuelven de la guerra, vencedor el uno, vencido el otro. Y así era, en efecto: porque Mónica había sabido vencer el tiempo, y el tiempo había vencido a Mateíta. Mateíta no tenía dientes; Mónica los enseñaba postizos. Mateíta no se cuidaba, porque era casada y tenía ocho hijos; Mónica se cuidaba porque no era casada y no tenía ocho hijos. Mateíta había dejado a su arbitrio el reloj de su vida; Mónica lo había atrasado, por querer adelantarlo con la moda del cable submarino. Una era la antigua Mateíta; otra la Mónica reformada.
Un escritor satírico, al verlas juntas, hubiera exclamado:
-He aquí a una vieja muchacha al lado de una vieja anciana.
Y un poeta:
-He aquí un invierno de cielo azul, junto a un invierno encapotado.
Por lo demás, ambas eran cincuentonas.
Pues, como decía de mi cuento, pusiéronse mis dos antigüedades a conversar, sin parar mientes en mí, que las oía, y gracias a lo cual me veo ahora en sabrosa plática con mis lectores. Y aquí tengo explicado aquello de: donde menos se piensa salta la liebre, pues cuando menos las esperaba, vinieron las tan ansiadas confesiones. Después de mil preguntas y respuestas, que ni yo entendía, ni ellas tampoco, a causa de la precipitación y desorden con que se sucedían unas a otras, restablecióse la calma y aparecieron los recuerdos, propios en tales casos y en personas tales.
-Pues, sí, hija -exclamó Mateíta-, lo que eres tú no sales de los quince.
-¡Ay, Jesús!, no digas eso -le contestó Mónica, componiéndose los rizos colorados ya, y poniendo los ojos en blanco-. Mira que los años no pasan por debajo de la mesa.
-Y es verdad, el tiempo se va volando. Parece que fue ayer cuando nos conocimos.
-Vamos a ver: ¿a que no te acuerdas de la primera vez que nos hablamos?
-Como si fuera ahora: en el Teatro Principal, en uno de los beneficios de Covarrubias.
-Pues mira que te equivocaste, porque no fue en el Teatro Principal, sino en el Diorama.
-No, señorita. Qué me vienes tú a decir a mí..., con que mi tío estaba colocado en la puerta, y por eso entrábamos todas las noches. Por cierto, que no perdí ni una sola función.
-Ya se ve, con Garay allí, que trabajaba divinamente, y con Covarrubias...
-Qué gracioso era, muchacha. Lo que es como ése...
-Y ¿qué me dices de Hermosilla? ¿Y de Juan de Mata, que hacía siempre de barba?
-¡Qué buena compañía! Porque mira, la Molina y sus tres hijas no podían ser mejores; de la Puerta no se diga nada, y lo que era la Alberdi..., todavía tengo yo guardados algunos sonetos que le sacaron sus enamorados.
-Y ¿te acuerdas de la ópera que vino después?
-¡Toma! Como que me moría por Fornasari, que era un tenor...
-A mí me gustaba más Montressor.
-¡Qué!, ése era bajo.
-¿Y qué tiene que sea bajo? ¿Dónde pudo llegar la Pantanelli? Todavía me acuerdo que cuando se fue la íbamos a acompañar todos en la volanta.
-Ahora que dices volanta: ¿a que no te acuerdas de una cosa?
-¿De qué cosa?
-De aquella ocasión que fuimos en volanta a Matanzas y por poco nos quedamos en el camino.
-¡Vaya! Y que fue con nosotros Longo.
-¡Ay!, no me recuerdes a Longo, condenada. Mira que cada vez echo de menos aquellas canciones...
-Como que era el Perico de los cantadores. Y que cuando tocaba la guitarra, no había quien le levantara el pañuelo.
-No, hija; allí estaba también Goyito, que no se dejaba poner encima el pie.
-Ya lo sé, y tampoco me olvido de Caneda, ni de Vicente Ramos, ni de Perico Arango.
-¡Ay!, demongo.
-Y, ¿qué me dejas para los tocadores de arpa?
-¡Qué danzas aquellas tan bien tocadas! ¡No había a quien escoger! Virginia Pardi, Pilar Escobar, Paulita, Justa Valdés.
-Un sinfín, muchacha.
-Volviendo a las canciones, tú te la dabas en grande con «El Destino» y con «La Existencia».
