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De amor, magia y angustia

Ensayos sobre literatura centroamericana

Giuseppe Bellini



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ArribaAbajoA manera de prólogo

Reúno aquí algunos ensayos, de varía extensión, dedicados, en diversas ocasiones, a textos y autores de la literatura centroamericana, a partir de Rubén Darío.

Poco conocida y estudiada durante mucho tiempo, la producción literaria de Centroamérica ha ido despertando en años todavía bastante recientes un creciente interés, debido, probablemente, al prestigio de Miguel Ángel Asturias, y a la actividad de incansables pionieros entusiastas, como Franco Cerutti, a quien le debe, por ejemplo, Nicaragua, no solamente la difusión en Europa de sus máximos poetas contemporáneos, sino al rescate de toda su literatura del siglo XIX, y Costa Rica el conocimiento de sus mayores expresiones artísticas.

Personalmente, las iniciativas de Cerutti han favorecido también mi acceso más atento a la literatura de los países centroamericanos, contactos provechosos con poetas y narradores, que han aumentado mi interés hacia la producción literaria de Centroamérica. Anteriormente, la larga amistad con Asturias había puesto las bases para mayores conocimientos de la realidad cultural centroamericana. Sucesivamente, en Costa Rica, una figura extraordinaria humanamente como José Marín Cañas me animó a escribir sobre su narrativa.

Grandes deudas tengo también con Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho, Ernesto Cardenal y David Escobar Galindo. Así, pues, desde un inevitable Rubén Darío, he ido interesándome a la obra de varios autores, aunque   —6→   Asturias, de todos, queda el que más he tratado y sigo tratando.

Lo cual explica su presencia preponderante en estas páginas, que reúno no tanto para «atesorarlas», siendo todo prescindible, como para alentar a ulteriores estudios. Las dedico a los amigos mencionados, especialmente a Franco Cerutti y al recuerdo de don José Marín Cañas y Miguel Ángel Asturias.





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ArribaAbajoSignificado y permanencia de Rubén Darío

En la conocida charla de 1934 al alimón entre Federico García Lorca y Pablo Neruda sobre tema de Rubén Darío, el poeta chileno expresaba en palabras eficaces el particular significado que tenía para él el poeta nicaragüense, diciendo: «Merece su nombre rojo recordarlo en sus direcciones esenciales incandescentes, su descenso a los hospitales del infierno, su subida a los castillos de la fama, sus atributos de poeta grande, desde entonces y para siempre e imprescindible»1.

La categoría de maestro que en la misma charla Lorca le reconocía a Darío2 en nombre de una generación que empezaba en Valle Inclán y Juan Ramón Jiménez y llegaba hasta él mismo, es un dato concreto ya, como lo es el significado revolucionario de la poesía de Darío dentro del ámbito de toda la expresión poética de España y de América. Neruda, sin embargo, cavaba más hondo, con sus palabras, en la humanidad del poeta, en cuya existencia veía manifestarse la nota dramática de la vida. En Darío, Neruda veía al gran poeta y en este sentido sobre todo al hombre, con sus altibajos, su incapacidad radical de imponerse al curso de las cosas, sus ilusiones y desilusiones, sus éxitos extraordinarios y sus fracasos.

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A distancia de tiempo son estos elementos del Darío humano los que más se imponen a la sensibilidad del lector, rescatando la obra del poeta de toda nota exterior. Su figura de niño prodigio, de hombre «raro», sus experiencias de paraísos artificiales, su gusto por lo erótico, sólo interesan como documento de una época literaria, sin alcanzar nuestra sensibilidad, como algo que pertenece a un pasado ya cristalizado. La lectura de Darío es sólo posible hoy si atendemos a la sinceridad de sus poemas y al significado que tienen como documento humano. Nadie pone en duda, por supuesto, el valor del modernismo3, lo que el verso de Darío significa dentro de la poesía castellana desde el punto de vista de las innovaciones formales, y su significado estético. Sin embargo, hoy sólo es posible pensar en Darío poeta de valor permanente atendiendo a su nota humana.

La época artística más valedera de Rubén Darío inicia y concluye en tres libros: Azul, Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza4. La producción poética sucesiva a los Cantos, incluso el Canto a la Argentina, está ligada íntimamente   —9→   al último de los tres libros mencionados. Lo que escribe después es escasamente determinante en un juicio de fondo sobre su obra poética. Hay que admitir en algunos poemas cualidades artísticas no indiferentes, pero en la mayoría de ellos el poeta se sobrevive a sí mismo -lo ha notado acertadamente Anderson Imbert5-, sin que esto quiera decir que se pueda fácilmente prescindir de libros como El canto errante y Poema del otoño, donde Darío repite la nota de su cansancio, en un documento de hondo valor humano, dominado por un clima de añoranza, de renuncia, entre chispazos improvisos de antiguas hogueras, anhelos y deseos sensuales que se presentan patéticos en la falta transparente de toda ilusión.

En Azul Darío es el poeta nuevo y deslumbrante que irrumpe en la poesía hispanoamericana con su vitalidad y sus innovaciones. La parte en prosa del libro revela más que la poesía su novedad; se trata de una búsqueda de perfección formal fundada en la gracia, la levedad, la sugestión sensorial, en cuyos orígenes está la prosa artística francesa, Gauthier, Flaubert, los Goncourt, Loti, Mendos sobre todo, pero que Darío recrea originalmente con su sensibilidad, renovando en una pluralidad de sugestiones toda la expresión castellana6.

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En la poesía de Azul el modernismo aparece menos declarado. Darío sigue ligado a los metros tradicionales, romance, silva, soneto, pero acentúa la musicalidad del verso, la mesura de la composición, mientras su espiritualidad se manifiesta en un pronunciado panteísmo, documentado eficazmente por los poemas reunidos en El año lírico. La novedad que la poesía de Darío presenta en el ámbito castellano es ya visible en Azul, libro en que se manifiesta también ese gusto por la erudición y la mitología que dominará en Prosas profanas. La validez de Azul está en todos estos elementos y en el sutil erotismo con que el poeta da vida a un deslumbrante mundo mitológico. La pompa colorista no es todavía orgía; hay en Azul una nota reflexiva que se abre paso a través de tanto goce de vivir. Presencia constante en Darío, esta nota va siempre a establecer el perturbado equilibrio entre la euforia vital y la conciencia del límite. Es un sentimiento profundo que se expresa en sincera melancolía y amplía enormemente la dimensión espiritual de la poesía dariana.

