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ArribaAbajoPedro Ordóñez de Ceballos (El Clérigo Agradecido)

(Vecino de Quito y cura de Pimampiro)


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ArribaAbajoBiografía de Pedro de Ordóñez de Ceballos

La extraordinaria figura de este célebre viajero, vinculado a la historia de Quito por haber residido en él y haber sido uno de los testigos presenciales de la Revolución de las Alcabalas, sirviendo también por muchos años el cargo de cura de la población de Pimampiro, ha atraído en todo tiempo a los historiadores. Son muchas las referencias que se hallan de su persona y de sus libros sin que hasta el día de hoy tengamos una vida del mismo debidamente elaborada. En mi concepto el estudio más completo, hasta la fecha, que haya aparecido sobre el Clérigo Agradecido, es el que presentó como discurso de ingreso en el Instituto de Estudios Jiennenses el señor doctor don Antonio Vázquez de la Torre, sobre su compatriota Pedro Ordóñez de Ceballos, el mismo que corre impreso en el Boletín del Instituto de Estudios Jiennenses, número   —464→   4, año segundo, correspondiente al mes de abril de 1956. Séame permitido hacer un resumen de este meritísimo estudio, en beneficio de todos aquellos que están interesados por conocer algo de la vida de Pedro Ordóñez y que no podrán conseguir con facilidad la revista del Instituto de Jaén.

Dice el doctor Vázquez que el padre Constantino Bayle, de la Compañía de Jesús, le escribió se animara a acometer un estudio sobre el Clérigo Agradecido, gran trotamundos, canónigo de Jaén, pues, había para ello mucho bueno y nuevo. Agrega que Pedro Ordóñez fue mitad clérigo, mitad soldado. «El cano con sotana», dijo de él Jiménez de la Espada. Fue soldado, aventurero, estudiante, explorador, marino, misionero, fundador de ciudades, historiador y un gran patriota, patriotismo que proyectó o canalizó hacía su patria chica, la muy amada ciudad de Jaén.

En Jaén publicó Ordóñez sus libros; mucho con notas, otro poco con la memoria y quizá algo con la fantasía. De estas obras unas llegaron hasta nosotros y alguna de ellas apareció con el nombre de Bartolomé Ximénez Patón, siendo en realidad del Clérigo Agradecido por entero; es la Historia de la antigua y continuada nobleza de la ciudad de Jaén, muy famosa, muy noble y muy leal, guarda y defendimiento de los reinos de España, y de algunos varones famosos, hijos de ella. La edición es del año 1623, en cuarto, y el editor es Pedro de la Cuesta.

El nombre de Ordóñez de Ceballos figura al frente de los siguientes trabajos:

Los cuarenta triunfos de la Santa Cruz de Cristo Nuestro Señor (Madrid, 1614. Editor Luis Sánchez).

Viaje del mundo, hecho y compuesto por el licenciado Pedro Ordóñez de Ceballos, natural de la insigne ciudad de Jaén. Contiene tres libros. Dirigido a don Antonio Dávila y Toledo, sucesor y mayorazgo de la casa de Velado.- Con privilegio en Madrid.   —465→   Por Luis Sánchez impresor del Rey N. S. año M.DC.XIIII.

De esta última obra hay ediciones de Madrid de los años 1616 y 1619. Y hay una de Amsterdam, del año 1622, entre las ediciones antiguas.

Tratado de las relaciones verdaderas de los reinos de China, Cochinchina y Champaá y otras cosas notables, y varios sucesos de los originales, por don Pedro Ordóñez de Ceballos, presbítero. Juez y vicario general de Guamanga en el Perú y canónigo de Astorga (año de 1628. Jaén. Pedro de la Cuesta).

En las obras del Clérigo Agradecido se nos muestra su retrato vestido de clérigo -manteo, loba de raja y bonete- escribiendo sus libros. Tiene delante una carpeta con el emblema de la realeza, que nos indica, las provisiones que se le dieron. Banderas y cañones a uno y otro lado de la figura, indican su calidad de hombre de guerra. La indumentaria de clérigo no es muy clásica. El bonete alto, es el que como clérigo utilizaba en Quito, que «son muy altos y no muy anchos, que parecen mitras». La parte inferior del grabado está ocupada por su escudo de armas, dividido en dos campos, orlados ambos. El superior es el escudo del apellido Ordóñez. Son sus armas diez roeles rojos en campo de plata y orla azul con cuatro leones y cuatro coronas de oro. El campo inferior debe corresponder al Ceballos y representa el hecho cumbre de su vida: el bautismo de la reina María de Cochinchina -su mulata enamorada- a presencia de las damas de su corte. Orlado con lanzas, soles y agrupaciones de chozas que representan, sin duda, la milicia del Perú y la fundación de ciudades. Hay una inscripción que dice: El Licenciado Padre Hordóñez de Zevallos. Presbítero, floreció en la navegación dando buelta al mundo. Esta inscripción limita el retrato.

No hay duda de que el «clérigo errante», como le ha llamado Emiliano Jos, debió ser figura notable. Su   —466→   biógrafo doctor Vázquez, dice de él que era de tez tostada, cara alargada; nariz prominente algo acaballada; ojos grandes, de mirar intenso; barba escasamente poblada; cejas grandes y espesas; gruesos labios y aire melancólico, que nos hace recordar algunas figuras popularizadas por el genial pincel del autor del Entierro del Conde de Orgaz.

Ordóñez de Ceballos es, ante todo, escritor andaluz. Es andaluz por su esplendidez notable; por su imprevisión manifiesta. Se exalta con facilidad y lo hace patente al ser recibido por el vicario de Cristo, Gregorio XII; o al llorar amargamente al considerar los sufrimientos de Nuestro Redentor.

Su vida -de ser ciertas sus narraciones- es una intensa y continuada serie de aventuras, en la que la última eclipsa las anteriores; algunas son tan inverosímiles que varios dudan de su autenticidad. Ya nuestro autor se cura en salud, cuando en el Viaje del mundo advierte:

Y para que no te parezcan cosas fabulosas las que leyeres en este libro, ni impasible haberle acaecido a una persona tanto y haber andado, tantas tierras, lee la certificación del Real Consejo de Indias, que vio, le constó todo lo susodicho por informaciones auténticas y secretas que contra mí hicieron la Real Audiencia y el Obispo de Quito.


Y en efecto, en la certificación que transcribe, firmada del secretario Pedro de Ledesma, se reconocen sus servicios y se estima que es él «clérigo virtuoso y limosnero y buen estudiante, que siempre ha procedido con grande aprobación de virtudes y letras». Uno de los relatos que más se pone en duda, es el de la conversión y bautismo de la reina María de Cochinchina. Sin embargo, hay varios puntos que considerar en este asunto. Es el primero, la importancia que a este suceso le concede el propio Ordóñez. Son los capítulos VII a XXVII del libro segundo de su   —467→   Viaje los que dedica, casi íntegramente, a narrar las vicisitudes de esta notable aventura, en la que intervienen personajes que cita por sus nombres, y que por su obra, publicada en vida del autor y de muchos de los citados en ella, pudo ser recusada como falsa.

Es el segundo, lo que nos dice Ximénez Patón en su Historia de la antigua y continuada nobleza, del tenor siguiente:

«Estaba Ordóñez en Madrid para sacar licencia a fin de imprimir su Viaje y su Triunfo y también a presentar sus servicios con ánimo de obtener algún título que le diera ocasión de marcharse nuevamente a Cochinchina "que era lo que le tiraba". Le dieron un canonicato en Astorga, que no lo quiso, por estorbar sus dichos pensamientos. Por entonces vino a España el obispo de China, Macao y demás reinos gentiles, fray Juan de la Piedad, el cual "traía muy en la memoria la persona del licenciado Ordóñez, clérigo, presbítero, y muy gran noticia de la conversión de la reina de Cochinchina y Campás", por cartas del Rey y de la Reina, en las que le rogaban el envío de sacerdotes. El Obispo y Ordóñez se vieron y hablaron en el Consejo de Indias, donde un día coincidieron. Fray Juan dio memorial a Su Majestad, en que refería la historia verdadera de la fundación de la fe en aquellos reinos, por nuestro Ordóñez, y proponía a éste como superior eclesiástico de los predicadores que se enviasen. Y usando de su autoridad, el Obispo le nombró su provisor, juez y vicario. general de todos aquellos reinos». De todo da fe Ximénez Patón, no ya como historiador, sino como secretario del Santo Oficio. Veamos lo que dice:

Y le dio (fray Juan) sus veces muy cumplidas, como consta del título original que como notario apostólico rescrito en el archivo de la curia romana y de la Inquisición doy fe que he visto, con la copia del memorial que tengo en mi poder.


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Es el tercero, la carta que Ordóñez escribe el 30 de septiembre de 1616 a Ximénez Patón, en la que se responsabiliza con su función de historiador, de modo inequívoco, cuando expresa: «Y tratando la verdad, que un historiador y más (católico y sacerdote) debe». Todo esto nos hace pensar, afirma, su biógrafo doctor Vázquez, que Ordóñez cuenta la verdad.

Su Historia y Viaje del Mundo, que es el libro que le ha dado fama, es claro, dice su biógrafo, que no pudo escribirlo sentado en su escritorio, entre las cuatro paredes de su habitación, en los barrios altos de Jaén. Ordóñez fue un aventurero, un caballero errante, un trotamundos al que forzosamente tuvieron que ocurrirle hechos suficientes como para que nos dejara una autobiografía por demás interesante.

Es el historiador Ximénez Patón, clérigo, secretario del Santo Oficio y contemporáneo de Ordóñez, quien asegura ser cierto cuanto narra el hijo de Jaén. Y es tal la seguridad que de ello tiene, que no escatima calificativos de encomio para Ordóñez, al que entre otros le aplica el de «heroico y prodigioso varón». Entre Ordóñez y Patón no existían lazos de parentesco, de paisanaje o de antigua amistad que pudieran influir en el ánimo de este último.