-Sí, pero la que más gustaba era aquella de:
Por caprichos de muy poca monta | |||
mi muchacha conmigo peleó | |||
y estuvimos sin vernos seis días... |
-¿Y por qué te gustaba tanto?
-Porque yo casi siempre estaba peleado con mi cortejo, y por verlo bravo se la cantaba.
-Entonces había canciones por castigo: «El bombito», «Las buenas noches», «La Atala», «Vivo en prisión oscura», «La amapola», «La partida de Alfredo», «La paloma», «La armenta», «La maldición», «El ciprés», todas muy buenas.
-¿Te acuerdas de los bailecitos de todas las noches?
-¿Tú ibas a las escuelas?
-¡Cómo que si iba!, a la de Esteban Sánchez y a la de Muñoz, que estaba en San Isidro; y hasta a la de Soto y a la de Farruco fui algunas noches, y eso que estaban lejísimas, allá por el Campo Marte. Por cierto que, ¡yo no sé!, ahora están hablando tanto contra las escuelas de baile, y lo que era entonces no daban qué decir.
-¡Qué iban! Si allí se aprendía por reglas, y no había ese rebumbio que hay en la danza de este tiempo. Entonces sí era bueno con el paseo, la cadena, la media cadena, el sostenido y el sedazo; hoy no saben más que abrazarse y dar vueltas. La que es hija mía no baila...
-Pues a ti bastante te gustaba...
-Sí, pero en mi tiempo era distinto.
-Ya se ve que sí; pero no digas el modo de bailar, muchacha: ¿dónde van las danzas de hoy a tener el señorío y el compás de las antiguas?
-Es claro. Ninguna danza del día se puede comparar al «Canelo», «Si la mar fuera de tinta», «El Zumgambelo», «El forro de catre», «Las guachinangas», «El café», «El mandinga siguato».
-Y ¿el vals?
-¡Ah! «El vals de Ricardo» era de primera.
-Y ¿«La Esperanza»? Y ¿«El alemán»? Lo dicho, hija; lo que es en nuestro tiempo se bailaba mejor que en el día.
-La gente de hoy no sabe divertirse.
-¡Ay! ¡Si volvieran aquellos tiempos!
Y siguieron recordando la pasada juventud, y notando la diferencia que existe entre la Habana de entonces y la de hoy.
Y casi en todo tenían razón, porque la verdad es que parece cuento lo que en pocos años hemos cambiado, tanto material como intelectual, como moralmente.
En cuanto a lo material, el cambio ha sido completo. El Hoyo del Inglés, refugio de los muchachos que huían de la escuela, se extendía lleno de manigua por las que hoy son calles de San Miguel y Águila; los barracones se derramaban por las que después se llamaron del Prado y Consulado; y las estancias de Hano y Vega, de Castro Palomino, de Arteaga y otras, que llegaron casi todas a poder de los Sigleres, campearon donde se extiende al presente el hermoso barrio de Colón. Todo lo que tenía de poblados intramuros, tenía extramuros de despoblado. Y en estos últimos barrios escaseaban los edificios de mérito, siendo las más de las casas de tabla y teja, y muchas de guano. De noche, el aspecto de la población no era alegre por cierto con sus calles oscuras, solitarias y de mal piso, sus dos o tres volantas que casualmente pasaban como asombradas de verse a las ocho de la noche fuera de casa, sus tunales, uveros, maniguas y cercas de tablas por todas partes, y su oscuridad y silencio de camposanto; la calle de San Miguel era la de moda para el paseo, y si la de San Rafael, tal como está hoy, hubiera aparecido de repente en aquellas soledades, con los coches, las luces de gas, los transeúntes, con toda esta vida animada que suele alegrar la Habana moderna, habrían huido espantados aquellos habitantes, aturdidos por el estruendo, deslumbrados por la claridad y cogidos por el terror ante tanta vida y animación.