Azul es un libro de amor, pero ya este amor se manifiesta   —11→   en añoranza triste, así en Estival como en Invierno; el delirio sensual que claramente anuncia al cantor de Prosas profanas está empapado en notas de melancolía, que no son por nada moda superficial, restos de un romanticismo exterior; al contrario, anuncian ya al poeta experimentado, íntimamente desilusionado, de Cantos de vida y esperanza. Darío ve a la mujer como expresión de una primavera eterna -lo expresa en «Pensamiento de otoño»-, pero se le impone por encima de todo la brevedad del tiempo, la conciencia de que todo sentimiento acaba en una sima triste, el recuerdo, «que languidece en lo inmenso / del azul por do vaga».

El carácter reflexivo de la poesía de Rubén Darío se manifiesta por encima de todo elemento exterior. Una lectura apresurada de sus versos, hoy, frente a la extraordinaria algarabía de colores y sensaciones, puede desatender su hondura. Cuando comúnmente pensamos en Darío cantor del amor, la primera imagen que se nos presenta es la de un hombre sensual, perdido en su exotismo. Muy al contrario: Darío es un poeta preocupado, cuyo deseo amoroso va hacia una criatura irrealizable, intensamente soñada y deseada. La intensidad del deseo lleva al poeta a regodearse en la recreación de los elementos exteriores del amor, sin creer ya en él. Así que en su poesía se impone un desaliento que transforma en amargura el himno a Eros, un pesimismo radical, expresión de «aquel sabor amargo que brota del centro mismo de todo deleite» de que habló Juan Valera7, resucitando el lucreciano verso, «medio de frute leporum / Surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angat». En «Venus» esta amargura   —12→   es más transparente y el deseo amoroso del poeta se purifica en la conciencia del límite.

Los poemas que Darío añade a la segunda edición de Azul confirman su vocación americana, ya manifiesta en el Canto épico a las glorias de Chile, pero no añaden nada extraordinario al libro, cuyo valor queda cifrado en los poemas y las prosas de la primera edición; por estos poemas y estas prosas Darío adquiere el significado de uno de los máximos innovadores de la poesía castellana, comparable en importancia, según acertadamente escribió Marasso8, a Boscán, a Garcilaso, a Góngora.

La categoría y la originalidad de Rubén Darío se amplían en Prosas   —13→   profanas, donde su modernismo particular alcanza máximo resplandor. La orgía colorista, musical y erótica se encaja perfectamente dentro de una interpretación panteísta del universo, a la que aporta su contribución el mito, la erudición clásica. En Prosas profanas el modernismo canta su «misa rosada», para emplear palabras del mismo poeta9, en una contaminación significativa de sagrado y profano, de pureza y pecado, sin que ello determine desequilibrio, en una perfección formal que, si procede en gran parte del Parnasse, también le debe mucho a la tradición española. Por la serie de innovaciones métricas -que van, como se sabe, del alejandrino francés moderno, al novenario, a una acentuación original del endecasílabo, a combinaciones estróficas desacostumbradas, a las formas primitivas de versificación de los Cancioneros-, el modernismo expresado por Darío en Prosas profanas alcanza el mismo significado, para la poesía castellana, que el italianismo del Renacimiento.

En Prosas profanas hay, además, una nueva sustancia poética, que vivifiva las innovaciones técnicas, revelando un mundo insospechado en su riqueza, no solamente de orden artístico, sino también de orden espiritual; un mundo mesuradamente melancólico y desilusionado. La tendencia estetizante domina, naturalmente, Prosas profanas, manifestándose a través de un gusto refinado por la pintura, la música y la mitología. La contaminación entre sagrado y profano da lugar a ese decorativismo religioso tan simbolista y decadente10, que responde, sin embargo, a una necesidad sincera de dignificación de la carne, expresión, en realidad, de una lucha constante entre anhelos de pureza y la atracción del pecado.

A la misma necesidad de dignificación responde ese filtrar el elemento sensual a través del recuerdo del mundo griego y la Francia del Setecientos, en una síntesis de acentuado erotismo. Pero el mundo griego encuentra correspondencia en Darío sólo mediado por la sensibilidad francesa. Darío lo expresa claramente en «Divagación», donde su sueño múltiple de amor es revelación al mismo tiempo de una insatisfacción radical de más hondo significado.

En «Divagación», y especialmente en el «Coloquio de los Centauros», se manifiesta en toda su extensión el panteísmo del poeta. La naturaleza encuentra resonancias cada vez más hondas en él, despierta vibraciones íntimas que llevan   —14→   siempre a notas reflexivas. En el «Coloquio» la experiencia erótica y espiritual de Darío confluye hacia una visión preocupada de la vida»11. La mitología es ella misma fuente de reflexiones y no sorprende que el poeta perciba, junto con el «terrible misterio de las cosas», la necesidad de la verdad para la «triste» raza humana, la vida oculta de lo que existe, el aspecto humano y divino de las criaturas, el tormento fatal del Enigma, el dominio de Venus divina y perversa, la presencia fría de la Muerte. Son acentos que encontramos especialmente en Las ánforas de Epicuro, que Darío añadió en 1901 a Prosas profanas, al momento de su segunda edición; son poemas que, como «La espiga», «Ama tu ritmo...», «Yo persigo una forma», manifiestan hondas preocupaciones espirituales. La segunda edición del libro tiene, por consiguiente, un particular significado: en ella no encontramos tan sólo al poeta exquisito, cultor refinado de la forma, por ello empequeñecido, según decía Rodó, en su contenido humano y en su universalidad, sino al hombre Darío en toda su dimensión espiritual, demostración de cuánta carne viva había bajo lo que algunos interpretaban como mármol.

En Prosas profanas el poeta celebra la misa rosada de su juventud, como él mismo escribió12, cincela las iniciales de su breviario viendo pasar, a través de las vidrieras, las batallas de la vida, pero sin reír tanto de ellas como pretende. Su viejo «clavicordio pompadour» no queda insensible   —15→   al ritmo de la vida interior, ni el «eterno incensario de carne» lo embriaga únicamente de su perfume. La poesía primaveral de Prosas profanas encierra más de un germen otoñal destinado a manifestarse en forma más visible en Cantos de vida y esperanza. El recuerdo «en sueños» del oro, la seda y el mármol de la corte de Heliogábalo no ha podido ocultar en el poeta las solicitaciones de una vida interior más seria.

Existe, pues, unidad de desarrollo entre Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza, una unidad de sustancia artística y de fondo espiritual. El mismo Darío escribió que muchas de las palabras y conceptos expresados en su introducción a Prosas profanas se podían repetir íntegros. Su respeto hacia la aristocracia del pensamiento, la nobleza del arte, no han cambiado, como no ha cambiado su horror por lo mediocre, la «mulatez» intelectual y la «chatura» estética, que entiende posibles de corrección únicamente mediante una razonada indiferencia13.