Es muy del caso anotar que en Quito se conserva una certificación muy honrosa para nuestro autor. Fue publicada en el número primero de la Revista del Archivo de la Biblioteca Nacional de Quito, mes de julio de 1937, y corre en las páginas 66 y 67 de esa revista. Es la reproducción de una página del Libro de los pareceres que se guarda original en el archivo de la biblioteca, y que dice textualmente lo siguiente:

Pedro Ordóñez Clérigo Presbítero.- Pedro Ordóñez Clérigo Presbítero contenido en esta información de oficio, es un Clérigo virtuoso y que ha servido en aqueste Obispado algunos beneficios, curatos de indios, en Mira y Pimampiro, y siempre con satisfacción   —469→   y buen ejemplo entre los indios; no sabe esta audiencia haya deservido a Vuestra Majestad en cosa ninguna. Pretende se le haga merced de una prebenda en esta iglesia. Paréceme que siendo Vuestra Majestad servido, se le puede hacer merced de presentarle a un Canonicato en esta iglesia o del reino o algún beneficio curato de algún pueblo de españoles, que en cualquiera cosa que sirviere, descargará la real conciencia de Vuestra Majestad, a quien Nuestro Señor guarde y prospere.- De Quito y abril 15 de 603.


Y ahora sintéticamente apuntemos algo de su biografía, siguiendo a Vázquez de la Torre.

Pedro Ordóñez de Ceballos, llamado generalmente «El Clérigo Agradecido», por haberse él mismo denominado así en la portada de la segunda y posteriores ediciones de su Historia y Viaje del Mundo, nace en Jaén por el año de 1550. No ha sido precisada aún la fecha de este acontecimiento. Sus padres, cristianos y principales, fueron ayudados en la crianza del autor por Ana Gutiérrez, a la que él llama «beata y santa». En su niñez concurre a las escuelas de la Santa Capilla de San Andrés y su maestro es Juan Diciar. A los mueve años marcha a Sevilla y se aloja en casa de Alonso de Andrade y de Avendaño, casado con doña Isabel de Velasco. Los dos favorecieron a Ordóñez en cuanto pudieron. Continuó sus estudios en Sevilla, acudiendo a la Compañía de Jesús y al Colegio de Maese Rodrigo, hasta graduarse de bachiller en Latinidades y Artes.

Tiene mucho partido entre el bello sexo y casi contrae matrimonio. Deja Sevilla y, debidamente recomendado, se le nombra alguacil mayor de las galeras en el puerto de Santa María, a punto de partir para Italia, a donde viaja. En Roma le recibe Su Santidad el Papa Gregorio XIII y le obsequia una medalla de plata, con las efigies de la Purísima y de San Gregorio. Entre Nápoles y Túnez, desvalija treinta navíos y con el dinero así obtenido, que llega a la   —470→   suma de cuatro mil ducados, rescata cautivos en Túnez, entre otros al licenciado Francisco Galavis, que más tarde estará en el Perú.

Se embarca para el Nuevo Mundo en navíos del general Diego Maldonado y a poco regresa a España. Actúa en actividades múltiples, desde comerciante hasta negrero. Vuelve a América y allí decide hacerse clérigo. No nos ha relatado Ordóñez los motivos que le llevaron a dejar la vara de gobernador interino de Popayán, cargo que había alcanzado, para volver a Santa Fe, ciudad de donde, dice «determinó escoger otro estado». Así lo manifestó al arzobispo de Santa Fe, «que le tenía gran afecto», el cual al saberlo, «se levantó de su asiento, le abrazó y sacando de su estuche unas tijeras le cortó un cuello que valía muchos dineros».

Se ordena el año de 1566 y designado visitador general del arzobispado recorre las diversas ciudades, de la Nueva Granada. Inicia una expedición al Marañón. Regresa a Pamplona y le nombran cura y vicario. Se le ocurre allí hacer negocios de ganados y un socio le perjudica. Ordóñez va en su seguimiento hasta los confines de Chile. Regresa a Quito y va luego a Panamá y de allí a España, a la que no logra pasar, pues, el vapor que le conducía encalla en Cuba. Ordóñez toma otro vapor y va a México y Guatemala. Quiere luego pasar al Perú y va a recalar en Cebú, en donde se encuentra con su compatriota de Jaén, Cristóbal Espinosa de los Monteros.

Apresado por quinientos juncos, es llevado a Picipuci y de allí a Quibenhú, a presencia del Virrey. La infanta real se enamora perdidamente de Ordóñez y éste tiene que vencer mil peligros para disuadirle de casarse con él, como pretendía la infanta real. Logra convertirle a la fe católica y le bautiza él mismo. Así, desaparece, dice Vázquez, la posibilidad de que Ordóñez de Ceballos lleve en sus manos el cetro de los reinos orientales de Cochinchina y de Champaá y de   —471→   que Jaén fuera cuna de reyes, por ello Ordóñez es el hijo de Jaén que renunció a un Trono. Todo esto ocurre a partir del año 1590.

Por fin deja el Oriente y pasa al Perú. Estando allí, el oidor de Quito, don Pedro de Zorrilla le llama a esta ciudad durante la Revolución de las Alcabalas, en tiempo del virrey marqués de Cañete. Le conceden como beneficio el curato del pueblo de Pimampiro, en donde se repone de enfermedades y fatigas. Dota a su costa de agua al pueblo. Educa a los indígenas; bautiza a jóvenes, ancianos y niños. Practica todas las obras de caridad. Por fin, abandona Pimampiro y, luego de un viaje de nueve meses, llega a Sevilla, para continuar luego a su amada ciudad de la Santa Faz de Jaén, de donde saliera a los nueve años de edad.

Con su regreso a España termina la etapa turbulenta de su vida y desde su regreso a la patria hasta el año de 1630 en que debía morir vivió en Jaén, dedicado a escribir sus libros. Hubo de viajar a Madrid para obtener permiso de publicarlas. Dice Vázquez de la Torre que en él podemos ver al aventurero en su Viaje del Mundo; al clérigo en el libro del Triunfo de la Santa Cruz y al patriota en los borradores, de la Historia de la ciudad de Jaén, obra esta última que entregó a Ximénez Patón el 30 de setiembre de 1616.

Su biógrafo ha insistido mucho en el amor de Ordóñez de Ceballos por la ciudad de Jaén y cita a Emiliano Jos que ha dicho en la Revista de Indias: «El doctorando que quiera emplear muchos meses de estudio crítico y documentado de la vida y obras de este cristiano errante, aquí encontrará un espacio oceánico para importante memoria».

Se conserva en la ciudad de Jaén la Pila Bautismal en que Ordóñez fue hecho cristiano. No se ha salvado por desgracia la lápida que cubría sus restos mortales en la iglesia de San Pedro, pues, parece haber   —472→   sido borrada la respectiva inscripción en una que aparentemente debe ser la y de su enterramiento.

En marzo de 1957 anunció Aguilar, de Madrid, la edición de una nueva serie de libros, dentro de la que este renombrado editor denominó «Biblioteca Indiana», dirigida por don Manuel Ballesteros Gaibrois. Salió a luz el primer tomo, con cuatro relaciones de viajes, allí reimpresas, siendo la primera la del Clérigo Agradecido, de cuyo libro se reproduce la carátula de la edición príncipe. También se acompaña un mapa en que se indican los viajes de Ordóñez de Ceballos y los lugares a donde él llegó, figurando, naturalmente, allí Quito.

La reimpresión de la obra está precedida de un pequeño estudio o noticia sobre el autor, que, por desgracia, nada nuevo trae en la materia. El que la redactó no ha conocido seguramente el estudio del doctor Antonio Vázquez de la Torre, al que no cita. Pocas notas aclaran algún punto de la obra.- Habría sido de desear que se nos hubiera dado un estudio con nuevos datos y documentos acerca del célebre Pedro Ordóñez de Ceballos, del que dice el padre Rubén Vargas Ugarte en su notable obra, ya citada por más de una vez, Fuentes para la Historia del Perú, lo siguiente: «El autor, que en otra obra suya, impresa en Jaén el año 1628, se titula Chantre de la ciudad de Guamanga en el Perú, vino a América en dos ocasiones; en la primera, no parece que pasó de la Habana, pero, al volver nuevamente en calidad de gentilhombre de la flota, la recorrió en gran parte. Véase sobre el Perú el Libro Tercero de su obra».

Es interesante conocer la opinión que en el Ecuador se ha tenido de la obra del Clérigo Agradecido y el comentario que de ella se ha hecho. El señor don Isaac J. Barrera, director de la Academia Nacional de Historia, ha estudiado la figura de Pedro Ordóñez de Ceballos en el tomo primero de su Historia de la Literatura Ecuatoriana, publicado el año de 1944 en   —473→   la ciudad de Quito, que contiene datos de la mayor importancia para conocer nuestros hombres y los acontecimientos de la patria. Al hablar en el capítulo XVI de esta obra de la Revolución de las Alcabalas, anota lo siguiente:

Este acontecimiento de tanta trascendencia en la vida toda de las provincias de Quito, ha sido narrado por varios autores, contemporáneos o posteriores, testigos presenciales o poseedores de documentos de carácter oficial. Tales son Pedro Ordóñez de Cevallos (el Clérigo Agradecido) y Pedro de Oña, el poeta chileno.

El testimonio de Ordóñez de Cevallos tiene el valor innegable de proceder de quien tomó parte en los acontecimientos, si bien participó desde el lado de las autoridades españolas. El capítulo que destina a «el alzamiento de Quito», forma parte de las innumerables aventuras que relata en su libro Historia y Viaje del Mundo, pero demuestra también como el criterio histórico es susceptible de amoldamiento al punto de vista de cada cual y como se rige por dos intereses que, consciente o inconscientemente, defiende el autor.