Por lo que respecta a lo intelectual, el silencio era más profundo, la soledad era más aterradora, la sombra era más negra. Bibliotecas, no las había, y si las hubo cada cual guardaba la suya, y el que quiera leer que compre libros; los periódicos eran enanos, raquíticos, contrahechos, y fuera de las noticias de la guerra, maldito lo que se ocupaban de la política; las escuelas estaban en pie gracias a los gorros de papel, a las palmetas y a la correa, porque Magister dixit, y la letra con sangre entra; latín, por Nebrija, de memoria; el catecismo y la historia sagrada, al pie de la letra; gramática, de Araujo en la escritura, letra española; cuentas, hasta partir; las lecciones sin un punto, y vaya usted con Dios. Esto no fue parte para que de tanta oscuridad salieran hombres de inteligencia, de voluntad y de aplicación como salen chispas eléctricas de los cielos tempestuosos y oscuros. Luz, Varela, Caballero, Romay, Govantes, Bermúdez y otros fueron los relámpagos de aquellas tinieblas.
Si atendemos a lo moral, eran más sencillas las costumbres, pero no por eso más sanas. De feria en feria, de baile en baile, y hasta de velorio en velorio, se divertía de continuo la juventud, y salíase de quicio la vejez. El Ángel con sus tortillas y sus cangrejos, la Salud con sus fuegos de artificio; San Isidro, la Merced, Jesús María, todos los barrios tenían sus patronos, todos los patronos tenían sus fiestas, todas las fiestas tenían sus cunas, y sus mesitas, y sus convites, y sus bailes; porque cuando se iba la novena, venía la octava, y cuando no había octava ni novena, se aparecían los altares de cruz y los velorios, resultando de todo esto un continuo cantar y un continuo bailar de enero a enero.
Las ferias tenían distraídos a los jóvenes de su estudio y a los viejos de sus ocupaciones; incitaban las mesitas de juego; arrastraban las arpas, los violines y las guitarras, y la muchedumbre corría ansiosa a saborear esos placeres que si a primera vista parecían inocentes, en resumen no servían más que para quitar al espíritu todo el goce que se daba a los sentidos y, sobre todo, a sembrar en el corazón la semilla del amor al juego y del mezquino interés.
Los altares de cruz hacían gran acopio de enamorados, y con este lazo iban todos uncidos al carro del dueño de la casa, que empezaba su fiesta nocturna gastando tres o cuatro pesos, y hacía pasar el ramo consabido de mano en mano, para que cada noche tomara creces el asunto, concluyendo siempre en lujosos convites lo que humildemente había comenzado.
Los velorios eran un pretexto de llanto para reír; una cita de alegría entre cuatro velas de muerto; una reunión familiar delante de una tumba. Cuando moría uno, los amigos, y hasta los desconocidos, se creían en la obligación de asistir al velorio; y personas había que solicitaban velorios, como quien busca hoy bailecitos. En el cuarto de los dolientes lloraban al difunto, y en el comedor las visitas celebraban al muerto. Una delgada pared separaba el dolor de la alegría. Y la alegría era aquella no moderada, sino en toda su radicación. Allí se conversaba, se comía galleticas con queso, se enamoraba, se reía, se tomaba café, se jugaba a las prendas, se referían cuentos, se pintaba, se aplaudía, se hacía todo, en fin, menos acompañar al pobre muerto. Pálidos, ojerosos, cansados, después de una noche de diversión, se dirigían todos al que recibía el duelo y le decían: lo acompaño a usted en sus sentimientos, como si hubieran estado llorando toda su vida. Y se retiraban muy satisfechos de su amor al prójimo, y dispuestos a buscar otros muertos a quien velar, otro velorio en qué divertirse y otra familia a quien acompañar en su sentimiento.
Yo respeto a los viejos, en cuanto se dan a respetar, pero respóndanme si tienen razón para querer que vuelvan los días de ayer, y si no se encuentran mejor en la Habana moderna.
Por fortuna, el progreso ha extendido sus alas blancas sobre nuestras cabezas y ha cambiado la situación. Las estancias han sido borradas para siempre; las palmetas, las lecciones de memoria, las correas se han ocultado llenas de vergüenza, y las ferias, los altares de cruz y los velorios han desaparecido. Donde estaban los yermos se han levantado los edificios y se han poblado los barrios; donde había ignorancia han nacido las escuelas, se han multiplicado las bibliotecas, se han sucedido los periódicos; donde se anidaba la oscuridad, ha alumbrado el gas, ha corrido la electricidad por el telégrafo, ha bramado el vapor en la locomotora, y el progreso nos quiere empujar.
