Sr. D. Víctor P. de Landaluze:
Me pone usted en grave aprieto, mi señor don Víctor Patricio, y pretende de mí lo impretendible. Quiere usted que salga de mi habitual reserva; que le comunique noticias que la casualidad y mi oficio de escribiente de un oficial de causas han podido suministrarme; y si tal hago, los que hasta ayer me tuvieron por hombre serio y reservado, van a tomarme desde mañana por un parlanchín. Creerán que soy como aquel andaluz, saco de confidencias, de quien se dijo que su pecho era un pozo y su lengua un campanario. Los que en pequeña como en grande escala desempeñamos alguna función de las que se rozan con la guarda de la fe pública, tenemos en primer término que guardar los secretos que se nos confían, las confidencias que se nos hacen, los misterios que descubrimos, y si así no lo hacemos, perdemos la confianza que obtuvimos por juro de heredad. ¡Ah! Si así no fuera, mi señor don Víctor Patricio, ¿cree usted que algún novelador de los que fatigan las prensas con los partos laboriosos de su imaginación, podría en el mundo de la ficción encontrar tantos dramas sangrientos, mayor suma de lances de todas clases, héroes de tan diversas estofas, como los que en el mundo de la realidad encuentra el último de nosotros a cada paso? Ni Gaboriau, Belot y Montepin, en Francia; ni Fernández y González, Pérez Escrich, San Martín y Ortega y Frías, en España; ni Hoffman, en Alemania; ni Ainsworth, en Inglaterra; ni Edgard Poe, en los Estados Unidos, podrían producir los dramas sangrientos que, a poco de manejar la péñola con alguna soltura, puede en Cuba dar a las prensas el escribiente de cualquier oficial de causas; dramas inéditos, porque aquí las cosas que suceden no se dan a los vientos de la publicidad como en otras partes, donde el escritor anda a caza de sucesos, para engalanarlos con mil mentiras bonitas, y hacer libros que satisfagan el hambre, la voracidad de las prensas y, por ende, el interés de los lectores curiosos.
Yo quisiera que por algún tiempo ocupase usted, amigo mío, una plaza en cualquier escribanía, siquiera fuese tan modestísima como la que hace treinta y dos años vengo yo desempeñando; y aunque su pluma de usted siguiera en la ociosidad a que la ha condenado hace quince o veinte años, en propio perjuicio y ventaja de sus pinceles, que maneja con la misma gracia, bastaríale la difícil facilidad con que mueve éstos para que nos pintase un tomo por semana, de comedias, dramas, sainetes y tragedias de los que ocurren aquí, y van a dormir entre las hojas amarillentas de papel sellado que constituyen el proceso.
No tendría usted, por ende, necesidad de preguntarme acerca de los ñáñigos cosas que podría saberse de memoria, y que yo no debo, ni puedo, ni quiero decirle. Por otro estilo, y en ocasión distinta, puede decirse de ellos lo que de la espada de aquel gallardo par de Francia:
Nadie la mueva, | |||
que estar no quiera con Roldán a prueba. |
Es cierto, mi señor don Víctor Patricio, que existe el ñañiguismo, y que posee una organización a prueba. No lo constituye un grupo de siete, como el de los Niños de Écija, completo siempre por los nuevos adeptos que esperaban a la sombra la hora de ser sustitutos de los que, por buenas o malas artes, caían para no levantarse más. No es como la hidra de la fábula, que presenta cabezas nuevas a medida que se le cortan las que posee. Robustece sus filas, reclutadas, principalmente, en la ignorancia, y no pregunta al que viene a nutrirlas cuáles son las virtudes que posee; antes bien, acepta al que las tiene en mínimo grado.
Es un error suponer que el ñañiguismo es planta indígena. Vino de fuera, y data de muchos años atrás; bien es cierto que ha ido ensanchando su esfera, y que con el tiempo ha cambiado en mucho su carácter. En realidad de verdad, el ñañiguismo es una religión idolátrica, puesto que tiene por demostración un culto. Todo lo que se sabe de su origen es que proviene de África. En Cuba la introdujeron los primeros negros de nación carabalí, que fueron los primitivos trabajadores esclavos que llegaron a esta isla y que componen las tribus más numerosas del África central. Usted sabe, amigo mío, que el negro carabalí es de instintos más enérgicos que el gangá, el congo, el lucumí, el arará y tantos otros como constituyeron los trabajadores importados del África, para las fatigas del campo, en ansia de librar de ellas a los habitantes primitivos de estas tierras feraces.