En el Libro segundo de los viajes se destina el Capítulo XXXVI a tratar del levantamiento de Quito. Ordóñez, requerido por el Oidor Zorrilla y el Provisor Galavis, regresó de sus misiones en el Oriente ecuatoriano, ante las perspectivas de revuelta que se vislumbraban con motivo de la imposición de las alcabalas. La relación peca indudablemente de parcialidad, pero contiene datos de gran interés. El levantamiento se efectuó por la dureza del virrey García de Mendoza y la ninguna ductilidad de las autoridades, que no accedieron a la solicitud del Procurador del pueblo, Bellido, quien pedía se le concediera autorización para apelar ante el rey, con el compromiso de pagar la contribución si el rey negaba la solicitud.

No sabemos como no se ha aprovechado en mayor espacio al tratarse de la historia ecuatoriana de   —474→   este libro de Ordóñez de Cevallos, el más ameno libro de aventuras y que muestra la pujanza de la raza española en esos tiempos. Ordóñez recorre todo el mundo una y otra vez; llega a Nueva Granada, pasa a Chile, regresa a España y dando una pequeña vuelta por Ormuzo llega a América otra vez y se interna en las selvas orientales nuestras, pocos días después del terrible alzamiento de las jibarías contra las ciudades de Baeza, Ávila, Archidona, Logroño y Sevilla del Oro. Seis años y siete meses estuvo entre los Quijos, Cofanes, Cocas, Omaguas, los Nujas, consignando en su libro datos preciosísimos sobre estas tierras.

Como premio a la labor hecha y a la actitud asumida en el asunta do las Alcabalas, en el que el Clérigo Agradecido optó por servir a las autoridades españolas, el Obispo recientemente llegado, Fray Luis, de Solís, le concedió el beneficio del pueblo de Pimampiro «en donde lo fui ocho años, como lo diré». El beneficiado de Pimampiro señaló su paso por aquella población descubriendo la acequia del tiempo del «Inga» que estaba perdida volviendo estériles esas tierras, que tornaron a fructificar. Y esta es la obra mayor de las emprendidas por este clérigo andariego que parece que llevaba en su compañía a unos cuantos aventureros que le asistieron en todos sus viajes.


(Obra citada, páginas 125 a 130)                


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Historia y Viaje del Mundo del Clérigo Agradecido don Pedro Ordóñez de Cevallos.
Natural de la insigne ciudad de Jaén a las cinco partes de la Europa África América y Magalanica con el itinerario de todo él.

Contiene tres libros.
Con licencia.

En Madrid: por Juan García Infanzón, año de 1691.

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ArribaAbajoLibro Segundo


ArribaAbajoCapítulo XXIX

Donde se contiene la descripción de la provincia de los Quijos, Omaguas, Cofanes y demás naciones.


Llegué a la tierra de los quijos, donde pensé descansar de tantos naufragios de mar, tierra y enemigos y allí se aumentaron de tal suerte que todos los que padecí antes era una sombra en su comparación, porque es tierra de montañas, tiene helado hasta la cinta, pues, había veces que para sacar las piernas de él entraba los brazos hasta los codos para hacer fuerza. Es tierra enferma, sin pan ni carnes, si no es monte; son los ríos grandísimos y peligrosos; llueve todo el año y a veces no escampa en todo un mes. Hay grandes animales y ferocísimos, como, son leones, tigres, osos, dantas y otros; hay también culebras, que llaman allá de cascabel, porque suenan como si lo trajesen y es que en la cola tienen una uña como el águila y a los tres años se hacen una cadenilla, que suena como un cascabel pequeño, y   —478→   de los tres años adelante se les va criando en cada uno de ellos un ñudo de las cadenillas. Es muy ponzoñosa y tiene el veneno en aquella uña de la cola, y con ella muerde; es peligrosísima su herida porque si no se pone remedio dentro de veinticuatro horas, mata. Tiene también víboras y escorpiones y caimanes, nigüas, que es un género de pulgas, que se entran entre uña y carne y se crían mayores que garbanzos, que hay personas que tienen los pies perdidos de ellas, porque se entran también por los carcañales y van labrando de suerte que se ha visto morir hombre de ellas. Críanse unas moscas azules en el color y en cuerpo grandes; estas despiden de sí en los pajonales unos gusanillos, que a los que duermen en ellos, que son casi todos, se les entra en la carne y allí se crían como un dedo, que para sacarlos se padece mucho. Hay de día unos mosquitos jejenes y de noche zancudos, y son tan pesados y terribles que hacen unas grandes llagas donde hieren, y, para concluir con esto, hay un sin fin de sabandijas: unas que matan y otras que causan grandísimos dolores; y sobre todo, cada indio de aquellos es una muerte, así los amigos ya convertidos, por quitarles sus falsos dioses, supersticiones y ritos, hechicerías, maldades y embriagueces como los Aucaes; indios de guerra que cada uno de ellos es un fiero león, deseoso de dar la muerte a quien le reprende y les trata de nuestra fe santa, como se coligará de la historia.

El conocimiento, descripción y mapa de la tierra de los quijos, la tiene escrita con grande elegancia y puntualidad el excelentísimo señor conde de Lemos y marqués de Sarria, presidente del Consejo Real de las Indias, y al presente virrey de Nápoles; y certifico que yo con haberla medido (como dicen) a pies y a palmos, no la podía sacar tan bien y por esta razón tan solamente tocaré en este lugar, con brevedad algo de ello.

La situación de esta gobernación es de la otra parte de la cordillera, que dista de Quito a la primera ciudad que es Baeza, veinte leguas de muy final camino. Es tierra montuosa, tanto que llega su montaña hasta las mismas casas, y como es tierra también de pantanos,   —479→   para haberse de andar las calles y plazas, hay por todas ellas portales. Su altura es medio grado poco más, a la parte del Sur. Su longitud hasta los indios sujetos, cuarenta leguas; su latitud es de quince leguas, corre con ella Leste Oeste. Tiene por aledaños, por la una parte la gobernación de Yaguarzongo al Sur, por otra la gobernación de Popayán, y al Este provincias incógnitas. Fundó y conquistó esta gobernación año de 59, el capitán Gil Ramírez Dávalos y la reedificó el capitán Contero y en otra pérdida el gobernador Melchor Vázquez de Ávila. El escudo de sus armas es la imagen de Nuestra Señora del Rosario, sentada, y dos indios a sus lados con sus rosarios al cuello. El rey don Felipe II, de feliz recordación, le dio privilegios honrosísimos, llamándola muy noble y leal gobernación, y a los cabildos y a las ciudades les dio señoría. Pueden dar solares y estancias, y oyen hasta cincuenta ducados.

Las mujeres de los conquistadores pueden andar en guandos, que es como sillas de manos. Tiene esta gobernación cuatro ciudades: Baeza, que es la cabeza donde reside el Gobernador, la cual tiene cincuenta y dos vecinos encomenderos de indios, que es como señores de vasallos, la mitad son andaluces y una parte castellanos y extremeños, y la otra de criollos nacidos allá, hijos que son de españoles e indias.

Hay otros españoles que habitan allí, a quien llaman soldados, porque el nombre de vecino sólo se da a los que tienen encomienda de indios. Hay setenta y cuatro mujeres españolas: las cincuenta y tres casadas y las demás solteras; tiene indios dos mil ochocientos y veintinueve: casados mil ochocientos y ochenta, muchachos doscientos noventa y cinco. Hablan todos ellos la lengua general del Inga, que era emperador del Perú, que les impuso su lengua general y en particular tienen sus lenguas maternas, por sus provincias y pueblos, y todas diferentes, sólo en dos vocablos se conforman, que es padre, que llaman Abba; como los hebreos, y corazón, que lo llaman concepto.   —480→  

La segunda ciudad es Ávila y la otra Archidona, que en vecinos e indios se diferencian poco de la primera.

Estas tres ciudades en triángulo, que de una a otra habrá diez y seis leguas. La cuarta se llama Sevilla del Oro, es en todo un tercio más de las dichas; dista de las otras, si se ha de caminar por la montaña a pie, porque no se puede de otra manera, por ser los caminos fragosos y de pantanos, y así poco usados, cuarenta leguas; y por el camino real que se camina, que es por la ciudad de Quito, ochenta leguas.

Pagan de tributo a sus encomenderos cada año los de Baeza y Ávila, un anaco, que es la vestidura de las indias, y dos liquillas, que es con lo que se cobijan, y otras menudencias de maíz, pescado, miel y otras cosas de menos importancia. Los indios de Archidona pagan de tributo, sacar oro en el gran río de Napo, y otros alpargates y algodón. Los de Sevilla del Oro, lienzo tejido de algodón, pita, alpargates y tabaco seco y adobado, para tomarse por las narices y boca; y en todas cuatro ciudades, hay el servicio personal de los indios.

Las provincias de los omaguas distan de Ávila y Archidona ciento y treinta leguas, y son muchas con este nombre de omaguas en general, y en particular cada provincia tiene su nombre. Lo que de esta gente y provincia más en general se puede decir, es que andan desnudos, sin cubrir sus carnes con cosa alguna, aunque en algunas provincias traen las mujeres una pampanilla, que es un pedazo de corteza de árbol, que es una tela que está entre la corteza y el corazón del árbol y con esta cubren sus partes inferiores. Tiene esta provincia quinientas leguas de distancia, han entrado a quererla conquistar y poblar muchos capitanes españoles, y no han podido.