No significa esto que yo tenga a la Habana de hoy por cosa del otro mundo; pero, relativamente a la época a que me refiero, hemos adelantado. No obstante, entre otras cosas que nos llevan hacia atrás, tenemos una despreciable, inmoral, retrógrada: la danza. La danza es la yerba que se enreda en nuestros pies y no nos deja andar, el escalón roto que nos impide subir. Nuestros padres bailaban mucho, es verdad, pero no lo hacían tan desvergonzadamente como lo hacemos nosotros. ¿Qué significa esto? Esto significa que en punto a moralidad no estamos todavía en el año sesenta y seis.
El gas alumbra, el vapor ruge, la electricidad truena y nosotros bailamos. Cuando el porvenir nos pida nuestra hoja de servicios, se la presentaremos en blanco; cuando la sociedad nos exija nuestra profesión de fe, quedaremos mudos; cuando el progreso nos haga escribir nuestro examen de conciencia, lloraremos sobre nuestra danza, como lloraba el poeta sobre las ruinas de Palmira, y entonces vano será nuestro arrepentimiento, porque la moral es el sol, y cuando el sol se apague rodarán despeñados los hombres y los mundos por el abismo de la destrucción.
Ni fui hecho para filósofo, ni para moralista, ni para legislador; mas tampoco, a fe, soy de la materia con que se hacen los indiferentes, y váyase lo uno por lo otro. Bien es verdad que juzgo conveniente la sátira para corregir las costumbres, y que tal parece que me burlo de las miserias humanas, al ridiculizar los defectos de la sociedad; empero, lejos de mi tal idea, que así meció el amor a los hombres mi cuna, como abrirá mi sepulcro; y juro más de verlos felices, que de halagar sus gustos y pasiones; pues antes debe aspirarse a ser Sócrates perseguido que adulador encumbrado, aun cuando la sociedad aliente por los segundos y haga mofa de los primeros.
La sociedad, embriagada por el ruido de las fiestas, arranca a la mujer de sus manos el libro del deber y de las altas aspiraciones, y pone ante su vista la cartilla de la «Sal mirífica de Venus», y el «Secretario de los amantes»; la sociedad, envuelta de continuo en una atmósfera de placer, se siente débil y vaga inerte a merced del primer viento que la empuje; la sociedad, feliz en el presente, miope en el porvenir, contenta en todos los estados, hace del año una feria, del hombre un títere, y ella es el titiritero; la sociedad se divierte. Nada de escuelas para los artesanos; nada de bibliotecas abiertas, nada de gimnasios públicos; nada de educación sólida para la mujer, pero, en cambio, juegos de billar, juegos de toros, juegos de gallos, juegos de baraja, juegos de sacristía. Y luego, bailes de día, bailes de noche, bailes de invierno, bailes de verano, bailes campestres, bailes urbanos; bailes ayer, bailes hoy, mañana, tarde, temprano, ahora, luego; bailes aquí, allí, acullá, cerca, lejos; bailes así, bien mal, desvergonzadamente; bailes de celdita, de cachumba, de cangrejito, de guaracha, de repiqueteo, de rumba, de chiquito abajo; bailes, en fin, modificados por todos los adverbios y calificados por todos los adjetivos de los diccionarios todos.
No se me oculta que el hablar hoy contra el baile monta tanto como predicar en desierto y como improvisar a la luna, pues más oído tengan quizás la luna y el desierto que los bailadores de estos días. Tampoco se me oscurece la cuasi imposibilidad en que me encuentro de enderezar epístolas a diestro y a siniestro; y es que para dar consejos se necesita:
Primero: Ser mayor de veinticinco años; y yo...
Segundo: Estar graduado de hermano mayor en alguna archicofradía; y, ¡ojalá fuera yo siquiera monigote!
Tercero: Saber latín, como todo un maestro de escuela, y usar bonete para examinar a la gente, y
Cuarto: Halagar todas las pasiones, adular todas las fortunas y ocultar lo verdadero bajo la máscara de la hipocresía y de la urbanidad.
Empero, como yo uso caprichos, y gusto de hacer lo que me venga en voluntad, he aquí que sin pedir permiso a mi confesor, y sin encomendarme a Santa Rita de Casia, abogada de imposibles, entro en ese maremagnum que se llama la costumbre y azoto sus olas con el viento fuerte de la crítica, por más que rabien los que se ciernen hambrientos sobre la ancha playa del progreso.