Es indudable que el hombre siente dentro de sí algo desconocido, que le anima: una creencia, una idolatría, una superstición; y que dondequiera que se encuentra, le rinde culto. Idólatra es el negro, y su idolatría constituye su religión. Esos cabildos africanos que entre nosotros existen, y que constituyen la asociación de los seres que nacieron en una misma región del suelo africano, tienen, aunque no lo parezca, un carácter eminentemente idolátrico. Son la consagración de sus aspiraciones a lo desconocido. El ñañiguismo fue, pues, en su origen el cabildo carabalí. En el día, tal como se practica, ha sufrido modificaciones que lo alejan de su origen, menos en lo fundamental del culto y en la jerga que usa, especie de argot irracional y libre, sin sujeción a ninguna regla gramatical. Como particularidad puede dejarse sentado lo siguiente: entre los ñáñigos nada se escribe ni se ha escrito nunca: por eso su historia será siempre oscura e incompleta, y sin fijeza sus liturgias. Su dialecto, muy pobre de voces, no es otra cosa que el carabalí corrompido. Los jefes y ancianos son los únicos que pueden y suelen tener escrito el vocabulario que emplean. En él se encierra toda su gramática y su diccionario. ¿Por qué los que están más versados en esa jerga, y por consiguiente, los que menos necesidad tienen de ella, son los que la mantienen escrita para su uso particular? Yo no lo sé decir, ni he pretendido nunca averiguarlo, porque después de todo, en lo que ni me va ni me viene, no he de mezclarme. Presento el hecho, y adelante.
Los ñáñigos se dividen en grupos, que llaman tierras. Muchas de estas tierras pueden subsistir a la vez. La tierra más antigua gobierna a las otras. Reconocen una autoridad superior, que se llama el Macombo, en la que reside el poder ejecutivo absoluto. Los dos cargos inmediatos, ejercidos por el Illamba y el Isué, son legislativos. No se comunica el Macombo con todos sus súbditos: su autoridad desciende desde las alturas en que se encuentra, por la rigurosa gradación de sus inmediatos adjuntos. Diríase que el Macombo es el arca sagrada en que deposita el ñañiguismo sus creencias, sus aspiraciones, sus esperanzas y su fe.
Hay entre ellos quince categorías o grados, perfectamente definidos y que se observan con fidelidad. Los cargos son ad vitam, como decimos en lenguaje jurídico. No sé yo que hasta ahora haya habido destitución de ningún cargo, ni mucho menos podría decir con verdad que la muerte ha sorprendido al infiel guardador de sus preceptos; bien es cierto que tampoco sé que en esa sociedad, que cuenta por cientos el número de sus adeptos, haya asomado la traición a la boca de ninguno de sus miembros. Sea el temor, sea la convicción, sea la fe ciega y no discutidora, el hecho es que existe entre ellos una reserva, que no se desmiente con estas noticias que comunico a usted con toda discreción, y que para conseguir he necesitado largos años de paciencia y observación, expurgando aquí y allí los diferentes procesos en que he intervenido.
El ñañiguismo nutre constantemente sus filas; porque sin ser político, tiene una aspiración constante, que procura llenar. Los profanos tienen que ser iniciados para entrar en la asociación. De pocos años a esta parte, se admiten en ella los blancos. Pero los blancos y los negros no se mezclan. Forman distintas tierras. El templo de sus ceremonias se llama cuarto. En el cuarto de los blancos pueden entrar los negros que fueron sus padrinos en la iniciación. ¿Cómo, por qué medio se acepta al blanco en el ñañiguismo? Pocos son los que llegan a saberlo, aun entre los mismos iniciados, y no poca sorpresa experimenté yo al oírlo de boca de una negra moribunda. El amor de la carne es el lazo que los liga; el apetito desordenado es el cebo que los arrastra. Quiere el ñañiguismo la degradación de una raza superior, para conseguir el enaltecimiento de razas inferiores. Ésa es, amigo mío, su suprema aspiración. Tiene el hombre apetitos desordenados, y si no se halla cultivada su inteligencia, si no posee la educación, que regenera la humanidad, no hay trabas que le contengan. El ansia de la mujer le llena, y la mujer negra le arrastra. Por ahí se empieza, y yo no tengo que decir a usted por dónde se acaba. El hecho es que también el blanco se hace ñáñigo.
Los ñáñigos no entran en el cuarto con armas. La muerte del gallo, que figura en sus ceremonias, se verifica con un palo. El neófito debe beber sangre de gallo en el acto de la iniciación. Es notorio que creen y practican la brujería. Se socorren mutuamente. No pueden hostilizarse entre sí; pero no tienen leyes que castiguen los delitos cometidos por ellos contra los profanos. Es de liturgia repartirse aguardiente cuando están reunidos, aunque con prudente limitación. De esto se suele abusar deplorablemente.