La provincias de los cofanes está del Valle de la Coca, (a do hay cura y beneficiado) veinte leguas, que las doce son de montaña, que todas son de árboles de canela, y las otras son árboles de lúcumos, que dan una fruta tan grande como la cabeza, de muy lindo sabor y   —481→   sustento. Es gente dócil, bien inclinada, y si la llevan por el bien, es buena y si por mal, muy indómita y terrible; es también gente robusta y valiente; no los han podido conquistar, antes entrando el capitán Contero a quererlos sujetar, no pudo y mostraron en esta ocasión la nobleza natural que tienen, pues, teniendo muchas veces en sus manos a algunos contrarios les quitaban las armas y no les hacían mal, y después se las volvían y aún con comida, y les decían que se fuesen en paz y los dejasen, porque no habían de ser poderosos para conquistarlos.

Hay otras naciones y provincias, que como dicho es son muchas. La provincia de los tutos, confina con los cofanes, y junto a ésta, hacía la Mar del Norte, cae la provincia de los pues, que es mucho mayor que todas, demás gente y más poblada, y tiene un pueblo grandísimo que dicen ser de más de setenta mil indios. La provincia de los nujas está de la otra parte de un río grande de los cofanes, hacía los omaguas; tiene un cerro muy grande de una arena muy delicada envuelta con oro, y así le llaman el cerro del oro. La provincia de los coronados cae junto a esta; llamamos los coronados, porque traen en la cabeza una corona como de frailes, trayendo todas las demás provincias de indios cabellos largos, sólo que en la frente traen una coleta hasta las cejas. Estos coronados es gente holgazana y toda su tierra no hacer labranza y se sustentan con lo que hurtan a sus circunvecinos y de pescar, porque hay mucho en su tierra.

Todas estas son las provincias y naciones que habitan cerca de los quijos, las cuales he querido traer, para que conste de ellas, porque como hemos de encontrar sus nombres en lo que se sigue, me ha parecido sería bien dar noticia breve de ellas.



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ArribaAbajoCapítulo XXX

Donde se pone el alzamiento de los quijos y la razón de mi entrada a ellos.


Esta provincia de los Quijos, después de su primera población sirvió quieta y pacíficamente a sus encomenderos, más de veinte años, y por algunas causas a ellos mal vistas, trataron de alzarse y matar a todos los españoles de aquella gobernación, y para ello se juntaron todos los caciques, que fueron los señores de los indios entre ellos, y nombraron por su general a un valiente cacique llamado Jumandi, y a otro cacique, gran hechicero, le nombraron por Pendi, que es como su dios o sumo sacerdote, cuyo oficio es echar las suertes y declarar los agüeros y sucesos, hablando con el demonio. Junta toda la gente habían de dar sobre Baeza, Ávila y Archidona, el día de año nuevo, que es cuando en aquellas ciudades se nombran alcaldes ordinarios y justicias españoles; y en la de Ávila y Archidona no se nombran el propio día de año nuevo, sino el segundo o tercer día de Pascua de Navidad, para que los nombramientos de las tales justicias vengan a Baeza y los confirme el Gobernador que allí reside (como dicho es) y pensando los indios que era dio de Año Nuevo, que era el señalado, por tener a los españoles juntos en cabildo y matarlos, dio el Jumandi con la mitad de su gente en la ciudad de Ávila e hizo su hecho, matando noventa y tres españoles, y el Pendi, con la otra mitad de la gente dio sobre la ciudad de Archidona y tuvo el mismo efecto; pero como en la ciudad de Baeza aguardaban los indios el propio día de año nuevo, no hubo efecto su mal intento, porque se escapó un indio inga de la ciudad de Ávila y dio aviso a la de Baeza y ella a la Audiencia Real que reside en Quito, que envió muchísima gente.

Hubo en este alzamiento muchos casos, que por no hacer a mi propósito los dejo; y así sólo diré tres de   —483→   ellos. En la ciudad de Avila estaba un encomendero que tenía una hija niña, la cual con otra indezuela de su edad, criada suya, se fueron hacía un riachuelo que está junto al pueblo, y cuando oyeron las voces del alzamiento, de miedo se escondieron entre las peñas de aquel río, y así se escapó; hallándola los conjurados, otro día, se la llevaron al general Jumandi, y queriéndola matar, una ama que la había criado a la niña, que se llamaba doña Melchora, y era india muy querida del Jumandi, le dijo que no la matase, sino que la dejase para que sirviese, y que así como los españoles se servían de ellos, de la misma suerte era bien hiciesen ellos y que aquella niña lo hiciese. Sirviéronse de ella por discurso de muchos años, pero guardándole siempre su integridad, hasta que yo la hallé y libré, como en su lugar se dirá. El otro caso fue en la propia ciudad de Ávila. Un español se recogió, huyendo de la furia de los indios, con un viejo y otro enfermo que tenía en su casa, y con cinco hijos pequeños tenidos en una india, llamada doña Beatriz, que era cacica, y ella se fue también a recoger con ellos a unos portales de la plaza; llevó dos arcabuces con su munición y allí se defendió varonilmente por tiempo de cuatro horas, disparando el uno, mientras el viejo y enfermo le cargaban el otro. Acabésele la munición y cuando los indios le acometían hacía como que los tiraba. Por haberse así defendido y juntamente muerto a muchos de ellos, lo dejaron. Visto esto por doña Beatriz salió de entre sus hijos al medio de la plaza y dando voces a los indios, avergonzándoles con palabras de oprobio, les dijo: gente afeminada y de poco valor, dónde os vais, cómo dejáis aquellos españoles que allí están; mayormente que no tienen ya munición, volved, volved en vosotros. Llegad a ellos y acabadlos. Y con estas y otras razones se animaron tanto que volvieron y les quitaron la vida a todas ellos, que es uno de los casos más crueles que se pueden decir, que una mujer esforzase y animase al contrario, para que quitasen la vida a sus cinco hijos y al que había tanto tiempo querido bien.

Otro caso semejante a este acaeció el mismo año y día, y circunstanciado casi de la misma manera, en las   —484→   provincias de Chile, en la ciudad de la Concepción, y es que entrándola los indios, ganaron la media y toda la plaza, y no pudiendo los españoles resistir su grande y furioso ímpetu, porque eran muchos, se retiraron al campo. Estaba a la sazón una señora española, llamada doña Beatriz, enferma, y oído el ruido salió a una ventana y vista la retirada de los españoles con un pecho varonil, y con un entrañable sentimiento les dio voces, tratándoles de lebrones, y que cómo degeneraban del valor, brio y esfuerzo español. Díjoles razones tan fuertes y valerosas, que con ellas les hizo cobrar nuevos bríos y alientos tan animosos que volviendo sobre ellos los vencieron a los indios, y a los que tenían ya la victoria por suya los dejaron vencidos.

El tercer caso pasó en la ciudad de Archidona, que por ser de crueldad notable, me ha parecido ponerle en este número. Había en aquella ciudad un médico español que tenía en su servicio un indio, que había diez y seis años que lo tenía en su casa y a quien quería mucho. Retirándose con otros españoles a una casa fuerte, con fraude y engaño le dijeron los indios que dejadas las armas se fuese a la ciudad de Baeza; al tiempo que lo quiso hacer subiose en un caballo, y entonces le dijo el indio: «Señor, ¿cómo me dejas?». Respondiole: «Hijo, no te dejo, antes quiero que vayas a las ancas del caballo y vengáis donde yo fuere, y no creas de mí tal cosa, que primero perderé la vida que dejarte». Subió y en el camino sacó un cuchillo jifero, y le dio con él de tal manera, que le abrió las espaldas y mató, pagándole con esta traición y maldad su mucho amor que le tenía y la crianza de tantos años.

Volviendo a este alzamiento primero, digo que el fin que tuvo fue que como no pudieron salir con su intento los indios y llevarse la ciudad de Baeza y como del socorro que el general Bonilla envió a la de Archidona el capitán llegó a lo alto de la tierra que divide los caminos de Avisa y Archidona, y de allí sin dar el socorro, por pensar que ya estarían muertos, se volvió. De allí a pocos días llegó toda la gente de guerra de la parte de los   —485→   indios sobre la ciudad de Baeza, donde hubo una sangrienta batalla, donde murieron más de cinco mil indios; y ganaron la ciudad, aunque, como gente bárbara y sin consejo, la volvió a dejar. Y fue de notar que en más de quinientos españoles que hubo, no murió ninguno, sólo el capitán que llevaba el socorro a Archidona, este pereció, y parece que fue castigo de la mano de Dios, pues, pudo socorrer a los otros y no lo hizo. Prendieron al general Jumandi y al hechicero Pendi y a los otros caciques, de los cuales hicieron justicia en la ciudad de Quito. Visto esto por un hijo de Jumandi, retirose a las provincias de gente de guerra y la sustentó por muchos años.

A éste se siguió otro, y fue la causa que entrando un mestizo en los indios de la Coca, se enojó con un cacique, y le echó un perro que lo lastimó mucho, haciéndole casi pedazos una pierna. Éste, enojado y sentido en extremo, convocó toda la tierra y al hijo de Jumandi, para dar sobre todas aquellas ciudades de la gobernación. Estando todos los caciques en una pesquería juntos, llegó súbitamente una garza blanca y se sentó en medio de ellos, levantándose para cogerla, se quedaron algunas plumas de ella en las manos y dando un gran vuelo se fue. Parecioles cosa notable y caso peregrino, y así juntaron, como son tan grandes agoreros, a sus hechiceros, para que les declarasen que podía significar aquel caso. Los cuales declararon que la garza significaba a los españoles, por ser blancos, a diferencia de ellos que son morenos. El coger las plumas, dijeron que era dar muestra de cómo había de matar a muchos en aquella cercana y próxima guerra; y el volarse e irse con curso tan veloz, fue declarar cómo se habían de ir todos los demás españoles que quedaran vivos, dejando así su patria desocupada y sus personas sin servidumbre. Con esta adivinación, aunque bien falsa para ellos, se acabaron de animar y con la inquietud que entre sí llevaban para hacerlo; fue sabido de los españoles y así avisaron a la Real Audiencia de la ciudad de Quito, y esto fue al tiempo que yo llegaba a ella. Bien cansado de caminos y fatigado de peregrinaciones, que fue ocasión de llamarme   —486→   y mandar que entrase a esta pacificación; y así me nombró el provisor don Francisco Garavis, mi amigo, por cura y beneficiado del Valle del Coca y demás indios que poblase; y la Real Audiencia me dio poderes para que entrase gente conmigo, para apaciguarlos y atraer, y puesto en ejecución sucedió, como se verá en el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

De como reduje a los quijos. Las capitulaciones que con ellos hice, y de otros acaecimientos.