Los años no pasan inútilmente y traen mayor reflexión, una necesidad más rigurosa de seriedad poética. La primavera deslumbrante de Prosas profanas se transforma en los Cantos en «esencia y savia» del otoño14, del otoño del mismo Darío. En este clima el poeta renuncia a la brillantez de las formas, su característica anterior, y crea un mundo de expresión más compleja, que responde a la superación de hondas dificultades, en busca de sencillez y mesura para expresar   —16→   una materia más recogida, más preocupada, fundada en experiencias directas.

En los Cantos Darío manifiesta una filosofía personal de la vida, no empapada de pesimismo, sino penetrada de resignación, cuando no dirigida hacia un ideal más alto, la reconstrucción de la comunidad espiritual de los pueblos hispánicos. El poeta se nos presenta aquí como el hombre que, llegado a su plena madurez, en la hora del balance final ve desfilar ante sí las secuencias de su propia existencia, desde la triste niñez de miseria y la juventud densa de luchas, hasta la apoteosis de gloria. Por encima de todo orgullo por el camino recorrido Darío percibe la amargura de la ausencia de elementos espirituales más positivos, la falta de la fe y de ideales más altos. Se determina en él una crisis cuyo resultado es la vuelta a Dios y el canto del porvenir del mundo americano. En ambos casos no se trata de oportunismo: Dios le es necesario al poeta para reaccionar frente a la amargura de la vida, mientras en el canto del valor eterno de la espiritualidad hispánica encuentra el verdadero significado de su obra, que la rescata de la transitoriedad. El contacto con los escritores de la Generación del 98 puede haber tenido su influencia en esta nueva etapa de Darío, que en la «Salutación del optimista» canta su fe en las «ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / espíritus fraternos, luminosas almas», única defensa contra la amenaza del imperialismo que viene del norte. Frente a esta situación del mundo americano Dios es necesario al poeta como fuerza extrahumana contra las «férreas garras» que lo amenazan. A esto responde en el canto «A Roosevelt» la preconizada fusión del mundo hispano-católico en un bloque compacto. Darío es ya poeta netamente comprometido, poeta civil, pero se salva de la oratoria vacía expresando una preocupación   —17→   sincera por un problema que considera vital. La orientación americana es la que menos responde a la moda modernista, y sin embargo, es uno de los elementos anunciados ya por los iniciadores del movimiento y que a partir de Darío encuentra significativo desarrollo en toda la poesía hispanoamericana moderna.

En los Cantos existen, naturalmente, poemas que se escapan a este tema y que presentan mayor continuidad y unidad con la poesía anterior, a pesar de que parecen considerarla, y sinceramente, lejana. En el poema que encabeza el libro Darío recuerda un tiempo que considera acabado para siempre. Pero perdura en él, a pesar de todo, una dramática sed de «ilusiones infinitas». Con insistencia penetra hasta en los cantos de fe el símbolo erótico del cisne, el recuerdo sensual de Leda. La continuidad con la poesía de Prosas profanas no podría ser más evidente, como en el soneto tercero de «Los Cisnes» y en el poema cuarto. Darío celebra en Leda, con el antiguo deseo, la aventura celeste, y parece volver al pasado olvidando su nueva orientación, revelando una vez más la sinceridad del poeta, en lucha todavía, y más encarnizadamente si es posible, con la carne.

En «Carne, celeste carne...» Darío celebra con entusiasmo embriagado de deseo la «celeste carne de la mujer», que es «ambrosía», «maravilla», y lo hace porque siente en el amor el reactivo más fuerte contra la tristeza de la vida, que se le presenta «tan doliente y tan corta». Todo es anuncio, en realidad, de ese otoño que se manifiesta completo en «Yo soy aquél...», y especialmente en la «Canción de otoño en primavera», poema tan penetrado de música, de tristeza, de humanidad sincera. Darío canta en este poema el fin de todas sus ilusiones, con el temprano deshojarse de la juventud. Sin embargo, él tiene la conciencia de que las ilusiones son lentas   —18→   a morir y que no vale saber que los sueños son imposibles de realizar, porque no pierden nunca su sugestión:


En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesas que cantar!
Mas a pesar del tiempo terco
mi sed de amor no tiene fin:
con el cabello gris me acerco
a los rosales del jardín...



Cuando, más adelante, se le abre al poeta en todo su dramatismo el vacío de la existencia, «la miseria de toda lucha por lo infinito», como se expresa en «Oh, miseria...», la dimensión espiritual de Rubén Darío se amplía en su nota humana al canto de temas eternos como la poesía, sobre los que se ha ido construyendo la espiritualidad del mundo. Nacen así los «Nocturnos», el que empieza con el verso Quiero expresar mi angustia..., canto de renuncia total a las ilusiones, y el famoso Los que auscultasteis el corazón de la noche, más preocupado y resignado al mismo tiempo, frente a la consideración amarga de la eterna ilusión del sueño, expresión de nostalgias tristes por un pasado desperdiciado inútilmente y un futuro que ya no tiene posibilidad de realización. En el momento de la caída de las ilusiones la sensibilidad del poeta se afina y le permite alcanzar ese recóndito latido del universo buscado por tanto tiempo: «... siento como un eco del corazón del mundo / que penetra y conmueve mi propio corazón».

Si consideramos todos estos motivos, Cantos de vida y esperanza, si por un lado representa un momento de superación   —19→   de un estado de desengaño, por el otro es fundamentalmente producto de un otoño espiritual entendido como edad propicia a la reflexión, matizado de honda melancolía15. El mismo americanismo del poeta, sincero y sufrido, se entiende nos proporciona esta nota y la de una extraordinaria seriedad. La conciencia del fracaso de toda una vida conduce Darío a esta acentuada seriedad de temas.

El canto errante y Poema del otoño y otros poemas continúan en esta dirección el canto del poeta, destacando la nota íntima, personal, y la nota civil y comprometida. Los dos libros, sin embargo, nada nos ofrecen que no haya aparecido ya, y en forma artísticamente más valedera, en las publicaciones anteriores, si exceptuamos composiciones de amplio aliento americano, como «Momotombo , la Salutaci al Águila», la honda interpretación de una América indígena remota en «Tutecotzimí», o la Oda a Mitre, con su comienzo majestuoso. En El canto errante vuelve a asomar, además, frecuentemente, un chispazo de erotismo visible por ejemplo en «La hembra del pavo real», pero domina esencialmente una nota más preocupada; podemos verlo en el poema «Versos de otoño», donde Darío canta lo pasajero del amor, el deshojarse de las rosas de la primavera; lo confirman, en «Nocturno», la percepción de un silencio en que el alma se pierde, la invocación a Dios en «Sum, la visión de la sima de sus desgracias en «¡Eheu!», mientras en la «Epístola», dedicada a la esposa de Lugones, Darío manifiesta «un ansia de tiempo que de mi pluma fluye». Frente a tanta   —20→   conciencia de la vanidad de las cosas sorprende más, y adquiere una nota patética, la inútil obstinación con que el poeta persigue a las sombras del pasado, como en la «Balada en honor de las musas de carne y hueso».