Manifiesto con la franqueza de la buena fe que a nadie me refiero particularmente; juzgo una mala costumbre, y la critico, que todo labrador tiene derecho de apartar la semilla enferma para que la espiga salga recta y fuerte, como el corazón de los buenos. Al mismo tiempo me complazco en confesar que muchas, muchísimas niñas, que aman a la musa Terpsícore, bailan con el orden y la moderación de la buena crianza. El creerse alguien ofendido con las palabras de este artículo de costumbres, antes supone delito en quien las recusa, que injusticia en quien las escribe. No más, sino que comienzo.
Ayer y hoy, en la caduca Europa y en la floreciente América; en los bosques de los salvajes y en los salones de la civilización; siempre y en todas partes se ha bailado, porque el baile es la risa de los pies, y cuando el ánimo está alegre, gusta demostrar su alegría. Bailaba el rey David al son de su arpa; bailaba el sabio Salomón; bailaba el pueblo romano detrás del carro de su muy amado Nerón; bailaba el siglo de Luis XIV; baila el oso cuando le dan con el garrote; baila el mono cuando le tocan con el organillo; baila Juan de la Viña cuando le tiran de la cuerda; y nosotros, que somos tan buenos como todos esos señores, hemos bailado, y bailamos; pero lo hacemos mejor que todos, porque hemos compuesto una danza, baile africano, con acompañamiento de clarinetes y de cornetines, mezcla indefinible de zapateo y tango, resfriadera del amor a lo grande y sepulcro de muchas virtudes. Nosotros nos encontramos de mano a boca con el baile y abusamos de él; lo recibimos con un placer moderado, en último caso, y hemos hecho de él un renglón de primera necesidad, más aún, el único fin de nuestras aspiraciones.
Y ¿cuál es el abuso? El abuso consiste en que las madres tienen el cuidado de enseñar a sus hijas a bailar primero que a manejar la aguja o a estudiar los deberes de la familia; consiste en que los padres contemplan indiferentes el triste cuadro de la danza actual; consiste en que los jóvenes buscan en el baile, no el moderado entretenimiento, sino el público y vergonzoso desahogo de sus pasiones y sus deseos; consiste en que el hombre, sin saber lo que se trae entre manos, aprende en casas asquerosas los cínicos movimientos de la danza y los enseña más tarde a las muchachas incautas, corrompiendo así a la misma con quien se casará mañana, y de la cual se atreverá a exigir fidelidad; como si el que ensucia el agua antes de beberla fuera digno de apagar su sed con ella; consiste en que la mujer lee indiferente la honradez de Cornelia, la virtud de Lucrecia, el heroísmo de madame Rolland; y se hace juguete del hombre, y el hombre se hace juguete de sus deseos, y el espíritu se hace juguete de los sentidos; porque cuando el alma no piensa, y cuando los sentidos gobiernan, el hombre no es más que un triste bimano.
Es preciso tener la vista muy corta, o presentarse a la escena con el antifaz de la mala fe, para negar el vergonzoso estado del baile, según el desarrollo a que ha llegado en estos últimos tiempos. Y no es con indiferencia, juro a Dios, como debe observarse. El baile actual no es una mala comedia que molesta al público con la pedantería; no es un charlatán que vende específicos milagrosos y saca fuerzas de la candidez de los incautos; no es una calle que se descompone; no es una casa que se derrumba; no es un carretonero que corre contra el bando; no, no es ninguno de esos males, que afectan a un corto número de individuos, y que nacen y mueren en pocos días. El baile es entre nosotros una costumbre, y más que una costumbre, una segunda naturaleza, apegada a nuestra sociedad, como la superstición a los viejos, como la ostra a la peña, como el dinero al avaro; costumbre más ridícula y de peores trascendencias que la caballería andante de la Edad Media, y que ha menester de un Cervantes que corte el árbol de raíz y haga desaparecer su sombra de la atmósfera de la tierra.
Penetremos en un salón de baile.
Mil jóvenes mujeres ostentan allí su gracia y su belleza; los labios frescos y rosados, como el coral del fondo del mar, dan envidia al coral de las gargantillas; los cuerpos son flexibles como los juncos del río; los ojos oscuros como la noche y, como el día, brillantes, eclipsan con su lumbre la de las bujías: todas son bellas, agradables, encantadoras. A su lado una turba de jóvenes alegres rinde el culto debido a la hermosura y el amor. A la simple vista parece aquello un edén, donde la belleza y el pudor engendran la felicidad; un cielo con soles y con nubes pintadas.