Estando a mi cargo la jornada dicha, compré todo lo necesario, así de comida como de municiones y otros pertrechos de guerra, que fue donde gasté más de nueve mil pesos de los que traje del viaje, y los otros nueve mil en moropachas, mantas, frasadas, agujas capoteras, sombreros, sal, biscocho y algodón, para darles a los indios, después de reducidos. Junté sesenta nombres españoles y por su caudillo al capitán Salazar. Con esta gente entré en la ciudad de Baeza, y de allí despaché a un indio inga al Valle de la Coca, a tratar con los caciques y decirles que se viniesen a ver conmigo, que solo partía hacia su tierra sin otra gente alguna. Y así fue que por la banda del río grande de la Coca que cae hacia Baeza fui once leguas a pie, porque todas las puentes las tenían quebradas los indios porque no pasasen los españoles. El inga y mi indio Baltazar pasaron por una puente de sogas que hicimos, atadas en los árboles de una banda a la otra. Llegado a la Coca, les habló y dijo cómo la Real   —487→   Audiencia no quería que los castigase, y por esto enviaba un sacerdote por su cura y beneficiado y con poderes para perdonarlos. Vinieron, oído esto, tres caciques con él, que fueron: don Diego Pargata, don Diego Suca y don Francisco Umbaté, a los cuales recibí benignamente y abrasé mandándoles sentar y cubrir, porque los indios no se cubren, ni sientan delante de los sacerdotes. Hincáronse de rodillas y besáronme las manos; yo les prometí favorecerles y ayudarles en todo lo que fuese justo y razón como su cura y padre. Vestilos a ellos, y a los que con ellos venían, porque es gente que va en cueros; y les di mucha chaquira, que son cuentas que ellos se echan al cuello y estiman en mucho. Asenté la paz con ellos, haciendo las capitulaciones siguientes.

CAPITULACIONES CON LOS CACIQUES DEL VALLE DE LA COCA

Primeramente se determinó que el general Quispa Senacato las aprobase, y pidiese las demás que quisiese. Segunda, que a todo género de indios de la coca de los caquiques, antes sujetos a los españoles, fuesen perdonados generalmente, así de la vida como de otro cualquier castigo, merecido por el alzamiento presente. Tercera, que por aquellos dos tributos venideros de San Juan y Navidad, no les pagasen. Cuarta, que les dejasen por dos años sin poblarse, a do ellos quisiesen morir. Quinta, que para siempre no jamás no les quitasen sus atambores. Sexta, que por dos años no enviasen sus encomenderos españoles a todo aquel Valle. Séptima, que por dos años no les compeliesen a hacer puentes de madera. Octava que por los dos años no cargasen indios de la coca sus amos, con comida ni otra cosa. Nona, que al mestizo lo desterrasen de Baeza por cuatro años, o castigase la justicia según su culpa.

Las capitulaciones que ya les pedí, fueron las que siguen. Primeramente, que todas las Ingesias las hiciesen luego, a do yo les mandase. Segunda, que me dejasen   —488→   castigar con sólo azotes, y quitar el cabello a todos los hechiceros que les hubiesen aconsejado mal. Tercera, que las juntas que para sus comidas y bebidas hubiesen de hacer, fuesen con mi licencia. Cuarta, que por lo que tocase a misa y doctrina, los pudiese castigar. Quinta, que a los indios e indias que tuviesen repudiando sus legítimas mujeres, y a los amancebados, los castigase. Sexta, que aquellos dos tributos que no habían de pagar a sus encomenderos en toda la tierra, se hiciesen doscientas líquidas para pagar el estipendio. Séptima, que me diesen de comer y me llevasen las cargas. Octava, que hiciesen un puente de sogas, luego, a do les pareciese junto a Baeza, para poder pasar y en río de Pindollata otro. Nona, que los españoles que yo metiese para pasar para abajo, entrasen libres y nos diesen lo necesario para ellos, pagándoselo.

Con estas capitulaciones y presentes para Senacato y otros caciques, los despedí, fueron y tornó Pargata con todo aquello aprobado, y otro que pedía de nuevo, de la manera siguiente:

Yo el general don Diego Quispa Senacato, señor de linaje de todos mis pasados, como caciques que fueron desde Orisagua hasta el estrecho y salto del gran río, cordilleras y montañas, caciques del gran cerro de Nuja y minas, y ahora sujeto cacique de la encomienda de mi buen amo Hernando de Araujo, digo, que yo hice llamar a Juan Ladino, indio de Quito, retirado a los cofanes, para el alzamiento grande, y con él vide y me declaró la buena venida de nuestro cura y las capitulaciones hechas por él y por mis caciques. Todas las cuales diez y ocho apruebo en mi nombre y el de todos los demás caciques, y pido otras cinco y concedo otras cinco el presente, y en otros cualesquiera que hayan muerto, las que nuestro padre quisiere, y el dicho Juan Ladino las escribió y firmó por mí y por todos.

La primera, que perdone a todos los indios de este valle y de todas las demás naciones cualesquiera que sean, que han delinquido en el alzamiento grande, y en   —489→   españoles, indios y perros, y robado cualesquier cosas a quienquiera que sea, en guerra o fuera de ella, o cometido otros cualesquiera delitos de veintidós años a esta parte. La segunda, que todos sus blasones de ocumares, pomas y cusillos, que son osos, leones y micos, no se los quitasen por veinte años de sus puertas. La tercera, que si se poblasen le diesen a cada cacique los sujetos, compeliéndoles a asistir a sus pueblos. La cuarta, que todos los españoles que el padre u otro capitán entrasen, no fuesen a su tierra, y si hubiesen de pasar, sólo una noche estuviesen allí, no obligándose a darles nada por dinero ni de balde; y si hiciesen algún agravio, lo tasasen al padre y le hiciesen pagar. La quinta, que por cuatro años no compeliesen a ningún cacique a ir a Baeza.



Esto es lo que ellos pidieron segunda vez; y lo que yo, es lo que sigue: Cuanto a lo primero, que todos los atambores de los altos de los montes los quitasen y los llevasen a casa de los caciques. Lo segundo, que todas las tierras que tenían, con maldades de caminos y arriba despeñaderos de grandes piedras y árboles antes que yo entrase ni la gente, las despeñasen todas, luego, avisándome de todo en particular y llevasen indio mío que las viese despeñar. Lo tercero, que se me diesen en los pueblos grandes, cuatro mitayos (como si dijéramos jornaleros) por día, para tejer, y en los pequeños a dos, pagándoselo, y que me hilasen y tiñesen todo el algodón y lana necesarias. Lo cuarto, que los pudiese compeler a vestirse y a dormir en cama, y a saludarse cuando se encontrasen y a otras pulicias humanas. Lo quinto, que pudiese crear fiscales, alcaldes de doctrina, alguacil es y todo lo demás que necesario fuese, tocante a la doctrina; y así hice todos los perdones en forma y lo firmé, y testigos, y se lo envié.

Vino luego Quispa a verme, con un gran presente de miel, pescado seco y fresco, micos, y papagayos secos, y vivos, y muchas carnes de monte, y otras cosas que entre ellos se estima, y me besó la mano y me dijo que para la gente me mandaban trescientas fanegas de maíz. Yo le regalé, y di otras cosas, con que se fue muy contento.   —490→   Quedose conmigo Juan Ladino; que era un malísimo indio, cruel y así tenía muchas muertes hechas e infinitos robos perpetrados. Hartábase de llorar y decía: padre, que me has perdonado y puedo yo ir libre a Quito y salir a confesarme. De gozo no cabía y me sirvió muy bien, como se dirá.

La gente española era ya llegada y así fui a Baeza. A la partida a la Coca, me vino Juan Ladino a decir que había gran discordia entre los caciques, unos con otros, sobre derribar los cerros y emboscadas de piedras y palos, que decían que aquella era su fuerza, y no me di por entendido. Partí con treinta hombres, pasé el río grande por una puente de huascas que los de Baeza habían hecho más acá de Orisagua, a do solía estar la de madera, que como no había quien lo defendiese, en breve la hicieron; y el río de Pindollata, por una puente de madera muy buena, que toda la gente de la Coca había hecho, con muchos corredores y dos ramadas de paja sobre los estribos que durar ha hartos años. Llegué a Pindollata, porque no hallé indio ni cacique en Tangosa, ni Orisagua, ni en Condapa. Allí hallé aquel cacique con hasta veinte indios, que dijo no tener más sujetos, y bien triste. Era muy mozo, y dijo estar así por las amenazas que los demás le hacían. Yo lo consolé y prometí ayudar. Fui a Tonta y no hallé persona. Tuvimos allí consejo, y fuimos por la orilla del río dos leguas de sucanos. Convino subir a la sierra media ladera por estar allí el camino muy malo. Al subir me dio un temor el corazón, y lo dije detuve la gente y llamé a Juan Ladino y le dije: «no irás a Suca, y llamarás a aquel cacique, y sabremos porqué aquí se atajó este camino; y sube por la sierra y así fue orilla del río». Llegó a Suca, y habló a don Diego, cacique de allí, y sólo respondió: «dile a mi padre que yo no puedo ir, que los caciques se han de dar batalla unos a otros; y que en la brevedad de su pasada de este mal paso, está al sosegar la tierra». Tornó, y aunque eran las diez de la noche pasé e hice marchar luego.