Poema del otoño y otros poemas acentúa este sentido falso de la realidad: el poeta busca todavía ilusiones en el amor, teniendo como única realidad frente a sí a la muerte. En la primera composición, «Poema del otoño», la fuerza y el calor de la vida que Darío afirma poseer se vacía de significado ante la conciencia de que la meta última es la muerte: «¡Vamos al reino de la Muerte / por el camino del Amor!». Frente a poemas como éste tenemos la impresión violenta de que el poeta intenta sobreponerse a sí mismo, salir de su situación desengañada buscando rumores lejanos en los que, a pesar de todo, no cree. El clima verdadero de esta estación de Darío es el de la «Canción otoñal», el de la «tarde melancólica» que «solloza sobre el mar», o el de la amarga constatación de la brevedad de la vida, expresada en «El clavicordio de la abuela».

El Canto a la Argentina es el último poema que rescata a Darío del olvido. El encuentra la fe que ha perdido en sí en el canto del porvenir luminoso de la gran Argentina, de la que admira, en un crisol de razas, el fervor de trabajo proyectado hacia el futuro, en un clima encendido de libertad. La erudición histórica y mitológica le sirve al poeta, en esta composición, para dignificar a un mundo y a un pueblo que él asciende a significado de símbolo en la América Hispana. Choca, sin embargo, a estas alturas, la vuelta a elementos del pasado, y más la retórica de las referencias históricas, que se remontan hasta los romanos.

Los demás poemas del último libro de Darío repiten el eco de la tumba, y más sorprende y choca ese «De morir tenemos»   —21→   , el «¡Requiescat in pace!», de «La Cartuja», con la vuelta improvisa a la atmósfera francesa, tan superficial, del «Pequeño poema de carnaval», donde asumen, por contraste con la realidad del poeta, trágico significado los versos finales:



   Sepa la primavera
que mi alma es compañera
del sol que ella venera
y del supremo Pan.

   Y que si Apolo ardiente
la llama, de repente,
contestará: ¡Presente,
mi Capitán!



La decadencia inevitable de Darío, a pesar de momentos valederos artísticamente, se nos presenta así bajo un aspecto hondamente humano. Resiste en él el versificador habilísimo, el músico refinado, pero su creación se hace fragmentaria, pierde vigor, sigue ecos del pasado, en una ilusión ya muerta antes de nacer, dándonos la pálida sombra del gran poeta que se manifestó en Azul, Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza, y que, a pesar de muchas fangosidades, ha sabido dar a la poesía castellana nueva vida, comienzo luminoso de un nuevo florecimiento.

En ningún momento le ha faltado a Rubén Darío la nota de sincera humanidad que hemos ido destacando. Es esta nota que, por encima de todo mérito artístico, llamaba la atención de Pablo Neruda al pronunciar las palabras citadas al comienzo de este ensayo. No hay quien no vea cuánta afinidad existe, en este sentido, entre el poeta chileno y Darío:   —22→   su amor a la naturaleza, su panteísmo, la importancia del elemento amoroso, la misma concepción trágica de la vida, iguales grandezas y miserias, la nota del mismo compromiso con el mundo americano, y una necesidad íntima de confesión autobiográfica en la poesía. Es precisamente la presencia constante del hombre en el artista que, como en el caso de Neruda, da a la poesía de Rubén Darío una vitalidad y una hondura que la salvan del desgaste del tiempo y del cambio de las modas literarias, haciendo de ella algo que repercute hondamente en la sensibilidad del lector16.



  —23→  

ArribaAbajoJosé Coronel Urtecho: entre la magia y la angustia

Cuando pensamos en la poesía nicaragüense, junto con el gran nombre de Rubén Darío, se nos presenta el de una tríade que, a pesar de las diferencias generacionales, ha enaltecido singularmente la expresión poética hispanoamericana. Junto con Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho cuenta en ella no solamente como el introductor en Nicaragua de las modalidades de vanguardia, sino como una de las más interesantes expresiones de la poesía de este país.

No me detendré aquí en el examen de la actividad vanguardista del poeta, ni en el de su incansable labor de difusión de la poesía norteamericana, sino que me limitaré a subrayar el aspecto «mágico» de su poesía, que da un signo original a la expresión poética de Nicaragua. Ahora, cuando tan frecuente es hablar de «magia», con referencia especialmente, o casi exclusivamente, a la narrativa hispanoamericana, puede sorprender el hecho de que me atreva a aplicar este término, «mágico», a la poesía de Coronel Urtecho. El «realismo mágico» de la novela hispanoamericana tiene su correspondiente, en la poesía, en la «magia», que deja a un lado la pura protesta y en lugar de la denuncia escueta de la «condición americana» va, por caminos más íntimos, abriéndonos visiones singulares en torno a un mundo en el que -a lo menos para nosotros los europeos parecen repetirse las visiones maravillosas de Cristóbal Colón, o las «de encantamiento», que recuerda Bernal Díaz   —24→   del Castillo, al asomarse al valle de México, frente al espectáculo de la capital azteca, o, en obra de un gran autor americano de nuestro tiempo, Miguel Ángel Asturias, los paisajes verdes, de esplendor, fijados en El espejo de Lida Sal, pero ya presentes como «maravilla» en las Leyendas de Guatemala, y en toda la poesía del escritor guatemalteco, hasta el triunfo mítico -rito, pompa, color- de Clarivigilia Primaveral.