Mas... súbito suena el tango, y cambia el cuadro; lo que antes parecía un edén, no pasa de ser en la realidad más que una sucursal de Mazorra. Los ojos, que brillaban hace poco con la suave claridad de la aurora, reverberan en este momento la llama viva y siniestra de un incendio; el pecho, antes tranquilo como una tarde de verano, palpita ahora como el mar en una noche tempestuosa; los pies se impacientan, cual dos caballos briosos que anhelan partir; la frente se nubla; la juventud va y viene, y goza ya antes de empezar a gozar; las danzas se comprometen y empieza la danza.
Observemos el baile.
Ese señor, echado sobre un sofá, que mira con criminal indiferencia las evoluciones del baile actual, y que hasta aplaude, si no con las manos con los ojos al menos, las vueltas y las caídas y los revuelos de su hija, ese señor ¿quién es?
Es un varón de la patria.
Y esa bendita señora, indiferente como un bienaventurado, que aparta la vista de su hija que baila, por fijarla en el chamberí que trae la hija del abogado, para comprarle a su niña uno igualito, porque eso sí, ella quiere que su hija se presente en todas partes como la primera; esa señora que dice que el baile no tiene nada de particular, pues ella bailó en su tiempo y no se ha muerto por eso; esa señora que no ve más allá de sus antiparras, ¿quién es?
Es una matrona de la patria.
Y aquella niña, dulce como un merengue, inocente como un sietemesino, ligera como un papalote; aquella niña que mueve el cuerpo como un molinillo de chocolate, y que mueve los pies como un amolador de tijeras, aquella niña que no sabe hacer una camisa, ni escribir una carta, pero que baila, y se sabe de corrido el emblema de las flores, y el arte de manejar el abanico, y habla de matrimonio y más inspira risa y desprecio que consideración; aquella niña, ¿quién es?
Es una virgen de la patria.
Y aquel joven, elegante como un Saint-Remy, y como un Saint-Remy calavera, que contempla, mudo espectador, las peripecias interesantes del drama de la humanidad; aquel joven que no sabe ninguna de las ciencias, y que ignora las virtudes de los hombres grandes, pero que sabe dónde hay bailes por las noches, y cuándo está el rey a la puerta, y si el malatobo de Guanajay tiene los espolones más afilados que el canelo de Cabañas; aquel joven que no lee en los periódicos más que los anuncios y la diversión; aquel joven, socio de todos los bailes, puntal de todas las ferias, tenorio de todas las muchachas, bailador de todas las desvergüenzas; aquel joven, ¿quién es?
Es una esperanza de la patria.
La música ha callado; la juventud, muy a su pesar, ha concluido de bailar; la juventud conversa; oigamos sus pensamientos vacíos y sus palabras de manglar.
-¡Ay, qué gusto! -exclama al sentarse una jovencita-. ¡Y tan corta que ha sido la danza!
-Sí, alma mía, muy corta -le contesta su compañero-; yo quisiera estar bailando con usted toda la vida, porque mire, corazón, yo me cansaré de cualquier cosa, pero de bailar, ¡nunca! Con decirle a usted que en la Pascua estuve bailando en el campo una semana, y todavía quedé regustado. Yo no tengo fin para el baile.
-Yo también me muero por él; quítenme la comida, y ni lo siento, con tal que me den música y un compañero bueno. Nada menos que el otro día, mamá, por ver si yo no venía al baile, me dijo que era preciso que me estuviese un día sin comer y sin almorzar, si quería que ella me trajera, y mire, no probé bocado.
-Me suscribo a su opinión: baile, y que el mundo se venga abajo. Y que no es decir que me enseñaron; yo nací bailando.
-Pues yo aprendí con las mulaticas de mi casa, que son bailadoras, como usted sabe. ¡Qué!, si me enseñaron quinientos mil modos de bailar.
-Se conoce que ha aprovechado usted las lecciones de las mulaticas.
-Ése es favor que me quiere hacer.
-No, mi vida, esa caidita que le da usted a la danza al fin de cada compás, y esa parada al concluir son de riñón soté.
-Dígame, y la rubia esa con quien tenía usted la primera danza, ¿qué tal baila?