El traje completo de un ñáñigo se llama amirífimo. ¿Para qué he de describirlo a usted, mi señor y amigo don Víctor Patricio, cuando tan perfectamente lo ha pintado usted en esa lámina, en que sólo necesita hablar o moverse, para que tenga vida y mi señor don José Trujillo pretenda echarle el guante, para ver si declara lo que, si se sabe, se lo calla, y si lo ignora, no puede decir? Cuando decía a usted antes, que si usted se hallara en mi lugar un poco de tiempo, podría pintar una novela cada semana, con accidentes dramáticos de todo género, es porque conozco yo bien el pincel de usted, y a la prueba me remito con esa lámina.
Y continúo mi charla. El Macombo lleva la bandera en fiestas y procesiones. Rara vez sucede que el principal símbolo de su culto lo saquen en procesión, y cuando esto acontece, se emplea un ritual expreso.
No son escrupulosos en escoger los miembros que constituyen la asociación. Sean cuales fueren los antecedentes del profano, no se le toman en cuenta. No cotizan, y por lo tanto, no tienen fondo común. Pero cuando tienen que hacer una fiesta o ceremonia, se reúnen con anterioridad, y se verifica entre ellos una colecta.
El ñáñigo no es político. Aspira a la unión de la raza caucásica con la raza africana, pero por la absorción de aquélla por ésta. En una palabra, que usted me entiende y con la que creo me explico bastante: quiere el imperio de la noche oscura, velando perpetuamente la luz brillante del sol.
Puedo asegurarle a usted, mi señor don Víctor Patricio, que entra por mucho la exageración y la mentira en eso que se dice de las crueldades y actos de ferocidad que ejecutan, obligados por un juramento, profanando los símbolos del cristianismo e imponiéndose, al ser iniciados, el deber de atentar contra la vida del prójimo. No fuera yo hombre veraz y justo si no hiciera esta declaración; mucho más cuando ya he dicho a usted que la asociación no se para en escoger los miembros que la constituyen, y que por el contrario, van a parar a ella elementos nocivos, que tienen antecedentes poco tranquilizadores. Pero si el ñáñigo es ignorante, y la asociación da entrada a cuantos lo solicitan, los actos de sus asociados son puramente personales, y no impuestos por el rito; que harto tiene ya en si con el fanatismo que reviste, con la idolatría a que da culto, con la ceguedad que le distingue, para ser reprobado de todas las veras.
En definitiva, el ñañiguismo posee una organización despótica, que permite el gobierno personalísimo. Los actos de sus jefes son indiscutibles. Es la imagen más perfecta del absolutismo en toda su verdad.
Yo no soy estadista, amigo mío, ni me creo llamado a regenerar el mundo con las pobres ideas que bullen en mi mente, y en ella se quedan, porque no tiene para qué salir a la vergüenza, pobres y harapientas; pero si tuviese ánimo para decir alguna cosa, comenzaría por anatematizar una institución que trae a nuestro siglo y a nuestra patria el reflejo de las bárbaras costumbres del suelo africano; que es planta exótica en las feraces campiñas de Cuba, y que entraña un peligro constante para la sociedad por sus aspiraciones y tendencias. Pero, hombre pacífico, no apelaría a medidas violentas para reprimir el ñañiguismo. Porque, dato es, que siendo fruto de la ignorancia y de la superstición, no se enmiendan éstas con la violencia, sino con esa panacea de la edad presente, que todo lo alcanza, modifica y cura, y que se llama la educación.
Sí, mí señor don Víctor Patricio; dé usted palos al ignorante, y el ignorante se volverá rebelde. Atráigalo usted al buen camino, por medio de la educación; abra usted a los cuatro rumbos del saber su atribulada inteligencia; ahogue usted con el brazo de hierro de la enseñanza la hidra del fanatismo, la ignorancia y la superstición, y todo se habrá salvado.
Dicen que un ilustre abogado aspira por este procedimiento a la supresión de los cabildos africanos, y que el asunto se estudia en las regiones donde debe residir y reside generalmente el acierto; y siendo así, bien puede decirse que por ahí, por ahí se va a la extinción del ñañiguismo.
Ahora, amigo mío, réstame hacerle una súplica. Rompa esta carta, olvídese de las noticias que le doy, publique sin artículo su preciosa lámina sobre el ñáñigo, que ella sola dice más que cuanto pudiera escribir nadie, y vea en qué puede serle útil su consecuente amigo, seguro servidor que su mano besa.