Fundamentalmente, a partir de su rechazo -odioamor- de la gran sombra intrigante de Rubén Darío, y a pesar de los virtuosismos sucesivos de la vanguardia -con lo positivo que esta experiencia significa como depuración libertadora de una retórica empalagosa y muerta y como experimentación de nuevos caminos en la poesía- José Coronel Urtecho ha seguido cantando, en variedad singular de formas, un único mundo poético, con el que totalmente se identifica. Cuando traduce «Milagros», de Walt Whitman, el clímax del poema es ya algo suyo, personal, que él ve reflejado en la palabra del poeta norteamericano, para el cual la vida es «un permanente y renovado milagro», según se ha expresado un fino crítico y poeta, Ernesto Gutiérrez17. Como ya es propia de José Coronel la emoción con que Blaise Cendrars canta, en la primera parte de «Far West», que el poeta nicaragüense traduce, las riquezas naturales americanas, en abundancia maravillosa de ríos, valles, frutas, hortalizas, caza tropicales. Nos lo ha advertido el mismo Ernesto Gutiérrez, explicando el subtítulo «Imitaciones y traducciones»   —25→   , que Coronel Urtecho quiso aplicar a su obra poética -la que «hasta hoy él admite como Obra Poética»18-, que traducción y poesía original no tienen, en realidad, distinción para él:

«dice que todos sus poemas han sido sugeridos por algún otro poema de algún otro poeta en alguna de sus innumerables lecturas, y que las traducciones son también parte de su obra, porque al hacerlas, esos poemas de otros poetas se han hecho nuevamente poemas, pero a su manera, o sea, que al hacerlo a su modo, de cierto modo, ha hecho suyos esos poemas»19.



Su misma espiritualidad cristiana, católica, se identifica con la religiosidad de Claudel, de Merton, de San Bernardo, a quienes traduce, con la visión bíblico-quevedesca de la destrucción de James Oppenheim, de quien José Coronel vierte al castellano «Un puñado de polvo»:


«Porque el viento esparce por las colinas de la tierra el polvo
de las marchitas generaciones,
y no hay ni una gota de agua en el mar que no haya sido gota
de sangre o lágrima, y no hay ni un átomo en la savia de una hoja o de un capullo
que no haya sido savia de amor de un ser humano,
y no hay terrón que no haya sido rosada curva de un labio, un
pecho, una mejilla [...]»



La religiosidad de José Coronel Urtecho, su concepción cristiana del mundo, sus esperanzados acentos, así como sus más aterradoras consideraciones, llevan a la contemplación,   —26→   a la creación, o recreación, de un mundo «mágico», centro del interés del poeta. Y ello se realiza en dos planos, que terminan por completarse: la mitificación de una vida que se funda en los valores familiares, bastante cercana de la concepción de Juan Boscán, y la celebración de la naturaleza nicaragüense -y en sentido más amplio americana-, entendida como Edén milagroso que se perpetúa en el mundo actual como región privilegiada.

Existe, en efecto, una parte de Nicaragua donde el poeta ve reflejarse un paraíso todavía operante. Es la que corresponde a «La Azucena», «Las Brisas», «El Almendro», «El Tule», «San Francisco del Río», «San Carlos»... La maravilla, la magia del mundo americano, se nos muestra en varias composiciones líricas -largos párrafos en prosa poética-, como «Febrero en La Azucena», a través de una enumeración pormenorizada de animales, peces, aves y naturaleza en flor:

«Han florecido todos los árboles de flores. Los corteses están tupidos de flores amarillas y alzan sus copas en el sol haciendo alarde de su amarillo apasionado. Brillan, refulgen a lo lejos como las legendarias cúpulas de oro de las siete ciudades. Los robles están cuajados de crespas flores nacaradas. Laurel y sotacaballo perfuman todo el aire con la fragancia de sus blancos ramilletes. El capirote da flores de un blanco de espuma. El almendro de monte, moradas, el hombre-grande, rojas. Y la caoba lila.

Han florecido los matorrales, las orillas de los caminos, las cercas, la humilde escoba da sus florecitas amarillas. Cuando ha soplado el viento el río se cubre de flores y hasta los criques arrastran pétalos. Vuelan abejas y mariposas.

Han florecido las yedras y las enredaderas de la montaña.

Amapolas. Veraneras.

Han florecido las orquídeas.

Polen».



  —27→  

Un mundo mítico, que mantiene en el tiempo sus estrechos lazos con el pasado anterior a la Conquista, surge de estas descripciones, en las que, más que la rápida referencia a lo espejismos y devaneos de los primeros conquistadores y pobladores, en la mención de las «siete ciudades», es eficaz el clima suscitado por las repeticiones iniciales, de amplia sugestión, prometedoras de milagro. Se repite en ellas la atmósfera del Popol-Vuh, cuando «todo estaba en suspenso» y todo estaba a punto de realizarse:

«Ahora es cuando salen a calentarse en los bancos de arena los lagartos [...]

Ahora es cuando bajan las manadas de chanchos de monte de las montañas a los llanos para comer coquitos [...]

Ahora es cuando los tigres siguiendo a las manadas de los chanchos amenazan a los ganados que también han bajado a los llanos [...]

Ahora es cuando [...]

Ahora es cuando [...]

Ahora es cuando [...]»



Un tiempo mágico surge de los repetidos inicios sucesivos:

«Es el tiempo [...]

Es el tiempo [...]

Es el tiempo [...]»



La fecundidad milagrosa del mundo americano se afirma. El universo se cubre de frutos, todo produce, sin que intervenga casi la mano del hombre. El paraíso terrenal establece sus contornos, en estas páginas de extraordinario lirismo con que José Coronel Urtecho celebra el mundo americano. Más tarde Miguel Ángel Asturias grabará la visión de   —28→   un «mundo de golosina», maravilla y resplandor, celebrando, en Maladrón, con la «elegía de los Andes verdes», la unicidad del mundo de América.

La magia se repite, en la poesía de Coronel, en el poema «Ciudad Quesada», cuando celebra las praderas, valles, montañas, la diversidad de climas del Cantón, la abundancia de plantas acuáticas de las lagunas, los caños y los ríos donde «pueden pescarse con anzuelo o cogerse con redes o nasas toda clase de peces, como guapotes, bobos, roncadores, mojarras, pepe-machines y guavinas», las selvas «pobladas de árboles gigantescos, ceibas, madroños, cedros, paulinas, begonias, granadillas, platanillos y dalias. / Especialmente se menciona la caoba, como también el guayacán, el hule chiclero, el cocobolo y la vainilla», los «monstruosos helechos fosforescentes», aves y animales, igualmente mencionados con insistida meticulosidad.

El legendario sabor de la crónica, cuando empezaron las primeras descripciones del Nuevo Mundo, se impone con todo su halo mágico en este poema, como en el anterior, y asimismo en ciertos pasajes descriptivos de la «Pequeña biografía de mi mujer», donde en sentido hondamente cristiano José Coronel celebra el trabajo en los dones de la naturaleza, la recompensa al amor hacia ella, que su esposa profesa y enseña a sus hijos:


Así les enseñaba mi mujer a mis hijos a amar al campo, la
naturaleza,
que con tal abundancia de dones paga, gracias a Dios, el
trabajo
del hombre en algunos lugares de América.
Les enseñaba a amar la tierra, y a trabajarla, como ella.
A ser como ella y a vivir como ella [...]