-No me diga nada; si es más malatoba. No me gusta bailar porque se separa mucho del compañero.
-¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!
-¿No es verdad que esos son aspavientos, corazón?
-Por supuesto, sabe Dios de qué no será ella capaz. A mí me llevan los diablos cuando veo una mujer melindrosa por darse tono; ya pasó esa época.
-Sí, ahora la gente es más veterana; por eso me gusta usted tanto: tan franca. Y es lo mejor, hija, reírse uno del mundo y bailar; yo digo lo que decía aquél: o acabo con la quinta o muero comiendo mangos. Bailar, bailar, que mañana se muere uno...
-Naturalmente, y que yo no tengo en qué pensar más que en el baile; porque, gracias a Dios, todavía no he tenido que hacer un dobladillo: papaíto es muy riquísimo, y él me dice: no te apures, hija; ahora que yo tengo con qué darte gusto, baila, que mañana quién sabe los trabajos que tendrás que pasar.
-¡Qué!, el dinero de su padre no se acaba tan fácilmente.
-Eso digo yo. Hágase el cargo que papaíto tiene ingenio.
-Digo, no es nada lo del ojo...
-Y muchas casas..., y en fin, echa mucho lujo, ¿cómo se va a poner pobre? Yo tengo cuatro negras que no hacen más que echarme fresco y coserme la ropa; el peluquero viene todas las tardes a hacerme la castaña y lleva un dineral por eso. Y luego tengo túnicos de todas clases, y qué sé yo cuántas sortijas y collares y aretes, y dos coches a mi disposición... Por eso, yo bailo, porque no tengo nada que hacer, gracias a Dios.
-Baile, no sea boba, que la vida es corta, y es muy bueno divertirse.
Separemos nuestra atención de esta deliciosa pareja.
-Ave María, gallo -dice un mocito a otro, echándole el brazo a los hombros, y descomponiéndole el cuello de la camisa, que está acabado de planchar-. ¿Qué tal has sacudido el guizaso esta noche?
-No le digas nada al obispo, secretario. ¡Ave María!, me ha tocado una compañera que a dondequiera que la llevaba iba. Ni te ocupes. Aquí entre nosotros, ni en Cayo Hueso... Deja que llegue la quinta danza, que están las muchachas un poco sofocaditas, y que empiece el cerveceo para que la gente baile sabroso. Yo le tranqué ya a mi compañera la cuarta y la quinta.
-Parece que te transas.
-Hombre, eso pienso: ella ha sabido que yo soy de ley, y me hace muchas fiestas; porque, chico, tú sabes que las muchachas no quieren nada con los mentecatos, y que se mueren por los tacos, que les digan palabritas subversivas y que bailen picadito.
-Es claro, con las mujeres hay que ser atrevido, si no lleva uno la de perder.
-Pues como te iba diciendo: ya estoy medio arreglado con mi compañera. Voy a catequizar a la vieja para que me la lleve el año que viene a los bailes de máscaras.
-Ahora que dices máscaras, ¿qué vestido vas a llevar?
-De negro curro, chico, es el más decente. Y que ya me cuesta más de tres onzas, sin contar las hebillas doradas de los zapatos. Pero me voy a divertir como un bárbaro; ya me tengo aprendidas unas décimas, que no las sabe nadie más que yo. ¿Te acuerdas el año pasado en casa de las Petacas, aquello de
Yo soy el negro Patoco | |||
que tengo de bueno y de malo | |||
que siempre etoi en el palo, | |||
que brinco, que bailo y toco? |
-Yo también voy de negro curro y me voy a aprender las décimas de la «negra María Liboria», y voy a bailar rumba, que es un gusto. ¿Hay cosa mejor que bailar, chico?
-Pues mira, que ahora están criticando el baile.
-¡Qué!, no dejará de ser algún estúpido.
Y la música vuelve a sonar, y los pies vuelven a moverse, y los cuerpos vuelven a destornillarse, y sigue la danza. ¡Viva la danza!