Pasamos aquellas dos leguas hasta vista de Suca. Al amanecer hice tomar un alto con doce arcabuceros, y   —491→   disparar por el aire, y otros doce por el río, que respondiesen y marchasen hacía dos bohíos grandes que estaban allí. Suca salió, y me besó la mano y me dijo: «¿Sabes padre por donde has pasado esta noche? Por todo el peligro de esta tierra, y a do confiaban los caciques que no quieren pasar por lo capitulado, y ahora, verás como todos vienen». Fue cosa de ver, que tocó este cacique Suca en su casa unos atambores que tienen puestos allí, que son cuatro palos muy gordos, huecos y con unos mazos de palo, atada una cera que hay en la montaña con unas sogas de bejuco, y luego derretida se hace un betumen blando en el tiento y muy durable, y con aquellos tocan y se entienden todo lo que dicen. Tocó, pues, los atambores, y con estar de allí cinco leguas lo oyeron todos los caciques indios; y aunque entre ellos había discordias, porque unos decían que sirviesen a los españoles, otros, que pues habían pasado casi un año sin tributos, que no sirviesen más, antes que al pasar los españoles por el peligro, los matasen a todos. Y para que se entienda lo que es el peligro, es un género de estratagema diabólica que usan; es, que en los altos de los cerros más encumbrados cortan árboles muy gruesos, y atrancan piedras grandísimas, y todo está asido con bejucos de aquellos árboles; lo detienen así hasta que pasa el enemigo, y luego lo hacen caer, y con el ímpetu y fuerza que cae, se lleva tras sí todo cuanto encuentra, por ir siempre el camino a media ladera.

Aquel día se habían querido dar batalla, y se concertaron en lo que dijesen dos hechiceros, cada uno de su banda. Así como oyeron los atambores desmayaron y pasaron acá y a porfía por quien había de ser el primero en venir a darme la obediencia. El primero que llegó fue Laipiti de Obregón, un cacique de Tánger, y vino solo y me abrazó. Díjole Juan Ladino: «¿cómo no te hincas de rodillas y besas la mano al padre?» Hízolo así; mandele sentar en unos palos bajos que hay para esto en las casas, puertas de las casas de los caciques; dile un mate de chicha de mi mano, que es un vaso de vino, una moropacha, que es para encima como capa, y camiseta,   —492→   que es vestido, sombrero y una espada vieja, que para este efecto llevaba más de ciento sin guarniciones. Dile también una caja de dos cuchillos carniceros, y dos cajas de bohemios y chaquira colorada, un manojo que le eché al cuello y otra para su mujer de chaquira morada, que llaman gualcas, y una carga de sal y un paño de agujas capoteras. Luego llegó Cenefa y su hijo y Tangel y a todos di otro tanto. Llegó aquella noche Yacosagua, un cacique de los de arriba, y con su hijo don Felipe y su bella mujer doña Angelina; don Juan Quispari y don Juan Sondoca y don Juan su hijo. Sentáronse por sí, como contrarios de esos otros caciques. Hice a cada uno por la misma orden su presente, regalándolos con palabra sin tocar a unos ni a otros, por más ni menos amigos. Llegaron luego Roldanillo, don Felipe Quispa, don Juan Cuti, don Pedro Yucapu, don Juan Tonta, don Andrés Tangosa, don Francisco Orisagua y don Pedro Condapa, y tres o cuatro caciquillos de menos indios, y a todos regalé por el propio orden, y con unas mismas dádivas. Comenzaron a tañer unos sututos, y pregunté qué era aquello; dijo Yacosagua en la lengua general: «Señor padre viene el general y tu amigo, Parga y Umbaté y Suca»; y así llegaron, y besada la mano sentáronse con los de su bando. La gente española tenía tomado el camino por do venían, la casa de Suca, y otro buhío grande que allí estaba y hacía el río; que es un paso angosto. Fui avisado que parecía cruzar indios de una banda a otra, y por los cerros muchos de guerra, todos con armas. Di el nombre e hice que estuviesen con aviso y no diesen a entender a los indios que los temían.

Después que presenté a todos estos lo propio que a los demás, llamé a Pargata, y le dije que si los caciques se quisiesen ir a descansar, que licencia tenían y que viniesen otro día y les diría lo que habían de hacer. Todos se despidieron, y los caciques de abajo se fueron primero hacía el río, y luego los demás se entraron en la casa del Suca. Díjome Juan Ladino cómo había entre ellos discordias y se quejaban de mí que a todos los emparejaba, y que si no fuera por darme pesadumbre, que había dicho   —493→   el general que estaba por quitárselo y decirles sus huchas, que son los pecados, como quien dice: «Hoy eras enemigo y decías que a nosotros y a los españoles era bueno matar, y ahora en los presentes nos igualas». Yo hablé a Senacato aquella noche y le pedí no tratase en cosa de aquello, porque aquella era mi hacienda y la daba yo como quería. Otro día se juntaron; lo primero que me pidieron, que los españoles bajasen abajo de Tánger a la tierra de guerra, y yo se lo prometí, y les pedí fuesen amigos. Dijo el hijo de Cenefa: «Señor padre mientras teníamos necesidad de general para la guerra, éramos sujetos a Senacato, ahora que de paz hemos de servir a los españoles, decimos todos y yo en su nombre que si no es al Rey don Felipe, no reconoceremos otro señor, pues, cada uno lo es de sus indios, y a los españoles que son nuestros encomenderos y a ti como a nuestro padre y cura; y así como de aquí en adelante no envíe a mandarnos cosa». Sentose, y en un instante se levantó el Senacato y le cogió de los cabellos y le dijo; «perro vil, hijo de cacique de ayer acá ¿cómo sin primero hacer la ceremonia que se usa entre nosotros, quieres que deje el cargo?» Levantáronse los unos y los otros y en un instante todos tenían sus armas. Yo mandé a los soldados calar sus mechas y dije en lengua general: caciques abrid los ojos, que ninguno se ha de apartar de donde están, aunque sean los mayores amigos, sin que os maten; y si vienen vuestras gentes en armas gentes en armas, no ha de quedar indio a vida; sentaos luego. Como en el aire estaban los demás españoles en sus puestos. Callaron y llegué, y a todos yo y el Ladino y Baltazar mi indio, les quitamos las armas, y a cada uno le di con el dardo un palo, sí no fue al Senacato, que le amagué y no le di. Hice luego quebrar a todos aquellos dardos, que, sin saberlo yo, fue aquella entre ellos una ceremonia de paz. Luego los hice amigos y Senacato dejó, con las ceremonias usadas, su cargo y por ser ridícula la pondré aquí.

Siéntase en una tianga grande de palo, que es a modo de una silla, y allí, cuando lo hacen general, cada   —494→   cacique trae una cosa y lo adornan. Sentose allí muy galano; llegose su teniente e hincó la rodilla y como por fuerza, sin abrir la mano por arriba le quitó un dardo muy galano, que tenía en la mano derecha. Otro una rodela, que tenía embarazada en la otra. Otro unas plumas que se ponen en la cabeza como corona. Otro, otras que le cuelgan a las espaldas. Otro unas patenas de oro, que tienen al cuello. Otro las narigueras de oro de las narices. Otro la patena del beso de la boca. Otro las orejas de oro. Otro toda la chaquira del cuello y espaldas. Otro unos huesos de los brazos, que tienen atados. Otro, otros que tiene ceñidos por medio del cuerpo, y unos cascabeles. Otro la moropacha de los muslos. Otro la de las piernas; de suerte que le dejan en cueros, sin cosa, si no es una trenza de pita que le atan, cuando nacen por la cintura, que se está allí. Verlo primero es contento, porque está galano, de más colores que un papagayo, y después es para reír el verle. Hácenle un razonamiento, que mandé que fuera en la lengua del Inga, para entenderlo. Dícenle que ha usado su cargo muy bien, y que no hacen aquello sino por su uso, y para que de allí adelante no sea su general; y en testimonio de que cuando lo nombraron le fueron poniendo aquello y besándole la mano, lo tornaban a quitar sin besársela, y que él era cacique de sus sujetos; y todo aquello que le quitaron era suyo, y se lo ponían sobre aquella silla, y lo recibían por amigo y no por señor, y le presentaban, en pago de su trabajo, dones que le fueron dando. Uno, dos patenas de oro, como platos, para el cuello; otros, otras piezas de oro a su uso. Chaquira, plumas y un millón de presentes, que duró dos días; y lo numeré según ellos, y el Ladino me dijo que valdría hasta mil ducados. Él los convidó a beber tres días en su pueblo, para el domingo venidera. Presentome a mi cada uno una patena y yo las iba dando a los soldados. Pidiéronme licencia para esta borrachera; dila y díjome el Senacato que pasasen los soldados abajo de Tánger, por los indios de guerra, y les tomasen un paso que allí estaba y una sierra y que todos vendrían a beber, y a la vuelta se irían quietos, porque suelen matar gente y después van ellos   —495→   a la venganza y suele costar muchos indios. Hícelo luego así; ellos convidaron toda la tierra de Baeza y de las otras ciudades, y de guerra se debieron juntar más de doce mil indios. Yo me bañaba (como decimos) en agua rosada cuando los veía pasar y les iba dando cosas así como iban pasando. Supe del Ladino otro camino por la tierra de cofanes, que toda es (como queda dicho) más de doce leguas de árboles de canela. Allí había un gran artificio y todos los altos los cogí. Acabada su fiesta, o embriaguez, que duró quince días, que era menester hacer un libro entero de las cosas que en ella pasaron, de presentes y amistades, de supersticiones y cosas, que es lástima cual está enseñoreado el demonio de esta gente de montaña. Dios los traiga a su verdadero conocimiento. Volvíanse todos los caciques cofanes por sus caminos de la sierra, y los de la montaña abajo de la Coca, por el paso. Los coronados, y tutus, niguas, nujas y otras naciones, por su camino, por la otra banda del río.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

De cómo prendí a todos los caciques de guerra y los envié a Quito. De la entrada que hice a los cofanes.