  —29→  

Es así como el mundo mágico va poblándose de seres humanos y al mismo tiempo míticos, entre los que destaca la esposa del poeta. Ya en los Sonetos de uso doméstico la había cantado José Coronel Urtecho cual centro ideal de su concepción de la vida, en la sencillez del amor seguramente compartido, laboriosa mujer y madre ejemplar:


Libre ya del amor que aturde y ciega
canto ahora a la dueña de mi casa,
cuando atareada en sus quehaceres pasa,
cuando rodeada de sus hijos llega.



De esta manera se expresa el poeta en «Mater amabilis», con acentos que nos recuerdan concretamente, y al mismo tiempo con originalidad, a Juan Boscán, en el canto de una dantesca Beatrice de dimensiones reales, caseras. Para José Coronel su esposa es la fuente de todo y el origen misterioso de ese clímax de «compañía y soledad» que caracteriza al mundo amado. Pero ya en «La cazadora» la sencillez del acento poético destaca mejor la originalidad de la concepción del cantor: la mujer se impone en su actitud de agreste Diana cazadora, de tamaño esencialmente humano y doméstico y, a pesar de ello, de grandeza mítica, que en «Rústica conjux» remata el cuadro de la vida campesina: ella espoleando al caballo «en la aurora», aventando «el ganado a la quesera», ordeñando, cuidando los terneros, prensando quesos, quemando potreros, haciendo trabajos de carpintería. La operosidad de la mujer participa y es fuente, al mismo tiempo, del milagro:


Diosa campestre como Diana y Ceres,
así realizas todos tus quehaceres
desde el principio hasta el final del día



  —30→  

En esta condición de fuente y centro de la vida del poeta, se explica el sentimiento de la ausencia que a veces lo atormenta. Si con ella se realiza, para José Coronel, la plenitud del mundo -«Contigo el mundo entero es nuestra casa», expresa en «Ausencia de la esposa»- , sin ella se acentúa la necesidad de su presencia física, porque la ausencia de la esposa introduce el desierto. También Neruda, en el LXV de los Cien sonetos de amor, cantó, de forma intensamente dramática, la angustia originada en él por la ausencia de Matilde, y en varios sonetos el significado positivo de su presencia y su dinamismo. La tersura clásica del verso de José Coronel Urtecho se impone, sin embargo, con singularidad de acentos. El amor nerudiano encierra un drama que en el poeta nicaragüense se resuelve en original compostura, acercándonos en esto también a las dimensiones mágicas y el lirismo que caracterizan al Cantar de los Cantares:



Vuelve a llenar de sol, calor y vida
mi cuerpo que se ajusta a tu medida
y mi alma que hace veces de la tuya;

Ven a calmar las ansias de mi pecho,
y a llenar el vacío de tu lecho
para que mane miel y leche fluya.



El mismo concepto desarrolla Coronel Urtecho en el «Soneto para invitar a María a volver a San Francisco del Río». Nótese la sugestión derivada de la insistida mención de los lugares geográficos en toda la poesía de este lírico. El tema clásico de la ausencia se desarrolla, en esta composición, con logrado alarde de habilidad conceptista y adquiere vida nueva a través de las muchas reminiscencias clásicas   —31→   de que rebosan sus versos, concluyendo con la afirmación de la función vital que encierra la presencia de la esposa:


Ven, mi vida, a juntar vida con vida
Para que vuelva a ser la vida que era
Que la vida a la vida a la vida convida



Concluye el clima «doméstico» el poema finamente humorista «La Paloma», en el que los acentos clásicos, de ascendencia garcilasista, de la segunda parte, rematan la atmósfera mágica del mundo amado. Pero es en la «Pequeña biografía de mi mujer» donde se realiza completa la transformación mítica del personaje, no solamente a través del improviso comienzo deslumbrante -«Mi mujer era roja como una leona»-, sino debido a toda una serie de celebraciones de la esposa, «Maestra en toda clase de oficios», milagrosa en su operosidad, vital en su continuo movimiento, metida en la magia de un paisaje del cual es reina dominadora, con su «mirada verde de reflejos dorados», educadora de sus hijos al trabajo y al amor a la tierra. El ideal «doméstico» de vida familiar se exalta en su personalidad. Su identificación con la tierra es plena. A través de la mujer el poeta también encuentra sus raíces. Neruda mismo, en Los versos del Capitán, llegó a la identificación de la amada con la tierra: «y me incliné a tu boca para besar la tierra», escribe en el poema «En ti la tierra». En la poesía de José Coronel la estatura mítica de su mujer procede de la misma identificación:


Mi mujer no comprende su vida sino es para esta tierra
Es como si pensara que ella misma es la tierra en que ella y
yo vivimos



  —32→  

De esta identificación del poeta con su mujer y con la tierra brota y se alimenta el amor. José Coronel Urtecho nos ofrece una original interpretación de este sentimiento en el poema, fusión perfecta con el paisaje encantado que los rodea:


Amor es sólo amor y diariamente amor
Amor es diariamente una canción de amor que siempre engendra otra canción de amor
Amor es otra vez la primera pareja y el nuevo Paraíso del primer hombre y la primera mujer
Amor es la pareja que se baña desnuda en algún crique de la selva y ve temblar el reflejo de sus cuerpos en el agua
Amor, en ese tiempo, son las noches sin luna en el rancho de Calvo, el hulero, y los días de sol esperando la lluvia,
y los días de lluvia riyando la madera a la cabeza de los riyeros
Mi mujer trabajaba dondequiera que estaba.



El concepto del amor, que vuelve al estado de gracia de la primera pareja y al Paraíso de los orígenes, va estrechamente unido, en la concepción de Coronel, con el de la actividad, el trabajo, que su esposa siempre ha interpretado «como un acto de amor». De todo ello procede la grandeza mítica y a la par hondamente humana del personaje, del que el poeta destaca, al final del poema, la unicidad:


Cuantos han trabajado con ella, cuantos la han visto en su
trabajo, nunca la han olvidado
Cuentan de ella y no acaban
Dicen que no hay otra mujer como ella
Una mujer extraordinaria
Una mujer como inventada por un poeta
Una mujer casada con un poeta
Una mujer por eso mismo verdadera
Una mujer verdadera mujer
Una mujer sencillamente
Una mujer»



  —33→  

El mundo «mágico» de José Coronel Urtecho se define completamente en la mitificación de su esposa y en la exaltación de la naturaleza nicaragüense. La poesía hispanoamericana afirma en sus versos una extraordinaria originalidad de acentos. ¡Cuan lejos estamos, en la concepción de la mujer-trabajadora, del erotismo cosquilloso de Rubén Darío! Y, sin embargo, ¡cuan cerca del gran poeta por el proceso de exaltación en mito de la mujer! Algo tiene la esposa cantada por José Coronel de esa Diana rubeniana, de relevada gracia, celebrada en «Primaveral» como «real, orgullosa y esbelta», si no «con su desnudez divina», sí «en su actitud cinegética». Y cuan cerca también por la magia del paisaje a la fina sensibilidad colorista con que Darío cantó la naturaleza, a partir de Azul.