Loma Osorio conoce las inclinaciones de los hombres por los chichones de la cabeza; y yo, que no soy Loma Osorio, pero que conozco los instintos, sin necesidad de los chichones, he observado que el chichón más desarrollado de nuestra sociedad es el baile. ¡Válgame Dios, y qué órgano tan desorganizado! Hoy damos un baile porque es el santo de papá, mañana porque es el santo de mamá, pasado mañana porque es el santo de abuelita; el otro porque es el cumpleaños de madrina. Si el hermano mayor se gradúa de licenciado, baile; si se bautiza el hermanito, baile; si tía se puso buena de las paperas, baile; si le sacaron un callo al hijo de la maestra de los muchachos, baile; si la niña se puso de largo, baile. Y baile porque llueve, y baile porque no llueve, y baile si hay frío, y baile si hay calor, y baile siempre, porque nunca faltan pretextos para bailar.
¡Qué hermoso presente!, ¡qué bellísimo porvenir! Yo creo que si esto sigue así, el progreso tendrá que colocar una retranca delante de nosotros, pues de lo contrario nos desbordaremos. Hoy bailamos, ya mañana seremos padres de familia: nada más justo. «El que siembra viento, recoge tempestades», o de otro modo, «de los serenos se hacen los cabos»; de los bailadores se hacen los hombres grandes.
Primero Rómulo, después Bruto, más tarde César; al principio la ignorancia, después la grandeza, por último la decadencia. Nosotros hemos empezado por el fin; ¿nos quedaremos aquí? Los romanos pedían pan y circo; otros, según Jovellanos, pan y toros; nosotros pedimos pan y danza.
El circo era en sí bárbaro; los toros son bárbaros en sí, pero el baile no es bárbaro, y que sólo es inmoral cuando se abusa de él, ¿por qué conquista, estúpido, un puesto tan degradante, y de más fatales consecuencias aun que los toros y el circo? En el circo se mataban hombres y fieras; en los toros se matan fieras y hombres; en la danza se mata la moral, que vale más que todas las fieras y que todos los hombres. ¿Dónde es mayor el crimen?
El hombre corrompe a la mujer, y pide fidelidad; la joven corrompe su virtud, y pide amor; los padres contemplan la corrupción, y piden matrimonio; un seis por ocho civilizador se hace juez y dueño de los destinos, y disuelve los matrimonios, como se burla del amor, como ahuyenta la fidelidad; con tales ingredientes, ¿qué sociedad no es dichosa?
No hay duda, probado está que hemos descubierto la piedra filosofal, que tanto entretuvo a los antiguos, los cuales, como es sabido, no veían más allá de sus narices. Los antiguos buscaban el modo de fabricar oro y encontraron la máquina; buscaron el medio de alargar la vida y encontraron la medicina; buscaban el movimiento continuo y encontraron la mecánica; o de otro modo, buscaban una equivocación y encontraron una verdad. Pero nosotros, que somos civilizados, pues vivimos en el siglo XIX, hacemos la cosa de otra guisa: nosotros nos hemos encontrado con la química, y buscamos el modo de perder el oro en el juego; nos hemos encontrado con la medicina, y buscamos el medio de acortar la vida con la corrupción; nos hemos encontrado con la mecánica y buscamos el movimiento continuo de los pies en el baile; o lo que es lo mismo, nos hemos encontrado con la verdad, y la desconocemos, y buscamos la equivocación. ¿No es ésta la verdadera piedra filosofal?
¡Oh!, jóvenes que bailáis; ¡oh!, padres que veis bailar; ¡oh!, sociedad que dejas que te bailen, ¿qué hacéis, todos, por Dios, que no subís de una vez a la cumbre de la gloria? Subid, subid bailando, que allá arriba os esperan los cornetines y los timbales. No os asustéis, en la gloria se baila también. ¿No veis? A un lado Washington y Lincoln bailan; a otro lado bailan en la confusión agradable de la danza, Sócrates y Bruto, Camilo y Mr. Brown, Cincinato y los Girondinos. ¡Subid, subid y bailad! ¡Qué dulce es morir bailando!
¡Oh! poder del tango: no ardían tanto de amor patrio los soldados griegos al robusto son de la lira de Tirteo, que lo que la juventud se entusiasma al repique del tambor de la danza. ¿Qué importa que el rayo truene y que los pájaros del monte se coman nuestra cosecha? ¿Qué importa que la filosofía nos anuncie dolor? El dolor es tan estúpido como la filosofía. Bailad, muchachos, que la fiesta de Baco es eterna y el placer reina sobre los hombres.
¡Ay! Babilonia, Babilonia.