Había en el tiempo que duró la borrachera, avisada a Baeza al general don Fernando del Alcázar de Sevilla, hermano de don Francisco de Alcázar, señor de la Palma, que como que venían a beber tres a tres, y sin que lo entendiesen, me enviase indios y españoles, envijados y teñidos con vitos, y con cabelleras (que es el traje que   —496→   los indios llevan, cuando van, y están en sus embriagueces), de aquella manera tuve trescientos y veinte indios y cuarenta hombres, y otros que venían. En llegando los caciques los prendían y echaban en colleras, y a los indios los dejaban ir a sus tierras, que sin cabezas es esta gente muy humilde. Y así prendí diez y siete cofanes de los de abajo; treinta y un caciques; de los de la guerra de Ávila, otros cuarenta. De todos ellos me dieron luego la paz los cofanes, sino que en seis años no habían de tributar más de regalos a su albedrío, y otros dos años sólo sembrar algodón, y que no había de entrar en diez años más de un español solo, y el padre, y los mayordomos fuesen indios de la Coca; y así hice mis capitulaciones, y les di un traslado que prometo lo guarden bien, aunque por casos se han alzado dos veces. A Laipiti, su cacique principal, le di presentes y a los otros menos; y así los envié libres a su tierra y mandé derrumbar aquel cerro, que es cosa de ver la destrucción que hace. Quedó de allí el camino robado para siempre, hasta que yo hallé otro, viniendo huyendo que salí a Senacato, que es el que ahora se usa. Los de abajo dieron la paz con sujeción de tributos.

Los caciques que diré; porque los poblé con sus sujetos, e hice Iglesias y doctriné de allí adelante, catequizándolos y bautizándolos, el primero fue Ambocagua, que está del postrero pueblo de la Coca veintisiete leguas. El segundo, Vecho, que dista de éste nueve leguas. Otro, don Alonso, y otro don Pedro; estos no quisieron el nombre de sus tierras. Otro fue Tanxipa. Otro que se llamaba Ducho. Otro que tenía por nombre Dica; y es de advertir que los pueblos tienen los nombres de sus señores que son los caciques.

Recogí cinco caciquillos, y luego el pueblo que yo compré de indios de rescate que bauticé y poblé, como se dirá. Los demás caciques ninguno quiso dar la obediencia, diciéndoles que todos habían de ir a Quito a la Real Audiencia. Un cacique de los ríos me dijo que no le enviase; que aunque no me diese la obediencia me sería amigo, y si fuese allá me favorecería de todos. A este le   —497→   hice grandes presentes y bauticé y puse por nombre don Felipe. Otros dos sujetos de estos, así mismo me los pidió, bauticelos y tuvieron por nombre: don Gregario y don Fabián; diles dádivas y los envié a sus tierras; y decía que mirasen que aquellos los había de vestir la Real Audiencia y regalarlos. Otros cinco del valle de don Pedro, también envié sin obediencia; solo la juraron al padre de la Coca, una vez cada año, y al Rey, de las cosas que cogían lo que mandase el padre; bauticelos y los envié. Con cada uno de estos enviaba un indio que sabía las oraciones, para que las enseñase mientras yo llegase. Los demás los despaché a Quito con doce hombres y con los indios. Escribí a aquel los señores lo que pasaba y que regalasen a aquellos y vistiesen, y después los amenazasen, si no daban la obediencia, que se habían de estar allí y otras particularidades. Que los llamase cada día el presidente y les hiciese entender que llegaban cartas mías rogando por ellos; y que los señores oidores se enojasen conmigo diciendo que si no fuera por el Rey de España que me quería mucho, y me había enviado a ellos, para que me enviasen a sus tierras, que los había de ahorcar como a Jumandi y el Pendi, y les enseñasen las cabezas, que todavía estaban allí junto a San Blas en la horca. Envié también memorias que les leyesen y los secretarios de por sí, que eran del Rey, a do los nombraba y a sus tierras, minas, cerros y ríos, y aún hijos y mujeres, que todo se hizo; y fue cosa de admiración la afición que me tomaron y el tiempo que anduve por sus tierras; mil veces me mataran sino fuera por aquello. Estuviéronse allá los que menos dos meses, y otros, cuatro y seis, como y según convenía.

Di una vuelta a toda la Coca y dejé nombrados sitios a do se había de poblar y hacer iglesias, que a su tiempo diré. Dejé la traza de las iglesias, plazas y casas de caciques y de fiscales que nombré. La gente caminaba orilla del río a los cofanes, que hay por allí diez y siete leguas, y por donde se va ahora doce. Es cosa de grande contento y camino de mucho placer, porque la cordillera todo es canela, y por acá abajo todos son árboles de lúcumas,   —498→   que es una fruta como la cabeza de grandísimo sabor y olor. Llegué cerca de los cofanes y usé una mañana, que por el río, abajo eché cuarenta hombres, pasando aquel famoso río por el salto en el angostura, con unos palos o güaduas, que son unas cañas como el muslo. Angostase aquí el río en menos de treinta pies, teniendo arriba, antes que se apriete, más de una legua de ancho, y después del salto, por partes más de dos; y a la vuelta lo pasamos por debajo del salto, sin mojarnos, y sale debajo de aquellas peñas como un hombre de agua tan caliente, que en ocho días pedernales y piedras durísimas las hace piedra pomes. Allí sirven maderos de dos géneros, que es de admirar, guazapilles y palos, piedras, que en echándolas en el agua se vuelven piedras, y en la fría se ponen muy duras y en la caliente fortísimas.

Los cuarenta hombres con Pedro de Lomelin despaché, y yo me detuve once días una legua de los cofanes; porque está un cerro que se sube con palos atados a mano, y entre las peñas hay unos bejucos en que nos asimos, que es maravilla. Pareciéndome que llegarían, caminé y me tenía dos emboscadas Laipiti, que como trajo gente y para haber de caminar le daban las armas, bien pudiera hacer lo que quisiera. A medio día dieron gritería y parecieron las emboscadas. El cacique no se quitaba junto a mi, y me pasó con él lo del rey don Alonso de Toledo, que como me alboroté y los españoles también, teniendo dijo, espera que no os harán mal, y el ladino debía saber, porque aseguré a todos y me dijo: «ahora, padre tú y tus españoles estáis en mis manos, y os podría matar. Ahora hago las mismas paces, como libre». Yo le abracé y agradecí. Llegamos acerca de lo alto a do habíamos de dormir a media noche, cansados de subir escaleras; antes que llegáramos vinieron y le dijeron cómo otros españoles llegaban; y preguntó el ladino si eran nuestros, todo en su lengua, y disimularon. Envió a mandar les diesen lo necesario; y después que me dejó sosegado se fue, y el ladino, y a do estaban llegó casi al amanecer y le contó a Pedro de Lomelin lo que pasaba,   —499→   y se espantó que sin saberlo él entrase aquella gente en su tierra; y era como todos estaban acá con cargas más de trescientos; aderezando los caminos, más de mil; en las emboscadas, dos mil, que son todos los cofanes; y este solo cacique tiene mil ochocientos.

Pasé de allí a los ríos once días de camino, y estuve con el curaca mi amiga don Felipe. Vi toda aquella tierra, y en las puntas de los ríos fortifiqué un palenque que en un corrillo hay a do hay agua, e hice entrar gran suma de maíz y pescado y carnes de monte, e hicieron ranchos bajas de vara en tierra, y allí dejé la gente para que no me corriera toda la tierra y yo me vine por aquella banda siete días de camino a Ambocagüa, que es el primer curaca sujeto.

En un llano hice una plaza e iglesia; cuatro buhíos largos de antinales y junté allí toda su gente. Fue víspera de la limpísima Concepción de la Virgen, y así le puse este nombre a Ambocagüa. Despaché a los demás, para que tuviesen madera, y paja junta con tiempo, para cuando yo llegase. Fueron los sujetos a éste, setenta y tres indios, con mujeres y muchachos docientos, que a muchos bauticé, porque los indios ladinos en lenguaje general, que yo envié, los tenían catequizados y enseñadas las oraciones; y a otros viejos que lo pedían con gran encarecimiento. Vecho tendrá en todo ciento y setenta almas. Don Alonso y don Felipe a ciento y cincuenta más o menos. Tangipa, otros tantos. Don Pedro ciento y veinte. Habrá en aquel gran valle quinientos indios y serán entre todos dos mil y quinientas almas. De estos contaré por sí, porque se podrían gastar muchos pliegos de esta gente y de esta tierra y valle; bajé al río.

Ducho y Dica, tendrán entre ambos trescientas y cincuenta almas. Poblé todos estos pueblos, que son ocho, y bauticé más de cuatro mil almas. Tardeme en todo esto dos meses y veinte días. Salí a la Coca y ya todos daban prisa para los pueblos. Señalé los lugares y pasé a Baeza y de allí a Quito.