*  *  *

Prologando la recopilación de la prosa de José Coronel20, Carlos Martínez Rivas pone al comienzo de su estudio introductivo tres epígrafes. Me interesa la sacada de un soneto de Darío dedicado a Cervantes: «Parla como un arroyo cristalino...»; porque bien se acuerda con la tersura de las páginas del escritor presentado, y también porque se puede aplicar muy bien a su poesía. Pero la tersura, el «arroyo cristalino», va arrastrando, escondidas en su fondo, una serie de preocupaciones existenciales, las mismas que, de forma siempre cambiante, han dado motivo a gran parte de la poesía contemporánea hispanoamericana: la angustia del transcurrir humano, el «cáncer del tiempo», de quevedesca memoria. Quevedo, en efecto, ha sido, en este sentido, el gran   —34→   maestro para muchos poetas de Hispanoamérica, desde Borges hasta Neruda, desde Carrera Andrade hasta Octavio Paz. Sin embargo, no me atrevería a establecer en la poesía de José Coronel una línea de descendencia directa de Quevedo por el tema. Sus poetas preferidos, entiendo sus lecturas congeniales, son más bien Garcilaso, Fray Luis de León, Boscán y San Juan, y hasta Góngora. Pero en la magia que anima al mundo americano en la obra de este poeta nicaragüense, dentro de la aparentemente tranquila celebración de la «buena medianía», de un ideal de vida patriarcal de boscaniana memoria, el tema angustioso del tiempo insinúa su nota inquietante. La verdad es que si la poesía «engrandece y eleva la realidad» -según verso de Delmore Schwartz en «El reino de la poesía», que José Coronel Urtecho traduce y hace propio-, ella ahonda también, y sobre todo, en la dimensión interior del hombre, investigando lo que hace temblar su existencia, y nos comunica el escalofrío de sabernos perecederos, destinados a la consumación.

La inquietud del tiempo empieza como desorientación frente a nosotros mismos. El símbolo del espejo interviene, en la poesía de José Coronel, como elemento que agudiza lo dramático de la situación. Ya en la «Oda a Rubén Darío», el espejo representa la improvisa conciencia del drama, el no saberse reconocer en los cambiantes aspectos, lo que parece afirmar nuestra inexistencia. Pero en «Parque N. 10» el espejo es ya el símbolo de una vida que no encuentra su explicación. El poeta define al objeto, con gongorina metáfora, «Mar de Cristal de la mentira»; su función «reflectiva» se transforma en algo lóbrego, sabe a repeticiones difuntas, que se evidencian en sus «espumas de sonrisas muertas». El espejo es, por fin, denuncia de la vejez del poeta. En «Autorretrato» asoma la angustia del tiempo que transcurre, y se   —35→   refleja en él, con la repetición de las facciones paternas, denuncia impiadosa del aborrecido objeto que difunde terror:


Cuando al mirarme en el espejo
Veo en mi cara la de mi padre
Absurdamente tengo miedo.



El tiempo está presente como destrucción en los versos citados. La injuria de la edad va denunciada no en la individuación del desgaste físico, sino en la repetición de las facciones de una misma cara, que se eterniza anunciando la muerte. El poema recuerda otro del poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, «La alquimia vital», y su ascendencia quevedesca: el soneto en que «Signifícase la propia brevedad de la vida, sin pensar, y con padecer, salteada de la Muerte»21. Sólo que al alquimista «interior» que en el poema de Carrera Andrade va preparando la destrucción del individuo, Coronel Urtecho sustituye la perpetuación destructora de un mismo semblante, que se repite borrando las vidas, destruyendo la juventud y afirmando una misma edad mortífera, la vejez.

Junto con este sentido del acercarse de la muerte, se manifiesta en la poesía de José Coronel el sentido del polvo, en una dimensión universal. En su colección de poemas el autor incluye, significativamente, una traducción de James Oppenheim, titulada «Un puñado de polvo», donde el memento mori y la denuncia de lo dramático del destino humano están duramente presentes:

  —36→  

Ven muchacha, camarada,
párate junto a mí, tú, la quemada de sol, con tus
brillantes ojos alzados,
mira este polvo...
esto eres tú: esto, de la tierra que pisas, eres tú:
...



Recordemos una vez más la advertencia de Ernesto Gutiérrez en torno a las traducciones de José Coronel:

«preguntado del porqué del subtítulo (dado al libro), dice que todos sus poemas han sido sugeridos por algún otro poema de algún otro poeta en alguna de sus innumerables lecturas, y que las traducciones son también parte de su obra, porque al hacerlas, esos poemas de otros poetas se han hecho nuevamente poemas, pero a su manera, o sea, que al hacerlos a su modo, de cierto modo, ha hecho suyos esos poemas»22.



Por ello es fácil encontrar en la adhesión del poeta nicaragüense al autor traducido la afirmación de un tormento personal, como éste de «Un puñado de polvo», frente al destino del hombre. Aunque este tormento no se expresa aquí en sentido negativo, porque el polvo, precisamente en cuanto producto de infinitas generaciones y representación de generaciones infinitas, encierra en sí un mensaje, la presencia de una voz que habla al hombre que todavía vive, la de quien en sus manos tiene a todas las generaciones:


Escucha el polvo de esta mano:
¿Quién es el que trata de hablarnos?



  —37→  

Asoma así, de esta traducción, un sentido cristiano de lo perecedero, al que plenamente da su adhesión José Coronel Urtecho, y que destruye la angustia clásica proporcionada por el motivo del polvo. El poeta reflexiona ante el misterio de un mensaje divino que da una dimensión más honda al polvo, y al mismo hombre en su condición de ser perecedero.

Una quieta aceptación de la limitación humana anima el poema «Idilio en cuatro endechas», significativamente presidido por un verso de Xavier Villaurrutia: «Cuando la vi, cuando la vid, cuando la vida». En el poema de Coronel Urtecho falta, sin embargo, la angustia que expresa el poeta mexicano en «Nocturno Eterno», al que pertenece el verso citado, el escalofrío de terror que asalta a Villaurrutia considerando su precario existir, el panorama de muerte que rodea al hombre. Y en efecto, en la cuarta de las endechas del «Idilio» de Coronel, la consideración de que la mujer ha nacido «sólo para el olvido / sólo para llorar», proyecta una nota melancólica sobre el amor.

Notas de mayor preocupación existencial encontramos, paradójicamente, en los «Sonetos de uso doméstico», donde José Coronel Urtecho celebra a su esposa y al amor que le une a ella, manifestando su ideal de vida sencilla. El tema de la ausencia de la esposa, que el mismo Neruda ha cantado, con dramático acento, en algunos de sus Cien Sonetos de amor23, da dimensiones angustiosas al sentido del tiempo, en el poema «Ausencia de la esposa». El contraste dramático se determina entre presencia y ausencia, entre vida completa -«Contigo el mundo entero es nuestra casa»- y desierto -«... el desierto de tu larga ausencia»-; la esposa   —38→   eterniza el instante: a su vera «el tiempo lento pasa / dándole eternidad a la experiencia». El «vacío de tu lecho» es también fuente de angustia; la presencia de la mujer llena de «sol, calor y vida» el cuerpo del poeta, aquieta las ansias de su pecho, hace que mane «miel y leche fluya».

El tema de la ausencia domina también, de forma angustiosa, el «Soneto para invitar a María a volver de San Francisco del Río». El poeta presenta la separación de su esposa como muerte diaria y continuada: «Separados morimos cada día / Sin que esta larga muerte se concluya». Por consiguiente la mujer se identifica con la vida, que sólo en ella adquiere significado.

En esta concepción «doméstica» de la vida reside toda la sabiduría de José Coronel Urtecho. Inspirándose, transparentemente, en la poesía horaciana de Fray Luis de León, el poeta nicaragüense expresa, en «Nihil Novum», la eterna igualdad de las cosas, el concepto de que nada ha cambiado en el mundo, desde los tiempos de Salomón. Tampoco ha cambiado la angustia del hombre, su «viejo anhelo», su «desvelo» nocturno, «el mismo palpitar del corazón». Incitando al hombre a que no se deje engañar por los «nuevos continentes», con su aparente novedad de plantas, bestias, gentes, «canciones con un nuevo acento», José Coronel Urtecho expresa su convencimiento de que el hombre es esencialmente un ser limitado, insignificante dentro de la gran máquina del mundo:


Todo lo que dice algo ya está dicho:
sólo nos queda el aire y su capricho
de vagos sones que se lleva el viento.



Estos acentos contrastan de manera evidente con otros   —39→   muchos de aparente aceptación tranquila de la vida, en una dimensión bucólica y doméstica, cual, por ejemplo, se evidencia en el poema «Vida del poeta en el campo», donde el sueño parece concluir en total tranquilidad todo el trajín de un día sereno. Sin embargo, el sentido dramático de la vida asoma continuamente. En el poema «A un roble tarde florecido», el improviso despuntar de una flor, «ternura de la primavera», subraya más el sentido desesperado de una vida sin posibilidad ya de ilusiones. El tono reflexivo con que concluye el poema, en un sencillo discurso, realzado, no obstante, por el valor exquisito de las imágenes, subraya más la angustia del destino:



Yo me he quedado un poco sorprendido
al contemplar en el roble florido
tanta ternura de la primavera,

que roba en los jardines de la aurora,
esas flores de nácar con que enflora
los brazos muertos del que nada espera.



En «Sol de Invierno» el tema es el de la brevedad de la dicha y la alegría. El paisaje es siempre el punto de partida para llegar a consideraciones de índole metafísica, y aquí se vuelve sombrío, dominado por «la oscuridad, la lluvia, el viento».

A este inquieto indagar, a la angustia de considerar la sustancia de la condición humana, se escapa, por fin, Coronel Urtecho, por el camino de la fe. En «Credo», levanta su canto de agradecimiento a Dios, y el mundo vuelve a sus notas positivas, pues refleja la «hermosura» del Creador. Supera así, el poeta, el sentido del polvo, la angustia de la acechanza   —40→   de la muerte, en la perspectiva de otra existencia, en la que la beatitud consiste en la contemplación del Autor de tanta belleza:


Qué importa pues que esta belleza
muera si he de ver la hermosura duradera
que en tu infinito corazón madura.



Es éste un punto de arribo, pero no el arribo definitivo. José Coronel no deja nunca de ser hombre, y como tal de contemplar y reflejar la angustia del hombre. Ello se evidencia de nuevo en una serie de poemas reunidos bajo el título «Cometa de Ramos Tristes», presididos por el epígrafe de Alfonso Álvarez de Villasandino: «cuando la cometa / con sus tristes ramos». Así vemos en el poema «Líneas escritas en una enfermedad», al poeta perdido en su «laberinto», sentir el crujir de sus huesos y en ellos «la fibra del quebranto», que le hunde «en la maraña de lo mismo». La angustia provocada por el miedo a la muerte vuelve dramática su invocación al milagro, al «fresco don de la Virgen Pura». Y en el famoso «Retrato de la mujer de tu prójimo» la conclusión nos vuelve a los acentos más lóbregos de Quevedo, cuando Coronel escribe: «Gana el gusano / la batalla de la mano». La vana lucha del hombre desemboca en la muerte; ella domina, sin que el poeta la mencione concretamente, su preocupación, como algo terrible, que siempre está esperando al hombre, al final de la meta, como ya se expresó dramáticamente Neruda, «vestida de Almirante»24.

  —41→  

En «Hipótesis de tu cuerpo» vuelve el símbolo del espejo; el poeta se ve reflejado en él, frente a los demás: «Sé que no me creerán como a espejo sin fondo». La angustia existencial se manifiesta en un indefinido contorno. La mujer es «Muerte vida» y al mismo tiempo «Vida muerte». El deseo del amor es experiencia de muerte-vida vida-muerte. Pero el amor es fundamentalmente inquietud, angustia existencial que no tiene solución. La misma angustia que encontramos en «Lo dicho dicho» y que asoma, al final, sobre otro motivo, también en «Te he saludado al río», en la expresión del inarrestable fluir del hombre, río de heraclitiana memoria.

Todo lo expuesto no elimina el gozo vital de que es expresión tanta parte de la poesía de José Coronel Urtecho, la magia con que él interpreta al paisaje nicaragüense, paraíso de resplandor, mundo vuelto mítico en su belleza y su dimensión espiritual. Pero sería falso pensar, por ello, en un Coronel Urtecho que no haya sufrido, y no sufra, en su personal angustia, la del hombre de todos los tiempos.



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