Llegado a Quito fui a besar las manos de Su Señoría el señor obispo don fray Luis López de Solis, un gran   —500→   cristiano, que era recién llegado. Recibiome con tantas muestras de amor, que no le faltó sino salir hasta acá afuera. Díjome que cuando le decían tantas cosas de mí, que le parecía que debía ser algún viejo, y me animó tanto y dijo tantas cosas, cual puede y sabe decir un tan gran teólogo como él era y tan amigo de Dios, que era en la virtud señaladísimo. Fui a ver al Presidente. Tratamos grandes cosas acerca de aquellos caciques; y lo que estimaba mucho era que sin guerra hubiese de aquellos bárbaros tantos sujetas y cristianos. Pidiome les favoreciese mucho. Quedó tratado lo que se había de hacer, conforme diré y se verá. Otro día las prendió a los caciques y yo fui a verlos y me pidieron los sacase de allí. Guardeme del ladino, antes le dije que porque no hiciese justicia de ellos venía. Metí petición sobre ellos, y me hallé en la Audiencia y hablé y dije muchas cosas. Sacáronlos con grillos y el ladino les decía lo que mandaban aquellos señores. Un cacique dijo en su lengua sólo estas palabras: «Dios, Jesús, María, rey Felipe, Audiencia, Obispo, padre», señaló dando de manos. Lo demás no quiero, corta la cabeza. Entendieron sus razones, y que por ellas daba la obediencia al Rey y en su nombre a la Audiencia y al obispo y al padre que allá los visitase, y que no quería otra cosa, aunque les cortasen las cabezas. Yo los pedí y volví por ellos, y el ladino fue luego y se lo dijo. Y como el Presidente decía: «ahorcarlos es mejor, y enviar ahora mil hombres a su tierra y que pueblen y paguen doblados tributos», entreme con ellos en la cárcel y envié a decir con el ladino a Su Señoría que no había de salir de allí si no me los daba. Y así los mandó llevar ante sí y les dijo mil cosas con el ladino, y que me agradeciesen las vidas, y que mirasen lo que hacían, que ya veían los españoles que había, que los había de enviar allá; y luego los regaló y todos amedrentados decían que sí. Salimos fuera y estaba por mandado del licenciado Cabezas el alcalde mayor de los indios de Quito, don Diego de Figueroa, y dijo que él venía con aquellos alguaciles para ahorcar aquellos presos, que ¿cómo habían de servir ellos a los españoles y aquellos no? Todos callaban yo le rogué por ellos. Fuimos   —501→   en casa del oidor y les hizo otras pláticas. Luego fui en casa de Su Señoría, y como había en el pueblo aquella fama que los habían de ahorcar, los salían a mirar como a resucitados. Su Señoría les dio a todos de comer y yo comí con Su Señoría y me despedí de él con grande admiración suya de ver cuan en breve me quería volver. Con todo ello me detuve otros dos días, y convino que cinco caciques de aquellos quedasen en Quito por lo que entre ellos hablaron y presos. Mandáronme dar aquellos señores mil pesos, y yo los pedí empleados en cosas necesarias. Su Señoría dio quinientas camisetas; otro caballero doscientas moropachas y otros dieron otras limosnas, que sería todo otros mil pesos. Su Señoría predicó y dijo la limosna que era y cómo gastaba yo solo en lo que ahora llevaba cinco mil pesos, y que eran necesarios para sacar aquella gente muchas dádivas, y a cada peso echó cuarenta días de perdón. Dejé a Ortiz allí y compradas dos mil arrobas de algodón y dos mil frazadas y muchas camisetas y mantas blancas, y moropachas, y liquillas chicas para cubrir las indias, que de cada manta hacía cuatro, y las daba a señoras para que las repulgasen, que lo hacían con muchísimo gusto, sin muchas que dieron ellas. Compré también bizcocho y otras municiones, en que gasté los cinco mil pesos, sin diez mil en que me empeñé. En el camino, y de allí a Tumbaco salían indios con cusmas viejas e indias con liquillas y llené de aquello sólo, cinco caballos cargados. Fue cosa para dar infinitas alabanzas al Señor, pues, Su Divina Majestad lo hace todo; que cuando fue Ortiz y conté todo lo que se había hecho y dado de limosna con viejo y nuevo, eran más de once mil piezas. Llevé doce arrobas de chaquira, que envié a los llanos por ella, y me estuvo la libra puesta allá a seis reales, una con otra, que fue gran cosa.

Sólo dos días estuve en Baeza. Hallé allí más de trescientos indios que me esperaban de la coca, y como ellos llevaban las cargas, dábamosles a dos arrobas a cada uno. Llegué a Tánger, que en cada lugar no me estaba más de dos días, bautizando a muchos niños; dábales algodón, y lo dejé repartido para ellos, y que lo   —502→   labrasen. A los impedidos, a anaco, y a los más recios a dos liquillas, que es lo que ellos pagan de tributo. Pasé abajo de Tánger y recogí aquellos caciquillos y de todos hice un pueblo, cada uno de por sí, y la iglesia en medio. Hasta allí no despedí a ningún cacique y era cosa admirable lo que me querían. Allí llamé a los nujas y les pedí tres cosas: que fuesen cristianos; que se poblasen y que se vistiesen y que para pagar a aquellos españoles, quería ir al cerro de Nuja, tres semanas a sacar oro; todo me fue concedido. Avisé a Pedro de Lomelin y al capitán Salazar, que hacían los oficios de caudillos, que se quedasen en el fuerte Salazar con veinticinco hombres y subiesen los demás hacia el cerro de Nuja, y en lugar de cada hombre viniese un indio para sacar oro. Fuimos y sacamos algunos días, y enfermó toda la gente, y así hubimos de dejar.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

Sale Pedro Ordóñez de Cevallos del Oriente llamado a la ciudad de Quito.


Escribiome el licenciado Pedro de Zorrilla, oidor de la Real Audiencia, fuese allá, porque con la fuerza que hacía el Virrey sobre las alcabalas, tenía malas nuevas. Escribiome también el provisor, el arcediano Galavis, que por haber y ido Su Señoría a Lima al concilio, lo dejó por provisor y gobernador de todo su obispado y vicario general. Dejé los dos amigos, y de Baeza envié al padre Manuel Fernández que quedase en mi lugar. Llegado yo del pueblo de Vecho al de Tangipa, como todos   —503→   los caciques me habían traído presentes y Laipiti Cofan, no; dijo Francisco como allí habían de venir, me detuve un día y despaché a este Francisco con ocho indios de cada nación, bien armados, a descubrir toda la tierra del río Marañón, que fue y lo vido, y volvió a darme relación. A este tiempo llegó Laipiti con todos los ochenta indios, que llegó a Vecho de guerra, cargados de regalos, porque a estos y al cacique no les había dado cosa, hasta que hiciesen aquello; diles muchas cosas. Traía este Laipiti una india cargada con un cataure de su chicha de yicas, que es una bebida de las raíces, que en Cartagena hacen cazabe, y a la tornada se sustentan las flotas y galeones con ello. Traía un monstruo, que era una india, que me quedé fuera de mí de ver tal cosa, porque era de la manera siguiente; era un mujer muy alta, tanto como el hombre de mejor estatura, era muy gorda, los pies anchos y largos; las piernas también muy gordas y muy estevadas, con un bello grandísimo, cosa jamás vista en India porque de ningún género les sale pelo, sino en la cabeza y cejas; los muslos tan gordos como un hombre que lo está mucho lo puede ser por la cintura. Tenía detrás una cola de carne de seis dedos y muchos cabellos, y eran tantos que dos manos de las mayores que allí estábamos no las podíamos coger; estos los tenía cogido y trenzados de manera que la mitad le iba por un lado y la otra mitad por el otro, y le servían de pampanilla, hasta abajo de las rodillas, que la cubrían por delante y por detrás. Su cabeza era como de dos hombres, con mucho cabello y largo, que le daba abajo de la cintura; la frente era ancha de más de un coto de mano; los ojos tan grandes y redondos que parecían de carnero de aquella tierra, que son como un real de a ocho; la nariz tenía chata y grande, y mayor que la del negro más feo de Etiopía; los carrillos por cerca de la nariz hundidos y en el hueso muy altos; la boca era disforme y muy panda; la barba como una paletilla y salida afuera, horadado el labio de abajo y en él un caracolí de oro a su uso, y en la nariz otro, que para llenar aquel lugar según estaba de apartado, lo había bien menester; la garganta era gruesísima y no muy alta; los   —504→   pechos de tanto grandor y dureza, que era particular monstruosidad; los pezones era cada uno mayor que el dedo gordo de la mano, de gruesos, largos y derechos; sentaban estas dos rodelas de las tetas sobre una barriga tan grande y tan dura que medida por el ombligo y caderas, tres indias las más gordas que allí estaban hacían harto en llegar. La espalda era grandísima y acanalada, con dos asentaderas con la proporción de lo demás dicho; una voz y habla de un hombre fiero; brazos y manos tan largos y gordos que no es imaginable; era tan ágil en su andar y el servicio que hacía era tan presto y bueno, cual pueden hacer dos personas; y así comía y bebía chicha como para dos.

Era pieza para Rey, y sin serlo la pedí al cacique, y con intento de darle todo lo que por ella me pidiera, como fuera posible. Al principio me dijo que no, y como me viera tan aficionado, me engañó y dijo que sí, y el otro día echó nueva que se había huido; y prometo que si yo llegara a tomar posesión de ella, me viniera a España con ella y pensara traía una cosa de mucha estima. Había fama que en una provincia de los omaguas la parió una grandísima osa, y que sería hija de algún indio. Es uno de los monstruos mayores de naturaleza que yo he visto. Muchos he visto, así de animales, como pescados y aves, que si no se ven no se creerán, como es al águila de Cochinchina, de tanta grandeza que se llevaba a un oso o elefante por el aire. La Anada, que por haberla visto muchos, no diré de ella. La ballena, y sierpe y culebra de la mar. Sea alabada en todo la Divina Sabiduría.